3 de junio de 1889
Ama dice:
—No, nada de cestas de comida. ¡Nuestra tierra es pródiga!
El coche nos espera al otro lado de la puerta del jardín. Un caballo es castaño y el otro negro. El cochero parece una estatua sin ojos ni oídos. Martxel lleva las redañas y la caña de pescar, y yo el gancho y la bolsa de lona.
—¡Vamos, aprisa, que hemos de dar una gran vuelta antes de llegar a la playa! ¡El día es tan hermoso que parece el primero de la Creación! ¿Estás contento, Jaso? Dios no podía regalarte un día mejor para tu cumpleaños. ¿Cuántos años cumples hoy, Jaso? —dice Ama.
—Siete —digo.
Ama me abraza y me besa. El calor de su cuerpo pasa al mío. Sus lágrimas caen sobre mi frente.
—¡Mi viejo Jaso! ¡Siempre te tendré bien abrazado…, así, así…, para impedirte crecer! ¡Quiero mandar en la vida de mis propios hijos!… ¡Oh, Dios mío, el sol ya está muy alto! —dice Ama.
Se adelantan la Chica y el jardinero, pero somos mi hermano Martxel y yo quienes ayudamos a Ama a subir al coche. Luego, Martxel coge a la pequeña Fabi y la pone en brazos de Ama. Luego, Martxel y yo subimos y nos sentamos en el asiento de enfrente. Ama quita con un pañuelo blanco los mocos a Fabi.
—Ya estamos —dice Ama al cochero.
El coche se pone en marcha: está lleno de ese olor tan fuerte a día de pesca que sueltan las sardinas atadas a la cuerda gorda que atraviesa como un diámetro cada redaña. El grupo de criados nos mira en silencio desde el jardín. Ama les ha puesto, a ellos y a ellas, uniformes nuevos para este día. La Chica es la que sostiene en sus manos la cesta con la comida que Ama se ha negado a llevar. Hasta ahora no me había dado cuenta de lo mucho que ha engordado la Chica. Nuestra casa se hace cada vez más pequeña. Las ruedas saltan sobre el barro seco y las piedras del camino, y Ama, Martxel, Fabi y yo también saltamos sobre nuestros asientos.
—¿Por qué no me dejas llevar los caballos, Ama? —digo.
—Porque eres demasiado viejo —dice Ama.
Martxel se ríe.
—Yo sí que los podría llevar —dice.
—No sé por qué crees que puedes hacer algo que no pueda hacer tu hermano —dice Ama.
—Porque soy mayor que él —dice Martxel.
—Sí, los dos sois ya unos viejecitos arrugados —dice Ama, temblándole la boca.
—Yo no puedo llevar los caballos. Estoy seguro de que no puedo llevar los caballos —digo.
—¡Ah, mi niñito pequeño! —dice Ama, inclinándose sobre mí y acariciándome la cara con sus manos calientes como buñuelos—. Y tú, Martxel, ¿verdad que tampoco puedes llevar los caballos?
Miro a Martxel.
—No, Ama, no puedo llevar los caballos —dice Martxel.
Ama también le acaricia a él y no puede contener sus lágrimas.
—Sois mis niños para toda la vida —dice. Abraza a Fabi hasta casi ahogarla—. Estoy a tiempo de impedir que mi niña crezca. ¡Ya no celebraremos más cumpleaños en la familia!
—Todos los años dices lo mismo —dice Martxel.
—¡Porque todos los años pienso lo mismo! —dice Ama.
—¿Vendrá Aita a la merienda de la tarde? —dice Martxel.
—Me lo ha prometido. ¡Si la celebración del cumpleaños de su hijo no es suficiente motivo para que abandone por un rato sus malditos despachos…! —dice Ama.
—Aita es más viejo que Jaso —dice Fabi.
Ama nos mira a los tres, uno a uno, y yo la miro a ella, y de pronto me encuentro temblando.
—Yo nunca seré tan viejo como Aita —digo.
—Os aseguro que en nuestra familia nunca más se celebrarán los cumpleaños. ¿Verdad, hijos míos, que entre los cuatro conseguiremos detener el tiempo? Cochero, rebaje usted la velocidad, que no se note que viajamos. Desde hoy, viviremos de espaldas al tiempo. Niños míos: cerrad los ojos para no ver la huida del paisaje —dice Ama.
Cierro los ojos. Los abro una rendija para ver si Martxel y Fabi los han cerrado, y sí los han cerrado. Y lo mismo Ama. Veo, también, que el cochero se vuelve a mirarnos desde su asiento alto.
—Bien sabe Dios que yo nunca he sido una mujer cobarde —dice Ama.
—Pues si no hay merienda, podremos pescar mucho más rato —dice Martxel.
—¿Quién dice que hoy no habrá merienda? —dice Ama.
—Tú lo dices —dice Martxel.
—Hablaba del futuro, no del día de hoy —dice Ama, mirando con ojos brillantes los árboles, las huertas y los prados que escapan a un lado y a otro.
—¿Habrá chocolate con churros y estarán Juan, Andrea y Roque de Altubena? —dice Fabi.
—Sí, mi niña —dice Ama.
—El viejo Satordi es muy viejo —dice Fabi.
—No llames viejo a Satordi Altube. Es un patriarca —dice Ama.
—¿Vamos a Altubena, señora? —dice el cochero.
—No, al regreso. Ahora, a Etxabarri —dice Ama.
—¿Podemos abrir ya los ojos, Ama? —dice Martxel.
—¿Aún no los habéis abierto? ¿Y a qué esperáis? ¿Para qué creéis que os he traído a este largo paseo? Mirad con recogimiento vuestra tierra… Fabi, ¿cuáles son tus apellidos? —dice Ama.
—Baskardo, Oiaindia… —dice Fabi.
—Sigue, sigue… Tienes muchísimos más —dice Ama.
—No me acuerdo —dice Fabi.
—¿Ni siquiera el tercero? —dice Ama.
—No me acuerdo —dice Fabi.
Ama acaricia los rizos de Fabi.
—¿Qué te pasa, Ama? —digo.
—Bien sabe Dios que yo nunca he sido una mujer cobarde —dice Ama.
—¿Qué te pasa, Ama? —digo.
—Un pájaro —dice Fabi.
—¿Dónde? —dice Martxel.
—En aquel árbol —dice Fabi.
—¡Es una chonta! Voy a bajar a tirarle una piedra —dice Martxel.
—No. Hemos venido a admirar el paisaje, no a matarlo. No se pare, cochero… ¿Quieres romperte la cabeza, Martxel? La vida de ese pobre animalito es tan valiosa como tu propia vida —dice Ama.
—Pues Aita ya mata animales —dice Martxel.
—Pero no aquí, sino en África. Creo que mi único triunfo sobre vuestro padre ha sido mandarle a cazar a ese lugar salvaje lleno de negros —dice Ama.
—Aita tiene las mejores escopetas del mundo —digo.
—No se llaman escopetas, sino rifles —dice Martxel.
—Vuestro padre lo destruye todo —dice Ama.
Marchamos en silencio durante un rato. Sólo Martxel dice:
—A las chontas se les queman los ojos para dejarlas ciegas y que canten dentro de la jaula.
De pronto, al salir de un bosque, vemos a lo lejos la mar.
—¡No hay olas! ¡Tendremos buena pesca! —dice Martxel.
—Las gaviotas son más hermosas que los cisnes… ¿Las ves volar, Fabi? —dice Ama.
Fabi se pone en pie, pero un brinco del coche la lanza contra el borde de nuestro asiento. Llora, cubriéndose la frente con las manos.
—Por tonta —dice Martxel.
—¿No podías haberla sostenido? —dice Ama.
Han rodado también por el suelo el gancho, el saco, las tres redañas y la caña de pescar.
—Lo siento, señora. Estos caminos están intransitables —dice el cochero.
—Son los caminos del campo y están muy bien como están —dice Ama.
—¡Tengo sangre! —dice Fabi.
—No es nada, mi niña. Verás qué pronto te cura tu Ama con su pañuelito… —dice Ama.
—¿Qué te pasa, Ama? —digo.
—Fabi tiene más sangre —dice Martxel.
—No importa… ¡Dios mío!, ¿por qué hoy, precisamente hoy, se me cae encima el miedo? ¿Qué aviso, que todavía ignoro, me ha mandado el Señor? —dice Ama.
—¡La marea está bajando! —dice Martxel, puesto en pie, dando saltos.
—¿Cómo lo sabes? —digo.
—¿No ves la raya que ha dejado la mar en la peña grande de Abasota? ¡Vamos a llegar tarde, Ama! —dice Martxel.
—Bien sabe Dios que yo nunca he sido una mujer cobarde… ¡Y en un día tan espléndido como hoy! Mi pequeña Fabi… ¡no crezcas nunca! —dice Ama.
—¡Me haces daño! —dice Fabi.
Pero Ama no afloja el abrazo, y Fabi forcejea para soltarse.
—¡La marea está bajando, Jaso! ¡Vamos corriendo, antes de que empiece a subir! —dice Martxel.
—¡Martxel, deja quietos los cachivaches de pescar! Nadie te va a robar tu bajamar. ¿No ves que aún no hay un solo pescador en la ribera? —dice Ama.
—¡No importa! Ya verás tú como lleguemos tarde… —dice Martxel, sentándose de golpe, con morros.
—¿Qué lenguaje es ése, caballerito? —dice Ama.
—¡No quiero ir a Etxabarri! —dice Martxel.
—¿Dónde está la cortesía del señorito? Urban Etxabarri, Alazne y toda su familia nos quieren mucho y se alegran de que les visitemos, aunque sea una vez al año. ¿No te gustaría comer talo y chorizo de caserío? —dice Ama.
—¡No, porque quiero pescar y bañarme y tú dices que no hay que comer antes de pescar y de bañarse! —dice Martxel.
—¡Señor, Señor!, ¿por qué echas hoy todo sobre mí? —dice Ama.
—La marea baja muy despacio. ¿Qué haríamos tan pronto en la playa? —digo a Martxel.
—¿Y coger gusana? ¿Eh? ¿Coger gusana? —dice Martxel.
—También para coger gusana hace falta bajamar —digo.
—Ahí tienes a tu hermano Jaso, con dos años menos y dándote ejemplo. ¿Quieres que se lo cuente a Aita?… ¡Dios, este presentimiento! ¿Podéis decirme, hijos míos, qué cosa nueva ha ocurrido hoy? ¿Veis alguna señal distinta en el cielo? —dice Ama.
Miro a Martxel, y luego Martxel mira a Ama.
—No me importa ir a Etxabarri —dice Martxel.
De nuevo perdemos de vista la mar. Etxabarri está sobre una loma. Los Etxabarri están azadonando su heredad de maíz. Las plantitas no levantan dos palmos del suelo; forman filas, como soldados de plomo alineados. Las grandes azadas de los Etxabarri remueven la tierra a su alrededor, sin rozarlas siquiera, y luego la amontonan contra el tallo. Todos dejan de trabajar al oír el traqueteo del coche. Los cuento: son once. Nos miran y hablan entre ellos.
—¡Buenos días! —dice Ama.
Se acercan Urban y Alazne. Sólo ellos. Los conozco de cuando vienen en su carro, por Santo Tomás, a pagar el alquiler en trigo, maíz, manzanas y castañas. Urban y Alazne son viejos. Se acercan por entre dos filas de boronas, Urban Etxabarri detrás de su mujer.
—¿Cómo está usted, señora marquesa? ¡Cómo les recibimos…! —dice Alazne, limpiándose las manos en el delantal.
A su espalda, Urban Etxabarri saluda con la cabeza. Es como si le diera miedo salir de detrás de su mujer. Pero mira de frente a Ama. Entre los Etxabarri del maizal hay un chico de mi edad, que no me quita ojo. Sé que se llama Paulin. Hace que trabaja, pero me mira y me mira.
—Por Dios, Alazne, no me llame marquesa —dice Ama.
—No sé llamarla de otro modo, señora marquesa. Estábamos con la borona —dice Alazne.
—¿Necesita Etxabarri alguna reparación? —dice Ama.
—No, no, todo sigue igual —dice Alazne.
—¡Qué bien suena eso de que «todo sigue igual»! Necesitaba verles a ustedes… —dice Ama.
Alazne deja de sonreír.
—¿Vernos? —dice.
—Pero no se preocupe, por Dios, que no se trata de subirles el alquiler ni de la venta del caserío ni de nada de eso. Necesitaba verles. Y que les vieran mis hijos —dice Ama.
—¡Cómo han crecido! Fabiola, ¡ya no me conoces! —dice Alazne.
—Fabi, ¿no le dices nada a la amama Alazne? —dice Ama.
—No cojo a la niña porque la mancharía, señora marquesa —dice Alazne.
Urban Etxabarri sigue detrás de Alazne, sin abrir la boca.
—¡Cuánto bien me hace el verles! —dice Ama.
—¡Pues sí que estamos presentables! ¡Ustedes sí que están guapos! —dice Alazne.
—Soy yo la que me avergüenzo, pueden creerme. Con nuestras ropas, parecemos algo, pero somos débiles. Ustedes son los fuertes —dice Ama.
—¿Qué te pasa, Ama? —digo.
—¿Está enferma, señora marquesa? —dice Alazne.
—No es nada. Viéndoles, ya me encuentro bien —dice Ama.
Alazne sonríe, como al principio.
—Pues pondremos una botica —dice.
Reímos todos, incluso Urban Etxabarri.
—Vamos a pescar —dice Martxel.
—Tenéis buena mar y buen cielo —dice Urban Etxabarri.
—Pero, señora marquesa, ¿no se quedan a tomar un poco de talo con huevos y chorizo? Les saco en un momento —dice Alazne.
—¡Ama, di que no hay tiempo! ¡Haré lo que tú quieras si se lo dices! ¿No es verdad, Urban, que llegaríamos tarde a pescar? —dice Martxel.
Los mayores se miran unos a otros. Ama se despide de Urban Etxabarri y de Alazne, y luego, con un gesto de la mano, de los del maizal.
—Gracias por la visita, señora marquesa —dice Alazne.
Paulin y yo nos miramos hasta que Etxabarri desaparece tras unos árboles.
—Mientras ellos existan sobre nuestra tierra… —Ama no puede acabar. Sus ojos parecen dos cristales rotos—. Mientras ellos sigan ahí… —Ama no puede acabar.
—¡Un pescador! ¿No ves, Ama, como es hora de bajar a las peñas? —dice Martxel.
Es un hombre con un gancho para pulpos y un gran saco. En la punta del gancho lleva atado un trapo blanco. Saluda y sigue adelante.
—Sólo unos minutos más —dice Ama.
—Sí, Ama —digo.
—¿Adónde vamos, señora? —dice el cochero.
—A Bukuena… Lo hago por vosotros, hijos míos —dice Ama.
Martxel da una patada en el suelo.
—Queda mucho tiempo para la bajamar —digo.
—¡Mirad, ahí está Bukuena! Sus piedras viejas… —dice Ama.
El coche puede llegar hasta el mismo portalón del caserío. No hay nadie, ni aquí ni en las huertas. La cara de Ama se pone blanca.
—Cuando este vacío llegue de verdad, quiero estar muerta —dice.
—¡Ama, se oyen pasos dentro! —digo.
Aparece una mujer joven, echándose una toquilla sobre los hombros. Creo que se llama Kamila.
—Ah, es usted, señora marquesa —dice.
Quiere hacernos creer que no lo sabía, pero esa toquilla es más nueva que sus otras ropas: nos ha visto por alguna ventana y se la ha puesto para recibirnos.
—La madre está en cama, con las rodillas —dice—. Los demás han ido con el carro a por helechos al monte. Bueno, Lander…
—¿Qué le pasa a Lander? —dice Ama.
—Se ha puesto a trabajar en la fábrica —dice Kamila.
Ahora sí que la cara de Ama está blanca.
—¡Dios mío! —dice.
Baja del coche y cuando Martxel, Fabi y yo queremos bajar también, nos dice que no nos movamos. Nos lo dice con el mismo ahogo que cuando hay truenos y nos llama desde casa.
—Necesito ver a tu madre —dice.
Kamila tarda en hablar.
—Tendré que avisarla —dice.
Entra en Bukuena. Ama está blanca.
—La marea ya habrá bajado del todo —dice Martxel, dando puñadas al coche.
Por fin, viene Kamila.
—Pase, señora marquesa —dice.
—Yo también quiero entrar —dice Fabi.
Ama no la oye y desaparece por la puerta. Fabi quiere echarse del coche y yo la ayudo a bajar, y luego yo también bajo. Fabi y yo entramos en Bukuena. Las voces vienen del fondo del pasillo.
—Como nunca esperamos visitas…
—Perdóneme, Mikela, luego le preguntaré cómo se encuentra usted, pero ahora he de saber por qué ha permitido que su hijo Lander trabaje en una fábrica —dice Ama.
—La tierra no da bastante. Antes no había fábricas y teníamos que arreglarnos con el campo, pero ahora sí hay —dice Mikela.
—Sé perfectamente que hay fábricas —dice Ama.
Fabi y yo estamos parados a la entrada del cuarto de Mikela. Mikela está en cama, pero sentada, también con una toquilla sobre los hombros. Con una mano se echa hacia atrás sus largas matas de pelo, como si las quisiera esconder detrás de su cabeza. Nunca había visto a Mikela sin su moño.
—Usted no se imagina adónde ha enviado al chico —dice Ama.
—Otros también van y… —dice Mikela.
Ama no se sienta en la silla que le han acercado. Anda de un lado a otro, como si quemara el suelo.
—Ama, siéntate —digo.
Alguien dice a mis espaldas:
—Su marido es amo de fábricas…
Es Kamila. Se cruzan las miradas de Ama y de Kamila.
—Mi marido lo destruye todo —dice Ama.
Se sienta, por fin. Se queda como muerta, con las manos cruzadas sobre la falda.
—¿Qué te pasa, Ama? —digo.
—¿Quiere un vaso de agua, señora marquesa? —dice Kamila.
—¿Qué tal sus rodillas, Mikela? —dice Ama.
—Dándome guerra… ¿qué le vamos a hacer? —dice Mikela.
—¿Qué dice el médico? —dice Ama.
—Yo no quiero médicos —dice Mikela.
—Me prohíbe que lo llamemos. Pero, cuando se muera, entonces sí que tendrá que venir el médico a hacerle el papel —dice Kamila.
—Usted tiene miedo a los médicos y no tiene miedo a las fábricas —dice Ama. Se levanta de la silla y se sienta en la cama, a los pies de Mikela—. Hace siete años, les compré a ustedes Bukuena, no para echarles a la calle, sino al contrario, para que ustedes, sus naturales habitantes, continuaran en su casa por siempre. Si al vasco le quitan la tierra, no es nada. Y las fábricas vienen a arrancar al vasco de su tierra.
—Lander quiso ir. A los jóvenes cada vez les gusta menos el campo. Somos muchas bocas y necesitamos ese jornal —dice Mikela.
—Yo les daré a ustedes lo que gana Lander, si se queda en casa —dice Ama.
—No queremos limosnas —dice Kamila a mi espalda.
Ahora estamos, otra vez, saltando dentro del coche. Ama no habla y tiene cara de muerta. Ni siquiera me mira cuando le pregunto si se va a morir. Creo que se va a morir. Martxel refunfuña que se fugará de casa como no lleguemos a tiempo a la bajamar.
—¡Cállate! —digo.
—¡Juro que me iré lejos y nadie me volverá a ver! —dice.
—¡Cállate! —digo. Le tapo la boca con la mano, pero él tiene más fuerza que yo y me la aparta a tirones.
—¡Martxel y Jaso se están pegando! —dice Fabi.
—Quietos, niños —dice Ama, sin mirarnos, moviendo sólo los labios.
—¿Verdad que no te vas a morir, Ama? —digo.
—¡Os acordaréis de mí como lleguemos tarde! —dice Martxel.
—¡Cállate! ¿No ves que Ama se va a morir? —digo.
—Bien sabe Dios que yo nunca he sido una mujer cobarde —dice Ama.
Desde las tierras de Altubena se oye la mar. Martxel se pone en pie y dice:
—Conozco ese ruido: es el ruido de la marea subiendo. ¡Ya no quiero ir a ninguna parte!
—¿Por qué no te callas? —digo.
El perro de Altubena sigue ladrando. Se llama Eguzki y es pequeño. Hemos llegado hasta el pie del sendero que sube al caserío y el coche se para. Eguzki se pone a morderles las patas a los caballos.
—¡Eguzki, quieto! —dice una voz.
Es Bixenta, en el portalón del caserío. Los caballos patean para librarse de los mordiscos de Eguzki. Le van a aplastar. El perro se ha vuelto loco.
—¡Maldito bicho! —dice el cochero.
Los caballos relinchan y se levantan sobre sus patas traseras. El cochero se desgañita tirando de las riendas. El coche se pone en marcha otra vez, y ahora parece que vamos a salir volando por los aires. Ama abre los brazos y nos aprieta contra su pecho a mí, a Martxel y a Fabi. El cielo da una vuelta sobre nuestras cabezas. Suena un golpe. El coche ha volcado, pero Ama no nos suelta de su abrazo. Alguien nos ayuda a levantarnos. Veo a Zenón y a Bixenta. Zenón sostiene a Ama por los hombros.
—¡Cielo santo! —dice Bixenta.
Veo, también, a Satordi y a Idurre, los abuelos. Y a nuestros amigos Juan y Andrea. Juan ha espantado a Eguzki a pedradas.
—Mataremos a ese perro, señora marquesa —dice Idurre, sacudiendo las ropas de Ama para limpiarlas del polvo seco.
—No, de ningún modo —dice Ama.
Nos toca a mí, a Martxel y a Fabi, nos toca todo el cuerpo, de la cabeza a los pies.
—¿Os duele algo? —dice.
Martxel ha recogido del suelo las tres redañas, el gancho, el saco y la caña de pescar.
—Esto no tenía que haber pasado. Nunca recibimos así a las visitas —dice el viejo Satordi.
—No ha ocurrido nada, hay que olvidarlo —dice Ama, arreglándose el vestido y el pelo. Busca a alguien con los ojos—. ¿Dónde está Roque?
—¿Roque? En el trabajo —dice Bixenta.
—Pero ¡por Dios!, ¿en qué trabajo? —dice Ama.
—En la fábrica —dice Bixenta.
—¡Ama, nos vamos a pescar con Juan y Andrea! —dice Martxel.
—¡Cállate! ¿No ves que Ama se va a morir? —digo.
—¿Qué pasa ahí abajo? —dice alguien desde lejos. Es el gordo Santiago. Es tan gordo que no puede levantarse de su mecedora. Nos mira desde el portalón—. Doy un real al que me traiga de las peñas un kilo de quisquillas.
—¡Juan!, ¿estás listo? —dice Martxel.
—La hermana y yo os estábamos esperando. Tenemos dos redañas y un gancho —dice Juan.
—Lander, el de Bukuena, también ha empezado a trabajar en una fábrica —dice Ama.
—¡Vámonos de una vez! —dice Martxel.
—Él también —dice Bixenta.
—Sí, él también —dice Ama.
—¿Qué te pasa, Ama? —digo.
—Usted no debe ir hoy a la playa con los chicos, señora marquesa. Cualquiera de nosotros les acompañará —dice Bixenta.
—No, mi puesto está al lado de mis hijos —dice Ama.
—¿Por qué no descansa un rato, señora marquesa? No puede ir así —dice Bixenta.
Martxel toma a Ama de la mano y tira de ella hacia la playa.
—¿A qué esperas ahora? Chismorreáis a la vuelta —dice Martxel.
Ama se deja arrastrar.
—Regresaremos a comer con ustedes nuestra pesca —dice Ama, volviendo la cara—. Me llevo a sus chicos. Esta pequeña, Andrea… ¡qué preciosa cara de vasca tiene!
—Ya les prepararemos algo —dice Bixenta.
—Pero nada distinto de lo que comen ustedes todos los días. Quiero que mis hijos se empapen de… —dice Ama.
—Usted sí que tiene arranque, señora marquesa —dice Bixenta.
—El chico ha dicho «chismorreáis» —dice la vieja Idurre sin atreverse a reír del todo.
El cochero tiene bien agarrados los caballos.
—Tendré listo el coche para el regreso, señora marquesa —dice.
Después, encontramos en el camino a Anselmo, que va también a pescar. Anselmo es de la edad de Martxel y no lleva más que un gancho de eskarras y un saquito. Se une a nosotros. No habla hasta que le habla Ama:
—¿De dónde eres?
—Es Anselmo —digo.
—Sí, pero ¿de dónde eres? —dice Ama.
—De Torretxea —dice Anselmo.
—Ah, un Delatorre, los albañiles. Tu padre nos levantó el cobertizo para los coches, y mi familia guarda un documento en el que se dice que un antepasado tuyo construyó el caserón de los Oiaindia, nuestra casa… ¡Ahí está la playa! ¡Miradla bien! ¡No hay escenario más hermoso que el de nuestra playa de Arrigúnaga! ¿Sabéis que en ella y sus alrededores estuvo el Paraíso Terrenal de Adán y Eva? Es lo que asegura don Eulogio… —dice Ama.
Ama es otra. Ya no tiene cara de muerta.
—¿Qué pescaba Adán? —dice Martxel.
—Lo mismo que vamos a pescar nosotros, mi niño —dice Ama.
—¿Hay, ahora, las mismas eskarras y las mismas quisquillas? —dice Martxel.
—Claro que sí —dice Ama.
—¿Y cuánto tiempo ha pasado? —dice Martxel.
—Mucho, muchísimo tiempo… ¡Uff! Seis mil años. Dios creó el mundo hace unos seis mil años. Un sacerdote vasco lo ha dicho en un libro —dice Ama.
—¿Y Adán y Eva comían quisquillas? —dice Fabi.
—Sí, mi niñita. Bajaban a esta playa, igual que nosotros bajamos ahora, y pescaban de todos los animalitos que el Señor, generosamente, había puesto para ellos en su Paraíso —dice Ama.
—Don Eulogio nos cuenta que Adán y Eva lo cogían todo de los árboles —dice Martxel.
—Los bichitos de la mar se ahogan fuera del agua… ¿cómo iban a estar en los árboles? —dice Ama.
—¡Yo soy Adán! —dice Martxel.
—¡Y yo Eva! —dice Fabi.
—El tiempo no pasa para los vascos —dice Ama, dando un beso a Martxel y otro a Fabi.
Nuestros pies se hunden en la arena oscura, al pie de las ruinas del viejo castillo. La playa se ha hecho más grande con la bajamar. Nunca he visto antes tantas peñas descubiertas. Nos rodea un silencio que es el silencio de las eskarras, las Julias, los sarrones, las quisquillas y los pulpos que se esconden en el agua de las cuevas de debajo de las peñas.
—¿Puedo quitarme los zapatos, Ama? —digo.
Ama abre el bolsón y Martxel y yo nos quitamos los zapatos y los calcetines, y Ama se arrodilla para quitárselos a Fabi, y Juan, Andrea y Anselmo no tienen zapatos ni calcetines, sólo alpargatas, y se las quitan, y cuando Ama mete en su bolsón mis zapatos y mis calcetines y los de Martxel y de Fabi, Juan, Andrea y Anselmo se quedan con sus alpargatas en la mano, mirándola.
—Dádmelas también vosotros —les dice Ama, y se las coge y las mete en su bolsón, y acaricia la cara de Andrea—. No he visto un rostro de vasca tan perfecto como el de esta chiquilla.
—¡Vamos a pescar a la peña grande de Abasota! —dice Martxel.
—No, que está muy lejos y cuando la marea empieza a subir queda cortado el paso enseguida. Además, hay más pesca en Eskarrakarramarro —dice Ama.
De manera que los seis echamos a correr hacia Kobo, al pie de La Galea.
—¡Dios mío, cuánto he jugado de niña en esta playa! No me hagáis caso si lloro —dice Ama.
—¡No me esperan! —dice Fabi.
—¡Martxel, Jaso, esperad a vuestra hermana! —dice Ama.
El primero en meter los pies en el agua es Anselmo. Meto los míos: me los veo como si los hubiese metido en un cristal. Todo está lleno de piedras: unas, blancas y lisas, cubiertas de algas, lapas y mojojones. Martxel, Anselmo, Juan y yo nos alejamos de la orilla, saltando de piedra en piedra, chapoteando en los charcos. Fabi y Andrea nos miran con envidia. Eskarrakarramarro es como una gran campa de peña cruzada por muchos canales. Anselmo y Juan corren más que Martxel y que yo y pronto los vemos escarbando en las grietas de eskarras con sus ganchos de punta curvada. Martxel y yo metemos las redañas en el agua, debajo de las peñas, y allí las dejamos. Hay que retirarse para que las quisquillas no nos vean. Tampoco hay que hacer ruido.
—¿Cuántas? —dice Ama desde la playa.
Martxel le dice por señas que se calle.
—Un barco —dice Fabi.
Sí, hay un barco navegando hacia el puerto, al pie del monte Serantes.
—Si no cogéis nada, será por culpa de ese barco, que os habrá espantado la pesca. Hay que pedir a Dios que hunda todos los barcos —dice Ama.
—¿Tiene Aita barcos? —dice Fabi.
—Sí, Aita tiene barcos. Aita tiene de todo lo que destruye —dice Ama.
—¡Anselmo ha cogido algo! —dice Martxel.
Puesto en pie sobre una peña, Anselmo levanta el brazo para enseñarnos la eskarra que tiene bien cogida entre sus dedos. Es una eskarra grande, de grandes bocas, y si Anselmo se descuidara la eskarra le podría cortar un dedo, pero la mete pronto en su saco. Todo lo ha hecho Anselmo sin decir una palabra.
Martxel me dice por señas que algo ocurre en nuestras redañas. Miro. En la mía hay ocho quisquillas comiendo la sardina, y seis en la redaña de Martxel. Las quisquillas se acercan nadando a la sardina y le roban un cachito con un tirón hacia atrás. Martxel coge su mango y yo el mío. Las quisquillas están tan ciegas comiendo que no se dan cuenta de que levantamos las redañas, muy despacio, levantándolas también a ellas. Hasta que las sacamos del todo del agua. Quedan en seco en la malla chorreante, dando saltos. Martxel corre por las peñas hacia la playa y yo le sigo.
—¡Ama, Ama!, ¿así eran las quisquillas que pescaba Adán? —dice Martxel.
Ama se levanta del gran pañuelo que ha extendido sobre la arena, y Martxel y yo le ponemos las redañas bajo los ojos.
—¡Son estupendas! —dice Ama.
—Coge una —digo.
Pero Ama no se atreve, no mete la mano. Martxel y yo regresamos a las peñas.
—Tú, Fabi, cógenos gusana para los anzuelos. No tienes más que levantar piedras —dice Martxel.
—Me dan asco —dice Fabi.
—Eres tonta —dice Martxel. Mira a Andrea y Andrea le mira a él.
—Yo quiero pescar quisquillas como vosotros —dice Andrea.
Martxel la toma de la mano y la ayuda a pasar de peña en peña.
—Pisa con cuidado, no te cortes los pies —dice Martxel.
Como Andrea no tiene redaña, Martxel comparte la suya con ella y pescan juntos. Yo llego a la misma peña donde está Juan cogiendo eskarras.
—¿Has cogido algo? —digo.
—Sí —dice Juan.
—¿Cuántas? —digo.
—Seis —dice Juan.
—¡Seis! ¡Juan ha cogido seis eskarras! ¡Ama, Juan ha cogido ya seis! —digo.
—Me aburro —dice Fabi.
—¡Martxel, Jaso, atended a vuestra hermana! Seamos generosos con los débiles —dice Ama.
—¡Que vaya con Andrea! ¡Las chicas tienen que ir juntas! —digo.
—¡Martxel, ocúpate de tu hermana! —dice Ama.
Ahora no veo a Martxel ni a Andrea. Los busco y, de pronto, los veo al rodear una peña grande. Están boca abajo, sobre las algas húmedas, con el cuerpo estirado y las caras casi metidas en el agua de un pozo.
—Yo veo babositas —dice Andrea.
—Yo te veo a ti —dice Martxel.
—¡Vamos! La redaña estará llena de quisquillas —dice Andrea.
Pero Martxel le señala el agua y dice:
—¿No te ves? Ama dice que tu cara es…
—Si no vamos, las quisquillas se comerán toda la sardina —dice Andrea.
—¿Por qué no te miras? —dice Martxel.
—Ya me miro. Parezco un bicho ahogado dentro del agua —dice Andrea.
—Yo veo la cara de Andrea, y Ama dice que tu cara es… —dice Martxel.
Andrea se levanta y corre hacia el mango de la redaña.
—¡Que no te vean! ¡Sácala despacio! —dice Martxel.
Pero Andrea saca la redaña de golpe y mira a Martxel porque se le han escapado todas las quisquillas. Pienso que Martxel la va a matar. Pero ni siquiera la riñe.
—¿Por qué no la metes en la misma cueva? —dice Andrea.
—Porque a las quisquillas no se les puede engañar dos veces —dice Martxel.
Martxel mete la redaña en otra cueva y luego regresa al mismo pozo, pero ahora no se tumba, se sienta con los pies colgando dentro del agua. Andrea se le acerca y se sienta a su lado. Se levanta las faldas cuando mete sus pies en el agua, junto a los de Martxel. Sus rodillas y sus muslos son muy blancos.
—¿A quién te pareces, a tu aita o a tu ama? —dice Martxel.
—A mi ama —dice Andrea.
—Mi ama dice que la aldeana del cuadro que tenemos en el comedor se parece a tu ama. Échate hacia delante —dice Martxel.
Martxel avanza su cara hasta vérsela en el agua, y Andrea hace lo mismo.
—Es como mirar el cuadro del comedor —dice Martxel.
—¡Martxel, Jaso, vuestra pobre hermana está llorando porque la dejáis sola! —dice Ama desde la playa.
Martxel y Andrea se levantan para sacar su redaña. Esta vez Andrea deja hacer a Martxel.
—¡Uy, qué montón de quisquillas! —dice Andrea.
Y entonces Martxel me ve y dice:
—¿Qué haces ahí como una estatua?
Corro hacia mi redaña. La he dejado tanto tiempo que está cargada de quisquillas. El sol saca muchos pequeños soles del pelo de Andrea.
—¡Cállate, Fabi, que nos espantas la pesca! —dice Martxel.
—¿Quién es el alma caritativa que quiere apiadarse de este angelito del Señor? —dice Ama.
—¡Mira lo que trae Anselmo! —dice Martxel.
Anselmo cruza ante nosotros con un pulpo. Es un pulpo tan grande que las puntas de sus tentáculos resbalan por las peñas.
—¡A verlo, a verlo! —dice Martxel.
Obliga a Anselmo a detenerse. Veo a Juan a nuestro lado. Entre Martxel, Anselmo y Juan ponen al pulpo de pie. Es tan largo que le llega a Martxel a lo alto de la cabeza.
—¡Ama, mira qué pulpo ha cogido Anselmo! —digo.
—¿Qué dices que es?, ¿un madero de algún naufragio? —dice Ama.
Reímos todos.
—¡Es un pulpo, Ama, un pulpo! —dice Martxel.
—Es un regalo del Señor —dice Ama.
Anselmo sigue su camino hasta la playa y deja el pulpo en la arena, a los pies de Ama. Vemos a Ama apartarse. Reímos. Anselmo vuelve a las peñas. Fabi ha dejado de berrear: agarrada a las faldas de Ama, no quiere regresar a la orilla del agua, por si le come un pulpo. Fabi es tonta. Martxel, Andrea y yo pescamos muchas quisquillas, y Juan muchas eskarras. Martxel guía a Andrea por los sitios de las peñas donde no hay mojojones cortantes. Hasta que, de pronto, ya no vienen quisquillas a las redañas. Es como si no les gustaran las sardinas. Es Juan el primero en quedarse quieto, y luego Anselmo. Miran a un hombre que viene desde unas peñas tan lejanas que parece que ha salido de la mar. Cuatro o cinco personas que andan por aquí dejan también de pescar y le miran.
El hombre trae al hombro un pulpo tan grande, tan grande, que casi no puede con él. Le cuelga por delante y por detrás hasta el suelo.
—¿Qué ocurre? —dice Ama.
Hasta ella se ha dado cuenta del silencio que ha caído sobre el otro silencio.
—Seguro que el Negro no anda muy lejos. Por eso se ha ido la pesca —dice Anselmo.
—¿Quién es el Negro? —digo.
—El más grande de todos los congrios —dice Anselmo.
—¿Y qué hacen los congrios? —digo.
—Asustan la pesca —dice Anselmo.
—¿Pues por qué no pescamos al Negro? —digo.
—Porque nadie lo puede pescar. Es una fiera que rompe todos los palangres, todos los cables y todos los anzuelos —dice Anselmo.
—¿Has visto tú al Negro? —digo.
—No. El único que lo ha visto es Félix Apraiz —dice Anselmo.
—¿Quién es Félix Apraiz? —digo.
—Ese que viene con ese cacho pulpo al hombro. Dicen que Félix Apraiz nunca anda lejos de donde anda el Negro —dice Anselmo.
Llega Félix Apraiz y pasa de largo, sin mirarnos. ¡Qué pulpazo lleva encima!
—Félix Apraiz es el mejor pescador de la ribera —dice Juan.
—No, los mejores pescadores son los Baskardo de Sugarkea, y dicen los viejos que ellos también han visto al Negro —dice Anselmo.
El silencio sigue a Félix Apraiz hasta la playa.
—¡Dios mío, qué monstruo! Nuestro Señor Jesucristo sabe lo que necesita su pueblo, porque Él también fue pescador —dice Ama.
—¡Ya vuelven las quisquillas! —dice Martxel.
Ama dice:
—Bien sabe Dios que no es afán de acumular poder lo que me lleva a pedirles que me vendan Altubena. Porque ustedes y yo formamos un solo cuerpo, pertenecemos a un solo pueblo y a una sola tierra. Aunque yo no posea la escritura de propiedad, Altubena es tan mío como de ustedes. ¿Qué significa un papelucho entre los vascos? Sin embargo, si ese papelucho cae en manos de… ¡Dios!, ¿es que no quieren ver el peligro?
—Altubena será siempre de los Altube —dice Zenón.
—Todos dicen lo mismo, pero el dinero de Satanás es muy tentador. En este tiempo perdido en que vivimos, todo se compra con dinero, incluso la tierra —dice Ama.
—Altubena siempre será de los Altube —dice el viejo Satordi.
Santiago «el Gordo» es el que come más quisquillas y eskarras. Hasta las quisquillas más grandes se las come con cáscara y todo y con cabeza. Entre Zenón y Bixenta lo han levantado de su mecedora y lo han puesto en la mesa, porque él no puede solo.
—Los papeles no valen para nada entre los vascos —dice Santiago, metiéndose en la boca un puñado de quisquillas—. La palabra que damos es más verdad que los papeles. Todo el mundo se fía de la palabra de un vasco. Yo pude vender Altubena a quien no era de la familia, pero me dije: «No, que se lo quede Zenón». Y que diga Zenón si entre él y yo hay algún papel.
—Martxel, Jaso, Fabi… ¿habéis oído eso? —dice Ama.
Bixenta coció las quisquillas y, de grises que eran, se pusieron rojas. Zenón ha traído a la mesa un martillo, una maza de madera y unas tenazas para partir la dura cáscara de las eskarras, y los golpes hacen que la mesa parezca una herrería.
—¿Qué te pasa, Ama? ¿Por qué no comes? —digo.
—¿Cuándo verán ustedes el peligro? Han empezado a suicidarse permitiendo que su Roque vaya a la fábrica. Pronto estas santas paredes oirán las blasfemias que aprenderá allí, y yo les digo que él será el Altube que venda estas tierras a los enemigos de Dios —dice Ama.
Martxel me quita el martillo para partir la boca de una eskarra y pasársela a Andrea, sentada a su lado.
—Que alguien dé un real a estos chicos. Yo se lo prometí —dice Santiago.
—Lander, el de Bukuena, también se ha metido en una fábrica. Ir a una fábrica es como salir a cazar para traer algo a casa —dice Zenón.
—¡No, no, es distinto! ¡Dios mío!, ¿cómo hacérselo comprender? Sólo les pido una cosa: que me avisen en cuanto alguien les haga una oferta de compra —dice Ama.
—Nunca serán de otro las tierras de los Altube —dice Zenón.
—Sólo les pido su promesa de que me pasarán el recado tan pronto como… —dice Ama.
—No tenga miedo, señora marquesa —dice Zenón.
—No seas borrico y prométeselo —dice Bixenta.
—¿Eh? —dice Zenón. Mira a Bixenta—. Bien. Lo prometo.
—Y también debe prometerme que yo seré la primera persona en saber si ustedes, algún día, tienen intención…, fíjense: sólo intención… —dice Ama.
—Eso nunca ocurrirá —dice Zenón.
—Pero desearía que… —dice Ama.
—Zenón —dice Bixenta.
—Bien —dice Zenón.
—No es bastante. El asunto es tan grave que me gustaría oírle pronunciar las palabras —dice Ama.
—¿Qué palabras? —dice Zenón.
—Las de la promesa —dice Ama.
—No te pide un papel, sino tu palabra. Hace diecinueve años, yo te di lo mío con mi palabra a cambio de tu palabra. Sin papeles. Que alguien dé a estos chicos el real que les prometí por su kilo de quisquillas —dice Santiago.
—El trato —dice Zenón.
—¿Qué te pasa? —dice Santiago.
—Los tratos son para comprar o para vender, no para no vender ni para no comprar —dice Zenón—. ¿Cómo voy a darle mi palabra a la señora marquesa si no podré cumplirla nunca porque nunca querré vender mi tierra?
—Creo que mi hijo tiene razón —dice el viejo Satordi.
—Yo conozco bien a Zenón —dice la vieja Idurre apareciendo con un puchero con berza y patatas—. Sé que no viviría más que para cumplir su palabra, y… ¡a ver!, ¿qué pasaría si siguiéramos hasta el día del Juicio sin querer vender Altubena? Yo sé lo que pasaría: que Zenón iría a la señora marquesa a decirle que quiere vender Altubena, sólo para cumplir su palabra.
Ama está sentada frente a mí. No come. Sus dedos se mueven como si quemase cuanto toca. Las alas de su gran sombrero de paja, con flores y cintas, tiemblan. «¡Ama, Ama!, ¿qué te pasa?».
—¡Oh, mi pobre Jaso, con qué angustia me miras! No te mereces una madre como yo. Una buena madre no se comportaría así en el día del cumpleaños de su hijo. ¡Ah, mi pobre Jaso, nunca volverás a tener siete años! —dice Ama. Se levanta de su banco, da la vuelta a la mesa, viene hasta mí y me ahoga con su abrazo—. ¿Por qué ha querido Dios que precisamente hoy se me caiga el mundo encima con mi presentimiento?
—No puedo partirla, ama —dice Fabi.
Estando así, en brazos de Ama, no veo su cara, sólo siento el tibio calor de su cuerpo.
—Martxel, ¿por qué no ayudas a tu hermana? Nada te costaría partirle una eskarra de vez en cuando —dice Ama.
—Que coma quisquillas, que son blandas —dice Martxel.
—¡El Gordo se las ha comido todas! —dice Fabi, llorando.
—¡Que alguien me dé un real para dárselo a estos chicos, como se lo prometí! —dice Santiago.
—¡Qué vergüenza! Ni delante de los niños que vienen de visita se contiene, y se empapuza con lo que ellos mismos han pescado… —dice la vieja Idurre.
Fabi llora y Zenón se levanta, entra en el caserío y sale y pone algo en la mano de Santiago.
—Toma, pequeña —dice Santiago, dando un real a Fabi.
—¿Por qué a ella, si Andrea y yo hemos pescado casi todas las quisquillas? —dice Martxel.
—Sé considerado con tu hermana. ¿No ves que está llorando? —dice Ama.
—Yo también puedo llorar si quiero —dice Martxel.
—¿Qué pensaría Andrea de ti? ¿Te has parado a pensarlo? —dice Ama. Ya no me abraza. Mira a Andrea—. ¡Dios mío, qué carita tan preciosa de vasca tiene esta chiquilla!
Fabi no deja de llorar ni con el real de Santiago en su mano. Con el esfuerzo de estirar el brazo, a Santiago se le escapa un pedo. Yo nunca había oído el pedo de un mayor. Si los pedos de los mayores meten tanto ruido como el de Santiago, me explico que los vigilen tanto.
—¡Qué barbaridad! Es como tener un txarri en casa —dice la vieja Idurre.
Fabi deja de llorar y empieza a reír, y Martxel, Andrea, Juan y yo también reímos. Santiago nos mira a los pequeños con una chispa roja en sus ojillos hundidos en la carne, y mete su carota en su plato de berza con patatas humeantes. La vieja Idurre nos ha servido a todos y ha puesto un talo a cada uno. Ama me besa en la cabeza.
—Come, Jaso. Al Señor le agrada que nos acerquemos a las comidas humildes. Te honras, hijo mío, comiendo en tu cumpleaños berzas de Altubena. El regreso a los orígenes nos purifica. —Ama regresa a su banco. Coge la cuchara y se pone a comer—. ¡Qué bien cocina usted, Idurre! ¡Y qué buen talo!
—Cada vez que pienso que la recibimos con berza, señora marquesa… —dice la vieja Idurre.
—Yo se lo pedí —dice Ama.
—¿Por qué no comemos berza en casa todos los días? —digo.
—¿Lo oyen ustedes? Sé cómo educar a mis hijos. Todo lo de esta casa procede de las raíces… Fíjense en Martxel, que no hace más que mirar a Andrea. ¿Puedes decirnos por qué la miras tanto, Martxel? —dice Ama.
A Martxel se le ponen rojas las orejas. Santiago acaba su plato de berza con patatas y pide por señas que le sirvan otro, y la vieja Idurre se lo llena hasta arriba y Santiago lo vuelve a vaciar y a pedir más, y la vieja Idurre, que seguía a sus espaldas con el puchero en las manos, le llena con el cazo un tercer plato, y Santiago suspira de gusto y se lo come, mientras su ama le dice: «Despacio, despacio…», y cuando Santiago pide el cuarto, la vieja Idurre se santigua con el mismo cazo y mira a Ama.
—¿Ya te preocupas si queda para los demás? —dice la vieja Idurre.
Santiago levanta la cabeza y parece vernos por primera vez.
—Da gusto verle comer —dice Ama.
—Cualquier día lo llevamos a la feria y cobramos la entrada —dice la vieja Idurre, volcándole el puchero en el plato.
—Miren, hasta mi Fabi se ha animado y ha comido toda su berza —dice Ama.
Bixenta empieza a recoger los platos y Ama se levanta para ayudarla.
—No, siéntese, que usted es la invitada —dice Bixenta.
—Mis hijos y yo nos sentimos de Altubena tanto como ustedes mismos —dice Ama, cargando con platos hacia la cocina.
Vuelven las dos y la vieja Idurre con los mismos platos, ya limpios, y dos grandes fuentes de arroz con leche y canela.
—¡Aquí llega la gracia del Señor! —dice Santiago.
Ama se sienta. «¿Qué te pasa, Ama?». —En los últimos años, he comprado varios caseríos, sin que nada haya cambiado para sus dueños, que siguen viviendo bajo el mismo techo de siempre. Nada cambiará en Euskeria mientras los verdaderos vascos no abandonen la tierra donde los puso el Señor. ¿A qué manos pasará Altubena en el futuro? —dice Ama.
Me levanto y voy hasta Zenón y le agarro de la manga y empiezo a darle tirones.
—¿Por qué no quiere vender Altubena a Ama? ¿Por qué no quiere vender Altubena a Ama?
Ama dice:
—Aún no ha venido Aita, Jaso, aunque no sé de qué me asombro. Pero no permitiré que estropee también el cumpleaños de mi hijo. No permitiré que te hiera. Ese hombre ni siquiera respeta…
—Calma, Cristina, calma, ya vendrá —dice el padre Eulogio.
La casa huele a aceite frito y a chocolate. He enseñado a Juan, a Andrea y a Anselmo mi regalo de cumpleaños: un lauburu de plata, de un palmo de alto, con mi nombre grabado en el centro. A media tarde, Ama envió a un criado a Torretxea en busca de Anselmo y regresó con él. Y envió a otro criado a Altubena en busca de Roque, pero el criado regresó solo y dijo que Roque no quería venir. «No se atreve a presentarse ante mí», dijo entonces Ama. «Sabe que le echaría en cara el trabajar en esa horrible fábrica… Aunque, pensándolo mejor, quizá se crea ya un hombre por ganar un sucio jornal, y no quiera rebajarse a merendar chocolate con churros con los mismos niños con los que jugaba hasta hace bien poco. No hay duda de que es la primera señal de su perversión». Y aitxitxe dijo: «¡Tonterías! Se siente un hombre porque ya tiene catorce años». Y el padre Eulogio dijo: «Es un buen muchacho, Cristina». Y Ama dijo: «Sólo falta que ustedes se pongan también de parte de los renegados».
Los sirvientes, con los uniformes recién estrenados, ellos con polainas rojas, han sacado al jardín la mesa de las celebraciones campestres, y las criadas la cubren con un gran mantel empuntillado, y con servilletas, platos, tazas, cubiertos, floreros y grandes candelabros.
—¿Y las sillas? —dice Ama, vigilándolo todo de cerca—. ¿Para cuándo dejan las sillas? ¿Dónde nos vamos a sentar?… ¡Ah, usted! Traiga del salón la gran silla de las juntas y póngala a la cabecera, para que Jaso presida la mesa como un viejo jauntxo. ¿Cómo no se me había ocurrido antes? ¿No le parece una hermosa idea, padre?
—¡Honor al pequeño príncipe de la casa! —dice el padre Eulogio.
Es a la Chica a quien Ama se lo ha ordenado. Cuando la Chica se presentó en casa, hace dos años, Ama le preguntó cómo se llamaba, y ella le contestó que la niña que le acompañaba se llamaba Madia —¿o Magda?—, pero que ella no se llamaba de ninguna manera. «¡Todo el mundo tiene un nombre!», dijo Ama. «¿Acaso no está bautizada? ¡Sería espantoso! Si no quiere decir su nombre, porque lo tiene feo, le ponemos ahora mismo uno cualquiera, uno bonito». Pero la Chica le miró y no dijo nada. «¡Ea!», dijo Ama, «¿qué le parece el de Uda? Es un hermoso nombre, muy fácil de pronunciar: Uda, venga; Uda, traiga; Uda, coja… Pues se queda con Uda. Y si no está usted bautizada, pues mañana mismo vamos a la iglesia a que el padre Eulogio la bautice con el nombre de Uda». Pero la Chica le siguió mirando sin decir nada. «Pues, bueno, Uda, tráigame la sombrilla», dijo entonces Ama. La Chica no se movió. «¿No me ha oído, Uda?», dijo Ama. «Que me traiga la sombrilla. Está en mi dormitorio, en el segundo piso». La Chica ni dejaba de mirarle fijamente a los ojos ni abría la boca. Y entonces Ama dijo: «¡Usted gana! No la llamaré de ningún modo. Pero lo que no puede evitar es que nosotros, la familia, la distingamos con alguna palabra. Esto no nos lo puede negar». Y así empezamos a llamarla la Chica.
Ahora, la veo acercarse con el gran sillón. No puede con él y lo trae a rastras.
—¡No, así no, por Dios, que me raya todo el piso! —dice Ama.
—Pesa demasiado —dice la Chica.
—¡Pamplinas! ¡Si fueras de buena raza…! Jacinta, enséñele —dice Ama.
Jacinta levanta el sillón y lo saca al jardín.
—Jacinta es de caserío —dice Ama a la Chica.
No sé cómo la Chica no ha podido, con lo fuerte y gorda que se ha puesto en las últimas semanas. Si se quitase la ropa que le cubre la tripa, todos le verían bien lo gorda que la tiene, como yo se la vi el otro día. Fue el viernes pasado. Entré en mi habitación cuando ella hacía mi cama.
—¿Sabes guardar un secreto, Jaso? —dijo.
—Sí —dije.
—Los hombres deben saber guardar un secreto, y tú ya eres un hombre —dijo.
—¿Qué secreto? —dije.
—Me serviría de Madia, pero tiene que ser un varón, un varón hijo —dijo.
—¿Qué secreto? —dije.
—Súbete a la cama —dijo.
Me subí.
—Ponte de rodillas —dijo.
Me puse.
La Chica empezó a soltarse el vestido por la tripa y apareció un gran globo blanco, redondo, como la bola del mundo que me hace aprender el profesor.
—No me importa que lo toques —dijo.
Pero no lo toqué.
—¿Es éste el secreto? —dije.
—Supongo que no serás una niña, ¿verdad? —dijo.
—No, yo no soy una niña —dije.
—¿Estás seguro? —dijo.
—Sí —dije.
—¿Y cómo puedo yo estar segura? Pareces una niña con esos rizos que te pone tu madre. ¿Sabes bajarte solo los pantalones? —dijo.
—Sí —dije.
—Pues vamos a ver si eres un niño o una niña —dijo.
Me bajé los pantalones.
—Sí, eres un niño —dijo.
Sentí el frío de su mano en mi pitilín. Luego, acercó su gran globo blanco y apoyó mi pitilín contra su ombligo, y allí lo tuvo.
—Así, así, así… Será un varón, será un varón, será un varón… —dijo.
—¿Éste es el secreto? —dije.
—Necesito que sea un varón —dijo.
—¿Éste es el secreto? —dije.
—Di, repite conmigo: «Soy Jaso Baskardo, un varón. Soy Jaso Baskardo, un varón. Soy Jaso Baskardo, un varón…». —Dijo la Chica.
—«… soy Jaso Baskardo, un varón…, soy Jaso Baskardo, un varón soy…». ¿Para qué? —dije.
—¡Repite! —dijo.
—«… soy Jaso Baskardo, un varón…». —Dije. La Chica acarició mi cabeza y besó mi frente.
—Será como tú y tan poderoso como tú —dijo. Apretó aún más su ombligo contra mi pitilín—. Y, ahora, di: «Mi carne de varón traerá carne de varón». Repítelo.
—¿Qué les pasa a tus tripas? —dije.
—¡Repítelo! —dijo.
—«Mi carne de varón traerá carne de varón». —Dije.
—No son mis tripas, sino el varón que ya vive en mi vientre, tu hermano —dijo.
Me apartó, se cerró el vestido y me ayudó a abrocharme la bragueta.
—Éste era el secreto —dijo la Chica.
Ahora Ama dice:
—¡Vamos, todos a la mesa! A ver si llegamos a la tarta antes de que nos invadan los mosquitos… Jaso, en la presidencia, que para eso es hoy su día. ¿No le importa, don Eulogio?… Vosotras, Fabi y Andrea, seréis sus damitas de honor: una a su derecha y otra a su izquierda… Juan, al lado de Fabi. Y Martxel, con Andrea, ¿eh, Martxel?… ¿Y con qué damita ponemos a Anselmo? Me sentaré a su izquierda y yo seré su damita… Bueno, si no prefiere a la amama Ismene. —Todos reímos—. Usted, don Eulogio, entre amama y aitxitxe. Aitxitxe que se ponga donde le dé por más tiempo el último sol del día… ¡Oh, Dios, se nos olvidaba el rosario! Lo rezaremos en la misma mesa, ¿eh, don Eulogio? Ahora traigo rosarios para los que no lo tengan…
El birlocho de Aita aparece con las últimas letanías.
—¡Aún queda esperanza para nosotros! —dice Ama con un suspiro.
Aita pasa por nuestras espaldas y nos besa a Martxel, a Fabi y a mí.
—¿Qué tal marcha tu cumpleaños, Jaso? Siento mucho no haber podido ir a pescar con vosotros. ¿Te ha gustado el regalo? Buenas tardes, don Eulogio. Me excuso por llegar tarde —dice Aita.
—Siempre merecerá mi respeto el tiempo que hombres como usted, Camilo, emplean en levantar nuestro país para la mayor gloria de Dios —dice el padre Eulogio.
Aita entra en casa a lavarse y cambiarse de ropa.
—A esperar a nuestro dueño y señor —dice Ama con otro suspiro.
—Tengo hambre —dice Fabi.
—Cuéntaselo a tu padre —dice Ama.
—Pregunta a tu marido si ha rezado hoy el rosario —dice amama.
—Aquella vez que Félix Apraiz vio al Negro era de noche —dice Anselmo.
—Yo nunca iré a pescar de noche —dice Andrea.
—Si el Negro quiere, se deja ver también de día. Es tan valiente que no le da miedo ningún pescador —dice Martxel.
—Son muchos los que andan detrás de él, pero aún no ha nacido el hombre que pueda pescarlo —dice Anselmo.
—¡Yo lo pescaré! —dice Martxel.
—Tú no eres un hombre —dice Ama.
—Un varón, ¿es un hombre? —digo.
—Sí —dice Ama.
—Y Martxel, ¿es un varón? —digo.
—Sí —dice Ama.
—Entonces, ¿por qué no es también un hombre? —digo.
—Porque aún no ha crecido —dice Ama.
—¿Cuántos hermanos varones tengo? —digo.
—¡Qué pregunta! Uno, Martxel —dice Ama.
—¿Puede haber hermanos varones que no se ven? —digo.
—¡Que empiece la fiesta! —dice Aita saliendo de casa.
—Jacinta, ya puede empezar a servir el chocolate y los churros —dice Ama.
—He seguido, paso a paso, vuestra bajamar de hoy —dice Aita, sentándose frente a Ama.
—Pues no te hemos visto —dice Martxel.
—Adivina dónde estaba. He visto cómo bajaba el agua y después cómo subía —dice Aita.
—¡Ya sé, estabas arriba, en La Galea! —dice Martxel.
—No, estaba en Bilbao, en mi despacho… ¿No lo adivináis? ¡La ría! Nuestra ría es un brazo del mar, que tiene sus mismas mareas, y yo la veo desde mi despacho. A la hora de la bajamar total… ¡he cerrado los ojos y he visto a mis pequeños, pescando! —dice Aita.
Andan cuatro criadas alrededor de la mesa, sirviéndonos, con sus uniformes nuevos dibujados por Ama. La Chica ha llenado mi taza de chocolate. Me vuelvo a mirar su cara, pero ella tiene los ojos en el cazo con que ahora llena la taza de Fabi. No quiero pensar en el gran globo blanco que se le nota bajo el uniforme. Cogemos churros calientes de las fuentes que acaban de sacar.
—Bendiga la mesa, don Eulogio —dice Ama.
Silencio. Don Eulogio mueve la mano en el aire, y mueve los labios susurrando un Padrenuestro, y nosotros con él.
—Nunca he bendecido una mesa con más seguridad de agradar a Dios, pues no sólo tengo a mi alrededor a tres generaciones de una misma familia, sino que compartimos esta mesa con los humildes, como lo predicó Jesús —dice don Eulogio.
—Juan, Andrea y Anselmo saben que les queremos mucho y que siempre tienen abiertas las puertas de nuestra casa, porque todos los vascos somos iguales —dice Ama.
—Es en los cumpleaños cuando veo más claro el futuro de la familia. Nuestros hijos crecen sin pedirnos permiso, y un día, de pronto, nos tropezamos en casa con una persona casi desconocida y que ya está en edad de contraer matrimonio… Cristina, sigo pensando seriamente en los matrimonios de nuestros tres hijos —dice Aita.
—¡No quiero que me hables más de ese asunto! ¿Está rico el chocolate, Jaso? —dice Ama.
—Para las grandes familias, el matrimonio de los hijos es una cuestión estratégica. Ahí tienes a los reyes, buscando príncipes para sus príncipes. Uno de mis socios de Madrid es el conde de Monteverde, una de las mayores fortunas de España. Tiene cinco hijos, dos varones y tres hembras, de la misma edad que los nuestros… —dice Aita.
—¡Nunca permitiré que negocies también con mis hijos! ¿Yo fui también un negocio para ti? —dice Ama.
—Mujer, mujer… ¿Es pecado preocuparse del futuro de…? —dice Aita.
—¡El futuro de mis hijos está aquí, en Euskeria! ¡Su sangre vasca sólo se mezclará con sangre vasca! ¡Ni ellos ni yo pactaremos jamás con el enemigo, como haces tú! —dice Ama.
—Ésas son palabras demasiado fuertes, Cristina —dice don Eulogio.
—No andéis también en el día de Jaso como el perro y el gato —dice amama.
Ama se levanta y viene hasta mí y me estrecha contra su cuerpo tembloroso.
—¡Sería yo la última en profanar el día de mi pobre hijo! —dice.
Pienso: «¡Ama!».
—¿Qué os pasa, pequeños? ¿Se ha comido el gato vuestra lengua? ¿Quién ha pescado más quisquillas? Le daré dos reales al campeón —dice Aita.
Ama vuelve a su sitio. Su mano tiembla al coger un vaso de agua. Parece que va a beber, pero lo deja otra vez sobre la mesa.
—Bien sabe Dios que yo nunca había sido una mujer cobarde —dice.
—¡A Jaso se le ha caído el chocolate! —dice Fabi.
—Yo le limpiaré a mi hijo —dice Ama, levantándose con una servilleta en la mano. Me limpia la pechera. Me besa en la frente y me mira con lágrimas en los ojos—. ¡Tú sí que me comprendes, Jaso!
—¡Quiero más churros! —dice Fabi.
Aparecen otras dos fuentes de churros sobre la mesa.
—Cuidado con el empacho, amama. No olvide el susto que nos dio hace un mes —dice Aita.
—Es que nunca se habían comido en esta casa churros tan ricos hasta que vino la Chica —dice amama.
—Sí, es verdad… ¿Quién te enseñó a hacerlos tan bien? —dice Ama.
—Ellos —dice la Chica.
—¿Quiénes son ellos? —dice Ama.
—Están muy lejos —dice la Chica.
—¡Vaya una respuesta! Esta muchacha es sorprendente: ¡están muy lejos!… Pero ¡qué manera de llevar el nuevo uniforme! ¿Para esto me he afanado tanto en su diseño? Tendremos que hacerle algún retoque. Luego lo miraré mejor, pero tengo la impresión de que te hace deforme… —dice Ama.
La Chica mira a Ama.
—Si no fuera un sacrilegio, pediría que se consagrara con chocolate en vez de con vino —dice don Eulogio.
—Pues ya lo ha dicho —dice aitxitxe.
—Sí, ya lo he dicho —dice don Eulogio.
—¿Os gusta la merienda de Jaso? —dice Ama a Juan, a Andrea y a Anselmo.
—¿No ves que ni respiran para comer? —dice Aita.
—Luego me das la receta de este chocolate tuyo tan exquisito, ¿eh? —dice Ama a la Chica.
—¡Me ha salido una nata en el chocolate! —dice Fabi.
—Cristina, siempre te digo que estás criando mal a esta chiquilla. ¡Nunca he visto que se cuele la leche! —dice amama.
—Jacinta, sirva chocolate a Fabi en otra taza. Ya verás como no encuentras más natas, mi vida —dice Ama. Mira a la Chica—. No se olvide de retocar su uniforme. ¡No he visto jamás una prenda que le caiga tan mal a alguien!
Es por lo mucho que ha engordado la Chica, por su tripa como un bombo. Yo no puedo tener un hermanito ahí dentro. ¿Cómo no se da cuenta Ama de que la culpa no es del vestido sino de esa tripa?
Ama mira a la Chica y le dice:
—Por favor, métase en casa, que yo no la vea más con ese espantoso uniforme.
Ama no aparta los ojos de la Chica.
—¿Por qué se me queda mirando así? —dice.
La Chica se ha parado a tres pasos de Ama, mirándola fijamente, con los brazos caídos a un lado y a otro de su cuerpo quieto. Se quita el delantal del uniforme: la gran bola de la tripa de la Chica se ve más que nunca.
Ama deja de hablar y sólo hace que mirar a la Chica.
—¿Quiere darse la vuelta? —dice.
La Chica le aguanta la mirada y no se mueve.
—¿Quiere darse la vuelta? —dice Ama.
—Es mejor que lo acepte de una vez —dice la Chica.
Y ahora Ama se levanta con un grito que me pone los pelos de punta y va hacia la Chica y le agarra de la mano y se la lleva. Suben los cinco peldaños de piedra y entran en la casa. Sólo miro la puerta por la que se han metido. Luego sale Ama, de golpe. Su cara ha envejecido un montón de años y sus ojos parecen dos grandes cristales a punto de romperse. Llega hasta Aita y le clava las uñas en la cara. Aita no se mueve.
—¡Maldito, maldito, maldito…! —dice Ama.
Las uñas de Ama bajan muy despacio y dejan un rastro de líneas rojas a los dos lados de la cara de Aita. Aita no se mueve, no habla. Las uñas de Ama se llenan de sangre.
Los dedos blancos de Ama se llenan de sangre.
—¡Maldito, maldito, maldito…! —dice Ama.
La Chica lo mira todo desde la puerta de casa, en lo alto de los cinco peldaños de piedra.
—¡Ella es el Mal y tú has hecho causa común con el Mal! —dice Ama.
—¿Por qué un hombre no ha de tener dos mujeres? —dice la Chica.
Ama se aparta de Aita, llega hasta la Chica y la arrastra escaleras abajo hasta el jardín y hasta don Eulogio.
—Y usted, cura, ¿también va a bendecir a este hijo de los nuevos tiempos? —dice Ama, tocando con su mano abierta la gran bola de la tripa de la Chica.
Don Eulogio se pone en pie y mira a todos los sitios menos a la tripa de la Chica.
—¡Ella ha traído el Mal a Euskeria, a este viejo y santo hogar vasco! —dice Ama.
—¿Por qué un hombre no ha de tener dos mujeres? —dice la Chica.
—¡Dios me estaba queriendo decir hoy algo! —dice Ama.
—Camilo Baskardo va a tener su cuarto hijo —dice la Chica.
Ama corre hacia mí y se inclina para besarme y abrazarme.
—¿Podría yo alguna vez dejar de ser tu madre, Jaso? ¿Qué intenta hacer tu padre con nosotros? ¡Martxel, Fabi, hijos míos, venid también a mi lado! —dice. Martxel y Fabi se levantan de sus sillas y se agrupan junto a mí, y Ama nos rodea con sus brazos temblorosos—. ¡Que pregunten a mis niños si quieren tener otra Ama!
—Mi hijo será varón y será Baskardo —dice la Chica.
Más que oírlo, el grito de Ama pasa a mí desde su pecho. Pienso: «¡Ama, Ama…!», sin atreverme a hablar. Ama grita mil veces: «¡No! ¡No! ¡No! ¡No!». Se aparta de nosotros y llega como una fiera ante la Chica.
—¡Fuera de mi casa! ¡Vete con ese otro monstruo Madia, o como se llame, esa hija, hermana, amiga, amante tuya, o lo que sea! ¡Marchaos sin tocar ningún objeto de esta casa, sin tocarnos a ninguno de nosotros con vuestra carne maldita! —dice Ama.
Luego, la Chica y Madia o Magda, vestidas con los mismos harapos que trajeron al llegar, dos años antes, cruzan el jardín ante nosotros, sin mirarnos.
—Me voy con mi Baskardo varón —dice la Chica.
Abren la verja y se van.