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En estas alturas del Sollube estaremos más cerca del cielo pero también de los trimotores. Ahí vienen puntuales a su trabajo, recién quitada la niebla. La gente se mete en las trincheras y las cabezas se levantan para no perder de vista a los bichos.

Al llegar abrí el paquete de la tortilla, corté un trozo para mí y puse el resto del paquete en manos de Matías.

—Que coma mi nieto. Come tú también —le dije.

Se le abrieron los ojos.

—¡Hostias, Roque! —dijo.

Sacó a ella del grupo de anarquistas y la llevó a que comiera aparte. No protestó ninguno de los que andaban por allí, en esta ocasión había que olvidarse del reparto para no quitar ni una miga al pequeño Durruti, como ya le llaman. Luego, la leche. Ordeñé la cabra y llamé a Matías para darle un cancarro lleno. Luego, abrir un agujero para ella en la trinchera, al pie de una de las paredes. Nada más oírse los motores, Matías le marcó el agujero. Ella protestó un poco, sacó lo de la gallina, pero Matías le dijo: «Hazlo por Durrutín», y la metió. La cabra está también en la trinchera.

No sé cómo no derriban los trimotores las blasfemias que les mandan desde abajo. Es la primera vez en días que a los gudaris les llueven bombas sobre la cabeza. Mandamos a los italianos hasta Bermeo porque no eran días trimotor.

Son las mismas bombas y rompen igual la tierra y a los hombres. Al infierno van los pecadores. ¿Qué pecado hemos cometido todos nosotros para estar en este infierno? Estos anarquistas no creen en Dios, pero el infierno es cosa de Dios y este castigo que cae sobre todos nosotros desde el cielo es algo que nunca se había visto, ni los más viejos nos tenían contado que nunca oyeron a sus abuelos que el infierno cayera alguna vez sobre la tierra, pero aquí está y los anarquistas tendrán que creer ahora en Dios. En lo que será difícil creer es en el silencio.

Se va la gran nube negra que lo tapaba todo y vemos otra vez el mundo. Nadie se fia del silencio. Me llegan gritos de dolor y llamadas de gente que busca a otra gente. Una voz parecida a la del comandante dice: «¡Atención! ¡Os habla vuestro comandante! ¡Estoy vivo y espero que vosotros también! ¡Reconstruid las trincheras, preparaos para defender la posición contra lo que ahora vendrá de abajo!». A mi lado hay un bulto que se parece a Matías Urondo, aunque de otro color. Al moverse se le agrieta la costra de tierra y se le cae. Nos miramos. Seguro que a él también le cuesta creer que soy yo.

—Alguien se ha llevado las peñas que había ahí delante —dice.

—Las tienes a tu espalda —le digo.

Se vuelve y dice:

—¡La Virgen!

Han volado por encima de nuestras cabezas. La boca del agujero de ella está medio tapada. Matías aparta la tierra con la culata de su fusil y yo me aparto. El comandante sigue dando órdenes a gritos, la voz se va pareciendo más a la suya. Ella sale con la ayuda de Matías. Se pone en pie, se estira y sacude su pelo. Está sin casco. Doy un golpe con los nudillos a mi casco, Matías entiende y se agacha para meter la mano en el agujero y sacarla con el casco de ella y ponérselo. Luego le abre el chaquetón y le toca la tripa.

—Todavía se mueve —dice.

La cabra está viva y la acaricio. Ya andan los camilleros. Bajan a los heridos por la espalda del monte hasta las dos ambulancias y a veces vuelven demasiado pronto, cuando a media bajada se dan cuenta de que habían cogido a un muerto, o cuando se les muere el herido que llevan. ¿Cuántos viajes tendrán que hacer sólo dos ambulancias?

Casi no quedan trincheras, no sé para qué se hacen. Y no hay tiempo de cavar otras porque ahi suben las brigadas de Navarra y los moros. Me cuesta encontrar sacos de tierra enteros y los amontono en lo alto de la trinchera menos rota y por señas le digo a Matías que la meta allí.

—¿Cómo voy a disparar si no veo nada? —la oigo.

Matías mueve dos sacos de los de abajo y ella saca la punta de su fusil por el hueco. ¿Cuánta gente queda viva? Veo muertos y heridos y veo camilleros sacando de debajo de la tierra a dos vivos que antes no los vieron. Hay cuerpos quietos al socaire de peñas y desniveles. ¿Son muertos o vivos? ¿Cuántos de ellos podrán disparar? Lo sabremos pronto. Los navarros y los moros trepan en líneas muy largas, unas detrás de otras, que llegan hasta las posiciones destrozadas de los socialistas. ¿Quedarán vivos los suficientes para mantener la posición? Si no aguantan, los navarros y los moros nos vendrán también de ahí. Matías está más cerca de ella que yo, pero si algún fascista llega con la bayoneta por delante, moviéndome rápido le cortaría el paso con mi bayoneta. ¿Qué bayoneta? No tengo, tendré que pedir una.

El comandante dice «¡Fuego!» y no respiro ni disparo el primero por oír si suenan otros disparos. Sí, hay disparos, más de los que esperaba. Un milagro. Ahora disparo yo. No elijo entre requetés y moros, igual que nuestras ametralladoras cuando los barren. Hay rabia en todos los disparos, creo que se acuerdan de Gernika. Como yo.

Todo acabó para las once.

—Ahorrad munición, que los que pueden correr ya están fuera de tiro —dijo el comandante.

—¡Viva la revolución! —gritó ella.

La corearon, y Matías más alto que ninguno. Le pregunté si ella comió con ganas lo que le traje.

—Precisamente era su antojo de hoy. Se olvidó de la revolución cuando masticaba con los ojos en blanco —dijo.

La gente se sentaba en silencio sobre la tierra removida, sacaba tabaco y papel, liaba cigarrillos, los encendía y fumaba con los ojos cerrados. Como calentaba el sol se habían quitado los cascos. Algunos ayudábamos a los camilleros. Llevé a la cabra a lo que había quedado de un prado y la até a un tronco caído a que pastara. Las caras se levantaban al cielo sabiendo que no tardarían en volver. Apenas era mediodía y quedaban muchas horas de luz. Luego empezó la artillería y nos cayeron obuses durante una hora. Matías y ella se metieron en un hueco y yo puse delante un muro de sacos de tierra. Los camilleros no dejaron su trajín hasta que el comandante les dio un grito.

Después otro silencio. La gente salió de sus agujeros para ver los nuevos descalabros. La otra mirada fue al cielo.

—Esos motores de avión que se oyen a lo lejos son nuestros —dijo uno.

—¡Creo que sí! —dijo otro.

Así estuvieron engañándose hasta que aparecieron los trimotores y los cazas de siempre y empezaron a descargar. Para no quedar sordos con el ruido había que pensar en el silencio. Luego rechazamos el segundo ataque en aquel día. Avanzaban y caían sin poder creer que aún quedara alguien aquí arriba.

—No disparéis, que retiren sus muertos —dijo el comandante.

La gente estaba sin comer porque no habían podido acercarse los mulos de los cocineros con las perolas.

—¡El mundo nos ha olvidado! —dijo un anarquista barbudo llorando como un niño.

Pero no estábamos olvidados. Por tercera vez nos mandaron obuses y enseguida trimotores. Luego los navarros y los moros volvieron a subir en balde. Con la primera oscuridad llegaron los mulos cocineros con potaje de garbanzos y la gente se sentó a comer raciones dobles, la del vivo y la del muerto. Metieron la cara con tanta hambre en el potaje que no oyeron la otra cosa que trajeron los cocineros: que Aguirre había tomado el mando total del Ejército de Euskadi. Algunos socialistas se habían acercado a cenar el potaje con nosotros, pero no abrieron la boca para hablar hasta que tuvieron en la mano el cancarro con el café.

—¿Qué Ejército de Euskadi ni hostias si no hay tal Ejército? Seguimos con los batallones de Partido —dijo el comandante socialista.

—Todos, menos los nacionalistas, venimos pidiendo desde el principio un Ejército de pisiones bajo el mando único de un experto militar profesional, cosa que siempre ha rechazado el PNV por miedo a perder el control del frente y de la retaguardia que ejerce con sus cincuenta batallones —dijo un socialista que fuma puros.

Había luna y el grupo estaba sentado en el fondo del agujero abierto por una bomba, y lo de Aguirre pareció ser el cebo que atrajo a nueva gente. Me recordó las tertulias en La Venta. Habían llenado la tripa y deberían estar durmiendo para olvidar un día y prepararse para el siguiente. Además estábamos rodeados de trozos de cuerpos y muertos que nadie enterraba por falta de fuerzas.

—Si es verdad eso del presidente Aguirre, al menos es un cambio. Y cualquier cambio ha de ser a mejor, pues peor ya no nos puede ir —dijo el comandante anarquista limpiándose las gafas con su aliento y su pañuelo.

—Todos los batallones recibirán una inyección de moral, no sólo los nacionalistas. No sabemos si Aguirre lo hará mejor, pero las tropas necesitaban este golpe de efecto para recuperar la moral…, aunque sólo les dure una semana —dijo el comandante socialista.

Llegó ella medio apoyada en Matías y en una de las dos mujeres. Me dolió verla aún aquí, que nadie hubiera sido capaz de embarcarla para casa. Yo estaba perdiendo dos guerras. Por debajo del moreno del sol y del polvo y el humo negro de las bombas, su cara parecía más del otro mundo que de éste. Pero le quedaba brío. Dijo:

—Aguirre no sabe que con su gesto empuja la revolución. Quizá lo sepa y no le importe. Parece un hombre honesto y los hombres honestos acaban abrazando el anarquismo. Como mi Matías, que antes estaba en Babia…

La sentaron en una piedra al borde del agujero. No era momento de mítines, había que dejar tranquila a la gente mientras descansaba antes de irse a dormir. Pero era pedirle demasiado. Claro que habló. Empezó así: «¡Que nadie diga que se le engañó no advirtiéndole que el camino sería duro!…». Pero estaba claro que no era momento para tener despierta la cabeza. Además nadie echa un mitin sentado, y aunque se pusiera en pie le faltaba la caja de jabón o la carretilla. La gente aguantaba porque era ella. Yo cerraba los ojos y me parecía estar oyendo a la otra ella. Matías estaba de pie a su espalda con las manos en sus hombros y diciéndole «Calma, calma» cuando se embalaba, y la mujer anarquista no apartaba sus ojos de una pierna cortada por encima de la rodilla con su polaina de paño y su bota de clavos. Sin embargo, uno de los anarquistas más jóvenes llegó a arrodillarse frente a ella.

No sé si seguían allí porque les gustaba lo que decía o porque si se iban a dormir perderían el silencio de la noche. El primero en moverse fue el comandante socialista. Echó una mirada por todo el monte y dijo al comandante anarquista:

—Habría que enterrarlos antes de que…

—¿Antes de que vengan los refuerzos, vean esto y se derrumbe su moral? —dijo el comandante anarquista.

—No, antes de dormir —dijo el comandante socialista.

—¿No ves que no les quedan fuerzas ni para morirse? Además, los desenterrarían las bombas de mañana —dijo el comandante anarquista.

Ahora todo el mundo ya duerme o al menos se ha tumbado sobre la tierra. Se ha robado a los muertos abrigos y tabardos para usarlos como mantas. Yo también robo los cinco más enteros, me quedocon uno y paso cuatro a Matías, diciéndole: «Os tapáis los dos. Hay relente».

—Fíjate en ese crío —dice Matías.

Ella sigue sentada a veinte pasos de mí y el joven anarquista arrodillado tampoco se ha movido.

—Hace un par de horas ella le vio solo y muy larri y le preguntó si estaba herido o enfermo y le contestó que quería irse a casa. «No querrás ser un desertor, ¿verdad? ¿Cuántos años tienes?», le preguntó ella. «Dieciséis», contestó él. «¿Y cómo te admitieron?». «Les mentí». Le asustaban tanto los bombardeos que no podía tragar bocado pensando que volverían a empezar a las siete de la mañana. Ella le dio ánimos y le hizo comer, le dio de comer en la boca sin que les viera nadie para no avergonzarle. Desde entonces no se separa. Se llama Juan —dice Matías.

Espero en la oscuridad a que elija un sitio al socaire de unas peñas y se tumbe con ella bajo tabardos, abrigos y la manta reglamentaria. Juan se tumba a un par de metros de ella. Me traigo la cabra donde me voy a tumbar y la ato. La vigilo de cerca para que algunos listos no me la ordeñen o se la coman. Cerca de la una de la madrugada llega la cuadrilla de trincheras. No podrán trabajar más de tres horas si quieren estar abajo cuando empiece el jaleo, y a ver qué trincheras van a hacer en tres horas.

Un segundo día y un tercer día, dos días tan duros como el primero. Ruido y muerte. Son las ocho de la tarde del tercer día y acabamos de rechazar el último ataque. De los quinientos anarquistas no quedan más de cien. Y lo mismo en el batallón socialista, donde ya no hay ni comandante. Ha caído una de las dos mujeres anarquistas.

No todo ha sido malo, ha ocurrido algo que nadie me creerá cuando lo cuente en Getxo. Un gudari ha derribado un caza a tiros de fusil como si fuera un pato. Se dispara mucho a los cazas rasantes y se habla de que ha caído alguno en otros frentes, pero nunca lo creí. Pienso que lo de Aguirre envalentonó a la gente y salió de las trincheras arriesgando demasiado y a alguien le salió bien. El caza enfiló y el gudari le esperó en pie apuntándole. «¡San Jorge y el dragón!», oí a alguien, creo que al comandante. La cosa acabó en un plisplás. Otros fusiles disparaban también pero vi claramente contra quién iba el caza, a quién buscaba. O así me lo pareció. Quedaron menos que segundos frente a frente, el caza con su ra-ta-ta y el gudari con su lento pum-pum. El caza pasó a un palmo de su cabeza y cayó en el primer valle envuelto en humo. Los gritos de «¡Victoria, victoria!» en el Sollube metieron más ruido que las bombas. Aquel gudari quedó destrozado en el siguiente bombardeo, como si hubieran ido a por él.

La cara que hoy tiene el Sollube no la reconoce ni el mismo Dios que lo hizo. No hay un palmo de terreno sin un obús o una bomba y es mentira eso de que nunca caen donde ya han caído, pues hasta los agujeros cambian de cara de un día a otro, de una hora a otra.

Durante los bombardeos no toda la gente se tumba esperando la muerte. A los que les entra el histérico se levantan y echan a correr dando gritos y los cazas los mandan otra vez a tierra para siempre. Ni uno solo de estos que se levantan llega a dar más de veinte pasos. Entre los muertos de hoy estaba Juan. Sólo unas horas antes, en el descanso entre un bombardeo y el ataque por tierra, Matías me había dicho: «Mira, Roque, Juan nos ha pedido a ella y a mí una cosa que no sé si está bien o está mal, por eso te consulto». Tosió y no seguía. Le dije que qué les había pedido. «Escucha: quiere tocar con su mano…». «¿Qué cosa quiere tocar?». «¡La tripa, su tripa, la tripa de ella! Nos dice que el niño que está ahí dentro tiene mucha suerte, nos lo dice a todas horas. ¿Y sabes por qué dice que tiene mucha suerte? ¡Porque no se entera de las bombas! Yo le juro que la madre sí se entera y que si ella se entera también se enterará el crío». «El crío está ahí dentro y ahí dentro es como estar entre algodones», machaca él. «¿Qué hago, Roque?». Yo le dije que qué piensa ella, que si ella está de acuerdo y ya que parece que él está con un histérico raro y siempre que se haga bien la cosa, por ejemplo poniendo un paño entre la mano y la carne, pues que le deje. Luego vino un bombardeo y Juan echó a correr gritando «¡Madre, madre, madre!» y alguien lo echó al suelo y no le dejó levantarse. En la siguiente calma sí que Matías cogió a Juan y lo llevó junto a ella y se fueron los tres tras una peña. Al final del día fue cuando encontramos a Juan con la cabeza separada del cuerpo por la metralla. Me contó Matías:

—Ella abrió sus ropas hasta desnudar su tripa y yo estaba preparado con mi paño para tapársela y dije a Juan que ya podía acercarse, pero él no se movía, nos miraba y no se movía. Bueno, sólo la miraba a ella, y ella dijo: «Ven, Juan, tienes todo el derecho», y entonces Juan se acercó y yo ya tenía el paño sobre la tripa. Pero la mano no acababa de llegar al paño, había quedado en el aire, sin atreverse a dar el último paso. Fue ella quien cogió la mano y la puso en su tripa, sin paño. Juan cerró los ojos y dijo: «Qué bien», y ella le dio un beso en la frente. Juan acabó llorando.

Es la noche del tercer día. Silencio. Al único comandante que nos queda, el comandante anarquista, un viento de bomba le había volado las gafas de la nariz y no las encontró. Ahora está sentado en una piedra y creo que mira al grupo de socialistas que se acerca tan despacio que parece que no anda. El resto de la gente también parece más muerto que los muertos que alfombran el Sollube. Sin embargo, el último tiroteo ha sido para nosotros, aunque si los requetés y los moros hubieran dado un paso más habrían sabido que no nos quedaba un solo cartucho. La gente preferirá no moverse y disfrutar así mejor del que puede ser el último silencio. El grupo de socialistas llega por fin ante el comandante y también se sienta. No hablan. Los que andamos cerca tampoco hablamos.

—¿Y los otros? —dice el comandante frotándose los ojos.

—No hay otros —dice uno de los socialistas.

—No veo a vuestro comandante, pero es que veo mal sin mis gafas —dice el comandante.

—Ves bien. No está, ha sido baja. Yo, el sargento, soy ahora el comandante —dice el sargento.

—No importa la gente que te quede y no importa la gente que me quede a mí, porque se acabaron las municiones —dice el comandante.

—Aprovechemos la noche para retirarnos —dice el sargento.

Interviene ella:

—¿Abandonar la posición? ¿Qué os pasa? ¿Echarlo todo a perder después de tres días de heroica resistencia? Esta noche nos subirán municiones con la cena.

Nadie piensa en comer a pesar de no haber sido visitados por las perolas desde ayer.

—Tendríamos que recibir también refuerzos —dice el comandante.

—Los recibiremos. En cualquier caso, nada de retirada —dice ella.

La loca. Se pone en pie, Matías le tira de la ropa hacia abajo, pero creo que sólo lo hace porque yo le estoy mirando.

—¡Abrid bien vuestros oídos! ¡Estamos escribiendo uno de los capítulos más gloriosos de la revolución! Sé que lo sentís así, a pesar de vuestras caras —dice ella.

Faltarían la caja de jabón o la carretilla si esto fuera un mitin, pero creo que sólo es un calentamiento de sangres.

—¡No pasarán! ¡No pasarán! ¡Ved a tantos hermanos muertos! Si huís ahora no sólo abandonaréis vuestro puesto en esta lucha sino vuestro puesto en la Historia. ¡Es la primera vez que un ejército emplea en una guerra bombardeos masivos desde el aire contra soldados y ciudades! ¡Para esos nazis alemanes somos conejillos de indias probando contra nosotros la eficacia de su nueva arma! ¡Las miradas de todo el mundo están puestas en nosotros! ¡Y también las miradas de los hombres y mujeres aún por nacer y que nos llorarán algún día sobre los libros de Historia! ¡Resistid, hermanos, resistid! —dice.

Pero esto, ¡Dios!, no son las minas con sus huelgas y manifestaciones. En las minas, que yo recuerde, sólo murieron tres o cuatro mineros y a los que llevaban presos no los mataban. ¡Y aquí los muertos son miles! En las minas la otra se subía a una caja de jabón y levantaba a los hombres hasta ponerlos en huelga, pero aquí ¿cómo va a levantar ella a los muertos? Y para defender el Sollube habría que levantarlos porque son los más numerosos, que los vivos son tan pocos que da igual levantarlos o no. ¿Conseguiría aquí algo la otra? Ella sigue con su mitin o lo que sea, y me da pena. Le diría: «No te preocupes, lo estás haciendo muy bien, lo que pasa es que esto es más gordo y no se arregla con palabras sino con aviones. No eres una inútil, que aquí fracasaría incluso la otra subida en la más grande caja de jabón».

¿Quién acaba de decir que se haga una votación democrática? El comandante. Le ha cambiado la voz, le falta la fuerza de antes. Será por las gafas.

—¡Nada de votaciones, que sabes ganarías! ¡Nada de esconderte! ¡Eres el jefe militar, da la cara! —dice ella.

El comandante no para de frotarse los ojos.

—Es igual. ¿No quieres ver en qué estado se encuentran? Correrían monte abajo si hubiera orden de quedarse —dice.

—¡Resistiremos! ¡Llegará munición! ¡No huyamos de noche como ratas de alcantarilla! —dice ella.

—Pero volveremos. Tengo que hacerme con otras gafas —dice el comandante.

—Sólo de noche nos dejan movernos y sería suicida quedarse aquí. Suponiendo que alguno de nosotros escapara con vida del primer bombardeo de mañana, sería luego un paseo para su infantería tomar la posición. ¡Pero claro que volveremos! —dice el sargento.

El grupito se mueve y al principio parece que sólo es un cambio de postura. Ella da algún grito más.

—No querrás quedarte sola —le dice Matías.

—¿Serías capaz? —dice ella.

—Escucha, mujer: estás suicidando a tu hijo y no quieras suicidarnos a todos —dice el comandante.

—Hace falta poco juicio para seguir en el frente con esa tripa reventando. Lo que nos pides es otra locura —dice el sargento.

—Amén —dice Matías Urondo.

Ella se echa a llorar. Los hombres se ponen en marcha como bueyes cansados.

Uno de los anarquistas le dice al pasar a su lado:

—Sí, me siento mejor pensando que nos vamos para que des a luz en una cama.

Entre Matías y la mujer la sientan en la carretilla y se apartan cuando me acerco a cogerla. Llevo en la cintura la cuerda de la cabra. Se baja el Sollube con varios heridos a cuestas.

Pocos camiones necesitan para llevarnos a todos a Mungua. Yo monto con la cabra, pero he tenido que dejar la carretilla escondida en un zarzal junto a la carretera. Espero no tener que usarla otra vez, pero quién sabe. Por esta primera retaguardia corre un viento de derrota que se nota en las caras más que en las palabras. La gente está rota. Nos dicen que los Flechas Negras ya han tomado el cabo Machichaco y dominan todo el sector norte de la cordillera. Nos recogen los heridos y se los llevan.

Ahora serán las once de la mañana, lo veo por el sol, acabo de salir de la cuadra donde hemos dormido. La cabra se ha puesto de paja seca hasta reventar, me entiendo bien con ella. En un carro traen una perola con café caliente, grandes panes redondos del día y sardinas gallegas. La gente no saldría de la cuadra si no fuera por el café caliente. Al chocarse con la luz arrugan los ojos, se quitan los gorros de lana que llevan bajo los cascos y dejan que el sol les caliente la cabeza. Buscan sitios para sentarse a comer y beber y luego se quedan encogidos y callados, unos cerca de otros, como gallinas en un palo. Ordeño la cabra y pongo el cancarro con la leche en manos de Matías. Se la lleva y vuelve.

—¿Qué piensa hacer ahora? —le digo.

—¿Hacer?

—Supongo que a ti te queda el poco seso que a ella le falta y que sabes que aquí se acabó todo.

—¿Que aquí se acabó todo? ¿Acabar ella? ¿Ella? —dice Matías.

—Un coche la pondría en un soplo en Oiarzena —digo.

—Está por fabricar el coche que la lleve.

—Tenemos tan cerca Oiarzena…

—Y mañana esos cabrones nos echarán aún más atrás y estaremos más cerca… ¡La leche en vinagre! —dice Matías Urondo.

A varios de nuestros heridos los han llevado a una casa frente a la que hay dos ambulancias y camillas vacías. La casa está justo a la entrada de Mungua y he visto entrar y salir a dos hombres con bata blanca. Le digo a Matías que la lleve a esos médicos a que la vean.

—¿A que la vean?, ¿sólo a que la vean? —dice.

—Cualquier médico que la viera no se quedaría de brazos cruzados —digo.

—Se lo olerá y no querrá ir.

—La mujer que va con vosotros sabe que aún no la ha tocado ni una partera de chalas. Que le hable.

Allá van los tres.

Ahora vuelven. Matías se aparta de ellas y viene.

—La han encontrado muy bien —dice.

—Sí, ya sé que está muy bien, ¿pero qué han dicho de la bomba que lleva dentro? —digo.

—Que también está muy bien. Los dos están muy bien.

—¿Cómo saben desde fuera que están muy bien?

—Tranquilo, Roque, la ha tocado.

—¿Y qué te ha dicho cuando tú le has preguntado si los dos están tan bien como para hacer una guerra?

—No le he preguntado eso porque le dijeron que cuando llegue a casa se dé en la tripa friegas con té líquido templado.

—De modo que le dijeron que se fuera a casa.

—No, no le dijeron que se fuera a casa sino que cuando llegue a casa se dé las friegas.

—¿Y tú no sabes que ella no se dará esas friegas hasta después de la guerra?

—Tranquilo, Roque. ¿Adónde vas?

De la casa están sacando en camilla a dos heridos para que una ambulancia los lleve a Bilbao. Dentro no hay sitio para los colchones y mantas en el suelo, con gudaris ensangrentados, todos mirando al techo. Veo enfermeras moviéndose por las estradas entre heridos con cuidado de no pisarlos. Veo a los dos médicos.

—¿Eres tú el que acaba de tocar a una preñada? —le digo a uno.

Me mira. No puede hablar porque tiene entre los dientes una aguja con hilo y en las manos una nariz para coserla a una cara llena de sangre, y me dice que no con la cabeza. El otro médico está mirando bajo una manta y diciendo a una enfermera que a éste ya le puede llevar a la fosa.

—A la preñada que viste hay que mandarla a casa —le digo.

—¿Y quién se lo impide? —dice.

—Ella misma. Está en un batallón luchando junto a los hombres y no quiere dejarlo y yo no puedo ir toda la vida detrás de ella con una carretilla.

—Si hubiera conocido el problema la habría asustado un poco —dice.

—A ella no se le asusta con un poco. Yo haré que la veas otra vez antes de que salga su batallón y entonces le dices algo gordo, que el crío viene torcido o algo peor. ¿Tienes galones? Arréglalo con una orden militar de médico.

—Sólo está de seis meses, en cuanto transcurran tres o cuatro semanas más ella misma pedirá una ambulancia.

—¿Te dijo seis meses? ¡Está de nueve!

—Caramba. ¿No es consciente de…? Me oirá. Bueno, tengo trabajo.

Entra en un cuarto donde hay una mesa de metal con un cuerpo encima.

A primera hora de la tarde llegan los refuerzos, un batallón del Partido Nacionalista y otro de Acción Nacionalista, y casi otros dos batallones enteros, quinientos hombres para los anarquistas y otros quinientos para los socialistas. Pregunto a los del PNV si está con ellos Pelayo Altube y me dicen que no. Traen capellán. Me voy a Matías y le digo:

—¿Sabes quién soy?

Abre mucho los ojos y me dice que sí sabe.

—¿Y qué crees que te diría cualquier otro en mi caso al ver llegar a un cura? —le digo.

Lo piensa un rato y me dice:

—Me dirías eso… Sí, eso… Pero ¿qué puedo hacer yo? Soy anarquista, pero ella es mucho más anarquista que yo. ¿Sabes por lo único que me casaría? Por ti, Roque, por lo mucho que estás haciendo por ella y por mí. ¡Claro que me casaría por darte gusto! Pero un hombre no se puede casar solo.

—Escucha: si podemos llevarle al cura para que le hable de boda le hablará también de la criatura y a ella le hace falta que alguien serio le hable de lo que lleva dentro y se le ha olvidado. Le diremos tú y yo al cura que tú sí quieres casarte pero ella no, y le parecerá tan raro que se levantará la sotana para correr a echarle un sermón.

Matías Urondo viene de mala gana, me dice que prefiere que ella nunca sepa que él quiere casarse y yo le digo que los curas hablan tan bien que no hay peligro de que se le escape nada. Este cura es grandote y fofo y no sé cómo se las apañará en el monte. Le hablamos y coge el asunto con ganas. Matías se escabulle antes de que lleguemos a ella, diciéndome al oído: «Si hay boda me llamas». Al acercarnos a ella dejo que el cura se me adelante y enseguida le oigo: «¿Cómo te encuentras, hija mía? Sé algo de ti y me asombra que una muchacha que parece tan espiritual no haga nada por dejar de vivir en pecado, pues ese hijo que llevas en el vientre es un hijo del pecado, está expuesto a morir sin perdón y sin bautizo. Mi deber como ministro del Señor es…».

—No me distraiga, estoy pensando en el Sollube —dice ella.

—¿El Sollube? Piensa en lo que debes pensar. Se avecinan terribles batallas y puede morir el padre y la Iglesia jamás podría sacralizar vuestra unión. Estamos a tiempo, hija mía…

—Por favor, no me haga perder el tiempo en pequeñeces —dice ella.

—Nunca entenderé cómo sacrílegas como tú luchan en mi bando —dice el cura santiguándose.

Los cuatro batallones descansan en las orillas de la carretera o al resguardo de bosques o cualquier techo que esconda de los cazas. En el batallón anarquista los refuerzos recién llegados quieren saber qué pasó en el Sollube y qué pasará, y los que tienen ganas de hablar se lo cuentan.

—¿Todavía andas por aquí, aldeano? Y si te veo es que aún sigue la otra —me dice el comandante anarquista con sus nuevas gafas.

—Yo no puedo con ella y tú sí podrías. ¿No se manda a casa a los incapacitados? Ella es una incapacitada —dice Matías.

—No entiendo de incapacidades como la de ella. Se quiere quedar y punto, respeto mucho el arbitrio personal. Tienes una compañera única. Muchos hombres desearían estar embarazados para irse a casa —dice el comandante anarquista.

—No serán anarquistas —dice Matías.

—Si yo te contara… —dice el comandante anarquista.

Oímos que ese pequeño grupo que se acerca por la carretera es Aguirre con otros mandos. Aguirre va con boina y si no fuera por la chaqueta de cuero y la cachaba de monte parecería que anda de chiquitos por Algorta. Hay un momento en que mira al cielo y se me ocurre que por ver si llegan los aviones de Madrid. Los primeros que dejan su descanso y forman en la carretera son los del batallón del PNV, después los de ANV, más tarde los socialistas y por último y sin ninguna prisa los anarquistas. Aguirre va estrechando manos de jefes de batallones, y les habla. También habla con los que no son jefes. Al último batallón que llega es al de los anarquistas. Yo me he puesto aparte, así que no me llega ninguna palabra de Aguirre ni de los otros. No sé por qué se me ocurre pensar que a lo mejor no quiere nada con los anarquistas, pero se para y saluda al comandante, al sargento y a tres o cuatro jefes más. ¿Por qué no, si todos están muriendo en esta guerra? Ahora está hablando con un anarquista de la tropa. Acaban, se saludan y Aguirre pasa adelante. Su siguiente parada es ante ella y Matías lirondo. Matías y él se conocen. Si yo estuviera ahí ya sé lo que le pediría a Aguirre, y siendo el presidente ella no le podría desobedecer, pero cualquiera sabe. Hablan los tres largo rato. Cuando se despide ya no habla con nadie más. Entonces los cuatro batallones empiezan a cantar el Eusko Gudariak y Aguirre, que ya está en un coche también cantando, no se sienta hasta que se acaba y se dan varios gritos de «¡Gora Euskadi Askatuta!». ¿Ha vuelto a mirar Aguirre al cielo o me lo parece?

Ahora veo a Matías Urondo correr hacia mí.

—¿Le has visto? —me dice.

—Claro que le he visto, no estoy ciego.

—¡Es un tío cojonudo!

—¿Ya le has hablado de nuestra criatura que lucha en primera línea?

—¿Sabes que él y yo jugamos en el Athletic…?

—Y sólo habéis hablado de fútbol…

—No, escucha: se fijó en… ella, y la reconoció de cuando coincidieron hace meses en casa de la marquesa: «Ya sé que en los batallones anarquistas hay mujeres, pero a esta nieta de Cristina no la veo en condiciones de combatir en una trinchera. Tu madre ha sufrido mucho por sus hijos. Pero eso no importa ahora… Escucha, Flora…». Te juro, Roque, que nunca se me olvidará la mirada de Aguirre cuando le dijo: «Ocurra lo que ocurra, moriremos muchos. Aunque venzamos, nosotros ya somos una generación condenada. Preocupémonos de la generación de vascos que deberá reconstruir nuestra patria. Salva a tu hijo, mujer, regresa con él junto a tu madre cuando aún estás a tiempo. Salva a tu hijo para lo que ha de venir sin ninguna duda: una posguerra, ignoramos de qué clase». Creí que se marchaba, pero dijo algo más: «Ha sido agradable conversar con vecinos de mi Getxo de toda confianza…, porque estoy rodeado de traidores».

Son más de las doce de la noche y los cuatro batallones se ponen en marcha hacia el Sollube. Primero, cada comandante habló a los suyos, y segundo, ella habló a todos. Las palabras de Aguirre le habían entrado por una oreja y salido por la otra. Fue un mitin que hizo pararse a los que ya habían empezado a caminar:

—¡Hermanos, partimos a reconquistar la posición perdida, gudaris de ideología distinta, izaremos juntos en la cumbre del Sollube la misma ikurriña y allí ondeará como símbolo victorioso del entendimiento final entre todos los hombres del mundo!

Corrí en busca del médico y volví con él. Estaban cuatro batallones pero ni una tos estorbaba el mitin.

—Aunque no todos los que estamos aquí defendemos un mismo futuro, cualquier futuro en libertad pasa por el triunfo de la República. El triunfo de los militares traería la dictadura, la esclavitud a nuestros pueblos. ¡Nuestra fuerza está en nuestra unión! —decía ella.

—Haz algo, tú eres el médico y ella está grave. ¿A qué esperas, a que caiga redonda? ¿No oyes todo lo que quiere hacer… ¡y lo quiere hacer antes de parir!? —dije.

El médico la oyó un rato más y luego dijo sin dejar de mirarla:

—Ya quisiera yo tener enfermos con tanta salud. ¿Imagina usted que un pobre médico puede callar a una furia como ella? Sería un sacrilegio. Mañana no sé lo que me parecerá, pero hoy me parece un sacrilegio —dijo el médico.

Fui al comandante anarquista y le dije:

—Párala, ¿no ves los esfuerzos que hace para gritar y estar de pie? ¿Quieres que tenga su hijo delante de los batallones?

No estoy muy seguro de si el comandante anarquista me lanzó una ojeada, pero sí que no apartó su mirada de ella cuando me dijo:

—No seré yo quien prive a nuestro ejército de un saltaparapetos como el que reparte ella.

—¡No pasarán, el Sollube será su tumba! ¡Tierra y libertad son lo mismo! —decía ella.

Me puse a buscar una caja de jabón o algo parecido. Encontré una caja que no era de jabón sino de bombas de mano. No estaba vacía y la vacié y la puse contra las piernas de ella, por detrás, y no interrumpió su mitin en ningún momento ni dejó de mirar a cada una de las caras de los gudaris de los cuatro batallones al subirse a la caja apoyándose en Matías Urondo.

Más que esperar la orden de ataque lo que hace la gente es descansar de horas de caminata. Está a punto de amanecer. La subida ha sido fuerte, unos a campo traviesa y otros por carretera, todos en el mayor silencio a medida que subíamos.

Recogí la carretilla, Matías la puso a ella encima y él y yo nos turnamos para empujar. La cabra, atada a mi cintura.

—Dice el comandante que atacaremos en oleadas —dice Matías.

—Que ella vaya en la de más atrás —digo.

—Sí, claro —dice.

—No es bueno que tú y yo acabemos acostumbrándonos a verla aquí. Algún día la familia nos pedirá cuentas. Tu hijo crecerá creyendo que le querías matar —digo.

—¿Para qué me dices eso? —dice.

—Para ver si espabilas y se te ocurre algo, que a mí se me han acabado los remedios —digo.

Con las primeras luces empiezan los cañones, pero esta vez son los nuestros. Silban los obuses sobre las cabezas y los vemos reventar allá arriba. Bueno, no todos revientan allá arriba, algunos no pasan y quedan por aquí y la gente echa maldiciones y hay heridos. Tras media hora de pruebas todos revientan allá arriba. Los cuatro batallones están desplegados en un gran frente y el comandante anarquista ha conseguido poner al nuestro en el camino de la cumbre que estuvimos defendiendo.

Acaba el cañoneo pero se retrasa el ataque porque los del PNV están celebrando misa.

—¡Vaya por Dios! Todos los que mueran irán derechos al cielo —dice Matías.

Luego se reparte saltaparapetos, se calan bayonetas y sale la primera línea de todos los batallones. Allá van, allá trepan entre zarzas, bosquecillos y rocas. El comandante anarquista va en cabeza. Los primeros en caer bajo las ametralladoras son los que van por el descampado, las descargas de fusilería las guardan los franquistas para los que aparecen y desaparecen aquí y allá. Cuanto más arriba más descampado, el fuego de fusilería y el barrido de las ametralladoras son todo uno y los gudaris son cazados como conejos, su única defensa es subir y subir para saltar a las trincheras de los que disparan.

Matías está entre ella y yo, los tres tumbados. La vigilo. Veo sus ojos rojos de lágrimas viendo el cuadro y la veo acariciar… ¡su bayoneta!

—¡Que no salte! —le digo.

—Descuida, la tengo agarrada del correaje —dice.

Sale la segunda ola. Si hace falta habrá una ola más y nosotros estamos en esta tercera. Estaría ella. ¿Una preñada cargando a la bayoneta? No dejaré que ocurra. Esto no tenía que haber llegado hasta aquí. Toda la culpa no es de Matías, no, pero no me ayuda. Junto a ella está la mujer anarquista. Le hago señas y viene.

—¿Sigues diciéndole que se vaya a casa? —le digo.

—Cuarenta veces al día —dice.

—Habrá que atarla… ¡o qué sé yo! —digo.

Matías nos dice por señas que hablemos más bajo, pero ella está demasiado metida en la batalla para oír otra cosa.

—Habrá que mentirla, tú tendrás que mentirla. Le tocas el cuerpo y le dices que lo tiene a punto de salir y que se tumbe y no se mueva —digo.

—¿Mentirla? Me echaría que a ver de quién es la tripa —dice la mujer.

—Cuando se miente hay que mentir bien. Escucha: le dices que tú has estado en muchos partos y ella en ninguno, que sabes de las tripas de otras más que ellas mismas. Le dices que si no baja tendrás que recoger al crío en un saco. Le dices que a los moros les gusta comer críos tiernos. Le dices que puedes saber cuándo viene un crío oliendo a la madre en sus bajos y la hueles… Y por si acaso habrá que ir preparando una cuerda para atarla —digo.

—Te preocupas por esa chica como si fueras su padre —dice la anarquista.

La primera ola está parada y le alcanza la segunda. Cuando los gudaris de la primera se pararon pareció que los habían liquidado pero sólo abrazaban la tierra. Ahora se levantan los que siguen vivos y suben disparando sus fusiles y tirando bombas de mano. Caen muchos a cada metro. De pronto ya no hay tiros, o pocos, y nos llega una gritería que creo que nunca olvidaré.

—Atacar a la bayoneta debe ser como abrir latas de conserva con abrelatas —dice Matías.

En las cumbres del Sollube aparecen ikurriñas.

Cuando llegamos arriba los de la tercera ola encontramos a la gente descansando entre muertos enemigos y a los jefes diciendo que hay que ponerse a hacer trincheras. En la subida se fueron quedando algunos para recoger a los heridos y bajarlos a las ambulancias que estarán en la carretera. A nuestros muertos se les entierra. La gente está contenta, el Sollube vuelve a ser nuestro. «¿Por cuánto tiempo?», dicen algunos. Otros juran entre maldiciones que sólo muertos lo dejarán. Entre muertos y heridos el batallón ha perdido cien hombres, y nos llega que algo parecido los otros batallones. Los altos del Sollube están llenos de muertos franquistas. Ningún herido. O se los han llevado o los tiros sueltos que hemos oído al subir eran para algo. «¿Visteis cómo corrían?», dicen unos riendo como chavales. «Por ese mismo camino regresarán enseguida, así que a cavar trincheras», dice el comandante. Entre Matías y yo la hemos subido a ella en la carretilla. Ya no protesta. Los anarquistas también se han acostumbrado a tenerla. Pasan a su lado y la miran y la sonríen y cuando ella les habla es como si les hablara la Virgen. El comandante tiene en ella el mejor saltaparapetos. Lo malo para ellos es que parirá antes de que acabe la guerra.

—¿Dónde están los prisioneros? —digo.

—¿Prisioneros? Escucha, aldeano: ¿qué haríamos aquí arriba con los prisioneros?, ¿bajarlos custodiados por hombres que necesita la posición?… Y luego, las nuevas bocas que debería alimentar una retaguardia hambrienta… Además, ¿cómo distinguir a un enemigo que se entrega en medio de un combate cuerpo a cuerpo?, ¿cómo saber que si tira al suelo el fusil es para entregarse o porque se le ha acabado la munición y quiere sacar su pistola? ¿Cómo saber que el ruido que oyes a tu derecha es el de un tipo que sale de la trinchera para entregarse y no para clavarte su bayoneta? ¿O que el grupito que ya tiene sus brazos en alto no esconde a su espalda un cabrón bajito con un pistolón en cada mano?… A veces te encuentras ante un bosque de brazos en alto y caras aterrorizadas y en medio a uno o varios tipos sosteniendo aún sus fusiles porque el miedo les ha hecho olvidarse de ellos y te preguntas en décimas de segundo si quieren entregarse como los demás o debes esperar una descarga de esos que simulan tanto miedo… Nada de prisioneros, aldeano. Otra cosa es cuando se entrega sin combate todo un batallón por habérsele cortado la retirada. No vas a fusilar a todo un batallón, te quedarías sin balas…

—Creo que los del PNV sí hacen prisioneros —digo.

—¿Qué cojones nos importa lo que hacen los del PNV? —dice Matías.

—Los nacionalistas nos están demostrando que no saben hacer una guerra, lo único que les preocupa es romper Euskadi lo menos posible, pasarse de cristianos protegiendo a los fascistas que viven entre nosotros. Por no saber, ni siquiera han conseguido transformar la industria de la ría bilbaína en una industria de guerra. Para ganar una guerra hay que hacer lo que hace Franco —dice ella.

—¡Las trincheras no se hacen con la lengua! —dice el comandante.

No sé de dónde saca fuerzas la gente para cavar unos agujeros que no pueden llamarse trincheras. Las herramientas son pocas y malas y el tiempo también poco. De un momento a otro empezarán a llovernos las bombas. Abro un agujero para ella, no se le verá la cabeza si se sienta.

Con la noche volvemos a nacer. Los trimotores nos han aplastado con los tres ataques más duros que conocemos. Vinieron en oleadas, como bandos de patos. Los primeros descargaban y se iban a por más y volvían tan pronto que empalmaban con los últimos. Lo único que se puede hacer es agarrarse a la tierra o morirse. Lo mejor sería morirse. Cuando llega el silencio y uno se toca y ve que no le han roto en cachos, se mueve y agrieta la tierra que le cubre y levanta la cabeza y ve otras cabezas que hacen lo mismo. Y entre bombardeo y bombardeo los moros y las brigadas navarras. Tres ataques rechazados. Después de sacudirse como un perro la tierra de la ropa, veo a Matías buscar el agujero de ella. El Sollube no es el mismo de esta mañana. A uno de nada le vale recordar que dejó la mochila tras esa roca porque no está la roca. O que si miras esa colina estás mirando hacia la mar porque ya no hay colina. Antes del tercer bombardeo yo tenía a Matías a mi izquierda y un poco más allá el tercer agujero que abrí hoy para ella, pues de los dos anteriores no quedaba rastro. Pero al llegar el silencio tenía a Matías a mi derecha y mucho más lejos. ¿A quién de los dos las bombas le habían hecho volar por encima del otro? Volaban tierras y rocas, bosques y hombres y unos aterrizaban vivos y otros muertos. Matías buscaba el agujero en sitio equivocado y yo también estaba equivocado porque ella salió de la tierra como una seta a nuestra espalda. ¿Se asustaría alguna vez y se largaría? «Que alguien ponga en pie esa ametralladora caída porque la usaremos enseguida», la oí.

Entre cuatro camilleros y algunos de nosotros buscamos heridos por sus llamadas, sus gritos o sus lloros. También hay sanos que lloran. «Límpiala bien de tierra y que coma esto», digo a Matías pasándole el chusco de pan negro que he guardado. La cabra desapareció en el segundo bombardeo. Y la carretilla.

—Supongo que los de las perolas nos subirán alguna hostia —dice Matías.

Hago una escapada por el Sollube destripado a las posiciones del PNV a preguntarles si ellos tienen prisioneros. Un gudari me dice que sí y me señala las cuatro o cinco docenas que están sentados en un agujero de bomba vigilados por tres gudaris.

—¿Qué haréis con ellos? —digo.

—A ver cuándo podemos bajarlos —dice.

—¿Repartiréis con ellos vuestras raciones?

—A ver qué hacemos cuando nos suban el rancho.

—Habrá para los prisioneros, también habéis tenido muchos muertos.

—A ver qué pasa. Los cocineros saben calcular a ojo las raciones que hay que quitar después de un día trimotor.

—Los anarquistas no se complican la vida, no hacen prisioneros.

—Ésos, cualquier cosa. ¿Qué haces tú en primera línea? No tienes edad para estar con los anarquistas ni con nadie —dice el gudari.

El cura no da abasto repartiendo extremaunciones y espero.

—¿Hay que coger prisioneros en una guerra, padre? —digo.

—Un prisionero es un enemigo al que podemos no matar. Hay que hacer prisioneros, por supuesto que sí —dice.

—Pero comen, padre, y para darles a ellos hay que quitárnoslo a nosotros. Y si cogieran un arma nos matarían.

—Es el riesgo que impone la ley de Dios de no matar.

—Los curas del enemigo también son curas cristianos y delante de ellos se matan prisioneros.

—Así como hay ángeles buenos y ángeles malos, con los curas pasa igual.

Aquí viene también el comandante anarquista con nueve hombres, seis armados y tres desarmados, y pregunta si los tres desarmados son del batallón del PNV. Le dicen que sí y dice:

—Esperaban escondidos en un bosque para pasarse mañana a los rebeldes cuando nos ataquen.

—¡Yo no estaba escondido, estaba cagando! —dice uno de los tres, uno con la nariz torcida.

Los otros también dicen que estaban cagando. Llega el comandante nacionalista y dice:

—Es el cuento de nunca acabar. Vienen al frente para pasarse al enemigo.

—En los batallones anarquistas no se dan estos casos, tanto los voluntarios como los de quintas eligen nacionalista, ellos sabrán por qué…, y no es momento de empezar a tortas. Espero que a estos tres los fusiléis. Son traidores y seguramente espías que pasaban información —dice el comandante anarquista.

—¡No, no! ¡Fui a cagar! —dice el de la nariz torcida.

El otro tiene el pelo rubio y el tercero es alto como un pino y los dos juran que también fueron a cagar.

—Es imposible saber si mienten. En adelante ordenaré que se me pida permiso, como en la escuela —dice el comandante nacionalista.

—Me juego la cabeza a que en estos momentos medio batallón tuyo está cagando, y a los que han ido cerca ni los anarquistas les acusaríamos de traidores y espías. ¡Pero estos tres cabrones se fueron a un bosque a un kilómetro! Aunque se alejaran tanto para que no nos llegara el olor, también habrá que fusilarlos por sospechosos. ¿Por qué no dais una batida de un kilómetro en adelante? Medio batallón de ese medio no estaría cagando —dice el comandante anarquista.

—Nada de fusilar, irán con los demás prisioneros —dice el comandante nacionalista.

—Ni las más suaves leyes de la guerra perdonan a espías y traidores —dice el comandante anarquista.

—A lo mejor es verdad que fueron tan lejos sólo a cagar. En esto del retrete cada uno es cada uno —digo.

Todos se vuelven a mirarme.

—Estos no sé, pero yo sí que fui a cagar —dice el de la nariz torcida.

—¡Todos fuimos a cagar! —dicen a dúo el rubio y el largo.

—Es su palabra contra nuestra certidumbre… ¿Prisioneros? Pues prisioneros y no perdamos más tiempo —dice el comandante anarquista.

—Sí que se puede saber si mienten: yendo allí y buscando —digo.

—Ir con las narices bien tapadas, ¿eh, aldeano? —dice el comandante anarquista riendo.

—¡Recuerdo bien dónde me agaché! —dice el de la nariz torcida.

—¿Buscando mocordos? ¿Estáis locos? Estamos en algo más serio —dice el comandante nacionalista.

Pero por fin vamos todos, yo, los dos comandantes, los seis guardias armados y los tres presos. El pequeño bosque de marras está entre las posiciones nacionalistas y las anarquistas, en la ladera baja por la que atacan los moros y los navarros. Ya está oscuro y empezamos a buscar con linternas. «Creo que fue por aquí», dicen el rubio y el largo. El de la nariz torcida también nos hace dar varias vueltas, hasta que se para y dice: «¡Aquí!», y los otros dicen: «¡Sí, eso es, aquí, aquí!». Pero sólo vemos un mocordo.

—¿A quién pertenece este excremento? —dice el comandante nacionalista.

—¡A mí! —dice el de la nariz torcida.

Y casi al mismo tiempo los otros también dicen:

—¡A mí!

—Me dan ganas de no seguir buscando y de fusilarlos ahora mismo —dice el comandante anarquista.

—¿A qué dos fusilar? Cuando no había ningún mocordo tú sí podías fusilar a los tres, pero ahora sólo puedes fusilar a dos. ¿A qué dos? Sólo uno ha dicho la verdad, pero ¿qué uno? Si fusilas a los tres fusilarías a uno que ha dicho la verdad —digo.

Seguimos buscando y acabamos con el bosque.

—Estamos peor que al principio, cuando podíamos fusilar tranquilamente a los tres —dice el comandante anarquista.

—Habría que empezar por saber si este excremento es de hoy o de hace días —dice el comandante nacionalista.

Como nadie acerca las narices acerco las mías y además lo toco con un palo.

—Es fresco —digo.

—¿De quién cojones es? —dice el comandante anarquista encarándose con los tres.

—¡Mío!

—¡Mío!

—¡Mío!

… Dicen.

—¡Silencio! ¡Al que le oiga otro! «¡Mío!» ¡me lo cargo! ¿Qué sigues husmeando en ese cacho de mierda, aldeano? —dice el comandante anarquista.

—Nada —digo levantándome.

—Regresemos con los tres como prisioneros, es lo único para no fusilar a un inocente —dice el comandante nacionalista.

—Quedarían vivos dos espías… Que lo echen a las pajitas. Dios está con ellos y no permitirá una injusticia —dice el comandante anarquista.

—¿Qué comisteis ayer? —digo a los tres.

—El rancho —dice el rubio.

—Ya sé por dónde vas: cagamos lo que comemos y en una guerra todas las mierdas son iguales. No descubrirás nada, aldeano —dice el comandante anarquista.

—¿Quién de los tres comió ayer algo más que el rancho? —digo.

El alto se arrodilla ante el mocordo, se inclina y lo mira muy de cerca, pero no tiene linterna y no ve lo que hay allí y sería mejor para él que lo viera. Me acerco al comandante anarquista y le digo a la oreja: «Pepitas de uvas pasas». «¡Ah!», dice él.

—Algo comisteis ayer de propina —digo.

El rubio se arrodilla junto al alto y busca también algo en el mocordo. Los dos respiran con ruido y creo que se han pringado de mierda las narices.

—El día que me incorporé mi madre me dio un paquete con galletas, chocolate y pasas. Ayer comí de postre las últimas pasas —dice el de la nariz rota.

El rubio y el alto se levantan y me miran y también al comandante anarquista y algo ven en su cara que les hace temblar.

—Vosotros dos, rezad si rezabais de niños antes de dormir —les dice el comandante anarquista sacando su pistolón.

—¿Qué vas a hacer? —dice el comandante nacionalista.

—Hay pepitas de pasas en el mocordo… ¡Rezad, espías! —dice el comandante anarquista.

—¡Sí, claro, pepitas, las que comí yo! —dice el alto.

—¡Tú no, yo! ¡Yo comí pepitas! —dice el rubio.

—Las pepitas no se comen, se comen las pasas —dice el comandante anarquista.

—¡Esa mierda es mía! —dice el rubio.

—¡Esa mierda es mía! —dice el alto.

Los dos comandantes se miran y el nacionalista se encoge de hombros y dice:

—Los sentenciamos sin un juicio justo.

—¡Cualquiera puede ser un juez justo con una prueba como las pepitas! —dice el comandante anarquista.

Se miran otra vez. Creo que el comandante nacionalista preferiría estar en otro sitio. Tose, se rasca la nariz y acaba dando media vuelta diciendo:

—Pero lejos, que yo no lo vea.

Ahora marchan delante los seis gudaris con los dos prisioneros y detrás el comandante anarquista y yo.

—Aquí —dice antes de llegar a nuestras posiciones.

Se acerca con el pistolón a los prisioneros, que le miran con los ojos salidos de la cara.

—Yo saqué lo de las pepitas de pasa, es como si yo los matase —digo.

—Yo os enseñaré a los nacionalistas lo que es una guerra —dice el comandante.

Un tiro a cada uno en la nuca, dos ruiditos como de cañas secas al partirse.

Garbanzos con arroz, filete de buey, una manzana, el chusquito negro y un vaso de vino. La gente cena pensando en el día trimotor que nos caerá mañana. Les veo en las caras que también piensan que lo que mastican es lo último que seguramente masticarán en esta vida. Lo más triste es que chicos jóvenes tengan que estar pensando en la muerte, como antes las caras de los dos prisioneros, iguales a las caras de estos que mastican sin saber lo que tienen en la boca. Y aquí se quedan, no echan a correr monte abajo. Tampoco los dos prisioneros intentaron siquiera escapar sabiendo lo que les esperaba. Pasa por aquí la mujer y la llamo.

—Tenemos cuerda para atarla —digo.

Llamamos a Matías y le hablamos de la cuerda.

—Nunca me lo perdonará —dice.

—¿Seguía en sus trece cuando la dejaste? —digo.

—Me hablaba sobre un mapa de cómo contraatacar para coger a los fascistas en una bolsa —dice Matías.

—Bolsa la de su tripa —dice la mujer.

Es demasiado que a un hombre le pase una cosa así dos veces en su vida.

Podría hacer cualquier locura si nos viera acercarnos a los tres con la cuerda. Está a cien pasos, sentada sobre una lona y envuelta en una manta.

—Aquí sube la cuadrilla de las trincheras —dice la mujer.

Son unos cien pasando ante nosotros como sombras y en silencio, como no queriendo despertar a los que duermen tirados por el suelo. Me levanto y la mujer también se levanta. Matías no tiene más remedio que levantarse.

—Voy a hablarle, a prepararle —dice.

Va. Se sienta a su lado y cuchichea. ¿Qué le estará diciendo que no le haya dicho ya mil veces? Cuento el tiempo por los golpes de picos y palas de la cuadrilla. ¿Para qué trabajar si mañana las bombas harán otro Sollube? Por fin vuelve Matías. Coge la cuerda de mis manos y la tira al suelo.

—Ya está. Se marcha. Nuestro hijo nacerá en una cama —dice.

La mujer suspira y yo digo:

—¿No habrás entendido que se va a comprar una cama para traerla a las trincheras?

—Nada más empezar se me entregó, y no porque sospechase lo de la cuerda. Me dijo: «La Naturaleza manda, la Naturaleza nos pone cadenas, habrá que incorporar a nuestra ideología que el anarquismo debe contar con la dictadura de la Naturaleza —dice Matías Urondo».

—¿Qué palabras mágicas empleaste? —dice la mujer.

—Nada de mágicas, las de siempre, las primeras que se me ocurrieron —dice Matías.

Él y yo nos miramos y baja la vista.

Bueno, entonces hay que empezar a pensar en el viaje a Oiarzena. Pero Matías Urondo sigue hablando:

—Ha puesto dos condiciones: que yo luche por los dos y que ella se quede en el primer pueblo de la retaguardia… ¿No comprendéis que no puede alejarse demasiado de la revolución?

Bueno, algo es algo. Nos ponemos en marcha sin más, no cambie de idea. Como perdimos la carretilla no hay más remedio que alguien la baje. Matías está contento, echa a andar con ella en brazos, tiene prisa por sacarla de este campo de tiro de los trimotores.

—¡Ahí se llevan a nuestro verbo! —dice el comandante anarquista después de abrazarla.

—Volveré, volveré pronto —dice ella llorando.

—Calma, calma, que no se te agrie la leche —dice Matías.

—¿Estás loca? ¿Cómo vas a volver amamantando a un crío? —dice la mujer.

De noche la bajada es lenta. Matías es fuerte y lleva muy bien su carga, pero ha pasado una hora y me acerco a él por la espalda y le toco con la mano. Vuelve la cara y le hago señas para el relevo. Dice que no con la cabeza. Me dice con los ojos que a ver si sé dónde me meto, que la tendría que tocar y que nadie sabe qué haría ella al verse en mis brazos. Su mirada brilla más para decirme: «¿Y tú?, ¿qué te pasaría a ti?». Ella está medio adormilada y hacemos el cambio sin apenas moverla. No quiero pensar en su peso, ni en quién es, ni en que tiene un nombre. Sólo es… ella. Matías y yo también nos decimos con la mirada que él camine detrás, a mi espalda, por si ella abre los ojos y le ve donde no debe estar. Ahora la oímos: «Ya tengo sus nombres: si es niña le llamaremos Espuma y si es niño Océano. ¿Te gusta?». Matías mete su cabezota bajo mi sobaco y le dice: «Me gustan, me gustan», y es como si él la llevara y no yo, es lo más parecido a que la llevara. También ella hace muy bien que se lo ha tragado. Haciendo estas cosas no es la loca de siempre.

En la carretera a Mungua encontramos gudaris, camiones y cañones en marcha hacia algún frente. Después de varios cambios de brazos, en este último tranco es Matías quien la lleva. Yo me he adelantado para buscar casa. En las afueras he visto caseríos, algunos abandonados, pero es mejor una casa en el mismo Mungua, cerca de algún hospital de sangre y de algún médico por si el asunto se complica.

En esta calle empujo varias puertas de casas, pero están cerradas. Busco una casa vacía con la puerta abierta antes por otro. Como ésta.

Durante todo el día ha temblado el frente del Sollube. Los trimotores han pasado y repasado el cielo azul y tampoco se han olvidado de nosotros. Las ráfagas de viento nos traían el golpeteo en sordina de ametralladoras y fusiles. A media noche los heridos que pasan en ambulancias y camiones dicen que se ha resistido bien. Matías volvió enseguida al Sollube. Ella y la mujer están en el piso de la casa y yo en la carpintería de abajo. El dueño era carpintero, la vivienda y el taller en la misma casa. Estamos refugiados en el sudor de un joven matrimonio con hijos pequeños a juzgar por algún juguete que veo por aquí. El hombre estará en el frente o muerto, y ahora la mujer y los críos son refugiados detrás del Cinturón de Hierro. Unas escaleras de madera suben al piso. Le he echado una ojeada en un rato que ella dormía. «Un buen refugio, demasiado para estos tiempos. Hasta las cortinas son bonitas y están limpias», me dijo la mujer. Hay tres dormitorios y ellas ocupan dos. Las camas estaban recién hechas y hay ropa en los armarios. Los que forzaron la puerta buscarían dinero o comida. No hay rastro de comida. Cogí el colchón de la cama libre y lo eché en el suelo del taller y he dormido bajo dos mantas. Una cama como Dios manda es un buen invento. Salí temprano en busca de comida y el cocinero de una cocina de campaña de la plaza me dio seis raciones completas. Vi a una aldeana con sus cantimploras de leche sobre un burro, como antes de la guerra. No ha querido dejar su caserío con cuatro vacas, y con la leche que antes era para sus clientes de Mungua ahora no estraperlea y la lleva a donde curan heridos. Su marido anda en las cuadrillas de trincheras. Le dije para quién era la leche y me dará un litro todas las mañanas.

Ayer no le pregunté a la aldeana el precio y hoy me dice que también para mí es gratis. Tenemos cubierto el suministro de comida para hoy. En la carbonera de casa hay carbón para la chapa y dejo a la mujer hirviendo la leche, que es toda para ella.

—¿Hay señales de algo? —le digo.

—Nada. Pero todo se andará —dice.

No debo dejar mucho tiempo solas a las dos, pero ahora estoy tumbado en un bosque en las faldas del Sollube. Ayer estuve casi todo el día tumbado en el colchón y viendo con los ojos cerrados lo que pasa allá arriba, y no quiero hacerlo otra vez. A los gudaris lo mismo les da que yo esté más cerca o más lejos de ellos, pero a mí no. Aquí puedo sentir en mis huesos los temblores del monte. Y desde aquí veo los vuelos rasantes de los cazas peinando carreteras y bosques. Y si algún jefe de los que pasan me deja los prismáticos puedo ver las ikurriñas en los picos.

Vuelvo a casa cayendo la noche y baja la mujer.

—¿Han resistido? —dice.

—Es imposible, pero el frente ha resistido —digo.

—Flora vive en ascuas, ha olvidado que tiene que parir, toda ella está en las trincheras —dice.

Es medianoche y estoy esperando el paso de los heridos. Baja la mujer a traerme un jersey del carpintero.

—Las noches son frías… ¿Sabes? Esta mañana me ha pedido que también te cuide a ti. ¿Por qué no os miráis ni os habláis? —dice.

Sólo media hora después tenemos visita. Matías Urondo. Sanos y heridos fueron echados de las posiciones a punta de bayoneta en el último ataque franquista de hoy.

—Pero volvemos —dice Matías.

—¿Cuándo? —digo.

—Esta noche —dice.

Sube al piso antes de que ella baje. «Sólo necesitamos unas docenas de hombres de refuerzo», me ha dicho. ¡Esta noche! ¡Si acaban de llegar! Pasan también gudaris de los batallones de ANV, PNV y socialistas. Los han cribado. Caminan como muertos vivientes. El comandante anarquista me dice:

—Sabía que nos iría peor sin la preñada. ¿Ya libró?

Matías no tarda en bajar, descalabrado, la cara más sucia con la barba de días, la ropa con sangre de compañeros.

—Roque, ha sido más que la hostia —dice.

—Quédate a dormir un rato en un colchón —digo.

—Estamos en la plaza y allí dormiremos. Y agarrad a ésa, que quiere venir —dice.

—¿Ya estamos otra vez?

Matías se va y suenan pasos en la escalera.

—¡Flora! —oigo a la mujer.

Ella pasa a mi lado y sale tras Matías, y la mujer detrás.

—No te asustes, sólo va a acompañar unas horas a su hombre —me dice la mujer.

Entorno la puerta y la sigo. La plaza resulta pequeña para tanto gudari tumbado o sentado o desparramado por los terrenos próximos. Mezclados entre ellos ya hay otros gudaris más limpios que les esperaban para ocupar el sitio de los muertos. Ella y Matías están sentados contra el muro de piedra de una casa, y hablan. La mujer y yo paseamos a distancia sin perderlos de vista. La única luz es la de la luna. Pasan por la carretera otros hombres, ambulancias y camiones.

—Nadie podrá dormir con este escándalo —dice la mujer.

—Sabes que esto no es ruido, que el ruido está en otra parte —digo.

Nada más que dos horas han dormido los que hayan podido dormir. Matías sí ha dormido, la cabeza apoyada en las piernas de ella, sentada y sin dormir. Y lo afeitó mientras dormía. No sé de dónde sacó los trastos. Entre afeitarle, lavarle la cara y mirarle se le fueron las dos horas.

Siendo aún noche cerrada se repartió café caliente, pan y saltaparapetos, y enseguida llegaron los comandantes, tenientes y sargentos y mandaron formar por batallones, y cada comandante se puso a hablar a los suyos, y mientras el comandante anarquista hablaba no dejaba de volverse para mirar hacia atrás, hasta que ella dio unos pasos y soltó su lengua. El comandante anarquista le ha dejado su sitio, y ahora en el batallón de ANV alguien dice «¡Más alto!», los otros tres comandantes también callan y ella se encuentra en su salsa. No sólo sube la voz para que le oigan todos, también carga cada palabra como si estuviera pariendo criaturas. Sí, y otra vez el recuerdo de la otra, si cerrara los ojos la vería ahí soltando lo suyo. Pero no los cierro porque ella es ella y no otra, la guerra que nos quema está ocurriendo en mayo de este año y no en otro, su revolución también está ocurriendo ahora y cada ladrillo debe tener su masa y no la masa de otro. De modo que si ahora busco una caja en las cocinas me alegro de que la que encuentro no sea de jabón sino de bombas de mano, y la pongo contra sus talones y ella se apoya en una mano para subirse hacia atrás, y sé que está ocurriendo en el mes de mayo de este año y no en otra guerra sino en ésta.

A partir de las ocho ha habido un combate de una hora a tiros y en este momento los que tienen prismáticos ven ondear ikurriñas y banderas rojas en los picos del Sollube. En casa encuentro abajo a la mujer y le doy la noticia. A media mañana me dice: «Se puso a bailar». Ya no importa que salte o se ponga cabeza abajo.

Es de noche. Qué sé yo cuántos viajes hemos contado durante el día de trimotores llegando cargados y volviendo vacíos a por nueva carga a Vitoria. Los cazas cortaban los caminos de subida, así que las perolas no pudieron moverse de abajo y los batallones hubieron de esperar a la noche para comer. Tampoco habrían podido comer: a cada bombardeo seguía un ataque por tierra, y lo mejor que podía ocurrir era que oyéramos otro bombardeo, señal de que la posición había resistido. El día es todo de ellos. Pero me pasaron unos prismáticos y vi las ikurriñas y las banderas rojas hasta que la luz se fue. Entonces salieron los topos de sus agujeros, las perolas, las ambulancias, las cuadrillas de trincheras y el movimiento de tropa. También qué sé yo cuántos viajes toda la noche de ambulancias con heridos a Bilbao. Euskadi entera se está metiendo en Bilbao. Mucha gente y poca comida. Hay algún barco sacando niños a otros países. Pero aún nos queda el Cinturón de Hierro.

He ayudado a bajar heridos del monte, tanto del batallón anarquista como de los otros. Un jefe nacionalista que llevaba prismáticos al cuello al ser metido en la ambulancia me los dio.

A la madrugada volví a casa y me salió la mujer. «Dile que no estaba entre los heridos», le dije. «No encuentras momento para descansar», me dijo. «Yo no tengo que parir», le dije.

He dormido algo en el colchón. Una hora sobre un colchón es como veinte sobre la tierra. Con las primeras luces lo primero que hago es acercarme a la montaña y mirar hacia lo alto con mis prismáticos. Allí siguen los trapos. Bueno, por qué no iban a seguir a menos que un huracán se los hubiese llevado. Los franquistas no trabajan de noche, ni los de arriba ni los de abajo. Busco a la aldeana de la leche y me llena el cancarro y me pregunta por el parto. A los cocineros de la plaza ya les he dicho quiénes están a mi cargo y me dan tres raciones.

—¿Cómo está? —digo a la mujer.

—Pienso que si después de tener al crío pudiera largarse a las trincheras pariría a toda prisa. Está bien. Preocupada por su hombre —dice.

A la hora en punto comienza el cañoneo y a su otra hora el bombardeo. Me parece que la boca se me llena de tierra y quiero escupirla, pero no hay tierra, sólo saliva. Sin embargo, no se me va el sabor a tierra, no me lo quito ni comiendo ni bebiendo.

—Y por ti —me dice la mujer por la noche.

—¿Eh? —digo.

—Preocupada también por ti. Me pregunta si comes y duermes. Me dan ganas de decirle: «¿Por qué no bajas y se lo preguntas tú misma? No muerde». ¿Muerdes? —dice.

—¿Están calientes mis garbanzos? —digo.

—No me salgas ahora con los garbanzos. ¿Por qué no subes a comerlos y no tendría que bajártelos? —dice.

La miro y por fin me baja los garbanzos.

Ha ocurrido que a última hora del día he mirado con los prismáticos y he visto banderas requetés donde antes había ikurriñas y banderas rojas. Y cuando por la noche me puse al acarreo de heridos resulta que nos ayudaron los gudaris que acababan de perder las posiciones en la última batalla del día y bajaban hasta medio monte, no más, no se retiraban al pueblo, querían atacar a la madrugada. Pude ver a Matías.

—Está bien. Sí, seguro. Tiene comida, incluso leche. Todo está preparado para cuando ella quiera —le dije.

Respiró hondo por entre la costra de tierra de su cara.

—Que se quede donde está. Y tú también. Si le da la venada de regresar aquí la atas a la cama con cadenas si no basta con cuerdas. La atontas de un golpe en la cabeza. Le rompes una pierna. Pero que no venga por nada del mundo, que no aparezca por aquí —dijo.

Se me quedó mirando y mirando y yo me fijé mejor en su cara. Me costó reconocerla, era como si no fuese la cara de Matías Urondo, y no era el polvo o el barro que tenía encima. Me siguió mirando pero ya era una mirada muerta, no me veía, yo ya no estaba delante. ¿Qué es lo que estaba viendo Matías? Les repartieron un plato de rancho y saltaparapetos. La mayoría no pudo tragar el plato.

Somos bastantes los que no dejamos los bajos del Sollube mientras nos llegan los ruidos de la batalla que se libra en las alturas. Al amanecer miro con los prismáticos y allí están otra vez las ikurriñas y las banderas rojas.

De noche parece que se me va el sabor a tierra de la boca, pero vuelve con la primera bomba de la mañana. ¿Cuántos gudaris quedarán vivos allá arriba? Tendrán que mandar refuerzos. Los que no necesitan refuerzos son las bandadas de trimotores y cazas que nos roban un cielo que hasta ahora habíamos pensado que era de los vascos. Los cocineros me dicen que hoy sólo me pueden dar dos raciones, que no llegaron suficientes. Menos mal que la lechera no me quita leche del cancarro, ella no tiene problemas de suministro, casi duerme con sus vacas.

—La gente está cansada de la guerra, sólo quiere que acabe —me dice.

—Las guerras no se hacen para que acaben sino para que las ganen los buenos —le digo.

—¿Sabes tú quiénes son los buenos? ¿Con quién estaría Jesucristo? —dice.

—No sé con quién estará Jesucristo, pero seguro que no está con los que vienen a quitarnos la tierra —digo.

—Pero no se la llevarán…, ¿o crees que se la llevarán bajo el brazo? No, aquí seguirá, hoy nadie quiere la tierra. Mis hijos ya trabajan también en fábricas. En la tierra se suda mucho para sacar cuatro puerros y cuatro patatas. ¿Tú sabes por qué se ha hecho esta guerra? Yo no. Los aldeanos como tú y como yo sólo entendemos de la tierra —dice.

Al llegar a casa con los suministros encuentro a la mujer en la puerta.

—Los oigo más cerca, pronto los tendremos aquí —me dice.

—Están donde estaban cuando los dejamos, el frente no se ha movido —digo.

—¿Y cómo es que oigo todo el ruido más cerca? —dice.

—Porque los trimotores no entienden de frentes y están atizando la carretera —digo.

—Es que huelo a retirada —dice.

Pongo en sus manos lo que traigo y miro hacia el piso de arriba.

—La que no se mueve es la tripa de ella. No sé qué sería mejor, que viaje con el crío dentro o que se lo llevemos nosotros —dice la mujer.

—¿Dejar esta casa? Puedes oler a bomba pero no a retirada. Nada de viajar —digo.

El caso es que caen bombas por todos lados y la verdad es que a las tropas que pasan por aquí las veo con más desorden que nunca, parece que todos se marchan para no volver. Con los prismáticos veo gudaris sueltos bajando de los montes y contra los que se lanzan los cazas. En Mungua hay un puesto de mando. En la puerta de la casa hay dos coches pero no veo a los centinelas que solían estar. Entro y me cruzo con dos gudaris que salen cargados de papeles.

—¿Dónde está el jefe? —digo.

—Por ahí queda alguno —me dicen.

En el cuarto del fondo hay tres jefes y dos ayudantes sacando papeles de armarios y cajones.

—¿Cuándo vais a mandar refuerzos a los batallones del Sollube? —digo.

Uno de los jefes vuelve la cabeza.

—¿De dónde sales tú? —dice.

—Soy Roque Altube, del caserío Altubena de Getxo —digo.

—¿Y qué hace por aquí un hombre de tu edad? —dice.

—¿Cuándo vais a mandar refuerzos a los batallones del Sollube? —digo.

Otro de los jefes me dice sin dejar de levantar papeles:

—¿Refuerzos? Nos están cogiendo por la espalda, los frentes se están derrumbando. El nuevo frente será el Cinturón. Los del Sollube tendrían que haberse retirado ya.

—No ayudáis a esos compañeros que llevan perdiendo y recuperando la posición días y noches sin retroceder un palmo —digo.

—Lo sabemos. Pero hoy las órdenes ya no son contraatacar sino retroceder. Tenemos dos coches ahí fuera, te podemos llevar —dice.

Me gustaría hacerle algo más que mirarle a los ojos.

—Los gudaris de allá arriba no necesitan mandos para morir defendiendo el Sollube —le digo.

No me quedo a ver cómo se van de viaje. Los trimotores están bombardeando las posiciones del Sollube y si bombardean es que aún hay alguien parando a los fascistas. En la puerta de casa veo otra vez a la mujer. Quiere apinar qué traigo en los ojos.

—Sí, algunos viajan, pero no todos. Mientras no veamos a nuestro batallón desfilar por esta carretera… —digo.

—Les puede venir el enemigo por la espalda. Y a nosotros también —dice.

—Nosotros no tenemos espalda —digo.

Los bombardean hasta las últimas horas de luz. En cuanto cae la noche empiezo a subir junto a unos pocos sanitarios con camillas. A las dos horas de camino vemos bajar unas sombras. Paramos, pueden ser fascistas. Las sombras siguen bajando. Nos llega una voz: «Tranquilos, somos del batallón anarquista». Es la voz de Matías. Nos juntamos a ellos. Son Matías y cinco más cargando con tres heridos.

—Subiremos a por los restantes —dice un camillero.

—No hay más —dice Matías.

Él y yo quedamos frente a frente y busco su mirada, pero la noche es demasiado negra. Como él tampoco podrá verme los ojos ni nada quiero que oiga mi voz para que sepa quién soy, y digo lo que no iba a decir:

—¿Que no hay más?

—Roque, Roque… Así es, no hay más. Sólo quedan muertos. ¡El mejor batallón! ¡Me cago en los cojones de la hostia! —dice Matías Urondo.

—¿Y los demás batallones? —digo.

—También a cero. Algún superviviente anda perdido por el monte —dice.

Ahora los tengo más cerca y veo que Matías y los que llevan a los heridos también están heridos. Matías no maneja más que un brazo, el izquierdo, el hombro derecho de su tabardo es un charco de sangre. Le digo que ella está bien en una buena casa.

—La recogeremos —dice.

Yo y los camilleros cargamos con los tres heridos y a media bajada se nos muere uno y antes de llegar a las dos ambulancias los otros dos. Los cuatro camilleros son estudiantes de medicina.

—Se ha levantado el hospital de sangre, así que aquí mismo practicaremos la primera cura —dicen.

Ponen a Matías y a los cuatro en el suelo de la carretera delante de los faros encendidos de las ambulancias. A Matías le sacan del hombro un trozo de metralla con forma de mariposa y se lo vendan. Resulta que también tiene roto el brazo.

—Yo ya he parido —dice.

Viajamos repartidos entre las dos ambulancias y paramos ante la casa. Mungia está sin luces y sin un ruido y sin un alma. Los que querían irse ya se han ido, en las casas quedarán los fascistas y los que piensan que los que van a entrar no les pedirán cuentas. Nos abre la mujer y Matías no necesita que le digan nada para echar escaleras arriba. A ella la oímos: «¡Matías!», y a él: «¡Flora!», y ya no se les oye más porque cada uno tendrá la cara contra el otro. Ahora oímos algo parecido a un lloro, pero no es ella ni su hijo que ha nacido sino Matías Urondo. La mujer y yo nos miramos, le brillan los ojos.

—En medio de la guerra… ¿No es maravilloso? ¿Por qué pones esa cara?, ¿no te gusta su encuentro? —dice.

Muevo la cabeza y no sé si le digo que sí o que no.

—Creo que no te acaba de gustar nuestra moral anarquista. Sin embargo, estás con nosotros, estás junto a ellos… ¿Junto a quién? ¿De quién eres padre o algo parecido? ¿De ella? ¿De él? Sea lo que sea, Roque, lo tuyo también me parece maravilloso.

Más tarde le entran las prisas y dice:

—¡Vamos, corred, vámonos!

Ya está preparada para viajar, con sus pantalones de miliciana, su chaquetón con correaje y cartucheras, su casco en la cabeza y su fusil. Parece que marcha de nuevo al monte y no a hacer de partera. Aquí baja ella, despacio y apoyada en Matías. No le faltan los mismos trastos de guerra que a la mujer. ¿Es que esperan ver mañana en el cielo aviones nuestros? ¿Qué más pruebas necesitan para saber cuál es la voluntad de Dios?

En esta ambulancia Matías viaja sentado entre ella y yo.

—A Getxo de la misma —le digo.

—Claro, claro… —dice sin ganas.

—Los heridos que llevamos tienen que ir a un hospital de Bilbao —dice un camillero.

Matías la mira a ella y dice:

—Ya estoy bien. Pasamos el Cinturón y nos quedamos cerca en cualquier pueblo.

Los dos van cogidos de la mano.

—Ahora vas a soltarme lo que piensas hacer —digo a Matías.

—¡Es que yo tampoco puedo alejarme del frente! —me dice.

—¡Buena ayuda: dos inválidos, uno manco y otra con el crío colgando! —dice la mujer.

—¡He perdido el Sollube! ¡Soy un cobarde huyendo del frente y escondiéndome detrás del Cinturón! —dice Matías.

—Ya no hay frente, amigo. Se han perdido también el Bizkardi y Peña Lemona. No hay más frente que el Cinturón —dice el camillero.

Ella y Matías se plantaron en Artebakarra y se negaron a retroceder un paso más. Habíamos cruzado el Cinturón sin darnos cuenta. Elegimos un caserío sin gente y entré por una ventana para abrir la puerta por dentro, pero la tendría que haber roto para abrirla, así que usamos la puerta de la cuadra. Matías y la mujer la pusieron a ella en la cama más grande después de quitarle del cuerpo los estorbos. Las ambulancias se marcharon llevándose a los cuatro heridos. Perdimos la gran ocasión de llegar a Getxo en ambulancia. ¿Encontraremos otras ruedas?

Está claro que se prepara algo gordo. Por aquí hay mucho movimiento de batallones para ir a un punto y a otro del Cinturón, o pisiones, como las llaman ahora. No hay bombardeos, no hay batallas, parece que todo el mundo está cansado y quiere irse a casa. Pero estoy seguro de que ellos no están cansados, están amontonando bombas y remirando los planos del Cinturón que les pasó Benito Muro antes que Goicoechea. No es la lluvia que cae lo que les obliga a estar parados. Por aquí andan varias cuadrillas de trincheras y como yo tengo sanos los dos brazos y no voy a parir, pues todos los días me apunto a alguna. Trabajan en un Cinturón que aún no está acabado, Franco está a un tiro de piedra y aún no está acabado. Como lo que está hecho y lo que falta por hacer sea como lo que vi hace dos meses entre el Gaztelumendi y el Urrusti…

Podemos comer porque siempre hay por aquí la cocina de algún batallón de paso. Pero no encuentro leche para ella. En la retaguardia te dan un vaso lleno enseñando dos certificados médicos, lo que demuestra que ella está donde no debe estar. Ayer pasó por aquí un batallón anarquista y Matías empezó a decir que se iba con ellos, cuando tropezó con un peldaño de la escalera, cayó sobre su hombro malo y se desmayó de dolor. Lo subimos entre la mujer y yo y lo dejamos en manos de ella. Por la noche bajó y le dije:

—Tú y ella, a cuál peor. Si te marcharas a Getxo ella te seguiría.

—¿Por qué no te marchas tú? En una guerra un viejo es más inútil que un joven con una raspadura en el hombro —dijo.

Está nervioso como una rata en una jaula.

—No me marcho porque a mí no me seguiría. Mira por dónde te ha caído encima toda la responsabilidad —dije.

—No me digas eso.

—Habrá que rezar para que alumbre antes de que Franco ataque, porque después…

—¿Después qué?

—¿Se puede atender un parto en una desbandada?

—¿Hacia dónde, hacia Bilbao o hacia Franco? —dijo Matías.

Nos miramos y al final mete la cabeza entre los brazos.

Estos días, queriendo acabar el Cinturón, he visto grandes nidos de ametralladoras, masas de hormigón con viseras. Por estar en alturas dominando el terreno quedan tan a la vista que los que mejor las verán serán los trimotores. En trozos del Cinturón hay tanto hueco entre nido y nido que mil requetés podrían pasearse sin que les vieran. En los planos que llevó Benito Muro seguro que aparecen bien marcados estos desagües. También he visto buenas trincheras con túneles de comunicación entre una y otra, aunque puestas en línea, desbordada una desbordadas todas. Ahora hay muchos ojos danzando por aquí y no puedo meter mi idea de los palangres. Veo filas de alambradas por todas partes. Los batallones que hace bien poco cubrían Vizcaya entera ahora están todos en este Cinturón a quince kilómetros de Bilbao y rodeándolo. ¿Y después?

Cuando salgo por la mañana a cavar trincheras dejo a Matías aprendiendo a disparar con la izquierda su fusil y su pistola, sin balas, sólo dándole al gatillo. Por las palabrotas que suelta no debe de ser fácil. La mujer también se prepara contra el ataque, entre ella y Matías llenan sacos con arena de playa y los ponen de parapeto en las ventanas del caserío que dan al Cinturón.

—El único de los cuatro que está en su sitio eres tú, Roque. Flora tendría que estar en su casa y Matías en un hospital y yo con los míos en el frente —dice la mujer.

—La cosa tiene que estar al caer —digo.

—¿Cuál de las dos cosas?, ¿Franco o la criatura? —dice la mujer. No queda más que esperar.

Nos despiertan los cañones. Los obuses no caen sobre nuestras cabezas, pero sí cerca. La espera ha terminado. Cuando salgo al portal también sale la mujer disfrazada de arriba abajo de miliciana.

—¿Nada todavía? —le digo.

—Nada —dice.

O se nos han olvidado o este cañoneo no es ni parecido a los anteriores. Es como el fin del mundo. Baja Matías con armas y casco.

—Viene de por ahí —dice levantando el brazo bueno.

—Demasiado cerca —digo.

—Están tirando como bestias, mala suerte para los que pillen debajo —dice.

—Cabrones —dice la mujer arreglándose el pelo bajo el casco.

Ayer llovía, hoy el cielo está limpio.

—Han esperado a que saliera un día trimotor —digo.

—¡No pasarán! —nos llega del cuarto de ella.

Y enseguida un grito, más bien un gritito. La mujer y Matías entran a escape en la casa y pienso: «A ver si ya…». Pero sale la mujer moviendo la cabeza.

—Hizo un esfuerzo con la garganta y le dolió en otro sitio —dice.

Oímos a Matías:

—¡Vamos, sigue, no te pares! ¡No pasarán, no pasarán! ¡Así, fuerte, como antes! ¡No pasarán, no pasarán!… ¿Quieres que se te pudra dentro?… ¡Vamos, toma nuevo aliento, adelante, grita con todas tus fuerzas! ¡No pasarán, no pasarán!… ¿No comprendes que no podemos esperar más?… Respira hondo. ¡Así! Y ahora, con todas tus fuerzas: ¡No pasarán, no pasarán, no pasarán!

Ni un ruidito de ella.

—Los hijos vienen cuando quiere Dios. Dile a ese bruto que pare —digo.

Entra la mujer y enseguida sale Matías como si le quemase el suelo. Sale a la calle y mira hacia donde caen los obuses. Se ha dejado dentro el fusil pero saca el pistolón de la funda y lo tira al suelo.

—¿Sabes lo que te digo, Roque? ¡Que estoy hasta los cojones! —dice.

—Aprovecha el genio para echártela al hombro y sin parar a Oiarzena —digo.

Se desinfla.

—Ya tengo bastante con un frente —dice.

Nos habían tirado carretadas de obuses pero nunca tantas a un tiempo. Antes creíamos que nos bombardeaban en serio. Ahora sí que nos arrean en serio. Nunca pensé que se pudieran juntar todos los cañones del mundo. El único consuelo es que ya nunca podrán ser más que esto. Matías se agacha a recoger su pistolón, suspira y dice:

—Algo hemos mejorado, ¿no te parece, Roque? Tenemos a ella bajo un techo y no en los montes. Es cierto que la guerra sigue a un paso, pero no está en nuestras manos acabar con ella. De modo que no lo estamos haciendo del todo mal, ¿eh, Roque? Ella dará a luz en las mejores condiciones dadas las circunstancias y nosotros podemos plantarnos de un salto en las trincheras… No, no lo estamos haciendo del todo mal, ¿no te parece, Roque?

—Lo haríamos mejor si te la llevaras al hombro —digo.

—Roque, no me ayudas nada diciéndome esas cosas. No sé si me creo del todo lo que estoy diciendo y me sales con eso… —dice.

—¿Te has parado a pensar qué harás si te ves de pronto aquí con un hijo en brazos? ¿Y si salen gemelos, o trillizos? ¿Y si con esta familia numerosa encima aparecen los moros? —digo.

—¡Maldito seas, Roque, no me digas esas cosas!

—Estamos en la tamborada final de la fiesta, nos viene encima algo muy gordo y nosotros aquí pasmados teniendo Getxo tan cerca —digo.

—Tú no eres como nosotros, Roque. Ella, esa anarquista y yo estamos dispuestos a morir por la libertad. ¿Qué defiendes tú metiéndote en Getxo? —dice Matías.

En aquel tiempo también me metí en Getxo dejándolo todo. Es que yo no quiero cambiar el mundo. La otra no quiso ir a Getxo y ésta tampoco, aquélla decía defender la libertad y ésta también. ¿Es que la libertad está fuera de Getxo? Pero son dos asuntos distintos, aquél no ha traído éste. El viejo asunto de la otra no me obliga ahora a cuidar de ésta. ¿Es que esa chica, precisamente ésa, metida en una guerra con un crío en su vientre, precisamente ese crío, no obligarían a cualquiera, y precisamente a mí, a mover más de un dedo por ella?

Termina el cañoneo y ocurre que en el silencio de ahora nuestras propias palabras suenan como cañonazos. La mujer ha bajado y miramos los dos hacia el cielo. Y no tardan en aparecer los trimotores con cazas arriba y abajo. Nunca habíamos visto tantos. Matías sale y dice:

—Ella repite como una cotorra «¡No pasarán, no pasarán!».

—No la oigo —digo.

—Más bien lo silba. Ha escarmentado. Si no fuera por el bien que le hace la callaría.

Las escuadrillas no pasan a bombardear Bilbao, como en los últimos días. Se quedan aquí. No la toman con cualquier parte del Cinturón sino con esta parte. Nos llega el temblor de la tierra. La gran nube negra de las bombas sube hasta los trimotores. Son los que mataron Gernika. ¡Dios!, ¿qué es lo que están haciendo con nosotros? Franco no sólo juega con la ventaja de tener aviones sino que también elige el sitio: aquí. La misma cantidad de bombas a todo lo largo del Cinturón no se notarían demasiado, pero todas caen sobre las mismas cabezas, las mismas trincheras y los mismos nidos de ametralladoras. Matías Urondo pierde otra vez los nervios:

—¡Debo ir con los míos, no aguanto más quieto!

Entra a por su fusil pero no sale al portal porque me he movido para taponar la puerta.

—Tranquilo, tranquilo…

—¡Cuando llega la hora de morir hay que morir! —dice.

Aparece ella en el pasillo arrastrando los pies más que andando. ¡Qué tripa!

—Si alguien va soy yo, que tengo sanos los dos brazos —dice a duras penas.

—¡Bum! ¡Bum! ¡Bum! ¡Si las guerras se hicieran en silencio…! ¡La hostia! ¡Compañeros destrozados en cada bum! —dice Matías pegando la cara a la pared.

—¿Cuándo me libraré de mi hijo? —dice ella.

—¿Librarte de tu hijo? Sólo pasará de un sitio a otro de tu cuerpo, de tu vientre a tus brazos y pechos —dice la mujer.

—¡La moral burguesa me ha tendido una trampa! —dice ella.

Hago una seña a la mujer para que devuelva a los dos a su cuarto. Vuelve sola y me dice:

—¿Te has fijado en su tripa?

—Como para no fijarse —digo.

—Otras paren con sustos, pero ésta ni con bombas —dice.

Ha llegado la noche y no tenemos que levantar el campo porque el Cinturón ha resistido. Cuando callaban los obuses y las bombas sabíamos que atacaban los requetés y los moros, lo sabíamos aunque no oyéramos los disparos lejanos de ametralladoras y fusiles. Los gudaris lo han aguantado todo. Antes, la única palabra que se oía era contraatacar, contraatacar, ahora resistir, resistir, ¿cuál será la siguiente? Me parece que todos saben cuál será si no mandan aviones.

No hay mucho que comer, tampoco ganas. Sólo una persona de las cuatro tiene obligación de comer. Tampoco hay leche. Busco por un lado y por otro y lo mejor que encuentro es alguna ración de rancho y agua. He arrancado varias plantas de patatas de la huerta que dejó la gente de este caserío. Las justas para hoy. Están a medias, es un crimen sacarlas tan chicas. Matías me dice si quiero más a esas patatas que a nosotros. Pienso en las de Basaon, que estarán parecidas. La mujer hace un cocimiento con un cacho de tocino que me han dado los cocineros.

—Me voy a dar una vuelta por las trincheras a echar una mano —digo a la mujer.

—Me gustaría ir. Tráenos noticias —dice.

—Ya tienes bastante con este hospital.

Matías también quiere acompañarme.

—Eres un herido y te tendría que llevar y traer a cuestas —digo.

Se olvida de su hombro abierto y de su brazo roto, a pesar de que el dolor le suele tirar redondo al suelo. La mujer ha rasgado dos sábanas para la cura que le hace por las mañanas.

Hay más de una hora de camino para llegar al Cinturón. La noche ha puesto en las carreteras personas y ruedas, hay que parchear los destrozos en gudaris y en material que ha dejado el día. Este sector de Fica elegido por Franco para atacar ha quedado como una tierra labrada con layas gigantes. Apenas queda rastro del Cinturón. Nubes de trabajadores abren como locos nuevas trincheras y montan alambradas. Ayudo a retirar muertos enteros y a cachos y a llevar heridos a las ambulancias. A medida que se terminan las trincheras y los parapetos van siendo ocupados por gudaris de reserva. Con las primeras luces me doy la vuelta.

A pesar de que en este caserío hemos encontrado colchones de borona como los de Basaon, no puedo pegar ojo. Oigo pisadas fuera, golpes fuertes en la puerta. La abro y digo:

—La gente duerme, ya tenemos bastantes ataques.

—¿No os dije que había aquí emboscados? —dice un miliciano gordo.

Es un grupo de cinco y llevan insignias comunistas. El gordo va a entrar pero tapono la puerta con mi cuerpo. «¡Paso, soy comisario político!», dice. Salen al pasillo Matías y la mujer.

—¿Qué cojones pasa? —dice Matías.

—¿Qué hacéis aquí?, ¿esperar a que os libere Franco? —dice el gordo.

—Tú parece que ya sabes que va a entrar Franco —digo.

—Nadie dice eso, pero vosotros le estáis esperando —dice.

Matías me aparta de un empujón y agarra las ropas del gordo con su mano sana.

—¡Te voy a romper la cara! —dice.

Lo separan entre los cuatro milicianos. A Matías le viene bien la trifulca porque necesitaba moverse contra alguien.

—¿A ver si los fachas sois vosotros? ¿No encontráis las trincheras? —dice.

—Estamos peinando la retaguardia para cazar emboscados. ¡Que salga todo el mundo! —dice el gordo.

—Hay una mujer a punto de dar a luz —dice la mujer.

Ahora es Matías quien le cierra el paso al gordo. Los cuatro milicianos le apuntan con sus fusiles. Matías se lleva la mano a la cintura pero ha salido sin su pistolón. Me mira y le hago un gesto para que se aparte.

—Aquí me huelo algo raro. ¡Registrad hasta el último agujero! —dice el gordo.

Va derecho por el pasillo hasta el cuarto de ella y Matías detrás diciendo:

—¡A esa mujer ni tocarla!

Hemos entrado los cuatro. Ella está acostada y el gordo se para a la cabecera de su cama.

—¿Ésta es la parturienta? —dice.

—Sí —dice la mujer.

—No la veo entera. ¿Cómo sé que no se me miente? —dice el gordo.

—¿Por qué no te sientas a esperar, como hacemos todos? —dice la mujer.

—¡Lo que me faltaba, un comisario comunista dando fe de mi parto! —dice ella.

El gordo agarra el borde de la manta para levantarla y yo le agarro la mano y Matías se le pone al otro lado. Está solo en el cuarto, sus cuatro hombres registran el caserío.

—No me dejas soltar este trapo —me dice.

Le suelto la mano y él se la frota porque se la he apretado fuerte. Ahora mira a Matías y le dice tocándole los vendajes:

—¿Y cuál es tu embarazo? Los hay que se pegan un tiro para no ir al frente.

—¡No me jodas! —dice Matías.

—Vosotros los anarquistas nunca nos habéis tragado a los comunistas. ¿Dónde está vuestro batallón? —dice el gordo.

—Somos de los pocos vivos que quedaron… ¡todos murieron en el Sollube y yo estaba allí! ¿Dónde estabas tú? —dice Matías.

—¿Qué importa dónde? Monte Jata, Peña Lemona… ¡han pasado siglos!… ¿Qué hay bajo estas vendas? —dice el gordo palpándolas de nuevo.

—¡No deshagas mi mejor trabajo de todos los días! —dice la mujer.

—¿Qué pasa aquí? Cuatro tipos en una casa a un paso del frente… Si la embarazada fuera auténtica la habríais llevado a retaguardia. Si el herido estuviera herido, al hospital. Luego, este viejo. Y esta anarquista, que ni va a parir ni está herida… ¡El pueblo os acusa de desertores y espías! —dice el gordo.

—¡Una purga! —dice la mujer riendo.

Ya están de vuelta los cuatro comunistas.

—¡Acabad con ellos! —dice el gordo.

—No hay nadie más —dice un miliciano con gorro de lana en vez de casco.

—¡Estáis locos, todos nosotros somos de un batallón anarquista! —dice la mujer.

Los comunistas ya han amartillado sus fusiles y nos apuntan.

—¡No tenéis cojones! —dice Matías sacando el pecho.

—¿Esta es vuestra revolución? —dice la mujer.

—¡Guerra, nada de revolución, malditos anarquistas! ¡Guerra! Todo lo hacéis al revés —dice el gordo.

—¿Los tumbamos? —dice el del gorro de lana.

—Los comisarios políticos no sois tan espabilados como dicen… ¿Tengo yo cara de pasarme a Franco? —digo.

—¡Habló el viejo! —dice el gordo.

Ella echa las mantas a un lado y se la ve entera y dice:

—Si es chica le llamaremos Espuma y si es chico Océano.

Está anocheciendo y pasa una marea de gudaris en retirada. El día ha sido mucho más que un día trimotor, como si cañones y trimotores hubieran tenido crías. Esto no es luchar. Las eskarras también son duras hasta que se les mete en una olla hirviendo. Al Cinturón de Hierro le han abierto un agujero y ella acaba de tener un hijo. Hace un par de horas la mujer salió del cuarto y dijo:

—Le han empezado los dolores cada cinco minutos, es imposible movernos ahora.

Frente al caserío había una camioneta parada con el motor en marcha. El gudari de Intendencia al volante decía:

—¡No puedo esperar ni un minuto más! ¡Cargadla como esté y arreando!

Yo y Matías nos mirábamos, la mujer nos había soltado lo de los dolores cuando estábamos a punto de cogerla, y al de la camioneta le quemaba el asiento y no podíamos perder aquella ocasión de viajar sobre ruedas con todo lo que me había costado desviar la camioneta de la riada de la carretera.

—Casualidad… ¡el Cinturón se va a la mierda y ella pare! —dijo Matías.

—¿Venís o no venís? —dijo el gudari de Intendencia.

La camioneta arrancó y Matías echó una carrera tras ella.

—¡Vuelve, cabrón de los cojones! —decía.

Luego se sentó a mi lado en el banco del portal agarrándose el hombre con cara rota.

—¿Y cómo nos arreglamos ahora? ¡Ese lerdo de la hostia!… Pero el miedo es libre. Habrá que llegar como sea hasta donde se forme el nuevo frente —dijo.

—Eso ya se acabó —dije.

—¿Que se acabó? —dijo él.

—Se acabaron los frentes, se acabó la guerra en Euskadi —dije.

—¿Pero… qué… qué… qué… qué dices? ¡La guerra está ahí!, ¿no la oyes? ¡Y nosotros seguimos dentro! ¿A quién se le acabó la guerra? —dijo.

—A los que no estáis enteros, a ti y a ella. Se acabó para los muertos y para los medio muertos —dije.

Lo tenía al lado pero yo hablaba sin mirarle. De la puerta nos llegaban suspiros de dolor de ella.

—Si te has cansado de nosotros, lárgate. ¿Crees que no nos arreglaremos solos? ¡No eres el Papa! ¿Por qué no haces algo para que no sufra o al menos no la oigamos? ¡Mis cojones han aguantado la guerra, las bombas, los muertos, la han aguantado a ella, sus cabezonadas, su embarazo, a su crío, la revolución y te han aguantado a ti y no pueden más, mis cojones no pueden más! ¿Dónde está tu mano de santo para que se calle de una puta vez? —dijo.

Se había levantado y bufaba yendo de un lado a otro del portal sin dejar de decir barbaridades. Seguían llegándonos grititos de ella.

—¡Aquí llega, aquí llega! ¡Que alguien me traiga el agua que hierve en la cocina! ¡Y más luz! —dijo la mujer.

Yo dije entonces una tontería, dije a Matías que se encargara de la olla hirviendo que yo buscaría velas por toda la casa y en un armario encontré cuatro de ésas para los altares de más de medio metro y de vuelta vi a Matías en la cocina plantado ante la olla humeante y gimoteando: «Soy un inválido, soy un inválido…». La olla era grande, estaba llena de agua y pesaba y él sólo tenía una mano. Pasé las velas a esa mano diciéndole que las encendiera en el cuarto y mirara si ella tenía los ojos abiertos o cerrados.

—Yo no entro ahí —dijo.

—Ibas a entrar con la olla —dije.

—¡Yo qué sé si iba a entrar o no con la olla! ¡Ya sabes que estoy de todo hasta los cojones! —dijo.

Le quité las velas de la mano pero no pude dar ni un paso porque me las arrancó.

—¡Trae acá! ¿Te crees el único que sabe hacer las cosas? —dijo.

Salió al pasillo y luego oí sus pasos en el cuarto.

—Algunos hombres le dicen a la mujer que les pase sus dolores ya que no podéis hacer otra cosa… ¿Por qué no se lo dices? ¿No? ¿Ni eso? ¿Ni un besito en la frente ardiendo? —oí a la mujer.

Matías volvió a la cocina, se sentó y en un rato no pudo hablar. Ella le llamaba con una voz de cristal rompiéndose: «Matías, Matías…».

—No lo resistí, me asusté, fue como si yo mismo estuviera naciendo —dijo el pobre Matías Urondo.

Agarré la olla y desde el pasillo oí a Matías Urondo:

—¡Sal enseguida, por tu bien!

Los cuatro velones estaban tiesos y encendidos en el suelo alrededor de la cama, daban mucha luz y parecía un velatorio. La mujer había quitado trastos de la mesilla y allí dejé la olla. Me miró y en sus ojos había algo así como que me quedara. ¿Por qué se metía en mis asuntos? Su mirada no habría pedido eso a otro hombre que no fuera su marido y yo no podía creer que me lo estuviera pidiendo a mí. Mis ocho hijos nacieron conmigo en el dormitorio, no por curiosidad sino por Madia. Cuando la otra parió yo estaba a su lado en la manifestación minera. Si la mujer me seguía mirando es porque yo no acababa de salir del cuarto. Y la miraba porque no quería mirar a otra parte. Ella se quejaba de dolores y no supe en qué postura estaba ni qué momento se vivía sobre aquella cama. La oía: «Matías, Matías…» y pensé que era él quien tenía que estar allí. Pero la mujer me miraba a mí.

—Llevo viendo tanto gesto tuyo hacia ella que me has acostumbrado —dijo.

¿Por qué no se metía en sus cosas?

—¿Necesitas algo más? —dije.

—Sí, un ayudante —dijo.

Fui a por Matías. Seguía sentado en la banqueta de la cocina con la cabeza entre los brazos.

—Ahí dentro hay trabajo —dije.

—¿Ya estás mandando? ¡Déjame tranquilo! Me levantaré, sí, pero para meter la cabeza en un saco y olvidarme de todo. ¡Ni guerra, ni parto, ni hostias! —dijo levantándose de golpe.

—Por aquí, ven por aquí —dije empujándole hacia el cuarto.

—¡Que nadie me toque, que nadie me diga lo que he de hacer! ¡Aunque me ves, no estoy aquí, estoy lejos! ¿No dijiste que la guerra había acabado para mí? ¡La guerra y todo ha acabado! ¡Cierro los ojos dentro del saco y que se vaya a la mierda este jodido mundo! —dijo.

Hablaba como una cotorra y no se dio cuenta de que ya estaba dentro del cuarto. Cerré la puerta y agarré el picaporte para aguantar sus estirones desde dentro hasta que se cansó y lo dejó. Estaba donde tenía que estar. Más ayudaba una mano que ninguna. A ver si ayudaba bien y salíamos pronto al desfile de la carretera.

Es chico y oigo que ella dice que se llama Océano. Bueno, se llamará Océano cuando lo bauticen, pero con estos anarquistas cualquiera sabe. Matías no lo suelta de su brazo izquierdo con un poco de ayuda del derecho. Aún no amanece. Se ve ya poca gente en la carretera, los que huían ya pasaron. Si Franco atrapa a alguien será a nosotros. Desde la llegada a este caserío tengo echado el ojo a una carretilla de mano que hay en la cuadra. Ahora está en la carretera, esperando.

—Espabilad todos —digo.

Matías sólo hace meter su cara en la cara de su hijo para verlo y olerlo mejor.

—¡Qué feo es el maricón! —dice.

Salen las dos mujeres, ella se acerca a Matías por su propio pie y la mujer se asoma a la carretera y mira arriba y abajo.

—Estamos en tierra de nadie —dice.

—Esta tierra todavía es de alguien —digo.

—Es buena idea la carretilla, ya que no puede seguir en la cama. Míralos cómo se comen a su hijo —dice.

—Que se lo coman bien ahora porque enseguida tendrán que decirle adiós —digo.

—¿Permitirás que regresen a la guerra? ¡Tú mismo dijiste que eran dos inválidos! —dice.

—Donde tienen que ir está más lejos —digo.

Matías la está ayudando a ella a sentarse en la carretilla.

—Aquí irás tan bien como en una carroza —le dice.

—Con mi hijo —dice ella.

—Con tu hijo —dice él pasándole a mi nieto.

La carretera está vacía y avanzamos sin estorbos. Yo llevo la carretilla, Matías va a un lado y la mujer a otro. Pasamos por delante de casas con ventanas apagadas, supongo que unas vacías y otras con inquilinos que recibirán a Franco con flores o aún andan entre quedarse o huir. Sí, creo que pisamos una tierra de nadie que no será de nadie por mucho tiempo. Los requetés, los moros y los italianos no llegarán antes de las siete, hora en que les tocan el cuerno de entrada al trabajo, y para entonces nosotros ya habremos llegado a la playa. Luego seguro que gastaré mucho tiempo para meterlos en el bote. Matías y ella no ven otra cosa que su juguete y se han olvidado de la guerra. Cuando le digo a Matías que en Lujua torceremos para coger la carretera general que nos llevará a Algorta, me dice: «Tú mandas, Roque, lo que tú hagas está bien». Ahora nos cruzamos con tropas y cañones que van a defender Bilbao.

—Es el final —dice la mujer.

Poco después pasa un batallón anarquista y dice:

—Me voy con ellos.

Besa al crío, la besa a ella, abraza a Matías y a mí me da un beso en cada mejilla.

—Algún día me contarás tu secreto —dice y se va con sus anarquistas. Lo hiciste todo muy bien, mujer.

Matías mira su espalda alejándose, me mira a mí y dice:

—No está bien que ella se vaya al frente y yo me quede, no está nada bien. ¡Y no me digas que sería un estorbo!

—Serías un estorbo y grande —le digo.

Me lo llevo aparte.

—¿No tienes seso? Sólo falta que ella te oiga. ¿Quieres ponerla otra vez en canción? —digo.

—Ahora es diferente, tiene un hijo, no está tan loca como para llevarlo a las trincheras con ella —dice.

—No sería la primera vez que se lo lleva —digo.

—No es lo mismo… Bueno, creo que no es lo mismo. ¿De verdad la crees capaz de…? ¡Tendría cojones!… Tengo ganas de llegar a Oiarzena —dice.

—Vamos a la playa. Tenemos que hablar allí —digo.

—¿A la playa? Está bien, como quieras… ¿Hablar en la playa? ¿Nos dará tiempo? En la playa haríamos un buen blanco para los que vienen. ¿No sería mejor escondernos en Oiarzena? —dice.

Me mira, le miro, se encoge de hombros y dice:

—Tú mandas, Roque. A la playa.

Más tarde ella se da cuenta de que no estamos en el camino a Oiarzena y dice:

—¿Qué pasa?

—Vamos a la playa a hablar de cosas importantes. ¿No ves lo tranquilo que está todo? Nos sobra tiempo para ir luego a casa. ¡La abuela se caerá de culo! —dice Matías.

Ella está tan metida en su hijo que pasa todo por alto. En Algorta empezamos a ver gente fuera de sus casas, más que nada para saber qué va a ocurrir. Hay un hombre despidiéndose de su familia en el portal y luego marchando con un paquete bajo el brazo. Vemos más adioses parecidos. Por las voces que nos llegan sabemos que todos huyen hacia la provincia de Santander. Algunas familias se van enteras con sus hombres.

—¿Vosotros también os vais? En ese vagón no llegaréis muy lejos. ¿Es verdad que los moros vienen ya por Plencia? —nos dice una mujer recién salida de la cama, en bata y despeinada.

—Tú, por si acaso, métete en casa, atranca la puerta y ponte más fea —le dice Matías.

Matías cree que acabó lo malo y empieza lo bueno, su hijo le ha atontado la cabeza. Lo que tengo que decirle me gustaría decírselo a ella, o al menos a los dos juntos.

—¿A qué venimos a la playa? —dice ella por fin.

Ahora resulta que es la única de los dos que tiene algo de seso. Miro hacia abajo y la veo bajo mi nariz en la carretilla abrazando a mi nieto como si se lo quisieran quitar. Tiene tanto seso que parece apinar lo que vamos a hacer. Al llegar a Cuatro Caminos y ver la mar dice que se quiere bajar. Paro y Matías la ayuda. Le pide el crío pero ella no se lo da. Dejo la carretilla frente a la cerrada tienda de ultramarinos y echamos carretera abajo hacia la playa, ellos delante. Ella camina más tiesa y fuerte de lo que yo esperaba, como si después de haber tenido sus piernas plegadas durante el viaje ahora quisiera estirarlas.

—¿Puedo saber a qué venimos a la playa? —dice otra vez.

Creo que ya lo sabe porque desde hace un rato aprieta más al crío contra su pecho. Matías se vuelve para mirarme por si tengo algo que decir. Está amaneciendo un buen día y si ella no protesta me gusta pensar que es porque se quiere engañar pensando que somos una familia que baja a la playa a bañarse y tomar el sol. Para los de Oiarzena la playa siempre fue como su segunda casa. Espero que a ella no se le ocurra desnudarse y dar un escándalo. Corre una brisa fresca. Ya empezó la temporada de verano, pero el puesto de bebidas está cerrado. Por este lado la playa parece desierta. Pisamos la arena y me voy derecho a la caseta de Higinio Sanjuanena y al bote que está cerca boca abajo. Ella va hacia la orilla del agua. Es pleamar y sólo hay arena dura, húmeda y negra donde rompen las pequeñas olas. Es una mar en calma.

—Ayúdame —digo a Matías.

Entre los dos ponemos el bote boca arriba. Siempre fue un buen bote, pero ahora recién pintado parece mejor.

—¿Sales de pesca… hoy? —dice Matías.

—¿Todavía no sabes para qué estamos aquí? Ella ya lo sabe —digo.

—¿Qué es lo que sabe? —dice.

Ella se ha sentado al borde de la arena mojada y se ha quitado las botazas de gudari con una sola mano, para no soltar al crío. La caseta de Higinio está cerrada con el candado y es en lo que yo no había caído, pues el mástil, la vela, el timón y los alimentos están dentro. Habría que subir a pedirle la llave, pero no hay tiempo. De una patada hago saltar la escarpia del marco. Higinio lo comprenderá, hoy mismo le compondré el destrozo. Últimamente he abierto de mala manera demasiadas puertas. Esta es la última.

—¿Se puede saber para qué estamos aquí? —dice Matías.

Salgo de la caseta primero con el mástil y luego con la vela y el timón, pero hasta que no ve las mantas y el saquete de lona con los chorizos, la mermelada y las castañas no se le abre una boca de buzón.

—No me digas que… ¡La hostia! —dice.

Ella se ha remangado los pantalones hasta la rodilla, se levanta con el crío y baja hasta donde las olas le montan los pies. Baja un poco más y se agacha para llevar en el cuenco de la mano agua a la cabeza del crío, que llora.

—No te quejarás, lo está bautizando —me dice Matías.

Cuando me ve meter una punta del mástil por el agujero del banco, me dice:

—Ahora yo también sé para qué estamos aquí… y mejor sería no saberlo.

—Escucha: tenemos a Franco encima y matará a todos los que no piensan como él. Creí que también sabías esto —digo.

—Enterramos nuestras armas, quemamos nuestra ropa y nos metemos en Oiarzena. No sabrá que le hemos combatido.

—Lo sabe todo Getxo y en Getxo hay chivatos que os denunciarán —digo.

Empotro el mástil en el agujero del refuerzo del fondo y lo fijo con una cuña. Pensé que a Matías no le harían falta explicaciones. Supo que iba a zarpar al verme aparejar el bote y calló y me ahorró más palabras. Ella no necesitó ni el bote y espero que tampoco necesite que alguien la convenza de que el viaje es a vida o muerte. Ahora me meto con la vela.

—Se trata de pasar a Francia, ¿no? Te recuerdo que nos bloquean buques de guerra fascistas, que no entra ni sale una mosca —dice Matías.

—Os arrimáis a la costa. El bote es negro y lleváis vela negra. Sólo un par de días en la mar —digo.

—Es una deserción frente al enemigo y nos fusilarán —dice.

—El único que os fusilará es Franco si no desertáis —digo.

—Mejor que me fusilen antes que vivir con esta vergüenza.

—Tú no puedes hacer más, nadie puede hacer más.

—Siempre se puede hacer más. Morir —dice Matías Urondo.

—¿Morir? Pues ahí tienes el agua, échate de cabeza.

Se queda mirando la orilla donde sigue ella.

—¡Qué mala suerte ha tenido mi pobre hijo! —dice.

Mientras monto la vela ella viene playa arriba con el crío en un brazo y en el otro las botas y los gruesos calcetines. Llega al bote y lo mira de arriba abajo como si entendiera de botes. Contengo el aliento.

—Los humillados y ofendidos llevamos milenios luchando por la libertad y nosotros pretendimos traerla de un soplo. Regresaremos a completar la empresa. Debemos demasiado a tanto muerto. Regresaremos —dice.

Tiene cabeza como hace falta. Aunque todavía le queda por saber lo peor. No sólo está el bote entre ellos y yo sino principalmente la vela a parches que estoy sujetando al mástil.

—Es una locura —dice Matías.

—Echa un vistazo ahí —digo.

La cara de Matías asoma por el borde de la vela. Con el brazo señalo la mar. Por detrás de la peña de Abasota navegan dos lanchas a motor que acaban de salir de Las Arenas.

—Ésos no van a por bonitos —digo.

Matías los mira largo rato y dice:

—Sí, pero a motor.

—Mucho escándalo para pasar el bloqueo —digo.

—También es verdad —dice.

En la otra punta de la playa, en Kobo, al extenderse una vela vemos que cinco o seis personas se acaban de hacer a la mar en un bote.

—Ahí tienes a otros sin gasolina —digo.

—Navegaremos uno detrás de otro. Getxo se está vaciando —dice Matías.

—No es un bote de esta playa —digo.

En la parte alta de Kobo, entre tamarises, está el carro de bueyes que ha traído al bote. Y desde Kobo se acerca por la orilla un hombre pequeño.

—¿Qué hace ése en la playa sin bote? —dice Matías.

—A lo nuestro. Lo bajamos hasta la orilla antes de cargar las cosas. Enseguida acabo con esto —digo.

Estoy dando los últimos toques a la vela, repasando los lazos que la fijan al mástil y el cabo al estrobo de popa. El hombre pequeño está más cerca y ya sé quién es.

—Etxe. No podía ser otro —digo.

Etxe es el primero en pisar la playa cada día del año, buscando lo que ha traído la mar por la noche, y si hay suerte levanta un reloj, una cartera, velas, ropa, alguna botella bien cerrada de vino o champán, o maderas para calentarse en invierno. Nos llegan los gritos de tres hombres que corren por el borde alto de La Galea encima del bote que sale con la vela a medio hinchar. «¡Esperadnos, no os marchéis sin nosotros, no nos condenéis a muerte!», les oímos. El bote no se para. Ella se ha sentado en la arena y sólo mira al hijo que tiene en brazos.

—¿Qué andan haciendo ésos? Llegaron tarde y se les marchó el tren —dice Matías.

—Hay sitio, pero los del bote tienen prisa —digo.

Etxe me ha reconocido y se desvía de la orilla. Entre Matías y yo sí podríamos arrastrar el bote hasta el agua, pero mejor con Etxe. Ella y el crío están del lado de donde viene Etxe. Es un hombre canijo que vive solo. Los Etxe tienen la mala suerte de que siempre se les muere pronto la mujer de casa.

—¿Qué hay? Allí han dejado ésos los bueyes y el carro —dice antes de llegar.

—¿Quiénes son? —dice Matías.

—Los Sangroniz y su cuadrilla. Los bueyes y el carro también son suyos y allí los han dejado —dice Etxe.

—A que no te han invitado a ir… —dice Matías.

—Ni quiero. Yo no he hecho daño a nadie, no he cogido un arma, no entiendo de política, cada hombre debe vivir para sí y para…

Etxe calla de pronto.

—Pero al menos nos ayudarás a mover nuestro bote —digo.

—¿Oyes lo que te pide Roque? —dice Matías.

Etxe se ha parado y sólo la mira a ella con su hijo.

—¿Te han dado un susto? —dice Matías.

Se pone a un costado del bote y yo al otro. Agarramos con una mano un mismo banco.

—¡Eh, despierta! —dice Matías.

Etxe nos vuelve a ver y se pone a popa, los tres empujamos a una y el bote resbala sobre la arena dejando el arado de su quilla un surco recto. Etxe empuja con la cara vuelta hacia atrás para no dejar de mirarla a ella.

—Vosotros también os vais —dice.

—Se te va a romper el pescuezo —dice Matías.

—¿Hay sitio en vuestro bote? —dice Etxe.

—¿Para esos tres del monte? —dice Matías.

—No, para mí —dice Etxe.

Matías suelta el bote, se pone tieso y dice:

—¿Para ti? ¿Qué andas? ¿No acabas de decirnos que…?

—¡Vamos! —digo.

Volvemos a empujar los tres y bajamos el bote hasta donde rompen las olitas. Etxe no deja de mirar hacia arriba de la playa.

—¿Qué hacemos con éste, que decía que se quedaba y ahora pide billete? —dice Matías.

Tengo algo más importante.

—Escucha: tu hijo se queda. De la misma me lo llevo a Oiarzena con su abuela —digo.

Matías se queda como un poste. Etxe se da un golpe en la frente con la mano abierta.

—¡Claro, es Flora!… No se debe separar a una madre de su hijo —dice.

—Cuando pase todo esto podréis volver —digo.

—¿Marcharnos sin nuestro hijo? —dice Matías.

—Es lo mejor para él, piénsalo un segundo —digo.

—¿A quién se le ocurre separar a una madre de su hijo? —dice Etxe.

—¡Sinsorgo de los cojones!, ¿quién te ha dado vela en este entierro? —dice Matías.

—Es pecado arrancar a una criaturita de brazos de su madre. ¿Dónde está vuestro corazón? ¿Es que no habéis visto el cuadro que tenéis delante?, ¿no visteis con qué amor lo abrazaba contra sus pechos para darle calor y protección? Cuando se ve una cosa así… —dice Etxe.

Matías le corta:

—¿Quién eres tú para llevarle la contraria a Roque? ¿Crees que Roque propondría algo contra su…? ¡Cállate, cállate si no quieres que te de una hostia!

—Cuando veo una cosa así se me pone algo en el ombligo —dice Etxe.

—¡Un cojón te voy a poner yo en el ombligo! —dice Matías.

—Sube y díselo a ella —le digo.

—Sí, claro, hay que decírselo a ella —dice Matías cambiando de color.

Y va. Yo le sigo a varios pasos y Etxe me sigue a mí. Según subo me voy desviando hacia la izquierda de modo que cuando rebaso a Matías y a ella no oigo lo que hablan. Ahora estoy a la puerta de la caseta de Higinio con Etxe detrás. Le tengo que decir que no mire tanto a la pareja.

—Estoy seguro de que Flora dirá que no —dice.

Cojo de encima de un cajón cuatro botellas vacías de anís de las de litro y las pongo en brazos de Etxe y yo cojo otras cuatro y vamos hacia el manantial de la playa, varios chorritos que caen del techo del mordisco en el monte bajo las ruinas del Castillo. Se pueden llenar varias botellas a la vez, aunque muy despacio. Yo sostengo dos y Etxe otras dos.

—Flora dirá que no, es una madre —dice.

—Te equivocas, ella tiene seso —digo.

—Flora tiene que saber que lo peor que hay en este mundo es separar a un hijo de su madre y yo también lo sé. Cristo en la cruz sufrió menos por los clavos y la corona de espinas que por no poder estar en brazos de su Madre y es de lo que los curas no hablan en sus sermones. Yo sí hablaría si fuese cura —dice.

Desde el manantial se ve a ella, a Matías y al crío y Etxe no les quita ojo mientras llena las botellas y dice:

—¿Por qué siento esto en el ombligo?

Volvemos con las ocho botellas llenas de agua para el viaje y vamos derechos al bote. Ahora yo también les miro. ¿Qué hará ella? Les veo echar a andar hacia el bote.

—Flora va llorando y no deja de dar besos a su hijo. ¡Maldito Matías! —dice Etxe.

Ahora ya he metido en el bote todo lo que van a llevar. Lo volvemos a empujar y la proa corta las olitas abriéndose paso. Si quiere, que vaya Etxe, casi mejor que vaya, hay sitio de sobra y algo ya ayudará. Ella pasa el crío a Matías después de mojarle la carita con sus últimas lágrimas. Yo sabía que tiene seso, confiaba más en su seso que en las palabras de Matías para convencerla.

—¡Maldito Matías! —dice Etxe.

Matías la ayuda a subir al bote, luego deja al crío lejos de la orilla en la arena seca bien envuelto en la manta. Etxe dice otra vez «¡Maldito Matías!» y nos vuelve la espalda y marcha playa arriba.

—¿No vienes? —dice Matías.

—Has roto lo más bonito que hay en el mundo, ¡maldito seas! —dice Etxe sin pararse.

—¿Ni siquiera vas a empujar? —dice Matías.

La verdad es que poco nos cuesta ya poner el bote a flote. Matías salta dentro. Saco mi pañuelo, lo abro. Hay veinte duros de plata. Los cojo y se los doy.

—Monta enseguida el timón. Siempre rumbo a la derecha y bordeando la costa —le digo.

Se guarda los ogerlekos.

—Te los devolveré —dice.

Por detrás de la peña de Abasota salen un yate a vela y dos motoras. El crío se pone a berrear. Ella se mueve dentro del bote, pasa por encima de los tres bancos y viene a popa. ¿Qué va a hacer? Está a medio metro de mí. Avanza la cara y me besa en la mejilla sucia.

—¡No, por Dios! —dice Matías Urondo.

—Eskerrik asko —me dice ella.