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Son las siete de la mañana, el cielo está azul y sin nubes, acaba de empezar el baile. Los zapadores y los viejos estamos en un valle a espaldas del Memaya tumbados en un gran encinar. Tendríamos que dormir para recuperar fuerzas para la noche, pero quién duerme con este cañoneo que hunde el mundo.

—Dicen que hoy veremos aviones nuestros, rusos o… —dice Pedro Urondo.

—Aunque sean de la China —digo.

Ahora se oyen cañones nuestros y las caras que me rodean se levantan un poco. Pienso en los anarquistas metidos en las trincheras que acabamos de abrir. Cuando los fascistas ajustaban sus tiros cayeron tres obuses en el encinar, donde no había nadie. A lo lejos en la carretera vemos que montan una cocina de campaña y pronto dos cocineros nos acercan una perola con café caliente. Ahora nos llega de la carretera ruido de motor y vemos dos coches con jefes y escolta motorizada. Se corre la voz de que es el presidente Aguirre. Bajan de los coches, echan un vistazo por aquí y por allá, hablan con otros jefes y beben del mismo café que nos han dado a nosotros. Luego se van, cruzándose con varias ambulancias que llegan y se quedan a la sombra de un bosque. Con el café caliente en la tripa parece que la gente empieza a tumbarse para dormir. Digo a Lander Bukua:

—No hacen otra cosa los gudaris allá arriba que aguantar los obuses. Ni defienden ni contraatacan, sólo se tapan la cabeza. De modo que si dejaran solas las trincheras dejarían también solos a los obuses. Con la calma volverían a las trincheras.

—Si fuera tan fácil ya se le habría ocurrido a alguien. La infantería de la hostia de ellos ataca con la última bomba, a nuestros chicos no les daría tiempo de volver —dice Lander Bukua.

—Los fascistas son más puntuales que el sol, bombardean a la misma hora y durante el mismo tiempo. ¿Qué hora es? —digo.

Lander Bukua saca su reloj de cadena de un bolsillo interior y dice:

—Van a dar las ocho y media.

—Quedan tres obuses —digo.

Bueno, no son tres sino más de veinte.

—Antes de diez minutos, los aviones —digo.

En esto sí acierto y empiezan. Además de proteger los cazas a los bombarderos…, ¿protegerlos de quién?…, parecen gavilanes volando bajo, ametrallando y echando bombas incendiarias. En la primera pasada dejan ardiendo una de las ambulancias y partes de nuestro encinar. ¿Cómo saben que estamos aquí metidos? Debe de ser que el miedo suelta algún olor hacia arriba. Primero me digo que el Memaya se tambalea bajo las bombas, pero después me agarro bien a la tierra y no respiro y meto el cuello entre los hombros para sujetar la cabeza y que no se mueva, y miro. Sí, se mueve, el monte se mueve. El humo cambia el color del paisaje de verde a negro. Quisiera mirar olvidándome del trueno de las bombas y así saber si el Memaya tiembla realmente, pero el gran trueno está en todo, ataca también mi vista y mis ojos ven el trueno y ven temblar el Memaya.

—¡Dios, Dios, Dios! —oigo a Pedro Urondo.

Mueve la cabeza como un buey. Dice:

—Quisiera estar arriba, con mi hijo. Desde que era niño yo no había vuelto a sentir que me necesita.

Pienso en Felipe, Poncio y Pelayo en los Intxorta.

—Si Aguire ha venido por aquí es que no tardarán nuestros aviones —dice Lander Bukua.

—¿De qué color serán? —dice Pedro Urondo.

Los bombarderos sueltan como en un paseo todas sus bombas y más que tuvieran y van a por más y vuelven para echarlas en los mismos agujeros pues hay más bombas que palmos de suelo.

Ahora digo:

—Llevan casi dos horas, lo dejarán de un momento a otro. Si los gudaris se hubieran marchado de sus trincheras sería la hora de volver para esperar a la infantería.

—¿Esperar, dónde? ¿Qué queda de las trincheras que hicimos anoche? Tú sabes lo que queda —dice Lander Bukua.

—Pero estarían todos vivos —digo.

—Eso es importante —dice Pedro Urondo sin dejar de mover la cabeza.

—¡La hostia! Lo importante son los aviones que ellos tienen y nosotros no —dice Lander Bukua.

Silencio, por fin. Sabemos qué viene ahora.

—Es mejor que rompan unas trincheras vacías, un padre estará seguro de que su hijo sigue con vida. Prefiero imaginarme a mi Matías regresando a las trincheras y diciendo: «¡Hostias!, ¿dónde están?», que imaginarme que a lo mejor está debajo de un montón de tierra —dice Pedro Urondo.

Quedan gudaris vivos, acaban de empezar las ametralladoras, los fusiles y las bombas de mano.

—¿Qué os parece? —dice Pedro Urondo riendo.

También los camilleros empiezan a bajar del monte los primeros heridos. Pedro Urondo, Lander Bukua y yo y algunos más nos acercamos a las ambulancias de la carretera. Hay cuerpos tan destrozados que me pregunto si los médicos de Bilbao tendrán suficiente hilo para coserlos. Pedro Urondo pasa con cara de miedo de una cara a otra y de vez en cuando nos mira a Lander Bukua y a mí para ver si hemos visto a su hijo. Sólo los primeros cuerpos viajan en ambulancia, los siguientes en camionetas y camiones. El chorro de carne rota que baja del Memaya es del bombardeo, la batalla de ahora tendrá sus propios heridos y muertos. Más de una hora tardan en regresar vacías las primeras ambulancias y los camiones y camionetas. Nos dicen que las carreteras se atascan con todos los vehículos cargados con carne de gudari de otros puntos del frente. Cuando el viento sopla a favor nos llega el lejano tableteo de los disparos, y si cierro los ojos puedo creer que son los escopetazos de los cazadores domingueros de Getxo.

A lo largo del día hemos ido sabiendo lo que pasa arriba en el Memaya por los ruidos y los silencios que nos llegan. Cuando antes del mediodía Franco empezó de nuevo con sus cañones supimos que su infantería había sido rechazada. Siguió la aviación hasta la una y pico. No era Pedro Urondo el único que decía: «¡Dios, Dios, Dios!». Después, por segunda vez aquel día, las ametralladoras y los fusiles, y así supimos que aún quedaban gudaris vivos. Y después, también por segunda vez, supimos por los nuevos cañonazos que la posición seguía siendo nuestra. Fueron bombardeos más largos desde tierra y desde el aire. ¡Y otra vez la noticia de que allí estaban los nuestros disparando fusiles y ametralladoras con todos sus cojones! Pedro Urondo lo dijo: «¡Qué cojones los de esos anarquistas!».

Ahora se está yendo la luz y sabemos que Franco ha dado por terminada su jornada de trabajo, así que pronto empezará la de esta cuadrilla de vagos del encinar. Apenas hemos dado una cabezada. Estamos cansados. ¿De qué? Sólo de mirar y oír. Hasta última hora han estado bajando heridos. A Pedro Urondo no se le ha pasado una sola cara sin mirar, a los que todavía no ha mirado es a los muertos. Por eso es el primero en estar listo con su pala. Por las noches la gente sale de sus agujeros y vuelve a respirar. De noche el Ejército vasco se mueve aprisa para que los aviones lo encuentren al día siguiente en las fortificaciones que serán destruidas con las primeras luces. Algún periódico que nos llega habla de contraatacar, los jefes hablan de contraatacar, pero aquí sabemos que los contraataques únicamente son posibles de noche y sólo para recuperar la posición perdida durante el día. Cada vez se ven más caras con la vista clavada en el suelo. Se habla tanto de los aviones de Franco, que vemos demasiado, como de los nuestros, que no vemos nunca. ¿Dónde están los que iba a mandar la República? Hemos comido sin salir del bosque y ahora estamos cenando, pero no le encontramos sabor a la comida, no sabemos ni lo que comemos. ¿Quiénes son esos que bajan del monte y ahora toman la carretera?

—¡Matías! —dice Pedro Urondo saliéndoles al encuentro.

Tiene tantas ganas de ver a su hijo que se lo inventa. Son muchos los que vienen, acaban de salir de las sombras de la carretera. Pedro Urondo está abrazando a uno.

—¿Qué, pues? ¿Qué, pues? —le dice.

Pues sí que era su hijo. Son los anarquistas del Memaya. A su cabeza va el comandante de gafas. Vienen sucios de tierra y sangre, barbas de días, sin ver a nadie, caminando a pasos de buey contra el asfalto, con un ruido que parece la mar cuando lija los cantos de la ribera en la bajamar. Pasan de largo. Pedro Urondo se pone junto a su hijo y marcha con él. Esta carretera lleva a Durango. Me arrimo a Pedro Urondo. Viene un coche en sentido contrario y se para cruzado en la carretera. La columna de anarquistas no puede pasar y también se para.

—¡Alto! ¿Adónde vais? —dice un jefe de pie en el coche.

—¡Venimos del matadero y vamos a la mierda! —dice el comandante anarquista.

—¡Habéis abandonado vuestra posición sin una orden del alto mando! —dice otro de los jefes del coche, también de pie.

—¡Si no deponéis inmediatamente vuestra actitud insubordinada seréis fusilados aquí mismo! —dice el tercer jefe del coche, también de pie.

El comandante anarquista saca su pistolón y da unos pasos hacia el coche.

—¡Nadie nos hará volver a esa trampa! ¡Hemos perdido tres cuartos del batallón! ¡Vinimos a luchar, no a morir dentro de las trincheras! ¡Apartaos o abrimos fuego! —dice levantando su pistolón.

Matías Urondo se echa el fusil a la cara. Todos los anarquistas han hecho lo mismo. «Están locos», pienso.

—¡Si no quedan gudaris en el Memaya Franco entrará por ahí! —digo.

—No agravéis vuestra situación matando a tres mandos —dice uno de los jefes.

El chófer salta a la carretera y sale corriendo. Los tres jefes no se mueven. El comandante da una orden y algunos anarquistas se acercan al coche, lo levantan de un lado y lo vuelcan y los tres jefes han de saltar en el último momento. Tienen pistolas pero no las han sacado porque hay demasiados fusiles apuntándoles.

Acompaño a los anarquistas hasta Elorrio. Nos cruzamos con tropas que van a cubrir bajas y nadie nos para, ven los ojos de los anarquistas y saben que habría que empezar a tiros. Son doscientos los que han desertado dispuestos a morir y a matar por salirse con la suya. Llegamos a un molino de agua y un riachuelo y la gente bebe y llena sus cantimploras y se tumba a descansar. No se habla. Saben qué hacer, lo tienen muy claro, Matías Urondo me lo ha dicho: «Primero a Bilbao, luego a Santander y a un frente donde la República tenga aviones».

Le miré y bajó la cabeza.

—Pero la guerra está aquí, en Euskadi —le dije.

—La guerra está en todas partes, los anarquistas somos internacionales —dijo él.

—No me vengas con sinsorgardas. Tú eres de Urondoetxe —le dije. Y también le dije—: Con ella aquí presente no habría ocurrido esto.

—¿Ella? —dijo Matías.

—Sí, ella, ella —dije.

Este loco la sacará del convento y se la llevará a Dios sabe dónde. Voy al comandante y le digo:

—¿Qué vais a comer de aquí en adelante, si no os fusilan antes? Os volverán la espalda, habéis dejado de ser gudaris, os mirarán como a bichos y nadie os dará ni un cacho de pan. Una guerra hay que hacerla con seriedad, en una guerra no se puede hacer lo que a uno le salga de los cojones.

—¿Qué sabes tú de guerras, viejo? —dice el comandante.

—Sé que ningún cantinero os dará hoy de cenar —digo.

—Asaltaremos almacenes en pueblos y ciudades. Nada es de nadie, y menos en una guerra. Tú lo llamarás robar, pero es que tú no eres anarquista. ¡Comeremos aunque sea a tiros! —dice.

Detrás de los cristales sus ojos echan fuego. Aún tiene el pistolón en la mano derecha, con la izquierda agarra un fusil y estoy seguro de que quiere que se le presente la ocasión de disparar el pistolón o el fusil, o mejor los dos. Matías me hace una seña y me acerco a él y a su padre.

—Vamos a sacarla. Prometiste acompañarme —dice.

—La metimos allí para librarla de la guerra y ahora tú la quieres llevar a algo peor. Si tuvieras un poco de seso dejarías que los anarquistas se marchen sin ti.

—Roque tiene razón —dice Pedro Urondo.

—Mi sitio está con los de mi ideología. Porque ahora ya tengo una ideología. Cuando era como vosotros era diferente. ¡Aldeanos! Lo que tenéis vosotros no es ideología sino orejeras. Nacéis vascos… ¡pues nacionalistas! Nada de ricos y pobres, nada de lucha de clases, nada de justicia, ni de igualdad, ni de libertad. ¡Y los curas echándoos incienso en la coronilla! —dice Matías.

—No te canses con el mitin, que ella no te oye —digo.

Nada más decirlo me arrepiento. El pobre Matías Urondo se pone rojo por debajo de las costras y barbas de su cara.

—Un día abrí los ojos y me hice anarquista. Si no me entiendes es porque no eres anarquista —dice.

—Pues Roque ya le anduvo cerca cuando se inventó aquel sindicato —dice Pedro Urondo.

—Aquel sindicato fue un juguete —dice Matías.

—Anarquista puede ser cualquiera que haya perdido el seso… ¡Yo mismo! —digo.

Vuelvo al comandante, que está dando órdenes para la marcha.

—Sé dónde hay comida, la mejor y la más fresca. Sólo hay que dar una patada a una vieja puerta de madera —digo.

—¿Qué clase de comida? —dice el comandante.

—Vaca —digo.

Dios ya me perdonará pero José Arancibia creo que no. Los únicos que sabíamos el camino éramos Pedro Urondo y yo. No rompí la cadena ni el candado porque no entré por la vivienda sino por la cuadra, metiendo la mano por una rendija para correr la tranca. Allí estaban las vacas. Salí con la más fea y en cuanto el comandante la vio ordenó parada general y los doscientos anarquistas desfilaron ante la vaca, tocándola, y luego se tumbaron bajo la parra y alrededores hablando de la vaca. El comandante puso guardia armada en varios puntos, incluso en el tejado, con órdenes de disparar si alguien se acercaba. Me dio pena matar la vaca, que pagase ella mis ganas de sujetar allí a Matías. Pedro Urondo y yo nos hicimos con una porra, hacha y cuchillos y en dos horas ya había carne asándose en varias fogatas. Fue una chapuza de trabajo, ni Pedro Urondo ni yo somos carniceros, pero los anarquistas se relamieron. En la cuadra, antes de empezar, Pedro Urondo me había dicho: «Tú y yo somos aldeanos y vamos a quitar sus vacas a otro aldeano. Nunca pensé que llegaríamos a tanto. Si mis muertos lo vieran…». Yo le dije: «Otro remedio para que los anarquistas se queden aquí es cortarles a todos los pies. Elige». Me dijo: «¿Para qué quieres que se queden aquí? ¡Que se vayan con viento fresco!». Le dije: «No se irían solos, se llevarían a tu chico y van tan lejos que a lo mejor no lo verías más». Pedro Urondo me miró a los ojos un rato largo y por fin me dijo: «Y él se llevaría a su… Bueno, a su…, a ella. Sí, lo mejor es que se queden». Le dije: «Y que se tomen unos días sin aviones a ver si cambian de idea y vuelven al frente».

Me dijo: «Pero tú y yo somos unos ladrones». Le dije: «Ladrones no, anarquistas».

Mientras duermen con la tripa llena, Pedro Urondo y yo nos vamos a Elorrio a ver cómo van las cosas. Hay gran movimiento por la carretera, ambulancias y camiones con heridos en una dirección, batallones hacia el frente en sentido contrario. Tiene razón Pedro Urondo cuando me dice al oído una y otra vez: «Tú y yo teníamos que estar haciendo trincheras en el Memaya». También hay otro movimiento fuera de la carretera, en las calles, en los bajos de los montes, en las hondonadas… Gudaris sin batallón caminando por donde les lleva el viento, la mirada perdida, sin ver a la gente que pasa a su lado, arrastrando el fusil por el suelo e incluso sin fusil. Si no se les para supongo que seguirán así hasta su casa… Oímos que Peña Udala, el Elgueta y los Intxorta cambian de dueño por el día y lo descambian por la noche. Así llevan varios días y noches. Pedro Urondo me mira porque sabe dónde tengo a mis chicos. También oímos que dos batallones socialistas suben al Memaya, donde ahora no hay nadie. «Tú y yo teníamos que estar en el Memaya abriendo trincheras», me dice Pedro Urondo.

Lo poco que queda de noche dormimos con los anarquistas. Me despierto y veo que todos se despiertan.

—Las siete —dice un anarquista.

Ha empezado el cañoneo.

—Ya tendríamos que estar lejos de aquí —dice un anarquista.

—Pues aún nos queda otra vaca —dice otro.

No estamos en el frente, los obuses no caen sobre nuestras cabezas, pero revientan demasiado cerca. Sin embargo, los aviones que vengan luego verán nuestra tropa. Sin prisa nos movemos hacia un pinar que hay a pocos pasos y que el comandante rodea de nuevos centinelas.

—Aquí sólo hacemos el tonto, no sé por qué nos hemos detenido. Podemos marchar llevándonos la segunda vaca —dice un anarquista.

—Te has acordado tarde, camarada. Habrá que esperar a la noche para viajar —dice el comandante.

Habrán pasado dos horas porque ya están ahí los trimotores. Si en vez de reventar una detrás de otra las grandes olas que llegan a la playa en un solo día reventaran todo a un tiempo pienso que el trueno sería como éste. Algunos anarquistas se tapan las orejas con las manos abiertas, pero otros se ponen a cantar Los cuatro muleros y pronto lo están cantando todos, no a gritos sino bajito, como si les pudieran oír los cazas que ya revolotean sobre el pinar. Si muchos anarquistas sonríen es porque estarán pensando que se han librado del infierno de allí arriba.

Y ahora, silencio. Unos ahora, otros después, los anarquistas también se van callando. Todos sabemos qué viene.

—Ella no pudo hablaros y por eso os veis aquí —digo a Matías.

—¿Quién la metió en el convento sino tú? —dice él.

—¿Quién iba a pensar que estabais tan locos? —digo.

—Si estamos locos, ella es la más loca —dice.

—No, ella no estaba y no pudo hablaros —digo.

Me levanto. Todos están sentados o tumbados y les veo desde lo alto. Recuerdo bien lo que decía la otra ella, palabra por palabra, aún veo su cara y sus labios moviéndose. Palabra por palabra. Todo. Igual que recuerdo sin un fallo el Padrenuestro, el Ave María, el Credo y la Salve que nos enseñaba don Eulogio en la doctrina. Palabra por palabra. Lo recuerdo mejor cerrando los ojos:

«¡De nosotros depende el que los trabajadores de todo el mundo nos miren con admiración o con desprecio! ¡Todos los ojos están fijos en lo que estamos viviendo! Una derrota de los patronos significaría que no siempre pierden los pobres, que ha llegado nuestra hora de empezar a ganar, que si la clase trabajadora sigue luchando así por ese mundo futuro en el que no haya ni ricos ni pobres, ni explotadores ni explotados, entonces estaremos haciendo la revolución, ¡y esta huelga ganada…!».

¿Huelga? Nada de huelga, ni ganada ni perdida. ¡Huelga de guerra es la que están haciendo estos anarquistas! Y lo que yo pienso ahora de esta huelga es que hay que acabar con ella… Lo peor es que ya he perdido el hilo. Bueno, también recuerdo aquello de:

«¿Dónde está nuestro fallo? ¿Está en nuestras miradas y en nuestras palabras, a las que no sabemos cargar de la fe que llevamos dentro?».

He de hablar con cuidado. No vale todo lo que recuerdo y se me viene a la boca. He abierto los ojos. Los anarquistas me miran en silencio, muchos con la boca abierta… Sí, he perdido el hilo. Decía muchas cosas aquella otra y las recuerdo todas. Lo malo es si pierdo el hilo. Como ahora. Y también es malo que tenga que andar con pies de plomo para no decir a estos anarquistas cosas torcidas. Recuerdo que yo también dije algo…

—Si uno es hombre debe terminar lo que empieza. ¡Aurrera mutillak! Si el enemigo se pone duro, vosotros, ¡zas!, más duro todavía. ¡Aurrera hasta que ellos vengan con la cabeza gacha! La madre dice que hay que acabar lo que se empieza… ¡y acabarlo bien! Que ni a uno sólo le flojeen las tripas. Esto hay que acabarlo bien… ¡con aviones o sin aviones! Y si no, no haberlo empezado —digo.

Se quedan de piedra. Y del silencio pasan a los gruñidos, unos con la cabeza gacha mirando al suelo, otros mirándome como si me fueran a comer. Varios fusiles me apuntan. Les pica lo que les he dicho. Saben que en estos momentos los demás batallones andan a tiros y bayonetazos con los fascistas y ellos están escondidos como corderos. Alguien viene por el costado. Es Matías Urondo. Me coge del brazo y me aparta de allí. Suena un disparo y algo pasa silbando junto a mi oreja.

—¡Hijo puta el que haya sido! —dice Matías.

Me lleva tras un árbol y me dice:

—No quiso darte, que si no…

—Todos estáis locos —digo.

—Sólo estamos hasta los cojones —dice él.

Viene Pedro Urondo.

—¿Te dio? Habrá que irse de aquí a escape —dice.

—Alguien les tiene que hablar, no pueden dejar la guerra a medias —digo.

Oigo al comandante poniendo orden entre los anarquistas. Nos llama y dejamos el árbol.

—Tu intención es buena, viejo, pero nadie nos podrá llevar por donde no queremos ir. No abandonamos una guerra sino un matadero de hombres —dice.

—Creí que los anarquistas erais más duros —digo.

—Escucha, viejo: de todas las guerras que ha habido en el mundo, por gusto habría desertado la mayor parte de sus ejércitos. Aquellos pobres soldados, sencillamente, no querían morir. ¿Has oído hablar de la guerra de Marruecos, hombres mandados por militares ineptos y corruptos obligados a defender para España una tierra que pertenecía a los moros? Fue otra carnicería. ¿Por qué no desertaron? Yo te lo diré: ¡por miedo! Miedo a ser fusilados por esos militares. Viendo cómo va esta guerra nuestra, muchos también desertarían, batallones enteros, ideologías enteras. En cierto modo ya lo están haciendo en ese continuo desplazamiento del frente siempre hacia atrás, nunca hacia delante. ¿Acaso no es desertar la huida de milicianos o gudaris de las posiciones que deben defender? El frente se está derrumbando de punta a punta, los mandos no pueden frenar a los batallones en fuga para organizar nuevos frentes con una provisionalidad de días u horas. Esto no es una guerra sino un matadero de hombres que ya no tiene sentido para los que no tenemos patria. ¡Maldita aviación! ¿Por qué tanto hombre aterrorizado no deserta del todo? Te lo repetiré, viejo: ¡por miedo, por más miedo a los propios que al enemigo! Sólo los anarquistas no tenemos miedo. Acabamos de dar prueba de nuestro valor y de nuestra soberana libertad —dice el comandante.

—¡Y a ver quién se atreve a venir por nosotros! —dice un anarquista disparando su fusil al aire.

A poco de anochecer el comandante dio la orden de marcha.

—Aún queda la segunda vaca —le dije.

—Nos la llevamos —dijo.

A media tarde Pedro Urondo me había dicho que si los anarquistas se iban él se quedaba para hacer trincheras. Pero por los ruidos del frente y las noticias que nos llegan de un lado y de otro sabemos que ya no hay frente, que van a poner otro más atrás. Así que Pedro Urondo viene con nosotros a ver si se tropieza con alguna cuadrilla de trincheras. Hay nubes de gudaris que no saben adónde ir, estancando la carretera. Las ambulancias llevan más heridos a Bilbao, y si apenas se ven camiones haciendo lo mismo es porque en esta retirada no ha dado tiempo a recoger a todos los heridos. Alguien llama a Matías Urondo desde un lado de la carretera y él se acerca a un batallón sentado en una campa. Vuelve después de hablar y me dice: «Son los socialistas que subieron al Memaya. Se ha perdido del todo». Le suelto a la cara que la culpa es de los anarquistas, pero él me dice que también ellos habrían tenido que abandonar el Memaya cuando los fascistas aparecieron por la espalda y faltó un tris para ser cogidos en una tenaza. Me dice que también aparecieron por la espalda de Peña Udala. Y perdida. Y acaba diciéndome: «Y lo mismo en los Intxorta». Me mira como pidiéndome perdón por habérmelo dicho. Me pongo a mirar la cara de todos los gudaris que pasan a mi lado por ver si son Felipe, Pelayo o Poncio o alguien que los conoce.

La vaca va en medio de los doscientos anarquistas. Aunque José Arancibia anduviera por aquí y la viera no podría llevársela, así que mejor que no la vea. No es fácil verla, los anarquistas la llevan bien cubierta. Además es de noche. Y las tristes caras que nos rodean sólo pueden pensar en que se están retirando. Las espaldas que tengo delante se paran y yo también.

—¡Entregad vuestras armas! —oigo.

Hay todo un batallón nacionalista cortándonos el paso. Si sólo quisieran la vaca…

—¿Nuestras armas? ¿Y las vuestras? ¿Acaso no llevamos todos el mismo rumbo hacia atrás? —oigo al comandante anarquista.

Me empino y veo a los dos comandantes frente a frente y empuñando sus pistolones.

—¡Tengo orden de llevaros desarmados a Bilbao por desertores! ¡Abandonasteis el Memaya dejando las fortificaciones desguarnecidas! —dice el comandante nacionalista.

—¡En las últimas horas se han dejado desguarnecidas las fortificaciones de todo un frente! ¡Los anarquistas no aceptan órdenes de quienes nos condenan a una carnicería por no traer aviones! ¡El Gobierno vasco es vuestro! —dice el comandante anarquista.

—No habéis sido los únicos cobardes: compañeros vuestros se han dado más prisa en correr a Bilbao, donde han sido inmediatamente desarmados. Los anarquistas habéis dado la nota, siempre la dais. ¿Por qué estáis en nuestra guerra si no la entendéis? De quien no siente la ikurriña no puede esperarse… ¡Dejad las armas en el suelo! ¡Si no obedecéis, dispararemos! —dice el comandante nacionalista.

—¿De quién habéis recibido la orden?, ¿de ese Ejército del Pueblo que aún no existe por haber sido vetado por un PNV que quería dirigir la guerra en su Euskadi y ha fracasado? ¡Somos bandadas de batallones de partido perdidos por los montes y disparando en la misma dirección por pura casualidad! —dice el comandante anarquista.

—¡Apunten! —dice el comandante nacionalista.

—¡Apunten! —dice el comandante anarquista.

Si uno pasa al «¡Fuego!» el otro también pasará. Poca sustancia tienen los dos. Franco se estará riendo. Aunque esto lo han empezado los nacionalistas, a los anarquistas les veo con más ganas de apretar el gatillo. Pedro Urondo se agacha a mi lado y se tapa la cabeza. Tiro de su tabardo y lo pongo en pie.

—Mira al sinsorgo de tu hijo, échale una bronca a ver si le entra la formalidad —le digo.

Matías está apuntando con su fusil y el dedo en el gatillo, como todos los anarquistas.

—En las guerras los padres mandan menos que los comandantes —dice Pedro Urondo.

Aparto gente hasta llegar a Matías.

—A ver si piensas con la cabeza. ¡Baja ese trasto! Si nos matan nadie la sacará a ella del convento y caerá prisionera —le digo.

—¡Hostias! —dice él.

Baja el fusil al suelo y toca en los hombros a sus dos vecinos para que vean lo que ha hecho y yo les digo: «Franco se está riendo de nosotros», y ellos ven que Matías asiente con la cabeza y bajan también sus fusiles al suelo. Y los más cercanos les miran y ellos les dicen: «Franco se está riendo de nosotros», y así va corriendo la voz entre los doscientos anarquistas hasta que no queda uno apuntando. El comandante se vuelve al oír tanto roce de armas y aprieta los dientes pero no se atreve a insultar a su gente porque no vean los nacionalistas que le han desobedecido. Los doscientos anarquistas se miran entre sí y miran a su comandante. Parece que lo están pasando muy bien, con tal de no sentir a nadie encima queman a sus propios santos. El comandante nacionalista no sabe qué hacer. Por un lado, no puede ordenar «¡Fuego!» contra hombres que no quieren disparar. Por otro, tiene que saber lo bastante sobre anarquistas para comprender que no por ello se han rendido. Lo único que se le ocurre decir es: «¡Descansen!», y su batallón baja los fusiles al suelo. Y así quedan todos, mirándose y sin saber qué vendrá ahora. Los dos comandantes también se miran, y es el comandante anarquista el primero en enfundar su pistolón, y cuando el comandante nacionalista enfunda el suyo se le pone cara de tonto. Dice: «Cuando paséis por Bilbao os meterán en cintura». Son los gudaris del batallón nacionalista los primeros en moverse y su comandante les sigue. Yo tampoco entiendo a estos anarquistas.

A las puertas de Durango digo a Matías:

—¿Paramos aquí?

—Hay que comer la vaca —dice él.

Sí, hay que comer la vaca pero también hay que dejar la carretera para librarnos de las bombas y ametrallamientos que pronto nos caerán. Cuando acampamos en un encinar Matías me dice:

—Es para comer la vaca sin invitados.

Y para esconderse, no vayan a desarmarlos, pienso yo. Entre Pedro Urondo y yo empezamos a preparar a la pobre vaca, que ha perdido carne por el mucho andar y poco comer. Nos ayuda Matías. La artillería fascista empieza a trabajar a las siete de la mañana, como de costumbre, y la nuestra media hora después. Son como un pedo de elefante contra un pedo de gorrión. El fuego para asar la carne lo encendemos en una pequeña hondonada bajo una parra de zarzas. Enseguida hay buenas brasas sin humo. Los doscientos anarquistas se comen media vaca bajo el trueno de los bombardeos del mediodía.

Durango es la pared, aquí se estanca la corriente de gudaris en retirada y de aquí salen hacia el frente que se montó ayer noche. Durango también es una pared para mí y para Matías. De aquí ya no daremos un paso hacia atrás sin ella.

Es de noche. Ha sido un día de truenos continuos con descansos para que ataque la infantería fascista.

—Se han perdido Elgueta y Elorrio —dice Matías.

—Donde estábamos nosotros ayer —digo.

—Nos pisan los talones —dice.

—¿Y os quedáis así? ¡Hígados los vuestros! —digo.

Pedro Urondo y yo saldremos a cavar trincheras. Nos dicen los anarquistas que llevemos los ojos bien abiertos para no caer en alguna de las bolsas en que ahora nos atrapan los fascistas. Matías me coge aparte.

—¿Y si nosotros salimos esta misma noche hacia Bilbao? —dice.

—Pues la sacas del convento y te la llevas. Ya os alcanzaré —digo.

—¡Y un cojón! ¿Crees que estoy loco? ¿Es que no la conoces? Te dije que no quiero estar solo cuando le abran la jaula y salga. Prometiste estar a mi lado. ¡No me falles! Saldrá echando fuego por los ojos y apuntándome con las uñas. Lleva demasiados días encerrada para su genio. Nunca me lo perdonará.

—Pero aún está viva —digo.

—Y también están vivos los fascistas que ella podría haber matado. Esto tampoco me lo perdonará.

—No se debe decir eso de una mujer.

—Ella es anarquista, y si yo me comparo con ella no sé lo que soy —dice Matías Urondo.

Hay dos clases de cuadrillas: las que esperan detrás de los gudaris a que contraataquen y tomen las posiciones perdidas durante el día, y las que abren las trincheras del nuevo frente, atrás, siempre atrás. La cuadrilla en la que estamos Pedro Urondo y yo es de las primeras. Hemos oído el contraataque en esa colina. Los franquistas se han defendido con fusiles, ametralladoras y bombas de mano, y los gudaris han atacado con fusiles, ametralladoras y bombas de mano. Han ganado los gudaris. La última embestida fue a la bayoneta, de hombre a hombre. Cuando todo acabó avanzamos con los camilleros. Cuatro horas después dejamos hechas unas buenas trincheras. Ahora estamos de vuelta, y a sólo dos kilómetros pasamos por encima de las trincheras recién abiertas por las otras cuadrillas, que serán el frente de mañana.

Nos dicen que los falangistas cogieron por la espalda a una cuadrilla y los fusilaron a todos.

Ya cerca del encinar de los anarquistas a mí y a Pedro Urondo nos da el alto un centinela. Los anarquistas han pasado la noche en asamblea, discutiendo qué hacer, si volver a la guerra o marchar de Euskadi. Les gustan mucho las asambleas, sentarse todos en el suelo formando corro y hablar y hablar. No es la primera vez que les veo así. Creo que les gusta porque allí nadie manda sobre nadie, puede hablar cualquiera y el tiempo que quiera, el comandante y otros jefes son uno más.

—¿Cómo está la cosa por ahí? —dice el comandante.

—Se contraataca —digo.

Están sirviendo café caliente y me llevan un cancarro lleno. Algunos no lo prueban por haberles vencido el sueño.

—¿Qué hacéis aquí, casi en el frente todavía? —digo.

—Debe ser la mala conciencia. ¿Creías que los anarquistas no teníamos conciencia, aldeano? —dice el comandante.

—La mala conciencia no recome a los que hacen las cosas bien —digo.

—¿Qué es lo que hacemos mal? —dice el comandante.

—Tú sabrás, que tienes mala conciencia —digo.

—¿Hemos traicionado a los demás batallones? Pienso que no. Ellos son los que acabarían traicionándonos a nosotros… Escucha: ¿acaso ganando esta guerra se implantará la sociedad libertaria? ¿Se implantará, aldeano? ¿Tú qué crees? Los tuyos serían los primeros en echarnos al mar. En esta tierra vasca hay demasiado cura, demasiada moral añeja y tradición, demasiada jerarquía, demasiados viejos de mente como la tuya. Euskadi y Estatuto, Euskadi y Estatuto, más tarde independencia, no vais más allá. Así que no es cosa de poner mucho empeño en morir aquí. ¡En Cataluña sí que hay un fuerte anarquismo! ¡En sus calles ya derrotamos nosotros a Franco el 18 de julio! Y luego en gran parte de Aragón fundamos sociedades libertarias bajo el mando de Durruti, ¿qué te parece, aldeano? En vuestra tierra hubiera sido imposible —dice el comandante.

—¡Vayamos a Cataluña! —dice un anarquista.

—¡Seguro que ellos sí que tienen aviones! —dice otro anarquista.

Hay gran vocerío, parece que ni uno solo quiere quedarse. Matías Urondo está callado. ¿Por qué no les suelta un discurso? ¿No se le ha pegado nada de ella? Sé que quiere seguir luchando en su tierra. El y yo pensamos que alguna vez ocurrirá que los contraataques sirvan para algo y el frente se aleje de Durango hacia donde estaba y no haya que sacar a ella del convento. Pues lo último que quiere Matías es verle la cara de tigresa. Si los anarquistas se marchan tendría que ir con ellos y tendría que sacarla. Y vuelta todos a la guerra con su tripa ahora de ocho meses. A otra guerra aún más lejos de Basaon. Y Roque Altube no es de goma.

—Al que tiene mala conciencia yo no le digo que se rasque sino que arregle lo que hizo mal. ¿Cómo no se va a tener mala conciencia dejando en la estacada a los compañeros? Si queremos arreglar el mundo hay que empezar por arreglarnos nosotros. Los de abajo no ganarán la revolución si no juntan todas sus fuerzas contra los de arriba. Y los anarquistas habéis dejado en la estacada a gente que sigue en la guerra. ¿Está bien eso? Ellos también tienen encima los aviones, pero ahí siguen. En una trinchera están los ricos de Franco y en la de enfrente los pobres, los anarquistas, los nacionalistas, los socialistas, los republicanos, los comunistas. La fuerza de los pobres está en la unión. Cuando se empieza una revolución hay que acabarla. Todos los explotados del mundo debemos ir contra Franco, nadie debe abandonar a sus hermanos de trinchera. ¡Todos a los remos y aurrerá! Los anarquistas decís que sois los mejores, si os marcháis vuestra traición será mayor por ser los mejores —digo.

Matías viene a soplarme:

—¡Eres la hostia cuando te pones! Que no te oigan en Getxo.

—A ti no te oyen ni en Getxo ni en ninguna parte —le digo.

—Aldeano, tras tu mitin un tanto descosido, te repetiré que nuestra idea libertaria es universal, que podemos dejar impunemente una trinchera para ir a combatir a otra. ¿Puede entender esto un nacionalista?… En la mochila tengo algún libro que te hará bien leer —dice el comandante.

Aquellos del otro lado de la ría también querían hacerme leer libros.

Hemos acabado a mediodía los últimos trozos de la vaca y después he dormido a pesar de los bombazos que suenan cada vez más cerca y de las pasadas de los cazas que parecen ver a través de los árboles y nos han ametrallado. ¿Cómo sabían que estábamos aquí?, ¿por las voces que dan los anarquistas en su asamblea que no termina? Aún están hablando cuando despierto a media tarde, no callaron ni para comer, hablando con la boca llena de vaca y para decir lo mismo que habían dicho durante toda la mañana. Yo hablé un par de veces más y, bueno, para decir también lo mismo. Y Matías Urondo. Dijo que había que volver mañana a las trincheras porque los anarquistas no tenían que estar a merced de lo que quisieran los aviones, porque a un anarquista no le manda nadie más que sus cojones. Le aplaudieron a rabiar, pero ahora que ha empezado a anochecer levantan las manos para votar y salen en desbandada. Sólo Matías votó en contra. Sin embargo pasarán aquí la noche. No lo entiendo, por la carretera sólo se puede viajar de noche. Un nuevo paso atrás del frente dejaría Durango en manos de los fascistas. ¿Qué va a comer mañana esta gente?

—No tendrán la cara de pedir rancho… —dice Pedro Urondo.

—Sería el reparto anarquista de bienes —digo.

No hay silencio ni de día ni de noche. Cuando acaban los cañones y los trimotores y los cazas, llegan nuestros coches, ambulancias y camiones y las botas de los gudaris marchando por las carreteras y llenando la noche con otro trueno. Pedro Urondo y yo dejamos a los anarquistas para ir a nuestras trincheras. ¿Seguirán aquí mañana? La cara de Matías al verme marchar me dice que vuelva pronto. Tanto miedo le tiene que le creo capaz de largarse con los anarquistas sin acercarse al convento. Si vuelvo y no están y Franco se nos echa encima, y como en cualquier caso tendría que ver a la madre superiora para pagarle, sabría qué pasa en las monjas.

No convencí ni a un solo anarquista. Ella y la otra lo habrían hecho mejor. Creo que me falta algo que ellas sí tienen.

Hay una ambulancia parada al borde de la carretera. Cuatro gudaris están dando los últimos toques a una fosa que han abierto. Los camilleros sacan de la ambulancia dos cuerpos y los dejan junto a la fosa. Pedro Urondo y yo nos paramos y cuando los gudaris cogen a los muertos y los bajan al fondo de la fosa nos quitamos la boina pues esto es un entierro aunque no haya cura. Como los dos muertos no caben de plano a uno lo ponen de costado. Las primeras paladas de los gudaris van despacio y con poca tierra, las siguientes cargadas y aprisa. Les he dicho agur en silencio a las dos caras que ya no veo. Miro las caras de los gudaris que palean por si no puedo decirles agur cuando los entierren. Son caras con barba de días y tapadas por la costra de ese polvo sucio que levantan las bombas. Terminado el entierro los cuatro gudaris se ponen el tabardo y el casco que se quitaron para el trabajo y recogen sus armas. La ambulancia se va con los heridos que aún viven. El gudari que de pronto se me queda mirando es menudo, narizón y nada de su cuerpo se mueve, excepto esa mano que levanta y baja una y otra vez para tocarse la nariz. ¿Por qué me sigue mirando si sus tres compañeros han echado a andar?

—Parece que éste quiere decir algo —me dice Pedro Urondo.

El gudari sigue al borde de la tumba, tieso, con su fusil y su pala tocando el suelo, mirándome y mirándome. Pedro Urondo me tira de la manga para marcharnos pero yo no puedo dejar de mirar al pequeño gudari.

—¿Le conoces? —dice Pedro Urondo.

—Sí —digo.

—Pues le saludas y nos vamos —dice.

—Es que no sé quién es —digo.

Pedro Urondo da un par de pasos hacia el gudari. Le quiero sujetar pero no le alcanzo. Esos ojos del gudari que me miran… Pedro Urondo vuelve y me dice:

—Es tu hijo Pelayo.

—¿Solo? —digo.

—Sí, solo. ¿No lo ves? —dice.

Voy hacia el pequeño gudari que no para de rascarse la nariz y quedo a tres pasos de él.

—Aita, no pude hacer nada —dice.

—¿Los dos? —digo.

—Sí, aita. Los dos. No pude hacer nada —dice.

—¿Son éstos? —digo mirando la tumba.

—No, aita. No pude hacer nada, ni siquiera enterrarlos —dice.

—¿Siguen en los Intxorta? —digo.

—No vayas, aita. Ya no están en los Intxorta ni en ningún sitio. Fue la mayor de las bombas. La misma para los dos. Yo estaba allí y no pude hacer nada —dice.

Pedro Urondo se ha sentado en el suelo, ha metido la cabeza entre las rodillas y se la tapa con las manos. Le miro a él más que al pequeño gudari.

—Es mentira que ya no están en ningún sitio. Están con Dios —digo.

—Pero uno debe saber dónde está su gente aquí abajo —dice el pequeño gudari.

—Sí, es bueno enterrar a los muertos —digo.

—Yo estaba allí y no pude hacer nada. Desde entonces entierro muertos —dice.

Pedro Urondo levanta la cabeza un momento y la vuelve a meter entre las rodillas.

—Habrá que decírselo a la madre algún día —digo.

—Ya voy —dice el pequeño gudari a los cuatro compañeros que le esperan en la carretera.

No tenía que estar ahí, no tenía que haber hablado. No sé si le miro. Echa a andar, ahora me pasa por delante.

—¡Si le mirases, Roque, si le mirases bien!… Despídete de él… ¡Por Dios!, al menos… ¡tócale! —oigo a Pedro Urondo.

En sus contraataques nocturnos nuestros batallones tienen tantas bajas como en los bombardeos. Hay que tomar las posiciones perdidas durante el día y se toman. Al principio de cada noche tropas de refuerzo esperan en la base de los montes la vuelta de los que acaban de perder la posición y los batallones cubren sus bajas y así empieza el contraataque. Los días son muy largos, los bombardeos no acaban y al anochecer los chicos no parecen personas, a la mayoría no se le puede devolver de la misma al monte. Pienso que si las noches fueran más largas no habría tanto repliegue del frente. Es que sólo hay tiempo para reconquistar una posición, la perdida horas antes, enseguida aparecen el sol y los trimotores. Y eso en el mejor de los casos, pues a veces falla el contraataque. Lo más que se puede pedir es quedar como antes, nunca avanzar. Si las noches fueran más largas cabrían dos contraataques, tomaríamos no sólo la posición del día anterior sino también las de días anteriores, sería como ir ganando la guerra. Pero en cada mus los fascistas nos dejan sólo una jugada.

Las cuadrillas de trincheras somos como los tontos que están en medio de todo y siempre estorbando. Nos empujan, nos apartan, apenas nos miran, nos envían tanto hacia aquí como hacia allá, somos los últimos monos. Pero en unas buenas trincheras está el huevo de la guerra. Las nuestras no son las mejores que se podrían hacer con más tiempo, ni siquiera son buenas, aunque no mucho peores que ese Cinturón de Hierro hecho con los pies. Las cuadrillas de trincheras vemos más guerra que cualquier bicho viviente que ande por aquí, vemos más muertos, más heridos, más calamidades. Pero en nuestras manos no hay armas. ¿Se puede con un pico y una pala vengar a los muertos?

Esta noche trabajamos el doble. Primero hemos hecho trincheras apartando muertos en la posición reconquistada por la noche y ahora nos mandan a hacer las trincheras de la nueva línea del frente, detrás de Durango.

Los anarquistas siguen en el bosque, han perdido la ocasión de la noche para viajar. ¿Habrá otra noche? Matías se alegra de verme.

—Respiro —me dice.

Nos trae a su padre y a mí cafés calientes que no me extrañaría que los hubiera robado. ¿Qué hacen todavía aquí estos anarquistas? Veo a Pedro Urondo hablar aparte a su hijo, y ahora Matías viene hacia mí y me agarra el brazo con la mano y me mira a los ojos con cara de velatorio.

—Mala suerte —dice.

No le miro. Los doscientos anarquistas siguen sentados y hablando, como si no hubieran hecho otra cosa desde que los dejé. Tienen puestos centinelas y nadie les ha molestado.

—Poncio y Felipe eran de mi edad, yo jugaba con ellos. Un día… —dice Matías.

—¿Qué os pasa? ¿No acabasteis ayer vuestra asamblea y os marchabais? —digo.

—… recuerdo que un día… ¿Qué? Bueno, ya sabes que no nos gusta hacer lo que siempre se hace, incluso lo que hacemos nosotros mismos. Ahora estamos en otra asamblea, la de ayer es agua pasada. Las decisiones de una asamblea están para ser anuladas en la siguiente —dice.

—Estáis locos —digo.

—Un poco sí… ¿Sabes que el Athletic salió a jugar al extranjero para comprar aviones? —dice.

—Pues a ver si meten muchos goles —digo.

Matías nos prepara a su padre y a mí camas de helechos secos en un sitio aparte y nos trae mantas. Estoy demasiado cansado para hacer caso de las largas parrafadas de los anarquistas. Matías no me quita los ojos de encima. Cuando me tumbo se sienta cerca.

—Mala suerte —dice. Y también—: Yo voy a tener un hijo, le llamaré Felipe o Poncio.

—¿Y si es chica? —digo.

—Cuentan que todos los hijos que nacen en una guerra son chicos —dice.

—Eso sería antes. Ahora las chicas también van al frente —digo.

Pedro Urondo está tumbado en la otra cama de helechos y dice de espaldas:

—Estaba allí y no lo reconocíamos.

—¿Quién estaba? —dice Matías.

Silencio. Pedro Urondo se encoge más bajo la manta. Por fin se oye como a lo lejos:

—El vivo, Pelayo.

—Ah, Pelayo. Donde ponía el ojo ponía la piedra. Los del Puerto Viejo le tenían miedo —dice Matías.

—Pues tampoco eran mancos —dice Pedro Urondo.

—¿En tu tiempo también andaban a pedradas los dos barrios? —dice Matías.

Un día me vino un hijo con una pedrada en la frente y los mocos colgando. ¿Quién era?, ¿Felipe?, ¿Poncio? Eladio y Leonardo sí que no. ¿Aurelio?, ¿Pelayo? Tampoco. O Felipe o Poncio, ninguno más. ¡Estoy seguro de que sólo fueron Felipe o Poncio! Aún veo aquella sangre en una frente…, ¿de quién?, ¿de Felipe?, ¿de Poncio? Era en la frente de uno de ellos. Hace veinte años y lo recuerdo.

A eso de las seis de la tarde llegan las primeras noticias del bombardeo de Gernika. Los anarquistas estaban recogiendo sus trastos para salir hacia Bilbao en cuanto anocheciera.

«Ha llegado la hora de sacarla», me había dicho Matías.

Tenía razón. Se iban por fin los doscientos hombres que quedaban de aquellos dos batallones y de un momento a otro se perdería Durango. «Bueno», le dije. Pero no me di prisa. Había amanecido otro día trimotor y los truenos nos llegaban de varios puntos de un frente que parecía estar a un tiro de piedra. A lo largo de la mañana Matías no cesaba de decirme: «Qué, ¿vamos?». Yo le decía: «Sí», pero no me movía. Esperaba un milagro, que los gudaris no dieran un paso atrás en los próximos días, que a Franco se le acabaran las bombas, que de pronto aparecieran en el cielo aviones nuestros. Si los anarquistas se marchaban, allá ellos, ¿por qué les tenía que seguir Matías Urondo? Su puesto está junto a ella y su hijo. El fue quien me trajo lo que acababa de oír:

—¡Han destruido Gernika!

Lo primero que pensé fue en el Árbol, antes de que Matías siguiera con que habían muerto cantidad de gernikeses. Hoy es último lunes de mes y había allí mercado, y Gernika no está tan cerca del frente como Durango y la gente tiene derecho a engañarse con que no hay guerra vendiendo o comprando productos del campo. Espero que ni a Cenobia ni a Anastasi se les haya ocurrido viajar a Gernika con su estraperto.

Es la hora de la desbandada de los batallones que han aguantado todo el día la metralla del cielo y que al final lo que pierden y dejan allí no es una posición hecha migas sino lo que cada gudari era y no volverá a ser. Y ahora, en la retaguardia les echan encima la destrucción de Gernika y a muchos les veo llorar y a otros soltar juramentos que nunca se les oyó, y los restos de los batallones se tumban en las cunetas y en los bosques y sólo el poder de Dios sería capaz de moverlos. A los que aún les queda alguna fuerza se les oye: «Gernika…, Gernika…, Gernika…». Me agacho sobre uno y le zarandeo los hombros. «¡Gernika y su gente han muerto pero vosotros estáis vivos!», le digo. Levanta su cara y veo su barba y su barro rodeando su mirada muerta. «¿Qué nos queda ya?», dice.

Los anarquistas ya están en pie y listos para largarse. Matías me tira de la ropa.

—¡Vamos a sacarla, no puedo esperar más! —dice.

—Yo sí puedo esperar. Si tienes tanta prisa la sacas solo —digo.

Los anarquistas no acaban de arrancar. Tienen a su alrededor gudaris descalabrados que aún se tapan los oídos para no oír las bombas que ya no caen.

—¡Roque, Roque, es imposible esperar más y no quiero ir solo! —me dice Matías.

Pero los anarquistas no hacen más que mirar a todos lados sin moverse. Llega un coche por la carretera y para y bajan tres jefes con chaquetones de cuero y correajes y se ponen a ir de un batallón a otro hablándoles con fuerza:

—¡Aguantad un poco más, se acerca a Bilbao un barco ruso con aviones! ¡En breve cambiará nuestra suerte! ¡Recomponed las unidades! ¡Hemos de vengar lo de Gernika! ¡Contraatacad, contraatacad! ¡Aurrera mutillak!

Llega otro coche. No son más jefes sino un hombre y una mujer con cinco crios. Hay restos de escombros en el techo del coche e incluso en su interior. Alguien les hace parar. No traen ni bultos ni maletas, sólo la ropa puesta y sucia de yeso y polvo. La mujer llora y los crios no dejan de mirar al cielo. El hombre dice: «Horrible, horrible…», y varias manos tiran de él para que baje, y la mujer grita: «¡No te separes!», y el hombre le pasa la mano por la cara y nos dice: «Mis hijos tendrán sed», y el comandante anarquista abre su cantimplora y la acerca a la boca del primer crío y luego a las de los otros cuatro, pero ninguno bebe. El hombre dice: «Gernika ya no existe», y el gudari de un batallón nacionalista se abre paso a empujones hasta el coche y coge a todos los crios en un abrazo, a todos, y los estruja contra su pecho y está llorando cuando besa sus cabezas, y como los nervios le pueden los aprieta tanto que los ahoga y el padre quiere sacarlos del cepo, y el uno tirando hacia aquí y el otro hacia allá ocurre que los crios se les escurren hasta caer en la carretera y un montón de brazos los recogen y los envuelven en mantas hasta que el padre dice que los van a asar y se los quita, y los gudaris se quedan sin saber qué hacer por los crios.

—Él salvó el Árbol —dice la mujer.

Todo el mundo se vuelve a ella. Parece dormida con los ojos abiertos. ¿A qué mira? El comandante anarquista es uno de los que más la miran. Cuando la mujer dice: «Se llamaba Baskardo» aún nadie le había preguntado nada.

—¿Baskardo? ¿Qué Baskardo? —digo.

—Un gigante vestido con pieles y con una honda de tirar piedras en la mano —dice la mujer.

La gente que rodea el coche se mira entre sí.

—Sería un Baskardo de Sugarkea de Getxo. Vecino. Yo también soy de Getxo —digo.

Ahora todos me miran a mí.

—¿Qué hacía ese tipo en Gernika vestido con pieles? —dice el comandante anarquista.

—Esos Baskardo visten siempre así, ¿no es verdad, Roque? —dice Matías.

—Lo que me digo es qué hacía él en Gernika. Esos Baskardo no salen nunca de casa —digo.

—Sí, ¿qué coño hacía él en Gernika? —dice Matías.

—Él salvó el Árbol —dice la mujer.

—¿El solo? ¡A la mierda ese Baskardo o quien sea! ¡No existen superhombres sino pueblo! ¡Que nos cuenten cómo salvaron el Árbol las tropas que guarnecían Gernika!… Habla, amigo —dice el comandante anarquista señalando al hombre.

—Sólo ella lo vio, yo estaba sacando a las criaturas de los escombros de nuestra casa —dice el hombre.

—Otros pocos también lo vieron y lo dejaron todo para mirar. También miraron los heridos. Y creo que los muertos también. Porque aquello tenía que haber sido visto por todo nuestro pueblo. Los malditos aviones ya habían terminado a lo que fueron y daban su último paseo sobre las llamas y las lágrimas, y el que iba delante marcaba el camino a los que le seguían, todos soltando sus últimas cagadas y ametrallando, y su camino pasaba sobre el Árbol. Algo silbó en el aire y entonces vi al gigantón haciendo girar la honda sobre su cabeza. Algo salió volando hacia lo alto y miré y vi un gran agujero rojo en la frente del alemán y su avión empezó a hacer eses como un gorrión loco y dio un cuarto de vuelta y los demás aviones le siguieron y se fueron todos y allí estaba el Baskardo muerto al pie del Árbol —dice la mujer.

—Es imposible que una piedra alcance a un piloto —dice el comandante anarquista.

—También vi el agujero en… en… —dice la mujer.

—En la carlinga. Es imposible que una piedra… —dice el comandante anarquista.

—Con aquella piedra sí fue posible —dice un teniente nacionalista.

—Yo he disparado con pistola, fusil y ametralladora contra aviones bajos y jamás… ¡Como para creer que con una piedra…! —dice el comandante anarquista.

—Pero el Baskardo tuvo cojones, eso no se puede negar —dice Matías.

—¡Ni Baskardo ni gaitas, todo es un sueño de esta pobre mujer! —dice el comandante anarquista.

—Mis ojos vieron su cuerpo. Al acabar todo, allí estaba, cubierto de pieles y con la honda en la mano. Cualquiera lo puede ver todavía —dice el hombre.

—No te ofendas, compañero, pero después de un gran concierto de bombas uno puede ver hasta elefantes volando —dice el comandante anarquista.

—¿Dijo algo más antes de morir? —digo.

—Sí, pero nadie le entendió. Aquello era vasco pero no lo cogimos —dice la mujer.

—¿Era suave o fuerte? —digo.

—¡Fuerte! Una maldición o algo así. Una blasfemia nueva —dice la mujer.

—O muy vieja… ¿A quién señalaba con el dedo, a los aviones o a quién? —digo.

—A los aviones no… ¡a nosotros, a los que estábamos allí mirándole! —dice la mujer.

—Sí, era un Baskardo de Sugarkea —digo.

—Yo también creo que lo era —dice Matías.

—Lo más seguro —dice Pedro Urondo.

Aquella noche los anarquistas celebraron una nueva asamblea en su bosque. Matías me dijo antes de irse con ellos: «Espérame, no sé si saldrá irnos o quedarnos». ¿Irse o quedarse? ¿Estaban locos? ¿Todavía a estas alturas dándole vueltas a eso? Al emprender la marcha la familia huida de Gernika, el hombre dijo: «A ver si alguien nos quiere en Bilbao». Se les dijo que Bilbao estaba por el otro lado, con los nervios al salir de Gernika se equivocaron de rumbo. Se les dio pan, sardinas gallegas, alguna lata de carne y mantas y los siete se hundieron con su coche en la carretera oscura.

—¿Qué coño hacía el Baskardo en Gernika? —me dijo Pedro Urondo.

—Lo único que me gustaría saber es por qué dio su vida por ese Árbol en el que ellos no creen —dije.

—Y tú, ¿crees? —dijo Pedro Urondo.

—Bueno, está ahí… La ventaja que tienen los anarquistas es que nadie les pregunta si creen en un árbol —dije.

A los de la cuadrilla de trincheras nos tuvieron de aquí para allá, los jefes no sabían qué batallón contraatacaría y cuál no, no sabían dónde no perderíamos el tiempo fortificando. Los gudaris llevaban recibiendo tantos golpes día tras día que el de Gernika acabó de tirarlos al suelo. Sin embargo esta noche también ha habido contraataques y se han recuperado posiciones. Pero Pedro Urondo me ha soplado al oído: «Todo está guardabajo».

Ahora son las cinco de la mañana y Pedro Urondo y yo estamos de vuelta de hacer trincheras. Nos sale al paso Matías.

—Nos quedamos —dice.

Está feliz, no tendrá que sacar a ella del convento.

—No es nada nuevo, os estáis quedando desde hace días —digo.

—Sí, pero ahora en la guerra —dice.

—¿Es que han traído aviones? —digo.

—Aviones, no, tanques. Han llegado cuatro tanques rusos para defender Durango —dice.

Hay gudaris abriendo trincheras frente a Durango. Pedro Urondo y yo nos miramos. Habría que ir con ellos. El comandante anarquista ha bajado a la carretera con sus doscientos hombres a pedir munición. Me acerco a él.

—Tanques no es lo mismo que aviones —le digo.

—Pero es algo —dice.

—Los tanques no vuelan —digo.

—No es un solo tanque sino cuatro. No vehículos enchapados en los talleres de vuestra ría que no pueden andar por el peso de la chatarra sino auténticos tanques. Y rusos —dice.

—¿Sabíais desde hace tiempo que vendrían? —digo.

—No —dice.

—Pues no acababais de marchar y parecía que esperabais algo —digo.

El comandante se quita sus gafas, saca un pañuelo y frota los cristales. Sus ojos se han achicado y ha dejado de mirarme a mí para mirar sólo a sus gafas. Me sonríe cuando se las pone de nuevo.

—Nuestras asambleas se llevan mucho de nuestro tiempo —dice.

—Después de la rebaja de aviones a tanques, ¿con cuántos tanques os contentabais? ¿Con cuatro? ¿Y si hubieran mandado tres? ¿O dos? ¿O uno? ¿Cuál era vuestro tope? ¿Seguiríais aquí con un solo tanque? —digo.

—Aldeano, eres un viejo zorro —dice.

Poncio y Felipe. Tengo que ir a casa a que lo sepa la familia. Pero para qué correr si no habrá entierro ni nada que enterrar. Y luego, la que tenemos allí encerrada. Yo la metí y yo la sacaré en el último momento. ¿Cuál será el último momento? A lo mejor es hoy. Y alguien tiene que llenar el hueco dejado por Poncio y Felipe en la guerra. Pediré fusil y munición y ahora no para tirar a las piernas. Dispararé los tiros a pares, uno por cada chico.

—¿Qué te pasa, Roque?

Es Matías Urondo.

—No me pasa nada —digo.

—Sé lo que te pasa. Tranquilo, me voy —dice.

—No, espera… Tú y yo tenemos algo que hacer antes de dejar Durango.

Matías sopla fuerte y dice que sí con la cabeza.

—Escucha… La sacaré contigo con una condición: que tú y ella os larguéis a Getxo.

—¿Largarnos? Se agarrará como una lapa a una ametralladora —dice.

—En esa celda habrá tenido tiempo de pensar que no es un gudari sino una preñada de ocho meses. Dentro de esas celdas ocurren milagros. ¿Es que quieres perder a tu hijo? ¿También lo quiere ella? —digo.

—¡No, no! —dice Matías medio llorando.

—Tú sí que estás para irte a Getxo… —digo.

—Hablaremos del asunto, hay tiempo… Ha subido la moral de los batallones, ya ocupan la nueva línea del frente. Acaban de llegar soldados de los reemplazos recién llamados. Son novatos, pero les habrán enseñado para qué es un fusil. Con tres batallones anarquistas hemos formado dos. Los soldados de reemplazo pueden elegir batallón y eligen nacionalista, y a distancia, republicano, socialista o comunista, sólo por equivocación anarquista. Las deserciones van en aumento, era esperable. Los batallones nacionalistas son un coladero porque en ellos se meten los franquistas para pasarse de campo al menor descuido —dice Matías.

—¿Para qué me cuentas todo eso?, ¿para que me olvide del convento? Ya sé que estamos metidos en un berenjenal que no hay por donde agarrarlo. Que tengas suerte —digo.

—¿Adónde vas? —dice.

—A buscar un batallón nacionalista. Será difícil que nos volvamos a ver. No sé qué hará tu padre —digo.

Ahora se me cuelga de las solapas.

—¿Y el convento? —dice.

—¿De qué convento me hablas? —digo.

Pedro Urondo viene conmigo. Me dice:

—Será difícil que los fascistas guarden dos bombas para los Urondo. Guardarán una. Cuando caiga es mejor que estemos separados, así uno de los dos volverá vivo a casa.

Él también quiere disparar y desde un batallón nacionalista. Le da igual uno que otro. A mí no me da igual, quiero el de Pelayo. Algo ya podré hacer por él estando a su lado, tengo práctica en esto. Al menos, si ha de morir que yo sepa dónde está el cuerpo, aunque sean sus botas.

Enseguida empieza el cañoneo. Sobra mirar el reloj: las siete. Es un gran terremoto a todo lo largo del frente. Aguantar sin moverse. Nos ha pillado en la trinchera de un batallón nacionalista, pero no el de Pelayo. Me dicen que el suyo estará hacia Apatamonasterio, para cortar la bajada de los franquistas del Amboto. Tampoco quiero alejarme mucho de Durango. Detrás también disparan cañones nuestros. No es fácil resistir una lluvia de obuses estallando alrededor sabiendo que enseguida caerán las bombas de los trimotores entre huecos de hoyas para que no se libre ni un terrón. Cuando acaban los cañones y empiezan los trimotores las caras que me rodean son lo más parecido a la zaborra.

—Roque, nos toman por malvices —oigo a Pedro Urondo.

Una bomba lo saca de la trinchera y cuando se va el polvo tiro de su ropa para meterlo otra vez. Pero pronto ya no hay trincheras. Pedro Urondo y yo nos encontramos sobre montones de tierra recién levantada y caliente. Veo docenas de cuerpos a los que no se les mueven ni los pelos, casi todos sin un agujero donde meterse, ni siquiera un agujero de bomba. ¿Cuerpos vivos o muertos? Gritos, ayes, quejidos, no todos están muertos.

—Pedro, Pedro… —digo.

—¡Eúp! —apenas le oigo.

La tercera sesión viene detrás de los trimotores, es el turno de los fascistas de a pie. ¿Cuántos de esos cuerpos podrán levantarse para coger su fusil? Me arrastro y empiezo a palpar cuerpos. Algunas cabezas se vuelven y me dicen: «Buena paliza», o «¡Malditos!», o «Esto no es humano», o sólo «¡UfF!». Buena parte del batallón aún sigue viva y se arrastra hacia los agujeros de bomba. Pedro Urondo y yo hemos cogido sus fusiles a dos de los cuerpos que no se mueven… Bueno, y aquí vienen, tres largas olas formando abanico a treinta pasos una de otra. La primera es de moros. Cuando cazamos en Getxo y nos acercamos a un bando de palomas en un árbol vamos con más cuidado que estos hijos de los trimotores que ni siquiera se encorvan para achicarse. Vienen bien tiesos, tranquilos y a lo mejor silbando. A mi derecha y a mi izquierda hay apuntándoles muchos más fusiles de los que yo esperaba. Y un par de ametralladoras. «¡Fuego!». Habrá sido el comandante. Disparamos con ganas. Ya no disparo a las piernas, Dios lo sabrá comprender. Los franquistas que no caen se quedan quietos. No lo esperaban. Luego se lanzan a una carrera hacia nosotros dando gritos. Caen aquí y allá. El comandante nacionalista grita: «¡Fuego, fuego, fuego!». Quedan pocos en la primera ola, pero ahí están la segunda y la tercera. «Yo no empecé esta guerra», oigo a Pedro Urondo, que ni respira por apuntar mejor y apretar el gatillo como si no hubiera hecho otra cosa en su vida. Empezó disparando dos veces y parándose, hasta que cayó en que ahora lo que tiene en las manos no es su escopeta de caza de dos cañones. Nadie se mueve de los agujeros. Ahora los fascistas también disparan. Las bombas de mano vuelan desde los dos campos y es un milagro que no se choquen en el aire. Un teniente está quitando algo a dos cuerpos quietos y nos viene a Pedro Urondo y a mí con dos bayonetas. «Metedlas en las puntas de los fusiles y usadlas como si fueran sardas». En esto, que pasan sobre nuestras cabezas obuses silbando que revientan sobre las olas fascistas. «¡Nos van a dar, estamos casi mezclados con ellos!», oigo a varios gudaris. Son los cañones de los tanques. Oímos ruido de chatarra y de motores a nuestra espalda. Los tanques habían estado entre las primeras casas de Durango tapados con ramaje. «¡Aurrera! ¡Aurrera!», gritan los gudaris abriéndose para dejarles paso. Los fascistas se paran, no saben qué hacer. En el momento de pasar a nuestro lado los tanques empiezan con sus ametralladoras, y sus cañones tampoco paran. ¡Allá van perdiendo el culo las espaldas de los fascistas más aprisa que liebres!

Todo ha ido a peor y ahora sí que es el último momento para sacarla de la celda. Tenemos a los fascistas a la espalda a punto de cortarnos la carretera a Bilbao.

—Ayúdame a buscar a tu hijo —digo a Pedro Urondo.

Me ha sido imposible dar con Pelayo. Ayer, después de que los tanques se estrenaran a las once de la mañana, entraron en batalla en dos ocasiones más, a las dos y a las cinco de la tarde. Los fascistas nos habían cañoneado y bombardeado de nuevo en esas dos ocasiones, y en las dos aparecieron también nuestros tanques cuando atacó la infantería fascista. En la primera ocasión los cuatro tanques, pero en la segunda ya sólo uno, las bombas de mano se habían cargado a los otros tres. A duras penas los rechazamos. En el ataque de las cinco todo se vino abajo, el último tanque quedó para chatarra, los bombardeos de todo el día habían roto a los gudaris, tanto a los muertos como a los vivos, y perdimos la posición. Aquella noche pensé que aún no era el último momento. La nueva línea del frente hacia atrás se plantó a trescientos metros de las primeras casas de Durango y no fueron unas trincheras decentes. Trabajó una cuadrilla pequeña, y además cuadrilleros y gudaris andaban asustados por los rumores de que teníamos a los fascistas moviéndose a un costado para cortar la carretera de salida a Bilbao.

Aquella noche no se contraatacó, la posición perdida se dio por perdida. Aunque seguí pensando que aún no era el último momento ya no busqué a Pelayo sino a Matías.

Hoy los trimotores han venido dos veces y desde primeras horas de la tarde sólo hay fusilería. El enemigo espera y parece decirnos que también esperemos nosotros. La batalla se está dando en Iurreta y Garay, si se pierden perderemos también la carretera. Al anochecer viene la desbandada, la carretera es una riada de hombres y vehículos. Es cuando le he dicho a Pedro Urondo: «Ayúdame a buscar a tu hijo».

Él va por un lado y yo por otro. Pregunto por los anarquistas pero nadie sabe dónde está nadie. Me digo que hay que ir al convento, sin más, no hay tiempo para otra cosa. La sacaré yo solo si no hay más remedio. ¿Pero cómo convencerla sin hablarle de que se deje llevar a Oiarzena? Si no encuentro otro transporte, cuando ella salga del convento verá a la puerta una carretilla de mano, y si le queda una pizca de seso comprenderá y dejará que les lleve encima a ella y a su hijo. Los cazas han ametrallado la carretera hasta que se fue la luz.

Entro en Durango con una carretilla de madera que he encontrado en la cuadra de un caserío vacío. La rueda es de hierro y el eje chirría. Durango está en ruinas y gudaris y civiles sólo andan a salvar el pellejo. Ante una iglesia hay dos docenas de gudaris nacionalistas haciendo guardia, y lo mismo ante un convento. Es la única gente quieta que veo. Hay otra guardia ante el convento que busco. Están discutiendo con alguien. Me acerco y es Matías Urondo. Los nacionalistas le quieren echar de allí.

—¡He de hablar con la superiora! —dice.

—Pues entra y te acompañaremos —dice un jefe nacionalista.

—Es que estoy esperando a alguien —dice Matías.

—No puedes estar aquí, los anarquistas no guardan conventos —dice el nacionalista.

Me acerco más y digo:

—Me espera a mí.

—¿Y quién eres tú? —dice el nacionalista.

—Soy Roque Altube, del caserío Altubena de Getxo y me creeríais más una mentira que una verdad, pero os diré la verdad: ahí dentro está la mujer de éste y está preñada de ocho meses y hay que llevarla a casa.

—¿En esa carretilla? —dice otro nacionalista.

—¿En esa carretilla? —dice también Matías.

—Creí que la carretilla era para llevaros cálices y candelabros —dice el jefe nacionalista. Le da a la aldaba de la puerta—, ¡Abran, madres! Tranquilas, soy del servicio de orden.

Una docena de cerrojos y se abre la puerta una rendija.

—¿Es verdad que tienen ustedes a una mujer embarazada? —dice el jefe nacionalista.

Nada. Nadie habla por la rendija. El nacionalista pregunta lo mismo otra vez. Entonces oigo a la madre superiora:

—Es una pecadora a la que hay que purificar.

—Aquí la busca su marido —dice el jefe.

Oímos que la madre superiora se ríe y dice: «Sí, sí, su marido». El jefe se vuelve a Matías.

—¿Cómo se llama esa mujer? —dice.

—Flora —dice Matías.

—¿Se llama Flora? —dice el jefe a la rendija.

La madre superiora abre lo justo para asomar su cara blanca.

—Sí, Flora. Pero preferimos retenerla por su bien —dice.

—¡Soy el padre del hijo que lleva en su tripa! —dice Matías.

—No conozco a este hombre. Nos la trajo el otro —dice la madre superiora.

El jefe me mira.

—¿Qué eres tú de ella? ¿Eres familia? —dice.

Matías y yo nos miramos.

—Los tres son anarquistas y los anarquistas no respetan ni la familia —dice la madre superiora.

—Yo no soy anarquista —digo.

—Sí, pero ¿qué eres de ella? —dice el jefe.

Matías y yo nos miramos.

—Es algo así como su padre —dice Matías.

El jefe nacionalista dice a la madre superiora: «Es su padre», y viene con nosotros cuando entramos al convento siguiendo a la monja. A medio camino alcanzo a la superiora y le pregunto cuánto le debo. Los otros dos también se han parado.

—Esto, para mí, no ha sido cuestión de dinero sino de ganar un alma para Dios —dice ella.

—Eso también cuesta dinero. ¿Cuánto? —digo.

—Sábanas limpias, comida muy decente para los tiempos que corren, sermones especiales, misas y rosarios por su salvación… Veintiún duros —dice.

Me vuelvo para sacar de debajo de la camisa la bolsa de tela que me cuelga del cuello. Saco veintiún duros en papel y se los enseño.

—Por Dios, nada de dinero de Euskadi. Vivo entre muros pero sé qué pasa ahí fuera —dice.

Meto el papel, saco duros de plata y se los doy.

—Abra la puerta y que se la lleve su hombre —digo.

—Qué mal suena eso de «su hombre» —dice la madre superiora.

Van los tres hasta el fondo de la galería, oigo cerrojos y vuelven cuatro. Me meto en una sombra y pasan frente a mí. Ella tendría que apoyarse en el brazo de Matías pero no lo hace, tampoco le mira, en tanto que él no le quita ojo esperando que estalle en cualquier momento. Quizá le haya entrado el seso y vaya de la misma a parir a Getxo. No tiene mal aspecto, la celda le ha sentado bien. Y sobre todo ha estado fuera de la guerra y está viva. Salen a la calle y entonces me dice la madre superiora:

—Me ha conmovido la efusión entre padre e hija. ¿Es que los anarquistas rechazáis la familia hasta el extremo de avergonzaros de vuestros sentimientos?, ¿o es que os habéis arrancado los sentimientos?

—Yo no soy anarquista —digo.

—¡Pues entonces es peor! —dice la madre superiora.

«¡Suerte!», nos dice el grupo de nacionalistas de la calle. Estuvieron callados cuando Matías le dijo a ella que pusiera un pie dentro de la carretilla y luego la ayudó a subir y a sentarse. Sin una mala palabra ni un mal gesto. Como la seda. Nada tampoco cuando Matías dijo: «Ahora a casa». El y yo nos miramos. Demasiado fácil. Los nacionalistas lo miraron todo sin decir nada. Ya pensarían lo suyo. Se quedaban en Durango. «Todos se marchan, los fascistas están a las puertas», les dijo Matías. «Tenemos orden de retrasar unas horas su entrada. Nos acompañarán algunos más, dispararemos desde las casas», dijeron los nacionalistas. Al despedirme de ellos con la mirada fue como si me despidiera de Felipe y de Poncio.

Hay más orden que antes entre los gudaris que marchan por la carretera, ahora van en dos filas por los bordes y por el centro circulan coches, carros, camiones, ambulancias, cañones. A fuerza de practicar están aprendiendo a retirarse.

No sé si ella habrá abierto la boca desde su salida, no le he oído una palabra. Yo llevo la carretilla. Ella pesa menos que un fardo de paja. Matías va a su lado y no para de hablar, supongo que para no dejarle hueco. No encuentra postura para ella, tan pronto la pone con las rodillas dobladas a ras de las tablas como dobladas hacia arriba. Aunque yo llevo la carretilla es Matías quien más cerca va de ella. Yo voy a medio metro, no recuerdo haber estado nunca tan cerca. ¿Por qué no explota de una vez y nos deja tranquilos? ¿Qué le ha dado de comer la madre superiora?, ¿sopa de rosas? Lo único que hace es mirar en silencio lo que ocurre a su alrededor. La cuestión es retirarse, sí, pero no hacia donde nos lleva la guerra sino hacia Getxo. Matías piensa lo mismo. ¿Y la de la carretilla? Si Matías la dejase hueco para hablar sabríamos algo. De vez en cuando le pone la mano abierta sobre la tripa inflada y le dice: «¿Qué tal va esto?», y ella se la quita sin una palabra. Matías me mira y se encoge de hombros.

En Amorebieta hay gran zuriburri de hombres y ruedas, algo así como si la riada hubiese chocado contra un muro. Hay órdenes y contraórdenes, la gente se mueve hacia todos lados. Parece que no se retrocede más, que a esta altura quieren montar la nueva línea del frente. Hago una señal a Matías y se pone delante de la carretilla abriendo paso. Salen mensajeros en moto de una casa donde acaban de establecer el puesto de mando.

—A los hombres no se os puede dejar solos —oigo bajo mi barbilla.

—¿Eh? ¿Qué? —dice Matías.

—Mira la que habéis armado —oigo bajo mi barbilla.

Matías y yo nos miramos.

—Aquí sólo veo guerra. ¿Dónde está el espíritu revolucionario? Una guerra se puede perder, pero no una revolución como ésta. Los hombres retroceden porque carecen de espíritu revolucionario. Alguien ha fallado —dice ella.

—No había tiempo, no encontraba momento. De día los trimotores sobre la cabeza y el repliegue, y de noche contraatacar —dice Matías.

—Tonterías —dice ella.

Va a levantarse y con gestos pide ayuda a Matías. Queda en pie. Hace más gestos para que no se pare la carretilla.

—¡Quien abra los ojos ahora puede asistir al hundimiento del mito de la patria! ¡Estos gudaris que huyen ante el enemigo sólo son patriotas, no revolucionarios! ¡La patria es mortal, la revolución es inmortal! La diferencia entre un patriota y un revolucionario está en que el patriota huye y convierte a su patria en mortal, mientras que el revolucionario se deja matar antes que huir y convierte a la revolución en inmortal… ¡pues él nunca contemplará su derrota! Me tranquiliza estar ahora rodeada de patriotas y no de revolucionarios. Sin embargo, estamos viviendo la gran ocasión que esperábamos los anarquistas… ¡porque el pueblo está armado y en condiciones de destruir el Estado! —está diciendo ella sin casi tomar aliento.

Tiesa sobre la carretilla, habla moviendo los brazos. Habla y habla con una voz fuerte y de niña al mismo tiempo, mirando a derecha e izquierda, no se le escape una sola de las orejas que nos rodean y que vamos dejando atrás a medida que a proa Matías va abriendo singladura en este mar de gudaris y civiles. No hay una sola cara que no se vuelva a mirarla y unos la miran alelados y otros tuercen el gesto y algún nacionalista se acerca y grita:«¡Gora Euskadi!», y en tres o cuatro ocasiones nos cortan el paso para decirnos que calle la boca, que en el frente no se hace política, pero Matías les dice que la llevamos porque está a punto de parir y no calla porque así se olvida de los dolores, y yo empujo y se tienen que apartar. No es raro que frenen coches y camiones al pasar a nuestra altura, tanto para saber qué ocurre para gritar tanto como para ver bien el cuadro de ella tiesa sobre la carretilla. ¡Dios, es un gran mitin! «¡Paso, paso, paso!», digo. Desde aquel tiempo de las minas yo nunca…

—¡Viva Bakunin! —oigo.

—¡Viva Durruti! —oigo.

—¡Camaradas! —dice ella, y poco falta para que caiga de la carretilla.

Es un camión lleno que se ha parado. Lleno de anarquistas. Son parte de un batallón destinado a la zona del Sollube.

—¡Vamos con vosotros, hacednos un hueco! —dice ella.

Matías me mira, le hago una seña y se me acerca.

—En Getxo a las que van a parir las bañan en agua de algas para los dolores. Díselo. Que por eso la llevamos a Getxo —le digo.

Matías se acerca a ella:

—¡Ya está bien de locura! ¡A casa a mojarte con algas!

Ella deja de hablar con los del camión.

—¿Algas? ¿Te atreves a hablar de algas después de lo que me has hecho? —dice.

—Fue por tu bien. Lo de las algas también es por tu bien, para que te salga sin dolor —dice Matías.

—¿Sabéis lo que me hizo? ¡Quería meterme monja y me encerró en un convento! ¡Una monja preñada! —dice ella.

Los anarquistas ríen a carcajadas.

—Ahí está la madre del cordero… ¡preñada! ¡Eres una mujer preñada que no quiere saber que está preñada! ¡Abortarás en una trinchera! —dice Matías.

Desde hace rato me he vuelto de espaldas para que ella me vea menos, al menos que no me vea la cara y se desfogue a su gusto y ya tranquila diga que sí a las algas. Los anarquistas del camión se pierten con la bronca que ella le está echando a Matías. Pero como él tampoco calla y repite muchas veces lo del aborto, los anarquistas empiezan a dejar de reír y su camión arranca.

—¡Esperad! ¡Me queda un mes y ganaremos la guerra antes! ¡Esperad! —les grita ella.

Estos anarquistas son mejores personas que aquellos socialistas de las minas que nunca movieron un dedo para que aquella preñada se quedara en casa y no anduviera en mítines y manifestaciones. Ella quiere bajar de la carretilla y él la ayuda y quedan de pie frente a frente sin hablar. Ella empieza a llorar y se lleva una mano a los ojos. Matías la abraza y ella no le pega. Todo lo estoy viendo por el rabillo del ojo. Ahora hablan. Bueno, habla Matías, y me mira mientras habla. Ella llora más. Sé que Matías le acaba de decir lo de Felipe y Poncio. El muy sinsorgo le querrá ablandar el corazón para acompañar a Getxo al pobre viejo. No tarda en acercárseme.

—Dice que no sólo en Getxo hay algas. Es lo más que he conseguido —dice.

—No es tonta —digo.

—No, no es tonta —dice Matías.

Las faldas del Sollube son tan largas que llegan hasta la costa por la parte de Bermeo. En el camión que se para en este momento hay anarquistas de nuestro primer batallón. Nos hacen sitio a los tres, no a la carretilla.

—Ya no te hace falta —dice Matías.

No entiende nada. Es que no estuvo en aquel tiempo al otro lado de la ría, no sabe la importancia que al soltar un mitin tiene una pequeña altura como una carretilla o una caja de jabón.

Más adelante nos cruzamos con camiones vacíos que regresan a por más gudaris después de haber descargado los que llevaban en sus destinos del nuevo frente. También encontramos en la carretera batallones llegados de las posiciones recién perdidas que ahora esperan las últimas órdenes del mando. Unos están sentados en el suelo, otros tumbados, y cualquiera pensaría que están tirados y sin ganas de seguir si no fuera por el Eusko Gudariak que cantan algunos grupos. Una de estas mareas en retirada viene de Gernika, que acaba de ser tomada por Franco.

—¿Qué gran personaje se acerca por ahí? —dice un anarquista del camión.

Son unos ertzainas motorizados escoltando un coche de funeraria con una caja de muerto. Todo el mundo se aparta en la carretera para que pasen. Oímos voces diciendo que es el Baskardo que salvó el Árbol. Nuestro camión también se ha parado. Bajo y voy hasta el coche negro. La caja está abierta para que todos puedan mirar. «No cabía en los féretros y le han hecho otra», dice alguien. Miro. No hay duda, es un Baskardo de Sugarkea, el que ha hecho aquello en Gernika: grande, fuerte, barbudo, vestido de pieles, con la honda a su lado y ahora muerto.

—¿Sabéis adonde tenéis que llevarlo? —digo.

—A su casa, que está en Getxo —dice un motorista.

—¿Sabéis cómo se llama su casa? —digo.

—¿Cómo se llama su casa? —se dicen uno a otro los motoristas.

—¡Sugarkea! Devolvedlo a los suyos. No hay que avisar al cura. Que no se os caiga por el camino. Abrid bien las orejas: ¡Sugarkea! —digo.

Aprovecho que ella va dormida para hablarle a Matías de las algas.

—Creí que lo de las algas era un cuento chino para llevarla engañada —dice.

—Se puede creer que es un cuento o que no lo es, cada uno que crea lo que quiera. En Getxo unos dicen que con algas se pare sin dolor y otros que no sirven ni contra los mosquitos. Se dice que de las mujeres que paren con dolor unas habían tomado algas y otras no, y lo mismo de las mujeres que paren sin dolor. De modo que las algas no serán buenas pero tampoco matan. Lo que no recuerdo es si hay que cocerlas para tomar el caldo o frotar con ellas las partes —digo.

—Entonces, ¿qué hacemos? —dice.

—Frotar, así no hace falta perola ni fuego. Mira: os llegáis a la costa, coges de la mar un gran manojo de algas, les arrancas las partes duras, las secas…, no, no las seques…, vais tú y ella a un sitio apartado y que se quite la ropa y le frotas con tu mano izquierda. No lo olvides, con la izquierda. Después… —digo.

—¿Y por qué no esperas a llegar a la costa para darme instrucciones y así no se me olvidan? —dice.

—Porque yo me voy a Getxo a hacer algo importante —digo.

—¿Y me dejas solo con ella y con las algas? ¿Volverás? —dice.

—Cada día que pase ella estará peor y la guerra no se acaba. Si tú la cogieras de los pelos y la llevaras donde debe estar… —digo.

—Tranquilo, Roque, ya me las arreglaré solo… Tú debes ir a llorar con la familia vuestras dos muertes. Y te quedas allí. Tu sitio está con los tuyos —dice.

—Los míos están en más sitios que en Basaon —digo.

Sin haber llegado a la costa nos dicen que hay que ocupar el Sollube antes de que lo ocupen los italianos, que avanzan por la costa cantando. Así que no vamos a tener esos dos días de descanso con que yo contaba para ir y venir de Getxo para hacer lo que no puede esperar. Subiremos al Sollube nosotros y un batallón socialista. Hasta ahora no había visto al comandante anarquista de las gafas.

—¡Hombre, aldeano! ¿Aún no te has ido a tu casa? —dice.

—Si te estorbo me voy. Pero no sin que antes mandes también a casa a esa mujer. Yo soy viejo pero ella está preñada de ocho meses y en una guerra esto es peor que ser viejo —digo.

—No, aldeano, no quiero que te vayas. ¿Y sabes por qué? Porque tú no eres de los que desertan, y si alguien de mi gente sintiera la tentación de desertar, lo pensaría dos veces viendo que hasta un viejo es más hombre que él —dice.

—Es que soy más anarquista que nadie —digo.

—No lo digas de broma, posiblemente sí eres más anarquista que muchos de aquí. El espíritu libre de los aldeanos es casi anarquismo…, si lo descargamos de algunas cosillas —dice.

Hay que subir a los camiones.

—Eres su jefe, nunca me cansaré de pedirte que la saques de la guerra. Cuando quieres ya sabes poner a la gente derecha. Mándala a casa de un bufido —digo.

—Tú y ella, ella y tú. Tú, ella y Matías, Matías, ella y tú… ¿Qué coño os traéis entre los tres?… No he dicho nada. Somos anarquistas, cada uno hace de su capa un sayo. Si ella y yo no fuéramos anarquistas, o si ella fuera anarquista y yo no, o si yo lo fuera y no ella… ¡Pero es que ella y yo somos anarquistas! ¿Cómo un anarquista va a torcer la voluntad anarquista de otro anarquista? Yo sólo puedo dar órdenes de guerra. Compréndelo, aldeano. ¿Por qué no la llevas a un médico de Sanidad, o la lleva Matías, o la lleváis entre los dos… ¡o los cojones!…, a ver si ese médico se atreve a mandarla a casa? —dice.

Subiremos al Sollube en los camiones. Matías está pidiendo prestada alguna manta para hacerle a ella una cama en la caja de nuestro camión.

—¡Para, para! ¿No ves que es como arrastrar a un moribundo de un frente a otro? —le digo.

—No puedo hacer más. ¡No puedo hacer más! —dice, apartando a empujones a la gente para poner las mantas.

—En otro camión he visto a un médico con su bolsa de boticas. La coges, la llevas a que la vea cómo está y que la mande a casa —digo.

—¿Más hostias para nada? Aquí ya está todo dicho, lo único que me queda es joderme —dice.

—Está casi en la cuenta atrás y un médico no puede encogerse de hombros —digo.

—Me volveréis loco entre los dos.

Ella está aparte sentada sobre un tronco y hablando con cuatro anarquistas. Matías se le acerca y le habla. Ella mueve la cabeza con rabia. Los anarquistas también le hablan. Ella sigue moviendo la cabeza con rabia. Entonces Matías va en busca del médico y lo lleva ante ella. Me acerco un poco. «¿De ocho meses? ¡Hay que evacuarla!», dice el médico. «¿Quién dice que estoy de ocho meses?, ¿este atontado? Estoy de cuatro sin llegar a cinco», dice ella. «¡Miente! ¡Soy el padre y sé que está de ocho meses!», dice Matías. «¿Quién de los dos no sabe llevar las cuentas?», dice el médico. «¡He aguantado hasta ahora en primera línea y seguiré aguantando!», dice ella. «Los límites no los marca el coraje sino la naturaleza», dice el médico. «¡Pero es mi naturaleza, es mi hijo! ¡No quiero pasar por cobarde ante mi hijo!», dice ella. «¿Qué dice esta loca?, ¿dónde están los ojos de mi hijo para verlo?», dice Matías. Las manos del médico tocan la tripa de ella por todas partes y dice: «La persona de aquí dentro podrá verlo todo de un momento a otro». Mira a Matías y le dice: «Yo sólo soy el médico, tú eres el padre». Y se marcha.

Matías me mira. Cuando los camiones empiezan a rodar subo al nuestro con dos mujeres anarquistas y las siento junto a ella.

Los italianos que suben cantando por el otro lado del Sollube no saben que nosotros ya estamos arriba. Los gudaris de los dos batallones saltan de los camiones y toman posiciones. Matías ya está en el suelo y la coge a ella por la cintura y la baja como una pluma y echan a andar despacio llevando él los fusiles de los dos, pero de pronto ella lo aparta a manotazos porque no quiere que la sostenga. El bulto de su tripa no es tan grande como otros que tengo vistos pero la desnivela. Todas las alturas que dominan un lado y otro de la carretera por la que aparecerán los italianos están llenas de gudaris agazapados. Paso por la espalda de Matías y le soplo: «Que se siente», y él vuelve la cabeza y la mueve diciéndome así que es imposible, y entonces cojo una caja vacía de municiones y se la pongo en las manos y él la pone tras las piernas de ella y de un empujoncito la sienta y me mira sin creérselo.

Nos llegan cada vez más cerca los cantos de los italianos. Envían a un anarquista monte abajo y dice al volver: «Ya los tenemos ahí». En el recodo de la carretera aparece un jefe con el pecho lleno de medallas y una pluma en el sombrero. Cuando tenemos a tiro un gran trozo de carretera lleno de italianos, el comandante socialista dice «¡Fuego!» y el Sollube se parecería a Getxo cuando se abre la veda si las palomas y malvices también dieran gritos. Al principio los italianos sólo miran hacia nosotros con la boca abierta, nos miran así incluso al rodar por la carretera. Se les entiende bien cómo llaman a su madre. Socialistas y anarquistas le dan con gusto al gatillo de los fusiles y ametralladoras. Es una novedad hacer por una vez la guerra sin aviones encima. «¡Toma, cabrón! ¡Toma, cabrón!», dice Matías disparando casi sin apuntar, tirando al rebaño cerrado de cuerpos. «¡Que no salga vivo un solo macarroni!», dice el comandante anarquista. Tengo a ella tumbada al otro lado de Matías y disparando sin tomar aliento. No corre peligro porque lo bueno de ahora es que los italianos no disparan, sólo corren monte abajo dejando atrás fusiles, ametralladoras, cañones y camiones. «¡A por ellos hasta Bermeo!», dice el comandante anarquista y todo el mundo sale de sus nidos a perseguir al enemigo, parándose un momento para disparar de pie o arrodillados y seguir, bien por el monte o por la carretera, y los que bajan por el monte es para acortar y salirles a los italianos en otra curva de la carretera y darles caña una y otra vez.

Doy un grito a Matías porque veo que ella quiere lanzarse también monte abajo. Si nadie la puede atar, al menos que no ande botando como una cabra. Matías la mete en la carretera. Pero los italianos corren como liebres y sólo gudaris con buenas piernas pueden seguirles, y como ella no quiere ser menos se embala medio arrastrando las botas, y como resulta que desde el principio de la carrera yo voy cuatro pasos por delante de ella haciendo de escudo, y por delante de Matías y de una de las mujeres que he puesto junto a ella para que le lleve el fusil, pues freno mi marcha, y Matías y la mujer también frenan y estorban la bajada de ella hasta que los tres se ponen a mi paso y los gudaris nos adelantan por derecha e izquierda. Me preocupa que tropiece contra los cuerpos de italianos que llenan la carretera y vaya al suelo y algo se le reviente.

Es media mañana y hemos quedado en la cola. Primeros o últimos debemos correr igual, la costa aún está lejos y ella no calla: «¡Ni un descanso hasta conquistar Bermeo! ¡La guerra será diferente después de esta victoria! ¡La revolución está más cerca, camaradas!». Habla de revolución la que tendría que estar en la cama entre parteras, aunque a veces pide su fusil y la mujer se lo pasa y entonces yo me aparto a la cuneta por si las moscas, a pesar de que no apunta al frente de la carretera sino a trozos que se ven allá abajo entre bosques y por los que corren unos italianos pequeñitos a los que sólo de milagro tocarán las balas de ella.

Bueno, y encuentro otra carretilla en una caseta y me la llevo prestada. A ver si me acuerdo de todo lo que he de devolver cuando acabe la guerra. Pongo la carretilla en manos de Matías sin una palabra. Es de chapa y más pequeña que la anterior, pero ella también cabe. No dice ni mu cuando él se la pone contra sus piernas y apenas tiene que esperar para verla sentada dentro. «La carroza de la reina», dice la mujer que a este paso acabará siendo su partera.

A mediodía se remansa la marea de gudaris que corría Sollube abajo. La victoria se cierra con la toma de Bermeo. Los italianos Flechas Negras hechos prisioneros son muchos más que sus muertos y heridos. De pronto todo ha quedado tranquilo. El correr cansa y la gente se tumba en las nuevas posiciones. Hemos llegado a la costa.

—Las algas —digo a Matías.

—Roque, ¿cómo puedes acordarte de las algas después de una victoria tan grande sobre esos hijoputas? —dice.

—Aún no has ganado tu guerra —digo.

Baja la cabeza y resopla. La carretilla ha hecho un buen trabajo, ella ni siquiera ha intentado bajar porque podía llevar el fusil en sus manos en todo momento e incluso disparar sentada. Cuando Matías me lo pedía con un gesto, yo le relevaba, él se iba a un costado sin cambiar el paso y la ayudaba a guardar el equilibrio y ella hacía como que no se daba por enterada de que él marchara unas veces a su costado y otras a su espalda, que lo tenía a su costado cuando el viejo que marchaba cuatro pasos por delante dejaba de estar en su sitio. No me ve porque no me mira, sabe que tiene que ser así, porque también sabrá que las carretillas no marchan solas. Ahora dice a Matías:

—Estos socialistas también son revolucionarios, pero se quedan a medio camino. Me tienen que oír.

—No es el momento, están cansados, todos estamos cansados, tú también estarías cansada si te acordaras de lo que transportas —dice él.

Llegamos ante medio batallón de socialistas cansados pero habladores, bromistas, contentos, que dicen:

—¡Salud, camaradas! ¡Victoria, victoria! ¡Hemos hecho llorar al Duce, como hace poco en Guadalajara! ¡A partir de hoy basta de retroceder, sólo avanzar!

—¿Y luego? ¿Y luego? —dice ella.

Lo ha dicho todavía de espaldas a ellos, mientras marcaba a Matías con la mano dónde poner la carretilla.

—En una situación como la que vivimos es posible ver a un pueblo tomando decisiones y ejecutándolas, a veces contra el poder centralizado que pretende dirigir la guerra. ¿Y por qué el pueblo posee ahora algún grado de decisión? ¡Porque está armado! —dice ella. Se ha puesto de pie sobre la carretilla, se ha quitado el gorro de lana, se ha sacudido el pelo y mira a los socialistas como esperando algo de ellos, pero son los socialistas los que esperan que siga hablándoles.

—Siéntate, ¿no estás cansada? A lo mejor es tu hijo el que está cansado. A ti no sé lo que te queda, pero a él le queda un mes —dice Matías.

—¡Salud a los vientres que paren revolucionarios! —dice un socialista.

—¡Salud, salud, salud! —dicen los demás socialistas.

—Y luego, ¿qué? ¿Permitiréis que al término de la guerra el Estado os desarme y de nuevo os aplaste? Cuando la República proclame que la guerra ha terminado… ¡entonces empezará nuestra verdadera guerra, la guerra de la clase trabajadora contra la burguesía, los capitalistas, los militares, la Iglesia…, es decir, contra el Estado! Escuchad, camaradas: la única guerra que debemos aceptar en el futuro es la guerra revolucionaria —dice ella.

¡Dios!, es como en aquel tiempo al otro lado de la Ría con la otra ella subida a una caja de jabón. No sé si para estas cosas es mejor una carretilla o una caja de jabón. La caja tiene la ventaja de que se puede encontrar en muchas partes, sobre todo en una guerra, porque no hace falta que sea de jabón, valen las de municiones o bombas de mano. Una carretilla no es tan fácil de encontrar, aunque tiene las ventajas de ser más alta y poder llevar, por ejemplo, a la persona que echa el mitin.

—¿También el Estado socialista es explotador? —dice el comandante socialista.

—También —dice ella.

—El único país en el que se ha implantado el socialismo es en Rusia. Es el Estado soviético, el Estado socialista, un Estado de los trabajadores para los trabajadores —dice el comandante socialista.

—Dictadura de unos pocos trabajadores convertidos en burgueses sobre una gran masa de trabajadores silenciosos. ¿Hay allí ejército, hay policía? Pues hay Estado opresor —dice ella.

Aparece el comandante anarquista y dice:

—Lo malo de la Rusia socialista es que se ha dado a sí misma un programa férreo y cerrado, y lo que conviene es determinar principios de libertad y dejar a las asambleas populares la realización práctica de estos principios.

—Hasta una familia necesita un mínimo de organización para funcionar, más la inmensa Rusia —dice el comandante socialista.

—Son los inpiduos los que deben darse a sí mismos sus propias leyes, no el Estado. Leyes, sí, pero desde la libertad, y la verdadera libertad radica en el inpiduo. Tampoco nos gusta demasiado la palabra ley —dice ella.

Es a la que mejor se le oye por estar subida en la carretilla, y a la que más siguen los ojos y los oídos de los socialistas.

—El mundo son leyes, todo está lleno de leyes, hasta en la libre naturaleza hay leyes… ¡y venís los anarquistas y las rechazáis de un plumazo! —dice el comandante socialista.

El comandante anarquista se quita sus garitas y las limpia sin mirar a nadie, seguramente porque esos dos ojitos arrugados no ven ni una alubia sin cristales. Pero sí puede hablar:

—¿Habéis leído a Bakunin? ¿No? Pues para entender qué mundo futuro queremos los anarquistas hay que leer a Bakunin… Se abusa del término justicia, todas las ideologías se lo apropian, pero es la vieja justicia derivada de viejos códigos o de la jurisprudencia romana, consagrados por el tiempo y bendecidos por las religiones y hoy aceptados como principios absolutos. La justicia anarquista parte de la conciencia natural que brota de los seres humanos. Esta justicia universal, que nunca inspiró ningún código jurídico ni económico, será el fundamento del mundo nuevo.

—¡Los anarquistas haremos realidad el principio revolucionario de que todos los hombres nacen iguales! —dice ella.

La vemos tan tiesa y segura sobre la carretilla que Matías la deja sola y viene hacia mí cuando le hago una seña.

—Me marcho —digo.

—¿Ya? —dice.

—Aquí no habrá jaleo en unos días. Y hay que ir.

—¡Dios!, te encontrarás con un… nieto que yo habré traído al mundo con mis propias manos.

—En una guerra nunca se está solo, siempre hay gente para ayudar.

—Si esperases un poco, a lo mejor…

—Esto mío tampoco puede esperar.

—Sí, lo sé. Yo mismo te he dicho más de una y más de dos veces que tu sitio está en Basaon, que una guerra no es sitio para uno de tu edad, sin contar con que tienes pendiente llevar a los tuyos lo de Felipe y Poncio… Pero me quedaré solo —dice Matías.

—Hay que ir. Volveré en dos días —digo.

Ella está diciendo:

—Camaradas socialistas: temed al Estado. ¿Qué diferencia hay entre un Estado-dios y una Iglesia-dios? Huid de las pinidades como de la peste. Nada hay pino fuera del hombre. La mayor traición que los hombres pueden cometer contra sí mismos es inventar una pinidad, una religión, un dios-amo para sentirse protegidos. Y si ese dios-amo es lo más grande y perfecto, si es la justicia, la vida, la verdad… ¡entonces el hombre es la injusticia, la muerte y la mentira! ¡Esa es, camaradas, la gran coartada en manos del Estado y de la Iglesia para tomar bajo su tutela a los pobres hombres que se imaginan no saber gobernarse a sí mismos!

—No te quedas solo, están las algas —digo a Matías Urondo.

Casi no puedo creer que Arrigúnaga y la mar sigan en su sitio. Me parece ver a más gente en las calles de Algorta, caras nuevas. Mucha gente flaca, por no decir toda. Dejo las calles y voy entre huertas por no oír tanto «¿Qué hay, Roque?». La gente está deslavada. A seis pasos del portal de Basaon oigo a Anastasi: «Viene aita». Llego y ahí están las tres bajo la parra mirándome sin saber qué decir. Magda me clava los ojos sabiendo que traigo algo. Quedamos los cuatro mirándonos.

—Poncio —digo.

Cenobia me mira un rato para asegurarse antes de meterse en casa a llorar, Anastasi se tapa la cara con las manos y Magda no se mueve, esperando, como si supiera que falta algo.

—Felipe —digo.

Anastasi cae primero de rodillas y después queda tendida en el suelo. Magda y yo tenemos una excusa para no mirarnos al ponernos a levantar a Anastasi y llevarla a una banqueta de la cocina. Magda le pasa un trapo mojado por la cara y luego me mira y veo en sus ojos que me está diciendo que aún puede aguantar más.

—Ya es bastante —digo.

El lloro de Cenobia se ha hecho más fuerte porque ha oído el segundo nombre. Es un lloro que viene de su cuarto por el pasillo. En casa los muertos se resisten peor que en el frente, los que allí le rodean a uno no necesitan explicaciones. Magda está detrás de la banqueta y sus brazos rodean la cabeza de Anastasi y sus dedos se entrelazan bajo su barbilla. No deja de mirarme.

—¿Los viste? —dice.

—No —digo.

—Entonces no puedes estar seguro —dice.

Nos llega la voz del tío Santiago.

—¿Qué pasa?

Salgo de la cocina sin haber cerrado de un golpe la última esperanza de Magda. Al tío Santiago sus casi noventa años y doscientos kilos le tienen en cama desde hace años atendido por las mujeres sin una queja. Apenas puede cambiar de postura, es como un cachalote varado en la playa.

—¿Quién eres? —dice entre ahogos.

Ya es de noche. Salgo por mixtos y prendo la vela de su mesilla.

—¡Ah, Roque! Quiero saber qué pasa por ahí fuera. Hay guerra, ¿verdad? Las mujeres unas veces me dicen que sí y otras que no, nunca claro. ¡Pero yo oí, sí, los bombazos del Cervera contra CAMPSA! —dice.

—Aquí dentro estás bien —digo.

—¿Bien? ¡Esas me dejan con hambre! Me dicen que con la guerra escasean los alimentos, pero si les pido que me lleven a La Venta a hablar de la guerra con los hombres me dicen: «¿Qué guerra?». —dice.

—Tranquilo, tranquilo —le digo.

—¿A quién nos han matado? Aún me entero de lo que pasa fuera de este cuarto y a ti no te oigo en casa, y si no estás en casa estás en la guerra. Y ahora nos vuelves con cara de muerto y las mujeres se ponen a llorar… ¿A quién nos han matado? —dice.

Está bien que las mujeres le saquen la guerra para quitarle comida.

—A veces no recuerdas cuántos somos en la familia —digo.

—¿Cuatro, seis, ocho…? Unos días me acuerdo y otros no.

—¿Cuántos hombres? —digo.

—Tú y alguno más —dice.

—¿Para qué quieres saber cuántos más si lo vas a olvidar? Olvida también que hay guerra —digo.

—Así que hay guerra y tú has vuelto de la guerra con cara de muerto para decirnos algo. ¡Me sentiré peor olvidando a un muerto que a un vivo! —dice.

Ha levantado los brazos al techo con un esfuerzo que seguramente lo pagará. Quienes pensaban que el tío Santiago no se preocupa de personas ni de cosas tendrían que ver estas lágrimas en su carota. Antes de saber qué Altubes habían muerto ya estaba llorando por Felipe y Poncio.

—Felipe y Poncio —le digo.

—¿Has dicho Felipe y Poncio? —dice.

Digo sí con la cabeza. El tío Santiago se toca con una mano la oreja izquierda y me acerco a su oreja y le digo: «Felipe y Poncio», y luego pone la mano en su oreja derecha y doy la vuelta a la cama y le digo en su oreja derecha: «Felipe y Poncio», y se le caen los brazos a un lado y otro del cuerpo.

—Hay guerra —dice.

Su boca hace un ruido como el de la mar arrastrando piedras y sigue saliendo agua de sus ojos.

—Este verano habrá que arreglar varias goteras del tejado. Las oigo —dice.

—Sí, tío —digo.

—Di a las mujeres que no se les olvide entrarme la flor en el vaso de agua —dice.

—Sí, tío —digo.

Madia y yo estamos a oscuras en la cama, sin hablar, pensando en lo mismo. Las hijas y nosotros hemos cenado berza y café con leche. Había en el armario una botella de vino pero no la han sacado ni yo la he pedido. Les mentí que el propio Pelayo me dijo que los había enterrado. Anastasi volvió del cuarto del tío Santiago con la berza sin tocar. «Me lo echó a un lado. Es la primera vez en su vida que aparta un plato. Habrá que llamar al médico».

«Mañana», dijo Madia.

«Esto no es cosa de médico», dije yo.

Luego Cenobia y Anastasi se fueron con la pileta al tío Santiago a que meara, y luego se acostaron juntas en el cuarto de Cenobia y las oímos llorar.

—No puedo —dice la mujer.

La tengo a medio metro en la cama sin tocarnos. A oscuras, boca arriba. Tampoco la oigo respirar. Lo más cerca que puedo ponerme de Felipe y de Poncio es cubriendo con mi mano abierta el vientre de Madia. Y nada más hacerlo las dos manos de la mujer caen sobre la mía y se quedan encima calentándola.

No tengo tiempo de echar mano a ningún trabajo de Basaon. He de volver allí en cuanto acabe lo que he venido a hacer. En la cuadra veo a Anastasi cambiando la cama de la vaca.

—Vendré a comer —le digo.

Me mira con los ojos rojos de llorar. Creo que siempre he sabido que desde pequeña tiene un gran parecido con la que he dejado allá, pero nunca he querido pensar mucho en el asunto. ¡Dios!, claro que se parecen. Sólo es más alta. Por primera vez me digo a mí mismo que estoy mirando su parecido. Doy la vuelta y entonces veo a Magda mirándome, más bien mirándonos a un tiempo a Anastasi y a mí, como diciéndome algo. Creo que también está mirando a la que falta, que no está mirando a dos sino a tres.

—Vendré a comer —digo de nuevo.

—Te había oído —dice la mujer.

¿Está seca o me lo parece? Es el peor momento para sacar lo que nunca ha sacado. Pero Magda no ha sacado nada, quien ha sacado algo he sido yo por llevar demasiado tiempo con la de la guerra.

Estoy ante la casa de don Manuel mirando hacia arriba pero no le veo en la ventana. Echo a andar hacia la escuela, a unos pasos en la misma acera, pero de pronto recuerdo que está cerrada por la guerra. Vuelvo a su casa. Sigue sin estar en la ventana. Y he de hablarle hoy. El portal está abierto y subo a la vivienda. Es la primera vez en toda mi vida que piso la casa del maestro. Muevo la aldaba y abre la pequeña Agustina.

—¿Está don Manuel?

—Marchó a la guerra. Le puse dos chorizos entre talos —dice.

—¿La guerra? Si hace unos días estaba aquí…

—Yo ya le dije: ¿a qué vas si no aguantas los ruidos? Pero él… —dice.

—Es tarde para ir, demasiado tarde.

—A la guerra siempre se llega pronto. ¿De quién eres tú? —dice.

—De Altubena.

—Había un Altube que se casó con Ella —dice.

—El tío Santiago. Yo soy Roque.

—Roque, Roque… ¿Qué has hecho tú? —dice.

—El payaso —digo.

A nadie más puedo pedirle que vaya a Oiarzena a decirle a la madre de ella que corra al frente a traerla. En media hora me planto en Oiarzena. Ojalá me reciba el otro y cuando yo me marche le pase lo que le diga. Es el caserío de Getxo con más flores. También tienen sembradas patatas y otras cosas. Ha tenido que venir una guerra para que yo pise la casa de don Manuel y ahora ésta. Estoy a tiempo de marcharme… «¿Te podemos ayudar en algo?», oigo. Miro a mi derecha, una cabeza asoma por encima de unas zarzas. Es el marica, Adolfo. Nunca he visto tan viejo a un hombre de cuarenta años, aunque su voz es demasiado blanda. Pero no ha sido él, ahora asoma la cara de la madre de ella, la loca, la señorita Fabiola. Era su voz. Ya no puedo dar la vuelta y marcharme. ¡Dios mío, aquella señorita Fabiola! Está igual que entonces, o habría que decir que entonces estaba igual que ahora, ya una viejita de cincuenta años. Sale de las zarzas, salen los dos… ¡vestidos con sábanas! La señorita Fabiola lleva una cría de gato contra su pecho. Sí, entonces también parecía una pasita.

—Acabamos de encontrar un nido de gatitos huérfanos en esta maleza —dice.

¿Sabe quién soy? Me mira, pero de pronto se pone a mirar a otra parte y le tiemblan los labios. Ha hablado, y yo, que venía a hablar, no abro la boca, a lo mejor porque no tengo en la mano esos gatos que tiene ella.

—En las trincheras del frente hay una mujer de Oiarzena que está de ocho meses y no hay quien la saque de allí —digo.

Estoy seguro de que he hablado porque Adolfo dice: «¡Es terrible! ¿Has oído eso, Fabi?», y la señorita Fabiola devuelve el gato al nido y dice: «¡Por algo no quiere permisos, para que no la vea cómo está!».

—Alguien tiene que ir a Bermeo a traerla de la oreja —digo.

—Sí, sí, claro, hay que hacer algo… De ocho meses, ¡qué horror!… ¿Has dicho Bermeo? —dice Adolfo.

Lo oigo ya de espaldas, y también «Gracias», dicho por la otra voz.

Ahora tengo que meterme con el tercer asunto que me ha traído. En casa de Higinio el bañero me dicen que anda revolviendo por la playa. Allí lo encuentro. Tiene abierta la puerta de la caseta grande y me asomo.

—¿Vas a arranchar tu bote este año? —dice.

—Algo habrá que hacerle. Tú también sacas los toldos, los taparrabos y las sillas de paja a que se aireen —digo.

—Me gusta pensar que no hay guerra y que este verano será como los de antes —dice.

Está sacando de la caseta los trastos que alquila a los veraneantes, dice que para que se les vaya la roña del invierno. Sí, de tantos años pisando descalzo la arena los pies se le han puesto anchos como a los patos.

—El bote no tiene la culpa de que haya guerra, ¿verdad, Roque? —dice.

Sería mejor más gente para mover el bote, pero entre él y yo lo sacamos pasándolo de canto por la puerta y lo arrastramos por la arena, dejándolo boca abajo en lo alto de la playa, adonde no llegan ni las mareas vivas de septiembre. Higinio tiene estopa de calafatear, no pintura. Me regala la estopa. Pintura compraré al volver a casa por la tarde. Pero lo más importante para el bote es otra cosa.

—Este año le pondré un mástil —digo.

—¿Un mástil?, ¿un mástil para andar a chipirones? —dice.

—A lo mejor este año salgo a atunes —digo.

—¿Atunes? ¿Atunes? Que diga eso un veraneante, pero tú… —dice.

Nos miramos y se pone serio y mueve la cabeza.

—Sí, algunos ya están en Las Arenas preparando embarcaciones a motor, por si acaso. También se están embarcando niños en el Habana. ¡Jodida guerra! Pero lo de ir a vela hasta Francia… Yo no me muevo aunque caigan rayos. ¿De qué huyes tú? No has matado a nadie, no estás en ningún partido, no has denunciado a nadie, Franco y tú oís misa… Eso de ir a vela hasta Francia… Además han bloqueado la mar con barcos de guerra —dice.

—Higinio, últimamente no sabes nada de mí y ahora no tengo tiempo de contarte —digo.

—Algo ya sé, te vieron haciendo el Cinturón de Hierro. ¿Tan mal lo hiciste que piensas que Franco lo pasará por encima? —dice.

Lo dice riendo pero en sus ojos hay otra cosa.

—El Cinturón está ahí, ya veremos —digo.

—Pero tú a la mar a por atunes —dice.

—A lo mejor yo me quedo en tierra y otros salen de pesca —digo.

Higinio saca de la caseta algo de cuatro metros, que no es un mástil pero que puede servir, dándole unos toques.

—Le haces un agujero al banco delantero del bote y… —dice.

—… y sujeto en el fondo una tabla con otro agujero y fijo el mástil —digo.

—Trae hilobala y aguja fuerte para coser estos cuatro cachos de toldo y ya tienes vela. Tendrás suerte si acabas el trabajo mañana a última hora. Yo te echaré una mano —dice.

—No tengo tanta prisa —digo.

Se rasca la cabeza y me dice:

—De modo que todo está perdido, nada los parará, ¿eh, Roque?

—Ya me conoces, aunque lluevan perlas yo veo piedras —digo.

La familia me espera en la cocina con mantel en la mesa.

—¿Mantel? —digo.

—Ha sido cosa de la madre —dice Cenobia.

—El mantel es para las visitas —digo.

—Tú eres una visita —dice Madia.

Casi siempre tiene razón y ahora también. Yo no tenía que estar en la guerra sino con mi familia de Basaon. Madia ya maliciará cuál es mi guerra.

—Esta mañana Cenobia y yo le hemos pagado a don Eulogio tres misas de difuntos por nuestros hermanos. Lo del mantel ha sido cosa de la madre —dice Anastasi.

—Si la madre ha puesto mantel está bien puesto —digo.

—Esta familia no está de fiesta para manteles —dice Anastasi llorando.

—Hemos tenido visita, nada menos que la visita de vuestro padre. Además, menos carnaval es un mantel que unos funerales en la iglesia. Al menos, el mantel es una buena acción por los que aún quedamos vivos. El dolor no debe verse fuera del corazón —dice Madia.

Hermana, hija, sobrina de Ella…, ¿qué más da? Aún le quedan restos.

Es una comida triste, aunque Madia ha preparado las cosas para que no los sea, y esto es lo que me cuesta entender. Y bueno, sí, es de agradecer que no me rodeen tres mujeres llorando a moco tendido y obligándome a mí a llorar también, dejándome como un trapo. Ya lloraremos cuando acabe todo esto y no quede nada por hacer. Madia es contraria a lo que se hace en un caso así, que es llorar. Les ha pedido a las hijas y me pide a mi ahora que callemos por unos días lo de Felipe y Poncio, «para que Basaon no se nos llene de parientes que no pueden resucitarlos», dice.

—¡Pero es la costumbre! —dice Anastasi.

—No hay que velar a nadie porque no hay cuerpos —dice Madia.

Es dura, las hijas y yo nos quedamos de piedra. La guerra le ha cambiado. O a lo mejor es como hay que ser en las guerras. ¿Es así o cuánta parte de Ella hay en su sangre? Comemos alubias con chorizo y morcilla, tortilla de patatas, arroz con leche y café, todo preparado por Magda y también servido. Dijo a las hijas que no se movieran de la mesa.

—Todos no podrán comer así en estos tiempos —digo.

—Sí los que les compran a éstas. Y hoy nosotros no vamos a ser menos —dice Madia.

—No está bien aprovecharse del hambre de otros —digo.

—Todos hacemos cosas que no están bien. La guerra lo tapa todo —dice Magda mirándome.

—La guerra son los hombres que mueren en el frente y las mujeres y niños que mueren en sus casas por las bombas. No está bien montar un mercado sobre tanta sangre —digo.

—Si se arreglara algo dejando de vender lo que sacamos de nuestra huerta deslomándonos… —dice Anastasi.

—Na… nada se arreglaría —dice Cenobia.

—Nuestros dos hijos habrían muerto lo mismo —dice Madia.

No es ella la que queda rota por dentro sino las hijas, que se ponen a llorar sin ruido sobre sus pañuelos. A lo mejor a la mujer le parece bien que las hijas anden al estraperlo para vengarse de la guerra.

—¿Dónde guardáis los dineros?, ¿en el banco o en el calcetín? —digo.

—En una media de lana —dice Anastasi.

—No quiero saber dónde escondéis esa media, pero ¿qué dinero metéis, de Euskadi o del otro? —digo.

—De Euskadi, que está nuevecito —dice Anastasi.

—Nu… nu… nuevecito —dice Cenobia.

Pienso en las líneas del frente siempre hacia atrás. Pienso en mi bote esperando en la playa. Pienso que esos dineros de Euskadi se pudrirán en la media.

Ha sobrado comida y no sólo porque todos hemos comido poco. Miro el puchero medio lleno, la tortilla y el arroz con leche sobrantes y oigo a Madia:

—El tío no ha querido comer. No prueba nada desde ayer.

Es imposible, ni enfermo dejó de tragar un solo día. Voy a su cuarto.

—¿Qué te pasa, tío?

—Tengo hambre pero no puedo pasar nada —dice.

Está abierta la ventanita y entra luz.

—Pero hay que comer para que no se te olvide —digo.

—Olvidar, olvidar, no se me va a olvidar comer, pero hay que poder y yo no puedo —dice.

Su corpachón se mueve arriba y abajo al respirar, y enseguida me doy cuenta de que el ruido como de fuelle con agujeros no es sólo de su respiración sino también de un ronquido de su garganta. Aunque me he acercado, tardo en saber que son palabras que dicen: «Nuestros dos chicos… Nuestros dos chicos…».

El tío Santiago no come. ¿Qué está pasando en el mundo?

Toda la tarde Higinio ha estado conmigo ayudándome a calafatear el bote y podemos terminar al caer la noche. En un rincón de la caseta he dejado las dos mantas y el saco con los cinco kilos de chorizos, los doce tarros de dulce de higos, los puñados de castañas y la garrafa con agua que he traído de Basaon.

—Yo lo pintaría de blanco —dice Higinio.

—En un túnel lo primero que se ve es el blanco.

—¡Coño, claro! El negro es mejor para el bloqueo de Franco. ¡Soy la hostia!

—¿Qué piensan en el pueblo de la guerra?

—Piensan que acabe. Mi mujer no vive, también tenemos tres hijos en el frente y hace mucho que no hay noticias.

Hablo de seguido para que no me pregunte por los míos y le tenga que mentir.

—¿Qué piensa la gente?

—¿La gente? ¡Qué sé yo lo que piensa la gente! ¿Es que hay tiempo para pensar buscando comida todo el día y escondiendo la cabeza cuando suena la sirena? Tú sabrás mejor lo que piensa la gente, que andas por ahí.

—¿Cómo anda de ánimo?, ¿cree que ganaremos?

—Todos pensamos que no lo están haciendo bien —dice.

—¿Quién no lo está haciendo bien? —digo.

—Los de arriba.

—Los de arriba sí que lo están haciendo mejor que bien.

Higinio no puede saber de quién me estoy acordando y se lo digo:

—La aviación alemana.

—Yo hablaba de los otros de arriba —dice Higinio.

—El Gobierno vasco no puede hacer más. Aguirre no puede hacer más. Pero lo más importante es que los gudaris no pueden hacer más de lo que hacen —digo.

La cara color arena de Higinio se pone blanca y me dice:

—Entonces, ¿ya tienen los gudaris botes preparados?

Estoy en la cama con Magda, los dos boca arriba, quietos, en silencio, sin tocarnos. Madia o Magda. Llevo cuarenta años comiendo las comidas que cocina, llevando la ropa que me compra y me cose, viendo cómo saca jerséis para la familia con agujas y madejas, viéndola siempre con trabajo entre manos, mirando juntos cómo nacen y crecen nuestros hijos, y diciéndome si esa mujer pequeñita a la que veo siempre en los sitios donde debe estar es la mujer que me ha dado ocho hijos. En esos cuarenta años nunca me he sentido tan cerca de ella como ahora. Madia o Magda. Al principio no la llamaba con ninguno de los dos nombres, quería creer que la mujer con la que me había casado no era la Madia o Magda que me asaltaba en el tranvía. Luego, veinte años en casa de su familia llamándola yo de ninguna manera y nuestros hijos ama, y Ella y los suyos llamándola tanto Madia como Magda, y yo cerrando los ojos y oídos para poder creer que no estaba allí recibiendo mi castigo. Luego ya no me importó pensar que la Madia o Magda del tranvía era mi mujer. Ocurrió cuando nos marchamos del Galeón y pisamos estas tierras y dejé de oírles lo de Madia o Magda. Y cuando Cenobia, la mayor, tenía ya veintitrés años me encontré pensando que me alegraba de haberme casado con esta mujer y que ya estaba bien de tiquismiquis con Madia o Magda.

Es madrugada y en Basaon sólo se oyen los largos suspiros del tío Santiago.

—De no ser por la guerra se nos muere sin saber cómo era por dentro —digo.

—No hacen falta guerras para que te maten los hijos —dice ella.

Tiene razón. Hace dos años alguien mató a nuestro gemelo Leonardo en las peñas de la playa, y no había guerra. Así es Madia o Magda, callada entonces con Leonardo, callada ahora con Felipe y Poncio. Es bueno el silencio. Se habla mejor con el silencio que con palabras. Madia o Magda sabe lo que me traigo en el frente y aquí llevamos los dos muchas horas en la cama sin hablar.

Por la mañana he pintado el bote de negro y por la tarde he abierto un agujero redondo en la tabla del asiento de proa para meter el mástil, y otro agujero igual en la pieza de madera que he fijado en el fondo del bote para embutir el extremo bajo del mástil y dejarlo bien firme con dos apoyos. Todo el día han estado conmigo Higinio y sus herramientas. Mañana coseré los trozos de lona para la vela. Sonó la sirena de alarma cuando ya teníamos encima los trimotores y dijo Higinio: «Ésos van a soltar sobre Bilbao». Luego nos llegaron los bombazos.

Mientras trabajábamos han pasado por aquí cazadores camino de las peñas. A las peñas sólo se va con cañas y trastos de pesca, pero estos viejos van con escopetas. Oigo disparos y vuelven con gaviotas al cinto. Nadie había disparado antes a las gaviotas, así que no recelan de los hombres y dejan que se acerquen. De ésta, aprenden. Nadie había comido gaviotas hasta ahora, excepto algún bruto por una apuesta. No hay más que tocar su carne para saber que tiene que ser como piedra. Y de sabor, arena.

—¿Asadas o en salsa? —le dije a uno.

—¡Crudas! La familia me las quita de las manos y no llegan a la cazuela —me dijo riendo.

Por la noche en la cocina digo a las mujeres lo que he visto.

—¿Sólo gaviotas? ¡Perros y gatos también! —dice Anastasi.

Las hijas no me preguntan qué hago en la playa todo el día. Tampoco qué hago en el frente. Veo la mano de la mujer, la Madia o Magda de los silencios.

Las lonas son duras, Higinio y yo rompemos varias agujas. Terminamos de coser la vela a primera hora de la tarde y sin comer. —Es una chapuza —digo.

—De noche el viento no verá si es una vela nueva o vieja —dice Higinio.

—Me guardas todo hasta que venga a buscarlo. —Ojalá nunca te haga falta.

En Basaon les digo que tengo que ir otra vez a hacer trincheras. —La visita nos deja —dice Madia.

—Tengo que ir —digo.

Nos miramos y no hay más. El silencio de Madia. Las hijas se aguantan a duras penas las ganas. Hasta que Anastasi me dice:

—¿Qué haces tú en la guerra?

—Eso, cavar trincheras.

—¿No tienen a más jóvenes?

—También hay mujeres cavando, no sobran brazos.

—¿Nos echas en cara que no vayamos las tres a la guerra?

—No quiero que vayáis a la guerra, no quiero que vaya nadie a la guerra, yo tampoco, pero tengo que ir —digo.

Estamos como al principio, las hijas mordiéndose los labios para no preguntar. Lo mismo que al llegar a casa me quité las botas de clavos y me puse las alpargatas, ahora hago lo contrario. Huelo que me han engrasado las botas con corteza de tocino y el cuero está blando. Me han comprado un pantalón de pana, una camisa gorda y un tabardo hasta medio muslo.

—Como el que se trajo Chaquetón de Londres —digo.

—Estás mu… muy gu… guapo —dice Cenobia.

Madia echa un papel de estraza sobre la mesa de la cocina y pone tres grandes panes abiertos y llena uno de chorizos, otro de lomo y otro de tortilla de patatas.

—Si ves a Pelayo le das la mitad —dice.

A las tres se les mojan los ojos.

—En todas las casas queda siempre algún hombre. ¿Qué pasará cuando vengan los moros? —dice Anastasi.

—Os metéis dentro y atrancáis puertas y ventanas. Pero yo vendré antes que ellos —digo.

Las hijas se quedan en el portal y Madia me acompaña hasta el camino.

—Así que acabarán entrando —dice.

—Los hombres mueren en el frente, no pueden hacer más —digo.

—Así que pondrán sus pies en nuestra tierra y nos tratarán como a vencidos.

—Tu otra familia, Ella, Efrén y compañía serán los vencedores.

—¿Hasta cuándo pensarás que yo…? Ya no soy de ellos, mis propios hijos están muriendo por esta tierra que pisamos —dice.

La beso con fuerza en la boca a la vista de mis hijas.

Por el camino me dicen que no se me ocurra acercarme a Bermeo porque no sólo están los italianos sino ahora también los requetés. Me dicen que durante días se ha combatido entre Bermeo y el Sollube y que finalmente nuestros dos batallones han tenido que retirarse al So-Hube. En Butrón compro una cabra con leche. Busco una carretilla en caseríos vacíos y la encuentro. Es de madera y la rueda chirría. Dejo en ella el paquete y ato la cuerda de la cabra a uno de los mangos. Llego arriba de noche y los centinelas me dan el alto.

—¿Creéis que un enemigo vendría a pillaros dormidos con este sonsonete? —digo.

—¡El aldeano! —dice uno.

Lo conozco, es de los pocos que quedan vivos del primer batallón anarquista. Aún no sé cómo no le ha tocado la metralla con lo grande que es.

—¿Habéis tenido muchas bajas desde lo de Bermeo? —digo.

—Matías está bien.

Le miro.

—Su compañera también está bien. Y pronto habrá un anarquista más en el batallón. Están en los matorrales de aquella loma —dice.

Es de noche y no se ve la loma pero su brazo me dice hacia dónde caminar. Hay gente abriendo trincheras.

—Con esta música de carretilla no podía ser otro —oigo a Matías, que me ha salido al encuentro. Arrastra una manta y está medio dormido.

—Te he estropeado el sueño —digo.

—Calla, estoy que no vivo, no sé qué hacer sin ti: esa tripa a punto de estallar y haciendo alpinismo. Cuando corrimos Sollube abajo estabais tú y la carretilla y todo fue bien… ¡La leche, qué paliza les dimos!, ¡cómo corrían los macarroni con el rabo entre piernas! Pero luego recibieron refuerzos, y ¡la hostia!, nosotros hacia atrás, y entonces es cuando os eché de menos a ti y a la carretilla y a las soluciones que tienes para todo…, como esta cabra que te traes. Tú, Roque, has pasado por todo en la vida y sabía que aquí hacía falta leche —dice Matías.

—Cualquiera puede coger una carretilla —digo.

—¿Cualquiera? ¡Ni siquiera encontré la que dejaste! Y de las jodidas algas… ¡nada! Todo un viaje a la costa y al llegar ella que no quiere ni asomarse a la ribera. Incluso saqué la pistola para obligarla… ¡y se puso a cantar! —dice.

—Tranquilo, no se perdió nada. Las algas, igual que agua de castañas —digo.

—Pero contigo lo habría hecho, a ti te respeta.

—¿Cómo me va a respetar si no me ve?

—Ésa te ve con los ojos de la espalda. ¡Ni a su propia madre le hizo caso! —dice Matías.

—¿Os visitó la señorita Fabiola? —digo.

—Tú la mandaste, ¿verdad? ¿No ves, Roque?, a ti se te ocurrió esta buena idea, no a mí… Llegaron los dos con sus sábanas en pleno tiroteo. Ya nos habían empujado lejos de Bermeo pero aguantábamos bien… —dice.

—¿Los dos? ¿El también? ¿Como fantasmas? —digo.

—¡Los franquistas dejaron de tirarnos a los demás y les tiraban sólo a ellos! ¡Se libraron de milagro! El comandante nos gritó que les quitásemos las sábanas, pero yo me puse en medio. ¿Cómo les íbamos a quitar si los dejábamos en pelotas?… Los puse detrás de unas peñas y busqué a Flora…, a ella.

—¿No estaba contigo?, ¿así la cuidas?

—Le ordené que no se fuera a la otra punta de la posición… ¡pero allí había un herido que llamaba a su madre! Me la traje. Las dos se abrazaron. También abrazó al maricón. Fabi se asustó de su tripa y dijo: «¡A casa, a casa! ¿Dónde hay un coche?». Ella le acarició las manos y le dijo: «Madre, estoy defendiendo los principios que tú me inspiraste». Fabi empezó a gimotear: «Mis principios no se defienden con armas sino con flores». Ella estaba tranquila, el cabreo se lo había echado a la madre. «Oiarzena es nuestro mundo especial, que a ti te basta pero que a mí se me ha quedado pequeño. ¡Quiero que el mundo entero sea Oiarzena!», decía ella. Fabi le cogió la cara entre sus manos. «¡No seas loca, tú ahora sólo eres mi hija encinta que está a punto de alumbrarme un nieto como un animal en el monte!». Gastó toda la saliva que tenía pero no pudo llevársela —dice Matías.

—¿Y Adolfo?

—¿Ese? La miraba y acariciaba su cara con sus manitas de nena y le repitió mil veces que tenía que hacer caso a su madre, que cómo iba a tener su hijo entre peñas frías y entre tanto hombre. La besaba en la frente y la llamaba hermana, lo mismo que en Oiarzena. Hermanita. Eso… ¡hermanita! Ni él ni Fabi se querían marchar sin ella. Fabi llegó a decir que se quedaba, que le dieran un fusil —dice Matías.

—Ideas raras siempre tuvo…

—Le echaba en cara que había estado a punto de tener un nieto sin saber que lo iba a tener.

—¿Y dónde están ahora?

—¿Quieres saber cuándo se fueron? Pues cuando les convencí de que la dejaban bien guardada. «No me he separado de ella desde el principio, para ir de un frente a otro la pongo sobre ruedas, aquí en el batallón está rodeada de parteras…». «No es sitio, no es sitio», repetía Fabi. El comandante le dijo que estaba de acuerdo, que no era sitio para familiares de milicianos. «¡Llévatelos!», me ordenó a punto de fusilarme. Le pregunté cómo. «¡Al hombro!», me dijo… ¿Sabes cuándo supe que Fabi no se fiaba de mí? Cuando se me ocurrió decirle que Roque Altube también andaba por aquí. «¿Dónde está Roque? No le veo. Me habló en Getxo, por eso he venido», dijo Fabi mirando a un lado y a otro. Le dije que volverías pronto. «Bien, bien», dijo entonces, y en adelante todo cambió… No quiero hablar de lo que me pareció ver en sus ojos y en su silencio. No, no es cosa mía, Roque, no me gusta meterme en los asuntos de otros. ¿Qué me importa si enseguida se puso como a recordar algo con los ojos cerrados?… ¡Leches! Ni soy apino ni quiero ponerme a apinar si estaba recordando lo que fuera con los ojos cerrados. Era cosa de ella, no mía. Tampoco quiero hablar si era cosa tuya, o de los dos, de ella y tuya… ¡La hostia! Pero a uno le toca ver cosas que ocurren ante sus ojos, cosas que son del pueblo. Después de dos años en Oiarzena creo que la conozco bien. Sí, cerró los ojos para recordar algo… ¿Por qué te cuento todo esto? Te podría decir que no lo sé, pero ¿para qué mentir cuando a lo mejor la bala para uno ya está en camino? Madre e hija no soltaban su abrazo. Las despegué y bajé a Fabi y a Adolfo hasta las cocinas y los puse en un coche —dice Matías.

Me guía hacia ella en la noche.

—Nunca se ha visto nada igual. Podríamos amarrarla con correas y montarla también en un coche —digo.

—Ya lo he pensado, pero sería como coger con red una pantera. Los brincos romperían a la criatura —dice.

—¿Está igual que cuando me marché o peor?

—Si me apuras, mejor. ¡Es la hostia! Su cuerpo se está haciendo a todo.

—Supongo que queda alguna mujer viva en el batallón…

—Dos.

—¿Son de remango?

—Todas las mujeres entienden de partos.

Oigo ronquidos a derecha e izquierda, hay gudaris dormidos por todas partes.

—¿Qué piensan todos éstos de la guerra? —digo.

—Aguantan. ¿Se puede ganar aguantando siempre hacia atrás? No son tontos. La guerra no se está perdiendo en el frente sino en los despachos. Hay mucho traidor allá arriba, mucho cabrón, mucho desertor, mucho inútil. Corren rumores, yo hablo con unos y con otros, hablo con socialistas y con nacionalistas, y los nacionalistas no quieren cambiar batallones por pisiones, un ejército serio. Nos falta un mando único y profesional —dice Matías.

—¿A quién le has oído eso?

—Al comandante. Es un hombre de papeles y leído, sabe mucho.

—¿Y ese ejército tendría aviones? ¿Qué cree ese comandante tan listo que tienes?

—Piensa que las cosas irían mejor. Piensa que los nacionalistas tienen mucha culpa por creer que la guerra es suya y a los demás sólo nos dejan entrar, cuando es la misma guerra en toda España.

—Pero nosotros estamos aquí y ésta es tierra vasca —digo.

—No sabía que eras tan de pueblo.

—Roque Altube no sabe lo que es, sólo sabe que tiene que defender la tierra que pisa.

—Cosas parecidas pensaba yo antes, cuando jugaba en el Getxo… ¿Sabes lo que dice el comandante? Dice que nada de ver Gernika como la ciudad sagrada de los vascos, que simplemente hay que llorar porque era una ciudad con personas dentro. ¿Ves la diferencia? Para los anarquistas no hay nada santo ni sagrado, y por eso no se nos ve tan descojonados como los batallones nacionalistas. Hay rumores de que algunos hablan de rendirse —dice Matías.

Me llega la voz de ella desde un grupo sentado alrededor de una fogata. Estará lanzándoles el mitin de la noche. Se calla y enseguida me llega su carcajada, algo escandalosa al principio, pero ahora queda en risa tapada con la mano. Matías disimula su risa y me dice:

—A ver si engrasas el eje de esa carretilla.