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Ella está sentada frente al grupo de nueve prisioneros que ha salvado de que los mataran sus anarquistas cuando ya habían fusilado a cuatro docenas. Se metió entre los fusiles y los prisioneros y se los llevó. El comandante se acercó a ver qué pasaba y se dio la vuelta sin decir nada. Tampoco dijo nada cuando fusilaron a los otros. Los nueve prisioneros están sentados en el suelo con las manos atadas a la espalda. Aún no ha amanecido. El batallón nacionalista también ha tomado las posiciones que le correspondían y sus cohetes se han visto más en la oscuridad. Ella está sentada en la silla. Al acabar todo, solté la silla de mi espalda y la puse en tierra a los pies de Matías y le miré y él la cogió y la llevó a donde la tenía que llevar. Ha sido una noche de órdago y estamos rotos y sin movernos de nuestras camas de tierra. Sólo parece que alguna lengua no está cansada…

—Así que Dios, Patria y Rey —dice ella.

Los nueve prisioneros la miran sin abrir la boca. Llevan boinas rojas de requeté y en sus caras no veo miedo.

—Dios, Patria y Rey… Podéis hablar libremente. Al menos, por un rato, que vuestro espíritu se sienta libre. Dialoguemos, por favor —dice ella.

Su madre…, bueno, creo que su madre también hacía cosas fuera de lugar. A pesar de que ésos parecen no tener miedo, sólo tendrán la cabeza para pensar que a estas horas podrían estar recién muertos. ¿Y cómo se van a sentir libres si tienen atadas las manos?

—No estás en la escuela con críos… ¡mataron a sus prisioneros! —dice Matías.

—Son unos hermanos ciegos que deben escucharme —dice ella.

—¿Ciegos? ¡Bien que nos atinaban en la oscuridad! —dice un anarquista.

—Nos combatís, pero ¿conocéis nuestro pensamiento? —dice ella.

—Sois herejes, libertinos y blasfemos y nosotros somos los cruzados de la Fe —dice un requeté sin bajar sus ojos de fuego.

Ella y sus anarquistas sí que son todo eso, el requeté tiene razón. Oiarzena y los anarquistas, tal para cual.

—Y además, Patria y Rey, con mayúsculas —dice ella.

—¡Dios, Patria y Rey! —dice el requeté más viejo.

—¿Cómo te llamas? —dice ella.

—Es mi padre —dice otro requeté.

—Es mi abuelo —dice otro requeté.

—Tres generaciones en la misma trinchera… —dice ella.

—Tres generaciones defendiendo la verdad y la tradición. ¿Qué nos traéis vosotros? La inmundicia de las nuevas ideas… Francia y la Revolución, las Constituciones masónicas y las Repúblicas, el Frente Popular, la Religión profanada… ¡Os combatiremos hasta la muerte y con la muerte enarbolando el estandarte de la Fe! —dice el requeté de los ojos de fuego.

—Un estandarte muy duro con el que habéis abierto la cabeza a ese batallón de comunistas —dice el comandante limpiando sus gafas con el pañuelo.

—Comunismo, anarquismo, socialismo… ¡maldiciones de Satanás! —dice el requeté de los ojos de fuego.

—Calle, padre, éstos no pueden entenderle —dice el requeté abuelo.

—¿Padre, acaso padre del abuelo, el bisabuelo? —dice el comandante.

—¡Respeto a un santo sacerdote de Dios! —dice el requeté abuelo.

Sí, ahora me fijo en su sotana recogida con una cuerda bajo el chaquetón. Nuestros batallones nacionalistas también llevan capellán.

—La escritura de Dios es inescrutable —dice el comandante riendo y poniéndose las gafas.

—¡Nadie me gana en el manejo de la ametralladora porque las ametralladoras también escriben con escritura de Dios! —dice el cura.

¿Qué clase de misa puede cantar un cura que mata hombres con ametralladora?

—Calle, padre. Si busca que le maten el primero… —dice el requeté abuelo.

—¿Y dónde queda el hombre? —dice ella.

—¡Todo el mundo a cavar trincheras que mañana tendremos otro día trimotor! —dice el comandante.

—Espera, espera… Para el mundo de mañana más vale un enemigo convencido que muerto —dice ella.

—¡Los prisioneros también cavarán trincheras! —dice el comandante.

¿Incluido el cura? En Getxo nunca he visto trabajar a un cura.

—Querida miliciana, estos requetés son cejijuntos —dice el comandante.

—¿Y qué hacéis con lo único que importa, el hombre y su libertad? Dios, Patria y Rey son tres opresiones: Dios ordena, la Patria obliga y el Rey explota. Bajo ellos los hombres carecen de voluntad propia, son como niños indefensos necesitados de niñeras. Vuestra ideología crea inválidos atemorizados que suplican protección. Sin embargo, el hombre puede llegar a ser un dios para sí mismo si se le permite desarrollar libremente sus potencias naturales. Puede prescindir de la patria si se le permite descubrir que él es su propia patria. Se sentirá libre del poder de un rey si se le permite ser su propio rey —dice ella puesta en pie.

—En guerra hay que ahorrar hasta la saliva, no la gastes con estos cejijuntos —dice el comandante.

—Ayúdame —dice ella.

Todo igual pero algo falla. Toma la palabra el comandante:

—La planetaria vulgaridad que practican todos los pueblos es matar y morir por ese dios y esa patria. ¿Cómo luchar contra esa sinrazón?, determinada únicamente por un azar repartiendo nacimientos caprichosamente, tú en Australia, yo en el Congo, el otro en Filipinas, esos cejijuntos en Navarra… Unos metros más allá y estos cejijuntos estarían matando por Alá.

—Gracias —dice ella.

El cura se levanta para dar una patada al suelo.

—¡Blasfemo! Es el Dios único quien elige, no el hombre pecador. Yo y los que habéis matado y todo el ejército de la Fe hemos sido elegidos por Dios y nacidos de El en esta Patria y en el seno de este pueblo elegido. Esta verdad no la puede comprender un hereje —dice el cura.

—Pues habladnos a ver si lo comprendemos —dice ella.

Bueno, creo que sé dónde está el fallo.

—Ahora necesitamos trincheras en vez de palabras —dice el comandante.

Pero los anarquistas la miran a ella no sé si pidiéndole que siga con el mitin o porque no tienen ganas de moverse. Me acerco a Matías Urondo.

—Ahora vuelvo —digo.

Me ve marchar con las cejas levantadas. Camino hacia nuestras anteriores posiciones oyéndola a ella a mi espalda:

—Los humanos nacemos buenos y si nada ni nadie entorpeciera nuestras vidas seguiríamos siempre así. Nuestro enemigo es el Estado. Los anarquistas queremos la muerte del Estado, queremos una sociedad estructurada de abajo arriba.

—¡Blasfemos y ahora locos! Dios está arriba y si empezáramos a contar desde abajo sería el último —dice el cura.

Por fin llego y busco una de esas cajas de madera donde iban las bombas de mano. Hay muchas cajas deshechas. Hasta que encuentro una entera. Tomo el camino de vuelta y ahora empiezo a oírla de nuevo Parece que no ha callado:

—… denunciamos esta era del industrialismo, la búsqueda de riqueza material. Luchamos en esta guerra por la derrota de las jerarquías representadas por el fascismo. ¡Las mujeres y los hombres anarquistas exigimos vivir en absoluta libertad, sin amos…!

—¡Locura sobre locura! Dios es el Padre y todos nosotros somos sus hijos —dice el cura.

Pongo la caja en el suelo tras la silla y viene Matías antes de que yo le llame.

—¿Para qué es? —dice.

—Para que asienten bien las cuatro patas de la silla, ya te lo dije —digo.

—¿Quieres meter la caja bajo la silla?

—Agarra de ahí.

Matías y yo nos ponemos a uno y otro lado de ella, agarramos la silla y la levantamos con ella encima.

—… sólo la ideología anarquista nos conducirá a una sociedad sin Estado, es decir, libre. Desaparecidos los Estados desaparecerán las fronteras, desaparecerán las patrias, no habrá ningún poder sobre nosotros que nos imponga creencias que no elegiríamos si gozáramos de libertad de pensamiento… —está diciendo ella.

Ahora sostengo la silla con una sola mano y con la otra meto la caja bajo las patas. «Baja», digo a Matías. Las cuatro patas quedan bien centradas sobre la caja. Lo hemos hecho con tanto cuidado y tan metida está ella en lo suyo que no se entera.

—… y las mujeres no sólo rechazamos la tiranía de Dios, de la Patria y del Rey…, sino también la tiranía del hombre —dice ella.

Las mujeres anarquistas aplauden a rabiar. Debe ser cosa de la caja que he traído.

—¿Qué hacéis vosotras con armas en la mano y durmiendo con hombres? —dice el cura.

Una de las anarquistas se acerca al grupo de prisioneros, apunta al cura con su dedo y dice:

—¡No dormimos con hombres sino con un solo hombre! Cada una de nosotras es una Eva con su Adán, igual que en tu Biblia… Y como en el Paraíso no había curas nadie pudo casar tampoco a Adán y a Eva.

La gente que hay por aquí ríe con ganas, sobre todo las mujeres, que parece que todas han pasado por Oiarzena.

—¡Las mujeres, en casa y bien casadas, como lo quiere Dios! —dice el cura.

—¿Qué piensan vuestras mujeres navarras?, ¿se lo habéis preguntado alguna vez? Yo pasaré por vuestras casas a decirles: «¡Tirad vuestras cadenas y hablad, ya sois libres!» —dice ella.

—¿Y quién nos libra a nosotros de ti? —dice el cura.

Alboroto de carcajadas entre los anarquistas, incluso algunos prisioneros se atreven a reír, pero callan cuando las milicianas les apuntan con sus armas.

—Ya sabes lo que te espera, Matías —dice riendo un anarquista.

—A la mía la tengo a la vista, pero a las vuestras no las veis porque dormís con los gorros hasta las orejas para taparos los cuernos —dice Matías.

Más carcajadas. Es la primera vez que parece que no estamos en guerra.

—Mucha libertad libertad, pero aquí nos tenéis atados como animales —dice el requeté padre.

—Encima de haber empezado esta guerra pretendéis ganarla. Alguien está hablando demasiado —dice el comandante sacando un cuchillo de una funda que lleva al cinto.

¿Qué barbaridad quiere hacer? Va hacia los prisioneros y yo me pongo a su lado y hago los últimos diez pasos con él. Un anarquista es capaz de pasar a cuchillo a gente indefensa, pero no ante Roque Altube. Llega y sólo les corta las cuerdas de las muñecas.

—¡A cavar trincheras! —dice.

Los requetés se frotan sus muñecas y el comandante hace una seña a los anarquistas poniéndose un dedo cerca del ojo para que los vigilen. Traen palas y picos y se los dan.

—Tú no eres de esta tropa, tú eres aldeano —me dice el cura.

—Sí —digo.

—¿De Vizcaya?

—De Getxo.

—¿Cómo andas con esta gentuza?

—Alguna cosa sí tienen buena —digo.

—Ni la punta del espárrago —dice el cura.

Si estuviera aquí don Eulogio, el cura de Getxo, diría lo mismo, los curas son iguales, estén con el presidente Aguirre o con Franco. Si yo estoy más cerca de don Eulogio que de estos anarquistas es que también estoy más cerca del cura requeté. Mis hijos Pelayo, Felipe y Pondo y yo somos nacionalistas y casi todos los curas y monjas de Getxo también votan al PNV, de modo que el Partido también está más cerca del cura requeté que de los anarquistas. Sin embargo, el presidente Aguirre, el Partido, mis hijos y yo estamos luchando contra los requetés. Ya pensaré en ello otro día.

Ella baja la vista a sus pies y se ve en la caja.

—¿Qué es esto? —dice.

El batallón comunista no usó las trincheras en que estamos, pero sí el mismo sitio. Las trincheras las hemos abierto nosotros sobre lo poco que quedaba de las comunistas. Son las siete de la mañana y estamos en nuestros puestos esperando el cañoneo y después a los pajarracos. La canción diaria. Miré a Matías para que pusiera la silla en el fondo de la trinchera y a ella encima y luego las cubrí a las dos con el techo de troncos y sacos de tierra. Los jefes del batallón revolotean por un lado y otro vigilándolo todo, especialmente los nidos de ametralladoras. Se han repartido las bombas de mano después de vaciar las cajas que subieron esta noche los mulos por la espalda del monte. Hemos desayunado café hirviendo y pan. A los nueve prisioneros los han atado a postes fuera de las trincheras, en zona abierta, a ver si los ven los aviones y no sueltan nada. Discutí con los jefes para que no lo hicieran, no es cristiano ponerlos de escudos. Bueno, y ella pidió lo mismo al comandante. El cura me mira desde su poste recordándome lo que me pasó en secreto antes de amanecer: «Ayúdame y Dios te ayudará». Me ve con esta banda pero confía en mí.

Son las diez y aquí no pasa nada. Hay sol. Me entran ganas de tirar a las águilas que pasan sobre mi cabeza, pero la guerra no es contra las águilas. ¿Se les habrán acabado las bombas? ¿O hacen fiesta porque es domingo?… No es domingo para los obuses, estallan varios por aquí antes de que nos lleguen sus truenos. «¡A cubrirse!», gritan los jefes. Lo peor de los obuses es que después vienen los otros y hoy será un día trimotor. Pero al cabo de una hora atizándonos, los que vienen son boinas rojas a ras de tierra. Los anarquistas empiezan a disparar antes de tenerlos a tiro y sólo mucho después oigo el «¡Fuego, fuego, fuego!» de los jefes. Será para los pocos que aún no habían empezado. A estos anarquistas les gusta ir a su aire. Hemos frenado el ataque fascista. ¿Hemos? Mis balas son las únicas que van a no matar. De noche no sabía si mataba, pero ahora hay sol y sí sabría. De modo que tiro a las piernas y si se echan cuerpo a tierra pues no tiro. Cuando avanzan los veo caer como moscas y cuando se echan a tierra muchas veces no se levantan. Al otro lado de Matías ella le da al gatillo como una condenada. Yo procuro sembrar de cojos el campo. Los anarquistas que están en la línea de los nueve prisioneros en los postes no disparan al frente sino a derecha o izquierda, y al principio creí que por no darles, hasta que vi que los atacantes dejaban a los prisioneros en una especie de bolsa. Así que la llevaré a esa parte de la trinchera menos peligrosa…, pero en este momento suena la corneta de los fascistas tocando retirada y se van. Matías se vuelve hacia mí como un rayo:

—¡Roque, Roque!

—Sí, ya sé que los anarquistas sois la hostia —digo.

Los anarquistas se felicitan a sí mismos como si hubieran ganado la guerra. ¿Por qué no oímos los cohetes de fiesta del batallón nacionalista? Ella es ayudada por Matías a salir de la trinchera y grita a los cuatro vientos que la revolución ha dado otro paso. El cura no deja de mirarme desde su estaca.

Vuelven los obuses. ¡Bum, bum! Pero no les tocaba a ellos sino a los trimotores. Y los obuses no tienen ojos y no ven a los nueve prisioneros y caen a su alrededor.

—¡Que se jodan entre ellos! —dice un anarquista.

Un teniente es el primero en decirme que no bombardean a los nacionalistas. Y, coño, es verdad.

—¡Esa cota ha cambiado de dueños! —dice enseguida el teniente. Se echa unos prismáticos a la cara—. ¡La bandera requeté!

—¡Sin un tiro! —dice Matías.

El comandante se arranca el casco de la cabeza y lo estrella contra el suelo.

—¿Qué pasa aquí?, ¿qué guerra de los cojones es ésta? —grita.

Pero cinco minutos después ya está listo medio batallón para atacar la cota regalada. Miro a Matías que no puede convencer de palabra a ella para que no vaya, pero sí agarrándola de los brazos.

—¡Mi hijo no se mueve de aquí! —dice.

Pide a un compañero que saque la silla de la trinchera y la sienta en ella.

—¡Quieta parada! —le dice.

La guerra le está sentando bien a Matías Urondo. Cojo un cabo de cuerda y se lo enseño por si lo quiere usar, pero me dice con un gesto que no hace falta.

—¡Esto es una imposición machista! —grita ella.

El comandante pasa a su lado al frente del medio batallón y le dice:

—Aguirre me fusilaría si supiera que tengo aquí a una embarazada de siete meses.

Pasan también mujeres con sus fusiles al hombro y ella les pide:

—¡Favor, ayuda, hermandad feminista!

Y las mujeres le contestan:

—Quédate mientras le ponen ruedas a tu silla.

Van todas las mujeres del batallón con sus parejas. Nadie se explica por qué no se llena el cielo de trimotores. El medio batallón se ha ido empequeñeciendo en la distancia. ¿Echará a los fascistas de la cota? Se habla poco. Ella puede levantarse de la silla y dar un corto paseo con Matías a su lado, aunque pasa más tiempo en la silla. Hay anarquistas vigilando desde las trincheras el valle de enfrente y otros tumbados formando grupos fumando o jugando a las cartas sin hacer ruido.

Ahora empieza el tiroteo.

Ahora acaba, salvo algunos tiros sueltos. Ha sido una hora larga de combate. Los que miran con prismáticos dicen que acaban de ver la bandera anarquista. Luego dicen que también la ikurriña.

Llega el medio batallón y esta vez Matías no puede sujetarla.

—¡Victoria! ¡Victoria! ¡Dos victorias en un día! —grita.

Han tenido muertos y heridos pero no los traen. Dice el comandante:

—Catorce muertos y treinta y dos heridos. Se los hemos dejado a los nacionalistas, que tienen mejor sanidad… Estas bajas no se habrían producido de no estar defendiendo esa posición unos tíos meapilas. ¡Se fueron a oír misa! No exagero, ¡es lo que han hecho! Dejarlo todo, pasarse la guerra por los cojones y correr a arrodillarse ante el altar de campaña que su capellán había instalado en un bosque de retaguardia. ¡El enemigo encontró la casa vacía y entró hasta la cocina sin disparar un tiro!

—Son la hostia —dice Matías.

—¡Sí, mientras tomaban la hostia les quitaban la posición! —dice un anarquista.

—Es domingo y los domingos hay que oír misa —digo.

—Sí, la lucha fue más dura que larga, aunque no se llegó al cuerpo a cuerpo. Los fascistas dejaron muchos muertos y heridos y huyeron maldiciendo la fiesta dominguera de los pilotos alemanes. ¡También ellos! Luego vendrá un piquete de los nacionalistas a hacerse cargo de esos prisioneros —dice el comandante.

—¡Son nuestros prisioneros! —dice un anarquista.

—Los reclamaron al saber que había un cura. Hicimos un pacto: ellos se quedan con los prisioneros a cambio de responsabilizarse de nuestros heridos y enterrar a los muertos —dice el comandante.

—¡Los enterrarán con cura! ¿Para eso han dado su vida por la revolución? —dice un anarquista.

—No se enterarán…, ¿o es que existe el alma? —dice el comandante.

Por fin vemos acercarse a los del batallón nacionalista. Son seis. Un anarquista los recibe con un «Ave María purísima» dicho entre dientes.

—¡Coño, Evaristo! —digo.

Es el hijo de mi hermana Andrea.

—¡Tío Roque! ¿Qué haces tú con esta gente? —me dice.

—A ver cuándo cambiáis de disco —digo.

Nos abrazamos. No se cansa de mirarme y de decir: «¡Jo, jo, jo!». Me mira de arriba abajo y me palpa el cuerpo como si no lo pudiera creer. Y ahora viene Matías.

—¡La Virgen! ¡El mejor extremo izquierda del Getxo! ¡Chócala, cabrón! —dice.

Se dan la mano. A Evaristo y a Matías les pilló la guerra jugando juntos en el Getxo. Evaristo había empezado en el 34 con sólo diecisiete años y como Matías había regresado entonces rebotado del Madrid, pues formaron el ala izquierda con la juventud de uno y la experiencia del otro. Ahora están aquí armados como bandoleros y viene el comandante con un teniente.

—En este país todos son parientes —dice.

—¿Quién no conoce al famoso Evaristo? ¡Cuarenta goles por temporada! —dice Matías.

—¿Qué haréis con los prisioneros? —dice el comandante.

—Matarlos no —dice Evaristo.

Ha echado un paso atrás y mira al comandante y al teniente y me mira a mí. Mira a Matías Urondo y a ella y me mira a mí. Mira a los anarquistas que nos miran y me mira a mí. Con los ojos duros y la boca apretada. Y sólo tiene veinte años.

—No te gustamos, ¿verdad?, ¿eh? Pero os hemos sacado de un buen apuro. No quise presumir ante tus jefes por no estropear más las cosas. Pero es que la cara que acabas de poner no me gusta nada —dice el comandante.

—Dejamos una guardia —dice Evaristo.

—Que huyó al aparecer la primera boina roja.

—Había pasado la hora y aún no se veían trimotores y sabíamos que no vendrían y sin trimotores los franquistas no atacan.

—Pero atacaron.

—La misa es importante para nosotros.

El comandante resopla.

—Un altar a tres kilómetros de la posición… ¡Vosotros también estáis en guerra! —dice.

—Nadie os pidió ayuda, nosotros la habríamos recuperado —dice Evaristo.

El comandante manda traer a los nueve prisioneros.

—Son vuestros. Acabaréis siendo amigos —dice.

Ella sigue sentada, parece que se está haciendo a la silla. Evaristo se ha vuelto a mirarla, pero sólo un momento. Evaristo y los cinco se ponen a atar a los prisioneros muñeca con muñeca, sólo a ocho, el cura se libra.

—Por las treinta monedas del Estatuto habéis vendido vuestra alma. ¡Apóstatas! —dice el cura.

—¿Has visto a mis hijos Pelayo, Felipe y Poncio? —digo a Evaristo.

—No —dice.

—Bueno —dice.

Me lo llevo aparte.

—Nosotros no tenemos capellán y vosotros sí. Pregunta a vuestro capellán si le parecería bien celebrar una boda —digo.

—Creo que le parecería bien —dice.

—Aquí mismo, en el frente —digo.

—¿Por qué no?

Por la forma de mirarme sé que sabe quiénes son los novios.

—Te has echado encima demasiadas guerras, tío —dice.

Se van con sus prisioneros.

—Cuando pongamos las cosas en orden a vuestro flamante Estatuto nos lo pasaremos por los cojones —va diciendo el cura.

Amanece nublado. La gente se estira bajo sus mantas húmedas de rocío y empieza a ponerse en pie dentro de las trincheras. Ella ha dormido bajo el techo de siempre. Matías la ayuda a salir de la trinchera y sale él mismo y se alejan hasta unos matorrales. Los demás anarquistas también se dispersan con sus caras de sueño. Veo a una de las parejas todavía abrazada y dormida bajo dos mantas, una de cada uno, y es lo único bueno de vivir amontonados. Adonde más mira todo el batallón es al cielo. No son nubes negras de invierno sino blancas de verano que viajan y van abriendo ventanas azules por las que se cuela el sol. Los anarquistas mueven sus cabezas y cada vez se oyen más juramentos. Nos reparten café caliente y pan.

La cosa acaba en un día trimotor. Como en dos horas de esta noche he abierto un agujero en la pared de la trinchera con la bayoneta de Matías y él me ha ayudado y ahora no tengo cosa mejor que hacer mientras espero lo que pronto nos caerá encima, me aparto con Matías y le digo:

—Podías aprovechar ese capellán que tienes a mano.

—¿Capellán? —dice.

—Si te matan, el niño nacerá sin padre.

—El padre sería yo aunque esté muerto.

—Ella sabe quién es el padre, tú estarás en el cielo o en el infierno y también sabrás que eres el padre, y el niño crecerá creyendo a su madre cuando le diga quién es su padre, pero llegará un día en que vea que los padres de sus amigos son más padres que el suyo y tienes que estar preparado para que llegue a pensar que no tiene padre —le digo.

—Si ha nacido es que tiene algún padre —dice.

—No padre conocido, no padre con un nombre. Es importante tener un nombre, no tener un nombre es como no haber estado vivo, y si Matías no ha estado vivo no puede ser padre de nadie —digo.

—Me llamo Matías y estoy aquí, ¿no me ves? —dice.

—Si te matan en esta guerra ya no estarás aquí, y si encima no has dejado un nombre…

—¡Dejo un nombre, Matías Urondo Lizarza, y más largo si quieres! —dice.

—Pasarán años y ella y yo y los que te vimos podremos jurar que anduvo por aquí un tal Matías Urondo Lizarza, pero ¿nos creerán? Imagínate a nuestro don Eulogio, ya sin memoria, abriendo su librote y mirando y diciendo: «¿Matías Urondo, Matías? No, no está aquí, no está en Bodas ni en Fallecimientos. ¿Que mire en Nacimientos? Sí, aquí hay un Matías Urondo, del caserío Urondoetxe. Pero no aparece más, moriría al nacer», y don Eulogio escribirá algo junto a tu nombre, diciendo: «Se me olvidó poner la cruz», y así te matará del todo —digo.

—Si querías un nieto legal haber empezado por ahí —dice.

—¿Qué nieto ni qué narices? ¿Quién ha hablado de nietos? —digo, y mi mirada lo deja tieso.

—Yo creí… —dice.

—¡Yo creí! ¿Qué tengo yo que ver con lo que tú creíste? Nietos ya me darán mis hijos, que tienen sus nombres muy claros en las Bodas del libro de don Eulogio…, cosa que no todos pueden decir. ¿Crees que estoy en la guerra por un asunto de nietos? —digo.

—¡No, por Dios! ¿A quién se le ocurriría pensarlo? —dice.

—¿Nunca te has preguntado para qué estoy en la guerra y en este batallón de locos? —digo.

—¿Yo preguntarme? ¿Crees que soy un chismoso? Ni se me había ocurrido.

Nos miramos.

—Bien —digo.

Su mirada tiene algo dentro y ahí se debe quedar.

—No estaría de más que de vez en cuando te acordaras de que tienes a mano a ese capellán —digo.

Matías Urondo Lizarza asiente con la cabeza.

A la misma hora en punto de siempre empezó el cañoneo y a la misma hora en punto de los trimotores empezaron los trimotores. Dos horas después no quedaba ya nada de nuestras trincheras y todo el suelo parecía un cementerio de tumbas abiertas y muertos y heridos y medio vivos. A la posición nacionalista le dieron lo mismo. Acabó todo pero nadie se atrevía a despegarse de su única amiga, la tierra. Los que han podido levantarse se sientan, sin dejar de vigilar el cielo, ahora no andan cazas pero aparecen sobre uno al menor descuido. Los que pueden hablar dicen: «¿Dónde está la aviación republicana?». La techumbre de ella voló, como todo lo demás, y Matías la está ayudando a salir del agujero taponado por la montaña de tierra que es ahora la trinchera. La posición nacionalista se quedó sin mástil y sin ikurriña, pero ya han puesto otros. Los gritos de dolor me obligan a mirar y ahora no quiero apartar los ojos de este infierno.

Cuando se trata de luchar ella lucha como una leona, pero esto es otra cosa. La veo encogida y pequeña sentada en la tierra roja de sangre, mirando sin saber dónde mira.

—¡Alerta! ¡Alerta! —gritan los jefes.

Ahí están los requetés. Apenas ha habido tiempo de limpiar fusiles y ametralladoras. Nosotros no nos limpiamos. No hay trincheras, sólo agujeros de obuses y bombas. Se reparten bombas de mano. «Nos traerán más», dicen los jefes. Sí, pero no antes de la noche, el día es de ellos y aún queda mucho día. «¡Echad un buen trago de champán!», dicen los jefes. El saltaparapetos. Los anarquistas beben, yo no. Matías se echa al coleto la ración de él y la de ella. «¡Les cortaré los huevos!», grita abriendo la boca para airearla. Los requetés se acercan despacio. No están seguros de lo que se encontrarán, tampoco nosotros, no ha habido tiempo de contar los muertos y heridos. Ahí delante hay un muerto. Lo arrastro hasta el borde del agujero donde está ella con Matías. No hay sacos de tierra y a él no le importará. «¡Fuego!», gritan los jefes. Yo disparo hasta que los requetés echan cuerpo a tierra y dejan de vérseles las piernas. Disparan. Ella dispara tras el muerto contra el que ya habrán chocado muchas balas. Nuestro fuego es continuo y cerrado. No esperaban tanto los requetés, ni nosotros tampoco de nosotros mismos. No avanzan, disparan desde el suelo. Ahora yo me pongo a disparar porque huyen y para huir han tenido que levantarse. Los jefes miran con sus prismáticos y dicen que los que atacaban a los nacionalistas también huyen.

Han pasado dos días, es de noche y estamos retirándonos del Aranguio, pero no porque nos lo hayan tomado. Es que el enemigo avanza en todo el frente, nos está envolviendo y quedaríamos atrapados en una pinza. Y lo mismo hace el batallón nacionalista.

Nos han cocido a bombas. ¿Tantas tiene Franco? Aquella tarde en la posición del Aranguio nos volvieron a machacar los del aire, y enseguida llegaron los de tierra. Resistimos. Apenas quedó batallón aprovechable. En aquel suelo agujereado y sin refuerzos no resistiríamos otro ataque. ¿Qué esperar de unos casi muertos que se quedan sin munición? De modo que aquella noche fortificamos las cumbres del Aranguio, no con trincheras largas, no se llenarían. Como sólo nos dejan dormir de noche, pudimos dormir con los ojos abiertos. ¿Dónde encuentro otra silla en estos montes? Le volví a decir al comandante que mande a la preñada a donde los médicos, que están abajo, pero él me miró y siguió con el montaje de la ametralladora. Subieron ochenta hombres robados de otro batallón anarquista. Luego dos días de cañoneo y bombardeo y ataques por tierra y más cañoneo y bombardeo y ataques y ataques hasta soltar el fusil porque quemaba, y eso que yo sólo tiro a las piernas. Nos lo repetimos de continuo, ésta no es una guerra de hombres contra hombres, y cuando pienso en esa otra guerra que tampoco es de hombres contra hombres sino de hombres contra la mar y en la que siempre gana la mar, pues no sé qué va a ser de nosotros y de la revolución de ella y de la tierra de los vascos.

La marcha hacia atrás nos ha traído a Durango con los heridos del Aranguio. Algunos llegan muertos. Los bajamos del monte en brazos y en el puesto de sanidad de un pueblo les hicieron la primera cura.

—¿Dónde está el médico? —dije.

—Aquí no hay médico —me dijeron.

Pasaban camiones en retirada y en algunos había sitio y subimos heridos y sanos.

—¡Que no se me desmande nadie hasta Durango! —gritó el comandante.

A ella la bajamos del Aranguio sobre uno de los tres únicos mulos que quedaban y que lo compartió con un herido. Caminos y carreteras están atascados de civiles y de gudaris, de camiones, coches, carros y carretas que aprovechan la noche sin bombardeos ni cazas para poner distancia. También se ven cañones en marcha, pero por mucho que miro no veo ni rodando por la carretera los aviones que nos prometen. Ella viajó sentada en la cabina del camión. Abrí la puerta y dije que saliera uno para meter a una mujer. En la caja del camión fui con un anarquista tumbado boca abajo sobre mis piernas, la metralla le había arrancado el culo entero.

Los bombardeos han dejado a Durango hecho migas. Ahí está el gran Amboto, también ya perdido, desde el que los franquistas nos podrían tirar piedras. Preguntamos dónde van los heridos y nos dicen que hay un hospital. Y en un hospital habrá algún médico. Paramos ante un gran caserón y los bajamos. Después de bajar al del culo cojo a otro y me dicen que lo suelte que está muerto. En la calle junto a él se van dejando otros. Cargamos con los vivos y entramos en el hospital siguiendo a un enfermero que salta por encima de cuerpos en el suelo de los pasillos y tenemos que hacer lo mismo. La única luz son velas y antorchas. Sólo en los cuartos hay catres, todos ocupados. En un patio interior unos heridos que pueden ponerse en pie están tapando un gran hueco en el techo con una lona.

—Aquí, dejadlos por aquí —dice el enfermero apartando cajas con el pie.

Por suerte, el piso de losas está seco. Extendemos nuestras mantas y acostamos a los heridos. Hacemos varios viajes para descargar los camiones que van llegando con gente nuestra. Ella se ha sentado en la escalera de piedra de la calle. Aún le queda un poco de juicio para no andar con pesos.

—¿Dónde está el médico? —digo.

—¿Cuál de ellos? Andan por ahí, no dan abasto. No os preocupéis, pronto verán a vuestros compañeros —dice el enfermero.

—¿Dónde está el médico que manda más? —digo.

—Pregunta por el quirófano —dice el enfermero dando la vuelta.

Dejo a Matías con ella y tiro por los pasillos preguntando. El quirófano está tras una puerta de cristales oscuros, pero no me dejan entrar. Me siento en el suelo junto a uno que tiene una venda roja de sangre alrededor de la cabeza y una pierna enyesada.

—¿De dónde eres? —dice.

—De Getxo —digo.

—¡Coño! Yo también soy de la costa. Sopelana. ¿A qué hora es la primera bajamar de mañana? —dice.

—¿Bajamar? —digo.

—Por las noches sueño que bajo a la ribera con rediña y ganchos y si sé cuándo es la bajamar el sueño es mejor —dice.

—A las nueve —le miento.

Pasa una hora y salen cuatro personas secándose con paños la sangre de las manos. Le corto el paso a la de más edad.

—Hay que mandar a casa a un enfermo —digo.

—Yo no tengo a mi cargo enfermos sino heridos y deseo poder mandar a casa a todos ellos —dice.

Es un hombre con ojeras de sueño que lleva un peto de cuero ensangrentado como un carnicero.

—Es una preñada de siete meses que si estuviera en casa no sería ni enferma ni herida, pero que en el frente es más que una enferma y casi una herida. Se empeña en parir en una trinchera —digo.

—Si es su voluntad… ¿Es usted su padre? ¿Dónde está? Le daré mi mejor consejo.

—Ha oído tantos consejos que se echará a reír.

Le llevo hasta unos pasos de ella y me quedo aparte. Hablan. El médico regresa y al pasar me dice:

—Sí, es una herida de las peores, el niño nacerá siendo un soldadito.

Espero a que ella y Matías echen a andar para seguirles.

Amanece con una tormenta de granizo, no es un día trimotor. ¿Y para qué la paz? ¡Para dormir, dormir, dormir! La gente que apenas cabe en Durango amanece durmiendo donde ha podido tumbarse, en caseríos y casas vacías por huida de sus dueños, en calles, plazas y frontones, al pie de paredes y muros. Durante toda la noche no han dejado de pasar por las calles oscuras vehículos y cañones, tropas de refresco hacia el frente para parar a los fascistas y luego echarlos hacia atrás, pues el comandante salió un par de horas del convento de monjas para ir al cuartel general y cuando volvió sólo tenía una palabra en la boca: «¡Contraatacar! ¡Contraatacar! ¡Contraatacar!». Todo el mundo duerme aún a mi alrededor en el frío pasillo del convento de monjas, no en su capilla, que quedó para un batallón nacionalista. En el tira y afloja entre los dos batallones perdimos una hora de sueño.

Porque teníamos techo a mano y había que hacer algo para que ella no durmiera al fresco. Se lo dije a Matías una hora antes de la medianoche, justo cuando pasábamos ante el convento:

—Debe pasar la noche en lugar decente. Las monjas tendrán para ella una buena cama.

—Seguro. Las monjas. Y con sábanas más limpias que la Virgen —dijo.

—Díselo —dije.

Matías se le acercó y enseguida la oí a ella:

—¿Estás loco? .¿Cuándo se te meterá en la cabezota el ideal anarquista de hermandad, igualdad y solidaridad? Una cama para la princesa… ¡Pues no soy ninguna princesa, soy una mujer cualquiera del pueblo! ¿Cómo puedo llevar un hijo tuyo en mi cuerpo?

—Bueno, bueno, no grites tanto, hay mujeres en el batallón que sí querrían —oí a Matías.

—¿Mujeres? ¿Y por qué no hombres?, ¿por qué no hombres que también querrían? —dijo ella.

Matías se volvió hacia mí encogiéndose de hombros. Así que había que intentar meter a todo el batallón, a lo que quedaba de él. Llamé a la puerta y esperé, llamé y esperé no menos de seis veces, hasta que una voz de mujer dijo al otro lado que quién era y yo dije: «Roque Altube del caserío Altubena de Getxo», y la monja que a ver si estaba solo, cuando tenía que saber que había un rebaño.

—Sólo queremos dormir bajo techo —dije.

—No tenemos sitio para tanta gente —dijo la voz, y nadie le había hablado todavía del rebaño.

—Sólo queremos un rincón para tumbarnos. Nos iremos por la mañana dejándolo todo como estaba —dijo entonces ella.

—¿También hay mujeres? —dijo la voz.

—¿Qué tiene que ver que haya mujeres? —dijo ella.

—Las mujeres también pueden empujar para echar abajo esta puerta —dijo entonces un anarquista.

Creo que no nos habrían abierto, lo que no quiere decir que el batallón no hubiese entrado, pero entonces oímos a la tropa que venía por la calle de la derecha. Venían a lo mismo que nosotros.

—Demasiados para entrar aquí —dijo uno que iba a la cabeza de la tropa.

—No abren —dije.

—Es su casa —dijo el hombre.

—¡Esta noche es un dormitorio del pueblo! —dijo un anarquista.

—Tienen derecho a no abrirnos si no quieren —dijo el de la tropa.

Pero se acercó más a la puerta y dijo:

—Ave María Purísima.

—¿Sois personas de fiar? —se oyó a la monja.

—Mando un batallón del Partido Nacionalista Vasco y garantizo que nadie cometerá excesos —dijo el hombre.

Oímos una romería de cerrojos y llaves y se abrió la gran puerta y aparecieron caras asustadas de monjas.

—Nosotros llegamos primero —dijo un anarquista echándose hacia delante.

Uno del batallón nacionalista le cortó el paso.

—A ver, comandante, organicemos la noche —dijo.

—Madre, ¿en qué espacios nos pueden acomodar sólo por una noche? —dijo el que había hablado hasta entonces, el comandante.

—¿A todos? —dijo una monja.

—¿No somos todos hijos de Dios? —dijo nuestro comandante.

—Los pasillos son largos y anchos y el convento tiene muchos —dijo una monja.

—Y está la capilla —dijo otra monja.

El codo de la monja de más edad se clavó en sus riñones.

—Los pasillos —dijo la que parecía ser la madre superiora.

—Echaremos un vistazo a esa capilla. ¿Podemos entrar? —dijo nuestro comandante.

Las monjas no se apartaron.

—Si el Señor nos ha enviado esta guerra y parece que dispone que personas ajenas al convento duerman en nuestra capilla, al menos no permitiremos la profanación del recinto sagrado —dijo la madre superiora.

—No perdamos más tiempo —dijo nuestro comandante.

Ahora fue el otro comandante quien le cerró el paso diciendo:

—La capilla es para nosotros.

—Ellas no han dicho eso —dijo nuestro comandante.

—No se duerme bien en lugares que no se frecuentan habitualmente —dijo la madre superiora.

Los gudaris del batallón nacionalista agarraron un poco más fuerte sus armas.

—Ah…, coño, coño…, entendido. Valemos para morir en el frente pero no para… Muy amables, pero traemos tanto sueño que esta vez no nos quedaría tiempo para quemar una iglesia —dijo nuestro comandante con una risita que contagió a varios de los suyos.

—Quemar iglesias no es cosa de reír —dije yo.

Primero entraron los del batallón nacionalista y luego nosotros. La madre superiora me cogió aparte y me dijo:

—Usted es de aldea, es el que me informó a través de la puerta que era de Getxo… ¿Cómo se mezcla con estas personas sin Dios?, ¿acaso le llevan secuestrado? Yo me encargaré de pedir a estos excelentes muchachos que le defiendan, así como defenderán nuestra capilla de…

—Vengo por propia voluntad, estoy haciendo algo —dije.

—Ah, labor misionera. En nuestro país también hay paganos, ¿verdad? Le tendré presente en mis oraciones… ¿Puedo pedirle que no les pierda de vista esta noche? —dijo.

—Nunca pierdo de vista lo que tengo que hacer. Hay una preñada. Mire, la que se apoya en ese anarquista —dije.

—¿Es usted su padre? Le compadezco, estas personas no se casan por la Iglesia —dijo.

—Peor sería que ella no supiera quién es el padre de su hijo entre todo el batallón —dije.

—¡Señor, Señor, espero que no se le ocurra dar a luz esta noche a ese hijo del pecado!

—El hijo tiene cama y no la dejará de momento, la que no tiene cama es la madre. Ya habrá alguna vacía en el convento. Lleva semanas durmiendo en los montes —dije.

—¡Y con armas! ¿Por qué no regresa a dar a luz en su casa?

—Anda ocupada. Dar cama a una preñada de siete meses y pico sería una obra de caridad.

—Más que cama, catre, que no quepa el anarquista. La instalaré en una celda bajo llave, ¿le parece bien?… Pero ¡Dios mío!, hay otras mujeres y otros hombres con ellas…

—Tranquila, todos están tan rotos que no podrán pecar aunque quieran.

—Todo esto deben ser coletazos de la revolución que circula por ahí fuera —dijo la madre superiora santiguándose.

No lo hizo con la mejor gana, pero lo hizo. Aunque estuvo a punto de no tener que hacerlo por la tozudez de ella. «¡Que no quiero privilegios!», decía. Le dije a Matías: «Dile que ya carga con un privilegio, un hijo que no lleva encima ninguna de las otras. Dile que el privilegio de la cama será para ese crío, no para ella. Dile que si no se trata bien a sí misma abortará, podría abortar aquí mismo esta noche y las monjas cogerían a su crío y se lo bautizarían antes de que ella se enterara». Matías le habló y allá se fue ella a que la madre superiora la meta en la celda.

Ahora es la mañana y el batallón ronca. Despierto a Matías para decirle:

—Sal a por leche, la necesitan los dos. Los aldeanos que huyen no se habrán llevado todas las vacas.

Matías se levanta y camina a trompicones pisando cuerpos pasillo adelante hasta la puerta del fondo, la abre y sale. Tarda en volver. Trae una jarra de cristal con leche hasta los bordes.

—Llévale a la madre superiora y le dices para quién es —digo.

Se marcha con la jarra. El primero del batallón que despierta y se pone en pie es el comandante. Sale al patio y oigo un chorro de agua. Vuelve secándose la cara con un pañuelo y viene hacia mí.

—Cada vez será más duro, aldeano. Regresa a tu pueblo, eres un viejo y nadie te pedirá cuentas. Lo que viene va a ser más que un infierno. Aún estás a tiempo —me dice.

—Aquí hay mujeres que tampoco se van y son mujeres.

—A ellas también les ordenaré que lo dejen. Ya han demostrado de sobra su amor por nuestros ideales.

—No se irán, son como muías.

—Al menos, a ellas les mueve la causa anarquista. ¿Qué te mueve a ti?

—Habría que pensar algo para echarlas a todas.

Vuelve Matías sin la jarra y dice:

—La jefa me cogió la leche y se marchó a calentarla y cuando vino me obligó a alejarme de la puerta antes de abrir la celda. Entró, cerró la puerta con llave y antes de abrirla otra vez miró por la rejilla a ver si yo seguía lejos. «Ya se ha tomado media jarra de un trago», me dijo después.

—¿Cómo se van a marchar nuestras mujeres si las tratáis tan bien? —dice el comandante.

—Habría que pensar algo para echarlas a todas —digo.

Los dos batallones que han dormido en el convento y todos los demás que andan por Durango tienen cita en la plaza para tomar algo caliente, cubrir bajas, formar nuevos batallones con los restos de otros y recibir munición. Cuando todos los anarquistas se ponen en pie el comandante les dice:

—Tenemos orden de marchar al Sebigain con batallones socialistas, comunistas y nacionalistas. La consigna es contraatacar. Hace mal tiempo y no aparecerá la aviación enemiga. La guerra contra el fascismo se está decidiendo aquí, en el Norte. ¡Todos lucharemos hasta el último aliento por la libertad! Los franquistas poseen armas poderosas, dominan el cielo y pretenden aplastarnos con su metralla… ¡pero somos superiores en corazón! Además, Madrid nos ha prometido aviones, los tendremos en breve enfrentándose a los dragones alados alemanes y derribándolos. ¡Nadie podrá frenar nuestra sagrada causa libertaria!… Y unas palabras a las compañeras: ¡sois mujeres!, ¿os habéis enterado? Menos músculo, menos fuerza. Esto no es machismo, es un hecho. Los hombres nos sentimos incómodos viéndoos combatir a nuestro lado. No estáis hechas para la guerra en los montes. Muchas de vosotras habéis demostrado tener más cojones que muchos de nosotros, pero os estáis comportando contra natura. ¡Reconocedlo, la hostia! ¡Volcaos en cualquiera de las mil tareas de retaguardia propias de mujeres! Las batallas que se avecinan serán el mismísimo infierno…

—Sabíamos que nos amáis en casa… ¡amadnos también en la guerra! —dice una anarquista.

—No recurráis siempre a vuestros músculos como única vara de medir —dice otra.

—No os libraréis de nosotras: ¡el día de la victoria queremos estar junto a los hombres compartiendo el poder y diseñando la nueva sociedad! —dice una más.

Ella tampoco habría callado de estar aquí. No las pueden echar, salen del convento metidas en el batallón. Llamo por señas a Matías y le digo:

—No irá al frente, se queda aquí. Vete tranquilo, yo me encargo de todo.

—Me odiará, se porciará de mí —dice.

—Para porciarse no sólo hay que estar casado sino estar vivo y por lo menos la tendrás viva al acabar todo esto —digo.

Los nacionalistas han salido antes. Sus jefes no sueltan tantos mítines como los anarquistas. Cuando el convento queda sin pisadas de botas me vuelvo y tengo a mi espalda a la madre superiora.

—¿Y usted? Vamos a cerrar —me dice.

—Hay una mujer bajo llave —digo.

—Esperaré a que los suyos estén lejos para soltarla —dice.

—Iría tras ellos y los encontraría. Ella es así. No la suelte por ahora. Yo le pagaré los gastos. Vendré por aquí. A usted también le gusta la idea de que esa chica no pueda pecar durante un tiempo —digo.

—La mano de Dios siempre se hace presente para ayudar incluso a los que nunca se lo piden…

Se queda con ella, lo quiere tanto como yo. Lo único que le preocupa es el tiempo. «¿Hasta cuándo?», dice. «Unos días, hasta que entre Franco», digo. «Amén. ¿Cree usted también que sólo faltan días para que nos liberen?», dice. Nos miramos. Dice: «Nada de esto ocurriría aquí si los nacionalistas se hubieran unido a Franco, todos bajo el manto de nuestra religión. Su error fue grave». «¿Qué hará con la chica cuando llegue Franco?, ¿se la entregará?», digo. «Ahora me toca a mí prometer que ella es mi responsabilidad. Nadie la tocará», dice. «Puede disfrazarla de monja», digo. «¿De monja? ¿Por qué no? Quizá así la toque el Espíritu Santo y profese», dice la madre superiora.

Llueve. Por la carretera que atraviesa Durango pasan cañones y hombres y algún tanque. Los hombres van callados y el ruido de las ruedas también es triste. Mentí a la monja, pienso que Franco no ganará más tierra vasca, que todo es cuestión de que nos acostumbremos a sus bombas, pues a sus hombres los venceremos siempre.

La revolución de la otra sí sería una revolución, pero la revolución de ésta no, esto es una guerra.

Puedo subir a una camioneta que lleva heridos graves al hospital de Basurto de Bilbao y les miro las caras. No hay ni parientes ni conocidos. «¡Valientes!», les digo. Sólo uno de ellos hace un esfuerzo para sonreír. Sé que no está bien dejar a una persona bajo llave y marcharse. «¿Cuánto tiempo?», dijo la madre superiora. ¿Y yo qué sé? Hasta que algo cambie o se me ocurra otra cosa mejor.

En Bilbao cambio de camioneta, que no me tiene que llevar hasta Getxo, sólo a medio camino, a Lamiako, donde está el campo de aviación. Quiero ver con mis propios ojos qué demonios pasa con nuestros aviones. Pero no me dejan mirar, una valla de madera rodea el campo y cuando llamo a una puerta me dicen desde dentro que no se puede pasar. Sigue lloviendo. Camino hasta ver a un viejo sentado ante una chabola de chapas de bidón. A lo mejor vive ahí. Se me adelanta a hablar:

—No eres el primero que quiere verlos.

—¿Se estropean con la mirada? —digo.

—Casi. Pusieron esa valla para que nadie sepa cuántos hay. Bueno, cuántos no hay. ¿Tienes tabaco? —dice.

—No fumo.

—Los Junkers Ju-52 bombardean el aeródromo un día sí y otro también y lo dejan como un colador, destrozando a veces cazas que no han tenido tiempo de despegar, y si no destrozan siempre algún avión nuestro es porque hay tan pocos que no los ven.

—¿Cuántos hay?

—Llevo la cuenta sin moverme de esta banqueta, oigo lo que dicen los que van y vienen. Hace dos días vinieron los Junkers-52, dejaron como un campo de patatas la pista que acababan de nivelar los empleados y dejaron para chatarra cuatro aparatos. En este momento sólo hay dos cazas y, claro, el Abuelo.

—¿Cuándo llegan más? Vengo del frente y allí los trimotores y los cazas matan gudaris como en el pim-pam-pum de la feria. ¡Dios!, ¿a quién hay que pedir aviones para que nos los manden? —digo.

—Me dicen que todos los días se piden desde el Carlton. Y también me dicen que no se mandan porque este aeródromo y algún otro no reúnen condiciones y están tan lejos del frente que tardarían demasiado en llegar. Esto es lo que oigo.

—¿Lejos del frente? ¡Para los pájaros no hay distancias! ¿Dejarán que maten a todos los gudaris?

—Me dicen que en el frente se derriban aviones a tiros de fusil.

—Nunca lo he visto. Se dispara a los cazas porque es lo único que se puede hacer, pero no caen.

—¿Es verdad lo que me dices, que jamás se ha derribado un Heinkel-51 a tiros de fusil? ¿Ni uno solo?

—Lo he oído y a lo mejor ha caído alguno, pero no por donde yo estuve… Oye, entiendes mucho de aviones, ¿eh?

El viejo saca un pañuelo y se seca los ojos. ¿Son lágrimas o sólo agua?

—Entonces son mentiras para sostener la moral. Putas mentiras. Y ahora tú también deberás mentir callándote que en Lamiako sólo hay dos chatos rusos y el Abuelo. Y mañana ni eso —dice.

—¿Por qué me lo dijiste a mí?

—Porque no volverás al frente. Los que han estado y se alejan no vuelven.

—¿Aún se le ve por el aire al Abuelo?

—Ese Vickers Vildebeest no está para muchos trotes. Despega de tarde en tarde para que, asmático y lento como una tortuga, la gente le vea y se eleven los corazones. Está de adorno. ¿Cómo enfrentarse a los modernos Fiat, los Henschel, los Junkers, los Messerschmitt, los Dornier, los Breguet, los Henschel, los Savoia…? En cuanto aparecen estos, el Abuelo regresa a Lamiako.

—¿Hay tanto nombre? Para mí todos son o trimotores o cazas.

—Es cuestión de afición y de fijarse bien. De preguntar. De leer algo.

—Tú tenías que haber sido aviador.

Los ojos del viejo se llenan de chispas.

—Tengo fotos de todos los aparatos fabricados en el mundo, de todos los aviadores famosos. Mira, éste es el más famoso de todos…

Saca de bolsillo de su abrigo la foto sucia de un aviador muy alto y dice:

—Lindbergh… ¿Verdad que me parezco un poco a él? Toda mi vida trabajé en la fábrica con motores de coches y un día trajeron un motor para arreglar, que no era para mover ruedas sino para volar. «Es imposible», pensé. Yo era un aprendiz pero me permitieron ir con el motor arreglado al aeródromo y comprobé con mis propios ojos que los motores también volaban. Nunca me curé de aquella impresión.

—¿Por qué vives en esta chabola?

—Yo nunca he volado, pero estar aquí es como volar. Mi familia vive en Sestao y yo llevo diez años en esta chabola, desde que dejé la fábrica. Antes sólo aterrizaban en Lamiaco las avionetas de los ricos, pero con la guerra ya no me aburro.

Ha parado de llover y me animo a ir andando a San Baskardo. Las cosas siguen igual, los montes, las casas, las flores de los jardines, el ferrocarril, el Abra, La Galea, la mar. Sólo más delgada la gente. Como está marea baja me desvío hacia Arrigúnaga y lo primero que miro es si no se ha llevado la mar los elevadores de mi bote clavados en la arena. Allí siguen, solos, el bote pasa el invierno en la caseta del bañero.

Ahora hace dos años que alguien mató a mi hijo Leonardo y Eladio se salvó de milagro. Ese alguien golpeó a los gemelos y los dejó sin sentido y los ató con cadenas a una peña, en bajamar, para ahogarlos cuando subiera la marea. Cuando Etxe apareció como siempre por allí de madrugada corrió a buscar una sierra a la herrería de Cuatro Caminos y el herrero bajó a tiempo de salvar sólo a Eladio, su cadena era más larga que la de Leonardo. ¿Quién lo mató? No pasa semana sin que me dé una vuelta por la playa a echar un vistazo al sitio. Tiene que haber quedado alguna señal. Dice el maestro que es uno de los mayores misterios. Ahora estoy sobre la misma peña, tocando con los dedos la argolla cementada allí por Félix Apraiz para atar un extremo de su palangre. Me llegaron noticias de que los gemelos también usaban esta argolla sin permiso de su dueño. ¿Los quiso matar por eso? No le creo capaz a Félix Apraiz de una cosa así. No sé qué busco entre las lapas y mojojones de la peña, entre el verdín, después de dos años de lavadas de la mar. Recorro otra vez los alrededores, peñas grandes y pequeñas, charcos, isletas de arena, y sigo con la vista las fugas de estos carramarros cuyos padres verían aquel día a los gemelos y al asesino. Un solo muerto. Vengo de otro sitio donde he dejado miles de muertos. Hay más gente que de costumbre pescando por aquí. «¿Sale mucho?», digo. «No mucho, pero hay hambre», me dicen. Creo que el maestro es quien mejor puede hacerme el favor.

Subo a Algorta y le veo tras los cristales de su cuarto, siempre trabaja ahí. Me ve y le hago señas para que baje, él me hace señas para que suba y gano yo. Su cara está más triste que nunca.

—Vengo a que me haga un favor —digo.

—Lo que quieras, Roque —dice.

—Vengo del frente y…

—Eso tengo oído. ¡Dios mío, tú en el frente! Desearía que…

Le corto para pedirle que vaya a Oiarzena a decir a la madre que su hija está bien.

Nos miramos.

—A la madré. A Fabiola Baskardo. Que su hija está bien. Bueno —dice.

—Y otra cosa —digo.

—¿Y cómo ocurrió? Quiero decir, ¿quién te lo dijo?, ¿quién la vio bien?, ¿cómo te enteraste?… La verdad es que sólo importa que alguien te transmitiera que está bien y no quién fuera ese alguien… El caso es que ahora quieres que yo… Realmente, es muy comprensible, ¡oh, naturalmente!… Lo único que si ella…, me refiero a la madre…, ella quiere saber más detalles… Pero no, no se debe hacer de otro modo, y cuando te dije que lo comprendo las palabras también sobraban. La verdad es que todo esto está sobrando y que mi única reacción desde el principio debió de ser: «Le transmitiré inmediatamente a Fabiola Baskardo que su hija está bien». —dice.

—Y la otra cosa es que me acompañe al Hotel Carlton de Bilbao a gritarles a la oreja que traigan aviones para que las bombas alemanas no destrocen a la gente vasca —digo.

—Sí, no hay más que un Hotel Carlton y está en Bilbao, y quieres ir a gritarle al Gobierno vasco que… Pienso que no es el mejor procedimiento… Entiendo que has estado allí y has visto el horror y necesitas hacer algo, sea lo que sea. Pero aparecer en el Carlton sin que nadie te espere… Argumentarían que no tienen tiempo de recibirte, y sería verdad. Toda la actividad de la guerra se concentra allí —dice.

—De eso quiero hablarles, de la guerra —digo.

—No les informarías de nada nuevo. El presidente Aguirre envía a diario angustiosos telegramas a Madrid pidiendo aviones, me lo cuenta un telegrafista del Carlton. Los mandos conocen el problema en toda su gravedad, Roque. Puedes ahorrarte el viaje —dice.

—No podré dormir si no voy —digo.

—Lo comprendo, lo comprendo… Más que un simple movimiento de los músculos, un sacrificio, cuanto más duro mejor, y eliges la prueba más temible para un hombre de aldea, llamar a la puerta de un despacho de la capital y dar el primer paso sobre la gran alfombra… Aunque es mucho suponer por tu parte que yo no sea otro hombre de aldea —dice.

Me parece que habla tanto porque necesita mirarme fijamente todo el tiempo, hablando de una cosa y pensando otra. Y acierto porque me dice:

—Alguien aprovechó tu viaje a Getxo para encargarte del consolador recado a Fabiola Baskardo, ¿no es así? Alguien te convirtió en mensajero, ¿no es así?

Aguanto su mirada y por fin me lo dice:

—Pasó tu tiempo de hacer ciertas cosas, como ir al frente. ¿Olvidaste tu edad? Caramba, caramba…

—Tuve que hacerlo, lo seguiré haciendo —digo.

—Siempre existen varias razones para hacer algo, incluso para ir a esta guerra. Aunque hay una razón que sobresale de las demás —dice, y ahí se queda, aun sabiendo que yo sé lo que él quiere. Nos miramos. Sabe que no está bien que avance más por esa ruta, que yo pensaría que ha ido más allá de lo debido, incluso que él pensaría lo mismo de sí mismo. Hasta ahora nadie en Getxo ha mentado ante mí el asunto, ni los más bocazas estando bebidos, y del que menos podía esperarse una cosa así es del maestro. Sus labios apenas se abren para dejar escapar un poco de aire—. Bien, bien, bien… ¿De qué hablábamos? Sí, del otro mensaje al Gobierno vasco. Habla con Aguirre, a quien tenemos a mano en Algorta. Supongo que la guerra le permitirá venir de vez en cuando a dormir a casa. Más difícil será verle txikitear al atardecer, como hacía en mejores tiempos… Iremos esta noche a su casa, a ver si hay suerte —dice.

Basaon. Los días fuera me parecen un siglo. Veo que las patatas no vienen mal. Dos vacas pastan en la campa y sólo una me reconoce porque la otra no estaba cuando me marché. Morito, el perro de lanas negro, salta a mi lado. La mujer, Cenobia y Anastasi me esperan en el portal como tres postes.

—Ponéis cara como si viniera de la guerra —digo.

—Pues ya nos dirá de dónde viene usted —dice Anastasi.

Me parece aún más alta que el último día. La carota de Cenobia sonríe. Las tres me están mirando pero la mujer me mira como yo esperaba que me miraría. Tengo que hacer un esfuerzo para no desviar mi mirada. Me abraza y yo no sólo no le hablo sino que ni siquiera sé cómo decirle con un gesto que en este momento acabo de saber que ella y Basaon son la misma cosa. Entro con las tres.

—Ya sé que eres tú, Roque. ¿Has pasado hambre? —oigo la voz de flauta del tío Santiago.

Tiene ochenta y cinco años, el último peso que dio fue de 204 kilos y lleva doce años sin levantarse de la cama. Entro en su cuarto, por la pequeña ventana abierta entra la luz. Aquí dentro también hay otra guerra y la mujer es la que apechuga con ella.

—Le convendría distraerse más para que comiera menos —dice la mujer a mi espalda.

—¿Ya no vienen Deunoro Etxe, Iñaki Foruria y Bartolo Labelza a jugar al mus? —digo:

—Sí, pero el día es largo y tiene que matar el aburrimiento —dice Anastasi.

—No es cuestión de aburrimiento sino de panza —digo.

Me acerco a la cama y cacheteo el monte de la tripa del tío Santiago.

—Es el único de la fa… familia que no si… si… siente la gue… guerra —dice Cenobia.

—No soy un animal, sé que hay guerra y que la gente muere y que cada vez hay más hambre. No dejo de pensar en la pobre gente que tiene que aguantar con el racionamiento… He pensado mucho en ti, Roque. Si han llamado a tu quinta es que pronto llamarán a la mía —dice el tío Santiago.

—No han llamado a su quinta, tío —dice Anastasi.

Las tres mujeres me miran en una sola mirada. Ellas ya han comido y la mujer me dice que me siente en la cocina, que ha sobrado porrusalda. «Aita, ¿cómo quiere luego los huevos, fritos o en tortilla de patatas?», dice Anastasi. Pero les digo que voy a lavarme y las tres hacen viajes al manantial para llenar el barreño de la cuadra. Me baño y afeito a la vista del perro, el gato, el cerdo, el burro y las cincuenta gallinas y pollos. La mujer ha cerrado la puerta y nadie la abrirá hasta que yo acabe.

A pesar del estómago vacío no tengo hambre, pero ellas me empapuzan.

—Pedro Urondo ya nos trajo tu recado de que te ibas a la guerra. Al principio no le creímos pero pasaron los días y… —dice la mujer.

—Ocu… rrencia —dice Cenobia.

—¿Cómo van los trabajos? —digo.

—Bien…, con uno menos —dice la mujer.

Me parece que la guerra está en la otra punta del mundo. Sin embargo, esta madrugada yo estaba en Durango. Se oyen pasos en el portal y una voz de mujer: «Buenas tardes, soy la criada del cónsul, la semana pasada quedé en venir hoy». La entran en la cocina y las dos hijas le llenan la cesta con lo que ya tienen preparado: dos pollos, chorizos, alubia roja, patatas y huevos y lo tapan todo con geranios. «Que no vean lo que llevas», dice Anastasi. «¿Cuánto es?», dice la chica. Anastasi y Cenobia también tienen preparada la cuenta: «Veintiún duros».

—¡Veintiún duros! ¡Es lo que gana un obrero al mes! —digo. Tengo ladrones en la familia.

La criada del cónsul mira a mis hijas con los ojos muy abiertos. «¿Eh? ¿Habéis sumado bien?», dice. «Estos días ha subido mucho el mercado», dice Anastasi. «¡Es de a… asustar! ¡Nunca se ha… había visto na… nada igual!», dice Cenobia. «A ver, los pollos…», dice la chica. Pero Anastasi le quita la palabra: «Los pollos, dos, ocho duros. Huevos, tres docenas, nueve duros. Alubias, dos kilos, dos duros. Patatas, cuatro kilos, dos duros. Total, veintiún duros». «¡Ángela María! Dame ese papel, si no, la señora creerá que le robo», dice la chica. «En las guerras ya se sabe», dice Anastasi. La chica abre un bolso y se pone a contar billetes de Euskadi, dejándolos en la mano de Anastasi y santiguándose al mismo tiempo. Anastasi ve de qué modo la miro.

—Nosotras no hemos traído esta guerra tan larga —dice.

—¿Sabes por qué es tan larga? ¡Porque en los montes hay gudaris parando a Franco! ¡En nuestros montes los gudaris mueren a miles para que vosotras podáis robar en la retaguardia! ¡Estraperlistas!

—Lo hace todo el mundo que tiene alimentos para vender —dice la mujer.

—Has heredado la sangre de tu familia —digo.

La mujer se queda de piedra, no puede mover ni los labios para defenderse. Soy un bruto. Si algo no es ella… Salgo sin despedirme. Higinio el bañero vive en una casita del paseo del Ángel. En los veranos monta en la playa los toldos de los veraneantes y alquila trajes de baño y grandes sombrillas que se clavan en la arena. Cuida las casetas en las que la gente se viste y se desviste. Durante el invierno guarda mi bote en la caseta grande. De tanto pisar la arena Higinio tiene pies anchos como los patos. Le pido la llave y me dice si quiero que me acompañe para sacar el bote. «Sólo voy a echarle un vistazo», le digo.

Dentro de la caseta grande de Higinio huele a lona y a playa en verano. Mi bote está boca abajo sobre una cama de tablas. Lo tengo hace diecisiete años para la pesca y lo calafateo y le doy dos manos de pintura cada primavera. Pero hoy no he venido a eso sino a estar entre cosas que no me recuerden la guerra. En casa he seguido estando en la guerra.

Al anochecer el maestro me está esperando en Cuatro Caminos, ante el portal de su casa, donde hemos quedado.

—Qué molestia —digo.

—Por Dios, nada de eso… Estuve en Oiarzena. Los dos están también sin novedad —dice él.

Mientras cruzamos Algorta hablamos de la guerra. Él empieza y yo tengo que seguirle. Quiere saber del frente, de los bombardeos de la aviación. «Aquí también nos bombardean, pero supongo que es otra cosa», dice. Quiere saber de las bajas, de la moral de los gudaris. «¡Qué tragedia, qué tragedia…!», dice una y otra vez. Y dice también: «Me impresionas, voluntario en primera línea a tu edad. En cambio yo, con más de veinte años menos…». Pero no creo que está avergonzado, creo que saca lo de nuestra diferencia de edad no por él sino por mí, le veo en la cara que lo que más le interesa saber es por qué estuve allí. «¿Regresarás?», me dice. «Depende», digo. Calla y me mira esperando que le diga de qué depende.

Llegamos sin hablar más a la casa de Aguirre frente al Ayuntamiento donde hace poco era alcalde. En el portal me pongo detrás del maestro y así subimos las escaleras hasta el piso. Llama a un timbre y abren sin hacer ruido.

—Buenas tardes… ¿Está José Antonio Aguirre?, ¿podríamos hablar con él sólo un minuto? —dice el maestro.

—Está durmiendo —dice muy bajito la mujer que ha abierto la puerta.

Son las ocho de la tarde y un hombre joven como Aguirre no estaría en la cama si viviéramos tiempos normales…, a no ser que estuviera enfermo.

—Llevaba cuarenta y ocho horas sin dormir —dice la mujer.

—Claro, claro, veníamos preparados para algo así —dice el maestro también muy bajito.

—Lo siento. ¿Quién le digo que estuvo? —dice la mujer.

—Le dejaremos una nota —dice el maestro.

Y saca un pequeño cuaderno y un lapicero del bolsillo interior de su chaqueta y abre el cuaderno y se pone a escribir sobre una hoja rayada.

—Pase y apóyese aquí —dice la mujer abriendo más la puerta.

En el pasillo hay una mesita con un florero y el maestro se inclina para apoyar la libreta. Acaba de escribir y levanta la cabeza.

—¿Qué te parece así, Roque?: «Señor Presidente: soy Roque Altube, de San Baskardo. Vengo del frente para informarle a usted de lo que ya sabe pero que mi conciencia me obliga a repetírselo: que los gudaris ganaríamos la guerra si la aviación alemana no dominara el aire. No aguantaremos mucho más. Como Dios nunca entregará el cielo vasco al enemigo, acabará enviándonos los aviones que usted exige a diario. Mis respetos». Firma aquí abajo —dice el maestro.

Pone el lapicero en mi mano y empiezo a escribir mi nombre.

—Tranquilo, tómate el tiempo que necesites —me sopla en la oreja. La mujer tampoco tiene prisa. Termino la e de Altube y digo:

—Cuando lo lea Aguirre yo no le estaré viendo los ojos. Yo quería decírselo de palabra.

—Lo que lea es un resumen de lo que le habrías dicho…, y no debemos menospreciar la escritura —dice el maestro.

—Es poco. Él no verá mi cara ni oirá mi voz y yo no veré sus ojos —digo.

Ya estoy bajando las escaleras. El maestro arrancó la hoja de la libreta y se la dio a la mujer.

—Un escrito puede tener tanta fuerza como lo hablado. Yo diría que más fuerza —dice.

—Cuando una persona puede hablarle a otra no le escribe. Los novios sólo se escriben cartas cuando él está en la mili —digo.

—Lo único que queda de un noviazgo suelen ser las cartas, no las palabras. Espero que haya sido mejor el que Aguirre durmiera —dice.

—Hemos hecho las cosas a medias y vengo de un sitio donde se hacen enteras, donde la gente lo da todo hasta morir. Era lo menos que podía haber hecho por ellos —digo.

—¿De modo que regresarás al frente? Bien, parece que te arrastra hacia allí algo muy fuerte. Si así lo decide tu conciencia, tu solidaridad o tu sangre… Como ves, mi ignorancia me lleva a los tanteos y éstos a hablar demasiado, como de costumbre. Tendré que escribirlo para que la propia escritura me vaya iluminando y me conduzca a alguna parte… Habrás de perdonarme, Roque, por ser un patético intelectual sin sitio en esta guerra… Sin embargo, quizá tu gestión ante Aguirre no resulte tan inútil como supones. ¿Recuerdas la frase: «Como Dios nunca entregará el cielo vasco al enemigo»? Quizá yo no la recordara de no pertenecer a un contexto literario. No es nada del otro mundo, pero no se me habría ocurrido de no haberla tenido que escribir. Observa que tiene un doble significado. Al mencionarse el cielo vasco se está hablando de dos cielos, el de Dios y el de los aviones, dos cielos en uno, ese único cielo en el que Dios nunca acogerá a nuestros pecadores enemigos ni permitirá que siga siendo dominado por sus mortíferos aparatos. El presidente Aguirre la leerá, es decir, la verá escrita, será más o menos tocado por la literatura, pues de un texto literario brota el mensaje con más largas repercusiones que de un simple discurso, por muy acompañado que esté de gesticulaciones teatrales y entonaciones ensayadas. Es una frase guerrero-religiosa que Aguirre sabrá descifrar en su doble sentido, por pesar sobre sus hombros la suerte de un ejército y de un pueblo… Quizá la literatura perdone mis desvaríos. Pero no puedo contribuir de otra manera —dice.

—Esa hoja de la libreta no estuvo en el frente y yo sí —digo.

Al meternos en nuestra cama de Basaon me acuerdo de los que he dejado durmiendo en los montes.

—Has adelgazado, te veo mal —dice la mujer.

—Mejor si apagas la vela para no ver nada —digo.

—Lo que se quiere ver se ve también a oscuras. Y lo que se quiere pensar también —dice.

No es de esas mujeres que disfrutan armando broncas al marido. No abre la boca ni siquiera cuando tendría derecho a hacerlo. Como ahora. Porque mi fuga de casa es parte de esa cuenta pendiente que tengo con ella desde hace muchos años, aunque a lo mejor no se le puede seguir llamando cuenta pendiente a lo que ella ya se ha olido. Pero calla. La tengo a mi izquierda, quieta y respirando sin ruido y me parece que la última vez que la tuve así fue hace un siglo.

—Pero has regresado —dice.

—Sin el pero —digo.

—Te dio la venada y te fuiste.

—Todos los hombres se van allá, no sé por qué te extraña.

—Sí, no sé por qué me extraña —dice.

Así es ella, callada, sin broncas.

—En tu propia familia tienes dos hombres que no van a la guerra —dice.

—¿Has visto a Aurelio últimamente? —digo.

—Pasó por aquí y preguntó por ti.

—¿Cómo le va en la Ertzantza?

—Bien. Al que no me quito de la cabeza es al otro.

—¿Qué le pasa a Eladio?

—Le miro y veo a Leonardo, no lo puedo remediar. Aún no hace una semana que fui a Berango, no a ver a Eladio sino a Leonardo. ¿Lo entiendes? Tengo a Eladio delante y no le veo a él, que está vivo, sino a Leonardo, que está muerto —dice.

—Eran gemelos iguales. Quieres consolarte viendo a Leonardo y lo ves. No sé qué decirte: que vayas a ver a Eladio o que no vayas —digo.

—Nuestro pobre hijo —dice.

Sí, nuestro pobre hijo. Hoy estaría con su hermano en la Ertzantza… ¡Vaya pareja! Más vivos que las lagartijas, desde muy chiquitos ya empezaron a hacer negocios, sacaban dinero de debajo de las piedras. No eran como el resto de la familia, no querían saber nada de la tierra. ¿Quién dirigía a quién, Leonardo a Eladio o Eladio a Leonardo? Los dos se mandaban a una. Supongo que quien inventó la Ertzantza pensaba en gente como ellos. Tengo a dos hijos en la Ertzantza, Eladio y Aurelio, llevando recados en moto de una oficina a otra. Y cuando parecía que cada uno ya estaba en su sitio viene esta guerra y Cenobia y Anastasi se ponen a negociar como sus hermanos, y ellas con el hambre de otros.

—He visto dos vacas —digo.

—Las chicas se empeñaron en traer otra —dice.

—A ver si les dices que no sean contrabandistas con las cosas de la tierra —digo.

Uno siente cuándo está en un sitio que no es el suyo. Antes yo sentía que mi sitio era Basaon. Sigo atendiendo sus animales y sus tierras pero ya no es lo mismo. La mujer y las hijas se alegran de volver a tener en casa un ayudante para los trabajos, pero se han metido en trabajos que sobran para alimentarnos a los cuatro y enviar paquetes de comida a los tres hijos del frente. Estoy pirateando con ellas para sus estraperlos. En Basaon se han sembrado este año más patatas que nunca, y en vez de un cerdo se crían tres, y en vez de una vaca, dos, y nada de una docena de gallinas para huevos sólo para casa, sino que ahora son cincuenta cacareando como locas, y de dos conejas se ha pasado a ocho pariendo crías como máquinas. Antes no se apuntaba nada, las cuentas se llevaban de memoria, pero ahora las hijas se han comprado una libreta como la del maestro para apuntar los duros que entran de las ventas, y de quién, con nombres y apellidos y fechas, y cuánto género les queda aún en el almacén de la fábrica y cuánto almacenarán en los próximos días o meses y qué precios andan en el mercado, siempre hacia arriba. También apuntan los planes de siembras y plantaciones, las nuevas tierras que se han de labrar para sacar más cosecha. Meteremos más vainas, puerros, maíz, tomates, lechugas, berzas, ajos… ¡más de todo! Y apuntan los dineros que sacarán con esos artículos que todavía están en semilla. Yo les digo que están trabajando para los moros, que todo se lo llevarán cuando entren. Se quedan pálidas y me preguntan si los moros que he visto son tan negros y grandes como dicen.

Y si siento que no es mi sitio es porque mi sitio está en estos momentos en otra parte. La mujer me mira y no me dice nada, de modo que yo tampoco le digo que por qué si otros viejos van al frente a hacer trincheras no voy a ir yo. La mujer me mira a los ojos y sabe cosas. En los ratos que no se hacen trincheras uno puede cuidar de otros asuntos. Hoy, de pronto, he dejado de pensar que había dejado allí las cosas arregladas con ella en el convento. La otra ella también pensaría lo mismo, era de las que tampoco podía pasarse sin lanzar sus mítines encima de una caja vacía de jabón.

—Me marcho, voy a cavar trincheras —les digo a la mujer y a las hijas.

—¿Y los trabajos? —me dicen las hijas.

—Chist. Las broncas las echan los padres —digo.

—Tú sabrás lo que haces —me dice la mujer.

Si yo supiera lo que hago no me llamaría Roque Altube.

En las carreteras nada ha cambiado. Ambulancias, camionetas y coches con heridos hacia Bilbao. Carros de bueyes con media casa y toda la familia encima y el abuelo al frente con el acullu. Carros de caballo, carros de mano, incluso alguna carretilla con un solo bulto. Gudaris en sentido contrario, hacia el frente, para cubrir bajas. Cazas barriendo con su ra-ta-tá y dejando muertos en carreteras y cunetas. Y en la distancia, pero cada vez más cerca, los zapatazos de bombas y obuses aplastando nuestras líneas. Un infierno que me sigue cuando piso el convento.

—Aquí está, tal como la dejó. Entre a verla —dice la madre superiora.

—No, no —digo.

—Al principio alborotaba mucho, preguntaba a gritos que por qué la teníamos encerrada, que si la Iglesia la iba a quemar en la hoguera. ¡Figúrese! Se fue calmando a medida que recibía nuestras exhortaciones a través de la puerta.

—¿A través de la puerta?

—Dedicamos a su alma ocho horas diarias… Una de nosotras se sienta frente a la celda y hace de misionera leyéndole textos sagrados e improvisando sermones inspirados. Es nuestra obligación salvarla, el Señor nos la ha traído —dice la madre superiora.

—Ella tampoco estará callada…

—¡Ah, no! ¡En absoluto! Sin descanso replica a nuestras verdades con sus escandalosas mentiras. ¿De dónde ha sacado usted a una muchacha tan desviada?

Saco dos duros de plata del bolsillo y se los doy.

—También hemos atendido su cuerpo: desayuno, almuerzo y cena, igual que nosotras…, y a ella raciones especiales por la criatura que lleva en el vientre. No ha salido ni una vez de la celda, el balde se lo retiramos al mediodía… La ganaríamos para la Fe si Franco nos concediera tres o cuatro semanas más. Pero la liberación está al caer —dice.

—¿Qué harán con ella entonces?, ¿se la entregarán a Franco?

—Esperemos que no haya necesidad —dice.

—¿De qué necesidad habla?, ¿de qué liberación habla? —digo.

—En breve habrá una España bajo el manto de Cristo y en esta España nueva ha de haber una purificación —dice.

Lo primero que hago al salir a las calles es preguntar dónde están nuestras líneas. Está preparándose una nueva ofensiva… de ellos. Atravieso Durango buscando caras conocidas entre los montones de gudaris sentados o tumbados en cualquier parte. Hablo con algunos y me nombran varias veces el Sabigain. Me dice uno: «Cuatro días perdiéndolo de día y reconquistándolo de noche. Muchos muertos, pero demostramos de lo que somos capaces». Y otro: «Sí, y aquí estamos ahora, sin el Sabigain».

Salgo a la carretera que lleva a Elorrio y sigo encontrando batallones contra las zarzas o refugiados en los bosques bajos. Cruzan sargentos, tenientes y comandantes dando órdenes y algunos se llevan a su batallón. Por fin encuentro a alguien que me dice por dónde andan los anarquistas. He de pararme un rato mientras pasa una fila de cañones.

Me ve Matías y me sale al encuentro.

—¡Por San Dios, ya llegas! —dice.

Ha envejecido cien años.

—Roque, fue una buena idea esa de encerrarla bajo llave. En el Sabigain ha quedado más de medio batallón, incluidas ocho mujeres. ¡De buena se ha librado! ¿Has oído hablar del Sabigain? —dice.

—Un poco —digo.

—No la veo pero la tenemos viva… ¿Qué sabes de ella? —dice.

—¿De quién hablas? Los que se esconden bien siempre salvan el pellejo.

—¡De quién hablas! Roque, he estado en la escabechina del Sabigain y no aguanto ya tus bromas… Cuando le abramos la puerta nos tirará a la cabeza lo primero que agarre, ¿verdad? Menos mal que estarás a mi lado, ¿verdad? ¡No me falles! No tienes que mirarla, te vuelves de espaldas, pero siempre cerca de mí, ¿eh? Me pondrá a parir, nunca me lo perdonará, lo sé, la conozco —dice Matías.

—¿Eh? —digo.

—¿Cuándo dejaremos de jugar sabiendo que de ésta no vamos a quedar ni uno? He bajado medio loco de ese monte y no me pongas tú loco entero. No somos niños, Roque. Sabes bien que sé a qué viniste a la guerra y a qué has vuelto ahora.

—Yo he venido a hacer trincheras —digo.

Le miro, Matías Urondo me mira y luego baja la cabeza y se la rasca con las dos manos y a sus hombros les entra un tembleque.

—Como quieras, Roque, como quieras… Tú sabes lo que hay que hacer. Yo aún tengo la cabeza llena de aquel ruido. Fue tan duro que quise correr a casa… ¡lo juro! Y lo mismo pensaron otros. ¡Escapar como sea de aquel infierno! No escapar uno a uno, ¡sino en masa! No sólo lo pensaron anarquistas, sino también socialistas, republicanos, comunistas, nacionalistas… ¡todos! ¡Todos pensaron en huir!… Esto es un matadero… ¿Has visto aviones en Lamiako? ¿Por qué no los mandan de Madrid? Es imposible luchar con fusiles recalentados y unas cuantas ametralladoras que se encasquillan… ¿Sabes por qué no me largué a casa? ¡Porque tendría que recogerla a ella!

Matías está a punto de llorar, se muerde los labios y yo espero a que se calme.

—Bien, Roque, como quieras… Ella es la chica que me va a dar un hijo y que está en… ¡He bajado demasiado loco del Sabigain!… Bueno, pues ni podría dejarla en lo que pronto será tierra enemiga ni me atrevería a mirarla a los ojos cuando le dijera: «¡A casa, Flora, a casa, dejamos toda esta mierda!». ¡Me arañará!… De acuerdo, Roque, quito también su nombre, nada de Flora, sólo chica… Roque, ¿estarás a mi lado cuando abramos aquella jaula y salga la chica echando espuma por la boca? —dice Matías.

Sus hombros han dejado de temblar pero su cabeza sigue gacha. Sí, parece un viejo de cien años. «¡Allí quedaron medio batallón y ocho mujeres!», dice. Llega una camioneta con grandes perolas humeantes. Comemos garbanzos con arroz y un par de huevos duros y un puñado de castañas cocidas y un vaso de vino por cabeza. Alguien cogió un plato y una cuchara de metal de una pila de ellos y me los dio, de un muerto que ya no los necesita. Después de comer los hombres se tumban entre pinos. Veo a lo lejos al comandante y otros jefes y me saludan con la mano. Yo no me he tumbado.

—¿Adónde vas? —dice Matías.

—Tengo que hacer cosas —digo.

—A lo mejor es verdad que esta vez has venido a hacer trincheras… ¿Adónde vas? —le oigo.

—No sé adónde voy —digo.

—Pues si no sabes adónde vas, ¿por qué no te quedas? La chica no está, aunque no la hemos abandonado, ¿verdad que no? Es un asunto que tú y yo tenemos pendiente, ¿no es así, Roque?… Está bien, está bien, has venido a hacer trincheras… ¡Pero qué coño de trincheras ni de hostias si me acabas de decir que no sabes adónde vas!… ¡La madre que parió a todos los Sabigaines!… Mira a la gente, no son ellos. Comen sin saber lo que comen. He oído a algunos hablar de cosas que nunca han visto, de una isla con palmeras, del fondo del mar, de un desierto en cuyo final está el cielo… Y otros, Roque, otros miran hacia las nubes… ¡y hablan de Dios! ¿Te das cuenta, Roque? ¡Unos pobres anarquistas acordándose de Dios!… ¡Que vengan mañana aviones del cielo o del infierno! —dice.

Echo a andar antes de que levante la cara y me mire.

—¿Adónde vas? —le oigo.

Los anarquistas luchan por una idea, nosotros por la tierra. Ellos con su cosa y nosotros con la nuestra, luchamos unidos contra Franco en la misma guerra. ¿Por qué otra verdad que no sea la tierra se puede luchar? Oí siempre al padre que la tierra es lo primero. «La tierra siempre será lo primero», decía. La tierra de Altubena, la de Basaon, la tierra de todos los hombres y mujeres que viven sobre esa verdad y la pisan y la trabajan de padres a hijos. Así fue siempre. No hay otro lugar en el mundo para el hombre que su tierra. En Euskadi están todas las tierras de todos nosotros. Incluida la tierra de Oiarzena. Sin embargo, aunque ella está aquí, no lucha por su tierra. Tampoco la otra ella luchaba por su tierra, no luchaba por ninguna tierra sino por los hombres y mujeres que pisaban cualquier tierra. Aquellos socialistas y estos anarquistas luchan por una idea que nada tiene que ver con la tierra. Para ellos esa idea está por encima de la tierra. Nosotros también tenemos una idea que está por encima de la tierra: Dios. Pero no es lo mismo. En nuestra vieja tradición la tierra y Dios son lo mismo. Pero la idea de los anarquistas no creó la tierra… Aquélla. Simplemente, la abandoné, no volví. Algunos vivos y muchos muertos me arrastraban hacia la tierra que no estaba en la sangre de la otra ella. Altubena la esperó, yo la esperé durante años. Ganó la tierra. Sin embargo…

Oigo por la carretera a mi espalda mil pasos en marcha. Sé que es un batallón nacionalista no por la ikurriña que llevan a la cabeza, que ya llevan hasta los socialistas, sino por lo bien vestidos y calzados que van, el himno en euskera que marca su paso, todos los gudaris cantando en euskera y no unos pocos como en los batallones no nacionalistas. Me hago a un lado para que pasen y oigo:

—¡Roque Altube!

Alguien sale del grupo y se me acerca. Es Bruno Jáuregui, de Getxo, de Jáuregui, un chicarrón que casi no cabe en el tabardo. Lleva boina, correajes negros, un pistolón en una funda y supongo que eso que le veo son galones, que no son las estrellas rojas que usan los jefes anarquistas.

—Soy teniente —dice muy orgulloso al ver lo que miro.

—No son estrellas —digo.

—Los mandos de batallones del Partido llevamos nuestras cruces de San Andrés —dice.

—¿Teniente? ¿Qué sabes tú de guerras? —digo.

—Nada, pero los chicos me obedecen aunque les mande al revés —dice riendo—. ¿Cómo tú por aquí?

—Buscando una cuadrilla para hacer trincheras.

—Ahí atrás vienen Pelayo, Felipe y Poncio.

—¿Eh?

¡Mis tres hijos juntos en el mismo batallón! Hace sólo un mes estaban en varios.

—¿Adónde vais?

—A los Intxorta. ¡Agur! —dice Bruno echando una carrera para alcanzar la cabeza.

Va desfilando el batallón ante mis narices. Miro todas las caras, que no se me pasen las de ellos, aunque es más fácil que ellos me vean a mí.

—¡Aita! —oigo.

Los tres salen del batallón y ahora los tengo delante. Los tres me abrazan por primera vez en la vida. Primero el mayor, Pelayo, luego Felipe y luego Poncio. No lo hicieron cuando hace cinco o seis meses dejaron Basaon, ni después, en un permiso. Es que ahora no estamos en casa y somos distintos porque todo es distinto. Los cuatro nos hemos quedado sin aliento tras los abrazos.

—¿Bien? —digo.

Me dicen que sí.

—Acabo de venir de casa —digo.

—¿Están bien? —dice Pelayo, el hijo que ha quedado para casa. Felipe y Poncio se casaron fuera de Basaon.

Les digo que sí. Estoy a punto de decirles: «Las mujeres, vendiendo hasta las moras de las zarzas», pero callo.

—Ya sé que vais a los Intxorta —digo.

—Allí les pararemos —dice Poncio.

—Y luego… ¡contraatacar! —dice Felipe.

—¡Contraatacar! —dice Pelayo.

Los empujo al batallón y ellos se ponen en el borde para que yo pueda ir a su lado.

—El primo León Delatorre cayó en el Sabigain —creo que dice Pelayo, no estoy seguro, casi no se le ha oído.

—¿Eh? —digo.

—Que el primo León Delatorre murió en el Sabigain —dice Poncio.

—¿León? Dios mío. No sabía nada —digo.

—Las noticias tardan en llegar a la retaguardia, sobre todo si son malas —dice Poncio.

—León… —digo.

—Ya no levantará más casas con su hermano Calixto —dice Felipe.

Caminamos mucho rato en silencio. Somos los únicos que no cantamos. Hasta que digo:

—Estuve con su otro hermano, Evaristo. Nos tropezamos en el Aranguio. Yo estaba allí con Matías Urondo.

—¿Matías Urondo en una cuadrilla abriendo trincheras? —dice Poncio.

—Yo no he dicho eso. Es anarquista y está en un batallón anarquista. ¿Qué os parecerían nuestras mujeres tirando tiros? Las anarquistas lo hacen —digo.

—Y también alegrar la guerra a muchos en las trincheras —dice Felipe.

—Tienen sus ideas —digo.

—Las mujeres, en la cocina —dice Felipe.

—En el campo hacen el trabajo de hombres —digo.

—Es distinto. Las mujeres siempre han trabajado en el campo y con los animales —dice Poncio.

—Es un trabajo de casa, las huertas y las cuadras son parte de casa. Es como ir a comprar aceite o azúcar a la tienda —dice Felipe.

—Recuerdo que el maestro de Algorta nos decía que desde el principio del mundo la agricultura la llevaron las mujeres —dice Poncio.

—Los hombres somos tontos y nos pusimos a ayudarlas —dice Pela— yo riendo.

Caminamos otra vez en silencio.

—¿Quedó allí León? —digo.

—Sí —dice Pelayo.

El batallón va cantando el Eusko Gudariak y nos pone el corazón tan alto como el saltaparapetos.

—Lo de los hombres ayudando a las mujeres fue una nueva idea, y a lo mejor lo de las mujeres tirando tiros también es una nueva idea —digo.

—Andas con ellos, ¿verdad? —dice Felipe.

Sólo me miran, ellos no me preguntan por qué ando.

… sin embargo, ¿por qué Altubena la estuvo esperando durante años…? Crucé la ría para trabajar en la fábrica, elegí a la otra ella y me eligió, y esto fue cosa de Dios. Sin embargo, también la tierra es cosa de Dios. De manera que como todo vino de un error suyo, pues El es el culpable. Llevo treinta y siete años queriendo echarle la culpa.

El batallón pasó la noche en el frontón de Elorrio y a la madrugada mis hijos no me dejaron pasar más allá. Cenamos, para variar, potaje de garbanzos y arroz, una latita de sardinas y castañas, con un vaso de vino. Mientras el batallón roncaba, los cuatro hablamos sentados y envueltos en mantas. Hablamos de León, albañil y cantero con su hermano Calixto, de padres y abuelos Delatorre albañiles y canteros. Los Delatorre son los únicos que tienen permiso de don Eulogio para tocar la vieja iglesia de San Baskardo, arreglar tejados, vigas y fachadas, porque fueron Delatorre los que la levantaron en tiempos de Maricastaña. «Así que ahora Calixto tendrá que hacer solo ése y los demás trabajos», dijo Pelayo. Hablamos de sus conflictos con los Baskardo de Sugarkea cuando se ponían a reparar alguna parte de la iglesia y los Baskardo les tiraban piedras con sus hondas por el día y derribaban la obra por la noche. «Sobre todo cuando le tocó el turno al campanario… ¡robaron una campana y la tiraron por La Galea! Hubo que recogerla de las peñas y devolverla con escolta al campanario», dijo Poncio. Es que esos Baskardo no les perdonaban a las campanas que les reventaran la siesta. «¿Y cuando León rompió de un puñetazo las narices de Moisés, el hijo de la marquesa, porque asustaba a su hermana?», dijo Felipe. Dejamos de hablar de León Delatorre hacia las tres de la madrugada en aquella especie de velatorio y nos dormimos. A las seis el batallón se puso en marcha. «Mejor que te quedes aquí. Busca una cuadrilla de las que hacen trincheras por las noches y podemos vernos», me dijeron los tres hijos. Tuvieron vueltas hacia mí las caras durante muchos pasos. Esta vez no nos abrazamos, sólo yo toqué sus brazos un momento. La niebla de la madrugada se los tragó.

… sin embargo, no se debe echar a Dios la culpa de algo.

Las cuadrillas que abren trincheras trabajan de noche y descansan de día, que es cuando los fascistas atacan con sus aviones. Suben al monte al anochecer, llegan arriba pasadas las doce, descansan un rato, tragan un bocado con vino y se meten con las trincheras, pero antes de tres o cuatro horas tienen que empezar a pensar en el tiempo que han tardado en subir para saber lo que tardarán en bajar, así que contentos con que cumplan media jornada. Me hablan de una cuadrilla que anda en el Memaya y la espero a la entrada de Elorrio. Pasan batallones hacia un monte y otro, y algunos cañones. Por mucho que miro no veo ni un solo avión, aunque sea en piezas para armar.

Veo a la cuadrilla y enseguida veo a Pedro Urondo.

—¡Coño, Roque! ¿Sabes algo de mi chico? —dice.

—Estuve con él hace poco. Estará en los Intxorta —digo.

También veo a Lander Bukua.

—¿Dónde están Deunoro Etxe, Bikendi Aberasturi, Martico y los demás? —digo.

—Por ahí, en otras cuadrillas. Somos la legión extranjera —dice Lander Bukua.

Los veo derrengados.

—Por aquí —dice uno de la cuadrilla y todos le siguen y yo también.

—Ése es José Arancibia, nos lleva a su caserío —dice Lander Bukua.

El caserío está a las afueras de Elorrio. Está vacío y cerrado, toda la familia Arancibia lo dejó hace días llevándose lo que pudo en su carro de bueyes. José Arancibia los acompañó hasta Bilbao y volvió para hacer trincheras.

—¡Mecagüen…! ¡Ladrones! —dice al abrir la puerta.

Estaba abierta. José Arancibia se mete en el pasillo como un obús y le perdemos de vista.

—¡Hace falta ser hijo puta para saquear nuestras propias casas! —dice Lander Bukua.

—Ya sabemos quiénes son —dice uno.

—¡Cogerlos y fusilarlos! —dice otro.

—¿Quiénes son? —digo.

—¡Los anarquistas! —dicen varios a una.

Miro a Pedro Urondo y dice que sí con la cabeza.

—Por donde pasa un batallón anarquista deja huella —dice Lander Bukua.

Vuelve José Arancibia.

—Han dejado las vacas —dice.

—¿Se han llevado mucho? —dice Lander Bukua.

—Miraré, pero lo importante eran las dos vacas, la tercera se la llevó la familia para la leche de los pequeños. Tengo las dos vacas en la cuadra —dice José Arancibia.

Está contento. Saca un pañuelo del bolsillo y se seca la boca.

—No se llevaron las vacas —dice otra vez.

—¿Qué iban a hacer los anarquistas en la guerra con unas vacas? —dice Lander Bukua.

—Nadie les ha visto, pudo ser cualquiera —digo.

—Sí, cualquiera de ellos —dice uno.

Nos llega el mugido de las vacas.

—Me llaman. Tendremos leche para desayunar. Voy a ordeñarlas —dice José Arancibia.

Viene un día de sol, hay mucha luz bajo la parra. Sí, un buen día trimotor. Los treinta hombres de la cuadrilla han dejado sus picos y palas en un montón y se sientan aquí y allá y los más se tumban. Me siento junto a Pedro Urondo.

—¿Crees que tu hijo y su novia son de los que rompen puertas para entrar a robar? —le digo.

—Ellos no, pero a lo mejor los que están con ellos —dice.

Me mira y dice:

—Alguien atontó a mi chico y lo arrastró al mal camino.

—¿Mal camino? —digo y le miro y él baja la cabeza y dice:

—Más vale que lo dejemos.

Se sienta a mi lado Lander Bukua y le digo:

—¿Recuerdas nuestro sindicato y el ruido que hicimos para sacarle a la marquesa más jornal y menos horas de trabajo? Pues éramos anarquistas y no lo sabíamos. Los anarquistas no están en esta guerra por la tierra sino por la justicia social —digo.

—¿Justicia social? ¿Es justicia social quemar iglesias y dar paseos a la gente? —dice Pedro Urondo.

—Yo he estado con ellos y no les he visto hacer esas cosas —digo.

—Es que aquí en Euskadi no les hemos dejado, pero fuera han hecho barbaridades —dice Lander Bukua.

—¡Aquí también han hecho barbaridades! ¿No son barbaridades los asaltos a las cárceles? —dice Pedro Urondo.

—¿Qué se puede esperar de unos sin Dios? —dice Lander Bukua.

—Otros con Dios bombardean ciudades desde el aire y traen moros que violan mujeres. ¿A ver si los únicos tontos de esta guerra somos los nacionalistas?… En las minas no estaban en guerra pero lo parecía. Aquellos socialistas bajaban de sus montes a Bilbao en grandes rebaños pidiendo mejor trato de los amos, más jornal y menos horas. Es lo que pedíamos nosotros en el sindicato y lo que piden estos anarquistas —digo.

Oímos pasos en el pasillo y asoma la cabeza José Arancibia.

—A todos nos vendrá bien un poco de leche caliente —dice y se mete en la cocina con dos baldes llenos y le oímos remover en la chapa para encender fuego.

—Así como nosotros éramos anarquistas sin saberlo, los anarquistas tampoco saben que luchan por la tierra: ¿encima de qué iban a hacer su revolución?… Ganando la guerra nosotros seguiríamos como antes, pero los anarquistas harían cambios. Lo que quieren es no tener que ir a pedir a las marquesas —digo.

—Entonces, ¿a quién? —dice Lander Bukua.

—A nadie, los anarquistas dicen que a nadie. No quieren pedir a nadie. Su revolución nos dejaría sin marquesas, sin amos, sin ricos, la gente se pediría a sí misma las cosas. Creo que es esto lo que quieren los anarquistas —digo.

Lander Bukua y Pedro Urondo no dejan de mirarme. José Arancibia sale con un gran puchero humeante, un cazo y tazones y empieza a echar leche en los tazones. La mitad de los hombres ya se ha dormido. Hasta hace un momento todos estaban pendientes de lo que yo hablaba, pero empezaron a mirarme con ojos cada vez más cerrados hasta que los cerraron del todo. Así que hay leche para los que quedan despiertos. José Arancibia hace viajes a la cocina para llenar su puchero.

—Si ganan los anarquistas te quitarán alguna de tus vacas para dársela a otro —le dice Pedro Urondo.

José Arancibia se queda blanco.

—En Getxo teníamos un sindicato para defender a los trabajadores del tranvía. La dueña del tranvía era la marquesa y no estaba bien que se quedara con las ganancias y nos pagara poco jornal. Y fuimos a su casa a pedir más… —digo.

—A su palacio —dice Lander Bukua.

—¿A quién se le ocurrió lo del sindicato? —dice Pedro Urondo.

—A mí. Lo aprendí de los socialistas —digo.

—Un sindicato no es malo siempre que no venga ni de socialistas ni de anarquistas. Los vascos tenemos la Hermandad. No te inventaron nada, Roque —dice Pedro Urondo.

—La marquesa es buena persona hasta que se le pide dinero. Una vasca por los cuatro costados. Lo único, que removió cielo y tierra para que su Moisés no se casara con mi hermana Andrea —digo.

—Moisés era de palacio y Andrea de caserío —dice Lander Bukua.

—Aquello no estuvo bien, ni para anarquistas ni para vascos —digo.

—¿Qué nos importa lo que piensen los anarquistas? —dice José Arancibia sin parar de llenar los tazones que pasan de mano en mano.

—Si algo está mal y los anarquistas dicen que está mal no vamos a decir que está bien sólo por llevar la contraria a los anarquistas —digo.

Han bebido leche todos los hombres despiertos y se nos quedan mirando a los qué hablamos. Mientras José Arancibia recoge sus trastos dice:

—Hoy más que nunca los vascos tenemos que unirnos.

—La marquesa no quiso que su hijo se casara con mi hermana —digo.

—No mezcles las cosas, no mezcles una boda con una guerra —dice Pedro Urondo.

—Entonces aquello que estuvo mal estuvo en especial mal por haber ocurrido entre vascos que tenían que haber sido iguales —digo.

—Yo también voy a dormir un rato —dice Pedro Urondo tumbándose bajo una manta.

—¿Pero estuvo bien o no pedir más jornal a la marquesa? —digo.

Pedro Urondo habla con la cabeza bajo la manta:

—Estuvo bien, Roque. ¿Por qué va a estar mal? El que tiene poco tiene que pedir al que tiene mucho. ¡Claro que estuvo bien! Me gustaría ser uno de esos buenos cristianos que hacen la revolución repartiendo limosnas hasta que se les cansa el brazo.

—¡Eso no es revolución! Lander, di a éste lo que es la revolución —digo.

—¿Eh? —dice Lander Bukua. Está recogiendo el tabaco que se le ha caído en la manta al liar el cigarro.

—¿Tampoco me has oído si estuvo bien o mal ir a la marquesa a pedirle? —digo.

—Sí, te he oído, ¡la leche!, te he oído —dice mientras recoge las hebras de tabaco hasta ponerlas todas en el papel.

—¿Y qué? —digo.

—Pues que sí, que estuvo bien —dice.

Ha enrollado su cigarro y le pasa la lengua y se lo pone en los labios y enciende una cerilla.

—Pues así se empieza una revolución, pides y no te dan y entonces obligas a los ricos a que repartan lo que tienen —digo.

Sale José Arancibia y toca en el hombro a seis de los más viejos para que le sigan. Nos dice:

—Que duerman en las camas vacías.

Los otros que están despiertos están tan cansados que no hablan y sólo nos miran a Lander Bukua y a mí.

—Dicen los socialistas que el mundo se pide en explotadores y explotados y que algún día… —digo.

—¿Quién lo dice, los socialistas o los anarquistas? —dice Lander Bukua fumando.

—Todos ellos… Dicen que hay que hacer la revolución para que nadie tenga que mendigar —digo.

—No me fio de lo que venga de esa gente —dice Lander Bukua.

—Pues el sindicato de Getxo se hizo copiando a los socialistas y te pareció bien. Nos faltó una cosa, ir a la revolución cuando la marquesa cerró el grifo. ¿Por qué si te gusta una cosa no te gusta la otra? —digo.

Lander Bukua se rasca la cabeza.

—No es lo mismo ir a hablar con la marquesa que darle un tiro en la nuca —dice.

Le importa más su cigarro que lo que estoy diciendo. Los últimos hombres que nos miran están empezando a dormirse. Estoy gastando saliva para nada. La otra sabría hacerlo mejor. Lander Bukua me dice con los ojos ya cerrados:

—Para no creer en nada de lo que dices lo dices muy bien.

A las nueve yo también echo una cabezadita, viendo que nada ocurre, a pesar del cielo azul después de días lluviosos. ¿Ya no le quedan bombas a Franco? Si hoy no va a ser un día trimotor es que se ha acabado la guerra.

Abro los ojos, el sol está alto, es mediodía. Me rodean ronquidos, los hombres de la cuadrilla duermen unos contra otros. Que duerman mientras puedan. El amo del caserío también duerme. ¿Y las vacas? Me levanto y entro por el pasillo hasta la cuadra. Vuelven la cabeza al oír mis pasos. Mi primera idea es sacarlas a pastar. Pero no, algún cocinero de batallón podría llevárselas para su perola. Les lleno los pesebres de yerba seca y los bebederos de agua. Limpio el suelo y la porquería la echo al montón del estiércol. ¿Para qué?, ¿volverá todo a ser lo mismo algún día?

¿Qué es eso? Las sirenas de Elorrio. Dejo la cuadra y en el portalón y bajo la parra la gente está levantándose. Antes de que callen las sirenas nos llega el rum-rum de los motores y el trueno lejano de obuses y bombas. Como moscas de vaca aparecen los cazas volando bajo.

—Vienen sobre Elorrio. ¡Cabrones! —dice alguien.

Pero no, las oleadas de pajarracos no pasan del frente, en el frente lo están descargando todo. Hacen viajes a su base de Vitoria y vuelven con las tripas llenas de mierda. Tellamendi, Peña Udala, Elgueta, los Intxorta, todo el frente ante nosotros aplastado por la metralla.

—Resistirán y luego contraatacarán. Mi familia volverá pronto a casa —dice José Arancibia.

Bombas de aviación y obuses de cañones, un trueno continuo. Por encima de los montes donde están nuestros chicos se levantan al cielo nubes de humo negro. Felipe, Poncio y Pelayo están allí.

Nadie sale del portalón ni de la parra, esperando con las cabezas gachas. Parientes o amigos, todos tienen a alguien allí.

—Ya llevan dos horas —dice Lander Bukua.

—Hay que hacer algo, no podemos quedarnos sin hacer nada —dice uno.

Otro se levanta y sale varios pasos de la parra.

—Me había parecido oír un motor distinto, un motor de los nuestros —dice.

—¡Aviones alemanes hijos de puta! —grita otro echando a correr por las huertas y uno de los cazas que andan por encima da una pasada con su ra-ta-ta y el hombre cae al suelo, pero no le ha dado, se levanta más blanco que la cal y se mete bajo la parra.

Ahora, silencio. Son las dos de la tarde. Dejamos el caserío de José Arancibia y salimos a una carretera en busca del puesto de mando para saber qué trinchera hay que remendar esta noche.

—Volveré pronto y ya no tendré que marcharme —dice José Arancibia.

Aunque sabe que yo he arranchado a sus vacas se da una vuelta por la cuadra…, ¿para despedirse de ellas?…, y sale más feliz. Ha reemplazado la cerradura rota por una cadena con candado.

Sin aviones sobre las cabezas el mundo parece otro. Ayudamos a recoger de la carretera cuerpos de muertos y heridos y a sacar vehículos de las cunetas. Tenemos muy claro lo que sigue a este silencio: el ataque de la infantería fascista. En las trincheras destrozadas nuestros chicos recibieron al enemigo con fuego de fusil y ametralladora y bombas de mano. Lo de siempre.

En Elorrio el puesto de mando está en una casa de dos pisos. Nos dicen que esperemos y que, mientras, vayamos a comer al frontón. Hay otras cuadrillas que ya han comido los garbanzos con arroz. Volvemos al puesto de mando. No somos los únicos esperando órdenes: en un bosque hemos visto dos batallones, uno nacionalista y otro socialista, listos para tapar agujeros del frente. ¿Cómo les irá en Peña Udala, Tellamendi, Memaya, los Intxorta y tantos mataderos más?

Hay cinco gudaris guardando la puerta, dos motos vacías y un coche. Sale un gudari, sube a una moto y arranca con ruido. Sale otro gudari, sube a la otra moto y ahí va como otro demonio. Ahora llega otra moto, el gudari se baja casi antes de parar y entra como un rayo en la casa. Pronto llega una segunda moto con un gudari que tiene más prisa que el anterior. Me dicen que son los enlaces, los que llevan y traen órdenes y noticias del frente. No paran porque están rotas las líneas telefónicas.

Otra vez las sirenas de alarma. Un chiquillo corre por la calle hacia un portal desde el que le está llamando a gritos una mujer. No todos los civiles han huido. Algunos sí serán valientes, otros no quieren separarse de sus bienes, pero los hay que están con Franco y se quedan a esperarle. Así son las cosas, todos no pensamos lo mismo. Dicen que los anarquistas les suelen dar candela. ¿Está bien o está mal? En Euskadi no se les ha dejado darse muchos gustos. ¿Está bien que los aviones maten a civiles en las ciudades y ametrallen las carreteras? ¿Está bien que los de la quinta columna disparen y maten desde las ventanas a punto de entrar los de Franco? En la guerra hay demasiadas cosas que no están bien. Le oí a ella que los nacionalistas no sabemos hacer la guerra. Que suba a los Intxorta a ver si Felipe, Poncio y Pelayo no saben hacer la guerra.

—¡Victoria! ¡Victoria! ¡No han pasado, no han pasado! —oigo gritar.

La sirena sonó porque se ven aviones, y si a las cuatro de la tarde los franquistas bombardean de nuevo nuestras líneas es que fracasó el ataque de su infantería.

—¿Te vienes a los Intxorta? Haremos unas trincheras con brillo Netol —digo a Lander Bukua.

Ya están los cazas barriendo todo lo que ven moverse. No les basta con el frente, o es que Elorrio es también frente, o lo será pronto. Nos metemos en portales y otros escondites, pero sin prisa, como en un juego. Estamos contentos, si los aviones no han podido con nuestros chicos tampoco podrán con nosotros.

Un enlace que sale del puesto de mando a coger su moto dice que nos envían al Tellamendi con una brigada de zapadores. Lander Bukua me dice:

—Ya habrá tiempo de ir a los Intxorta.

—Pero yo quiero ir ahora para trabajar esta noche —digo.

—El que manda manda —dice él.

—A mí no me mandan, no soy gudari.

—Alguien tiene que poner orden. Para indisciplina ya están los anarquistas.

—Cómo se conoce que no tienes hijos en los Intxorta.

—¿Dónde crees, pues, que están Manolo y Epifanio?

Este bombardeo es tan largo o más que el de mediodía. No son castañazos, uno detrás de otro, sino un solo y gran castañazo sin paradas.

—¡Tirad, tirad, cabrones, que nuestros chicos os estarán esperando cuando os pongáis a luchar como hombres! —dice Lander Bukua.

Veo a viejos sentados en la calle, las espaldas contra una casa y la cara metida entre las rodillas levantadas y los brazos. ¿Tienen miedo, se tapan las orejas para no oír o lloran?

Ahora otra vez silencio. Es el turno de su infantería.

—Sé que ahora los chicos han empezado a contraatacar —dice Lander Bukua.

No le pregunto cómo lo sabe. La noche se echa encima y ya no sabremos si el frente ha resistido o no, si los fascistas necesitan un tercer bombardeo o no. Las motos de los enlaces llegan y salen, salen y llegan. Se corre la voz de que han matado a uno. Sale del puesto de mando un jefe y se nos queda mirando.

—¿Andáis valientes? Sí, vuestra generación es de hierro. Pasará por aquí una brigada de zapadores y la seguís —dice.

—¿Adónde? —dice Pedro Urondo.

—Al Memaya —dice el jefe.

—Nos iban a mandar al Tellamendi —digo.

—El Tellamendi se acaba de perder —dice el jefe.

—¿Y los Intxorta? —digo.

—Los Intxorta han resistido. La nueva línea del frente pasa ahora por el Memaya —dice el jefe.

Entre nosotros hay gente que no puede seguir el paso rápido de la brigada de zapadores y nos distanciamos. Ahora nos rebasan camiones hacia el frente a retirar heridos y muertos, y como van vacíos subimos en tres y nos llevan.

En la base del Memaya nos dicen que aún es pronto para subir.

—¿Pronto? Es de noche —decimos.

Afinando el oído pueden oírse los disparos y las ráfagas de ametralladora. Los nuestros atacan para recuperar la posición perdida por el día. «Es cuestión de poco», nos dicen.

Sin embargo hay movimiento aquí abajo, llegan de arriba heridos en camillas o en brazos de compañeros. Las únicas tres ambulancias desaparecen pronto con su carga, pero quedan los camiones. Después de dejar a los heridos los gudaris regresan monte arriba para seguir con la batalla. Sus caras son como carreteras sucias. Tienen prisa y hablan poco, para ellos aún no ha acabado la jornada. «Por las noches hay otra guerra», dice uno.

Parece que han acabado los tiros. Esperamos con el oído abierto. Nada. Silencio.

—Bien, en marcha —dice el jefe de la brigada de zapadores.

—¿Y si arriba han ganado los fascistas? —dice uno de nosotros.

—¿Ganar ellos sin alas? —dice el jefe.

Por las laderas nos cruzamos con más gudaris bajando heridos. Nos dicen que sí, que la posición es otra vez nuestra. En la cumbre no queda ni rastro de trincheras, todo es un gran campo de tierra y peñas vueltas del revés, no sé desde dónde habrán defendido la posición primero los gudaris y luego los fascistas. Los restos de los dos batallones nacionalistas que reconquistaron el monte bajan a retaguardia a reponer fuerzas, sólo algunos quedan de guardia en la otra ladera. Parece que los que mandan están muy seguros de que no habrá un ataque. «Los cruzados de Franco son de buenas costumbres, no salen de casa por las noches», dice un teniente. Si atacaran, los zapadores y los viejos tendríamos que defender el Memaya con picos y palas. El jefe de los zapadores marca en el suelo con un pico dónde han de cavarse las nuevas trincheras.

—Tenemos nuestras ideas sobre el asunto, ¿no? —digo a Pedro Urondo.

Justo cuando nos ponemos a trabajar suben cinco sombras por la ladera por donde atacará mañana la infantería fascista. Son dos gudaris llevando a tres soldados de reemplazo desarmados. No son prisioneros sino desertores de Franco. Cuando se van los cinco en busca de los comandantes, los zapadores nos dicen que hay gente obligada a luchar en el ejército enemigo y a la espera de pasarse a nuestras líneas. Aprovechan una retirada para quedarse escondidos y salir cuando llegan los gudaris. «Muchos más se pasarían si no fuera por el miedo».

—Las ratas abandonan el barco que se hunde —dice Lander Bukua.

Pero resulta que también de nuestros batallones se pasa gente a Franco. Aquí mismo, en el Memaya, en nuestra retirada de la tarde se pasaron siete gudaris falsos.

—Ocurre mucho en los batallones nacionalistas, pero apenas se ve en los otros —dice un zapador.

—Cuidado con lo que dices —dice otro zapador.

—Todo el mundo sabe que es así —dice el primer zapador.

La verdad es que nada parecido vi en el batallón anarquista. «En un batallón nacionalista se sienten más seguros mientras llega la ocasión de pasarse», nos dice por lo bajo el primer zapador, que debe de ser comunista o socialista. Debe de ser porque los batallones del PNV llevan capellán.

Trabajamos toda la noche hasta el amanecer, con un corto descanso para un bocadillo de chorizo y agua o vino. Somos muchos brazos y ahí quedan dos filas de trincheras hondas cerrando todos los caminos de subida. Nidos de sacos de tierra para las ametralladoras. Al mover la tierra amontonada por las bombas han aparecido cuerpos de gudaris.

Antes de soltar picos y palas llegan dos batallones de refresco. Los dos son anarquistas y uno es el de Matías Urondo. En cuanto me ve, viene.

—Tranquilo, sigue allí, entre algodones de monjas —le digo.

—En mi próximo permiso me acompañarás para sacarla. Vendrás conmigo, ¿eh, Roque? —dice.

—¿Qué prisa tienes? ¿No sabes que correría a primera línea con su tripa como un bombo? Que acabe la guerra —digo.

—¿Y si dura un siglo?

—¡Casualidad! —dice Pedro Urondo llegando y golpeando la espalda de su hijo.

—¿Casualidad? Todos estamos en la misma romería —digo.

—¿Bien? —dice Pedro.

—Bien —dice Matías.

Los anarquistas andan por toda la cumbre a ver qué faltas les sacan a las trincheras.

—La echo de menos —me dice Matías.

—¿No te alegra que las bombas también la echen de menos? —digo.

Las mujeres anarquistas son las que más miran y remiran.

—¿Cuántas han caído? —digo.

—Tres más —dice Matías.

Resopla y dice:

—Sí, mejor está de monja. Pero algún día habrá que sacarla y entonces vendrás conmigo, ¿eh, Roque?

Pedro Urondo se lo lleva aparte y se sientan sobre unos sacos a hablar, pero Matías no deja de mirarme, con quien quiere hablar es conmigo.

De un momento a otro nos mandarán abajo y me gustaría hablarles de la tierra a estos anarquistas. Creo que necesitan un mitin o lo que salga. ¿Aunque no están defendiendo la tierra como nosotros? Todo el mundo defiende alguna tierra, hasta los fascistas. La diferencia está en lo que cada uno quiere poner encima. Los de Getxo queremos poner la tradición, y también patata, alubia y borona.