Roque Altube
1937

Se lo he dicho a uno que anda por aquí y al que llaman comandante, y él me dice:

—¿Qué me estás diciendo?

—Que esas trincheras están hechas con los pies o con mala idea.

—¿Mala fe?

—Si todas las trincheras son como éstas, a Franco le sobran los planos que le ha llevado Benito Muro hace un mes.

El comandante no tiene ni media torta y sí un moco negro por bigote. No es un miliciano sino un militar: uniforme, correaje y gorra de plato. Se me acerca.

—Todo el mundo sabe que el traidor ha sido Goicoechea —me dice.

—A lo mejor hay que ser de Getxo para saber que el primero que viajó al otro campo fue uno de Getxo llamado Benito Muro. Pero ni unos papeles ni otros le harán falta a Franco —digo.

Ríe como un conejo.

—Pretendes saber mucho de fortificaciones. ¿En qué academia militar estudiaste? Estas trincheras son perfectas.

—No —digo, y Lander Bukua mueve la cabeza arriba y abajo.

—¡Vaya par de viejos! —dice el comandante.

—Viejos y jodidos, sí, pero Roque y los dos aquí estamos tirando de pala mientras que a ti se te va la fuerza por la boca —dice Lander Bukua.

—Cuidado con la lengua, que aunque seáis peones voluntarios estáis bajo disciplina militar —dice el comandante.

—¿Disciplina? ¿También esas trincheras están hechas con disciplina? —digo.

—¿Qué les pasa a las trincheras? —dice el comandante.

Lander Bukua y yo nos miramos.

—Les pasa que sólo es una trinchera y no dos o tres, una detrás de otra —dice Lander Bukua.

—Cuando echamos los palangres en el canal de Abasota no echamos uno sino dos o tres, para que el pez que no se engancha en el primero se enganche en el segundo. Sólo los malos pescadores echan un solo palangre —digo.

—Las trincheras no son palangres ni hay peces en esta guerra. Vosotros seguid cavando galerías para intercomunicar las trincheras, a ver si os gustan más. Así era la Línea Maginot que construyeron los franceses en la Gran Guerra y vosotros no vais a saber más que los franceses —dice el comandante rascándose el bigote.

Lander Bukua y los dos llevamos un mes apareciendo por aquí a mover el pico, la azada y la pala. Estamos en una brigada de trabajadores, comemos rancho sobre una piedra y cada noche volvemos a casa. De vez en cuando faltamos algún día para echar una mano a la patata. Vizcaya es lo último que queda de Euskadi. Ahora no se trata de defender esto o aquello, sino de defender la tierra, la tierra de Getxo, la tierra de Basaon. Ahora todos dan la razón al abuelo, que siempre dice que la tierra es lo primero. Aquí están socialistas, republicanos, anarquistas y comunistas defendiendo la tierra codo con codo con nacionalistas. Lander Bukua y los dos no estamos con un arma en la mano, porque no quieren a los viejos de sesenta y más años. Tenía yo razón cuando todo lo que hice lo hice pensando en la tierra. ¡Hasta los socialistas piensan ahora como yo! Dios, aquellos socialistas de las minas, tan tercos. Tan tercos. Tan tercas. Por fin, han caído del burro. Todos habrán caído, todas habrían caído.

El asunto de las trincheras no puede quedar así, una trinchera significa esperar al enemigo. Seguro que el enemigo no abre trincheras. ¿Para qué, si siempre ataca y avanza? Se quedaron ya con Álava y Guipuzkoa. Aunque a lo mejor las guerras se ganan haciendo trincheras, pues en estos días aún siguen llegando las últimas tropas nuestras que salieron a tomar Oviedo y les salió mal. Allí se quedaron muchos para siempre, y los que llegan nos miran como diciendo: «Ya os podéis preparar». Bueno, pues a cavar trincheras.

Se rumorea que Franco atacará por Otxandiano, es mucho el material y tropa que está amontonando por allí. Lander Bukua y los dos trabajamos en un valle entre el Gaztelumendi y el Urrusti, y por aquí hay mucho listo que dice que Franco no atacará por Otxandiano, que quiere engañarnos. Y otros listos dicen que se siente tan fuerte que no le importa enseñarnos sus cartas. Yo digo a Lander Bukua:

—Ven conmigo a hacer trincheras como Dios manda.

—Las órdenes del comandante son…

—Sígueme.

Me lo llevo a trescientos pasos detrás de la línea recta de la trinchera.

—Aquí echaremos el segundo palangre —le digo, y de la misma empiezo a cavar.

—Nos la cargamos —dice Lander Bukua, pero también cava.

Termina la jornada y nadie nos ha molestado, aunque hemos tenido encima los ojos de los demás hombres de la brigada, que siguen con su trinchera. En la vuelta a Getxo digo a Lander Bukua que hay que buscar más brazos en retaguardia.

—¿Más brazos? No hay más brazos, todos están en el frente o muertos o viejos —dice Lander Bukua.

—Nosotros también somos viejos y aquí estamos —digo.

—Pero nosotros estamos locos. Roque, no estarás pensando en todos los jodidos viejos de Getxo —dice Lander Bukua.

—En todos no, sólo en los mejores, los de nuestro sindicato.

—¡Salió Matusalén! Nadie se acuerda ya de tu sindicato de la leche…

—Nuestro sindicato —digo.

No es la guerra la que ha vaciado Basaon, que sólo ha traído la marcha de Pelayo al frente. Poncio y Felipe también están en el frente, pero ésos ya estaban casados fuera. Eladio vive casado en Berango y sin ir al frente; él y el gemelo difunto siempre se las apañaron para ir a lo suyo. Y Aurelio, en aquella casa. En Basaon yo soy el único hombre, con la mujer y Cenobia y Anastasi, que van para birrochas, y la mujer de Pelayo. Cenamos en silencio hasta que Cenobia dice:

—Se oye que… que los mo… mo… moros hacen barbaridades con las mu… mu… mujeres.

Es más tartamuda que el gallo de la Pasión.

—A los moros les gustan rubias y vosotras sois morenas —digo.

No se quedan tranquilas, pero no puedo hacer más. En la cama me dice la mujer:

—¿Has visto tú a algún moro?

—No hay moros donde yo ando —digo.

—Pero estás más cerca de los moros que nosotras.

—Sí, pero aún no me han mordido.

—¿Muerden?

—Tranquilas, ésos empiezan por las cabras… ¡Qué sé yo si muerden o no muerden los moros!

Es como cuando hace treinta años andaba buscando afiliados para el sindicato. A media mañana voy a Bukuena a por Lander Bukua y su mujer Irune también me menta a los moros.

—Cállate, cállate —oigo a Lander Bukua desde dentro.

Sale y vamos los dos a Etxe. Vemos a Deunoro Etxe sentado en una banqueta en su huerta quitando el txomin.

—Estamos buscando a los de nuestro sindicato para hacer trincheras mejores —digo.

—¿Qué les pasa a las otras?, ¿están boca abajo? —dice Deunoro Etxe.

—Franco no haría unas mejor para él —digo.

—Roque dice que son de una fila y que los del sindicato tenemos que hacer otras de dos o tres filas —dice Lander Bukua.

Deunoro Etxe se nos queda mirando desde abajo. El siempre mira desde abajo, aunque no esté sentado como ahora. Es pequeño y con aire de estar pidiendo siempre un plato de sopa caliente.

—Si me viviera la mujer no os podría acompañar —dice.

—¿Pues? —digo.

—Ella me recordaría que ochenta y uno años no es edad para andar abriendo trincheras —dice Deunoro Etxe.

—Pero ya no te lo puede decir —digo.

Se pone en pie con un ruido de huesos y ya somos tres. Lo único, que ahora tendremos que caminar más despacio. Perdemos algún tiempo ayudándole a meter su vaca pinta en la cuadra y a echar forraje en el pesebre. Deunoro Etxe habla a su vaca como si fuera una persona. «Vendré a la noche», le dice, quitándole con la mano las babas del morro.

Allá nos vamos los tres hacia Larrekoena en busca de Martin Larreko, el carretero. Lo encontramos con gripe, pero si no viene no es por enfermo sino por viejo. Su mujer y su hija nos hacen pasar al cuarto donde está en la cama. «¡Por mis cojones que ya no puedo levantar ni la cuchara!», nos dice. Le gustaría venir y nos mira con sus ojos de carramarro de casi noventa años. Nos dice también: «Hacer bien rectas las trincheras». Es tarde y no le digo que nuestras trincheras harán curvas.

En la plaza del mercado de Algorta vemos a Antón Basurto cobrando los arbitrios a las aldeanas. Le decimos de qué se trata. Pellejo mueve la cabeza.

—Yo trabajo todos los días, también los domingos. En tiempo de guerra un alguacil debe estar en su puesto —dice.

—Tu puesto no es la guerra de las aldeanas sino la guerra de las trincheras —digo.

—Yo estoy donde me pone el Ayuntamiento —dice Antón Basurto.

—Con cincuenta años te dejarían ir al frente y el Ayuntamiento se quedaría sin Antón el alguacil y el mundo no se hundiría —digo.

—Hasta ahora las trincheras se han hecho sin mí —dice Antón Basurto.

—Ésas no valen, los del sindicato tenemos que hacer otras —digo.

—¿Qué tiene que ver el sindicato con las trincheras? —dice Antón Basurto.

Entre Lander Bukua y yo le convencemos de que si unas buenas trincheras no las hacemos los del sindicato no las hace nadie, porque nosotros siempre hemos hecho cosas que los demás no hacían. «La mujer todavía se acuerda y me echa broncas por lo que hicimos», dice Pellejo. Y yo le digo: «¿No te ha hablado tu mujer de los moros? Pues en cuanto se entere de que estás haciendo trincheras te encenderá una vela». Pellejo habla con otro alguacil y luego viene con nosotros, diciendo: «Aquel sindicato nuestro fue una buena cosa, ¿verdad?».

—Fue la hostia —dice Lander Bukua.

En el barrio de Alango esperamos en la puerta de su casa a Martico que vuelva del trabajo. Su mujer nos ha dicho que no tardará. «¿Para qué le queréis?», dice. «Algo hay que hacer para parar a los moros de Franco», digo. La mujer se lleva las manos a la boca y nos mira uno a uno a los cuatro y no se atreve a preguntar más. Llega Martico. Le contamos. «¿Trincheras?», dice. Tose y se rasca la cabeza sin dejar de mirar a su mujer. «Ya ni me acordaba de aquel sindicato. Menos mal que se acabó pronto. No nos trajo problemas de milagro. Y de ir a hacer trincheras, pues qué queréis que os diga…». «¡Pues diles que vas! El sindicato fue una buena idea y también ahora las trincheras», dice la mujer. «¡Pero si no te casabas conmigo si no dejaba el sindicato!», dice Martico. «Anda, vete a hacer muchas trincheras a ver si empiezas a defender a los tuyos de una vez», dice la mujer.

Ya somos cinco. Es una pena que Martin Larreko sea tan viejo y que Bertol Sangroniz se haya muerto. Tomamos el tren en Algorta y bajamos en Las Arenas para buscar en las cocheras del ferrocarril a Bikendi Aberasturi y en las oficinas a Santio Ganesoro. Bikendi sale lleno de grasa de debajo de un vagón.

—No habíamos estado juntos desde entonces. Por separado sí, pero no todos juntos. ¿Qué pasa, pues? —dice.

Se lo decimos y resopla «¡Uff!».

—¿Qué pasa, pues? —digo.

—¿Es tan importante hacer esas trincheras? —dice.

—Lo más importante es que dice Roque que las haremos sin planos ni hostias para que nadie se los pase a Franco —dice Lander Bukua.

—Tendré que hablar con la mujer —dice Bikendi Aberasturi.

—Franco no la consultó para empezar la guerra —digo.

—Donata es como es —dice Bikendi Aberasturi.

—¿Comes en casa?

—No, ahí tengo la tartera.

—Pues te vienes ahora con nosotros a las trincheras y se lo cuentas a la noche —digo.

Santio Ganesoro es pica del ferrocarril. Lo vemos tras los cristales de la oficina y le hacemos una seña.

—Visita ilustre —dice al llegar.

Entre varios le contamos el asunto.

—Ya sabéis que tengo a la mujer inválida y la saco un rato al sol todos los días —dice.

—Será cuando hace sol —dice Martico.

—Ella dice «al sol» aunque llueva. Ayer bombardearon otra vez Bilbao —dice Santio Ganesoro.

—Que la saquen entre dos vecinas —digo.

—No sé si querrá. A ver si para mañana lo arreglo.

—No estará de más que de pasada le hables de los moros —digo.

Para las tres de la tarde ya nos deja el autobús en el pueblo de abajo y para las cuatro ya estamos en el valle entre Gaztelumendi y el Urrusti con tres botas de vino. Hay mucha gente trabajando dentro de la única trinchera en línea recta. El encargado de los picos, palas y azadas nos entrega los trastos y cuando marchamos nos sigue con la mirada.

—Las trincheras están por el otro lado.

Levanto el brazo para que sepa que le hemos oído y seguimos adelante. La trinchera que habíamos empezado a abrir Lander Bukua y yo está a medio kilómetro.

—Aquí no hay nadie, todos están picando allí —dice Santio Ganesoro.

—Están alargando esa trinchera como una goma y mejor sería si vinieran aquí a abrir otra —dice Lander Bukua.

—Un bote puede salvar una ola, pero no tan fácilmente una ola detrás de otra —digo.

—Ya —Bikendi Aberasturi.

—Ya —dice Martico.

Ahora todos han entendido para qué estamos aquí.

—¡Después de tanto tiempo sin hacer nada juntos! —dice Antón Basurto.

—Treinta años —digo.

—¿No hubo nada que arreglar en treinta años? —dice Deunoro Etxe.

—Nos faltó entremedio alguna jodida guerra —dice Lander Bukua.

Nos miramos los siete. Sí, treinta años. Todos estamos más viejos. Agarran los mangos con ganas y Martico dice:

—No hay una cuadrilla como la nuestra.

—Faltan Martin Larreko y Bertol Sangroniz —dice Antón Basurto. Meten los hierros en la tierra que hay que defender.

Trabajamos hasta el anochecer sin que nadie nos moleste y lo dejamos al ver en la distancia que los otros lo dejan y empiezan a moverse hacia los autobuses. Nos juntamos a ellos y dejamos las herramientas en un mismo montón. Nos metemos en tres autobuses y a mi lado se sienta uno de Getxo, Pedro Urondo, padre de Matías, el jugador del Getxo.

—¿Qué andáis por ahí a vuestro aire? —me dice.

—Vuestras trincheras están hechas sin pies ni cabeza y hay que hacer otras —digo.

—Más que otras, cambiarlas de donde están en los mapas del cabrón de Goicoechea: las trincheras, los nidos de ametralladoras, los refugios… ¡cambiar todo! Es lo que estamos haciendo —dice Pedro Urondo.

—Y hacerlas mejor para nosotros y peor para el enemigo, poner una trinchera detrás de otra, como los palangres —digo.

—Los de arriba saben más y tú y yo a callar. Esos de arriba suelen venir por aquí con otros mapas y nos dicen dónde hay que picar —dice Pedro Urondo.

—¿Otros mapas?, ¿para que se los roben también? —digo.

Las tropas que pasan por aquí camino del frente nos dicen:

—¿Ya nos estáis preparando la retirada? ¿Tan poca confianza tenéis los viejos en los jóvenes?

De vez en cuando vemos una cara conocida y le saludamos. Que tenga suerte. Unos llevan casco y otros boina. No sé si cantan para marcar el paso o al revés. Cientos de botas contra el suelo sacando el mismo ruido que la bajamar en los cantos de la orilla.

Es el día siguiente y el comandante del bigotito no nos da tiempo a dar el primer golpe.

—¿Quién os ha mandado trabajar aquí? —dice.

No me gusta nada su moco negro.

—Nadie. Nosotros —digo.

A su lado hay un gudari con galones de no sé qué y una ikurriña bordada en el pecho de su tabardo.

—No debemos dispersar esfuerzos. Todos los trabajos se concentran en aquella línea de trincheras —dice el gudari.

—Pero estos aldeanos son muy listos y tienen sus propias ideas —dice el comandante.

—Estamos en guerra y hay que obedecer las órdenes que se dan. ¿Por qué caváis aquí? —dice el gudari.

—Habéis hecho una línea de trincheras y una línea es poco, hacen falta más líneas, una detrás de otra, para que si el enemigo pasa la primera se encuentre con la segunda, y la tercera —digo.

El gudari mira al comandante.

—Es de cajón que varias líneas de fortificaciones son mejor que una sola, y cuarenta mejor que diez. El aldeano se ha quedado calvo. Pero esta trinchera única se halla perfectamente compensada con refugios y nidos de ametralladoras y resistirá todos los ataques…, suponiendo que sea preciso retroceder hasta aquí —dice el comandante.

—Esperemos que no —dice el gudari.

—¿Nidos de ametralladoras? Parecen estar diciendo aquí estoy. El cabrón de Goicoechea ha hecho un Cinturón para Franco —dice Lander Bukua.

El gudari mira otra vez al comandante. Poco a poco se han ido acercando trabajadores de la otra trinchera, intrigados por que el comandante y el gudari con galones se queden hablando tanto tiempo con unos viejos. Vienen dos o tres docenas y ahora veo que no todos son trabajadores, a la cabeza vienen Matías Urondo y tres milicianos, y junto a Matías su padre Pedro.

—Concentremos los esfuerzos de guerra bajo un solo mando —dice el gudari.

—A los civiles les cuesta aprender a hacer la guerra, pero aquí estamos los militares para enseñarles —dice el comandante.

Cada vez me gusta menos su moco negro.

—Os honra el que con tantos años a vuestra espalda hayáis acudido a la llamada… —está diciendo el gudari, pero le corta Matías Urondo:

—Y además, leches, son expertos en fortificaciones. Ahí tenéis la nueva línea de trincheras que algunos venimos reclamando desde hace tiempo y que ellos, tapa tapa, ya han empezado.

—¡A callar! —dice el comandante.

—¡A la mierda! —dice Matías Urondo.

El gudari se mete entre ellos diciendo: «Bueno, bueno…», y dice a Matías Urondo:

—¿Qué hacéis aquí? Vuestro batallón marcha por ahí abajo hacia el frente.

—Mi hijo sabía que yo estaba en trincheras y se ha acercado a despedirse —dice Pedro Urondo.

—¡Estos anarquistas hacen lo que les sale de los huevos! —dice el comandante.

Del centro del grupo sale una miliciana armada hasta los dientes y dice:

—Este Cinturón es una trampa, es la obra que se podía esperar de un traidor.

Es ella. Dios, es ella. Si me ha visto, ya no me mira. Yo también dejo de mirarla. Sé que tiene veinticuatro años y sé cuándo los cumplió: en enero. ¿Qué hace una vasca vestida de miliciana? Está con los anarquistas, según acabo de oír al comandante. ¿Defienden los anarquistas la tierra?

—¿Por qué nadie hace caso a los expertos rusos que aseguran que el Cinturón es un gran timo? ¿Quién es el responsable que se lo encargó al ingeniero fascista? No sé si hay traidores en el Gobierno vasco, pero sí que hay tontos —dice ella.

—Bueno, bueno —dice el gudari.

—¿Expertos rusos? Andan metiendo sus narices en todo. Que se vayan a su tierra —dice el comandante.

—Los comunistas serán lo que todos sabemos, pero una de las cosas buenas que han traído son los técnicos rusos —dice Matías Urondo.

—Estos aldeanos no han necesitado de ningún técnico para empezar su trinchera —dice el comandante.

—Porque tienen lo que no abunda: sentido común. ¿No sabes que esta calle que ahora pisamos es uno de los agujeros del gran coladero que es el Cinturón? —dice ella.

—Bueno, bueno —dice el gudari.

¿Qué hace ella con los anarquistas? Dijeron en el pueblo que antes echaba mítines con los comunistas. Unos y otros, rojos. Como los socialistas de las minas.

—Ordeno que cojan sus instrumentos y se incorporen inmediatamente a la cuadrilla de la otra trinchera —dice el comandante.

—Aquí estamos bien —digo.

Si no me ha visto antes, ahora que me habrá oído me mirará y sabrá quién soy.

—Comprendedlo: mando único, coordinación —dice el gudari.

—¿Mando único? ¡El Partido Nacionalista Vasco es el que no quiere un mando único! Somos gudaris del Ejército del Gobierno vasco y sólo de él, pero tendríamos que formar parte del Ejército del Norte —dice ella.

No me ha mirado cuando he hablado y es porque ya me tenía visto. Haciéndolo con cuidado no es tan difícil mirar a todas las caras de un grupo menos a una, y a ella le pasará lo mismo. Tiene aire de cansada. No está bien que las mujeres se metan tanto en una guerra… ¿Fue aquello una guerra? Allí no se abrían trincheras ni la gente iba armada, como aquí, ni había tantos muertos, ni había aviones tirando bombas…

—Vuestro batallón se marcha, lo vais a perder —dice el gudari.

—Hale, sí, que nosotros ya nos arreglaremos —dice Pedro Urondo.

—Se habló de cambiar gran parte del trazado del Cinturón…, ¿qué se ha hecho? Nada. No se ha hecho nada. Con los planos en su mano, Franco vendrá a hacer turismo —dice ella.

Todos la miran menos yo. En vez de mirarla a ella miro a Matías Urondo que está a su lado.

—Se hacen cosas —dice el gudari.

—¿Para qué cambiar unas defensas que son inexpugnables? Pero se están haciendo cambios —dice el comandante.

—¡Sabotaje! —dice ella.

—¡Silencio! —dice el comandante.

—¡Mierda! —dice Matías Urondo.

—¡Firmes! —dice el comandante.

—¡Mierda! —dice Matías Urondo.

El comandante se lleva la mano a su pistolón y entonces me muevo y me pongo en medio diciendo: «Tranquilos…». Frente a mí está el comandante y a mi espalda ella y Matías Urondo. Bla, bla, bla, y mientras, los siete del sindicato de brazos caídos.

—¡Una guerra no se gana sin disciplina! —dice el comandante queriendo echarme a un lado.

—Tranquilo —digo, cerrándole el paso.

—Esto es más que una guerra… ¡es una revolución! —dice ella.

—Revolución… A los anarquistas os gusta mucho esta palabra —dice el gudari.

—Me paso a trabajar con vosotros —dice Pedro Urondo.

—¡Aurrera, aita! —dice Matías Urondo.

—¡Todos a la trinchera que se ha mandado! —dice el comandante.

—¿Molestamos a alguien picando en esta trinchera? Piensa que estamos cogiendo caracoles.

—¡Pero no estáis cogiendo caracoles! —dice el comandante.

—¡Fuera cadenas! ¡Libertad, revolución! —oigo a mi espalda.

Sí, son palabras como aquéllas, son las mismas palabras. ¿Por qué no se mete en Oiarzena y no sale? Una guerra no es sitio para una mujer. Tampoco una revolución. Tampoco una huelga. El gudari se lleva al comandante y hablan bajo. Viene el gudari y dice:

—Seguid cogiendo caracoles.

Oigo pasos a mi espalda, me vuelvo y veo cómo se alejan las espaldas de ella, de Matías Urondo y de los tres milicianos. Ella camina apoyándose en el brazo de Matías Urondo, parece cansada. Allá se va, a la guerra o a la revolución. Armada hasta los dientes. No, no está bien que una mujer… También se marchan el gudari con galones y el comandante. Digo:

—Nosotros a lo nuestro, a buscar caracoles.

Madia me dice en la cama:

—En qué piensas.

—En nada —digo.

En Getxo, a veces, la llaman Madia o Magda, los dos nombres a la vez. Y si prefieren no mentarla así no es por ser dos nombres, uno detrás de otro, pues muchas veces se oye «la hija de Ella» o «la hermana de Ella» o «la sobrina de Ella», que es más largo. Yo unas veces la llamo Madia y otras Magda, a ella le da igual y así creo que tengo dos mujeres.

Pienso en que ella estará en un monte y metida en alguna trinchera de primera línea, esperando con el batallón anarquista el ataque de Franco.

—Bilbao está lleno de refugiados guipuzcoanos. Miles y miles. Les faltan alimentos. Cuando nos toque escapar a nosotros llevaremos el carro lleno de comida —dice Madia.

—¿Escapar? Tengo de gudaris a tres hijos por lo menos y ellos no dejarán que nos quiten la tierra —digo.

—Tú también haces lo que puedes para que no nos la quiten —dice Madia.

—Tendría que hacer más pero a los viejos no nos dejan elegir —digo.

—Tú no eres viejo —dice Madia.

—Sí, estoy en salmuera —digo.

—¿Por qué has dicho que tienes en la guerra a tres hijos por lo menos? —dice Madia.

—No sé qué he dicho —digo.

—¿En qué piensas?

—En nada.

Pienso que es bueno que ella tenga a su lado a Matías Urondo. ¿Habrá descansado del cansancio que tenía? Aunque no la miraba bien la encontré un poco más gorda. Será que nos hemos acostumbrado en esta guerra a ver a la gente más flaca y ella sigue igual. También a la otra parecía engordarle la revolución.

—Ésos van para Bilbao —dice Lander Bukua.

Todos miramos al cielo. Más de veinte bombarderos, de tres en tres, brillando al sol. Van y vienen casi todos los días y luego nos enteramos de que han bombardeado Bilbao o el aeródromo de Lamiaco o la fábrica tal o cualquier cosa. Les da lo mismo viviendas que fábricas. A veces les salen al paso cazas nuestros, seis, cuatro, tres, dos, alguno menos después de cada combate en el aire.

Para mediados de marzo ya tenemos hecho un buen largo de trinchera y ahora discutimos entre seguir alargándola o empezar con los refugios contra bombas. No han vuelto por aquí ni el comandante del bigote de moco ni el gudari de los galones, sí otros jefes, que llegan con mapas enrollados, los desenrollan y dicen: «¿Dónde figura esta maldita fortificación?», y yo les digo:

—No está, para que cuando alguien pase otros planos a Franco no la vea.

Si el jefe está de buenas ríe sin ganas, y si está de malas dice: «¿Por qué se construye una trinchera que no figura en los planos?», y se le dice que los viejos la abrimos en vez de perder el tiempo cogiendo caracoles y que no sólo no hacemos mal a nadie sino que en una guerra una trinchera nunca está de más. Nos dejan por imposibles. Pero a ellos y a otros y a todos les pedimos más nidos de ametralladoras de hormigón. Hasta ahora nadie nos ha hecho caso y creo que es porque les resulta muy difícil ponerse a pensar en algo que no está en sus mapas.

Hemos tenido que cortar el paso de gente de la otra trinchera a la nuestra para no dejarla vacía. «Ésta es la trinchera de los viejos», les decimos un día sí y otro también, y ellos nos dicen: «Pero es que tenéis razón, aquí y en todas partes hacen faltan más líneas de trincheras».

«Que lo oigan los que vienen por aquí con mapas, que son los que mandan», les decimos. «Si a vosotros os dejan, ¿por qué…?», nos dicen. «Les hemos dicho que estamos cogiendo caracoles y en sus mapas no hay nada contra los caracoles», les decimos. «Pues les diremos que nosotros también vamos a coger caracoles», nos dicen, y yo les digo: «Los caracoles se cogen entre pocos, si venís muchos no nos creerán a ninguno. La única solución es pedirles que metan esta trinchera en sus mapas, pues creen que lo que no está en sus mapas no vale».

Me cuesta decírselo a Pedro Urondo pero al fin se lo digo:

—¿A qué espera tu hijo para casarse?

Me mira como si no me viera, queriendo no verme, queriendo que no se lo haya preguntado. Lo hace más por mí que por él. Es un buen hombre este Pedro. Es que en Getxo nadie jamás me ha mentado a ella ni a nada que se le acerque. Son cosas de cada uno que la gente respeta. Es que Pedro Urondo y yo somos consuegros por detrás de la iglesia y le estoy obligando a mirarme como él no quisiera.

—Bueno, déjalo, déjalo, no es nada —digo.

El carraspea.

—No, sí es algo. El chico se echó novia hace ya dos años. Yo ya le digo, más no puedo hacer —dice.

—No sé a qué viene todo esto —digo.

Me mira y tose.

—Uno se pone a hablar… —dice.

—Sólo te he preguntado por el casamiento de tu hijo, nada más, y ni siquiera ha sido por mala curiosidad, sólo por hablar de algo —digo.

—Claro —dice, y sé que me sigue mirando cuando yo ya no le miro.

Hacía mucho que no teníamos una primavera tan seca y caliente. Los brotes vienen adelantados. Pero de lo único que se habla es de que el enemigo atacará por Otxandiano. Los de la primera línea ven grandes movimientos de tropas enemigas, camiones, cañones. «Esos nos vienen por Otxandiano», dicen todos. «Que se atrevan y les zurraremos bien en Otxandiano», dicen. Nos llega que muchos soldados de Franco se pasan de bando por las noches. En pleno trabajo a Deunoro Etxe le da un mal y al suelo. Me agacho. Lo medio siento y le digo:

—¿Qué te pasa?

No está muerto, sólo desmayado.

—¿Sabes lo que le pasa? Que tiene más de ochenta años. Hay que llevarlo a casa —dice Lander Bukua.

Lo levanto en brazos y cargo con él hasta la carretera. Es como llevar una pluma. Me alcanza Pedro Urondo y me dice:

—Ayer el chico pasó por casa. El batallón le ha dado tres días de permiso. Un permiso especial para dos personas. No nos dijo por qué se lo han dado. La mujer le preguntó si estaba enfermo y él dijo: «No». Y añadió: «Bueno, yo no». Un permiso para dos personas.

Nos miramos. En la carretera subo con Deunoro Etxe en el primer autobús que pasa. Al ponerlo en el asiento a mi lado, medio abre los ojillos y dice:

—¿Qué pasa?

—Tranquilo, vamos a casa —le digo.

—¿Y nuestra trinchera? —dice.

—Seguirá en el mismo sitio cuando vuelvas —digo.

Se duerme dentro de mi brazo como un niño. Un permiso especial doble y el enfermo no es Matías Urondo. Ella vuelve a casa. A lo mejor su enfermedad es un cuento para librarse de la revolución y de la guerra. ¿Qué pinta una revolución dentro de otra revolución? Bueno, al menos esta mujer lo deja todo y vuelve a casa, la otra no quiso dejarlo.

Al verme con Deunoro Etxe en brazos, la gente de Getxo cree que ha empezado el ataque.

—Tranquilos. Hoy le traigo yo y mañana me trae él —les digo.

Abro la puerta de Etxe con la llave que le saco del bolsillo y me da en la cara un frío de soledad. Busco su cama y lo dejo encima y le saco las botas y luego la ropa hasta dejarlo en calzoncillos. Al meterlo bajo las mantas se despierta otra vez.

—Los Etxe siempre habéis tenido mala suerte con vuestras mujeres —le digo.

—Sí, mi padre, mi abuelo…, todas se nos mueren jóvenes y no nos dejan hijas —dice Deunoro Etxe.

—¿Y las nueras? —digo.

—¡Lagarto, lagarto! —dice Deunoro Etxe.

—¿Quién te cuidará cuando seas viejo?

—Los Etxe hemos aprendido a cuidarnos solos. Ya tengo viudos un hijo y un nieto.

—Pues que venga a vivir a Etxe alguno de ellos.

—Es bueno aprender a vivir solo. Es lo mejor que tenemos los Etxe. ¿Cómo iban a aprender a vivir solos mi hijo y mi nieto si vienen conmigo?

Todo esto me dice Deunoro Etxe.

—¿Qué te duele? Habrá que llamar al médico —digo.

—No me duele nada —dice Deunoro Etxe.

—Al médico hay que llamarle precisamente antes de que empiece a doler algo —digo.

Corto yerba y lleno el pesebre de la única vaca que tiene, y la ordeño y llevo un cancarro lleno de leche a su mesilla.

—Bebe algo antes que se le vaya el calor de la vaca —digo.

Echo grano a su docena de gallinas y les cambio el agua. Deunoro Etxe ha cerrado los ojos, pero estoy seguro de que se hace el dormido para que me marche y le deje en paz, pues de tanto vivir solos estos Etxe le han tomado gusto a la soledad y no aguantan a nadie a su lado. Cuando se mueren, el pueblo tarda días o semanas en enterarse. Cuando se muera Deunoro Etxe vendrá a Etxe su hijo o su nieto, no los dos. Le tocaría al hijo pero vendrá su nieto, todos lo saben. El nieto y no el hijo es el que ya baja todas las madrugadas el primero a la playa a ver qué ha echado la mar por la noche. Es una especie de oficio que nadie se atreve a quitarles a los Etxe. Y el que se queda en Etxe es el que baja a la playa.

—¿Con qué médico tienes la iguala? —digo.

—Con don Julio Inchauspe —dice Deunoro Etxe haciéndose el dormido.

Paso por donde don Julio antes de ir a casa. Magda me pregunta que si pasa algo por llegar hoy tan pronto. Sallo las patatas, limpio la cuadra y el gallinero, preparo la sementera, corto yerba para las cuatro vacas, sallo las fresas y Madia me dice: «Saltas como un avispón de un trabajo a otro, como si quemaran. ¿Qué te pasa?». «Nada», digo. Cenobia y Anastasi también me miran un poco raro, y Cenobia me dice que descanse, que vaya trote que llevo desde hace un mes. Antes de anochecer les digo a las tres que tengo que salir un rato, y por caminos apartados voy hasta los bordes de Oiarzena y me agacho tras los arbustos. Ahí están. Los cuatro. Antes eran más, a pesar de que desde hace dos años Matías Urondo está con ellos, porque antes estaban Moisés y el difunto Josafat y las putas que se llevaba Moisés, y algunas se quedaban años, y cuando apareció la nena Adolfo los de Getxo cruzaban apuestas sobre qué le gustaban más a Moisés, si los hombres o las mujeres o los hombres y las mujeres. Siempre fue una sentina, y aunque ahora no vive en Oiarzena lo sigue siendo pues persigue a niñas de mi apellido, a hijas o nietas de mi hermana Andrea, con la que quiso casarse, pero su madre la marquesa se presentó un día en Altubena para dejar claro que no podía ser. Les sale a las niñas a la salida de la escuela y ellas corren y él corre tras ellas llamándolas «Andrea, Andrea» aunque se llamen María Antonia Delatorre o Mirena, con tal de que se le parezcan. Ya le han dado más de una paliza por andar así. Y sus viajes a Altubena desde hace más de treinta años para pedir la mano de Andrea, como lo hizo aquella primera vez, sin que la familia pueda meterle en la cabeza que Andrea se ha casado y tiene hijos y ya no vive allí. O nietas. ¿No es eso estar loco? Aparte de esta peste, los de Oiarzena nunca se metieron con nadie, aunque son la vergüenza de Getxo… Ahí están los cuatro que quedan. El que no haga frío no es excusa para quedarse en pelota, pero ahí están desnudos al fresco. Nunca les importó que les vieran, de modo que si me escondo no es por ellos sino por mí. Están locos, todos están locos, no sólo Moisés. La señorita Fabiola siempre estuvo más loca que cuerda y ni cuando se casó dejó de ser señorita para el pueblo. Hasta aquella noche en la playa, para mí, y para el pueblo hasta cuando la vio con tripa, que nunca le cortó para tomar el sol desnuda en su huerta. Y ella, su hija, otra que tal, amén amén con las locuras de la familia que le ha tocado, hasta acabar como ellos, y por si eso no fuera bastante, ahí la tenemos jugando a milicianos siendo mujer. A lo mejor está en casa porque le han echado de su batallón y de su revolución. Este aldeano ya le diría cuatro palabras sobre cómo se hace una revolución… Y la nena Adolfo, que ya lleva demasiados años en Oiarzena como una putita más de Moisés y no tiene trazas de marcharse como se marcharon las otras, a pesar de que Moisés ya no vive con ellos y ahora está con la marquesa. A Moisés y a la nena se les había visto mil veces pasear por el pueblo cogidos de la mano y vestidos con sábanas como fantoches y besarse en la boca, y sacando cuentas de los cuartos y camas que hay en Oiarzena no hay duda que duermen juntos. Nadie le ha visto sonreír a la nena desde que está sin Moisés. Y para remate, Matías Urondo, el pelele bailando al son de ella y metido en Oiarzena porque la obedece como un cuis y le han hecho anarquista en la cama. Es la primera vez que alguien de Oiarzena sale de caza y se lleva a uno del pueblo, así que ella a engordar. Ahí están los cuatro panza arriba y enseñando lo que no deben ver los niños. ¿Por qué enfermedad le habrán dado a ella permiso? Una enferma no estaría ahí como Dios la echó al mundo. Como le han echado del batallón por mujer, ahora Matías Urondo también dejará la guerra y la revolución… Roque Altube, ya puedes volverte a casa… Me pregunto por qué sigo todavía tras los arbustos. Ella no deja de acariciarse la tripa y Matías Urondo también la acaricia. Los cuatro hablan pero no me llegan sus voces, sólo sus risas. La tripa de ella es la más alta, gorda y redonda de las cuatro. Sí, engorda y engorda por ser la dueña de Matías Urondo. Ahora Matías Urondo se sienta y pega la oreja a la tripa de ella. ¡Coño, preñada! ¡Esta es la enfermedad! Se acabó la guerra para ella. Y la revolución. Roque Altube, a casa y a olvidarte del nieto.

Hoy nos hemos puesto a trabajar bajo un fuerte ronquido como de gato feliz que parece llegar del cielo limpio.

—¿Qué hora es? —dice luego Antón Basurto.

—¿La hora? ¡A trabajar! Alguacil de los cojones tenías que ser —dice Lander Bukua.

—Serán las nueve —dice Antón Basurto.

Nos llega el ruido de un motor, miramos la carretera de abajo y vemos un camión sin toldo y varios hombres dormidos en la caja. Después de ocho meses de guerra algunos de nosotros aún no hemos visto un muerto en combate o siquiera un gudari ensangrentado. Franco ha bombardeado Bilbao varias veces y hecho muchas muertes, pero Basaon está a 15 kilómetros. El camión va aprisa y los cuerpos saltan en la caja. Sentados entre ellos van tres gudaris de Sanidad.

Pasan más camiones, camionetas y coches, algunos con trapos blancos saliendo por las ventanillas. Uno de la otra trinchera se acerca corriendo.

—¡Ha empezado el ataque! —dice.

—¿Por dónde? —digo.

—¡Por Otxandiano! —dice.

—Les llevamos ventaja, les esperábamos por allí —digo.

¿Por qué dejamos de trabajar? Nos miramos. Quien más quien menos tiene chicos en primera línea.

—Para que algo se acabe primero tiene que empezar —dice Bikendi Aberasturi.

De modo que eso era el dum-dum que veníamos oyendo.

—¡Goicoecheas! —dice Santio Ganesoro señalando el cielo con el brazo.

Son muchos, pero aún están lejos. Alguno que no era de Getxo les ha empezado a llamar goicoecheas, pues a los de Getxo nos gustaría llamarles benitos. Por encima de los bombarderos vuelan los cazas como mosquitos. ¿Dónde soltarán sus bombas esta vez? En Bilbao, como siempre.

—Parece que ahora están pasando sobre Durango —dice Martico.

En Otxandiano hay buenas fortificaciones, son buenas porque no las ha hecho Goicoechea, y nuestros gudaris no necesitan más para decir al enemigo: «¡Eh, cuidado, por aquí no pasas!». Nuestra trinchera atraviesa un encinar y queda bien camuflada. Pronto empezaremos con los techos de sacos de arena de los refugios. Ahora el dum-dum suena más cerca y la tierra parece temblar.

—¡Están bombardeando Durango! —dice Martico.

—¿Qué coño habrá pasado en Otxandiano? —dice Lander Bukua.

—Que mi Matías tenga suerte —dice Pedro Urondo.

—¿Es que ha vuelto? —digo.

Me mira.

—No me habías dicho nada —digo.

—Y no está solo —dice.

Nos miramos.

—¡Por San Dios! —digo.

Me adentro por el encinar quitándome la boina de la cabeza y poniéndomela. ¿Cómo le dejan hacer la guerra estando preñada? ¿Por qué el sinsorgo de Matías no la manda a casa? Ella le habrá convencido de que no es una guerra sino una revolución. Parece que en las revoluciones caben las preñadas, pues recuerdo…

—¿Adónde vas? —oigo a Pedro Urondo.

Le miro. También miro a los demás, pero sobre todo le miro a él, aunque creo que es él quien me mira a mí.

—Decidle a mi mujer que esta noche duermo con Franco —digo.

Pasan a mi lado por la carretera camionetas y coches en sentido contrario. Llevan heridos, o muertos, y también mujeres, niños y viejos con caras de muertos. Por fin viene una camioneta en mi dirección y me dejan montar en la caja con una docena de gudaris que estaban de permiso.

—Por lo que cuentan, de ésta no quedamos ninguno vivo —dice uno con la cabeza gacha.

—Sólo nos están dando un poco duro —dice otro.

—¿Qué está pasando en Otxandiano? —digo.

—Se están empachando de tirar bombas.

Según avanzamos hemos de ceñirnos más veces al borde de la carretera para dejar pasar a otros coches con gente civil o a gente caminando con bultos de ropa o comida. También pasan carretas tiradas por bueyes con la familia sobre bultos, mantas y colchones y el hombre delante con el acullu.

—Agur —dicen.

—Agur —les decimos.

Nos acercamos al gran trueno que no calla. No se le puede ni comparar el ruido que teníamos en Altos Hornos. Un caza se nos echa encima como un rayo y pasa sobre nuestras cabezas con el ra-ta-ta de sus ametralladoras. El chófer nos saca de la carretera y mete la camioneta en un pinar. Oigo suspiros, han cascado al gudari de mi derecha. Lo sostengo para que no caiga al suelo.

—Me han dado antes de empezar —dice riendo.

—Ellos ya han empezado —digo.

Lo bajamos al musgo del bosque y no sé de dónde salen dos sanitarios. Ahora todos los de la camioneta estamos tendidos sobre el musgo esperando que se cansen los cazas que rachean la carretera una y otra vez cazando a los que no se esconden a tiempo en los bosques de los costados. A la mitad de los gudaris se les pasa el susto y van al borde del pinar y rodilla en tierra se ponen a disparar a los cazas con sus fusiles. ¿Qué otra cosa pueden hacer si quieren hacer algo? Llega una calma y la camioneta reanuda el viaje. La carretera está llena de cuerpos tendidos.

—Esta salvajada ni Dios les podrá perdonar —dice un gudari.

—Seguro que le di a uno —dice otro.

—Esos tienen siete vidas, como los gatos —dice el que dijo que no íbamos a quedar ni uno.

Me preguntan si soy de Durango y digo que no.

—Tendrás allí parientes —dicen.

—No —digo.

—Entonces, ¿por qué te metes en ese infierno?

—No lo sé.

A la gente que huye por la carretera se le oye que la mitad de Durango ya son escombros. Veo llorar a dos gudaris y otro grita al chófer que corra más. Después de ocho meses de guerra estoy por primera vez en la guerra. ¿Dónde está el enemigo? ¿Por qué no da la cara?

—¡Esos cabrones alemanes nos están matando como a chinches! —dice un gudari.

—¿Qué tienen contra los vascos? —dice otro.

—Nos dejarán a todos como coladores —dice el que dijo que no íbamos a quedar ni uno.

Ya estamos en la gran nube de polvo y llamas. Esto era Durango. La camioneta ha de retroceder ante montañas de escombros para tomar otra calle. La gente va de un lado a otro buscando a los suyos. Unos bomberos lanzan chorros contra las llamas de un piso bajo. Me cuesta creer que esta mañana aún estaba yo en las tranquilas tierras entre el Gaztelumendi y el Urrusti pensando que las trincheras servían para algo. Paramos para ayudar a sacar de bajo los escombros de una casa varios cuerpos y oímos que también han bombardeado Elorrio.

—¡Hijoputas! —dice un gudari tirando conmigo de unas piernas.

Había un niño vivo bajo el puente de una viga. Nos mira con los ojos muy abiertos y no llora. Le sacudo el polvo del pelo y de la cara. Lo dejo en manos de alguien. Las demás personas que sacamos están muertas. Oímos otra vez ruido de bombarderos y suena una sirena.

—¡Vayámonos de aquí! —dice un gudari.

La camioneta sale de Durango bajo nuevas bombas. Suena un gran estampido a nuestra espalda y oigo a mi lado:

—Le acaban de dar a la iglesia de Santa María.

—¿Hasta dónde quieres ir? La primera línea está a un paso y eres un viejo —me dice un gudari.

Hasta ahora nadie se había atrevido a llamarme viejo.

—Sí, soy un viejo —digo.

Otro me pasa el fusil del que se quedó herido en el bosque. Lo tomo.

—¿Nunca has tenido uno en las manos?

—No, sólo escopetas, todo dispara.

—Te hierve la sangre, ¿eh?, y no puedes seguir en el caserío. Nuestro batallón está en Otxandiano.

—O lo que quede de él —dice el gudari que dijo que no íbamos a quedar ni uno.

—Pues yo también voy a Otxandiano —digo.

—¿A qué parte?

—Donde está un batallón anarquista —digo.

—Sí, por allí dejamos uno —dicen.

Empieza otro zuriburri de cazas barriendo la carretera. Pasan tan bajos que encogemos los brazos para no tocarlos. Saltamos de la camioneta y nos metemos bajo un pequeño puente. No estamos solos. Volvemos a la camioneta cuando a los cazas se les acaba la munición. Poco más adelante hay un carro de mano cargado de bultos y con el dueño tieso en el suelo. Nos alcanzan cinco camiones cargados de gudaris. Nos dicen que van a cubrir bajas y que les siguen más.

—Al menos, aún no hemos visto batallones huyendo en la otra dirección —dice un gudari.

—No quedará ni uno —dice el gudari que dijo que no íbamos a quedar ni uno.

Vuelven los cazas y la camioneta y los camiones se vacían, pero en su segunda pasada las balas parten ramas de pino sobre nuestras cabezas y hay heridos. Al ponernos en marcha los de los camiones van más anchos. La carretera está rota por las bombas y hay que salir de ella para rodear los grandes agujeros. Una vez y otra. Avanzamos muy despacio. Ahora no sólo vienen cazas sino también bombarderos y tiembla la carretera y alrededores. Desde el bosque vemos cómo vuelan dos camiones.

—No quieren que pasemos, están machacando en todas partes, quieren aislar el frente de la retaguardia —dice un jefe de los camiones. Se marchan los pajarracos y el jefe dice:

—Es imposible viajar de día. Volverán. Meteremos los vehículos en el bosque hasta la noche.

A todos les parece bien, incluso a los de la camioneta.

—Yo tengo que ir —digo.

—¿Andando? —dice un gudari.

—Andando —digo.

—Es cuestión de esperar dos o tres horas —dice el gudari.

Me calo bien la boina. —En dos o tres horas yo llego a China —digo. El gudari parece que quiere decirme algo. Abre la boca y da dos pasos hacia mí.

—¿Quién te espera en el frente o por allí? —dice.

—No me espera nadie —digo.

—¿Quieres ganar la guerra tú solo? —dice el gudari y algunos ríen.

Les digo agur pero no doy el segundo paso. Me llaman y ponen en mis manos una lata de sardinas, un cacho de queso y otro de pan. —¿Quién eres? —dice el gudari.

—Roque Altube de los Altube de Getxo.

—¿Y se puede saber quién tira de ti hasta sacarte el sentido común? Cierro la boca y me mira partir como los otros.

Llegar la noche y callar los aviones es todo uno. Llueve. En Otxandiano la gente empieza a salir de los agujeros y a mirar al cielo. Me dan ganas de decirles: «Tranquilos, ésos ya no vuelven hasta mañana». Otxandiano ya no es una ciudad sino una escombrera. Nada rueda por las calles porque no hay calles. Veo filas de hombres y mujeres pasándose baldes llenos de agua para apagar incendios. Veo extremidades de muertos bajo ladrillos, vigas y yeso.

—Buen batacazo nos han dado, ¿eh? —oigo a mi espalda. Es un viejo que se pasa el pañuelo por la cara y tiene un gesto de risa como si le acabaran de contar un chiste. Habla con el último aire que le queda en el pecho:

—Yo estaba en el gallinero del patio que tiene mi hija. No me atrevo a preguntarle por esa hija. Se acerca un gudari en una moto esquivando escombros y le pregunto dónde están los anarquistas. No se para y me dice «Sígueme» y puedo seguirle porque avanza a trompicones. Sin embargo, llega mucho antes que yo ante una gran casa de dos pisos que está entera y con luz de velas en las ventanas. Cuando llego en la puerta sólo está la moto. Entro y no esperaba ver a tanta gente moviéndose de una mesa a otra y de una puerta a otra, y no lo esperaba porque hacen muy poco ruido y lo poco que hablan es a varios teléfonos y a media voz. Son gudaris. Se alumbran con velas y quinqués. Los gudaris que están en las mesas escriben a máquina y los que entran y salen de los cuartos llevan papeles en las manos. Pregunto a unos y a otros pero ninguno me hace caso, ni me ven. Sigo al último y entro con él en un cuarto grande lleno de humo de cigarro con una mesa grande y una docena de gudaris inclinados sobre un gran mapa. Estos gudaris son jefes, veo galones y una estrella roja.

—¿Dónde está el batallón anarquista? —digo.

Todos vuelven la cara hacia mí sin mover el cuerpo. Me miran como si acabaran de despertarse. Entra uno de los de fuera y me coge del brazo para sacarme. Sólo se mueve uno de los de la mesa.

—¿Qué preguntaba usted? —dice.

—Que dónde está el batallón anarquista —digo.

—¿Quién lo quiere saber? —dice.

—Roque Altube de los Altube de Getxo —digo.

—¿Y no sería mejor haberse quedado en Getxo? Vuélvase. Si viene a conocer la suerte de algún familiar… —dice.

Levanto el fusil que casi había olvidado que llevaba.

—Quiero ayudar —digo.

El jefe gudari parece que despierta del todo.

—Tenemos el mejor de los pueblos —dice, mirándome un momento más, volviendo a su mapa y diciendo—: Que alguien le indique el camino al Jarinto y al Albertia pero sin llegar a ellos, que ya están perdidos. Al batallón que busca usted le ha caído la tormenta por ese sector, quién sabe en qué cota, estos anarquistas se mandan a sí mismos. Suerte —dice.

En la puerta encuentro al motorista y le pregunto por el Jarinto y el Albertia.

—Sube, puedo acercarte —dice.

A pocos kilómetros de Otxandiano empiezo a ver grupos de gudaris marchando en sentido contrario. Son muchos, unos van por la carretera y otros por los campos. No hablan, no miran a ninguna parte, la lluvia empapa sus tabardos, sus mantas y sus boinas, y en los que llevan casco la luz de la moto brilla a golpes. Vienen en sentido contrario. Y no está bien. El frente está a su espalda.

—El frente está a su espalda —digo.

—No son cobardes, es que han vivido lo nunca visto —dice el gudari de la moto.

—Pero están dejando la guerra —digo.

—No lo saben, sólo se mueven.

—Pero la tierra no se defiende sin dar la cara.

—Estaban en su puesto preparados para rechazar al enemigo, pero no les han dado ocasión de luchar. Ahora deben tragar cómo será la guerra en adelante.

También pasan en sentido contrario coches y camiones con heridos. El gudari de la moto es un chico al que no le veo la cara no sólo porque voy detrás de él sino por el casco demasiado grande que le tapa media cabeza; es un milagro que vea por dónde va.

—Aquí te dejo. El mensaje que llevo es para Mendigain. No te equivoques de camino y te pases al otro lado. Que encuentres tu batallón —dice.

Oigo una voz fuerte:

—¡Sentaos a tomar una comida caliente! ¡Luego regresaremos a las posiciones!

Es un jefe gudari recorriendo los grupos y casi empujando a los hombres para que se sienten. Llega hasta mí y le pregunto por los anarquistas y él acerca su cara a la mía y ve que no puedo ser de su batallón ni de ninguno.

—Sigue por esta carretera de Aramayona hasta el valle. Esta mañana tus anarquistas defendían Asensiomendi, pero quién sabe hasta dónde se habrán retirado. ¿Qué hace un hombre de tu edad buscándoles? —dice.

—Hay que hacer —digo.

Desde esta carretera veo el primer cañón. Está cubierto de ramaje. Veo gudaris resguardándose de la lluvia en casas y caseríos recién abandonados por sus dueños y un grupo me hace señas para que me acerque. Han encendido un fuego de troncos en un portal y están comiendo un rancho de lentejas. Me invitan y acabo dos platos. Hablan poco y enseguida se echan a dormir, pero uno se sienta a mi lado.

—Vivimos de noche, como los búhos, nos han robado el día —dice liando un cigarro.

—Ha sido duro, ¿no? —digo.

—¿De dónde eres?

—De Getxo. ¿Y tú?

—De Bilbao. Trabajo en la librería de mi padre.

Enciende su cigarro con un mechero de mecha.

—Teníamos el Jarinto bien fortificado y sabíamos que subirían en cualquier momento, les estábamos esperando, deseábamos que vinieran. Habíamos tenido tiempo para abrir trincheras, montar ametralladoras estratégicamente. Buena comida, vino, coñac. Refugios para la lluvia. Los mandos del batallón habían salido de entre nosotros, no queríamos militares. No hacía mucho que había andado de visita por allí el presidente Aguirre, y algún ministro, y también algún general, y la moral de ellos era tan alta como la nuestra. Todo lo que había que hacer se había hecho, sólo faltaba que los rebeldes dieran el primer paso. Y hoy madrugaron.

Fuma despacio, tragando el humo. No me mira ni mira a nada, sólo a la punta de su cigarro.

—Madrugaron, pero no los hombres. Madrugó la aviación. Cuando nos sacaron de las trincheras ya no había trincheras —dice.

—¿Estaban bien hechas? Algunos no saben hacer trincheras —digo.

—No estabas allí y no puedes imaginártelo. Yo sí estaba. Todos sabíamos que las bombas destruyen casas, pero ¿montes? Quien conociera al Jarinto hoy no lo reconoce. Es otro monte. Las bombas esculpieron otro monte con nosotros dentro. Al principio quedábamos enterrados en nuestras propias trincheras, luego éramos parte de la tierra y las peñas que saltaban por los aires… ¿Cómo te llamas? —dice.

—Roque.

—Roque, nos quedamos sin trincheras, sin ametralladoras, sin hombres… Al acabar aquello apareció un grupito de requetés, les disparamos con rabia, pero no éramos muchos los que disparábamos. Aparté la tierra de mi cara, llamé a gritos por sus nombres a mis compañeros y sólo me respondieron dos. Los requetés treparon un poco más y no sé de dónde salió el fuego que les enviamos. Retrocedieron… para pedir sopitas a sus aviones. Otras dos horas de bombas y nuevo tanteo de los requetés. Disparé mi fusil y otros también dispararon. ¡Era un milagro que alguien siguiera vivo allí! Nos bombardearon con todas sus ganas, había varias bombas para cada uno de nosotros. Lo único que cabía hacer era aplastar el cuerpo contra el suelo y confiar en que la tierra que se levantaba te cubriera con muchas capas protectoras. Aquello no era una guerra, era otra cosa, las guerras nunca habían sido así. Aún había luz cuando comencé a desenterrarme y vi aquí y allá a otros que también se desenterraban. Hablé, pero ni yo mismo me oía ni oía a los otros que me miraban moviendo los labios. ¡Estábamos sordos! No reconocí a ninguno de mis compañeros. Tampoco reconocí el paisaje tal como era por la mañana. Empezamos a recoger heridos para cargar con ellos hasta el valle, y entonces vinieron los cazas y nos ametrallaron. Hubimos de esperar a la noche para retirarnos.

Ha dejado de fumar, quemó todo su cigarro.

—Pero regresaremos —dice apretando los dientes.

Algunos gudaris del portal tampoco pueden dormir y canturrean a media voz, y a uno que duerme le ataca una pesadilla y empieza a dar gritos y otro le tapa la boca con su mano.

—Se le pasará cuando despierte —digo.

—¿Crees que se le pasará lo que tiene encima? Cuando despierte será de día. Ha dejado de llover y hay estrellas y mañana saldrá con fuerza nuestro enemigo el sol —dice el gudari del cigarro.

—A lo mejor sopla el gallego y el cielo se cierra —digo.

—He rezado para que siga lloviendo.

—Ellos también rezarán y Dios no puede hacer caso a los dos.

—Los alemanes no rezan.

—Pero a los requetés siempre les acompaña alguna sotana —digo.

Cruzan dos docenas de gudaris pisando una gran huerta de patatas. La huerta es de este caserío. Me levanto y les echo una bronca:

—¿Qué vamos a comer cuando acabe la guerra?

Se paran. Salen de la huerta pero no por donde yo estoy.

—De noche no se ve —oigo a lo lejos.

—¡Las plantas de patata huelen! —digo.

—Llevaban a unos que habían tirado sus armas y huido. Desertores —dice el gudari.

—¿Gudaris escapados? —digo.

—El miedo no entiende de patrias.

—¿Qué les harán?

—Les darán a beber saltaparapetos y les quitarán el miedo.

—¿Saltaparapetos?

Oímos un txistu y un tamboril. Vienen tres jefes de gudaris y un secretario con un cuaderno y un lápiz y los del txistu y el tamboril que no paran de tocar.

—¿De qué batallón sois? —dice uno de los jefes.

Van preguntando lo mismo a todos los grupos que hay por aquí como gorriones mojados.

—Intentan reorganizarnos —dice el gudari.

A cuantos veo en la carretera les pregunto: —¿Por dónde andan los anarquistas? —Adelante, más adelante —me dicen.

Los camiones circulan tanto en mi dirección como en la contraria y se estorban entre ellos y me estorban a mí. Pasan familias con su casa a cuestas. Les llaman refugiados. Veo cada vez menos gudaris y oigo que los batallones ya están en las trincheras de la segunda línea. Esperando. Vuelan órdenes a gritos, todo el mundo está inquieto porque se acaba la noche y se acerca el día. ¿Hasta dónde han mandado a los anarquistas?, ¿o hasta dónde se han mandado ellos? Porque un jefe gudari me dice que ya tenía que haber visto a «esos indisciplinados» que recibieron orden del alto mando de defender un monte y ellos se fueron a otro.

—¿A cuál? —digo.

—Al San Adrián. Siguiendo por donde vas, en una hora llegarás a sus estribaciones —dice.

Por fin, amanece. He de apretar el paso si quiero llegar antes de que empiece la juerga. No sólo no llueve sino que viene un día soleado. Dios ha hecho más caso a los curas requetés que a nosotros. Bueno, y ya tengo ante mí el San Adrián. No es gran cosa. Mientras echo hacia arriba me voy fijando bien cómo es el monte antes de que lo rompan las bombas. Veo pájaros. Y ardillas. Y flores. Se diría que no hay guerra. No quito la vista del cielo para ver llegar a los avechuchos. Ahora he dejado Basaon, pero en aquel tiempo dejaba Altubena para ir a las minas y la madre torcía el morro. Alguien torcerá su morro en Basaon. Pero es que ella es una mujer preñada que está en primera línea.

Los primeros hombres que encuentro del batallón anarquista están en una trinchera que corta el sendero de subida. Es su trinchera pero ellos no están dentro sino sentados en la yerba o en piedras entre los matorrales fumando y charlando. El cañón de una ametralladora sale entre sacos de tierra y apunta al sendero, es decir, a mí, pero no hay ningún anarquista detrás de la ametralladora. Miro a mi alrededor buscándola a ella. Tampoco Matías Urondo está entre esos hombres. Apenas se ocupan de mí, es como si yo no llegara. Saludo: «¿Qué hay?», me miran con aburrimiento y uno me dice: «¿Ya han llegado a tu quinta? ¡Mal vamos!». Sigo subiendo y veo más ametralladoras aquí y allá, y unos tubos negros. Y más trincheras con gente fuera de ellas.

—¿Dónde está Matías Urondo? —digo.

—¿Eres su padre? ¿Vienes a llevártelo? —me dicen.

—Yo te acompañaré —dice uno con galones.

Le sigo por toda la cumbre del San Adrián, esquivando trincheras y nidos de ametralladoras y tubos de ésos y gudaris sentados en grupos.

—¿Por dónde anda el aldeano, el novio? —va diciendo el que me acompaña y los otros le dicen por dónde ir.

Y llegamos.

—Aquí tienes a tu padre —dice el de los galones.

Ella y Matías están sentados de espaldas sobre unas piedras, con otros. Ella es la única que no vuelve su cara hacia mí. Matías Urondo tarda en reconocerme.

—¡La hostia, Roque Altube! ¿Qué coño haces tú por aquí?

Algo silba sobre mi cabeza.

—¡Ya están aquí! ¡Puntuales como ayer! ¡Al agujero! —gritan por todas partes.

Se lanzan casi de cabeza a las trincheras, lo mismo hace ella, y Matías Urondo me arrastra con él. Suena un gran trueno que hace temblar el monte. Siguen más silbidos y más truenos.

—Primer plato del día, artillería —dice Matías Urondo.

—¡Qué bárbaros! —oigo la vocecita de ella.

Estoy entre ella y Matías Urondo. Ella está sentada en el fondo de la trinchera con la cabeza entre las rodillas levantadas. Parece un txiotxu desplumado. No sé cómo lo sé porque no la he mirado ni una sola vez. Cruzo y les cubro al fusil y a ella con un cacho de lona que he visto por aquí y así no le caerá encima la tierra que levantan los obuses, y a lo mejor también le llegan menos los truenos. Miro a Matías Urondo y me está mirando por debajo de los brazos, tapándose la cabeza. Le miro todo el tiempo que él quiere mirarme y creo que ya no me preguntará más qué coño hago aquí.

Cañonean no sólo este monte sino las posiciones a derecha e izquierda hasta donde llega la vista. Nos tiran tantos obuses que por fuerza algunos tienen que caernos encima. Saco la cabeza después de un trueno y por algunas partes la trinchera empieza a desaparecer. Veo que Matías Urondo me habla, pero no le oigo, estoy sordo. Mete sus dedos entre mis dientes y me abre la boca y él abre la suya y me la señala con un dedo para que yo tampoco cierre la mía, y quedamos como los tontos del pueblo. Estamos agachados. Después de muchos bombazos seguidos se oyen ayes y Matías Urondo sale de lo que queda de la trinchera, arrastra la tripa por el monte y desaparece en nubes de humo negro. Ella no se mueve. Acerco la oreja olvidándome de que estoy sordo. Acerco el brazo lo más posible sin tocarla, por ver si ella me roza al hacer un movimiento. Nada. Ahora vuelve Matías Urondo arrastrándose como una culebra y con toda la tierra del monte en la cara. Salta a la trinchera, me da uno de los dos cascos que trae y me aparta para poder darle el otro a ella, pero yo se lo quito y lo pongo en la cabeza de Matías y el mío va a la cabeza de ella y veo cómo levanta sus manos para encasquetárselo bien. ¿De quiénes eran estos cascos?

Llevamos unos minutos sin truenos, pero siguen en el aire que se me mete en los oídos.

—Ya tienes algo para contar a tus nietos —me dice Matías Urondo. Pasa por delante para levantarla a ella y preguntarle cómo se encuentra. Se quedan juntos y yo aparte.

—Saldré a ver las bajas —dice el de los galones.

—Han hostiado a muchos y algunos no crecerán más —dice Matías Urondo.

Motores en el cielo.

—¡Cabrones! —dice Matías Urondo.

Al de los galones no le da tiempo a salir de la trinchera. En un santiamén los tenemos encima. Tiran bombas con ojos, caen donde apuntan y me lanzan por el aire. Me limpio los ojos y miro. Estoy fuera de la trinchera. Tengo cerca al de los galones, le toco, está muerto, creo. Con los motores encima busco a gatas la trinchera. Las bombas al caer silban como los obuses y sí que tienen ojos y que bajan con ellos bien abiertos buscando a cada uno de nosotros. Son tantas las bombas que nos tocará a muchas por cabeza. No encuentro la trinchera, no la encuentro a ella. ¿Abrir la boca? Me gustaría ver si Matías Urondo tiene abierta la suya, que la abra si quiere tragarse medio monte. Un golpe de costado me tira panza arriba. El cielo sigue donde estaba. Los avechuchos van y vienen en bandadas de seis o de sesenta, se van unos después de descargar y vienen otros con más regalos. El aire está caliente y huele a infierno.

—¿A que no sabías dónde te metías, Roque?

Creo que ha sido Matías, parece que ha hablado desde un pozo. Ahora sé hacia dónde ir. Me pongo cara al suelo y me arrastro, los cazas ya están ametrallando a ras de pelo.

—Te tengo encima, me aplastas…

Se mueve la tierra de debajo, lo que creía una piedra es un casco. En el momento de echarme a un lado salta Matías como un muelle y se pone en pie chorreando tierra y grita como un loco:

—¡Bajad, hijos de puta, aquí os espero! ¡Bajad si os atrevéis! ¡Luchad como hombres! ¡Sarnosos maricones hijos de puta!

En medio de los truenos me llegan gritos de ¡cabrones, cabrones, cabrones, cabrones!, y entre el humo veo a un gudari correr sin casco lloriqueando y con los brazos levantados, hasta que le cae una bomba en su mismísima cabeza; un momento antes de estallar he visto la bomba y la cabeza juntas. Tiro de los pantalones de Matías y lo echo al suelo.

—Abajo, que estas bombas tienen ojos —le digo.

Había otro casco por aquí. Lo busco.

—¡Dios, no sé dónde está Flora! —dice Matías.

—¿De quién hablas? —digo.

Estamos los dos echados sobre la tierra y enfrente el uno del otro y para mirarnos nuestras miradas tienen que cruzar un aire que tiembla y con trozos de tierra que vuelan. Pero Matías Urondo no es imbécil. Calla sin dejar de mirarme.

—Como quieras, como quieras —dice.

—Buscaré mi fusil —digo.

—Tú no tenías que estar aquí, nadie te echaría nada en cara —dice Matías.

Es imposible orientarse por árboles o peñas vistas antes porque las bombas han hecho otro monte. Hay bosques incendiados por todas partes. Nos arrastramos a ciegas, tanteando la tierra como topos, Matías Urondo medio cuerpo por detrás de mí.

—Será como tú quieras, Roque.

—Hazte a la idea de que yo no estoy aquí —digo.

—Como quieras, Roque, como quieras —dice Matías Urondo.

Mi mano le toca el pelo al decirle que ha parado el bombardeo. Ni motores ni bombas. Silencio. Durante un tiempo nada se mueve aquí abajo. Al ponerme en pie veo a tres pasos un rastro de trinchera y un pico de lona sobresaliendo del suelo.

—Ahí hay alguien —digo.

Matías se acerca. El y yo trabajamos con las manos, desenterrando. Matías tira de la punta de la lona, luego del cañón del fusil y luego de los brazos de ella y la saca. Sin mirarla sé que sólo está sucia y atontada. Matías me mira pero yo les doy la espalda.

No todo está muerto. Alguien grita: «¡Ataque, ataque, ataque!». Esta vez no son aviones. Por el fondo del valle se acercan filas de soldados doblados por los riñones.

—Flora está bien…, quiero decir que ella está bien…, quiero decir que la que estaba ahí dentro está bien —dice Matías.

Salta a un agujero de bomba y nos hace señas. Ella y yo caemos a su izquierda y a su derecha. Los de abajo ya están subiendo la pendiente, desde aquí los vemos bien. Matías coge mi fusil y hace funcionar su cerrajería por ver si funciona. Me lo devuelve con una cajita de munición que saca del bolsillo de su tabardo. ¿Estamos los tres solos para defender el San Adrián? Meto las cinco balas en el cargador. Mis oídos están atentos a lo que me viene de ella. Oigo el roce de sus ropas buscando la postura en el agujero.

—Hemos sobrevivido a la paliza, somos invencibles —la oigo, todavía escupiendo tierra.

Los fascistas siguen subiendo. Me echo el fusil a la cara.

—Espera que estén más cerca —dice Matías.

—Están a tiro —digo.

—El comandante aún no ha dado la orden.

—¿Comandante? Creo que por ahí fuera no queda ni comandante ni marinero. ¿Desde cuándo los anarquistas tenéis comandante?

Dice ella:

—Las bombas no pueden matar ninguna revolución porque las revoluciones se hacen con bombas.

Parece que ya está sana. Oigo cómo prepara su fusil para disparar. Los fascistas se nos van haciendo grandes.

—¡Fuego a discreción! —oímos, y el San Adrián se llena de tiros.

Suenan fusiles y ametralladoras. Es un milagro que aún queden anarquistas vivos en este monte… No es lo mismo cazar a una paloma que a un hombre. Es la primera vez que apunto a un hombre, un requeté que no tendrá arriba de veinte años. Que viene a por mi tierra. Que ya habrá matado. Tengo buena puntería, nunca fallo a una paloma. Si disparo le mataré. Los batallones del PNV llevan capellán, no este batallón de anarquistas. No puedo apretar el gatillo sabiendo que no tendría confesor si luego me dan a mí. Además, el cielo no podía ni imaginar que Roque Altube haría la guerra con un fusil en la mano, ni menos junto a los anarquistas, así que esto no tendría que estar ocurriendo y yo no tendría que estar aquí y ese requeté de veinte años no tiene que morir. Veo cómo cae gente que avanza a su lado… Los fascistas se paran y enseguida echan a correr llevándose a sus muertos y heridos. Esperaban ser recibidos por muertos.

—¡Cobardes maricones, no sois nada sin vuestras mamás con alas! —dice Matías Urondo en pie y moviendo su fusil al aire como una bandera.

No diré que el San Adrián se llena de gritos de triunfo pero sí que saltan aquí y allá. Ella, Matías Urondo y yo salimos del agujero de bomba. Los milicianos que pueden ponerse en pie salen de la tierra como topos y se abrazan. Ella y Matías también se abrazan. Matías me mira por encima de la cabeza de ella y estoy seguro de que le gustaría verme hacer lo mismo. Me aparto. Veo una pala y empiezo a cavar una trinchera.

El batallón ha perdido a la mitad de sus hombres y ayudo a enterrar a los muertos y a bajar a los heridos por la espalda del San Adrián. De un grupo a otro corre la orden de ponerse a abrir trincheras.

—¿Quién lo manda? —dice alguien.

—El comandante —le dicen.

—¿Se ha decidido en asamblea? —dice el primero.

—¡Ni asamblea ni hostias! ¡Ya hicimos asamblea para sacar los mandos! ¿Quieres asamblea cada vez que los mandos den una orden? —dice Matías Urondo.

—Compañeros, una guerra lo cambia todo, nuestra sociedad anarquista debe confiar por un tiempo en las jerarquías —dice ella.

—Lo que no quieren algunos es tirar de pala —dice Matías.

Aparece el comandante del batallón, un miliciano flaco y con gafas.

—A ver, ¿qué pasa? —dice.

—Un buen anarquista no acepta jefes —dice el protestón.

—Hoy nuestro máximo jefe debe ser el sentido común. ¿Veis a ese aldeano? Pues es el sentido común. ¿Queréis que los nuevos ataques nos pillen con el culo al aire? —dice el comandante.

—Ese aldeano se llama Roque Altube y es de mi pueblo, de Getxo —dice Matías Urondo.

—En las guerras sobran los viejos y las mujeres —dice el protestón.

—¿Me mandarás también a la cocina después de ganar la revolución? ¡La libertad no tiene sexo! ¡Las mujeres anarquistas estamos en más de una revolución! —dice ella.

—Calma —le dice Matías.

Se escarba para desenterrar picos y palas y suenan los primeros golpes. Pero la gente está rota, al pedir algo a sus cuerpos es cuando se dan cuenta de que los tienen rotos.

El comandante se va diciendo:

—Algún día habrá que discutir sobre los viejos y las mujeres.

Soy el primero en oír los motores, será porque estoy de pie, dándole a la pala. Pero callo para que beban tranquilos el último trago de sus cantimploras. No es agua sino coñac o aguardiente o eso que llaman saltaparapetos. Matías Urondo también bebe, pero ella no. Hasta que los oyen y miran hacia arriba.

—¿Dónde están los aviones que nos prometen desde Madrid? —dicen.

Nunca se han visto muchos pero cada vez son menos y los pocos que se levantan para enfrentarse a las nubes de pajarracos sí que tienen ánimo anarquista o del que sea e incluso ya han derribado alguno. Pero los pajarracos van y vienen como si les picaran mosquitos.

Digo a Matías:

—Hay un agujero para alguien.

Me mira, pone una mano en mi hombro y dice:

—Claro, claro, está muy bien… Lo haremos como tú quieras, Roque.

Se la lleva de la mano y la mete en el agujero que acabo de abrir para una sola persona. Agachando la cabeza nada de ella quedará a la vista. Tiene casco, ahora todos tenemos casco, los cascos de los que ya no los necesitan. Saltamos a los hoyos de bombas cuando ya están encima los pajarracos. Por fin nos han pillado con el culo al aire. Justo cuando salgo a cortar unos helechos caen las primeras bombas.

—¡Quédate quieto! —me grita Matías Urondo.

Corto helechos y tapo la boca de ese agujero. He trabajado de más, sobra medio agujero, está de nuevo tan encogida como un renacuajo. El monte tiembla bajo nuestros cuerpos. Me quedo sordo y abro la boca.

—¡Moriremos en este hoyo, las bombas han aprendido el camino! —oigo a uno.

—¡Qué cojones, dicen que una bomba no cae donde ha caído otra! —dice Matías.

De postre, los cazas. ¿Qué ametrallan si con tanto humo no nos pueden ver? Pasadas y pasadas a ras de nuestras cabezas por toda la línea del frente. Matías se arrodilla, apunta con su fusil y dispara dos veces contra el caza que nos pela la cabeza.

—¡Hostias! —dice, porque ha fallado.

—¡Déjales en paz, que nos delatas! —dice uno.

Pero Matías Urondo lo repite cada vez que pasa el caza, y pasa tantas veces que él y el caza se quedan sin munición. A mí no se me había ocurrido ponerme a cazar cazas a tiros. Lo difícil no es dar en la gran panza sino en un punto que le duela y donde más le duele es el piloto. Vuelven los bombarderos. A éstos sí que no se les puede dar. La tierra que vuela va llenando el hoyo de bomba y tapándonos a los de dentro. Vaya pecados que habremos cometido para que Dios nos mande esto. Nada ocurre sin que Dios lo quiera. Lo que ahora está cayendo de los cielos tiene que ser cosa de la propia mano de Dios y no de los hombres, es el fin del mundo que Él había creado y que ahora destruye. Aunque pienso que el mundo quedaría destruido más rápido si el Señor también nos diera aviones a nosotros. Se van todos los pajarracos pero quedan dos horas de buena luz y volverán. Me pongo en pie, miro y nada se mueve en el monte. Cerca de mí, en el hoyo, hay tres muertos pero ninguno es Matías Urondo. Veo cómo empiezan a salir bultos de otros agujeros. Otro milagro.

—¡Que nadie se mueva de sus posiciones! —oigo al comandante.

—¿Qué posiciones? ¡No quedan posiciones! —se oyen voces.

Los restos del batallón corren hacia atrás por todo el frente, algunos cargando con heridos. Ni un solo muerto se entierra. Matías se sacude la huerta que lleva encima, mira a su alrededor, la nueva cara del monte, los bosques en llamas, los compañeros huyendo y mueve la cabeza.

—Es la hostia —dice como roncando.

Con un gesto le recuerdo dónde está ella, pero él dice:

—¡Yo no abandono el San Adrián!

—Ya no es el San Adrián, es otro monte, hay que darle otro nombre —digo.

—¡A mí no me echan esos cabrones! —dice.

—Todos se van, te ibas a aburrir —digo.

—¡Me cago en todas sus leches! —dice.

No tiene que vaciar el agujero, ella sale sola limpiándose de polvo y cascotes.

—¡Uff! Creo que soy yo, creo que me llamo Flora —dice.

—¡Retirada! ¡Esta noche contraatacaremos! ¡Se está componiendo un nuevo frente! —oímos al comandante a lo lejos.

Matías Urondo la abraza cuando ella empieza a llorar.

Bajamos ya noche cerrada a la carretera. Hay batallones y llegan más y todo está lleno de gudaris atontados que se mueven sin ir a ninguna parte. Al dejar el San Adrián le dije en un aparte a Matías Urondo: «Ayúdala, va más cargada que nosotros», y la primera parte de la retirada la llevó casi en volandas agarrándola de la cintura o de los hombros, hasta que le hice una seña y en adelante la llevó en brazos. Es el único peso que ha tenido que llevar; yo he cargado con el fusil, las mantas y las mochilas de él y de ella, y con sus trastos y los míos y un herido al hombro los he seguido a distancia. ¿De cuántos meses estará? Me las arreglaré para mandarla a casa esta misma noche. Está loca, como todos los de Oiarzena, incluido ahora Matías Urondo. En ningún momento de la caminata volvió ella la cabeza. Lo primero que hemos hecho al pisar la carretera es buscar ambulancias o cualquier vehículo para que se lleven a los heridos. Aquí nadie sabe nada, aunque nadie se calla, todos dicen: «¿Tu batallón? Está algo más allá, lo he visto por ahí», pero donde le dicen no está y el gudari se sienta en el suelo escondiendo la cabeza entre sus manos. Yo no pierdo de vista ni a ella ni a Matías y acabamos en un pinar con nuestro batallón.

—Los fascistas han superado el San Adrián con un movimiento envolvente y es imposible intentar algo esta noche. También hemos perdido el Gorbea —oigo al comandante.

Está de pie hablándonos a los que estamos sentados. Dice que pronto nos traerán algún rancho. La gente se tumba a dormir y cuando llegan las lentejas humeantes hay que despertarlos. Vigilo que ella coma y sí come. Cuando acaba, Matías coge el plato de metal y lo pone un momento a su espalda para que yo lo vea vacío. También nos dan manzanas y café. No habíamos comido en todo el día. La gente vuelve a echarse a dormir. No todos: el comandante viene hacia mí con otros dos jefes, hablando ya antes de llegar:

—Bien, vamos a ver, buen amigo… La guerra es demasiado dura para enfermos o viejos. Es admirable tu coraje revolucionario pero…

Me levanto, le hago una seña para que me siga y lo llevo lejos de ella.

—¿Qué te traes? —digo.

—Tu edad, eso es lo que me traigo. Mi función es la de solucionar los problemas de cada uno de mis hombres, pero tu problema es de imposible solución, yo no puedo quitarte años —dice el comandante.

—Nadie te ha pedido que me quites años —digo.

—Mis soldados deben responder al cien por cien y tú…

—¿Y las soldadas? —digo.

—¿Soldadas?, ¿esas dos docenas de mujeres que tenemos en el batallón? A ellas no hay que quitarles años —dice el comandante. Los dos jefes que le acompañan ríen.

—Pero sé de una a la que hay que quitarle la tripa —digo.

—¿Qué puedo hacer yo para que no vengan? No encontrarás más libertad que en la sociedad anarquista… Además, no entorpecen nuestras acciones, lo soportan todo… y endulzan la guerra a los más afortunados… El problema de las mujeres viene de otra parte, viene de que son mujeres, de que las mujeres deben quedarse en casa —dice el comandante.

Aparecen cuatro milicianas resoplando.

—¡Te hemos oído! —vienen diciendo las cuatro.

—No perdamos ni un minuto de descanso enzarzándonos ahora en el tema —dice el comandante dando la vuelta y marchándose con los otros dos.

Y llega la que faltaba.

—La verdadera revolución no debe diferenciar a hombres de mujeres. Yo estoy haciendo la revolución antes de saber si la criatura de mi vientre es niño o niña —dice ella.

Me acerco a Matías.

—¿Cuándo te casas? —digo.

Se queda pálido.

—¿Con Flora? —dice.

—Tú sabrás con quién.

—Mira, no me creerás, pero es ella la que no se quiere casar, yo sí.

Le creo. Ella es la loca. Matías Urondo es un buen chico al que ella también acabará volviendo loco del todo.

—¿De cuánto está? —digo.

—De unos seis meses —dice.

—Mándala a casa hoy mismo.

—¿Mandada? ¿Quién la manda a ésa? Dice que esta guerra es una ocasión única, la primera parte de la revolución.

—Habla con la madre, vivíais juntos.

—La madre es otra anarquista.

—Llévatela de los pelos.

—Está armada.

Parirá como una gitana y así se lo digo a Matías Urondo. Se rasca la cabeza y resopla.

—Me voy a dormir —digo.

Se aparta para dejarme pasar y decirme:

—A ver si la convenzo para casarse antes de que acabe la guerra y nos casa uno de esos capellanes nacionalistas y él la convence de que una esposa cristiana debe hacer en casa calcetines para su esposo.

Camino con cuidado por el bosque para no pisar a los que duermen.

—No debimos abandonar tan pronto el San Adrián —oigo una voz medio dormida.

—¿Tan pronto? Quince minutos más y no quedamos ninguno —dice otro.

—Pienso en ello y no puedo dormir… También hemos abandonado el Jarinto y el Albertia. ¿Vamos a perder una posición por día? —dice el primero.

—He oído que mañana llega nuestra aviación —dice el otro.

—¿No sabemos hacer otra cosa que retirarnos? —dice el primero.

—Todos los batallones hacen lo mismo —dice el otro.

—¡Pero es que nosotros somos revolucionarios! —dice el primero.

Creo que me llaman:

—¡Tío!

¡Órdago! Son mis sobrinos Marcos y Esteban, los hijos de mi difunto hermano Juan. Nos abrazamos.

—¿Qué hacéis pasando las noches fuera de casa? —digo.

A los últimos que esperaba ver. Me preguntan si estoy bien, si estoy entero. Ellos parece que están bien. Llevan pasamontañas de lana. Nos sentamos en unas piedras y sacan una bota de vino.

—Nos están dando duro, ¿eh? —dice Esteban.

Es marino y más le valdría no haber desembarcado.

—Sólo son pájaros. Marcos, tenías que haber traído tu escopeta de dos cañones. Nunca se ha visto un pase de palomas negras como éste —digo.

Marcos sonríe con la cabeza gacha y dice:

—Sí, nos están dando duro.

—¿La madre? —digo.

—Bien, con Asier y los abuelos —dice Marcos.

—¿Y el abuelo Santiago? —dice Esteban.

—En casa, comiendo —digo.

—¿Ya le ayudan Cenobia y Anastasi a tu mujer? —dice Esteban.

—Qué remedio. Si no se siembra no se come —digo.

Tardan en preguntármelo pero por fin me lo preguntan:

—¿Qué hace un tío nuestro en primera línea y con esa gente? Los viejos hacen otros trabajos.

—Los viejos estamos cansados de que los jóvenes nos digan lo que tenemos que hacer y lo que no —digo.

—Por lo menos, en un batallón nacionalista —dice Esteban.

—Habrá venido de noche y no ha visto bien —dice Marcos.

—Los anarquistas no tienen nada que ver con nosotros —dice Esteban.

—Alguien con sangre vasca sí que hay entre ellos —digo.

—Matan sacerdotes e incendian iglesias. Se saltan todas nuestras leyes. Apártate de ellos, tío —dice Esteban.

—Habéis cogido un arma y estáis aquí y no sabéis mucho más, pero seguramente en la vida hay más cosas —digo.

Esteban levanta la bota y todos echamos otro trago.

—Yo no estaría con ésos en la misma trinchera —dice Esteban.

—También hablan de libertad, como vosotros… Habrá que dormir un rato, si no, mañana… —digo.

—Mañana aguantaremos en el puesto como sea, ¡hasta morir! —dice Esteban.

—Están marcando en los mapas un nuevo frente, al amanecer sabremos adonde nos mandan los del Carlton —dice Marcos.

—Esos, bien están, desde el mejor hotel de Bilbao ya pueden mandar bien —dice Esteban.

—Por lo menos os visten bien. Buen abrigo nuevo, buen tabardo nuevo, buen pantalón nuevo, buenas polainas nuevas, buenas botas nuevas, fusil nuevo también… Los anarquistas parecen los pobres de la familia —digo.

—Ya robarán lo que les haga falta. Estas ropas las han mandado los ingleses, les sobraron de alguna guerra —dice Marcos.

—¿Qué habéis comido? —digo.

—Garbanzos y filete —dice Marcos.

—Pues nosotros sólo lentejas —digo.

—Da pena oírte nosotros —dice Esteban.

—Los pobres de la familia. No está bien. Aguantan igual que otros en los montes. Los batallones nacionalistas forman un ejército aparte y eso tampoco está bien —digo.

—¡Estamos en Euskadi y Euskadi somos nosotros! Los demás no luchan por Euskadi, ellos sabrán por qué luchan —dice Esteban.

Es hora de ir cada uno a su manta.

—¿Habéis visto a mis hijos? —digo.

—Hace un mes fui a comprar puntas a Algorta y en la ferretería me sirvió el propio Eladio. ¡El padre en el frente y el hijo emboscado en la Ertzantza! —dice Esteban.

—Así es él —digo.

—¿Y Aurelio? ¡Otro! —dice Esteban.

—Mejor si te callas —dice Marcos.

Me dicen que no saben nada de Pelayo ni de Poncio, que no les han visto. Acabamos la bota y allá se van los dos disfrazados de gudaris, pues los recuerdo de niños cuando se paraban ante la primera casa de Ella esperando a que mis hijos les vieran y salieran para irse todos a cazar pájaros. No llamaban, sólo esperaban callados. Agur, Marcos. Agur, Esteban. Las cosas no han salido a nuestro gusto.

Ella no tenía que estar aquí obligándome a recordar aquella otra revolución.

Apretamos el paso para llegar antes que las bombas. Está amaneciendo. ¿Qué pienso habrán comido esta noche las muías que cargan con las ametralladoras? El batallón aún marcha por la carretera. Hay caras nuevas llenando los huecos de las muertas y un puñado de las caras nuevas son mujeres. Van delante de mí, hablan con las que ya estaban, también con ella, diciéndoles que se han cansado de lavar y de coser, pero no de lavar y de coser en casa sino en la Sección Aseo del Miliciano sin Familia de la Agrupación Anarquista de Mujeres Libres, es decir, ellas. No saben adónde han venido, de ésta les entra el gusto por las labores.

Junto a ella va Matías y yo detrás de los dos con una silla de paja en la mano. Ahora la carretera es un camino de carros y pasamos ante una fuente de dos caños gordos y algunos y yo bebemos un trago.

—¡Agua de hierro! —digo, y vacío mi cantimplora y la lleno con esta agua. Hago señas a Matías para que me imite y lo hace con su cantimplora y con la de ella, y lo mismo milicianos y milicianas, y la tropa se va parando.

—¿Qué ocurre ahí detrás? —gritan los cabos y los sargentos y después los tenientes y ahora el comandante.

Cuando todo el batallón se para y hace cola ante los chorros, yo pongo la silla en manos de Matías.

—¿Para qué me das esto? —dice.

—¿No sabes para qué son las sillas? —digo, mirando la espalda de ella.

Matías abre mucho los ojos y echa un silbido. «Lo que no inventes tú», dice. Coge la silla y se la pone a ella por detrás contra sus piernas. Primero ella se sienta con un suspiro y luego va a decir algo pero se queda con la boca abierta porque habrá recordado que me vio antes con la silla a cuestas.

—¡Sólo quince minutos! —dice el comandante.

Me parecen pocos quince minutos para descansar. Me abro paso entre la gente y llego a los chorros.

—El agua también hay que saberla echar, como la sidra —digo, y cojo la cantimplora de uno y luego la de otro y las pongo bajo los chorros con una inclinación que me acabo de inventar.

—¿Cuál es la diferencia? —dicen.

—La diferencia está en la gracia que coge el agua embotellándola como yo lo hago. Ni muy derecha ni muy torcida. Ni mucho chorro de golpe ni sólo un hilo. Lo justo… No, así no. ¡Trae acá!… ¿Ves? Con talento. Ahí tenéis, agua con grados. ¡Como champán!

—Estos aldeanos viejos saben más que Dios —dicen.

Me van pasando las cantimploras de dos en dos y yo pongo sus bocas en los bordes de los chorros y así se tarda más del doble en llenarlas. Veo que ella está a punto de levantarse de la silla para traer a la fuente su cantimplora, pero Matías la empuja del hombro hacia abajo. Está aprendiendo.

—¡En marcha! —grita el comandante, al que también le he llenado la cantimplora.

La parada ha sido de media hora, no de quince minutos. Matías carga con la silla. La encontré al borde de la carretera, sin duda caída de alguna carreta de refugiados. Nadie la había cogido, ¿quién quiere una silla en una guerra? Aparece por la derecha un perro ratonero ladrándonos. La primera que se para es ella para darle un cacho de pan, pero el perro ni mira el pan y sigue ladrando.

—Nos está diciendo algo —digo.

Además de ladrar, el ratonero echa carreras hacia atrás y vuelve. Le sigo hasta el borde de un barranco. El ratonero se para y cuando voy a mirar qué hay veo a una chiquilla de cinco años al borde del barranco y mirando hacia abajo.

—¿Quién ha dado permiso para…? —oigo al comandante.

Tengo a casi todo el batallón detrás.

—¡A la cría se le ha caído la muñeca! —dicen.

Sobre unas zarzas al fondo del barranco hay una muñeca. Un anarquista se quita los trastos de encima y se prepara para bajar. No es fácil, la pared es demasiado derecha y lisa, las piedras saltan nada más tocarlas y el barranco es muy hondo. El batallón jalea al compañero. Hago una seña a Matías y lleva la silla hasta ella y la sienta. A ver si el anarquista tarda mucho en subir la muñeca. Acaba subiéndola y el batallón le aplaude. La chiquilla ya tiene su muñeca, la abraza y la besa y llora sin hacer ruido sobre ella. Todo el mundo calla y la mira. La sección de mujeres desfila ante ella comiéndosela a besos. Le preguntan cómo ha llegado hasta allí, dónde están los suyos. «¿Cómo te llamas?». No, no es muda, los que están más cerca dicen que ha dicho que se llama Idoia.

—No podemos dejarla aquí —dicen las mujeres.

—Que una de vosotras deje la guerra y se haga cargo de ella —digo.

—¿Y por qué una mujer y no un hombre? —dicen las mujeres.

—Tú, aldeano, eres el más indicado para ir a retaguardia con la niña —dice el comandante.

El grupo de mujeres está de acuerdo y los hombres también. Matías me mira como diciendo: «A mí que me registren». Veo algo en el fondo del barranco, unas ropas negras tapadas por zarzas. Me arrodillo en el borde para ver mejor y ahora la chiquilla no sólo llora sino que se le oye llorar. Todos la miran y nadie se entera de que yo bajo al barranco.

—Aquí hay una mujer muerta —digo.

Los lloros de la chiquilla suenan más fuerte y todos se asoman al barranco. Las mujeres preguntan a la chiquilla: «¿La conoces?, ¿sabías que estaba aquí?, ¿es tu madre?».

—Que bajen varios a enterrarla… ¡y rápido! —dice el comandante.

—Mejor arriba. Esto es una torrentera y con lluvias fuertes las aguas se llevarán la tumba —digo.

No menos de quince minutos tardaremos en subir el cuerpo. Miro hacia arriba por si el sinsorgo de Matías no la ha clavado a ella a la silla. Bajan cuatro anarquistas. Al mover a la mujer uno de ellos dice: «Ametrallada por la espalda, agujeros de bala de caza». La subimos. Es una mujer de unos treinta años y sus ropas negras nos están diciendoque no ha sido la primera de la familia en morir. La chiquilla se niega a acercarse cuando la enterramos. Ni siquiera quiere mirar el cuerpo.

Ato dos palos con una yerba y clavo la cruz en la tumba.

—En el peor de los casos no le estorbará a la pobre —dice una mujer.

—¿Por qué supones que la muerta quería una cruz? —dice una mujer.

—Porque no tenía cara de anarquista —digo.

La chiquilla echa a andar y todos nos quedamos mirándola. ¿Adónde va? Abraza con tanta fuerza contra su pecho a la muñeca de trapo que la revienta.

—No podemos dejarla sola —dice una mujer.

Coge en brazos a la chiquilla y echa a andar por donde hemos venido.

—Volveré —dice.

—Aquello de allí son las peñas de Aranguio —dice el comandante apuntando con el brazo.

Acaba de amanecer. Avanzamos por un valle de caseríos abandonados y nos cruzamos con varias cuadrillas de hombres mayores y algunos viejos como yo que han estado cavando trincheras toda la noche.

—Ya tenéis el hotel preparado —dicen.

—¿Tiene cortinas y agua caliente? —dicen los anarquistas.

También nos dicen los de las cuadrillas que al pie de las peñas de Aranguio ha pasado la noche un batallón comunista.

—¡Pero somos nosotros los que tenemos orden de defender las peñas de Aranguio! ¿Cuántos mandan en esta maldita guerra? —grita el comandante.

Ahora llegamos donde los comunistas.

—¡Salud, camaradas! —dicen saliendo de las trincheras. Llevan en sus pasamontañas la hoz y el martillo rojos.

—¿Qué hacéis aquí? En las órdenes que traigo esta posición está vacía —dice el comandante anarquista al comandante comunista.

—¡El mando único! ¿A qué esperan para implantar el jodido mando único?… En cualquier caso, alguien tenía que estar aquí por si se producía un ataque… ¡El mando único, cojones! —dice el comandante comunista.

—Los franquistas no atacan de noche, se acuestan pronto —dice el comandante anarquista.

Matías ya la tiene a ella sentada en la silla. Se acerca otro comunista, oigo que es el comisario político.

—En los picos del otro lado tendréis a los que rechazan el mando único —dice el comisario político.

—¿Los nacionalistas? En mis órdenes no… —dice el comandante anarquista.

—Pasaron por aquí hace una hora. Iban cantando maitines —dice el comisario político.

Se quedan donde están, a pesar de haber llegado nosotros. «Los comunistas somos la fuerza de choque, atrincheraos arriba y pararemos el primer golpe», dicen entre bromas y veras.

A alguien no le gusta tanto fanfarroneo.

—Sois unos figurones, siempre a la cabeza en los desfiles por la Gran Vía. ¡Rusia, Rusia, que se enteren en Rusia de lo machos que sois! Pues a mí Rusia me importa un pito. ¡A ver cuándo vuestra maravillosa Rusia nos manda de una vez aviones! —dice ella desde la silla.

—¿Sabéis lo que sois vosotros? ¡Sólo sois la infancia caótica de la revolución! —dice el comandante político dándoles la espalda.

No sé si a nuestros mulos les habrán dado pienso esta noche, pero suben el monte con la fuerza que sólo dan las habas, y ahí está ese burro que además de llevar dos ametralladoras la lleva también a ella. A Matías Urondo no se le habría ocurrido, pero yo le dije: «Las sillas no tienen ruedas», y él abrió mucho los ojos y la puso entre las dos ametralladoras.

Arriba hay trincheras esperándonos. Por el color de la tierra están recién hechas. ¿Quién les dice a las cuadrillas cómo hay que hacerlas y dónde? Parece que se contentan con cavar donde el pico no toca peña. Las veo muy juntas en algunas partes y demasiado distantes en otras y no veo trincheras en pasos entre trincheras que deberían cerrarse. Pero no son peores que las del Cinturón, a pesar de que aquéllas las hizo un ingeniero.

Desde esta altura se domina medio mundo. Primero se descargan las ametralladoras, aunque lo primero de todo Matías la descarga a ella. Me muevo por donde andan los dos, ni cerca ni lejos, para saber cómo va el embarazo por lo que le oiga a ella. Está cansada del viaje. Se nos tenía que haber ocurrido subirla antes a los mulos, aunque ir entre ametralladoras debe doblar bastante. No hay duda de que lo mejor es la silla. Ahora está en la silla. Matías la vigila para que no se levante a ayudar. Llevan las ametralladoras por piezas a las trincheras y las montan. El comandante va diciendo: «Ésta, aquí; ésta, allí», y los tenientes, sargentos y cabos hacen cumplir sus órdenes, aunque no siempre, pues también les oigo cuando se ha ido el comandante: «Nada de aquí, esta ametralladora se pone donde a mí me sale de los cojones».

Y a lo lejos, en otras alturas de las peñas de Aranguio, hay un batallón nacionalista. Nos saludamos, ellos agitando dos ikurriñas y nosotros una ikurriña y otra bandera roja y negra.

A las siete todo el mundo está en su sitio, todo el mundo sabe lo que ocurrirá a las siete. Los milicianos, enterrados en las trincheras bajo una cubierta de ramaje. Las charlas se van callando según se acerca la hora. Ella, Matías y yo estamos en la misma trinchera pero con cuatro milicianos entre ellos y yo. Si nos encogemos no es porque, puestos de pie, asomaríamos la cabeza sino porque el miedo encoge. «¡Dios!», digo de pronto y salgo de la trinchera y busco una barra de barrenar que vi antes y voy con ella hasta el final de la trinchera y digo a los milicianos que se corran a un lado y salto al fondo y empiezo a abrir un agujero en la parte baja de la pared del costado. Barreno de rodillas, la tierra no es dura. Que no tropiece con peña. Que no empiecen aún los obuses. Saco hacia atrás con las manos la tierra removida y la voy dejando a mi espalda. El hueco es para una persona, no tumbada a lo largo sino encogida. Y una persona no grande. «Que alguien llame a Matías Urondo, que venga», digo. Viene. Le hago saltar a la trinchera y le enseño el agujero. Nos miramos. Silba y desaparece. Mientras vienen ella, Matías, los obuses y las bombas, lleno varios sacos con la tierra sacada y los pongo de parapeto de la trinchera. «¿Qué vas a meter ahí, aldeano?», me dicen. Ahí llegan ella y Matías por la trinchera colándose entre los milicianos y la pared. Salto fuera para no estorbar lo que tienen que hacer. No miro. Ella tampoco.

El primer obús ha caído entre los comunistas de abajo y nosotros. Los siguientes van buscando sus sitios y sus sitios son tres: las posiciones nacionalistas, las comunistas y las nuestras. Silban obuses sobre nuestras cabezas y explotan lejos a nuestra espalda, otros quedan cortos y explotan delante y otros no pasan de las posiciones comunistas. Los nacionalistas tienen también a proa a los comunistas y les pasará lo mismo con los obuses, que es posible seguirlos en su vuelo por su silbido, es como si cantaran pájaros. Hasta que los silbidos que pasan sobre nuestras cabezas van en otra dirección y pasan después sobre los comunistas y explotan…, ¿dónde? ¡Explotan en las líneas fascistas!

—¡Victoria! ¡Victoria! —oigo gritar a los anarquistas en todas las trincheras.

—¡La revolución ha sacado sus cañones! —la oigo a ella.

Ha salido de su agujero y salta y abraza a Matías. Los obuses de enfrente cada vez caen con más puntería y ella vuelve a su agujero. Un obús cae en una trinchera: gritos de dolor, blasfemias, lamentos y amenazas. «¡Camilleros, camilleros!», oigo. Ahora los obuses tienen ojos y nos ven y vienen derechos. Y como nuestros cañones siguen disparando pienso que un obús de un lado y otro del otro chocarán encima y caerán sobre nuestras cabezas como un regalo doble. La tierra tiembla y salta y regresa como granizo sucio. No se puede más que agachar la cabeza y cubrirla con un casco, el que lo tenga. Ella sí lo tiene. Cada poco, Matías deja de respirar como un asmático y le dice: «¿Estás bien?» y a ella se le oye un gritito de coneja. Me quedo sordo y abro la boca. Si ella se queda sorda no podrá decir que está bien. Miro los labios de Matías. No se mueven en mucho tiempo. Ahora veo que su pie toca el pie de ella que sale del agujero y se mueve al ser tocado. De modo que no oiré sino que miraré.

Nos enteramos que los tenemos encima cuando los tenemos encima y nos sueltan sus primeras cacas.

—¡Malditos hijos de puta! —oigo a Matías.

Me gustaría decirle que no le oyen. Miramos todos hacia arriba cuando los trimotores dan la primera pasada. Reparten para los tres batallones. Entre trueno y trueno oigo disparos de fusil y Matías quiere saltar de la trinchera para disparar mejor contra los cazas que han empezado a peinarnos, pero tiro de su chaquetón y lo bajo.

Parece que los comunistas se están llevando el peor castigo en la última hora, y así sigue la cosa hasta el mediodía, hasta que el cielo y la tierra quedan en silencio y nos acordamos de respirar. Al otro lado de Matías ella sale de su agujero.

—¿Estás bien? —dice Matías.

—¿Y tú?…, ¿y vosotros? —dice ella.

Miro a un lado y a otro y veo a la gente desenterrarse de donde había unas trincheras o de donde los dejaron caer los ventarrones de los obuses y las bombas. Los camilleros empiezan a recoger heridos para bajarlos a las ambulancias que los llevarán a los hospitales de Bilbao. Los muertos se quedan aquí enterrados en los bosques de pinos. Camilleros y enterradores necesitan más brazos y yo voy con los enterradores por no marchar al viaje de varias horas de ida y vuelta por la carretera. Matías viene conmigo. «Cuidado», le digo y vuelve la cabeza y la ve a ella con una pala en la mano. Se la quita, desentierra la silla tirando de la pata que sobresale y la sienta a la sombra de un roble deslomado. He aprendido a saber cómo está ella de ánimo y de salud mirando la cara de Matías, así que yo casi sabía que me va a decir que «no parece la misma últimamente».

—Hay que sacar a alguien de aquí —digo.

—Sí, sí, pero… ¿cómo?

—En camilla.

—¿En camilla?

—Hay heridas que no sangran pero abultan —digo.

—O en mulo —dice Matías.

—Si queda alguno vivo.

Puedo ver lo cambiadas que están las peñas de Aranguio, las han rebajado como si fueran de azúcar. A la tierra y a las piedras que ahora están a la vista nunca les había dado el sol ni la lluvia ni el viento, porque acaban de salir de abajo. Veo a milicianos abriendo nuevas trincheras. ¿Quiero o no quiero sacar a ella de aquí? La otra ella también hizo preñada la revolución. Se oyen ametralladoras a lo lejos.

—¡Los comunistas rechazan un ataque! —oigo.

Todos nos ponemos a mirar. Se ven muy pequeños a los comunistas disparando con fùria ametralladoras y fusiles desde las greñas de un terreno puesto patas arriba. Más lejos aún, avanzan contra ellos rebaños de hormigas falangistas.

—Que aguanten —dice alguien.

—¡Los que queden acabarán con esos fascistas! —dice ella arreglándose el pelo.

Hago una seña a Matías y la sienta en la silla. La brisa nos trae a veces los insultos y las palabrotas que se echan unos a otros y tan gordos que los que mueran irán de cabeza al infierno.

—¡El enemigo retrocede! ¡Vivan los comunistas! —grita ella.

Llegan corriendo tres mujeres y todas se abrazan. Docenas de manos quieren cogerle los prismáticos al comandante y al teniente para ver cómo corren con el rabo entre piernas los fascistas que han quedado vivos. El combate ha durado una hora. Desde las posiciones de los nacionalistas se lanzan varios cohetes. ¿Para qué han traído cohetes a la guerra?

—¡Seguid cavando trincheras, la función sigue! —dice el comandante.

Se cogen a regañadientes picos y palas porque se piensa que nadie volverá a molestarnos por hoy. Se echan tragos de vino de las cantimploras. El comandante dice «Ahí vienen» mirando por sus prismáticos. Es otra nube de trimotores con cazas defendiéndoles no sé de quién.

—¿Dónde están nuestros aviones? —se oyen a unos y a otros.

Sí, ¿dónde están? ¿Es que los de Madrid no saben lo que está pasando aquí? A mi alrededor las trincheras han desaparecido y así estarán las otras que no veo del largo frente anarquista. Con el ruido de los motores cada vez más cerca nos ponemos a cavar agujeros para una persona, agujeros de animal. La tierra está suelta y no es difícil. Los primeros truenos vienen de la parte de los comunistas. Los trimotores dan vueltas sobre ellos machacándolos. Nosotros podemos seguir cavando agujeros, cavando y mirando el bombardeo como desde una tribuna del fútbol. Sólo algún trimotor se olvida de los comunistas y la toma con nosotros, pero antes de que aparezca el primero yo ya he hecho una seña a Matías para que la tumbe a ella en el agujero que acabo de terminar. Hay nuevos bosques ardiendo y otros en los que no han prendido las bombas incendiarias y algunos anarquistas corren a estos bosques a esconderse. Matías viene a decirme que es una buena idea y creo que tiene razón, ella podría sentarse en su silla a la sombra de los pinos.

—¡Nada de cobardías! ¿Quién estará en las trincheras cuando nos ataquen? —dice ella desde su agujero.

No hay modo de que Matías la convenza.

Y, mientras, olas de trimotores vaciando sus tripas sobre los comunistas. A nosotros nos viene alguno, sobre todo algún caza para decirnos que no nos olvidan, que nos llegará el turno.

Los anarquistas salen de los bosques y se tumban sobre las trincheras que no hay. Y miran. Porque ha empezado la segunda parte, el ejército de tierra de Franco vuelve a atacar a los comunistas creyendo que allí no quedará ninguno…, pero les vemos salir de debajo de la tierra como escarabajos. Barren al enemigo con las ametralladoras que les quedan y con bombas de mano y fuego de fusilería. No dan un paso atrás. A las cuatro todo queda en silencio. Los fascistas han recibido lo suyo y corren.

—Hay que reconocer que esos comunistas se ganan cada día el honor de ser batallones de choque —dice el comandante.

—Hacen bien la guerra para luego conseguir una mayor tajada en la paz —dice el comandante.

Nuestros milicianos vitorean a los comunistas y de las posiciones nacionalistas salen más cohetes. Comemos sardinas en lata con pan duro y un trago de vino, y enseguida la gente se pone a abrir trincheras sin que se lo manden bajo un sol que no calienta. ¿Volverán o no los trimotores? Se cruzan apuestas. Yo pienso que sí volverán, quedan horas de luz. La gente le pega duro a la tierra y las trincheras van para abajo. ¡Otra vez el ronquido de los cielos! Para hacer pronto lo que quiero hacer pico sólo para abrir un agujero donde meter la silla. Atravieso un techo de cinco troncos sobre la trinchera y lo cubro con tres capas de sacos de tierra. Los trimotores y los cazas ya les están dando otra vez a los comunistas.

—Aldeano, a lo mejor resulta un error no haberte encargado a ti el Cinturón de Hierro —dice el comandante.

Se me queda mirando con curiosidad y dice:

—Tú no eres anarquista.

Me tira de la lengua, quiere saber qué hago aquí y qué hago junto a ella y Matías Urondo.

—Yo no soy anarquista, soy de Getxo —le digo.

Mientras se abren trincheras se mira la paliza que les están dando a esos de abajo. Meto la silla en el fondo del agujero y hago una seña a Matías. Pero ella no quiere bajar a sentarse, quiere ver el bombardeo. Aparta a manotazos las manos de Matías. «¡Déjame en paz, no soy una lisiada!», le dice. Está de más de siete meses. Esto acaba sin que tengamos visitas y los pajarracos se van. Un humo negro cubre las posiciones comunistas. ¿Hay alguien vivo debajo? Ahora es cuando la gente deja de darle a los picos y a las palas y sólo mira. La nube negra parece clavada al suelo.

—¡Os quiero, hermanos! —grita ella con todas sus fuerzas haciendo bocina con las manos.

Por fin se va la nube. El comandante mira con sus prismáticos y dice:

—Ahí todo parece muerto.

Ella se mueve de un lado a otro. Habrá que sacar la silla de la trinchera.

—¡Necesitan ayuda! —dice.

—Todos necesitamos ayuda —dice el teniente.

—Nos acercaremos por la noche —dice el comandante.

El batallón espera en las nuevas trincheras y Matías no ha conseguido que ella espere en la silla. Los próximos seremos nosotros. Aparecen a lo lejos los rebaños de hormigas falangistas. Avanzan en largas filas separadas, unas detrás de otras, y nadie les para. Por el contrario, son los fascistas los que sueltan tiros. ¿Qué ocurre ahora? ¡También disparan los comunistas! Quedaban escarabajos vivos. Los anarquistas lanzan hurras y vivas y ella la que más. Saco la silla y se la pongo a Matías en las manos. «¿A ti nunca se te ocurre nada?», le digo en la oreja. Pero es imposible sentar a un muelle. Recorro las trincheras sacando a las primeras cuatro mujeres que encuentro.

—Alguna de vosotras tendrá que bajar a la retaguardia —les digo.

—¿Quién lo manda?, ¿tú?, ¿otro machista? —dicen.

—Lo manda la criatura que alguien va a parir antes de tiempo —digo.

—¿Por qué sabes que va a parir nuestra preñada?

—Porque tiene el baile de San Vito —digo.

La convencen para que se siente en la silla. El tiroteo de los comunistas no es tan fuerte como en los dos fregados anteriores y caen menos hormigas fascistas.

—Perderán la posición —dice el comandante mirando con sus prismáticos.

Ella se pone en pie.

—¡No debemos permitirlo! —dice.

Ahora sólo se oye una ametralladora. Ahora sólo disparos de fusil. Ahora nada.

—Hasta el último cartucho —dice el comandante.

—¡Vayamos en su ayuda! —dice una mujer.

—La posición ya está perdida, se trataría de reconquistarla…, y aún es de día —dice el comandante.

Hay que rodear a las mujeres para que no se lancen monte abajo con sus fusiles, pistolas y bombas de mano. De allí abajo nos llegan voces, no tiros. Ahora también tiros.

—Están matando a los prisioneros —dice el comandante detrás de sus prismáticos.

La noche es el día en nuestro bando, las únicas horas en que somos personas. Por la espalda de los Aranguios nos suben avituallamientos y munición, aunque sólo hemos disparado a los cazas. Nos traen noticias de que el Gorbea, perdido ayer, se ha recuperado hoy. «Pues nosotros no vamos a ser menos», dicen los anarquistas. La primera parte de la noche se la pasan llamando a gritos a los fascistas asesinos, cabrones, hijoputas, y ellos nos gritan a nosotros rojoseparatistas de la gran puta. Me siento a comer en el suelo a pocos metros de ella para ver si come. Está en su silla y come sin darse cuenta de que come. En mi vida he visto una cara tan triste. Matías está sentado a sus pies. —Que nadie los olvide —dice ella con el último bocado. El comandante está recorriendo el frente con algunos tenientes y sargentos y al pasar por donde estamos dice:

—Nadie los olvidará, mujer. A dormir unas horas, que después atacaremos.

Me despierta a las cuatro una voz en la oreja y yo también llamo a otro en la oreja. A mi derecha unos se ponen en pie y otros empiezan a desperezarse, y a mi izquierda otros siguen la rueda de llamar a los siguientes en la oreja, y despacio y en silencio el batallón se prepara. Vamos a atacar las posiciones perdidas ayer por los comunistas, aunque no sé cómo se puede perder algo estando muerto. Se acerca un miliciano cargado con un garrafón del que va echando raciones en las cantimploras.

—Saltaparapetos —me dicen.

—¿Saltaparapetos? —digo.

—Con el cuerpo ardiendo se quita el miedo —dice Matías.

—No es malo tener miedo a algo —digo.

—Con miedo nadie saltaría de la trinchera —dice Matías.

—Yo mi tierra no la defiendo borracho —digo.

Al volverme veo sin querer que ella me está mirando cuando no me quería mirar y mira a otra parte.

—A veces hay que confiar más en ese brebaje que en la fe anarquista —la oigo.

Ella y yo somos los únicos que no bebemos.

Los nacionalistas de allá van a atacar a la misma hora que nosotros. Los jefes nos dicen que avancemos en silencio y sobre todo en línea para que en la oscuridad nadie pegue a otro un tiro en el culo.

—Los de Getxo tenéis fama de buenos cazadores. Toma —me dice un sargento dándome dos cajas de balas.

Ella de ningún modo debe venir. La veo lista para entrar en combate y no debe dar un paso más. Agarro a Matías y me lo llevo aparte.

—No sólo es una mujer sino que está preñada —digo.

—Le hablo y está sorda. Si tú le hablaras… Pero, claro, tú no estás aquí —dice Matías.

—¡Hablar, hablar, hay cosas que no hay que hablar! ¿Qué batallón es éste que no manda a las mujeres a la retaguardia? Los anarquistas no tenéis sustancia —digo.

La otra ella no tiraba tiros para hacer la revolución, se subía a un cajón y hablaba. Las mujeres de aquellos mineros escondían bajo sus faldas o en un tiesto alguna pistola para dársela a sus hombres, porque los tiros los tiraban ellos. Pero estas anarquistas llevan fusil, pistolón y cuantas bombas de mano les caben en los bolsillos, no para los hombres sino para ellas. Y los hombres callando, Matías callando.

Busco al comandante y le digo:

—Manda que esa mujer que está de siete meses no venga con nosotros. La atas a un árbol si hace falta, que para eso eres el jefe.

—¡No me jodas, aldeano, como si no tuviera otra cosa en que pensar! —dice bufando.

El batallón sale de las trincheras y sus botazas procuran no hacer ruido en las piedras. Ella y Matías van juntos y yo voy junto a él, aunque quisiera ir de escudo delante de ella. Me pongo a avanzar delante de ella. Nadie habla. Avanzamos doblados por la cintura. Tuerzo el cuello y miro de reojo y la veo a ella doblada también por la cintura. ¿Cómo se las arregla estando de siete meses? ¿Doblará también a mi nieto?

La silla. Alguna vez pararemos, si antes no nos matan, y entonces ella deberá sentarse, no en cualquier sitio, no en el suelo o en una piedra, nadie se sienta en el suelo si tiene una silla a mano, y menos una preñada. Doy la vuelta y me cruzo con el batallón que sigue su marcha. Oigo: «¿Nos dejas, abuelo?». Desando y busco la silla en el fondo de la trinchera. Con un trozo de cuerda ato a mi cintura la parte alta del respaldo y la silla queda colgada a mi costado y así tengo las manos libres para la guerra. Doy alcance al batallón y ya estoy marchando delante de ella y me agacho como todos.

La noche es demasiado oscura para saber si estamos cerca del enemigo, pero el enemigo tampoco sabrá si nosotros estamos cerca de él. Nubes de balas silban sobre nuestras cabezas, algunas no silban y dan en cuerpos que caen como fardos. ¡Todos al suelo! Buscamos parapetos y agujeros en la tierra y elijo un puesto delante de ella. Todos disparan, yo también disparo, de noche no se sabe si se da o no se da. Todavía no he disparado de día. Los anarquistas llaman cabrones, asesinos y meapilas a los de enfrente y ellos nos mandan lo de rojoseparatistas de la mierda y herejes.

—¡Adelante! ¡Adelante! —oigo a un teniente y a un sargento.

Avanzamos arrastrándonos como culebras y sin dejar de disparar. La silla sigue en mi espalda. Se me acerca Matías.

—Dice que dispara con miedo de dar a un bulto que siempre tiene delante —dice.

Hago como que no le oigo y sigo disparando. Él también dispara a mi lado. Cada vez se oyen más cerca los tiros de los de enfrente y sus bombas de mano ya no caen tan lejos de nosotros. Estoy cercado por gritos de dolor. Los «¡Adelante! ¡Adelante!» se cambian por «¡A la carga! ¡A la carga!» y no sé qué hay que hacer, nunca he estado en una guerra. El primer grito que oigo es el de ella, algo así como «¡Yaaaaa…!», y ahora grita lo mismo o parecido todo el batallón y los milicianos se ponen en pie y echan a correr. Grito «¡Matías!», pero ella ya ha pasado como una flecha a mi lado con Matías detrás. ¡Los van a matar, los van a matar a todos! Pero ocurre que de pronto ya no hay más disparos de los de enfrente. Me levanto y corro hasta Matías.

—¿Dónde están los fascistas? —digo.

—¡Corren como ratas! ¡Somos la hostia! —dice.