Asier Altube

El suspense concluyó el 25 de septiembre, cuando el Partido Nacionalista Vasco entró en el Gobierno de la República a cambio de la concesión de la Autonomía, y el 1 de octubre las Cortes otorgaban a Euskadi el Estatuto. Un poder autonómico nada del otro mundo, pero sus breves cinco títulos, catorce artículos y cuatro disposiciones transitorias permitían la instauración del primer Gobierno vasco de la historia.

En alguna ocasión pregunté a don Manuel si el PNV se habría decantado por la rebelión si los militares le hubiesen ofrecido lo mismo.

—Debo admitir que Mola, Franco o quien fuera no habrían perdido el tiempo tentando a republicanos, socialistas, comunistas, anarquistas y cenetistas, incluso a Acción Nacionalista Vasca, como lo hicieron con el PNV a través de un clero que le recordó su catolicismo común. Pero los militares, a cambio de la neutralidad, sólo ofrecían cierta benevolencia en la represión. Sabía la República que Euskadi no resistiría sin los nacionalistas y precipitó la concesión del Estatuto.

—Que era tema parlamentario desde años antes de la Guerra…

—Cierto, cierto… Aunque estaba estancado… ¿Por qué elucubrar sobre la alianza PNV-militares, que no se produjo? El PNV es básicamente democrático y se trataba de una guerra entre democracia y fascismo.

—Sin olvidar la más que posible traición a ese hipotético pacto PNV-generalotes por parte de unos ensoberbecidos militares triunfadores…

—La verdad es que nos tenían ganas.

Una mayoría de concejales nacionalistas eligió presidente del nuevo Gobierno a José Antonio Aguirre. El 7 de octubre, la plana mayor del PNV comulgó en la basílica de la Virgen de Begoña, la venerada Amatxo, y, en el mismo escenario, el nuevo presidente juró fidelidad a su fe. La otra fidelidad, inseparable, la de su cargo, la juró el mismo día en Gernika.

—Todo muy rápido, el estruendo del frente ya sonaba en la distancia —ambientaba don Manuel.

Una escueta ceremonia, pues, al pie del viejo Árbol de las libertades vascas, las mismas palabras que en el pasado musicalizaron otras rúbricas de libertad: «Ante Dios, humillado, en pie sobre la tierra vasca. Con el recuerdo de los antepasados. Bajo el Árbol de Gernika…». Un gran logro histórico oscurecido por la fórmula, como si todo el proceso no hubiera tenido otro fin que el de justificar, una vez más, esas palabras pronunciadas bajo aquella sombra milenaria.

Me contó don Manuel:

—Pude haber estado allí, como tantos otros. Hube de reprimir los fuertes deseos de desplazarme a Gernika. Fue un combate contra mi propia fe vasquista, un esfuerzo más por equilibrarla con la razón. Bueno, el caso es que no tomé el tranvía, y así perdí el conocer mi nivel de objetividad de entonces. Supongo que la razón habría salido malparada, porque, sí, fue una ceremonia para llorar. Era un gran tranco hacia la libertad. No era, por supuesto, la ingenua y selvática libertad que nos restregaron por las narices aquellas llamas de 1907. Sólo a través de sus respectivas lejanías emparentaban las dos libertades. Pero allí estuvieron las palabras del presidente conmoviendo nuestros higadillos…

—¿También los suyos?

—También. ¿Qué te creías?… Intento guardar, junto a la razón, nuestras incontinentes honduras…, quizá lo más aprovechable de nosotros.

Para el mundo nacionalista, que entonces era el mío, la Guerra comenzó aquel 1 de octubre, aunque nadie se propuso olvidar los setenta y tantos días precedentes transcurridos desde el levantamiento militar —vividos como un pulso con Madrid que mereció la pena— y que tuvieron todo el color de un suspense. El mundo nacionalista puso en marcha su gran potencial, nos envolvió una cuantificación de las nuevas señales y ya nadie dudó no sólo de la existencia de la Guerra sino de que había que aprender a nadar en ella. Una de mis primeras preocupaciones, ya dije, fue la señorita Mercedes, si dispondría de capacidad para protegerla un inválido atado a sus muletas. Tal papel de caballero andante le correspondía a don Manuel, su novio fluctuante, pues la Guerra había sorprendido su noviazgo en uno de sus entreactos, que Getxo tomaba por rupturas definitivas, no yo, que sabía que habían de relacionarse a diario en la escuela y cómo me compartían en sus clases a domicilio. Y, al menospreciar esas rupturas, nunca llegué a ver desamparada del todo a la señorita Mercedes.

Me tranquilicé pensando que había dos maneras de ser caballero andante: o marchando al frente de batalla para mantener alejado del pueblo al enemigo, o permanecer junto a la dama y defenderla si éste avanzaba. Deteniéndonos en don Manuel y en mí, resultaba diáfano a quién le correspondía un papel y a quién el otro. Es por ello que me llené de confusión al ver que los batallones partían al frente y él no se alistaba en ninguno. ¿Cobardía? Entonces, quizá no fueran cosa distinta sus espantadas ante la novia. Aunque la última ruptura, la de 1934, la decidiera ella, en realidad él la promovió con su actitud petrificada. ¿A quién podía asustar la incomparable señorita Mercedes, aquel ángel que no nos merecíamos en Getxo? La vi por primera vez en octubre de 1929, a su incorporación a la escuela, un buen momento para empezar a amarla. Pero no fue así. Mis confusos siete años pudieron haber estallado en una repentina madurez si toda mi persona, siquiera una parte, hubiese entrevisto el significado de la primera ruptura, que se produjo entonces: apetitoso reclamo para cualquier caballero andante el que ofrecía aquella muchacha abandonada que apenas rebasaba la veintena. Pero los caballeros andantes no suelen tener siete años. Hube de esperar cuatro más. En el invierno de 1933, los maestros reanudaron su noviazgo. Por lo demás, todo siguió igual: la señorita Mercedes ocupándose de sus alumnas y pasando y repasando ante mis ojos ciegos. Hasta que, de pronto, detuve su imagen, la fijé, la vi, la amé en el momento menos propicio, cuando ella volvía a tener caballero. Es que lo nuestro nunca fue rivalidad entre machos o resignación por mi parte. Mi enamoramiento fue, quizá, la guinda que rizó el rizo de nuestra futura santísima trinidad, y cabe que esta santísima trinidad naciera en ese instante y no en 1938 (22 de noviembre, jueves, siete de la tarde, aula de los chicos, sexto pupitre de la séptima fila), al producirse la gran eclosión que lanzaría a tres víctimas a un cosmos sin límites.

Al enamorarme de la señorita Mercedes no me enamoré sólo de ella, fue como mi visto bueno a la elección hecha por el maestro, algo así como compartir con él una zona más del mundo —de su mundo— que incesantemente me abría. Aunque, también, al enamorarme de la señorita Mercedes me enamoré expresamente de la señorita Mercedes. No perdía ocasión de verla en la escuela, si bien mucho más me gustaba verla en mis sueños. Me pellizcaba en la cama antes de dormirme para retrasar la llegada del sueño, pues nada me garantizaba que soñaría con ella y, en cambio, pensar sí que podía hacerlo despierto en cualquier ocasión del día con sólo cerrar los ojos. Cuando, en 1934, se produjo la segunda separación, yo llevaba un año viviendo para la maestra. No era fácil, desde fuera, advertir el paso del noviazgo al no noviazgo. Al dar sus clases en el mismo centro, la relación laboral proseguía intacta, consultándose problemas, intercambiando los saludos de llegada y de salida, incluso paseando juntos por el patio del recreo. Lo que sí faltaban eran los acompañamientos del maestro desde la escuela hasta la casa de la maestra y los paseos domingueros de la pareja por los escenarios habituales de los novios, pero como eran comportamientos no sujetos a una regularidad, sólo los aguiluchos profesionales detectaron el cambio. Yo fui de los más cegatos, pues en aquel año 34 el tractor de mis primos Eladio y Leonardo descalabró mis pies y me sentí rifado entre los dos maestros para mis clases en Altubena.

Confié en que el estallido en Getxo nada menos que de una guerra nos trajera a otro don Manuel, pero todo pareció trastocarse menos él, aunque muchos hombres no empezaron a empuñar las armas hasta el bombardeo de Otxandiano, en el cuarto día. Los partidos abrían en Bilbao oficinas de reclutamiento y organizaron sus patrullas particulares armadas con escopetas de caza y algunos fusiles y pistolas procedentes de armerías y cuarteles. En esta pasión antifascista que se precipitó a cortar el paso al enemigo en montes y valles, no participó el PNV, cuyos gudaris únicamente ejercieron labores de vigilancia y de orden en la retaguardia, ayudando a la Junta de Defensa, presidida por el gobernador de Vizcaya, a frenar los excesos de los radicales del Frente Popular. El propio don Manuel llegaría a reconocer que el gran miedo del PNV en esas horas fue a la revolución: se desentendió de la Guerra —el suspense de dos meses y medio— y se dedicó a impedir todo intento de sustituir el viejo régimen por la democracia del proletariado, o la dictadura, nadie sabía. Mientras carlistas y militares reprimían sangrientamente a la izquierda en las provincias de Álava y Navarra, mi hermano Marcos se alistaba en la sede del PNV —mi otro hermano, Esteban, lo haría a primeros de agosto, al arribo de su barco a Bilbao—, y lo mismo Pelayo, Felipe y Poncio, hijos del tío Roque y de Magda o Madia; y los Jáuregui, Bruno, Cosme e Ismael —los dos últimos acabarían de topos en su Jáuregui—; y tantos otros. Esta ingente juventud nacionalista fue reservada por el PNV para un contracambio. A mediados de agosto creó el Eusko Gudarostea, y grupos de este ejército vasco se enfrentaron al enemigo en el interior de Guipuzkoa, con tan poco ánimo que retrocedieron sin apenas ofrecer resistencia. Por el contrario, las milicias del Frente Popular defendían fieramente la frontera con Francia. Por primera vez intervino masivamente la aviación rebelde, decidiendo las batallas, una constante hasta el final de la guerra. El 5 de agosto cayó Irún, y el 13 de septiembre San Sebastián, siendo frenado el avance enemigo en la frontera con Vizcaya y estabilizándose el frente.

Por entonces, los Altube supimos algo más de Aurelio a través de don Manuel. Una mañana, lo vio desde su ventana haciéndole señas en la calle. Le habría pedido que subiera, pero su madre vivía una guerra muy personal, sacando interpretaciones apocalípticas de los hechos más nimios, y en la visita de Aurelio podría ver el aviso de una leva de soldados.

—Bajo por cerillas —le mintió don Manuel.

—No fumas. ¿Qué vas a incendiar? —gimió Agustina.

Las primeras palabras de Aurelio contenían ya mucha excitación:

—La casa no puede quedar sin protección y cualquier día empezarán a llamar reemplazos.

—¿Qué años tienes?

—Treinta y tres.

—Diez menos que yo.

—Si no fuera por ella ya me habría alistado voluntario.

—Supongo que habrá que acabar yendo, de una forma u otra —dijo don Manuel.

—¿Me comprende? No puedo abandonar la casa, nadie sabe qué peligros…

—La palabra que diste a Efrén no contemplaba una guerra, y si una guerra no es capaz de introducir nuevas leyes, reventando las antiguas… Si una guerra no puede liberar a un inocente de una promesa exigida bajo alguna presión innoble… —protestó don Manuel con desacostumbrada dureza.

—No se trata de aquella palabra o promesa, sino de ella. ¿Es que no se lo dije? Ella, Ángela. Se lo confesé a usted.

Don Manuel medio estalló:

—¡Todo entró en el mismo saco: Cándido, el Galeón, Efrén, Ángela, Ella, toda la tribu! Roto el saco, ¡a la porra su maldito contenido!

Lanzó un suspiro y preguntó con desesperanza:

¿Qué puedo hacer yo? ¿Te parece que me clave a la puerta de ese castillo con la escopeta de caza que no tengo?

—Cristina —dijo Aurelio.

—¿Cómo? ¿Cristina? —exclamó don Manuel.

—Cristina y la Ertzantza. Aceptaron a su hijo Moisés y necesito que a mí también me acepten, por dos razones: no iría al frente, mis ausencias de casa serían cortas y próximas, y pertenecería a un cuerpo con la función de mantener el orden y proteger a las personas. Precisamente lo que pretendo.

—¿Por qué, sin más, no solicitas el ingreso? ¿Lo has intentado? ¿Para qué demonios necesitas a la Oiaindia para entrar en la Ertzantza? Eres un Altube, ¿qué mejor aval?

—Este Altube no da la talla de uno ochenta que exigen.

Confesaba don Manuel que le aturdió la noticia. Su problema consistió en tratar de deglutir lo antes posible aquel impertinente bolo, no asumirlo, ni siquiera digerirlo, pues ya tenía digerido y asumido que existieran inpiduos bajitos en la vieja raza, ni siquiera sufrió nunca por ello. Se trataba de cerrar los ojos y vivir instalado en el mito en el que no creía, por la infantil satisfacción de soñar en algo en lo que no creía, hasta que llegaba un choque como el de aquel Altube que no alcanzaba el metro ochenta… No obstante, preguntó:

—¿Seguro que tienes menos de uno ochenta?

—Me he tallado —aseguró Aurelio.

—Supongo que descalzo…

—Así es como se hace.

—Estoy seguro de que rebasarías esa medida calzado.

—Con tacones de más de cinco centímetros.

—Qué barbaridad, nada menos que cinco centímetros —mormojeó don Manuel—. Bien, bien, pero te advierto que Cristina no está especializada en enchufar enanos. El caso de Moisés era distinto, absolutamente distinto, un caso muy especial.

—Mi caso sólo tiene cinco centímetros de grave. ¿Cuántos centímetros de grave tiene la locura de Moisés?

—Loco, loco… Que yo sepa, sus misiones aún no han destruido a la Ertzantza… Bueno, veamos, uno ochenta… ¿Y por qué no tu propio padre? Cristina le quiere mucho, es uno de sus emblemas, gracias a ella, Roque y familia, tu gente, habitan Basaon, regresaron a la tierra.

Don Manuel quedó a la espera de una respuesta, una frase, alguna palabra, cuatro, dos, que maquillaran mínimamente el feo enchufismo que le proponía. Y eso no era todo, ni siquiera lo peor. Se atrevió a comentar, ante el silencio del otro:

—Ten por cierto que Cristina llegará hasta el fondo, en el que no sólo está Ángela, sino también Ella y Efrén como persistentes depredadores de cuanto emane de nosotros. Y Cándido, que también se beneficiaría. ¡La Ertzantza protegiendo sus bienes! ¿No es pedirle a Cristina demasiado? ¿Y a cambio de qué?, ¿acaso de la esperanza de seguir manteniendo el cordón umbilical entre el Galeón y Getxo que tú representas? La despreciable pregunta es: ¿podría Getxo arreglárselas sin ti, sobrevivir malamente resignado a no conocer la parcela de nuestra historia que transcurre tras los muros de ese castro de oro? Getxo sigue confiando en que tu larga convivencia con ellos no acabe convirtiéndote en uno de ellos… Y, ahora que caigo, muy delicada de tu parte la sutileza sobreentendida de hacer que la responsabilidad no caiga sobre esta o aquella persona —en este caso, Cristina y yo mismo, tus elegidos—, sino en ese absoluto que denominaríamos flaqueza comunal, esa curiosidad colectiva caritativamente dispersa entre todos, tocando a casi nadie por cabeza.

Acudieron ambos al solar de los Oiaindia, aunque Aurelio advirtió que no hablaría. Don Manuel gruñó:

—Oh, sí, no necesitas hablar para salirte con la tuya. Admiro tu facultad de iluminar las mentes de los demás simplemente emitiendo ondas… A un padre se le perdona cuanto haga por su hijo, pero yo no soy tu padre. Tendrás que hablar, lo lamento. A mí me falta la moral y me limitaré a secundarte.

Ninguno de los dos había pisado antes la casona, a pesar de pertenecer al paisaje de sus vidas. Con sus casi ochenta años, Cristina rechazó la ayuda de una sirvienta para bajar las escaleras apoyándose sólo en su bastón. Una persona joven no habría alcanzado el hall tan pronto, o esa impresión recibieron los visitantes al empezar a oír su voz antes de verla:

—¡Qué sorpresa, don Manuel! Espero que no le traiga aquí ninguna barbaridad nueva. ¡Jesús, qué tiempos!

—Buenas tardes, doña Cristina —saludó don Manuel con la boina en las manos.

—¿Ha visto usted la magnífica juventud que tenemos? ¿Cómo acabará todo esto?… ¿Quién le acompaña?, ¿le conozco?

Llegó una voz desde lo alto de la escalera:

—¡Ama, me casaré con uniforme!

Estaban en el salón. Cristina dijo: «Sentaos, yo también me siento», y se sentaron los tres en sillones frente a la gran chimenea encendida. Era noviembre y Cristina se abrigaba con un chaquetón de gruesa lana gris cerrado hasta el cuello. Su peinado era escueto, con moño y sin apenas canas. Lucía a la altura del corazón la cruz de San Andrés. Todavía alta y tiesa, conservaba rastros del brío que le caracterizó en sus mejores años de mujer de empuje.

—Éste es Aurelio, el hijo de Roque Altube —dijo don Manuel.

—Ah, Roque, Roque Altube, el bueno de Roque —exclamó Cristina—. Nunca dejé de depositar en él mi confianza, ni cuando, hace muchos años, al muy tontusco le dio por juguetear con aquel sindicato socialista. ¡Qué cuadrilla de locos! ¿Por qué lo hizo?, ¿quién le engañó? ¡El, un chico de tanto fuste! Hoy es el día que sigo sin entenderlo.

—Sí, fue realmente curioso —comentó don Manuel.

—¡Le manipularon, estoy segura! Y todos sabemos quién. ¡Pobre inocente! Pero la verdad siempre triunfa —sentenció Cristina levantando su bastón unos centímetros del suelo.

—Éste es su hijo —repitió don Manuel.

—Sí, claro… ¿Cómo está tu padre? —preguntó Cristina.

Volvió a oírse la voz procedente de algún lugar de la casa:

—¿Sabes, ama? ¡Acabo de decidir casarme con el uniforme de la Ertzantza!

Cristina carraspeó y dijo:

—Es mi hijo Martxel.

—Ya —silbó don Manuel—, ¿Cómo está? Quiero decir…

—Está perfectamente, centrado en sus cosas. Vive la Guerra como el que más. Ni el mejor gudari hubiera capturado con tanto valor y destreza al más peligroso de nuestros enemigos… Habrá llegado a ustedes… Sucedió hace dos meses. ¡Me llenó de orgullo! —Miró atentamente a los dos hombres—. También sabrán quién era el prisionero. —Estaba segura de que lo sabían, pero no se resistió a crear un silencio de expectación—. Efrén. ¡Dios mío, Efrén! Se vio la mano del Dios de los destinos… Está a buen recaudo.

—¿Le admitieron con cincuenta y muchos años? —deslizó don Manuel por el primer resquicio.

—Aún le faltan cuatro para llegar a los sesenta —murmuró Cristina.

Don Manuel abrió más el resquicio.

—¿Por qué no un ertzaina de cincuenta y seis años? —exclamó—. ¿Qué son veinte años por encima de lo reglamentado si se es capaz de acometer acciones como…? Sólo que en el momento de darle de alta nadie lo sabía.

—Saltaba a la vista que mi hijo era más joven y fuerte que muchos jóvenes… Hace vida sana, es incansable pateando caminos y montes, la fortaleza de sus músculos es bien patente… Luis lo entendió a la primera y se olvidó del tope de los treinta y cinco años… —Cristina se volvió a Aurelio—. No te olvides de dar recuerdos a tu padre.

Si don Manuel, en un principio, quiso que fuera Aurelio quien llevara la entrevista, ahora comprendió que por ahí no avanzarían nada.

—Aurelio tiene menos de treinta y cinco años, por ahí no habría pegas —expuso—. Pero en la otra medida queda por debajo.

—¿Por debajo? —repitió Cristina.

—Mide uno setenta y cinco. Descalzo. Y para ser ertzaina exigen uno ochenta. Roque Altube no era tan eficaz como creíamos —dijo don Manuel.

A Cristina se le escapó un «¡Oh!» indescifrable.

—De manera que el hijo de Roque quiere pertenecer a nuestro Cuerpo… ¿Y por qué no, si no está lisiado o algo parecido? ¿Lo sabe Roque? ¿Por eso no ha venido él?

Don Manuel, con la boina girando entre sus dedos, tardó unos segundos en comunicárselo:

—Aurelio es el hijo de Roque que vive en el Galeón.

El nuevo «¡Oh!» de Cristina no fue más que un mero paso de aire. Los visitantes comprendieron que su memoria retrocedía hasta el año en que un hijo de Roque Altube se empleó de pupilo de Efrén, es decir, de Cándido, operación que ella repudió mientras su morbosidad no empezó a recibir noticias de aquel nido de arácnidos, procedentes de la cocina de Altubena y suministradas con cuentagotas por un Aurelio presionado. Cristina no desaprovechó la ocasión de conocer algo más de primera mano.

—Claro, tú eres aquel Aurelio… ¿Cómo se toman la Guerra… allí? —preguntó.

—Mal, como todo el mundo. Efrén está preso. No hay día que no llore su esposa.

Cristina adelantó su busto.

—¿Y esa mujer, la madre? ¿Le has visto llorar? ¿Sabe hacerlo?

—Está deshecha. Y llora. Su hijo fue de los que se salvaron de la matanza de septiembre en el Altuna Mendi. Es natural que llore —se sinceró Aurelio.

—Ella nunca lloró, nunca la vimos llorar. Don Manuel podrá confirmar lo que digo. Nunca, nunca lloró. No es humana —expuso sombríamente Cristina.

Me confesaría don Manuel que se preguntó con alarma si él mismo habría llegado a concentrar tal carga de odio. Le sorprendieron sus propias palabras:

—Esa mujer siempre amó a su hijo, cualquiera de nosotros lo pudo ver. Por tanto, sufrirá como cualquier madre… La Guerra no le perdona ni a ella.

—¡A este paso, acabaremos por perdonarle todo lo que nos ha estado haciendo desde el siglo pasado! —exclamó Cristina, mirando con recriminación a los ojos de don Manuel y sacando un pañuelito para secarse las lágrimas.

Pero en esta atmósfera tan poco propicia al asunto por el que estaban allí, la propia Cristina les anunció con una inesperada frase el comienzo de un programa: «Vuelvan dentro de siete días», revelando así la fuerte pasta de que estaba hecha y la fidelidad a sus gentes.

Regresaron puntualmente a la semana.

—Uno setenta y cinco —les comunicó Cristina—. No me entusiasma la idea de reconocer oficialmente que nuestros mocetones no son tan mocetones, pero el propio Luis reconoció que ya estaba rechazando a demasiados. Quedamos pronto de acuerdo. Su posterior consulta con Juan también fue rápida. De modo que uno setenta y cinco. Bienvenido a nuestras filas armadas.

—Gracias por la molestia —dijo don Manuel. Clavó sus ojos en los de Aurelio.

—Se lo agradezco mucho —dijo Aurelio. Pero no se detuvo ahí—: Uno setenta sería más seguro. Mi uno setenta y cinco es muy raspado, y podría ocurrir que me midieran con una regla deficiente o que el mismo día de la medición yo me hubiese cortado en exceso los callos de los pies. Quedaría más tranquilo dejándolo en uno setenta.

El asombrado don Manuel no acertó a hablar: no se esperaba aquello de una persona seria como Aurelio. Cristina parpadeó y dijo:

—¿Uno setenta? ¿No es demasiado poco para un ertzaina? ¿Qué le parece a usted, don Manuel?

Don Manuel no dejaba de mirar a Aurelio.

—¿Por qué ahora el uno setenta y no desde el principio? —gruñó.

—No riña al chico, no me importan las molestias, será el coche el que me lleve y me traiga, sólo me preocupa la conveniencia o no del uno setenta —se interpuso Cristina.

«Si a ella no le importan otros cinco centímetros menos en su juguete, ¿por qué me iban a importar a mí?», pensó don Manuel. Dijo:

—Únicamente se les mide el esqueleto.

—¿Le parece poco? ¡Estamos hablando de los huesos de un vasco! —exclamó Cristina.

—Espero que pasemos a la posteridad por algo más que por la largura de nuestra columna o nuestras patas. Las jirafas las tienen mayores —dijo don Manuel.

—Eso no es gracioso ni como broma —le censuró Cristina sin acritud—. ¿Por qué no proteger una buena imagen si la tenemos?

—No sufra usted: por la Gran Vía de Bilbao sólo desfilarán los de uno ochenta, ni siquiera los de uno setenta y cinco. Estos y los de uno setenta irán a tareas interiores —dijo don Manuel.

Cristina suspiró, tranquilizada, asegurando: «Que conste que lo hago por el bueno de Roque», y Aurelio agradeció a don Manuel su posible autoflagelación por el uno setenta.

Regresaron una semana después. Cristina había tocado las mismas teclas y conseguido el uno setenta, que en adelante sería el mínimo inamovible para optar a la Ertzantza… Aunque bien pudo quedar establecido otro inferior, de haber soportado la paciencia y el vasquismo de Cristina el nuevo ataque de Aurelio en aquella última reunión. «¿Uno sesenta y cinco?», se escandalizó. Don Manuel agarró el brazo de Aurelio, se despidió atropelladamente de la anciana y se lo llevó. No lo soltó hasta alcanzar la polvorienta carretera.

—Cándido, ¿verdad? —exclamó, furioso.

Los ojos de Aurelio le devolvieron un fulgor estático.

—Cándido, Cándido, ¡maldita sea! ¡El enano! Perfecta maniobra la tuya: te pareció excesivo pedir de entrada el uno sesenta y cinco…, ¿habría bastado?, el enano no tendrá ni el uno sesenta… Nos habrías mantenido al garete, esa pobre mujer pidiendo mi opinión a cada nueva rebaja y consultando con los del PNV y… ¿Cómo mencionar siquiera de entrada el uno sesenta y cinco, el uno sesenta o el uno cincuenta y cinco? ¡Sonaría como una bomba! De modo que lo hiciste por fases: uno setenta y cinco, uno setenta…, así hasta que la coronilla del enano alcanzara la legalidad… ¡Una cosa es ser fiel a unos amos y otra ciego!

—Ella, Ángela, lo quería así…

—Querrás decir que te lo pidió así.

—No. Yo conocía su deseo de proteger a su hijo metiéndolo en la Ertzantza.

—Y resulta que el enchufado eres tú… Bien, espero que ahora no temas ofender a esa madre introduciendo en su casa a un ertzaina de uno setenta que no es su hijo.

—Ignoro lo que ahora se le ocurrirá a ella para su Cándido de diecisiete años y pronto carne de quinta. Yo también trataré de que se me ocurra algo.

—Que sea menos descabellado… ¿Imaginas qué golpe para Cristina si llegara a saber que sus gestiones tenían el fin de salvar al nieto de Ella?… Y otra cosa: nuestro agradecimiento por habernos librado de presionar para que la edad de ingreso sea rebajada de veinticinco años a diecisiete.

—Compréndalo. Soy ahora el único hombre de esa familia.

—Está Ella, que rompe con todos los tópicos hombre/mujer.

Cuando se supo hasta dónde fue Ella capaz de llegar en defensa de lo suyo comprendimos que no permaneció ajena a las maniobras de Aurelio; simplemente, le dejó hacer. Quiero decir que, en un principio, lo que hizo fue no hacer nada, pues los diecisiete años de Cándido no representaban ningún peligro… siempre que la Guerra no se prolongara demasiado. Pero llegó 1937 y cabe que entonces empezara a maquinar algo para acortarla. «¡Y se salió con la suya, maldita sea, como se había salido con todo lo demás!», mascullaba don Manuel al recordarlo.

Tenía que saber que había empezado a construirse, a primeros de octubre, el Cinturón de Hierro, las fortificaciones concebidas para contener el avance de Franco hacia Bilbao. Quizá algún entusiasta le convenciera de su inexpugnabilidad. El Cinturón, pues, alargaría la Guerra. Y ya que ni siquiera Ella era capaz de impedir ésta, lo neutralizó. Sencillamente, redujo el Cinturón de Hierro a fosfatina. Fue otra de sus obras maestras.

¿Quién encargó el diseño y obras de aquellas fortificaciones al ingeniero Goicoechea?, ¿en qué manos estúpidas o ingenuas estaba la dirección de la Guerra? En febrero del 37, Goicoechea se pasó al enemigo con los planos del Cinturón, semanas antes del ataque franquista. «Un traidor en toda regla, Asier, de los que hacen época. ¿Hacia dónde mira el cine para elegir sus temas?».

Pero Ella se le adelantó: el experto en hormigón armado Benito Muro, que trabajaba con Goicoechea, sustrajo de la oficina técnica una copia de los planos y se fue con ellos a los militares. Quizá sólo días después, Goicoechea haría lo mismo con los originales, y es posible que sorprendiera a los de uniforme inclinados sobre el Cinturón de Benito, tratando de localizar el punto débil de aquella defensa, y entonces Goicoechea aplicaría su dedo traidor al pasillo camuflado. Sostenía don Manuel que los militares bien pudieron tomarlo como una ofensa a su capacidad de interpretar planos; habrían preferido que no existieran los que llegaron después con el folleto de instrucciones. «Además, la película más apasionante resultaría del inesperado viraje hacia la traición del experto en hormigón armado al aceptar el botín con que sería tentado por la misteriosa mujer de negro, con un velo cubriéndole el rostro, que le abordaría cierta noche oscura desde un birlocho, en vez del lineal guión sin suspense del ingeniero, en el que, desde la primera escena, ya se sabía que los planos estaban siendo elaborados para la traición… Y bien, Asier, quizá pienses que ambas abominables traiciones poseían el mismo peso específico. No es así. Sólo aparentemente parecían iguales, pero en la sombra de una de las dos maniobró Ella, añadiéndole unos grados más de algo…, ¿de traición?, ¿una traición sumándose a la otra?, ¿dos traiciones superpuestas ganando por dos a uno a la otra, la tercera traición solitaria?… No, no. Esos grados más de algo en ningún caso fueron de traición, pues Ella, Asier, no nos traicionó, no hizo nada que no se esperase de ella, nos mostró la misma cara que a su aparición en Getxo, cincuenta años antes. No nos traicionó. En ningún instante de su actividad entre nosotros se desvió un ápice de la línea sobre la que nos alertó desde el principio. Si lo nuestro fue un rosario de estupefacciones ante sus cosas, culpemos a nuestra incredulidad continuada. Ni siquiera nos traicionó cuando entregó a los militares los secretos de nuestro Cinturón de Hierro. ¿Cómo nunca se nos ocurrió sospechar que lo haría? Unas fortificaciones que, en el peor de los casos, causarían sólo alguna molestia a nuestros enemigos: una tentación demasiado fuerte para ella. En cierto modo, nadie traicionó a nadie, tampoco Goicoechea, quien pudo ahorrarse el salto de un bando a otro con sus papelotes ya inútiles bajo el brazo: llegó tarde… Pero la maldita no nos traicionó, Asier».

Supo elegir a su hombre. Constituiría su frustración posterior su ignorancia de los propósitos del ingeniero, cuyo conocimiento a tiempo le habría ahorrado las pesetas para Benito Muro. Benito era uno de nosotros, me refiero a que era del pueblo, y no sólo del pueblo de Getxo sino de la gente que participa de las quejas contra el alcalde de turno y se encuentra y charla en la calle y en los mostradores. Nadie imaginó que guardara en alguna costura gérmenes fascistas; ni él mismo lo sabría. No fue el único. Las circunstancias le llevaron a comportarse como fascista; bajo otras circunstancias, se habría comportado como misionero o esquimal. En 1924 se había casado con una mujer del Puerto Viejo y tenía dos hijos. En el tiempo de la Guerra, los Muro llevaban tres generaciones viviendo en Getxo, en un piso del barrio de Alango, Algorta. Su padre aseguraba que el apellido era una alteración de Muru o Murua, pero Benito nunca fue amigo de vasconizaciones, tampoco de lo contrario. Era más bien bajo y rechoncho, de amplia sonrisa, y, en la preguerra, con una inclinación natural a contar chistes, perdida a su regreso a Getxo engrosando las tropas triunfantes y reemplazada por la nueva y trágica ideología, el nacionalcatolicismo falangista y requeté obrador de repentinas reconversiones. Lo de Benito Muro no fue una reconversión, pues nunca estuvo convertido a nada. Asesinó y denunció a gente de su entorno, y en la primera semana de la posguerra particular de Getxo fue nombrado alcalde por una autoridad militar, en agradecimiento a su fundamental espionaje. Al día siguiente, antes de tomar posesión de su despacho en el Ayuntamiento, requisó el palacete de un nacionalista huido y en él se instaló con su familia.

Aunque siguieron viviendo juntos, la esposa no secundó la diarrea falangista de Benito Muro, ni siquiera tuvo conocimiento de su traición: cuando él desapareció con los planos, creyó que algún rojo, por motivos no políticos, le había dado el paseo, sorprendiéndose después al verle regresar vivo. Sus hijos, los gemelos, sí que formaron piña con el padre, seducidos por los uniformes de los Flechas y Pelayos, los fusiles de madera, los desfiles y las órdenes estentóreas de los jefes, ingredientes del soñado juego bélico infantil organizado. La mujer solía decir que se enfrentaba a tres fascistas.

¿Cuánto le ofreció Ella?, ¿y en qué moneda?, ¿acaso un millón en pesetas de Euskadi? En el 37, un millón de lo que fuera representaba una cifra inimaginable, aunque don Manuel y yo pensábamos que Benito se habría conformado con mucho menos, y, si nosotros lo pensábamos, cómo no lo iba a pensar Ella. ¿Medio millón?, ¿un cuarto?, ¿sólo 100.000 pesetas por arriesgar la vida? En cualquier caso, si todo hombre tiene un precio, Ella conseguiría al suyo por debajo de este precio. «Y no en otra moneda que en la acuñada por aquel Gobierno vasco», insistía tercamente don Manuel. No era creíble. Ahora no se trataba del aldeano del zulo con el que negoció Efrén, sino de alguien que, por el hecho de traicionar al Gobierno vasco, demostraba creer en su derrota y en la prescripción de su moneda. Esta lógica chocaba con la naturaleza de una mujer que jamás compró nada con dinero sino con otra cosa, es decir, con cambalaches. Tal era, al menos, la teoría de don Manuel, avalada, en esta ocasión, por un Benito y familia viviendo estrictamente del sueldo de alcalde con el añadido de alguna ocasional corrupción, nada que oliera a un millón, o parecido, de nuevas pesetas. Si Benito Muro fue engañado, ni siquiera disfrutó del placer de la venganza: los del Galeón disfrutaban de la más alta consideración por parte del nuevo régimen.

Al sorprenderles la Guerra en uno de los entreactos de su noviazgo, la señorita Mercedes y don Manuel no se sentirían obligados a consultarse qué hacer ante el nuevo estado de cosas. Cabe que ella le comentara ocasionalmente —las vacaciones de aquel verano se prolongaron en el invierno y los maestros se verían poco—: «Me apuntaré en la Emakume Abertzale Batza para aprender de enfermera», pero no que le confesara a ella: «Yo, de momento, veré cómo discurre todo esto». Tenía cuarenta y tres años. La gente de mi entorno andaba con armas en la mano ya desde los primeros días o semanas y ninguno pasaba de los treinta y cinco. Y entre treinta y cinco y cuarenta y tres, pensaba yo entonces, no había mucha distancia. Recuerdo que la edad de los hombres se convirtió en una obsesión para mí, en cuanto sabía de algún nuevo alistado, preguntaba: «¿Qué años tiene?», y los había de más de cincuenta. Así que la explicación estaba en otro lugar. La posibilidad de que el gremio de los maestros formara un ejército aparte con la misión de controlar a los chicos de la retaguardia me duró pocos minutos, desapareció en cuanto recordé que la señorita Mercedes se había alistado, y eso que era mujer.

Lo primero que supe de la Guerra fue a través de las charlas en la cocina de Altubena y de los informes que me pasaba don Manuel al comienzo de las clases particulares, informes escuetos y desapasionados, como si formaran parte de la lección de Historia. Getxo bullía, mi cocina bullía, y él se sentaba frente a mí, con la empuntillada mesita del comedor de por medio, pronunciando sin aparente emoción: «Se ha perdido Irún y la frontera y pronto caerá San Sebastián», o «Ya tenemos Estatuto», o «De un momento a otro aterrizarán aviones rusos en el aeropuerto de Sondica». Ni cuando la aviación de Franco bombardeó Bilbao, los días 25 y 26 de septiembre, causando muchos muertos y heridos, y, en represalia, se asaltaron las cárceles y asesinaron presos, observé en él un dolor o indignación tan manifiestos como los de las personas que me rodeaban. Yo creía saber lo que podía esperar de él. A mis catorce años, ya le había oído mencionar en persas ocasiones la palabra libertad, generalmente aplicada a guerras épicas sostenidas por pueblos del pasado contra invasores; también, al contarme argumentos de Walter Scott o el de Los vascos en el siglo VIII, de Villoslada. Por entonces, yo no podía separar la idea de libertad de la prisión que representaban mis muletas. Un día le pregunté si era verdad que había intervenido en la legendaria cacería del rebaño de veintiocho llamas propiedad del tío abuelo Saturnino Altube, y fue cuando me habló por primera vez de la saña de unos cazadores a quienes el terror no impidió empuñar sus escopetas para conejos, avefrías y palomas, si bien los que otorgaron profundidad al episodio fueron dos Baskardo de Sugarkea, Kume y Gain, padre e hijo, y el chico Manuel, entonces de catorce años, quien recogió el mensaje de libertad que nos enviaban aquellas bestias indomables. Pues bien, en boca del maestro no sonaba lo mismo la palabra libertad cuando se refería a hechos históricos o de novelas que cuando lo hacía al mensaje de las llamas, en que adquiría una luz que me retenía en sus ojos encendidos. Y allí sí había pasión. Con mis catorce años y dependiendo únicamente de los relatos de don Manuel, no pasé de intuir que la misma palabra no parecía la misma en cada caso. Con más tiempo y más charlas, don Manuel me fue descubriendo la calidad de un contenido sobre otro. Pero entonces aún estábamos en las primeras semanas de guerra y yo echaba de menos en él la pasión que a los demás les desbordaba. Creía saber lo que debía esperar de un hombre que mencionaba, más que ningún otro que yo conociera, la palabra libertad. Incluso me había anunciado que aquella guerra que sufríamos llegaría a figurar en los futuros textos de historia. ¿Cómo no iba a esperar de él que pidiera un arma —ni siquiera poseía una escopeta, no era cazador— y se lanzara a defendernos, a defender a Euskadi, siquiera a Getxo? ¿Y cómo no iba a comparar su pasividad ante la Guerra con su pasividad ante la señorita Mercedes? Llevaba yo bien sus cuentas: habían roto —ella había roto— dos años antes, es decir, allí había un hombre que no se decidía a casarse con la maravillosa señorita Mercedes —«haciendo el tonto», en expresión de la madre, y «¡qué poca sustancia!», en la de la abuela—, y aún estaba por llegar lo de Anaconda y el establecimiento de nuestra santísima trinidad, una situación estancada que obligaba a preguntarme si no la amaba como ella se merecía, o no se trataba de cantidad de amor sino de qué estaba construido el maestro… Sin embargo, acabó alistándose, a los ocho meses de guerra, en marzo, días antes de la ofensiva contra Vizcaya, que concluiría, menos de tres meses después, con la caída de Bilbao. Se alistó en uno de los batallones del PNV. Ha sido su único alistamiento, le falta el correspondiente a la otra guerra, la de la señorita Mercedes: han transcurrido más de treinta años y aún no se ha casado con ella.

En la Guerra que finalmente abrazó, don Manuel fue un patriota que tardó ocho meses en decidir si su patria merecía ser salvada o, simplemente, había que salvarla en cualquier caso. Llevaba treinta años zarandeado por la revelación del macho de las llamas, a quien, al final de la cacería de tres días, salvó dirigiéndole hacia la cumbre del Gorbea. «Además», me decía, «estaban esos Baskardo de Sugarkea, desvinculados de todos nosotros, de todos sus contemporáneos. ¿Qué me llevó a ellos cuando Getxo mató a la primera de las veintiocho llamas? Nadie vino conmigo… Sí, tenía catorce años, una edad posiblemente perfecta, pero entonces no era yo el único en Getxo con catorce años. Tres días defendiendo ese mundo recién desvelado de los ataques del único mundo que conocía hasta entonces. Y tuve que elegir, Asier, quedando asomado a una libertad imposible de compararse con la que Getxo me había mostrado, no imposible por ser de diferente calidad sino por tratarse de otra cosa. La mirada del macho me explicó en unos segundos cómo eran sus milenios de libertad». «¿Cómo eran?», le pregunté. Y él: «No hubo palabras, no hay palabras… Fui un privilegiado, se me dio a elegir y elegí, sí, pero no rectifiqué. Soy el mayor de los corruptos. ¿Así que cómo iba a rectificar en la imperiosa prueba que significó la Guerra?».

No recuerdo otra cosa de aquella escena. ¿Dónde estábamos él y yo?, ¿y cómo?, ¿paseábamos?, ¿hablábamos sentados?, ¿dónde?, ¿en mi casa?, ¿en la suya?, ¿y en qué año? Imagino sería alrededor del 50. Oscuridad, sólo una leve luz redentora en las palabras que podrían despejar la gran incógnita. «Sí, claro, la Guerra, aquellos ocho meses de pasividad mientras los demás hombres marchaban al frente». No le dije más que esto, un simple recordatorio de algo conocido, pero él se embarcó en una larga retahíla: «Sí, ocho meses rondando mi mente esos Baskardo. Ni siquiera me dejaban el escape de pensar en ellos como un delirio, porque, ¡malditos!, en modo alguno pertenecían a mis sueños, estaban allí, ante mis ojos, bastaba caminar unos cientos de pasos para contemplar su cubil prehistórico de barro, ramaje, troncos y piedras, y verles cubiertos de pieles y usando los más primitivos instrumentos de caza, pesca y labranza. Y despreciándonos, ignorándonos, viviendo con sus leyes y no con las de los hombres que no se atrevían a cruzar su frontera sin muro, valla o muña, que ni siquiera se debía entender que señalaban los límites de las tierras que labraban; muro, valla o muña que adelantaban o retrasaban en función de las bocas que habían de alimentar, nunca de vanos mojones que ellos derribaban sin que ninguna autoridad se atreviera a reponerlos… Bien, un día de aquellos ocho meses me aproximé a Sugarkea buscando la mirada de, sí, de su macho; invadí sus tierras, cuidando de no pisar su mijo, y me detuve a los pocos metros, quedando inmóvil, esperando. Que yo sepa, nadie antes había intentado algo semejante. Ellos no suspendieron sus quehaceres. El desprecio que me transmitían era muy doloroso. Al fin, se compadecieron, se destacó un gran macho y llegué a tenerlo a menos de cuatro pasos… Sus ojos, Asier, su mirada… No me arrojaba de sus dominios, que no eran tales, nunca se sintieron dueños de las tierras que ocupaban, simplemente estaban en ellas porque tenían que estar en algún sitio, ¡a pesar de habitarlas desde el principio de la Humanidad!…, según la leyenda; no pretendía saludarme ni, menos, entablar conversación (¿qué clase de viejo euskera hablaría?); no esperaba nada de mí, por el contrario, pienso que sabía que yo sí necesitaba algo de él y, también, qué era. Y escucha, Asier: fue como estar de nuevo ante la mirada del macho de las llamas. Era la otra libertad. Es decir, la otra cosa». Insistí: «Ocho meses. Unos luchaban por la libertad de la patria; otros, por la República, y otros, por la revolución. Había donde elegir». Y él: «La libertad que no puede explicarse con palabras ya no está entre los hombres». Y yo: «Haga un esfuerzo, elija unas pocas palabras, tómese el tiempo que quiera, esperaré hasta mañana, o una semana, o un año. Y si es imposible con palabras, explíquemelo con señas o gruñidos». Me miró y tuve por seguro que quiso realizar el gran esfuerzo, pero únicamente quedó su mirada lastimera. Me revolví: «Las llamas y esos Baskardo viven en nuestro mundo real, donde hay jaulas y prisiones y dictaduras… ¿Cómo me dice usted que no pueden perder su libertad?». ¿Es posible hablar sin despegar los labios? Don Manuel lo hizo: «La sienten, es todo su ser. La sienten, Asier. Lo que nosotros entendemos por privación de libertad no va con ellos, nada puede impedir que la sigan sintiendo. A un encarcelado sólo le queda recordar su libertad perdida, que está fuera de él, pero la otra libertad es inseparable de ellos. Es ellos». Creo que agité mi mano ante sus ojos, y sí, parpadeó. «Usted no cree en nada de lo que está diciendo», me atreví a decirle. «El que tú y yo no lo creamos carece de importancia, es una señal de nuestro deterioro». Era demasiado: a estas alturas me salía con que ni él mismo… Empecé a censurárselo y me cortó: «Lo creí a mis catorce años. No sé en qué momento ocurrió que perdí…». «¿Por qué no acaba?, ¿por qué no lo dice?, ¿tanto le aterra pronunciar inocencia?… La libertad en la inocencia, en la infancia, ¡Asier Altube en su fase de infancia!… ¡Lo suyo es como un disco rayado que nadie puede parar! Si las infancias se acaban, ¿por qué…? ¡Está bien, está bien!, hágalo así, si es la fórmula que ha elegido para redimirse… ¡pero hágalo solo, no sacrifique a otras personas! Asier Altube ya ha olvidado su infancia, olvídese de ella usted también. Y si para tomar un arma en defensa de la patria, con ocho meses de retraso, hubo de sobreponerse a algún sueño, recurra al mismo coraje para casarse con la señorita Mercedes».

Combatió los tres meses que precedieron a la rendición de Bilbao y fue hecho prisionero. Estuvo en el frente expuesto a los mismos peligros que cualquier gudari, aunque no sólo no disparó una sola vez contra el enemigo sino que ni siquiera dio la primera orden de fuego al ser nombrado teniente en plena batalla, sustituyendo al caído. Jamás le toqué el tema. Estoy seguro de que no le paralizó el miedo. Culpo, a partes iguales, a su naturaleza antiviolenta y a su angustia por la miserable condición humana. ¿A qué profundidades de pasión podía llegar alguien tan desapasionado como él? ¿Desapasionado? Supongo que hay formas de pasión que conducen a la inmovilidad. Se trataría, pues, de su apasionada prospección hasta las primeras edades de la especie humana, es decir, hasta su infancia, supuestamente tan perfecta que uno no debía contentarse con menos, de ahí sus dudas acerca de la justicia o no de defender las sociedades actuales, incluso la vasca, o principalmente ella, pues en el centro de sus dudas en aquellos ocho meses estuvo la metáfora de la sociedad de Getxo matando con ferocidad al infantil rebaño de llamas que denunciaba la traición a unos Orígenes —don Manuel pronunciaba esta palabra con mayúscula, pues siempre aseguró creer en algo tan insostenible— feéricos.

Sin embargo, llegaría a compartir algo de este ensueño cuando asumí, a mis veintidós años, el ideal anarquista, al estrenarme en aquel nuevo mundo de la Escuela de Artes y Oficios —o Escuela de Trabajo— y de Altos Hornos del Nervión. Siendo el sueño libertario trasunto de las virtudes que don Manuel atribuía a sus invocados Orígenes, yo mismo advertía los grandes fallos de nuestra sociedad. Y no me refiero únicamente a que en los años cuarenta sufríamos la dura represión franquista de la primera posguerra, una dictadura encadenando a un país recién pacificado y supuestamente ya no regido por leyes de guerra; con las cárceles repletas de vencidos, tribunales militares sentenciando penas de muerte en siete minutos, que Franco firmaba por docenas diarias en su palacio a la hora del café… Mi protesta iba también contra una viejísima situación anterior, una sociedad jerarquizada por el dinero y explotadora de los de abajo, hombres y mujeres temerosos de libertad y aceptando protecciones delirantes como Dios o Patria. Incluso el nacionalista vasco que era y es don Manuel se preguntó, a lo largo de aquellos ocho meses, si merecía la pena prorrogar todo aquello.

Pero cedió. Me dijo: «Ha de haber una lógica de la verdad en una masa de personas poniéndose en marcha en una misma dirección. ¿Quién era yo para llevar la contraria a mi pueblo? Además, yo también recibo satisfacciones por pertenecer a este pueblo. ¿Acaso no debía esperar yo de mí mismo que empuñara las armas por defender aunque sólo fuera el café con leche con sopas de ama?».

Don Manuel se incorporó en cuerpo y alma a la Guerra en febrero de 1937 —hasta entonces sólo lo hizo su alma herida—, al conocerse la traición del ingeniero Goicoechea pasándose al enemigo con los planos del Cinturón de Hierro. Entonces aún se desconocía la otra traición, la primera, la de Benito Muro, quien, a pesar de todo y mereciéndolo, no quedaría como el verdadero traidor. Hubo que intentar otro trazado del Cinturón antes de que se produjera la ofensiva franquista, que tardaría un mes. Miles de hombres —de los que muchos ya habían trabajado en la primera obra— empuñaron picos y palas y cargaron sacos de arena y de cemento en un esfuerzo que aplazó sólo en horas el derrumbe de la fortaleza tenida por inexpugnable.

Quiero decir que don Manuel, al incorporarse como voluntario a estas obras, hizo uso de unos materiales propios —su carne, sus músculos, su cuerpo entero comprometido— que solía tener arrinconados, y no sólo en las guerras. Constituyó la primera manifestación en su vida de auténtico coraje, que yo recuerde. La segunda, comenzó a fraguarse el 26 de abril, al recibirse la noticia de la destrucción de Gernika por la alemana Legión Cóndor, y se materializó, diez días después, al inscribirse en el batallón Sabino Arana, justamente el 6 de mayo, un día después de que el presidente Aguirre tomara personalmente el mando de un Ejército vasco en continua retirada. Un tiempo, pues, de decisiones extremas.

Los viajes de Anaconda a las fortificaciones con el cestillo de comida se tomaron como una ayuda a la causa y se agradecieron por venir de una india americana y, especialmente, de una criatura a quien, hasta entonces, no se le había conocido interés por nada. Partía a media mañana de casa de la señorita Mercedes, con el cestillo al extremo de un brazo desplomado, y regresaba a media tarde, o al anochecer. Había semanas en que le era posible hacer andando el viaje de ida y vuelta, pero cuando trasladaban a la cuadrilla a puntos más lejanos, había de tomar el tranvía o el autobús. Llegó un día en que la gente se preguntó por qué la señorita Mercedes no la relevaba de vez en cuando, y se hallaron finalmente dos explicaciones: como los maestros vivían la segunda ruptura de su noviazgo, a ella le resultaría violento ser vista cumpliendo un papel que ya no le correspondía, y enviaba a la india; o bien que era cosa de ésta, algo no fácil de creer conociendo su mandanga. Se comentaba que no sólo realizaba lo más costoso, el ir y venir, sino que lo hacía como si en ello le fuera la vida. ¿Por qué no creer, igualmente, que se había tomado el esfuerzo de decidirlo? Siendo así, habría contado con la aprobación de la señorita Mercedes, pues a ella pertenecían la cesta y, sobre todo, las vituallas. Oh, sí, claro que la maestra se entregaría con entusiasmo a la misión de alimentar a su ex novio. Aunque no era cuestión de vida o muerte: las cuadrillas de trabajadores comían puntualmente rancho del Gobierno vasco, no peor que el de los gudaris del frente, pero Anaconda deseaba lo mejor para el hombre de quien llevaba un año enamorada.

De modo, pues, que dos mujeres enamoradas, aunque, esta vez, no compitiendo por el mismo hombre sino conservándolo la una para la otra, Anaconda para quien, estaría segura, acabaría por casarse con él, y la señorita Mercedes para la niña que resultaría hasta un consuelo el que representara un papel de mujer en aquel largo juego de emparejamientos y rupturas que tendría más sentido intercalando una perturbadora hembra fatal. Ni siquiera aquel maternalismo era necesario, ya que Agustina, la madre de don Manuel, estableció algo muy simple y no nuevo para alimentar a su hijo: trasladó la comida fuerte del mediodía a la noche, cuando regresaba el pobrecito con sus huesos de cuarenta y cuatro años molidos, y le obligaba a llevarse por las mañanas un chorizo entre dos talos de maíz, para aguantar hasta la llegada de la cesta.

Sentada frente a él en el suelo o sobre alguna piedra o tronco, en silencio, Anaconda no apartaba la mirada del maestro viéndole masticar. Sólo abría los labios para responder escuetamente a alguna pregunta que le formulara, más bien, para aligerar aquella contemplación. Jamás me habló don Manuel de ello, pues cuando crecí y pudimos conversar de igual a igual de cualquier cosa, ya había ocurrido aquello sobre el sexto pupitre de la séptima fila y Anaconda se convirtió en tema tabú. Me lo imagino traspasado por unos ojos que no podían mirar a otra parte, que enturbiarían el placer de su masticación. Tengo razones para suponer que mi trato con mujeres jóvenes siempre le creó tensión. Es aceptada la existencia de un poderoso matriarcado vasco produciendo hijos varones con una visión castrada del universo femenino. Llegué a confiar en que se uniría a la señorita Mercedes al fallecimiento de su madre, en 1955, pero todo siguió igual. Sí, estaba nuestra santísima trinidad, es decir, estaba yo. ¡Pero yo aún no contaba cuando rompieron en 1929 y, luego, en 1934! Eran hechos a los que me agarraba para no sentirme totalmente responsable. Agustina, la señorita Mercedes y Anaconda, las tres únicas mujeres de su vida. ¿Qué impulsos ahogó Agustina en su niño, en su adolescente, en su hombre, sin pretenderlo? A mí también me resulta imposible renegar de nuestra santísima trinidad, tan conmovedoramente fuera de este mundo.

Don Manuel no necesitó sospechar el futuro y fugaz emparejamiento de su carne con la carne de Anaconda para sentirse incómodo mientras comía bajo la persistente mirada de la india. ¿Apinaría el anhelo oculto de aquella niña-mujer que nunca supo ocultar sus deseos? Fueron casi tres meses de sacrificios por la patria: ocho y diez horas diarias de pico y pala y dos de saberse contemplado. Si el cansancio imponía una cabezadita al término del yantar, al abrir los ojos ella seguía allí, sentada e inmóvil, como la dejara, y sólo se movía para iniciar el regreso al volver él a su trabajo. Unos ojos negros, insondables, una larga cabellera carbón, formas frondosas y apetecibles, dieciséis años llenos e inexpugnables… Todo ello, y la demoledora Guerra, en 1938, provocaría la locura general de los machos irrefrenables a la caza abierta de la hembra capaz de colmar todos sus delirios. Pero don Manuel nunca perteneció a esta raza de hombres.

La cuadrilla de trabajadores la miraba en los descansos y algunos envidiarían al compañero que la tenía tan cerca y le podía hablar, aunque no lo hiciera; sólo para romper los tensos silencios, don Manuel le indicaría: «No hace falta que te molestes en venir hasta aquí todos los días. Dile a la señorita Mercedes que el rancho no mata», o «La Guerra no es para tanto». La única respuesta de Anaconda era seguir viajando con la cestita. Cuidó del hombre de su vida hasta la conclusión de las obras suplementarias del Cinturón de Hierro, aquel remedo de Muralla China compuesto de tremendos nidos de ametralladoras de hormigón, trincheras y pasadizos subterráneos y tres líneas de alambradas, todo serpenteando, con escasa eficacia militar, por montes y valles, cercando a Bilbao en un radio de quince kilómetros, como si, ya de partida, pesara una resignación para entregar al enemigo el resto del territorio vizcaíno. Y ocurrió, precisamente, lo contrario.

Cierto día, el abuelo abrió un periódico en la cocina de Altubena y la madre leyó que los rebeldes habían iniciado su ataque contra Vizcaya. Fue el 31 de marzo. «Marcos y Esteban ya nos dirán lo que pasa», dijo el abuelo. Mis hermanos habían sido de los primeros en alistarse y en las pasadas semanas nunca estuvieron tanto tiempo sin permiso para venir a casa, y en su última carta ya no decían dónde estaban. Por noticias anteriores, suponíamos a su batallón por la zona de Otxandiano o de Durango, quiero decir por sus montes, y recuerdo que me gustaba pensar que, desde las alturas, podían vigilar la llegada del enemigo; o desde los montes de Mondragón o desde cualquiera otros. Esta incertidumbre, consecuencia de ese imperativo de guerra denominado secreto militar, convertía mi ignorancia en la más emocionante y cinematográfica heroicidad por la causa de los buenos, y me imaginaba a mí mismo en posesión de los mayores secretos y no confesándolos ni bajo las más despiadadas torturas. Me sabía en el bando de los buenos no sólo porque en él estuvieran la madre y el abuelo, Marcos y Esteban, don Manuel y la señorita Mercedes, sino porque todos nosotros estábamos donde están la playa de Arrigúnaga, el monte Serantes, la mar, la peña de Abasota, Altubena y los otros caseríos, La Galea, nuestras vacas y gallinas, el Getxo Fútbol Club, mis amigos Perico Orejas y Pachín, Juanto, Joseba y Petaca, el Gran Cinema y tantas cosas con las que nos encontrábamos al nacer y eran nuestras, y nos parecían intrusos hasta los veraneantes.

En aquel 31 de marzo aún me faltaban dos meses para pasar de las muletas al bastón, pero en nada habría cambiado la condición de inválido que impedía mi incorporación al mundo de los hombres en aquella Guerra en la que tanto me necesitaban. ¿Habría tenido que mentir don Manuel para trabajar en las fortificaciones? Mentir cuando le preguntaran: «¿Qué tal se le dan el pico y la pala?». Emplearían el usted sabiendo que era maestro, y a las gentes a las que se trata de usted no se les pone de peones. Sí, mentiría. El caso es que le salieron callos en las manos, y el 6 de mayo empuñó un arma en el ejército de los buenos y con un mérito superior a quienes se alistaron o fueron por quintas en los meses precedentes, que aún ignoraban con quiénes se las iban a ver: en este caso se encontraron mis hermanos Marcos y Esteban, mis primos Pelayo, Felipe y Poncio, hijos del tío Roque, y Cosme, Ismael y Bruno y el padre de los tres, Sabas Jáuregui —y tanto éste, con sus casi sesenta años, como mi tío, con sus sesenta y muchos, también tendrían que mentir para trampear su edad— y tantos otros que creyeron enfrentarse a hombres como ellos y no a lo nunca visto hasta entonces en materia de guerras: la innoble lluvia de muerte que se precipitaba impunemente desde el cielo y constituía la cima de un proceso de gradual envilecimiento a partir del duelo singular entre caballeros: el nuevo invento —como pensarían los Baskardo de Sugarkea y sin duda lo pensaron al ser testigos de la para ellos no sorprendente derrota de su pueblo—, el último, de momento, contra el que nada pudieron los corajes reunidos del espíritu y de la carne, pero que, al menos, en batalla tan desigual, quedaban eximidos los conceptos de victoria o derrota y el Apocalipsis cambiaba su nombre por el de Aviación.

A pesar de lo precipitado de su segunda incorporación a la Guerra, aquel 6 de mayo don Manuel pasó por Altubena a despedirse. El sí que fue consciente de adónde iba, hoy lo sé. Durante el precedente mes de abril, los gudaris fueron los primeros soldados del mundo en sufrir bombardeos desde el aire, es decir, la nueva guerra. Llevaban un mes retrocediendo, acercando sus espaldas al Cinturón de Hierro, una infantería de cien mil hombres que acudió a la cita cantando el Eusko Gudariak y que ventilaba duelos personales, no de soldado a soldado sino de soldado a máquina, con los pilotos germanos que ametrallaban raseando a centímetros de las trincheras y se reían de los inútiles disparos de pistolas y fusiles… Don Manuel conocía con exactitud en qué clase de infierno se metía. ¿Confiaba en la inexpugnabilidad del Cinturón que él mismo había ayudado a construir? No rebajemos el mérito de su gesto.

Yo tenía que decirle algo en privado y me retiré a la pequeña estancia que llamábamos comedor, pero donde nunca comíamos, dejándole a él de charla en la cocina. Tras unos minutos, le oí acercarse por el pasillo. Su expresión no simulaba una entereza que no sentía y que se advertía en casi todos los combatientes al principio. Por el contrario, me miró, esperando de mí algo, aunque entonces no comprendí que se sentía desbordado por los acontecimientos.

—Bien, Asier, voy a incorporarme a ese friso de guerreros griegos de que te hablé. Es posible que todo esto no sea más que un sueño. Esperemos que al despertar…

Le corté:

—Pídale a la señorita Mercedes que sea su madrina.

—¿Madrina? —exclamó—. ¿Que se lo pida yo?

—Es lo que hacen todos.

—¿Cómo sabes que lo hacen todos?

—Marcos y Esteban tienen sus madrinas, dos medio novias. Se marcharon sin pedírselo y luego tuvieron que pedírselo por carta. Usted está a tiempo.

Ni se le había pasado por la cabeza hacer tal cosa. A lo mejor él tenía razón y ni siquiera el que hubieran sido novios en dos ocasiones y le hubiera enviado diariamente aquella cestita en los últimos meses era razón para nombrarla madrina. Pero sostuvo mi mirada varios segundos y, una hora después, sabríamos que fue a casa de la señorita Mercedes por dos razones, no sólo a despedirse. Sus últimas palabras las dedicó a la aviación, de la que entonces apenas sabía nada.

—Se lo he dicho a Mari Benita y te lo digo a ti: cuidaos de los bombardeos. Meteos en algún sitio, un sótano, las cuevas de la playa, el Malacate: hay madres que pasan el día con sus hijos y comen en la Campa del Malacate y corren escaleras abajo al sonar la alarma. Han destruido ya Durango y Gernika y puede correr la misma suerte Bilbao. Es la táctica del terror. Estad cerca unos de otros para ayudaros. Estad en contacto con la señorita Mercedes, con Anaconda. Con todos. Habrá que pensar que la razón está con nosotros… Bueno, no hay duda de que la razón está con nosotros.

No pronunció en ningún momento la palabra libertad, seguramente por no desquiciar más la escena. Nunca había visto a don Manuel congeniando con la violencia, y eso que aún no llevaba el fusil que, horas después, empuñaría. Me contó en alguna ocasión que su madre le regaló una chimbera a sus dieciséis años, con la que disparó a un gorrión y lo mató —hasta entonces sólo había matado a un ser vivo, un txiotxu con su tiragomas siendo niño—. Quedó tan horrorizado que partió en cachos el arma que tanto había reclamado. Éste era el hombre que marchó a la Guerra a defender la libertad.