Ama, ¿qué ha pasado para que las cosas no sean como antes? No te siento más lejos como hijo sino como Jaso, pues ya apenas me tocas, vivo a tu lado como cualquier otro hijo tuyo, no como Jaso. Echo de menos tus abrazos, tus besos, tus caricias, y no sé qué pensar. Este apartamiento de tu cuerpo del mío, ¿significa algo grave o se debe a tus grandes preocupaciones políticas, padecidas por todos nosotros, pero más por ti? Y ahora, pobre ama, una guerra. Espero que, para variar, esas excelentes personas que se reúnen en casa para celebrar reuniones del Partido te den alguna vez buenas noticias. Se retiran, y diez años más encorvan tu espalda. Tu hijo Jaso sigue aquí, nunca lo olvides, ama.
Ahora le anuncio:
—Escucha, ama… Martxel no está, pero también engraso sus botas para salir a un nuevo viaje.
Se me queda mirando. «Con más pasión que nunca buscaremos a la neskita. ¿No te conmueves, como en otros tiempos? Llorabas y abrazabas a tus hijos, abrazabas a tu Jaso», pienso.
—Ya hablaremos de eso —me dice por fin.
Ahí está, ante su sillón, arrodillada, rezando el rosario. Anochece. Acaban de retirarse los compañeros de Partido que vienen a escuchar sus consejos. Termina agotada. ¡Si estuviera en mí quitarle alguno de sus muchos años! A pesar de que esas excelentes personas vienen por casa desde hace años, no saben mi nombre, nunca me llaman por mi nombre. Se muestran muy amables, me palmean la espalda y me dicen: «¡Eúp! Fuerte, ¿eh? ¡Valiente!». Es al despedirse. Me hablan cuando ya se han levantado y van camino de la puerta: «Sabemos que cuidas de tu ama y eso está bien», o «¿Ya no escribes? Antes lo hacías», o «¿Cuántos años tienes?, ¿cincuenta y tantos? Han pasado muchas cosas desde que tenías veintitantos. Ya no escribes las monstruosidades que te publicaban los socialistas. ¡Naturalmente que has cambiado! Hay que tener mucho cuidado con lo que se hace cuando uno tiene cincuenta y tantos años y se imagina que no ha pasado el tiempo. A los que me hablan así, ama les toma del brazo para llevárselos hacia la puerta.
Ninguno de ellos, nunca, jamás, pronuncia mi nombre.
Ama no interrumpe su rezo para indicarme con su mano libre del rosario que me siente frente a ella. Me acerco con una silla y me siento. Como sus manos parecen de nácar, estarán más frías que las cuentas que sostienen.
—¿No falta alguien en casa? —me pregunta.
—¿Crees que falta alguien? —le pregunto, antes de que ella pronuncie la última a.
—Tranquilízate.
—Estoy tranquilo.
—Yo nunca te haría daño. Atiéndeme con cuidado: no te habría preguntado eso si quien falta de casa fuera importante en nuestras vidas. Yo nunca te haría daño. ¿Te hice daño alguna vez?
—¿A Jaso? ¿Cómo ibas a hacerle daño a Jaso?
Callamos, mirándonos. Ahora, ama reanuda el ronroneo del rosario. Pero sólo pasa cinco cuentas. No ha dejado de mirarme desde que empezó nuestro silencio. Sospecho que intenta decirme algo con la mirada, y dentro una voz me dice que yo tendría que saber lo que es. Como ella ha empezado con esto, que ella lo acabe. La voz de dentro hace ruido, pero sólo expande tinieblas. Grito: «¡A Jaso nunca le has hecho daño, ama!». Nada cambia, seguimos en silencio, mirándonos. Es posible que no haya gritado.
—A los setenta y nueve años es imposible vivir sin la conciencia tranquila —dice ama.
—¿Quién falta en casa? —digo. Es ama quien hizo la pregunta, con una intención, sabiendo que sí falta alguien. Que ella se conteste. Es cosa suya. Ni Jaso puede ayudarla.
—Aita —dice ama.
Es verdad, falta aita. Creo que lleva una semana sin dormir en su cama, suele hacer viajes de días o semanas, sus sucias industrias son sus verdaderas familias. Los relojes de nuestra casa no marcan las horas para todos. Ama nunca menciona su ausencia, no sé por qué lo hace ahora.
—Está preso en uno de sus propios barcos —dice—, ¿No es gracioso? Por eso no puede venir.
—¿Preso en un barco? —digo.
—Han convertido en prisión el Altuna Mendi. Encerrado, con otros como él. Se merecen un buen susto…, no más que este buen susto. Nosotros no queremos una revolución. Si no hay asesinatos es por nosotros, que nada tenemos que ver con la gentuza del Frente Popular. Lo cierto es que aita lleva cinco días preso por fascista en ese barco y no puedo dejarle allí, porque nosotros no matamos.
—Martxel mataba tigres en Ceilán y yo leones en África con aita.
Ama quiere hablar, pero le corto, añadiendo:
—Y si me dices que matar animales no es matar, te recuerdo que yo llevaba un montón de años batiéndome en duelo anual con el bastardo, un duelo a rifle y a muerte, aunque él no se ha presentado a la cita en los últimos seis años. Yo voy al bosque y él no. Le espero hasta que se va la luz y no aparece el maldito. Y él y yo tirábamos a matar.
—No es lo mismo, le concedíamos la oportunidad de defenderse. No se lo merecía, pero los vascos somos así. Ni la justicia pina ni la humana te habrían culpado. ¿No es lícito defenderse cuando invaden tu casa? Lo consulté con varios sacerdotes, entre ellos, el padre Domiku, de Algorta, y nuestro coadjutor don Ernesto, y todos coincidieron en que no se debe matar, pero que la defensa de la patria es un caso distinto. Eso dijeron: un «caso distinto». Pero en esta guerra no se mata por ser un «caso distinto», sino por esas ideologías del Frente Popular de las que nadie sabe quién es su padre.
—¿Y qué decía don Eulogio de nuestros duelos? —pregunto.
—¿Don Eulogio? Está tan chocho que es imposible confesarse con él. Sin embargo, también te perdonaría. Me dijo: «Dios perdona a los que matan por los Fueros navarros». En todo lo demás está chocho.
Voy a hablar, pero ama me silencia con un gesto y concluye su rezo. No me muevo de la silla. No me canso de mirarla. Podría estar mirándola hasta el fin de los tiempos.
—Mañana sacarán a aita de ese horrible lugar —dice.
—¿Tan pronto? No le deseo ningún mal, pero en casa estorba.
—Pues desde mañana lo tendremos a diario. Mientras dure la guerra no saldrá más allá del jardín.
—¿Por qué?
—Por seguridad.
—¿Yo también deberé permanecer encerrado en casa?
Ama se pone en pie con esa energía que no sé dónde esconde.
¡No puedo pensar más por hoy! —exclama, y me besa la mejilla y sube a su cuarto.
Esta guerra no se interpondrá en nuestros planes, ¿eh, Martxel? Uno de estos días emprenderemos viaje en busca de la modelo, ¿verdad, Martxel? Ni embaucadoras disfrazadas ni guerras nos desviarán…
La señora no cena. ¿Cena el señorito?
Es una criada.
—Y tú, ¿vas a cenar?
—Pues… sí.
—Pues yo cenaré sólo en el caso de que no deje sin cena a una chica tan guapa.
—¡Qué cosas tiene el señorito!
Tú no eras así antes, Jaso.
Lo primero que me dice ama al día siguiente es que no sabe a qué hora traerán a aita.
—¿Quién lo va a traer? —pregunto.
—Personas del Partido. ¿Quién, si no? Los únicos que quedan con sentimientos cristianos.
Ni siquiera ahora pronuncia mi nombre.
Ama resiste todo el día con café. Sentada en el porche, no quita ojo de la carretera. A media tarde llega un coche silencioso, con los cristales de las ventanillas subidos. Ama se levanta y entra en casa. Del coche bajan tres figuras, y luego aita, que es el primero en echar a andar hacia casa. Le espero en el porche, de pie. Estoy solo, ama no regresa. Dos figuras sostienen a aita al caminar y la tercera les sigue. Los conozco a todos, de cuando vienen a casa a hablar con ama. Al fondo descubro a don Ernesto. Ya tengo a aita a medio metro. Parece que todos esperan un gesto de mí. Aita es un viejo de más de ochenta años, con bigote a medias blanqueado y muy recio que, por suerte, ama no ha tenido que sufrir en los últimos sesenta años. Me dirige la mirada ovina que reserva para su familia.
—Hola, hijo —arrastra, al fin.
Un instante más de vacilación y me abraza, apretándome contra su pecho, aún sólido y prominente. Bajo mi nariz ha quedado el espeso matojo blanco de su cabeza, que siempre ha olido a zarza quemada. Y es ahora, al apartarse, cuando advierto el estado lamentable en que ha venido, su ropa sucia y desnivelada y rastros de espanto en su rostro.
—¿Sabes de dónde vengo, hijo? —dice.
—Sí.
—Me han sacado de milagro.
Sus dos manos cogen una mía y no sé qué hacer. ¿Por qué no está aquí ama? El que no me alegre de verlo en casa no significa que no me alegre de verlo vivo.
—Qué bien —digo.
No decido recuperar mi mano, es ella la que se zafa sola. Veo a don Ernesto en el porche.
—Vengan —dice, cruzando el umbral e invitando a todos a seguirle. Ahora, aita no tiene necesidad de que le ayuden, y no sólo porque se •ipoya en mí. En realidad, quiere que parezca que yo me apoyo en él. Es como si un patriarca estuviera tomando posesión de su castillo con todas sus pertenencias. Ama está en el salón. Se levanta para recibirnos. Ella y aita quedan frente a frente; no cabe otra cosa en estas circunstancias y con testigos.
—Gracias —dice aita.
Ama no dice ni hace nada, ni siquiera se encoge de hombros. Es don Ernesto quien rompe el momento al mover a aita hacia un sillón y sentarlo.
—¿Por qué no nos sentamos todos? —invita al resto.
Don Ernesto es un hombre rechoncho y enérgico. Tiene treinta y tantos años y lleva cinco de coadjutor en Getxo. Espera a que nos sentemos todos para sentarse él. Si él no tiene derecho a ejercer de anfitrión no lo tiene nadie: viene a casa dos o tres tardes por semana y una lo incorpora a las reuniones del Partido. Cuando levanta el brazo para quitarse el bonete y dejarlo sobre la mesa de té, desborda la mangas de su sotana el gemelo de camisa con las dos diminutas ikurriñas grabadas a tres colores.
—A Dios gracias, todo ha concluido bien —suspira, rompiendo el silencio.
—A Dios gracias —repite uno de los hombres, llamado Juan, que tiene cara de aguilucho y observa más que habla.
—Ustedes se han comprometido mucho y se lo agradezco. Otros no lo habrían hecho —dice aita.
—Había que hacerlo por Cristina —dice un segundo hombre, llamado Joseba, más alto y de cara seria y larga.
—Lo sé, lo sé… Pero otros no lo habrían hecho en ningún caso dice aita.
—La acción fue rápida, aunque no fácil —explica don Ernesto—. La llave estuvo en convencer al Comité o a la Junta de Defensa de que la guerra necesita dinero y ahorro de bocas que alimentar. Para casos excepcionales, se ha establecido un millón de pesetas de multa a camino de la libertad. Usted, don Camilo, ha sido una de estas excepciones. Confían en que no siga ayudando a los fascistas…
—Porque ya habrá dado dinero para la rebelión —larga Juan entre dientes.
Aita se cierra en sí mismo.
—Lo de una boca menos para el rancho también pesó lo suyo —rie don Ernesto, vigilándolo todo, miradas y palabras, para limar asperezas—. ¿En qué condiciones están los presos del barco? —Ha vuelto vivamente la cabeza hacia aita.
—En las bodegas —dice aita—. Una cloaca. Una porqueriza. Docenas de hombres paseando como muertos vivientes, o tendidos sobre las planchas húmedas del piso, con la ropa que llevaban cuando los cazaron en sus domicilios, muertos de frío en la jaula de hierro, desesperados, aterrorizados… ¿Rancho? ¡Bazofia!… Llueven sobre ellos insultos y amenazas, de un momento a otro esperan ser muertos… ¿Se van ustedes a aliar con esa gentuza?
—Apoyamos la legalidad de la República —dice Juan sombríamente.
—Si bajaran ustedes a esas bodegas comprobarían que allí no está la República sino la chusma armada —dice aita con los labios temblándole.
—Si no fuera por españoles como usted, los militares no se habrían sublevado —gruñe Joseba—. El pueblo dice que los militares apoyan el capitalismo contra el comunismo.
—Pero el PNV no es revolucionario. ¿A qué espera para adherirse a…?
Aita se ha excitado más de la cuenta. Es don Ernesto quien ha cortado su pregunta:
—Diga, mejor, a qué estamos esperando para defender claramente algo nuestro…
Parece que iba a seguir hablando, pero calla, y está mirando a ama. Yo también la miro y la veo hacer un expresivo gesto para que no siga, y no sé si no quiere que siga porque ella va a decir algo, o para que deje hablar a Juan o a Joseba, o porque lo que dice aita no merece atención.
—Les advierto que allí han quedado muchos sacerdotes —añade aita.
—Terrible —dice Joseba.
Ahora entra una de las chicas con una bandeja con servicios de café y té. Aita parece aún más cansado y dice: «Nuevamente les agradezco lo que han hecho por mí. Estoy convencido de que han salvado mi vida». Juan le dice: «No salga de casa hasta que pase todo esto». Se vuelve a ama: «Pondremos una guardia de gudaris en tu jardín, ¿eh, Cristina?». Ama asiente en silencio. «Gracias», dice aita. «Nunca permitiremos barbaridades en nuestra tierra», dice Joseba. Los únicos que no tomamos café o té somos ama y yo. «Resucito», suspira aita, sorbiendo su café humeante. «Hace menos de una hora aún me helaba en el Altuna Mendi… ¡preso en mi propio barco!». Aita y sus ropas huelen a zarza quemada. Don Ernesto le dice: «Vamos, vamos, don Camilo, pasó la pesadilla». Pero aita no puede callar: «¡Los infelices que he dejado allí! ¡Que los lleven de una vez ante los jueces para que los devuelvan a casa!… ¿De qué se nos acusa? Somos los mismos que hace veinte, cincuenta años, cuando toda la sociedad se miraba en nosotros por haberla llevado a la mayor prosperidad jamás soñada», farfulla. Y don Ernesto: «Desde hace un mes rigen otras leyes, todo contrarrevolucionario es sospechoso y lo paga con la vida». La espalda de aita se halla totalmente derrumbada, pero él no calla: «Tan sospechosos como yo tendrían que ser ustedes, los del PNV, que no lanzan contra la rebelión a todas sus fuerzas. Es altamente significativa su indecisión, expresa que ustedes mismos saben que su lugar natural está con nosotros. Mi liberación pertenece a esta lógica». «Lo hemos hecho simplemente por Cristina», dice Joseba, y recuerdo que ya se lo había oído. Las dos tazas de café que ha tomado aita le proporcionan energías para ponerse en pie al tercer intento. Pasa por delante de don Ernesto, estrecha fuertemente las manos de Juan y Joseba repitiendo con soplos de voz: «Gracias, gracias, gracias…», y a mí me toca el brazo y entonces mira a ama y parece que va a desandar sus pasos, y duda, y seguramente le parece excesiva la distancia hasta ella y se limita a dar la vuelta hacia la salida del salón. Llama por señas a una criada en la que apoyarse. «Voy a librarme de toda la miseria que he traído», dice, sin detenerse ni volverse, ya escaleras arriba. Es ahora cuando habla ama por primera vez: «¡Modesta, quiero verte aquí abajo en un minuto!». «Sí, señora», dice Modesta. «Ustedes no le conocen bien», dice ama, mirando a don Ernesto, a Juan y a Joseba. «Pero, Cristina, ¡si no puede ni con sus huesos!», dice Joseba. «Ja. Ustedes no le conocen bien», dice ama. Me gustaría saber lo que piensa Juan, que sólo mira. Hay que ser ama o hijo de ama para saber sufrir la existencia del bastardo desde hace cuarenta y siete años. Pienso que don Ernesto, Juan y Joseba tampoco entenderán la inmarchitable fe de ama en la existencia de la modelo de Aurken, ¿no es así, Martxel?… Por cierto, Martxel, que no se nos olvide ir el domingo al cañaveral de Altubena. ¿Tendrán los Altube bien protegida a Andrea de tanto peligro?… Suena la campanilla de la puerta. Pasos de un sirviente. Irrumpe José Antonio en el salón y se dirige vivamente a ama y toma sus manos, diciendo: «Cristina, me acabo de enterar y vengo corriendo de casa. Todo ha salido bien, ¿verdad? ¡Cómo me alegro! ¡Qué tiempos…!». «Sí, sí… Acaba de retirarse a sus habitaciones», dice ama. «Estará deshecho. ¡Pobre hombre!», dice José Antonio. «¿Qué tal están Mari Carmen y Aintzane?», le pregunta ama. José Antonio le contesta que bien, bien, y hablan durante un par de minutos y luego él se sienta y toma la cafetera para servirse, pero ama ordena a una criada que traiga nuevo café caliente. Luego, los cuatro se sumergen en una conversación como las que ellos u otros parecidos suelen sostener con ama. Y digo se sumergen porque es como si abrieran un paraguas grande y todos se metieran debajo, hablando entre ellos sin cambios de voz, un grupo cerrado en el que yo no entro, no entraría aunque faltara el paraguas, porque hablan y hablan y hablan, y yo, que sigo allí y les oigo, en ningún momento me conmuevo, a pesar de que tratan continuamente de Euskadi. Sí, en cambio, me conmuevo cuando ama, Martxel y yo hablamos de los caseríos albergando a nuestra vieja raza, o de los misterios que encierran nuestros neblinosos bosques, o de nuestras montañas invioladas recordándonos una libertad inmemorial, o de nuestras tradiciones que datan del primer día de la Creación, o de nuestra particular tradición familiar inseparable de la playa de Arrigúnaga, o de la neskita del cuadro, o de Andrea (aunque Martxel y yo nunca hablamos de Andrea con ama, ignoro por qué; yo mismo me apresuro a cambiar de asunto cuando Martxel nombra a Andrea ante ama; la verdad es que la propia ama se aleja cuando Martxel menciona a Andrea, ignoro por qué). Ahora escucho y me llega muchas veces la palabra estatuto, así como que «las tropas de Mola avanzan en Guipúzcoa», o «en Álava y Navarra los rebeldes están fusilando con ferocidad», o «si no cambia el signo de las operaciones, en breve caerán Irún, San Sebastián, toda la frontera con Francia», o «sí, la Guerra va demasiado deprisa», o «hay que esperar», o «es una angustia ver cómo se pierde tanto territorio», y, de nuevo, «hay que esperar», o «si hay que esperar con angustia, pues esperaremos con angustia», o «hemos pactado con la democracia de la República, no con el Frente Popular, y en estos días vivimos un enconado diálogo con la República», o «esta espera tendrá un buen final, no puede ser de otro modo», o «es una negociación sobre un tablero y bajo la dictadura de un reloj», o «pronto acabarán nuestros viajes a Madrid y nos podremos volcar en Euskadi». Y estatuto por aquí y estatuto por allá, pero no me emociono ni cuando lo pronuncia ama, pues ella nos suele decir a Martxel y a mí que ambos representamos la parte más pura de Euskadi y que jamás permitirá que ni siquiera nos roce la negrura de ciertos combates que habrá que librar en su defensa. «¡Uff, la política!», suele exclamar. «No queráis saber nada de ella». A veces, dudo si es de buenos hijos descansar tan absolutamente en ama, por mucho que ella así lo quiera. Asisto de lejos a este y otros encuentros, y si le pregunto: «Ama, ¿qué ocurre por ahí fuera?», ella me responde: «Yo lo resolveré todo. Vuestro único cuidado será tener a Euskadi en el corazón. De pronto, llama: «¡Modesta!», y se oyen pasos precipitados descendiendo las escaleras y aparece la criada en el umbral del salón. «¿Me llamaba la señora?», y ama le pregunta: «¿Tengo que despedirte?», y la criada contesta: «No, señora, no tiene que despedirme», y se va. Se reanuda la conversación bajo el paraguas. Ahora nos llega el ruido de un coche y todos callan. José Antonio se pone en pie para mirar por el ventanal.
—Es esa gente —dice.
Don Ernesto, Juan y Joseba también se levantan y miran.
—Vienen a por Camilo, se lo quieren llevar otra vez —dice Joseba.
—Que nos vean, salgamos al porche —dice Juan, echando a andar. Ama se levanta—. Usted no, Cristina. Y usted tampoco. —Esto es para clon Ernesto. Por el contrario, me hace un gesto con el brazo para que les siga.
Estamos los cuatro en el porche. Por el jardín se acerca un miliciano, otro no ha pasado de la puerta de hierro y hay dos más en el coche detenido en la carretera, los cuatro armados con fusiles. El primer miliciano llega al pie de las gradas, y resulta que no es un miliciano sino una miliciana.
—¿Qué desean ustedes? —pregunta José Antonio.
—Vengo a interesarme por Camilo Baskardo. Es mi abuelo —dice la miliciana.
—¡Dios mío, es mi nieta Flora! —nos llega la voz de ama desde dentro—. ¡Que pase!
¿Su nieta Flora? ¿Qué nieta Flora? Ama está muy alterada, no sabe lo que dice. Si fuera su nieta yo la conocería, y no la conozco.
—Cuesta creer que usted sea nieta de Cristina. ¿Está diciendo la verdad, Moisés? —dice José Antonio.
—Yo soy Josafat —digo.
—¿La conoce?
—¿Yo?
—Martxel… —pronuncia suavemente la miliciana, mirándome desde abajo con aire de asombro.
—¡No soy Moisés, soy Josafat! —digo, seguramente grito.
La miliciana no aparta sus ojos de mí.
—¡Que pase! —oímos a ama.
—¿Es verdad que usted es su nieta Flora? —pregunta Juan.
—Sí, mal que les pese —dice la miliciana.
Si fuera nieta de ama, sería algo mío, no sé qué, pero algo. Está claro que ama le sigue el juego para no correr ningún peligro.
—¿Es usted la que vivía en Oiarzena? —pregunta José Antonio.
—La misma —dice la miliciana.
—Oiarzena… —murmura don Ernesto.
—Mi abuela me permite entrar —dice la miliciana.
—¿La conoce usted? —me pregunta José Antonio ásperamente.
—Un poco —digo. Ama no quiere que corramos riesgos.
La miliciana sube las gradas corriendo y llega ante mí.
—¡Ya me recuerdas, Martxel! —exclama.
—Un poco —gruñe José Antonio—. ¿Qué significa un poco?
—¿Por qué no pasa de una vez? —oímos a ama.
La miliciana coge mi mano y quiere entrar así conmigo, pero Juan le cierra el paso y le dice:
—Esta es una casa de paz, deje el arma fuera.
La miliciana deja su fusil sobre el cristal de la mesa.
—También el pistolón —dice Juan.
La miliciana saca el pistolón de su funda de cuero negro y lo deja junto al fusil. Ha soltado mi mano para realizar estas operaciones y me aparto de ella para que no me la coja de nuevo. Entra en casa y todos detrás. Ama se ha levantado.
—¿De dónde sales con esa pinta? —le pregunta.
La miliciana murmura «Abuela» y la abraza, la besa en la mejilla y se estrecha contra ella. Ama no sólo se deja sino que también la abraza. ¡Siempre sacrificándose por nosotros!
—Pero siéntate —dice la miliciana, y acomoda a ama en su sillón y se sienta en el suelo a sus pies, cruzando las piernas con pantalones. ¿Cuándo se ha visto a una mujer con pantalones?
—Seis años…, seis años… —suspira ama.
—No me atrevía a venir —dice la miliciana.
—Seis interminables años… —dice ama.
Don Ernesto, José Antonio, Juan y Joseba se miran entre ellos y las miran.
—Y ahora me vienes así —dice ama, tocando con repugnancia la ropa de la miliciana, su chaquetón de cuero negro, sus correajes, sus insignias, su ridículo gorro, su pañuelo rojo al cuello, pero no sus pantalones, pasa sobre sus pantalones sin tocarlos ni mirarlos.
—El mundo se me escapa de las manos —gime ama—. Pero lo volveré á coger. Con la ayuda de Dios, lo volveré a coger… ¿De qué vienes disfrazada? Aquello de Oiarzena tenía que acabar así. Aunque Dios ha sido generoso y me ha permitido recuperar a este hijo —y me mira al decir esto.
¿Por qué no pronuncia mi nombre? La miliciana se cubre la cara con las manos y llora, o eso parece, y la oigo: «Era el ser más puro del mundo». Ama, que está inclinada sobre ella, en vez de tocar su ropa acaricia ahora su pelo. Es duro ver lo que ha de hacer para salvarnos.
—¡Quiero que el tiempo retroceda hasta aquel infausto día de San Baskardo! —exclama la miliciana.
—¿Para qué? El tiempo es de Dios —dice ama.
—¿Para qué? Abuela, ¿cómo puedes preguntar para qué? —solloza la miliciana, o así me lo parece.
—Con aquello o sin aquello, habrías seguido pecando igual. Llevabas marcada en la frente la condenación de Oiarzena… Este disfraz, las armas y las barbaridades que estáis cometiendo en esta guerra no son, precisamente, expiaciones —dice ama, llevándose un pañuelo a los ojos.
José Antonio se inclina sobre el sillón para hablarla:
—Cristina, en circunstancias normales nos retiraríamos, pero…
La miliciana se pone en pie, tira de su chaquetón hacia abajo y pregunta:
—Está aquí, ¿verdad? Sólo quería saber si llegó.
—Si estuviera, ¿se lo llevarían ustedes otra vez? —dice Juan.
—Es su nieta y nunca haría eso —dice ama.
—Ahí afuera hay hombres armados que no son sus nietos —dice Juan.
—Supimos que mi abuelo había sido liberado y quería comprobar si llegó a casa sano y salvo —dice la miliciana.
Don Ernesto, José Antonio, Juan y Joseba no abren la boca.
—Sí, tu abuelo está en casa —dice ama.
—Sano y salvo, porque lo trajimos nosotros. Y si ahora se atreven a secuestrar al prisionero violando una orden de la Junta… —dice Juan.
—No se pasen ustedes de buenos —dice la miliciana—. ¿Está arriba, abuela? ¿Puedo verle?
Ama asiente. La miliciana sube al piso.
—Habría convenido mentirle y decirle que Camilo no está aquí. No me fío —dice Joseba.
—¡Es mi nieta! —dice ama.
—Pero no es ella la que ha sacado del barco a Camilo sino nosotros, que no somos sus nietos —dice Juan.
José Antonio se acerca al ventanal.
—Ahí siguen ésos, sin quitar los ojos de la casa —dice—. Quizá la hayan traído engañada y entren a por Camilo en cuanto descubran que sí está aquí.
—Mi nieta no es tonta —dice ama.
Juan empieza a pasear por el salón. Sólo cuatro pasos y vuelta. Le sobra mucho salón, con más pasos podría alcanzar las paredes. ¿Está cansado? No, pues hay sillones vacíos. Si sus brazos le acompañaran en sus carreras en vez de llevarlos como estacas caídas a sus costados…
José Antonio se vuelve del ventanal y dice:
—Cabe entender la presencia de sujetos así en nuestra patria —y lanza enérgicamente su brazo hacia atrás—, pero no tratándose de una Oiaindia militando en el anarquismo. ¿Qué ha pasado, Cristina? ¿Qué diagnóstico aplicaremos a un pueblo cuya mejor sangre engendra enemigos?
—El mundo se me ha ido de las manos —suspira ama.
—¿Qué hemos hecho mal como pueblo? —dice José Antonio.
—Dios nunca nos abandonará —dice don Ernesto.
—¿Significan sus palabras que no nos abandonará a pesar de que realmente hemos hecho algo mal? Dios no abandona a nadie. De manera, padre, que no me ha sacado de dudas —dice José Antonio. Aprieta los dientes y levanta la cabeza para mirar al techo—. ¿Qué está pasando ahí arriba? Joseba, ¿quieres subir a ver qué pasa? Sin ruido, sólo un vistazo.
Joseba sube silenciosamente al piso. Juan sigue con sus cuatro pasos. Si no gasta fuerza en sus brazos es porque parece estar pensando.
—Hay mucho preso en cárceles y barcos. Sustituiremos a los guardianes actuales por gente del Partido —dice, al acabar una vuelta.
—Y pronto. Antes de que incontrolados las asalten y hagan una carnicería —dice don Ernesto.
—Sí, pronto, cuestión de días. El poder en una guerra está en las armas y nosotros no tardaremos en entrar en acción con muchos batallones. Será pronto —dice José Antonio.
—Resistir, resistir un poco más es la consigna. Tendremos Gobierno vasco. Suena bien —dice Juan.
—¿Ha oído usted, Cristina? ¡Gobierno vasco! —exclama José Antonio dando una patada en el suelo nada ruidosa. Y se acerca a ama y la besa en la frente.
A continuación es como si una brisa envolviera a ama, a José Antonio y a don Ernesto, no a Juan, a cada uno y a los tres juntos, arrastrando de ellos sombras y reemplazándolas por luces. Sólo queda que yo me acerque a ama y le dé un beso, no en la frente sino en la mejilla, y no un beso sino varios, y es lo que hago, sin dejar de mirar a José Antonio. Ahora habla Juan:
—Todo será en vano mientras no sepamos poner remedio a sucesos como la tragedia de esta familia: una vasca con la bandera roja y negra y la A.
—¿Qué sería de la Iglesia sin los renegados? —sonríe don Ernesto.
Se agrieta el rostro de ama. ¿Por qué la tratan así? ¿Con qué derecho la culpan de nuestras desgracias?
—Yo soy Josafat, hijo de Cristina Oiaindia, y no soy anarquista. Martxel tampoco es anarquista —digo, de pie junto a ama.
—¿Martxel?, ¿quién es?, ¿dónde está? —pregunta Juan.
—Bien, ¡ejem!, lo mejor será… —dice don Ernesto.
—¡Cuánto tarda en bajar esa chiquilla! —dice ama.
—¿En qué quedamos, Cristina? —ríe José Antonio—, ¿No nos tranquilizaba usted hace un segundo?
—Y tú, Jaso, ¿qué me dices de esa muchacha de ahí arriba? —ríe don Ernesto.
Joseba está bajando las escaleras de tres en tres y nos anuncia en voz baja:
—Cuidado, ya la tenemos aquí…, la traigo detrás.
La anarquista pisa un salón enmudecido. Parece llorar.
—El abuelo está bien, lo he dejado en la cama, bien arropado. ¡Pero qué viejito el pobre! —dice.
—De donde ha sido rescatado hay otros muchos en trance de muerte sin ser ancianos ni enfermos. ¿Por qué no se preocupan ustedes de ellos y los liberan? —dice Juan.
—¡Estamos en una guerra que el Frente Popular no ha empezado! Ustedes, los del PNV, no acaban de entenderlo. El fascismo ataca a la República y la República tiene que defenderse, y una manera de defenderse es neutralizando a los fascistas. Mi abuelo es un fascista, y lo mismo los demás presos, pero son presos de la Junta de Defensa, no de los anarquistas. Ustedes han sabido moverse para sacar a mi abuelo, y ha de parecerme bien, porque ese hombre, además de fascista, es mi abuelo… Creo que la Junta y yo acabamos de cometer una traición y algún día se nos pedirán cuentas —dice la miliciana, sentándose.
—¡Menos mal que no has olvidado que es tu abuelo! —dice José Antonio—. Ya es algo. Tampoco que Cristina es tu abuela… ¿Puedo tutearte? No soy amigo de formulismos tontos… Sin embargo, has repudiado tus sangres. Es la única traición que te debería atormentar. Aunque las primeras cuentas habría que pedírselas a tu madre, que fue la que empezó con la locura.
—¿Sangres? En esta guerra nos jugamos algo mucho más importante —dice la miliciana.
—Las guerras pasan, las sangres permanecen —dice Juan.
—Acabas de regresar a la casa donde pudiste nacer, demostrando que tu corazón sigue en ella. ¿Cuándo regresará también tu madre? ¿Qué le ocurrió hace veintitantos años? Yo era un niño, pero aquella locura removió los cimientos de Getxo —dice José Antonio.
—Un escándalo de los gordos —dice don Ernesto.
—¿Qué importa eso ahora? ¡Si pudiera convenceros de lo poco que importa! —dice la miliciana.
¿Por qué no la echamos de casa en vez de darle cuerda? Tiene ojos grandes, negros y tristes. Hay que soportarla por nuestra seguridad. Ama marcó muy bien la pauta y todos la debemos seguir. Me sobresalto al oír a ama:
—¡Ofendes a tu abuela presentándote con pantalones en su casa! ¡Los pantalones son para las americanas! ¿Creéis que con esas desvergüenzas ganaréis vuestra guerra?
—¿Por qué no has dicho nuestra guerra o, al menos, la guerra, abuela? ¡Cuánto habríamos avanzado ya! —exclama impetuosamente la miliciana.
—Porque no es nuestra —dice Juan secamente.
Se oyen pasos en el porche, luego en el hall y ahora asoma la cabeza uno de los milicianos, preguntando: «¿Todo va bien?».
—Es Matías, mi compañero —dice la miliciana.
El hombre nos mira uno a uno y nadie sabe lo que esperaba encontrar, pues dice:
—Si estás a salvo, te espero fuera. Y no vayas regando armas por cualquier sitio.
—Así que éste es Matías. ¡Jesús, María y José! —gime ama.
—Ya me marcho, doña Cristina —dice Matías.
—¿Qué va a cambiar el que te marches o no? Lo que está hecho, hecho está. ¡Oiarzena sigue incubando pecadores! ¿Cuándo os casáis? —gime ama.
—En una guerra mueren muchos y vosotros no querréis morir en pecado mortal —dice don Ernesto.
—¡La gente que anda con esa pinta por el mundo no puede saber lo que es un pecado mortal! —gime ama.
—¡Anda la hostia, mira quién está aquí! —exclama de pronto el miliciano apuntando con su fusil a José Antonio—. ¡Aúpa el Athletic!
José Antonio y Matías dan unos pasos hasta encontrarse… ¡José Antonio abrazando a un anarquista!
—No te reconocí. ¡Estás como un chaval! —exclama José Antonio.
—Chaval, sí… Era un chaval cuando te veía en el Athletic y decía a la gente: «Yo también soy de Getxo, como ése, y algún día meteremos goles juntos… ¿Qué, pues?» —dice el miliciano.
—¡Y los metimos en el 27!… Otros tiempos —dice José Antonio.
—Después, tú, alcalde… ¡Buen salto! —dice el miliciano.
—El tuyo, mayor, que te fuiste al Madrid. Ya te iba lo de traidor —dice José Antonio.
—A ti también te llamaron, pero tú… ¡a vigilar que no se te lleven el pueblo! —dice el miliciano.
—Ahora que te veo, sí, tenías alma de maketo —dice José Antonio.
Acaban riendo fuerte. ¿Cómo puede reír José Antonio con un maketo? El único ataque de José Antonio se reduce a decir al miliciano: «Debiste dejar las armas fuera. ¿Es que también somos fascistas y nos vas a llevar al barco?». El miliciano se da cuenta de que ya no puede seguir hablando de fútbol con José Antonio y retrocede hasta el umbral del salón y parece que va a hablar, pero la miliciana se le adelanta:
—No, nadie os tiene por fascistas… Adiós, abuela.
Sí, sus ojos son grandes, negros y tristes. No es ocasión de ponerme a recordar cuándo y dónde he visto yo esa cara de rasgos vascos traicionados. Y a ella le debe estar ocurriendo lo mismo conmigo, porque ahora se detiene ante mí y yo intento retirarme y ella se aferra a mi brazo y me retiene y me mira con sus ojos grandes, negros, tristes y húmedos, y yo intento volver la cara y su mano libre toca un lado de mi barbilla y presiona hasta tener de nuevo mis ojos frente a los suyos, y pronuncia: «Martxel». Le digo: «Yo no soy Martxel sino Jaso», y no la entiendo, pues Martxel no se parecía a mí. Le oigo: «Adolfo». Adolfo, Adolfo, Adolfo…, repito para mí solo, sin poder apartar estas resonancias, aunque, por fin, desechándolas.
—¡Flora, déjale! —gime ama.
¿A qué este nombre, ama? Flora, Flora, Flora… Mis únicos nombres son ama y Jaso, por este orden.
Si ama permite que la miliciana la bese en las mejillas es por nuestro bien. Y que la llame abuela:
—Cuídate, abuela, vendré a verte. Apostaré a un par de compañeros frente a la casa. Por el abuelo.
—Eso es cosa nuestra —dice Juan.
—Que las chicas atiendan bien al abuelo —dice la miliciana a ama.
—Traeré enfermeras —dice ama.
Los pasos de Juan son ahora más largos. Joseba mira por el ventanal. José Antonio parece esperar a que se marche la miliciana para hablar. A don Ernesto, según su costumbre, le gustaría pronunciar la última palabra en esta escena ya muerta. En esto, la miliciana se vuelve a los cuatro hombres, y aunque les dice: «Os necesitamos», la escena sigue estando muerta. Matías levanta el brazo, despidiéndose de José Antonio, y José Antonio le despide de la misma forma.
—Recoge tus armas y no las traigas más por aquí —dice Juan a la miliciana.
—A pesar de todo, eres mi nieta, y una nieta mía nunca dejará de pensar en Euskadi —gime ama.
Sus palabras suenan como el último portazo de esta escena muerta. Nadie se mueve, todos esperamos a que los anarquistas se vayan, y recibo la impresión de que no quieren irse, por lo lentos que se mueven, o a mí me lo parece, por las ganas que tengo de que desaparezcan, pues ama estará cansada de hacer algo que aborrece: fingir.
En el porche, José Antonio contempla cómo la miliciana recoge su fusil y su pistolón, mientras el otro ya se retira por el jardín. Aún dice ella algo más: «A pesar de todo, os necesitamos». Ama suspira: «¡Dios mío, Dios mío!», y tiembla todo su cuerpo y estruja el pañuelo en sus manos y susurra varias veces una frase que me parece que es: «Yo siempre quise a mi hijo».
—¿Te vas a morir, ama?
Martxel no ha de tener queja de un hermano que le recuerda que es domingo y hemos de ir a cierto sitio. «Gracias, Jaso, no sé qué haría sin ti», me dice. Nunca un hermano habrá comprendido a otro hermano como yo a Martxel. El mismo llega a asombrarse de lo profundamente que le comprendo. Y él me corresponde en igual medida. Si yo le digo: «El cañaveral nos espera», él me dice: «Hace mucho tiempo que no salimos en busca de la modelo. Preparemos una nueva expedición. ¿Eh, qué te parece?». «Sí, Martxel».
—¿Adónde vais? —nos pregunta ama. Estoy seguro de que ha dicho vais y no vas.
—Por ahí —digo.
—¿A beber a La Venta?
—Sabes que no bebemos, ama.
—Pues tampoco a pescar.
—No, ama.
—Los domingos no hay escuela. Los niños no salen porque no han entrado.
—Sí, ama.
—Pero hay otros lugares que no se cierran ni los domingos porque no tienen puertas. ¿Estoy en lo cierto?
—Sí, ama.
—El único lugar recomendable que no se cierra ni los domingos es la iglesia. Pero acabamos de salir.
Tras oír misa, nos hemos parado ante la iglesia de San Baskardo.
Recuerdo que ama nos dijo un día de éstos: «A lo largo de nuestras vidas vamos dejando trozos de nosotros mismos…, pero no todos esos trozos merecen ser conservados. Algunos son lastres inútiles, que hacen mucho daño y debemos arrancarlos de nosotros. No cometemos deslealtad, por mucho que nos hicieran felices en otro tiempo. Se trata, precisamente, de que pasan los años y… ¿Me oís (estoy seguro de que dijo oís) bien? ¡Han transcurrido muchos años desde… aquello! ¿Cómo os (dijo os) podré convencer de que, al cabo de los años, ninguno de nosotros es el mismo de antes? Olvidad (dijo olvidad) lo dejado atrás y que murió para siempre. Las personas se alejan de nosotros, o se mueren, y también deben morir sus recuerdos. Si no sucede así, nos destruirán… ¡y no quiero ver a ningún hijo mío destruido! ¿Sabéis (dijo sabéis) de lo que os (dijo os) estoy hablando?
»—No, ama —le dijimos.
»—Vivo en continuo sobresalto.
»—¿Por qué?
»—Sólo me compensa el sentíos (dijo sentíos) más míos».
—Hasta luego, ama —le decimos.
—Hay sitios sin puertas a los que no se debe ir —nos dice ama.
—Adonde vamos sólo hay cañas, cañas muy altas —le decimos.
—Habrá serpientes… y habrá testigos. Me preocupan tanto los testigos como las serpientes. ¡Si, al menos, esas cañas estuvieran en el fin del mundo! ¡Y si esa escuela de Algorta estuviera también en el fin del mundo! —dice ama.
Ya solos, me dice Martxel:
—Ojalá esté… ¡Jaso, no resisto más tiempo sin verla!
—¿Cuándo pedirás su mano? No está bien que os veáis a escondidas en el cañaveral. ¡Y gracias a que estoy yo! Preferiría no ir. No me preguntes por qué. Creo que voy por ama, para que, cuando se entere, se quede tranquila sabiendo que nunca estuvisteis solos. Sospecha, nos lo dice con medias palabras. La culpa es nuestra, por no contarle la verdad de lo que nos traemos. Me avergüenzo. O se lo confesamos o no vamos más —digo.
Martxel lanza un bufido.
—¿Es mi hermano quien habla? ¿Me quiere matar? ¡Sabes que no puedo vivir sin verla! ¿Puedes tú no ver a la tuya? ¿Te ayuda su retrato que tienes en la alcoba?
—Creí que conocías mejor a tu hermano Jaso. La verdad es que estoy seguro de que me conoces muy bien…, de otro modo nunca hubieras querido que cambiara, que fuera como tú. ¡Y yo quise ser siempre como tú!… Ahora todo acabó. Ya no podrás abrumarme con recomendaciones sobre cómo he de ser o comportarme. Soy libre. ¡Se acabaron las humillaciones! El juego ha concluido.
—De eso no hay duda.
—Di: Jaso.
—Jaso.
—¡Más alto!
—¡Jaso!
—Perfecto. Jaso. Jaso. Jaso.
—Espero que no me vuelvas loco —dice Martxel.
Durante el camino al cañaveral respeto su silencio. Al cruzarnos con milicianos vestidos y armados como los que estuvieron en casa, me dice:
—¿Sabrán protegerla los suyos? Deseo con toda mi alma protegerla yo mismo.
—Su familia también la quiere.
—¡No como yo!
La mañana en el cañaveral se desliza como en tantas ocasiones: Martxel, solo, sin Andrea.
—¿Le habrá pasado algo con tanta gente por ahí dispuesta a matar? —gime Martxel.
—Si su familia le permitiera salir de casa libremente pensarías que no sabe protegerla —digo.
—Jamás te separes de mí, Jaso, mi fiel vigilante. No me dejes, ni con ella ni sin ella. Teniendo a Andrea al alcance de mis sucias manos, la induciría a cometer pecado carnal si tú no estuvieras presente. Y, al no tenerla, si tú no estuvieras presente, me masturbaría. ¿Sabes lo que es la masturbación, angelote?
—¿Masturbación?
—Jamás te separes de mí, Jaso. Y enséñame cómo eres —dice Martxel.
¿Qué me ha despertado?
—¿Eh? ¿Eh?
—No te asustes, hijo, no pasa nada… Hoy empezaremos a tomar medidas familiares para afrontar la Guerra. ¡Desde hoy, el Partido está en guerra! —dice ama.
Luego dice «Tate, tate…» al descubrir el desorden del suelo, dispersa mi ropa caqui de montañero, mi camisa a cuadros, mis botas de clavos, mis calcetines blancos de oveja, mi bastón, mi mochila especial con clavijas para el transporte del cuadro de Aurken, incluso el propio cuadro, que descansa en el suelo apoyado en un cajón abierto de la cómoda. Ayer regresé agotado, sólo me quedaron fuerzas para desnudarme y meterme en la cama sin siquiera el camisón.
Ama me obliga a coger con ella el cuadro y a colocarlo en su sitio en la pared, sobre la cabecera de mi cama.
—¡Ea!, vístete, que vamos a Las Arenas —dice ama.
Viajamos en el birlocho. Ella, el cochero y yo. Con ojos brillantes me comunica que ha llegado la gran hora; que una madre, ella, lleva a su hijo a enrolarlo en el ejército de los hombres libres que defenderán el Estatuto y el Gobierno vasco. «Es un momento especial. La emoción sólo me permite decir que es un momento especial», musita ama.
—Si buscamos un arma, será un viaje en balde, pues tengo en casa el rifle para matar al bastardo —le recuerdo a ama.
—¿Cómo olvidarlo? Quiero que el nombre de un hijo mío quede registrado para la Historia en el ejército vasco de la Cruz de San Andrés —dice ama, y al mencionar ejército vasco le tiembla la voz.
El birlocho se detiene ante el edificio del Club Marítimo del Abra, del que aita es socio y frecuenta (cada vez menos), y le hemos oído que allí ha hecho los mejores negocios de su vida. No sé si es la primera vez que ama pisa este club, quizá la segunda o la tercera: llama «piratas» a sus socios, sin excluir a aita, a él especialmente. Me explica que ahora es sede de la Policía Internacional vasca, encargada de proteger los consulados y personas extranjeras concentrados en esta Zona Internacional del Paseo Marítimo. Pregunta por Luis, el jefe. Hay mucho movimiento de gente entrando y saliendo.
—¿Qué te parece el uniforme que llevarás? —dice.
—¿Ese? —digo, señalando a un soldado de la puerta: pantalón mil rayas y camisa caqui con una E bordada en el bolsillo izquierdo. Y abarcas. ¿Abarcas?
—Es el calzado de los vascos —dice ama—. ¿Te has fijado en las boinas con el emblema de Euskadi?
Ama desciende del birlocho con mi ayuda. Uno de los de uniforme nos guía hasta un despacho.
—¡Qué sorpresa, doña Cristina! ¿Por qué no dijo quién era?
—No quiero favoritismos —dice ama.
—Bien, bien, pero… ¡usted aquí!
—Estáis haciendo una buena labor, me siento orgullosa de vosotros —dice ama.
Estamos en el despacho, sentados los tres, el tal Luis detrás de una mesa y observándonos con un parpadeo nervioso.
—Enrola al chico —dice ama.
—¿Al chico? —salta Luis.
—Mi hijo —dice ama.
—Lo sé, lo sé… ¿Quién no conoce a…?
Mi nombre. ¿Cómo me habría llamado de no haberle cortado ama con un impaciente «Empecemos, empecemos»? Luis carraspea y tose.
—Hay un reglamento —dice.
—Como debe ser —dice ama.
Luis no deja de carraspear y toser.
—La edad: edad tope, treinta y cinco años —dice.
—Bah, bah… Una tontería en este caso. ¿Qué más exige el reglamento? —dice ama.
—Mínimo, uno ochenta de estatura.
—Mi hijo da de sobra… ¿Qué más?
—Ser del Partido.
—La duda ofende… ¿Eso es todo?, ¿no hay más condiciones? ¿Quién se ha inventado un reglamento tan lleno de agujeros por los que puede colarse cualquiera? Y de la pureza ideológica, ¿qué? ¿Y qué de los apellidos vascos en sus correspondientes certificados? Tratándose de la defensa de Euskadi, ¿no es justo que seleccionemos a sus soldados entre los mejores vascos y no entre los que, simplemente, cumplan con cierta edad o cierta estatura o incluso con una afiliación de última hora al Partido…, cosas al alcance de cualquier listillo?
Una vez más, Luis interrumpe sus carraspeos y toses para hablar:
—Ha empezado a correr por ahí que nuestra policía es un refugio de cobardes o de franquistas para librarse de ir al frente y salvar el pellejo.
—Ah, sí, hay que vigilar estrechamente a quiénes metemos… Comprenderás, Luis, que en esta severa criba la edad es una motita insignificante —dice ama.
—No tan insignificante.
Luis carraspea y tose durante un rato antes de añadir:
—Creo que… ¡ejem!…, creo que ha rebasado los cincuenta…
—Ostentar mando requiere experiencia, es decir, años —dice ama.
—No me estará pidiendo usted, doña Cristina, que de buenas a primeras haga a su hijo comandante —dice Luis.
—¡Líbreme Dios de pedir favoritismos! Sólo insisto en que hay que tener los ojos bien abiertos para ver dónde están los intrusos y dónde los verdaderos vascos. ¡Me horroriza imaginar que el sitio de un verdadero vasco pueda ser ocupado por un intruso! —dice ama.
Luis alarga el brazo y saca un lapicero de una cajita de cartón con otros lapiceros, gomas de borrar, gomas de atar, sacapuntas y chinchetas, y se pone en postura de escribir sobre un papel y pregunta:
—Y él, ¿qué dice?
No ha levantado los ojos, no nos mira a ninguno de los dos.
—Aquí le tienes, esperando tu decisión. Mi hijo es de los mejores disparadores de rifle del país, sería el mejor de los soldados —dice ama.
—Tiradores —dice Luis.
—Me estás saliendo muy puntilloso… Escucha: se vendría de casa con su rifle y, aparte de ahorrárselo al ejército, no habría un arma más perfecta que la suya —dice ama.
—Esto no es una oficina de reclutamiento del ejército sino de la policía. Creo que se ha equivocado de puerta, doña Cristina. Debe ir a…
—Sé perfectamente adonde he venido —dice ama.
Luis escribe en silencio.
—Exactamente, ¿cuántos años?
—Cincuenta y seis —dice ama.
—Ni siquiera menos de cincuenta y cinco —dice Luis.
Su lapicero escribe sin descanso, sus ojos no se levantan del papel.
—Podrías ahorrarle los desfiles ante la gente, lo suyo serían trabajos más hacia dentro —dice ama.
—Cincuenta y seis años son cincuenta y seis años —dice Luis.
Si levantara la cabeza alguna vez y me mirara y, al mismo tiempo, pronunciara mi nombre, quizá le hablaría. Pero ni levanta la cabeza de lo que escribe ni me mira. ¿Me habrá visto?, ¿me habrá olvidado?
—Cincuenta y seis años —repite.
—Mi hijo está sano, es un andarín de primera, aún puede hacer marchas de cuarenta kilómetros. Me consta —dice ama.
—Los policías no marchan, doña Cristina, ésos son los soldados. Además, tenemos buenas motocicletas —dice Luis.
De un momento a otro le preguntaré por qué no me mira.
—Su hijo no corre ningún peligro, doña Cristina. Ninguno —dice Luis.
—¿De qué peligro hablas? —dice ama.
—Nunca reclutarán su quinta, no tiene sentido que lo meta usted aquí. No corre ningún peligro. Ninguno. Ni aunque la guerra durara un siglo, doña Cristina —dice Luis.
—Temo que en un arranque de patriotismo corra a alistarse. Y a nadie con cincuenta y seis años y reúma le conviene el relente nocturno de los montes —dice ama.
—Es usted toda una madraza, pero en la policía también entran los servicios nocturnos —dice Luis.
Ama suspira.
—No te das por vencido y lo comprendo. Te pido algo difícil. ¿Por qué, si no, estoy aquí con mis viejos huesos a cuestas? —dice ama.
Por fin, levanta Luis sus ojos del papel y suelta el lapicero. La mira a ella, no a mí. Se pone en pie, sale de detrás de la mesa y viene hasta ama para ayudarla a levantarse. La ayudamos entre los dos. Como yo también me he levantado, echo una ojeada al papel de la mesa, para ver qué nombre ha escrito. No distingo los trazos desde aquí, mi vista no es la de antes. Me acerco más, sin soltar a ama, y alargo el cuello. No era mi vista, es que no hay nada escrito, sólo pintaba muñequitos para mirarlos y no tener que mirarnos ni a ama ni a mí, sobre todo a mí. No ha escrito ningún nombre. Aunque habrá de inscribirme con alguno. Ni siquiera ha preguntado cuál. La gente se comporta últimamente así conmigo. Entre Luis y yo acomodamos a ama en el birlocho.
—Te lo agradezco sinceramente —dice ama.
—Necesitábamos una policía. Bien, todos de acuerdo. Pero luego, bla, bla, bla, críticas, murmuraciones, que si nido de emboscados, que si no sé qué… Alguien tendrá que estar en la policía vasca, ¿no? —dice Luis con las cejas fruncidas.
—A casa, rápido, que me duele la espalda —dice ama al cochero.
Si a estos buenos aldeanos les llegara la calidad artística de este cuadro, quizá le prestaran más atención. Lo hemos instalado en la plaza del pueblo, apoyado en un banco de piedra que Martxel y yo aprovechamos para sentarnos a descansar. Es que el cuadro pesa lo suyo. «¿Alguno de vosotros conoce a esta muchacha?, ¿es de este pueblo?», preguntamos una y otra vez. Se nos acerca el alguacil y nos pregunta si tenemos permiso para vender en la calle. «No estamos vendiendo», le digo. «¿Que no? ¿No está vendiendo este cuadro de la Virgen?». Le aseguro que no lo estoy vendiendo y que no es la Virgen. «¿Quién es, pues?». «Una muchacha a la que buscamos». «¿Buscamos?… ¿Dónde está el otro?». «Sí, mi hermano Martxel y yo. Yo me llamo Jaso. Es un rostro de virgencita, ya lo sé. ¿La conoce?, ¿la ha visto en alguna parte?, ¿le recuerda a alguien del pueblo?». El alguacil me pregunta si es alguna pariente escapada de la familia. «Mi hermano dice que me tengo que casar con ella». El alguacil me mira de arriba abajo. «¿Casarse usted con esta niña? ¿Por qué no va con su cuadro a sentarse donde no le dé tanto sol en la cabeza?».
Hemos comido unas fenomenales alubias rojas, con morcilla, chorizo y costilla, en una tasca de la plaza y, tras una corta siesta a la sombra de una higuera, reanudamos el viaje, ahora adentrándonos en espesuras inhóspitas que desembocan en valles perdidos glorificados por viejos caseríos, hermanos del tiempo. Pasamos de uno a otro, adentrándonos más y más en nuestra propia alma, deteniéndonos en portalones, bajando el cuadro al suelo y retirando la fina gasa que lo protege, regalo de ama. Nada. Nada. Nada. ¡Oh, Dios!
Antes de ponerse el sol debemos decidir entre volver sobre nuestros pasos o seguir adelante hasta la noche.
—¿Ves eso? —digo de pronto a Martxel.
—¿El qué?
—Hay algo raro en esa ropa tendida. Acerquémonos. Observa esas camisas blanquísimas entre tanta ropa oscura y de trabajo —digo.
Martxel no comparte mi extrañeza. Siendo larguísima la cuerda de colgar, piensa que la familia será también numerosa, con miembros persos, incluso con uno que use tantas y tan blanquísimas camisas.
—Hay algo más —digo.
Martxel piensa que no hay nada más.
—Sí, escucha: la brisa agita esa ropa como banderas al viento. Veo el temblor natural de la ropa, el vuelo de las mangas largas, el pesado alzamiento de los pantalones, el loco volteo de calcetines, trapos de cocina y pañuelos, los estampados de blusas, manteles y sábanas… y otros temblores, todos naturales, muy naturales. Pero hay un temblor que no es natural. No. No.
Martxel piensa que son bobadas mías. Como siempre, tendré que darle la razón, porque es Martxel… Sin embargo, ahora no es lo mismo, siento que todo ha cambiado y he de andar con pies de plomo. Pues es Martxel quien tendría que haber descubierto que hay algo más.
—Martxel, a ti te corresponde revelárselo al mundo.
—¿Revelar?, ¿el qué?
Me acerco más a las camisas blancas.
—Esos rellenos, esa guata, un relleno para cada camisa blanquísima. Sólo a estas camisas les cuelga un relleno para el hombro, no a las otras. Cuéntalas: son siete camisas. La colada se hace una vez a la semana. Son siete camisas de hombre. ¿Qué aldeano usa a diario camisas de seda tan blanquísimas y una por día? ¿Quién vive ahí sin ser aldeano? Y, principalmente, los rellenos, la guata: no un relleno por hombrera sino un relleno por camisa, de modo que queda sin guata una hombrera por camisa. ¿Por qué no me ayudas a pensar, Martxel? —digo.
Ahora ya estoy tocando las camisas blanquísimas. Cada relleno cuelga del extremo del hombro derecho de cada camisa. Del derecho.
Me cercioro: todos los hombros izquierdos carecen de guata. ¿Ves lo mismo que yo, Martxel? Oh, sí, leo en tus ojos risueños que te me anticipaste. ¡El pobre tonto de Jaso creyó ser el primero! ¿Por qué has permitido que te usurpe el honor de haber descubierto la guarida de la bestia?… ¡Oh, Dios! ¿Y si el que sufrió el ataque fue el hombro izquierdo y no el derecho? ¡Llamo a tu memoria, Martxel! ¡Por favor!… Una figura gruesa nos vigila desde el portalón. Un perro estalla en ladridos. Nos han tomado por ladrones de ropa tendida.
Le pido al criado que me abre la puerta que no haga ruido para no despertar a ama.
—Está despierta —me dice.
En cuanto la veo bajar las escaleras en camisón comprendo mi error al venir a casa por el rifle. Se lo tendré que decir, me sabrá en peligro, se inquietará…
—¡Gracias a Dios que llegas! —dice ama, echándome un vistazo general, destapando el cuadro para comprobar su estado y acompañándome escaleras arriba.
El criado se queda con el cuadro y con la orden de que lo cuelgue mañana en su sitio. No lo podrá hacer solo. ¡Cómo pesa el condenado!
—¿No me preguntas si he encontrado algo esta vez?
Suena a gloria mi propia voz.
—Ya lo habrías gritado nada más verme —dice ama bostezando.
—Pues he encontrado algo, le he encontrado a él. Sé dónde se pudre el bastardo —digo. Ama da un gritito y se cubre la cara con las manos, librando los ojos por encima de las uñas—. Cojo el rifle y parto ahora mismo a detenerle. La Erzantza aún no me ha entregado un arma…
—Esta guerra nos ofrece la ocasión de ajustar cuentas… ¡quién nos lo iba a decir! —dice ama—. Pero no hoy, no esta noche. La noche protege a los malos.
Estoy agotado y tengo sueño. Mañana seguiré teniendo al bastardo en el mismo agujero.
Desayuno en uniforme. Ama carga de comida mi estómago: seis huevos con pimientos rojos, queso de aldea, cuajada y una hogaza de pan, todo regado con una jarra de leche espumosa recién ordeñada.
Ordena a las criadas que metan más alimentos en una mochila. Me despide a la puerta del jardín. Acaricia el rifle y se asegura de que llevo suficiente munición. «Tráelo vivo, aquí haremos justicia… Desearía que esa horrible casa de enfrente estuviera habitada a tu regreso con el cautivo y lo vieran cargado de cadenas». Descubro a aita observándome tras el cristal de su balcón. Creo que me hace una seña con la mano. Si supiera que voy a la caza de su bastardo…
Llego a primera hora de la tarde. El colgador de ropa está vacío. Sale de la cuadra un aldeano llevando cuatro vacas al pasto. Va en camisa. Una camisa blanca, recién lavada y planchada. Me acerco y al hombre se le va el color. Saludo y me responde. Estoy seguro de que la camisa es de las que ayer estaban en el colgador. En su pechera hay grumos de estiércol.
—Buena camisa. Elegante —digo.
—Bah. Vendían muchas con defectos en rebajas y la mujer compró. Menos dos para los domingos, el resto las hemos echado para el trabajo —dice el hombre.
Tiene cara de palo y lo mismo podría estar diciendo una verdad que una mentira. Quiere pasar de largo, pero me adelanto. Las vacas siguen solas.
—Buen tejido. ¿Puedo tocarla? Quizá me compre algunas a la vuelta —digo.
—Se acabaron en la tienda —dice el hombre.
—Coño. Razón de más para que no las gastes en el trabajo. Ya la tienes manchada —digo.
Mi brazo se extiende hacia su hombro derecho y lo palpo. Un bulto bajo la tela.
—Es una camisa muy rara —digo.
—Tengo de nacimiento el hombro caído. ¿No ve usted?, ¿no ve? —dice el hombre, y ahora observo que en ningún momento ha mantenido sus dos hombros a la misma altura, que ha forzado al derecho hasta ponerlo más bajo que el izquierdo. Me invade una inmensa compasión por este pobre baserritarra. Alguien, desde la sombra, le obliga a comportarse como un ridículo payaso.
Mi uniforme de la Ertzantza y mi rifle están produciendo el efecto deseado; seguramente también los está viendo el bastardo estremeciéndose de pavor.
Se lo pregunto sin más adornos:
—¿Dónde está metido?
—¿Eh? —dice él. Su cara de palo está a punto de astillarse.
—Se llama Efrén, es bastardo y es el gran enemigo. Está aquí y vengo con este uniforme a detenerlo —digo.
Permito que se reponga.
—¿Qué me pasará a mí? —murmura.
—Nada. Estando él, es imposible pensar en otro culpable. Yo lo arreglaré —digo.
Me guía al interior de la cuadra.
—Fue por dinero, sólo por dinero. Dos meses antes de la Guerra llegó por aquí y nos contrató para abrirle un cuarto en el suelo, aquí mismo. Nos dijo que le querían matar unos chulos de Madrid. Pero acabamos el zulo en un mes y estuvo vacío otro mes. Y cuando empezó la Guerra y lo tuvimos en el agujero supimos que era cosa de la Guerra. Salía de noche a tomar el aire y estirar las patas, y a veces también de día, pero dentro de la cuadra. Nosotros no queríamos, pero nos convenció con más dinero. Mis dos hijos cobraron bien para sacar la tierra y meter algún mueble, una cama, una mesa y una silla, velas y algún trasto más. Fue serio, pagó religiosamente. Fue tan serio que no sólo respetó su palabra y pagó, sino que metió a mis dos hijos en una de sus fábricas con todos los papeles en regla, aunque los chicos no tenían que trabajar en la fábrica sino en el zulo, pero iban todos los sábados a recoger el sobre del listero. «Por trabajos varios», decía el papel que firmaban. Empieza la Guerra y vemos que tenemos un franquista metido en la cuadra, íbamos a hablarle, pero él se nos adelanta. Más dinero. También nos convenció. ¿Qué íbamos a hacer nosotros? No podíamos echarle, había pagado bien su agujero, no estaría bien. Era tan serio que nos dijo que estábamos corriendo un gran riesgo y que lo justo sería premiarnos también por eso. Nos quedamos de piedra cuando soltó lo del millón de pesetas.
—¿Os puso en mano un millón de pesetas? —digo.
—No, eso vendría después, al final. Y ya lo habremos perdido. Pues nos dijo otra cosa muy seria…, él es muy formal…, nos dijo que, por él, nos daba sin más el millón, pero que entonces corríamos el riesgo…, nosotros, no él…, corríamos el riesgo de no cumplir nuestra palabra, porque con ese millón nos compraba a nosotros su seguridad, y si ocurría algo y él caía…, pues éramos nosotros los que faltábamos a nuestra palabra, así que nos dijo que estaríamos seguros de cumplir nuestra palabra si era él quien podía entregarnos personalmente el millón al final de todo… Bueno, y ahora él no tiene ninguna obligación de darnos el millón, porque hemos faltado a nuestra palabra… y, hasta hoy, nadie en el mundo podía decir que yo no había cumplido siempre mi palabra… Usted no tiene la culpa, pero nosotros nos hemos estrellado.
Sólo tengo ojos para la trampilla que hay a mis pies. El baserritarra la abre, asoma la cabeza y dice:
—Tiene visita.
Ayuda a subir a la sombra que sale del agujero. ¡Dios, ya tengo al bastardo! ¿Qué te parece, Martxel?
—¡Quieto, manos arriba, un solo movimiento y te abraso! —dice el rifle con que le apunto.
—Aquí, no…, no —dice el baserritarra.
—¡Una cuerda! —pido.
El baserritarra busca y pone una cuerda ante mis ojos, mientras dice al bastardo:
—No se tragó lo de la camisa.
—¡Imbécil!
¿Es la voz del bastardo?
—¿No les ordené encarecidamente que jamás sacaran mis ropas a secar a la vista de todo el mundo? ¡Imbéciles!
¡Sí, es el mismo rebuzno que nos llegaba del otro lado de la carretera!
—Ha sido cosa de la mujer —dice el baserritarra.
Le arranco al bastardo la manta que le cubre y aparece la camisa, una de las camisas blancas con relleno. Al atarle con la cuerda las manos a la espalda cuido mucho de ni siquiera rozar su maldita carne con mis dedos. Pienso si me habrá reconocido.
—¡Euskadi está ganando la Guerra! —digo.
Lo saco de la cuadra a punta de rifle. Ahora estamos frente a frente. Su cara es blanca de cadáver, está muerto de miedo. ¡No olvides jamás este momento, Martxel! Nuestras miradas han de cruzarse de un momento a otro. Sabe que su vida está en mis manos.
—¿Apinas qué vamos a hacer? ¡Ventilar nuestro último duelo! Mandaré a recoger tu rifle. Iremos a nuestro monte y te obligaré a luchar. Alguien ha faltado a la cita en los últimos años y no soy yo. Te podría matar aquí mismo, mi rifle me lo está pidiendo y lleva las balas más plateadas, pero te concederé el duelo. El duelo o la muerte inmediata. ¿Duelo, pues? —digo.
Lo tengo delante, pero no me mira. Con un simple movimiento podría dejar de tener su rostro frente al mío, pero no se mueve, es como si le diera igual evitar o no mi mirada, como si no me viera. Permanece inmóvil y en su cara de mármol sus ojos también están inmóviles, y pienso que ni por un segundo habrá tenido que mirarme, ni siquiera por descuido. El caso es que, si no me ve, jamás podrá ponerme sus ojos encima. ¡Maldita sea, no me ve! ¡Sabe quién soy y no quiere verme! ¡Maldito bastardo! Le golpeo la cabeza con la caña del rifle.
—No lo mate en mi casa —dice el baserritarra.
Le golpeo hasta cansarme. Admito que deseaba tener una excusa. Oigo pasos en la comunicación de la cuadra con la vivienda: son la mujer y los dos hijos. Se quedan parados, después de dejarse ver, y sé que me están pidiendo que no lo mate aquí.
Llegamos a Getxo sobre las ocho de la tarde. Todo el viaje a pie (en esta ocasión, no cargaba con el cuadro), empujando la espalda del bastardo con la punta del rifle. Y hablándole. Y la gente mirándonos a distancia, perpleja ante esta primera victoria del Ejército vasco. Si no me puse mil veces delante del derrotado, mirándole a la cara, es decir, caminando de espaldas unos pasos, no me puse ninguna. Permanecía así no menos de un minuto, retándole a que me mirase, si se atrevía. Y no se atrevía. Y al regresar a su espalda podía igualmente recoger otra muestra de su cobardía: toda la parte posterior de su cuerpo, sin cara, destilaba un angustioso deseo de invisibilidad, de evasión, el mismo que yo hubiera leído en unos ojos puestos en su cogote y que tampoco se atreverían a mirarme.
—¡Mírame, mírame, no te permito que no me mires! —le gritaba. Tuve que pasar varios controles de carretera, donde milicianos ridículamente prepotentes exigían mi identificación y quedaban satisfechos con creces. Y, sobre mi prisionero, les convencía de mi determinación de matarlo en Getxo por tratarse de un asunto familiar. Aunque no eran mis palabras las que les convencerían: no dejarían de advertir hasta el temblor de mis uñas ante el desesperante aplazamiento de la ejecución de una sentencia. En controles nacionalistas, bastaba mi pertenencia a la Ertzantza.
Estamos en Getxo y me lo llevo a su odiosa casa frente a nuestra torre. Ella y su tribu ya no viven aquí desde que el traidor de aita les cedió nuestro gran Palacio Galeón. Es la primera vez que piso esta madriguera, ahora en ruinas, con bosques de musgo en las paredes y masas de zarzas invadiendo todos los huecos. Aún huele a excremento de fieras.
—¡No mires a todas partes menos a mí, no simules desprecio, maldita sea, no puedes! —le lanzo.
Lo empujo escaleras de piedra arriba, hasta la terraza, una escombrera del paleolítico. Lo ato a un poste de la pérgola y llamo, sin hacer mucho ruido, a nuestro jardinero. Está sallando los rosales. No había contemplado yo mi propia casa desde esta altura, y ahora entiendo mejor que nunca la inútil pretensión de Ella de ponerse a nuestra altura recurriendo a trapicheos de toda clase.
—Pedro, Pedro —le llamo.
Que nadie más de la casa se entere. Quizá ama se interpusiera, por el qué dirá el Partido, que no quiere contagio de rojos; si bien recuerdo su disgusto cuando yo le comunicaba al término de cada duelo: «Satanás le ha salvado otra vez».
Elevo la voz y Pedro se incorpora y vuelve la cabeza a todos lados, buscando. Desde la baranda de la azotea le hago señas con el brazo, y acaba por ver que alguien reclama su atención. Le falla la vista.
—Pedro, soy Jaso.
Con nuevas señas le pido que se acerque. Las hienas ríen, pero aquí no hay hienas…, aunque se ha arrastrado por la terraza una carcajada maléfica. Pedro ha cruzado la carretera y ya lo tengo al pie de las ruinas.
—Soy Josafat —digo, atento a si se repite la risa de hiena.
—¡Señorito!
—Ve al Galeón y pide a aquella gente el fusil de caza del bastardo… de su Efrén.
Pedro agita su cabezota, saca un gran pañuelo y seca el sudor de su cara.
—¿Qué? —dice.
Le explico la situación, a quién tengo cautivo, le repito seis veces lo que quiero de él.
—Y boca cerrada —añado cuando parte a cumplir el encargo.
Me siento en un viejo banco de piedra frente al bastardo.
—Habrá duelo. ¿Oyes bien? ¿No tiemblas?
Ha de estar agotado tras el largo viaje a pie…, suponiendo que tenga carne cristiana. Su réplica es mantenerse erguido, como un palo, fingiendo no verme. Grabo en mí cada instante de esta batalla para luego repetírsela a ama. ¿Por qué no se sienta? Al menos, ¿por qué no me suplica que le permita sentarse? No me engaña fingiendo no verme. ¿Representaría esta comedia ante Martxel? ¿Dónde se ha metido Martxel desde hace unas horas? Se ha retirado para forzarme a sacar mi fuerza escondida. ¡Pobre Jaso, siempre protegido por Martxel! A su regreso podrá ver de lo que ha sido capaz su pobrecito hermano.
—¡Mírame, mírame, no me desprecies, no puedes!
Nuestras posturas, la mía y la de él, son muy diáfanas: él no me mira y yo soporto bravamente su vano desprecio. Observo ahora que sus ojos no sólo están muy abiertos sino dirigidos a mí. No obstante, sigo sintiendo que no me mira. ¿Hace cuánto tiempo que sus ojos abiertos miran por encima de mi cabeza? Estoy apuntándole al corazón y él no mirándome con sus ojos abiertos. Jamás se había visto dominado por nadie. Como no lo comprende, no puede pensar en otra cosa más que en mí. De tan inmenso que me ve es incapaz de verme.
—¡Muérete, Moisés!
Calma, calma… En la terraza únicamente estamos el bastardo y yo, y yo no he hablado, y él está reducido a no verme. ¿Acaso ha llegado Martxel silenciosamente y alguien se ha dirigido a él? ¿Quién? El «¡Muérete, Moisés!» sigue flotando en la terraza mucho más que como un simple eco.
—¡Soy Josafat, todo el mundo lo sabe!
Además de reír, ¿las hienas también hablan?
—¡Que el mundo pregunte a Dios si no soy Josafat!
La hiena, ¡maldita!, vuelve a reír. Unas manos me incorporan del suelo.
—¿Qué le ha hecho usted?
Las manos son de la miliciana que estuvo en casa. Está arrodillada a mi lado, mi cabeza descansa en sus muslos, y en mi pelo y frente siento sus suaves manos.
—¿Hacerle? ¿Cómo? —dice el bastardo, volviéndose para mostrar sus muñecas trabadas por mi cuerda.
—¿Qué ha pasado aquí? —pregunta la miliciana.
—¿Qué es toda esta hostia? —pregunta el miliciano que estuvo con ella en casa.
Veo a una tercera persona, un hombre joven que habla a media voz con el bastardo.
—¡Que nadie se acerque a él, es mi prisionero! —advierto.
—Tranquilo, ertzaina, tranquilo. Todo está controlado. Pero no estaría de más que nos pasaras el parte de guerra —dice el miliciano.
—No quisieron darme el arma, señorito, no me creyeron.
Es Pedro. Se aparta para sentarse en un rincón, como perro apaleado.
—No hay cargos contra él, deben dejarle marchar —dice el hombre que está junto al bastardo. Y empieza a soltar los nudos de la cuerda.
—¡Quieto parao! —dice el miliciano alzando su fusil.
—Este hombre ha sido víctima de un atropello. Estaba pasando unos días en el campo y le han arrastrado hasta aquí como ganado por razones puramente personales, no políticas ni sociales —dice el hombre.
—Está loco —dice el bastardo.
—¿Qué le hizo usted para que cayera al suelo? —pregunta la miliciana.
—No me acusen de haber atacado al loco que me ha atacado a mí. Se derrumbó él solo. Una magnífica imitación de los auténticos desvanecimientos del loco y difunto Josafat —dice la hiena.
—¡Cállese! ¿No comprende que debe callarse? —dice la miliciana.
—Allá ustedes con sus locos y sus secuelas. Tengo derecho a ser tratado por mentes cuerdas —dice la hiena.
El miliciano le pone en el cuello la punta de su fusil.
—A este cuerdo le basta saber que eres un pez gordo —dice.
—¡Matías! —exclama la miliciana.
—Tanta hostia… —gruñe Matías, bajando el fusil.
—Todo esto no tiene sentido —dice el hombre—. Debemos dejar pasar esta noche tan cargada. Permitidme que lleve a casa a este hombre y me responsabilizo de que no salga de ella. Mañana le tendréis allí.
—Mi querido Aurelio, ¿no ves que sólo son algo con un arma en la mano? —dice la hiena.
Matías se le encara después de apartar violentamente al tal Aurelio.
—¿Por qué no vamos tú y yo a esa oficina de seguros que tienes a hacerte un seguro de vida? —le dice.
La miliciana me estira la ropa y me mira a los ojos; los suyos parecen querer decirme algo.
—¿Te encuentras ya bien, tío?
Me ha llamado tío.
—¿Puedo quitarle las cuerdas? —pregunta Aurelio—. Nada más quitarle las cuerdas. Le están marcando.
—¡Al barco con él! —dice Matías.
—Sí, habrá que llevarlo… Pero no ahora, no esta noche… Quiero decir que es tarde y en el viaje podrían quitarnos al prisionero —dice la miliciana.
—¿Qué quieres hacer con este pez gordo, ertzaina? —dice Matías.
—Préstale tu fusil y me lo llevo a Umbe —digo.
Callan los cuatro, tienen que saber que hablo de nuestros duelos interrumpidos hace seis años.
—No haremos eso, tío —dice la miliciana—. Nadie asesinará a tu prisionero, será juzgado por un tribunal.
—En el duelo tendría más probabilidades de salir vivo —ríe el bastardo.
—¡Me he tomado demasiado trabajo para que ahora se me prive de…! —estoy diciendo, pero la miliciana me corta:
—Pasaremos la noche en Oiarzena.
—¿Y mañana? —pregunta Aurelio.
—¡Al barco! —dice Matías.
Aurelio se acerca a la miliciana y repite su pregunta: «¿Y mañana?».
—Mi deber de soldado de la República me obliga a llevarlo a una prisión —dice la miliciana.
—En esa casa de ahí enfrente duerme un hombre con supuestos delitos semejantes a los de mi amigo y a usted, el mes pasado, le pareció bien que lo sacaran del barco-prisión —dice Aurelio.
—Es mi abuelo. No soy un monstruo —dice la miliciana.
—Su guerra no es limpia —dice el bastardo.
—¿Mi guerra? ¡La suya! ¡Ustedes la han traído! —se enfurece la miliciana.
—El hombre que duerme en esa casa de enfrente pertenece, igualmente, a la ideología que quiso poner orden en el país —dice el bastardo.
—¿Por qué no te metes la lengua en el culo, cabrón? —dice Matías—. Nosotros también sabemos tomar decisiones: ¡vas a ir derechito al agujero! Y te diré por qué: ¡porque nos sale de los cojones! Ese viejo es abuelo de una de los nuestros y padre de otro. ¿No es bastante?
—Sí, es aita —digo. ¿Es, también, abuelo de la miliciana?
—Lo siento, pero debo seguir con las sangres, lo exige esta gravísima situación… He de recordarte, Flora, que eres sobrina de mi amigo —dice Aurelio a la miliciana. Y añade—: Perdón.
—¡No! —digo o grito.
—Getxo se ha quedado pequeño —ríe la hiena.
—No es lo mismo —dice la miliciana—. Lo único que puedo decir es que siento que no es lo mismo, y si lo siento así es por algo.
¿Por qué Aurelio la ha llamado Flora? Una Flora existió en alguna parte hace no sé cuántos años, y creo que la conocí y hablamos no sé de qué.
—¡El no es tío de nadie, sólo es bastardo! —grito.
Tropiezo y caigo al suelo y oigo al bastardo: «Cada vez representas mejor a Josafat», y me pongo en pie tambaleante y la miliciana se aferra a mis ropas y Matías quiere arrebatarme el rifle y cuando llego al bastardo choco con Aurelio, que me cierra el paso, pero como no pesa mucho lo echo fácilmente a un lado y ya estoy ante la cara de hielo y levanto el rifle sabiendo que tengo a mi espalda a Matías y a la miliciana oponiéndose a lo que quiero hacer, y les resultaría fácil porque de tan cerca que estoy de esta cara no puedo situar el largo rifle en posición, y si mi ferviente deseo es concentrarme en el cañón no entiendo por qué no me olvido de la culata, una parte del arma totalmente supeditada a la que intento clavar en el centro mismo de la frente del bastardo, y al no poder olvidarme de la culata tampoco me olvido de los tres que revolotean a su alrededor queriendo agarrarla, y si conozco los propósitos que abrigan no entiendo por qué mi preocupación por el cañón la comparto con la culata y con los tres que manotean a mi espalda, y esta doble atención retarda mis movimientos y hace que la pugna entre el cañón y la culata se equilibre y finalmente sean los tres de mi espalda los que ganen terreno, y es ahora cuando empiezo a concentrarme debidamente en el cañón para neutralizar el empuje contrario, y en este forcejeo ocurre que las fuerzas de la culata se debilitan de pronto, y es que Matías se ha doblado el tobillo y ha soltado la culata para sentarse sobre una piedra y yo puedo aprovechar la ocasión no sólo para colocar la boca del rifle en el centro de la frente del bastardo sino aplicar mi dedo al gatillo. El cañón no va a esa frente ni mi dedo al gatillo, ni siquiera sin Matías resulta sencillo. E incluso, cuando por no sé qué razón soy durante una fracción de segundo dueño absoluto de mi rifle, ni entonces ejecuto al bastardo. Estoy seguro de haber oído a la miliciana: «¡Uff, qué fuerza tiene! ¡Se ha quedado con el fusil! ¡Sujétale, Aurelio!». Y al bastardo: «No ocurrirá nada, está jugando a Josafat, un nulo». Y a la miliciana: «¡Cállese, cállese!». No tuve ocasión de ejecutarle.
Ahora es Matías el dueño de su fusil y de mi rifle.
—¿Quiénes somos nosotros para decidir si este hombre debe vivir o morir? —dice Aurelio.
—Me pregunto por qué lo has hecho, mi querido Aurelio —dice el bastardo.
—¿Hacer? —dice Aurelio.
—Tú has provocado esta miseria. Llamaste a estos dos rojos, y aquí están, cumpliendo con su macabra vocación. Hubiera sido más lógico que vinieras directamente al saber por el jardinero que este loco me tenía atado a una columna. Entre el jardinero y tú podríais haberle reducido, no por la fuerza sino empleando la imaginación, virtud en la que destacas y de la que me acabas de dar una muestra creando esta situación para tus planes. ¿Qué planes? Por el contrario, trajiste a los rojos, tuviste que recogerlos de Oiarzena, un gran rodeo, y traerlos. ¿Por qué? —dice el bastardo.
—A usted también le ha alterado todo esto. No me confunda más de lo que estoy —dice Aurelio.
—¿Qué se están diciendo? —dice la miliciana.
Matías saca una navaja y se acerca al bastardo. No se me había ocurrido ejecutarle sin hacer ruido. Qué ilusión. Pero sólo corta las cuerdas, diciendo:
—Vámonos. Que no nos líen estos abogados con su bla, bla, bla.
—¿Esto es lo que perseguías? —dice el bastardo.
—¿Qué dicen?, ¿qué dicen? —dice la miliciana.
—Tú y yo vivimos en una casa inmensa, pero no se me escapa el menor gesto que se produce en su más remoto rincón —dice el bastardo.
Matías lo empuja hacia las escaleras de la terraza, la miliciana le sigue después de devolverme el rifle y decirme: «No más violencia, ¿eh?», y una mano suya busca la mía y la toca y espera y yo no la retiro y sus dedos me la toman y tiran de mí tras Matías.
—Os acompañaré —dice Aurelio.
—No, no… —dice la miliciana.
—Llevo quince años viviendo con Efrén, ya soy de la familia —sonríe Aurelio.
—Nos bastamos para protegerle —dice la miliciana.
—Está desquiciado, necesito hablar con él. Quizá esta noche sea mi última oportunidad —dice Aurelio.
—Vuestro conflicto, sea cual sea, deberéis solventarlo en otro momento —dice la miliciana.
El jardinero baja con nosotros hasta el destartalado jardín y la carretera y lo mando a casa con una orden de silencio. Es de noche. Acabo de abandonar la terraza desde la que Ella nos arrojaba piedras por Navidad. Hay cosas que jamás se olvidan. Si hubiera tenido ocasión de ejecutar al bastardo lo habría hecho hasta su desangramiento total. Pero ahora lo tengo ahí delante, vivo, y tengo el rifle y Matías tiene su fusil y vuelvo a pensar en el duelo, la clase de ejecución que haría más feliz a ama. Somos los vascos tan tradicionales que, al cabo de tantos años pendientes cada año del siguiente duelo, nos faltaría algo si ahora lo ejecutara de otra manera.
Nunca he estado aquí. Es un viejo caserío en los límites con Berango y no lejos de la costa. Dos de sus habitantes están esperándonos bajo la parra con un farol. ¿Por qué me he dicho que nunca he estado aquí? No hay una razón especial para decirlo. No siempre que pisamos un lugar por primera vez nos decimos que nunca hemos estado en él. Pero ¿qué importa que diga que he estado o que no he estado si la verdad es que no he estado? Sin embargo, además de no haber estado he dicho que no he estado. Prefiero saber que no he estado a decirlo. No sé por qué lo he dicho.
—¡Qué bien, ya estáis de vuelta! —dice la mujer. Estoy a punto de decirme que no la conozco. Porque una de las dos personas es una mujer. Quizá, con más luz, la reconocería.
El otro es un hombre. Tampoco le conozco. Bueno, a ver con más luz. Tiene unos cuarenta años, va envuelto en una manta casi blanca, como la mujer. Ambos están descalzos. ¿Tan pobres son?
—No lo puedo creer —dice el hombre.
La mano de la miliciana lleva mi mano hasta la del hombre, quien la recoge y me hace cruzar con él el umbral. El hombre tira de mí hasta una mesa con dos velas en el centro. Estoy a punto de decirme que no he visto nunca esta mesa. La mano del hombre aún no me ha soltado. Durante el viaje, mi mano estaba dentro de la de la miliciana, más bien mis dedos. Mi carne recibía de la suya un temblor suave, pero en ningún momento llegué a pensar que era una carne de mujer apresando la mía. ¿Estuvo bien, Martxel? También te preguntaría por qué lo ha hecho la miliciana; lo soporté sin ningún sobresalto; ¿y recuerdas mis angustias de otras ocasiones? Creo que mejoro, Martxel. ¿Qué crees tú? Aunque el pobre Jaso se pregunta si el mérito es suyo o de la mano de la miliciana, una carne que de pronto me parece tan distinta (no sé por qué) de todas las demás carnes.
La mujer que nos recibió con aquella frase dice ahora al bastardo:
—Lamento que haya venido a Oiarzena en tan terribles circunstancias…
El único que le trata como se merece es Matías, con su fusil formando un todo con la espalda de la hiena. Los demás parecen perdidos en su propia casa, me miran a mí en vez de vigilarle estrechamente a él. La mujer, de unos cincuenta años, se me acerca, rescata mi mano de la del hombre y no sólo me toma esa mano sino las dos: las carnes de las manos tocándose entre sí, primero la de la miliciana y la mía, luego la del hombre y la mía, ahora las dos mías con las dos de la mujer. Y, siempre, recibiendo yo el temblor suave y cálido de la carne de los tres… ¿Qué es esto, Martxel?
—Cuidado, sin precipitaciones… —susurra la miliciana.
—Jaso nunca ha salido de nuestro corazón —dice la mujer.
—¿Me conocéis? Yo soy Jaso. ¿Estuve alguna vez aquí?
Silencio. Lo último que deseo es ofender a estas personas. Mis dos manos siguen recibiendo el temblor suave y cálido.
—¿Estuviste aquí? Decídelo tú —dice la mujer.
—Yo no puedo decidir haber estado aquí o no, no puedo decidir el pasado —digo.
—Es posible recordar el pasado —dice la mujer.
—Despacio, despacio… —susurra la miliciana.
—¿Recordar? —digo.
—Llamadle por su nombre: ¡Moisés! —exclama el bastardo a mi espalda.
La miliciana le arroja al rostro unas ropas, gritándole:
—¡Cállese!
Suena un golpe sordo, me vuelvo, el bastardo está caído en el suelo y Matías quiere darle un segundo culatazo, pero la miliciana no sólo le quita el fusil de las manos sino el pistolón de la cintura, que junta a sus propios fusil y pistolón y mi rifle para guardarlo todo en un cuarto. Y ahora me doy cuenta de que todos estos movimientos los ha realizado desnuda: la ropa que arrojó al bastardo era su uniforme de guerra. Queda frente a mí, los brazos caídos a lo largo del cuerpo y mirándome. A poco más de un metro. Desnuda.
—Cuidado… —oigo a la mujer.
—¡Necesito sentarme! —grita el bastardo, poniéndose trabajosamente en pie.
—¡Cuarenta hostias es lo que necesitas, una detrás de otra! —dice Matías.
Yo sí que necesito decir algo:
—¡Sin armas no podemos vigilar a mi prisionero!
—¡Y esta puerta, sin cerradura! —gruñe Matías, dirigiéndose a un gran armario para moverlo, y apino su intención y le ayudo, y entre los dos ponemos la espalda del armario contra la puerta. Lanza un resoplido y palmea mi espalda.
—¡Así me gusta a mí la Ertzantza!
—¡Quiero sentarme! —grita el bastardo. Es toda una orden. ¿Cómo reaccionaría Martxel? Al menos, sé cómo reacciona Matías: se hace con otra cuerda y empieza a atar las manos del bastardo a su espalda.
—Déjale, ha de cenar con nosotros —dice la miliciana.
—¿Qué coño de guerra es ésta? —dice Matías.
La miliciana regresa frente a mí. Desnuda.
—Hice aquello y no vivo desde entonces… ¿Lo recuerdas? —me pregunta.
—Cuidado, Flora… —dice la mujer.
—Nada más agitar la cortina, ni siquiera entreabrirla —dice la miliciana.
—¿Así pensáis ganar la guerra, seduciendo con vuestros cueros? —pregunta el bastardo.
No entiendo por qué me adelanto a Matías y mi puño cerrado choca contra la cara del bastardo.
—¡Vaya hostia! —explota Matías—. ¡Nunca había visto una hostia de la Ertzantza!
¿Qué tal lo hago, Martxel?
—¡Agua! —grita el bastardo.
Otra orden de un prisionero que ya tenía que estar muerto, pero consigue que la miliciana se aparte de mí, se haga con un vaso de agua y se lo ofrezca. El maldito prisionero se lo desprecia dándole la espalda.
—¡Yo te daré a beber chis de cuadra! —barbota Matías a un palmo de su cara.
La miliciana deposita sobre la mesa el vaso con el agua intacta y vuelve ante mí. Desnuda. Dice:
—¿Recuerdas aquello?
—¡Traedme agua inmediatamente! —ordena el bastardo, y es la otra mujer quien recoge el vaso de la mesa y se lo lleva y él lo toma y lo vacía de un solo trago y se lo devuelve, sin mirarla en ningún momento. La mujer retira el vaso y al pasar ante el bastardo le pregunta si continúa queriendo sentarse y él le replica que no le moleste cuando está ocupado en sentirse por encima de unas calamidades como nosotros.
—¡Serás cabronazo! —y Matías sopla con fuerza contra su rostro por no escupirle.
Ahora la mujer está junto a la miliciana y le dice:
—Hagámoslo con gran cuidado… ¡Si dispusiéramos de más tiempo! Un choque fuerte sería peligroso… A mí también se me ocurrirá algo. Es que no podemos esperar más… ¿Cómo tratarle sin un error ahora que un milagro nos lo ha traído?
Y luego, a mí, entre lágrimas, mi mejilla recibiendo el suave temblor de su mano:
—Bienvenido, bienvenido…
Ahora, están ante mí la miliciana y el hombre. ¿Por qué permito que la miliciana siga desnuda? Un ertzaina debe velar por la moralidad pública. Ama lo quiere así, no en balde me llevó a la Ertzantza… Vuelvo a perder mis manos, que pasan a las de ellos, y así me transportan por toda la casa, los cuartos, la gran cocina, la cuadra con su excusado, incluso el camarote, que huele a patatas y a mazorcas. Toda la casa huele a yerbas aromáticas. La miliciana a un lado, el hombre al otro, de sus manos no deja de pasar a las mías ese temblor suave y cálido. ¿Por qué me apartan de los asuntos de la Guerra desatendiéndolos ellos mismos? Regresamos con los demás en medio de un gran silencio.
—Inútiles para ganar la Guerra, inútiles para resolver el menor problema —dice el bastardo—. Sois patéticamente pequeños. Os propongo un trato.
—¿Un trato? ¿De qué nos va a despojar esta vez? —dice la miliciana.
—De mi libertad, que no es vuestra sino mía. Dejadme unos minutos con Moisés y os devolveré a Moisés —dice el bastardo.
—¡No! —exclama la mujer.
Crece la presión de las manos que tienen las mías.
—No sabe de qué habla —dice la miliciana volviéndose a mí.
—Valoré mal las fuerzas, me habría resultado absolutamente sencillo imponerme desde el principio a tanto inútil y cobarde —dice el bastardo.
—Lo haremos a nuestro modo —dice la mujer.
—¡Imbéciles! —arrastra la hiena.
Matías le propina un imprescindible codazo en la boca, ordenándole: «¡Chitón!», y el bastardo se toca los dientes y luego se mira los dedos ensangrentados. La mujer dice a Matías: «Que sea la última vez», y trae de la cocina una palangana con agua y limpia con una toalla la boca del bastardo. Matías protesta: «¡Es una guerra de monjitas!», y luego se vuelve al bastardo con una reverencia: «¿Desea su excelencia ocupar el trono?», y lo arrastra a una banqueta. Pero nada de esto entorpece lo que ocurre entre nosotros, el silencio que nos arropa a la miliciana, a la mujer, al hombre y a mí mismo. ¿Está ocurriendo realmente algo?
—Mi hija nació aquí, en Oiarzena, el año 13, poco después de que viniéramos a estrenar una vida diferente predicada por un hombre maravilloso. Él también vino. ¿Dónde está? —dice la mujer.
—Lo amé y aún lo amo —suspira el hombre.
—Necesito que vuelva para escucharle que me perdona —dice la miliciana.
Han hablado los tres. ¿Qué me corresponde decir a mí? ¿Por qué he de decir algo si desconozco de lo que hablan? ¿Quién es ese hombre maravilloso?… El suave y cálido temblor, el suave silencio.
—A la mesa —dice la mujer. Me mira y añade—: ¿Recuerdas?… a la mesa.
Se trata, pues, de recordar algo. Quizá el que deba recordar sea Martxel.
—Soy Jaso —digo.
—¡Bonito espectáculo de subnormales! —vomita el bastardo.
Matías levanta el puño, esta vez sólo como amenaza. Mientras la mujer cubre la mesa con platos, cuchillos, cascanueces, una gran jarra de leche humeante, vasos y cuencos de madera con huevos cocidos, castañas, manzanas y nueces, la miliciana se pone a realizar cabriolas por la estancia. Desnuda. Avanza a saltitos, moviendo los brazos como ramas al viento, y su cabellera, ahora suelta y larga, es la imagen de ese temblor suave y cálido que subió por mi mano hasta que el hombre también me la soltó cuando Matías hizo que me sentara al otro lado del bastardo, diciéndome: «Para cerrarle babor y estribor».
—Así que esto era Oiarzena por dentro —ríe el bastardo—. Su sitio es la hoguera.
La mujer se sienta a la mesa. La única que circula por la estancia es la miliciana (¿continuará siendo una miliciana?), los demás, la miremos o no, estamos quietos, sin tocar la comida. Yo no la miro.
—Soy Jaso —digo en el silencio.
Todos los ojos se vuelven hacia mí.
—Soy Jaso y estoy solo, no está conmigo Martxel. Lo que ocurre aquí es en su honor, pero él no está. Yo soy Jaso —digo.
La trompa vertiginosa que pasaba una y otra vez ante mí, no ante mis ojos, la tengo ahora sentada a mi lado.
—¿Recuerdas? —me envía sin voz, sólo con su aliento suave.
—¡Es para troncharse! —estalla la hiena en una carcajada—. En esta insoportable reunión quema un nombre: Moisés. ¿Por qué me asombro de la anquilosis de tanto débil?
—¡Que calles la boca! —grita Matías, dándole tal codazo en el estómago que le saca todo el aire.
—Soy Jaso —digo.
—Jaso o Martxel, necesito oír de esa boca que me perdonas —dice la miliciana.
—No supo seguir una broma, eso es todo. Olvídalo, te lo he pedido mil veces —dice Matías.
—¿Me perdonas? —dice la miliciana.
—¿Acabas? Tengo hambre —dice Matías.
La miliciana roza mis labios con sus dedos y musita profundamente:
—Es una suerte para mí que te sientas tan Jaso.
—Es conmovedor —suspira la mujer.
—Que lo oiga de esa boca —dice la miliciana.
No es fácil para Jaso soportar una carne desnuda presionando contra el uniforme de ertzaina que me vistió ama con sus propias manos y que yo juré honrar.
—Tu perdón, Jaso —pide la miliciana.
¡Nunca más le tendré que decir que soy Jaso!
—Te perdono —digo.
Me lo agradece con un abrazo y un largo lloro silencioso.
—Bueno, bueno… —dice Matías.
—Aún existen milagros —dice la mujer.
—¡Matadme de una vez, no me obliguéis a tragar esta locura! —exclama la hiena entre carcajadas.
Todos los sentidos de Martxel están en la miliciana y no le oye.
—Aún existen milagros —dice la mujer.
Bien que al bastardo lo metan a dormir en el único cuarto con puerta abriéndose hacia fuera y con el colchón de Matías cruzado ante ella en el suelo, pero no hay por qué meternos al hombre y a mí en un mismo cuarto y con una sola cama, habiendo otro cuarto vacío con cama.
—Es por no andar con tantas sábanas atrás y adelante —dice la mujer.
Se quejan de exceso de sábanas quienes hasta se visten con ellas, ahora también la miliciana. Sus primeras palabras al abandonar su desnudez fueron para preguntarme: «Cosas así ocurrieron en aquel tiempo. ¿Sigues sin recordarlo?». Vi que la mujer le enviaba mensajes negativos con la cabeza. «No», contesté.
La idea de extender el colchón al pie de la puerta fue de Matías, y yo dije: «Dormiré ahí, es mi prisionero», pero no hubo manera de apear a Matías, y los demás le secundaron, sobre todo el hombre, y me hubiera gustado saber si es que confiaban más en Matías como guardián o querían verme en esa cama con el hombre. A lo de «es mi prisionero» me replicaron que el prisionero era de la República, y que la República, aquí, éramos todos. En cuanto a mi negativa a dormir con el hombre, me preguntaron si prefería dormir con una mujer, y Matías rió: «Estos ertzainas son la hostia», y es entonces cuando mencioné el cuarto y la cama vacíos y cuando la mujer dijo lo de andar con las sábanas atrás y adelante. El que dormirá solo es el bastardo. Comprobé si las viejas rejas del cuarto eran, aún, sólidas. Quise atarlo de pies y manos y luego atarlo a la pesada cama, pero Matías alegó que sería como menospreciar al carcelero, que era él.
Doy tiempo al hombre a que se acueste y entro con la vela en alto. Veo su bulto bajo la manta, incluida su cabeza. No oigo su respiración, parece muerto. Quedo en ropa interior, soplo la vela y rodeo la cama y levanto la manta lo justo para colarme debajo, aunque puedo advertir que él está desnudo. Tardo en acomodar mi cuerpo en el colchón de hojas de mazorca. Tanteo con todo el largo de mi costado, buscando un hueco. Lo último que deseo es despertar al hombre y que me sienta aquí. ¿Cómo es posible dormir sobre puntas hirientes y huecos inalterables? Y si, al menos, en uno de estos huecos encajara medianamente mi cuerpo… Imprimo un giro de ciento ochenta grados a mi postura, para descanso de una parte de mí, y encuentro mi acomodo. Quiero decir que, por primera vez, el jergón me recibe. Estoy de cara al hombre, cosa que había evitado desde el primer momento. Oigo su voz: «Guardo tu sitio intacto». No dormía. Estamos demasiado juntos y empiezo a oír su respiración. No es sólo un simple hombre despierto, y resulta insoportablemente violento sentirlo conmigo. «Solíamos estar así. Era nuestro mundo. Será mi culpa si no acierto a recuperarte, en cuyo caso el dolor me destruirá». Quizá me equivoque, y está dormido y habla en sueños. Quizá se equivoque y crea que es una mujer quien ha entrado en su cama (no pudo verme con su cabeza bajo la manta). «Soy Jaso, un hombre», susurro. Silencio. Quizá se haya avergonzado. Me pongo a pensar en cómo ayudarle sin herirle en exceso. «Sé quién eres, no me importa cómo te llames», le oigo, al cabo. He de huir de aquí. Si no, ¿qué pensará de mí Andrea cuando se lo cuente? Al iniciar el despegue de mi cuerpo de la áspera tela del colchón me invade una nostalgia sin peso ni color, olor o sonido: una nostalgia de humo. Será que estoy tan cansado y es tan cómodo el hueco… Unos dedos se apoyan en mi brazo y de nuevo me llega el suave temblor, el suave silencio, la calidez… «¿Recuerdas?», me pregunta. Siempre se trata de recordar.
Así que he dormido finalmente con él. Despierto con su mano posada en mi pierna, nuestro único contacto. La retiro cuidadosamente y no le despierto. Por las rendijas de las contraventanas se filtra una luz oscura que provoca una estridencia. El hombre no asoma más que un pelo entrecano y unos ojos cerrados, pero ya no me fío. Desearía no ver nada del interior del cuarto, vestirme y abandonarlo sin dejar aquí ningún recuerdo de esta noche. Porque ellos, algún día, me volverán a dar la matraca con lo de «¿Recuerdas?, ¿recuerdas?», y quisiera poder seguir respondiéndoles que no. Lo que sí me llevo del cuarto es la mirada de los ojos abiertos, ahora sí, del hombre. ¿Qué tengo que ver con la soledad que leo en ellos? Yo soy Jaso. Desearía no tener que regresar a este cuarto del que estoy huyendo precipitadamente poniéndome los pantalones, porque me llegan ruidos del mundo de fuera. Lo primero que encuentro es el colchón de Matías, vacío, y luego la habitación del bastardo con la puerta abierta y también vacía. La fuga del bastardo ahoga mis propios gritos. La puerta de casa sólo está a medio abrir. La abro del todo… y allí está el miserable. Me lanzo sobre él y le agarro del cuello.
—¡Quitádmelo de encima! —pide. La verdad es que no grita, apenas le oigo. Y le correspondía haber gritado.
También están Matías y Aurelio. El único de los cuatro a medio vestir soy yo.
—¡Ahora sí que la hemos cagado! —grita Matías. Bueno, tampoco grita, únicamente lo dice. Mejor, lo susurra.
Aurelio pide silencio. Suelto al bastardo. ¿Qué pasa aquí?
—A ver cómo lo arreglamos ahora —dice Aurelio.
—¿Qué hay que arreglar? —digo.
—Hablad más bajo, no lo estropeemos más —dice Aurelio.
—¿Qué se ha estropeado?, ¿quién no nos debe oír? —digo.
—Flora, Flora es la que no debe enterarse de que hemos sacado de casa al prisionero —dice Matías.
—¿Por qué os habéis llevado a mi prisionero? ¡Es mi prisionero y yo soy aquí la autoridad! —digo.
—Nadie lo duda. Pero no se trata de eso —dice Aurelio.
—¿De qué se trata, pues? —digo.
Matías y Aurelio se miran. Ahora me fijo en que de la mano de Aurelio cuelga un saco de arpillera mediano.
—Perderé mi cuello —suspira Matías.
—Preparábamos vuestro duelo. Te íbamos a llamar justo cuando apareciste. Al monte hay que ir de madrugada —dice Aurelio.
—¡Qué cojones! —sopla Matías.
Al fin, se ha impuesto la sensatez, ellos lo han comprendido. Nuestro duelo es algo especial, por encima de muchas cosas. Muerto el bastardo, podremos dedicarnos de nuevo a la Guerra.
—Pongámonos en marcha inmediatamente —ordena el bastardo, y le noto muy impaciente. Hay miedo en su cara, y no lo entiendo, no casa ese miedo con su prisa por ir al duelo en el que morirá.
—¿Dónde está tu fusil? —pregunto a Matías.
—¡La hostia, pues es verdad! —exclama Matías.
—Entraré a vestirme y a recoger las armas —digo.
—Sin ruido, Flora no sabe nada del duelo —dice Aurelio.
Entro en casa… y me sitúo tras la rendija de la puerta. No, no me fio nada de ninguno de ellos, estoy observando detalles muy sospechosos. Y me llegan sus murmullos:
—Perdimos un tiempo precioso discutiendo —dice Aurelio.
—Es que lo acordado fue medio millón —dice el bastardo.
—¿Qué más da medio que uno? Pudo haber sido uno desde el principio. O pudo ocurrírseme subir de medio a uno a última hora. Si éste no trajo de casa medio sino uno… ¡pues uno y no se hable más! ¡En las guerras los precios suben que es la hostia! —dice Matías.
Puedo ver cómo Aurelio contempla a la hiena durante unos segundos.
—Nunca le comprenderé a usted —le dice—. Sabe que lo que he traído no es…
—En cualquier caso, antes fue un millón y ahora es medio —dice el bastardo.
—Es… es… ¡nada! —dice Aurelio—. ¿No vale más su vida que esa otra mitad de nada?
Ahora es el bastardo quien mira a Aurelio y lo hace callar. Sin embargo, es el propio Aurelio quien, tras una pausa, continúa:
—Bien, me equivoqué, cogí por error el saquete que no era. Nunca había pisado su cámara secreta, y ¿cómo apinar que carecía de luz eléctrica? Usted me indicó que el saquete que debía traer estaba a la izquierda. Me equivoqué y tanteé a la derecha… ¡pero usted sabe que daba igual uno que otro!
—El otro era de medio millón —dice el bastardo.
—Desisto de comprenderle a usted —dice Aurelio.
—Venga esa bolsa y el prisionero puede volar —dice Matías.
—¡El prisionero es mío! —grito, abriendo de golpe la puerta.
—Tú habías ido a vestirte… —tartamudea Matías.
Se han quedado de piedra, y eso que estoy sin uniforme. ¡Es un placer inenarrable contemplar la expresión de derrota del bastardo! Clavo mi mirada en los tres y ninguno de ellos se atreve a sostenerla…, aunque ahora descubro que miraban a la miliciana, a mi espalda.
—¡Qué vergüenza! —gime la miliciana.
Hilos húmedos descienden por sus mejillas. Matías me aparta para llegar a ella.
—¿Qué te pasa?
—Lo he oído todo. ¡Es vergonzoso! —dice la miliciana.
—¿Todo? ¿El qué es vergonzoso? —pregunta Matías como un tonto.
—Tú y el prisionero estabais ya fuera de casa cuando llegó Aurelio Altube… —Lanza su mirada a Aurelio—. ¿Sigues siendo Altube o también te han cambiado?… Pero tú, Matías Urondo, ¡tú eres escoria! —llora la miliciana.
—No sabes lo que dices, todo tiene una explicación —se empeña Matías.
La miliciana se acerca al saquete que sostiene Aurelio, lo coge y desanuda las cintas y lo abre y mete la mano y saca un fajo de billetes que me muestra, diciendo: «Con esta mierda sobornaron a un anarquista».
—¡Eran otros billetes, era otra bolsa!… Y es lo que nunca entenderé —dice Matías.
—Con unos billetes o con otros… ¡traición! —le fulmina la miliciana.
—No habría sido igual con todos los billetes, porque con los primeros, los del millón entero, el asunto habría acabado pronto y con mucha limpieza —dice Matías.
—¿Qué líos os traéis con los billetes? Que yo me entere —exige la miliciana.
Entro en casa por mi rifle y, de paso, enfundarme el tabardo de ertzaina. Vuelvo a meter la punta del cañón en el centro de la espalda del bastardo. ¿Dónde ha quedado el duelo? No he perdido una palabra de lo que está diciendo Matías:
—El caso es que me despierta un bisbiseo del preso de… Bueno, salto del colchón buscando mi fusil y oigo al pájaro: «Ahí fuera te espera Aurelio con un regalo. Mucho silencio». ¿Qué hostias quería ese Aurelio? Acerco la cara a la puerta y digo al pájaro: «Tú, quieto ahí dentro». Y salgo y me dice Aurelio: «No sé si algún hombre vale medio millón de pesetas, pero aquí lo tienes si dejas en libertad a Efrén Bascardo». Y pone bajo mis narices un saco como el que lleva en la mano. ¿Había oído bien? ¡La Virgen, medio millón! Le pregunto: «¿Medio millón?». Y él me contesta: «Medio millón». «¿Para mí?». «Para ti». «¿Está dentro de este saco?». El mismo lo abrió y me lo volvió a poner bajo las narices. El medio millón no olía a nada especial. Mis manos levantan papeles y, sí, son grandes billetes de banco. ¿Que podía hacer el pobre Matías Urondo?
—¿No dudaste un momento, ni siquiera tuviste una insignificante vacilación? —pregunta la miliciana.
—¡Era medio millón de pelas! ¡Lo que tú y yo haríamos con medio millón de pelas! —dice Matías.
—¿Así es tu revolución? Porque has dejado de ser de los nuestros, te denunciaré y te fusilarán —dice la miliciana.
—¡Pero si el preso sigue ahí! ¡Mira, mira qué bien cogido por los cojones lo tiene el ertzaina!… La culpa de todo es del tiempo que se perdió trayendo la segunda carga de pelas… ¡Y que me mate un rayo si lo entiendo! —exclama Matías.
—¡De modo que te pareció poco medio millón y pediste más! —dice la miliciana.
—No fue así, no habrá que fusilarle dos veces —dice Aurelio.
—Las cosas, como son, yo no me invento nada: cojo al pájaro y me lo saco a la parra y cojo el saco y empiezo a contar, y entonces el pájaro mete las narices en los billetes y pregunta a Aurelio: «¿Qué talego es éste, maldito? Te lo repetí mil veces: no el de la derecha, según se entra, sino el segundo a la derecha del grupo que estaba a la izquierda. ¡Imbécil, imbécil!». Entonces Aurelio dijo: «Podría alegar luz insuficiente, pero no, me equivoqué. Estaba muy alterado… ¿Por qué esa falta de luz?». El pájaro se movió rápido, como una comadreja, y el saco y los billetes volaron de mis manos a las de Aurelio, que salió pitando. «Ahí va tu vida», dije al pájaro con muy mala leche. «Un trato es un trato y vosotros…». «Tendrás tu oro», me dijo el pájaro. «¿Qué ha pasado? Lo que toqué eran auténticos billetes de banco», le dije. «Eso era lo malo», dijo él. Dos horas tardó Aurelio y nos helamos esperándole. Cojo el nuevo saco, lo abro y los billetes tampoco olían de modo especial, y empiezo a contarlos, pero el pájaro me arranca bolsa y billetes de las manos y los pesa en el aire y grita: «¡Esto no es medio millón sino uno entero!». ¡A peso y sin balanza! Aurelio se queda con la boca abierta. Pensé que algo tenía que andar muy mal para que al pobre Matías Urondo le lloviera un millón del cielo. «Alguien habrá cambiado de sitio los talegos», dijo Aurelio. «¡Vacíalo de la mitad, imbécil!», gritó el pájaro. Entonces yo les dije que no había por qué andar con más vueltas, que yo arreglaba el asunto de un plumazo subiendo el precio del rescate a un millón. Discutieron. Luego salió el ertzaina y el asunto se medio jodió, y luego salió la revolucionaria y se jodió del todo —dice Matías.
Veo en el umbral a la mujer y al hombre, bajo sus sábanas.
—Hablad dentro, os pillará el relente —dice la mujer.
—Se acabó la palabrería —dice la miliciana haciéndose cargo del prisionero y metiéndose con él en casa.
La seguimos. No todos: Aurelio queda fuera con el saco del millón. Me asombra que la miliciana no se lo haya quitado, sobre todo después de que Matías dijera: «¡La causa necesita ese dinero!». No le hizo caso. Sorprendí la triste mirada de Aurelio posada en la espalda del prisionero en retirada; y ahí queda, esperando inútilmente a que la espalda se vuelva. Supongo que deseaba despedirse por última vez del bastardo antes de que yo lo mate.
—Hemos de estar en Umbe al amanecer —digo.
—El duelo, el odioso duelo… Nuestra memoria no siempre recupera lo mejor —dice la mujer.
—El único duelo de hoy es la guerra —dice la miliciana.
La mujer toma mi cara entre sus manos frías y la baja hasta que puede besarme en la frente. No me molesta. Tampoco me molesta su insistencia en que recuerde. Me molestaría si no tuviera delante a la mujer y al hombre, incluso a la miliciana, pero están ahí, formando parte de un algo.
—Os recuerdo que yo cacé al prisionero. —No me gusta el cariz que están tomando las cosas—. Y os recuerdo que soy un ertzaina, la mayor autoridad aquí. ¡Tengo un duelo pendiente con esta hiena!
—¡Vayamos con ellos! —exclama Matías—. ¡Se admiten apuestas!
—¡Payaso! —dice la miliciana. Y añade, dirigiéndose a la espalda de Aurelio que se ha alejado cuarenta pasos—: Si no fueras Aurelio, serías nuestro segundo prisionero, por intento de soborno.
—¡El millón que voló! —lloriquea Matías.
Aurelio, con el saquete colgándole de una mano, se vuelve a mirarnos y es la última imagen suya que me llevo al entrar en la casa con los demás y cerrarse la puerta. Leo en las caras del hombre y de la mujer que habrá despedida. El hombre en cuya cama he dormido me abraza y me besa en la cara, en la boca. Yo haría algo más que quedarme quieto si no los tuviera delante. Pero ahí están, esperando no sé qué de mí. Y no me molesta. Ahora la mujer también me abraza y me besa.
—Vamos, vamos… —apremia la miliciana.
—No te tomes tan en serio la Guerra —le dice la mujer.
—Es la revolución que tú me enseñaste —dice la miliciana.
En la breve conversación que sigue no participamos ni el bastardo ni yo. Recuperamos las armas, ato las manos del bastardo a su espalda y los tres guardianes y el prisionero nos ponemos en marcha. Yo, delante del safari, con mi rifle y el cabo de la cuerda, y detrás, el bastardo, la miliciana y Matías. Como yo guío, me empeño en pasar ante el solar de los Oiaindia, donde creo ver a ama vitoreándome por mi gran triunfo, y, al mirar al otro lado para saborear las ruinas de Ella, miro también la repentina cara verde del bastardo. ¡Mi alma vasca se esponja! También me empeño en desfilar por la Avenida de Larragoiti, corazón de Algorta, a esta hora sólo con alguna lechera (lo que es una lástima), y cerca del Ayuntamiento nos cruzamos con un automóvil con milicianos, que conocen a la miliciana y hablan. Quieren llevarse a mi prisionero.
—Me pertenece —les digo.
—¿Y quién eres tú? —preguntan.
—Es un ertzaina, ¿estáis ciegos? —dice la miliciana.
—Un emboscado no nos quitará a ese enemigo del pueblo —dicen los del automóvil.
—Nosotros vamos con él hasta la cárcel y no necesitamos daros ninguna palabra porque así se hará —dice la miliciana.
—Lo llevaremos nosotros —dicen los del automóvil.
—Creo que no llegaría —dice la miliciana.
—De camarada a camarada: ¿os habéis pasado a los del Vaticano? Si lo lleváis a un barco de la ría, está muy lejos para ir andando —dicen los del automóvil.
—Me estáis empezando a tocar los cojones —dice Matías.
Discuten. La miliciana habla más que todos juntos y, con la ayuda de los tacos de Matías, no sólo nos quedamos con mi prisionero sino también con el automóvil. Conduce Matías, y no ha de confesarnos que es la primera vez que lo hace solo. Viajo detrás, sentado junto al bastardo. No estoy preparado para soportar el roce de su cuerpo durante tanto tiempo y pido a Matías que pare, para bajar a vomitar. La miliciana ocupa mi puesto y yo subo junto a Matías. ¿Por qué no reclamo mi duelo si sé adónde nos dirigimos? Acabo de comprobar que hay que andar con ojo, en estos días no soy el único, como antes, que quiere matar al bastardo. Si no hubieran estado la miliciana y Matías, ya me habría quedado para siempre sin duelo. Con el bastardo en la cárcel será como un seguro de vida.
En la dársena de Axpe veo la negra mole del Altuna Mendi. Nos acercamos y me dice la miliciana:
—Entrégalo, es tu prisionero… ¿Por qué pones esa cara? ¿No eres tú el ertzaina? No te pedimos nada ilegal, al contrario.
El bastardo y yo avanzamos por el muelle, él delante y yo detrás, con la boca del cañón en su espalda. Bajan por la pasarela milicianos a nuestro encuentro. «Otra rata», dice uno, separándolo de mí. Se fija en mi rifle y exclama: «¡La leche, qué trasto! ¿Dónde los reparten? Te lo cambio por un avión». Otro me pregunta: «¿Quieres recibo?». Oigo a la miliciana desde el coche: «Sí». «Sí», digo. «¿Cómo se llama?», me pregunta el mismo miliciano. En el interior de esta mole que se levanta ante mí hay muchos presos y el bastardo será uno más. ¿Bastará este seguro de vida para recuperarlo alguna vez? Yo tenía (¿por qué digo tenía?) la alta misión de limpiar de un monstruo nuestra sagrada tierra…, pero a través de un gesto limpio. «¿Cómo se llama?». Yo lo cacé, yo lo vigilé. Tanto mérito y esfuerzo para nada. No sólo mérito y esfuerzo desde ayer, sino de toda una vida reprimiendo nuestro justo odio con la promesa del cielo de poner la justicia en nuestras manos y recomponer nuestro mundo. Me quema la inutilidad de tanto esfuerzo. «¿Cómo se llama?».
—Efrén Bascardo Puerta. No se le ocurra escribir Bascardo con k.