Asier Altube

Para don Manuel, nuestros supuestos pecados particulares no eran fantasmas, excusas para huir de algo, pues no sólo los llegó a tocar sino que intentó remediarlos desde dentro. Creía en esos pecados y su particular sentido de la justicia le llevó a inmolarse por alguno de ellos. En el caso del rescate de mi primo Aurelio no llegó a tanto. El mismo 18 de julio, por la tarde, se supo que la víspera Efrén había huido del Galeón con rumbo desconocido y entonces don Manuel tuvo el convencimiento de que lo que había empezado era una guerra, en contra del sentir general. Fueron días de confusión, la gente pasaba más tiempo en la calle y acudía a casas de parientes y amigos en busca de noticias. Aquel día don Manuel se presentó en Altubena —ni en verano me perdonaba la clase de una hora— con un segundo propósito: tranquilizarnos. Yo, con mis trece años sin cumplir, estaba muy lejos de necesitar que alguien me tranquilizara, pues vivía los acontecimientos como cuando en el Gran Cinema se apagaban las luces para empezar la película.

Había sido un día de bochorno y lo recibimos en el portalón. El abuelo y él cruzaron sus miradas.

—Todo quedará en un poco de ruido —dijo don Manuel demasiado serio, sentándose en un taburete junto a la mesa.

El abuelo y la abuela se sentaron en el banco corrido contra la pared y yo en una de sus esquinas, poniendo mis muletas cruzadas sobre las rodillas.

—Los militares siempre se están rebelando —dijo el abuelo.

—Cada lunes y cada martes —dijo la abuela—. Parece que no tienen otra cosa que hacer.

La única que no se había sentado era la madre. Dijo:

—Hablan que en Bilbao se han oído tiros.

—En estos casos siempre se escapa algún tiro, pero como es al principio y no hay práctica nunca dan a nadie —dijo don Manuel.

—¿Al principio? ¿Es que habrá un después? —gimió la madre.

—Qué tonterías se le ocurren, Mari Benita —silbó don Manuel.

Preguntó por Marcos y la madre le respondió que le habían llamado del Ayuntamiento para unas chapuzas y que se fue con su caja de herramientas.

—Quizá venga con noticias de allí —apuntó don Manuel.

—Los de las ventanillas nunca saben nada —dijo el abuelo.

—¿Está asustada la señorita Mercedes? —pregunté, para enrojecer al punto: ya no eran novios, habían roto dos años antes. «El muy imbécil», pensé. «Iré a verla mañana». Lo de tranquilizarla era una buena excusa para ir. En realidad, yo solía dejarle flores en el exterior de la ventana, sin llamar a la puerta ni ser visto. Esta vez la vería y hablaría.

Don Manuel carraspeó:

—La escuela está cerrada.

—El amo del Galeón ha echado a correr —dijo la madre.

Miré al maestro por si la noticia tenía algún significado. Tenía la cabeza en otro sitio y gruñó distraídamente: «¿Qué?». Y una décima de segundo después, su exclamación: «¿Qué?… ¿Se refiere usted a Efrén? ¿Quién ha sacado eso del Galeón?».

No llegó a levantarse, sólo se irguió, el tronco tieso, las piernas tensas contra el suelo.

—Aurelio lo contó esta mañana en Basaon —dijo la madre.

—¿Aurelio? —exclamó don Manuel—, ¿Efrén?

—Efrén —confirmó la madre.

—Esos ricos viajan mucho —comentó la abuela.

—¡Conocía la fecha…! Siempre maquinando a nuestra espalda… Pero, esta vez, una monstruosidad… No ha sido cosa de cuatro locos, no… Efrén…

—¿Qué está pensando usted? —preguntó la madre rodeando mi cabeza con su brazo.

—Es terrible —musitó don Manuel sin oírla.

—Habrá que terminar de recoger la patata, por si acaso —dijo la abuela.

—Por si acaso ¿qué? —mormojeó el abuelo.

—No sé, pero habrá que hacer algo, ¿no? —suspiró la abuela.

—Hacer, hacer… ¡Ellos harán! —exclamó el abuelo.

—Si quiere usted hablar con Aurelio, sé que mañana por la tarde volverá a Basaon —anunció la madre.

—Bien —roncó don Manuel, y pareció envejecer cien años.

Luego regresó Marcos. Para entonces, la madre ya había entrado en la cocina y salido con patatas para la cena en el hueco del delantal y un cuchillo; se sentó a mi lado y comenzó a pelarlas. Se cambió de tema, pero el tono de las voces no volvió a alcanzar en ningún momento la normalidad de otros días. Acababa de entrar la madre por segunda vez en la cocina, cuando salió al punto, segundos antes de que los del portalón descubriéramos a Marcos subiendo por entre los maizales ya de un metro; ¿cómo lo supo ella desde dentro? Marcos llegó ignorante de la expectación con que se le esperaba. Fue el primero en hablar:

—Habrá que ir preparando la escopeta.

Descolgó de su hombro la correa de cuero y depositó la caja de herramientas sobre la mesa con gran cuidado, sin ruido.

—¡Calla, calla! —protestó la madre.

—Todos se apuntan a las milicias —dijo Marcos—. Tienen rodeado el cuartel de Garellano en Bilbao.

Era alto y delgado, un manojo de fibras tensas sujetando sus movimientos hasta el final de su recorrido, manos grandes nunca en reposo, una rara capacidad para improvisar soluciones mecánicas.

—¿Qué milicias? —preguntó don Manuel.

—Mucho obrero y pocas armas, una escopeta o un fusil por cada docena. Los partidos se han echado a la calle —contó Marcos.

—¿Qué partidos?

—No lo sé…, todos… Yo no lo he visto, sólo lo he oído.

—Pero ya habrás visto lo que pasa en Algorta, y en Algorta el Partido aún no ha dicho esta boca es mía.

Llegaría yo a saber que cuando alguien como don Manuel, o el abuelo, o incluso Marcos, pronunciaban el Partido, se referían al Partido Nacionalista Vasco y no a otro. Sabría también que, aunque su conciencia de nuestros supuestos pecados particulares había nacido mucho antes, fue en la Guerra donde acabó de redondearse, cuando las indefiniciones de un PNV interclasista hubieron de enfrentarse a la implacable realidad de un conflicto que obligaba a adscribirse a la República o al fascismo. Al fin, eligió, pero de un modo tan particular que logró inventarse otra guerra.

A ninguno de los que estábamos aquel día en el portalón de Altubena pudo engañar Marcos —tampoco lo intentó— con su prisa por entrar en acción, aunque únicamente le arrastraba su pasión por la caza y, sobre todo, su deslumbramiento por aquella escopeta de dos cañones que guardaba entre algodones en un estuche de roble construido y barnizado por él mismo. La limpiaba y engrasaba a diario y se ausentaba del mundo al desmontarla hasta el último tornillo y montarla y comprobar que las notas de todas sus partes móviles reproducían la misma sinfonía perfecta de clocs y clics. La caza era la excusa que justificaba la escopeta, así que vio en la Guerra una salida inacabable para probar sin restricciones la eficacia de su juguete. Al día siguiente, por la tarde, se echaría al monte con él, y recuerdo que la madre, desesperada, le gritó al oído si no sabía que no iba a matar pájaros sino prójimos. Como el PNV tardó en organizar sus batallones, Marcos se inscribió en otro cualquiera, que resultó ser un Meabe socialista. Cuando hubo batallones nacionalistas, no se cambió hasta el comienzo de la ofensiva franquista sobre Bilbao, y aun así sólo porque en el Meabe le habían dado un ultimátum para reemplazar su escopeta por un fusil. Logró conservarla hasta Santoña, donde se la quitaron los italianos, pero se las ingenió para que uno de éstos se comprometiera a entregarla en Altubena. El italiano cumplió su palabra, pero Marcos no vería más su escopeta: lo fusilaron en noviembre del 38.

Al día siguiente de su visita a Altubena, don Manuel se presentó en Basaon buscando a mi primo Aurelio. «Era la ocasión de…, Efrén había huido, era la ocasión de rescatarlo de allí». Le recibieron con la mayor expectación. Pocas personas, nacionalistas o no, se negaban a creer que el maestro no pertenecía al comité local del PNV. No es que no le creyeran cuando él lo negaba; se trataba de la idoneidad de un hombre para un cargo, un reconocimiento tan unánime que sonaba a verdad. Era no conocerle. Para empezar, nunca tuvo carnet del Partido. Los de Basaon también esperaron demasiado de él aquella tarde, aunque estoy seguro de que el tío Roque lo que esperó fueron más sus juicios que sus noticias. «Tenía sesenta y seis años y, si se le miraba con atención, producía dos impresiones, y no era fácil abarcar el conjunto. Su continente ayudaba muy poco, más bien no ayudaba en absoluto. Seguía siendo un hombrón sólido y calmoso, una fuerza capaz aparentemente de sobreponerse a la vida, y el engaño estaba en que esta imagen no expresaba la verdad; nada de hombros derrotados, espalda encorvada, piernas vacilantes, cabello encanecido, surcos insobornables en la frente…; no necesariamente todos estos datos juntos, sólo un par de ellos, siquiera uno. Nada. Tu tío no representaba ni por asomo sus años. Sin embargo, no era difícil sorprender el descuido de su mirada al tornarse oscura y perdida, o la pregunta muda que me dirigieron sus ojos: "¿Tengo que ir yo?". O así me lo pareció. Pero, un instante después, tomaba el mando del grupo bajo los racimos de uva blanca ya bastante formados de julio: mandó sacar una silla, que no usé en ningún momento, sobre todo al descubrir a Aurelio y comprender que, hasta mi llegada, él había sido el centro de atención. Y entonces advertí que Magda o Madia, Pelayo y Cenobia, e incluso tu tío, aún tenían en sus manos las herramientas del campo con que les sorprendió la aparición de Aurelio: únicamente la amenaza que espesaba el ambiente había hecho que abandonaran en bloque sus tareas a media tarde. Allí estaban, tensos y de pie. Faltaba sólo Anastasi, estando Felipe y Pondo casados fuera. "Siéntese, don Manuel", oí a Cenobia. Había puesto una silla contra mis piernas. Yo también necesitaba conversar con Aurelio. Sin testigos, sin ellos presentes escuchando palabras mías que, seguramente, no compartirían. Incluido Roque, pues ¿dónde se iba a estar mejor en una guerra que en una fortaleza como el Galeón? Dentro de aquellas nuevas reglas que parecían imponerse desde la víspera, me correspondía hablar, por haber llegado el último con las últimas noticias, pero me venció la naturaleza muerta de aquellos Altube que ni siquiera sabrían ya que lo eran, incluido Roque, quizá el que más remoto se sintiera de su apellido. "Siéntese, don Manuel", volví a oír a Cenobia. Había bancos que nadie ocupaba. Mi llegada había interrumpido el íntimo discurso informativo de Aurelio.

»—Puedo regresar más tarde —ofrecí.

»—El Partido dice que no hay que apuntarse con los milicianos. El que quiera apuntarse que se apunte en los cuerpos que guardan el orden —dijo Pelayo.

»—Es de lo que acabo de enterarme —dijo Aurelio mirándome.

»Era la primera vez que le veía con gafas, el rasgo que definitivamente le diferenciaba de su gente. Entonces en Getxo sólo usaban gafas los casi ciegos, los muy viejos y los curas. Si no hubiera dejado a su familia, Aurelio no habría leído miles de libros y no llevaría gafas. Tenía un aire capitalino con su chaqueta y pantalón de paño y hechura ingleses, camisa blanca con pajarita y zapatos de punta lustrados. Eso, en cuanto a diferencias externas; las otras serían más profundas. Sin embargo, había salido del palacio de oro a interesarse por los suyos y, supongo, ayudarles. Me resistí a aceptar que, en quince años, Efrén no se hubiera adueñado de su alma.

»—Estás sin amo —bromeé.

»No le gustó nada.

»—El conocía la fecha —añadí.

»—Yo no —aseguró Aurelio con seriedad.

»—Si no se llevó a Cándido, la niña de sus ojos, es que… —dijo Roque.

»—A los menores de edad no se les persigue en las guerras…, al menos en las civilizadas. ¿Cómo será ésta? —pregunté a nadie.

»—¿Así empiezan las guerras? —Cenobia conservaba su tartamudeo.

»La miré. ¡Dios mío, pierdes de vista a una mocosa y de pronto la encuentras con cuarenta años! Además de por su defecto, la reconocí por su cara redonda y roja. De los ocho hijos de Roque era la única nacida en Altubena y tenía más aire de aldeana que ninguno de ellos. Era su cara de tomate la que la mantenía soltera, pues su cuerpo habría colmado a muchos hombres.

»—Las guerras empiezan mucho antes de que empiecen —le respondí—. Las guerras empiezan con desfiles y esta mañana ya hemos tenido el nuestro en la Gran Vía de Bilbao: regimiento de Garellano, miñones, carabineros, Guardia Civil afirmando su lealtad a la República… ¿Dónde está Anastasi?

»—Esa ha salido —gruñó Pelayo.

»Su tono fue duro. Recordé el amante secreto que se le atribuía a Anastasi, un señorito de Neguri que nunca la llevaría al altar. De un momento a otro, Pelayo sustituiría la azada por el rifle, la escopeta de caza, el cuchillo de cocina o por nada, como el enjambre de trabajadores, hombres y mujeres de toda edad, incluso niños, que la víspera salió de Bilbao en camionetas al encuentro de la columna rebelde que, decían, venía ya por Otxandiano sobre la capital… Sí, no había duda de que la guerra había estallado».

—No para todos —le recordaba yo a don Manuel—. En aquel primer gesto épico del pueblo, no participó ningún ciudadano del PNV.

—El Deia de entonces publicó una nota muy explícita del Partido adhiriéndose a la República. Era 19 de julio, aún no habían transcurrido veinticuatro horas de guerra —replicaba él.

—Una simple solicitud de ingreso en un club. Y, entretanto, esperar, silbando, mientras los partidos del Frente Popular se batían a tiros.

—Éramos aliados, pero diferentes. Nunca lo hemos negado. Mostrábamos nuestras cartas. Y más, si quieres: aquélla no era nuestra guerra. Defendíamos la legalidad, la República, la democracia…, pero no la revolución.

—¿Por qué no habla usted con palabras propias? Quizá sienta eso que dice, pero no cree en ello. ¡Maldita sea!, ¿por qué me obliga…, o lo permite, o le gusta por alguna razón… meterme una y otra vez con sus contradicciones? ¿Cuándo va a dejar de vivir ese tormento?

—No queríamos la revolución que podía triunfar en el 36… ¿Te lo he dicho ya? No era nuestra guerra.

—Ustedes habrían preferido una guerra de independencia.

—¡Nada de guerras! Comprensión, comprensión… ¿Cómo entender a la patriótica España su falta de comprensión hacia otros patriotas?… Los del otro bando, que nos comprendían menos, nos enviaron cantos de sirena antes y después del 18 de julio. Los carlistas de Navarra nos invitaron a sus filas. El general Mola nos pidió, al menos, neutralidad a cambio de mejor trato. A las tres semanas de guerra, en una pastoral de los obispos vasco-navarros, se apelaba a nuestra catolicidad y antisocialismo… Bueno, Asier, y elegimos.

—El PNV podía encajar en cualquiera de los dos bandos y le fue posible elegir. ¿No es terrible recordarlo? Apenas me atrevo a preguntarle, don Manuel, si ustedes hubieran abrazado la otra causa de haberles prometido el Estatuto. Pero, claro, la derecha decía preferir una España roja a una España rota, y eso no cabía.

—Tan incómodos nos sentimos con el Frente Popular como nos hubiésemos sentido con los militares. Aquella Guerra habría seguido sin ser nuestra.

Yo clamaba:

—¡Pobre República, pobre democracia, pobre libertad!

De manera que el suspense comenzó aquel 19 de julio y se prolongó hasta que las Cortes aprobaron el Estatuto, el 1 de octubre: setenta y tres días de guerra en los que el PNV hizo poco más que deshojar la margarita. Bajo la parra de Basaon, Pelayo transmitió la instrucción, orden del Partido de no engrosar las bandas milicianas del Frente Popular. Don Manuel se preguntó cuál sería la ideología de Aurelio, quien, además de las dos opciones generales, padecía una tercera: el Galeón.

—Es posible que aún estuviéramos a tiempo —continuaba—. ¿Cabía alguna esperanza después de quince años? No habían sido quince años cualesquiera, sino vividos en el Galeón, bajo la cultura de Ella, Efrén y Cándido…, suponiendo que esos años encajaran en alguna de las tres categorías contra las que se conocían antídotos. Quiero decir, suponiendo que encajaran en la categoría de los chatarreros, la única posible para ellos, descartados el nacionalismo y el Frente Popular. Y si tampoco encajaban allí, ¿qué esperanza había para un Aurelio en calidad de conejillo de Indias de, digamos, unos extraterrestres? Esperé lo peor. Sin embargo, allí estuvo entonces, interesándose por su gente, como si aún no se hubiera producido su disolución completa por osmosis… Y llegó el momento en que tuve que hacerlo, tuve que mirarla… a ella, a Magda o Madia, porque también estaba allí…, en vez de seguir ignorándola, no ignorándola sólo desde mi llegada a Basaon sino desde que me hablaron por primera vez de la existencia en Getxo de ellos, la madre, su hermana o sobrina o lo que fuera, y su hijo; una ignorancia que resultaba ser el mejor estado de ánimo para contrarrestar la insoslayable atracción que despertaban. Sentí llegado el momento de hacer justicia a aquella mujer que llevaba demasiados años compartiendo injustamente el negro sambenito de Ella y de Efrén. La vi cerca de tu tío, pequeña…, apenas le llegaba al hombro…, de exiguo esqueleto y poca carne encima, pelo negro recogido en un moño minúsculo…, semejando una bola de billar no elegida sino resultante de un pelo desvitaminado que parecía no crecer más…, convertida, aunque costase creerlo, en una etxekoandre con familia numerosa, rostro aceitunado y mirada lenta que se detenía un tiempo excesivo en cada superficie…

»—¿Cómo está usted? —le hablé.

»Era la primera vez en mi vida que le dirigía la palabra, aunque también era la primera vez que la tenía tan cerca. Quedó paralizada por dentro y por fuera, y dejó de mirar a parte alguna, esperando acaso la confirmación de lo que no estuvo segura de haber oído.

»—No se preocupe usted. Las cosas que empiezan de repente suelen acabar lo mismo.

»Se convenció de que era yo quien le hablaba y me sonrió. En adelante, dejó de ser para mí una criatura invisible. Me reconcilié conmigo mismo al cabo de tantos años de padecer una mala conciencia que jamás asumí. No necesité más que atreverme a acercar a mis ojos su historia, desvinculada de su tía o hermana o lo que fuera, y de su primo o sobrino o lo que fuera, al menos con posterioridad a 1897, al casarse con tu tío y formar grupo o raza aparte, incluso durante los veinte años de convivencia con Ella y Efrén sin contaminarse… Bien, y luego se metió en casa con Aurelio y allí permanecieron no menos de media hora. ¿De qué hablaron?, ¿acaso le atormentaba a ella lo mismo que a mí? ¿Por qué no?, ¿acaso no era su madre y deseaba salvarlo? Hablarían de todo menos de huir del Galeón, era imposible que Magda o Madia se hubiera acercado tanto a la verdadera tragedia por mucho que amara a aquel Altube y que por ese apellido hubiese roto con sus raíces. Es que no sólo se trataba de amor sino de emoción tribal.

»Sin duda, los de la parra hablaríamos de la Guerra. Lo único que recuerdo es que, más tarde, me encontré caminando junto a Aurelio. Tanto él como yo llevábamos bajo el brazo sendos envoltorios de papel de periódico conteniendo varias docenas de pimientitos verdes de freír, obsequio de la nueva Magda o Madia, la etxekoandre.

»—Viéndote en Basaon, se creería que piensas regresar a casa —le dije.

»Me dirigió una rápida mirada indescifrable.

»—Pues… no —sonrió suavemente.

»—Me habría gustado. No sólo por ti, por los tuyos e incluso por mí mismo, sino porque las cosas recuperarían su estado natural.

»—He de seguir allí —murmuró en un tono que parecía cerrar el tema. Insistí, pero no me permitió más que cuatro o cinco palabras: me cortó con la misma suave determinación, repitiendo—: He de seguir allí.

»—¿Qué te retiene? ¿No han sido suficientes quince años?

»Si su madre no le había hablado así, alguien tenía que hacerlo. Y creo que él lo comprendió.

»—No es cuestión de años sino de pactos, de un pacto —dijo, con la madura paciencia del maestro que enseña a un niño.

»—¿Pacto? —exclamé, deteniéndome. El también se detuvo.

»—Contrato —precisó.

»Dejé de respirar. Él añadió:

»—Hasta que Cándido disponga lo contrario.

»Ahora mi respiración se aceleró.

»—Ha de haber un error de entendimiento…, demasiado inhumano… ¿Y si Cándido…? ¡Inaceptable, sería la vuelta a la esclavitud! —exclamé.

»Su expresión se mantuvo impasible. ¡Aceptaba con resignación una servidumbre de por vida! Y no nos referíamos a alguien lejano, alguien que lo sufrió en otra época, sino a una víctima que estaba a mi lado en 1936. Pagaba un precio desorbitado por su traje de buen paño, su pajarita y todo lo demás.

»—Si yo hubiese sabido aquel día de hace quince años hasta dónde llegaría la humillación… —me reproché—. Si tú lo sabías…

»—No lo sabía. El pacto, el contrato, vino después.

»—Después… ¿Qué significa eso, que te sometieron a tormento una vez en sus garras?

»—Lo acepté voluntariamente, lo habría aceptado desde el principio. Si de ellos no hubiera salido…, yo mismo lo habría propuesto. Soy feliz en esa casa.

»Bueno, era lo último que yo podía imaginar. Me tomé un descanso, suspiré y le dije:

»—Es posible que desde ayer, con la guerra, hayamos entrado en una nueva época de la humanidad y debamos revisar nuestras pesas y medidas antes de la llegada de los nuevos bárbaros. No tienes por qué seguir engañándote, ni engañándonos a todos, para hacernos más soportable tu secuestro con lo de que eres feliz… Pero, mientras acabo de digerir que hemos de partir de cero, y puesto que en aquel día no le eché genio al asunto y no te cogí de la oreja y te arrastré a mil kilómetros de ellos…, te aseguro que estoy dispuesto a hacerlo ahora.

»—Deseo continuar en esa casa. Y más en las circunstancias actuales —deletreó Aurelio.

»—¿Qué tienen que ver las circunstancias actuales?

»Leí en su cara que prefería no hablar.

»—Te limitas a estar en esa guarida, no perteneces a ella, ni siquiera tu cuerpo…

»—Nadie sabe qué puede pasar en estos días y ella está allí —desenrolló con una impremeditada calma agresiva.

»—¿Ella? ¿Te preocupa la seguridad de un animal indestructible?

»—Esa, no. La otra.

»El mismo sonido nos había llevado a un error.

»—Dirás… las otras, pues quedan dos, si sólo mencionamos a mujeres…

»—Sí, dos, pero yo no pienso más que en una.

»Aun siendo evidente que prefería no hablar, estaba hablando. Quizá es que yo preguntaba demasiado y él era en extremo generoso dejándose arrastrar a ciertas confidencias no deseadas. Por otro lado, el sentirse obligado a proteger a una chiquilla de quince años —y yo no tenía reparo en otorgarle una ingenuidad que acaso fuera lo único que merecía ser salvado en aquella guarida— resultaba comprensiblemente humano.

»—Te aseguro que la pequeña Elisenda no corre el menor peligro al cuidado de una abuela como…

»—Ángela —pronunció Aurelio.

»—¿Ángela?… Claro, es otra mujer, pero no es lo mismo, con sus cuarenta y cinco años…

»—La amo —pronunció.

»Para cerciorarme de si había oído bien no le pedí que me lo repitiera, lo busqué en sus ojos, y, por Dios, allí estaba el gran delirio con tanta ligereza idealizado. Pobre Aurelio. Sí, pobre Aurelio. A las despiadadas intenciones de Efrén y Cándido había que añadir la repulsa de aquella clase especial de mujer amada. ¿Cómo cayó tu primo en semejante agujero? Al menos, si se hubiera tratado de la otra, de Elisenda, habría contado con alguna posibilidad… Sin embargo, mejor como ocurrió que no con una nueva cadena al cuello. ¿Te lo imaginas casado con la hija de ese hombre y condenado con más razón a pertenecer a ellos? Por suerte, la diosa Ángela se dignaría mirar desde su cumbre al gusano, que no sólo se había atrevido a dirigirle la palabra sin ser preguntado sino a lanzarle semejante insulto, y estallaría en la cruel carcajada de rigor…

El 22 de julio a Otxandiano le cupo el triste honor de estrenar el terror venido del cielo. Lo poco que se sabía de aquellas cuatro primeras jornadas de guerra había empezado a familiarizar a la gente con algunas formas de matar, las clásicas, incluidos los cañones que destrozaban cuerpos a distancia. Pero aquella bandada de pajarracos Breguet XIX que arrojó bombas, por primera vez en la Historia, sobre una población habitada alertó de los efectos devastadores del arma aérea.

Los requetés se encontraban a seis kilómetros de Otxandiano, en cuya plazoleta de Andikona se habían instalado las cocinas de campaña de la columna del Frente Popular —ausente de ella el PNV— recién salida de Bilbao para liberar Vitoria, en manos de los rebeldes. El bombardeo, con ametrallamientos personales incluidos, ocasionó más de treinta muertos y muchos heridos, la mayoría ancianos, mujeres y niños. ¿Objetivo militar? Si los Breguet XIX perseguían minar la moral de la población civil, su objetivo militar fue cumplido a conciencia. Once meses después, a la pérdida de Euskadi, todos recordaríamos que lo de Otxandiano fue la proclamación del arma aérea como àrbitro absoluto, que redujo el coraje del gudari a mero testimonio.

En mi caso, el dolor fue desbordado por la fascinación de la novedad…, aunque es posible que quedaran empatados. A los catorce años no se tiene inclinación por lo estable y conocido, y cómo no, si una de las cosas más estables que yo conocía era la escuela, de la que no me libraría el próximo octubre, como ocurría desde hacía dos años, si de las muletas me pasaban al bastón, con lo que concluirían las clases a domicilio de la señorita Mercedes y de don Manuel. Es decir, un día sí y otro no perdería las dos horas en su compañía. En la escuela, para hablarla, no dispondría de la excusa de los teoremas o la batalla de Lepanto: sólo podría verla fugazmente al pasar ante la ventana de la clase de las chicas, o en el recreo desde mi aula.

El segundo efecto que me produjo el bombardeo de Otxandiano fue la súbita preocupación por la seguridad de la señorita Mercedes. Salí de Altubena el mismo día 22 gracias a la mentira de que no iría más allá del cañaveral; ¿no se trataba de una motivación especial?; además, estábamos en guerra. (Los viajes clandestinos por medio Getxo en mi silla de ruedas de dos años atrás tuvieron también una motivación especial, incluso en uno de ellos conté con el permiso de la madre. Pero ahora no andaba de por medio el fútbol, es decir, el honor de una comunidad). Sin embargo, veinticuatro horas antes, don Manuel quiso convertir en plástica la clase teórica de aquel día sobre los griegos y obtuve permiso para que me cargara en el burro y me llevara a Algorta a ser testigo de cómo otro pueblo, el mío, se disponía a defender su libertad con las armas. Si aquellos griegos la defendieron con lanzas, escudos, arcos y flechas, el armamento de los vascos no había progresado gran cosa: predominaban los grupos de cazadores, con escopetas y tabardos, camino de la estación del ferrocarril, rodeados de mujeres despidiéndolos y entregándoles paquetes de comida. Se veían algunos fusiles. Luego sabría yo que aquellos hombres no se agruparon sin más, sino por ideologías: había nacionalistas, socialistas, comunistas, cenetistas y otros. Partió el tren y los únicos que quedaron en la estación fueron los nacionalistas (estas puntualizaciones sobre los partidos se las oiría a don Manuel años después, al informarme sobre nuestras cosas. También me aclaró que los nacionalistas que se quedaron en la estación no fueron los de ANV sino los del PNV, y entre ellos descubrí a Cosme Jáuregui, el único que tenía su escopeta enfundada en un paño gris, a mi primo Pelayo Altube y a mi hermano Marcos, que se nos acercó un momento. «¿Por qué no van con los otros? ¿Qué contraorden les ha traído el mensajero que acaba de llegar, ese Moisés Baskardo? ¿Enviado por quién?, ¿por el batzoki, incluso por la propia Cristina?», oí susurrar a don Manuel. Estaba malhumorado y no nos quedamos más tiempo. «¡Regresemos!», y tiró de la cuerda del burro que no había soltado. Pero esta marcha precipitada no me impidió ver allí más cosas. Primero, al propio Moisés, de quien no sólo había oído hablar en mi cocina por sus escándalos, como presentarse en Altubena a pedir la mano de mi tía Andrea, ya casada y con seis hijos, o abordar en la calle tanto a su hija mayor, Koleta, como a la otra, María Antonia, sino que yo mismo había sido testigo de alguno de estos episodios, ¡y es que, en verdad, mis primas eran calcos de mi tía! Al hablar de Moisés, los míos se tocaban la cabeza… Bien, pues allí vi al loco, vestido como el explorador de una película de África, excepto por los gruesos calcetines de lana de oveja y las botas de clavos de mendigoitzale. Tendría entonces unos cincuenta y cinco años: un hombrón de metro noventa, anchos hombros y poca grasa, sin tripa y aún con casi todo el pelo rubio. Era uno de los pocos que esgrimía fusil o rifle, no sé, y recordé que su padre tenía una fábrica de armas. Don Manuel susurró a mi lado: «¡Qué combate tan desigual, escopetas de perdigones contra cañones! Van a enfrentarse a un ejército de militares profesionales y a otro de requetés navarros que llevan años militarizándose en secreto para esta ocasión. Estas escopetas nuestras que hoy defienden la libertad, hace treinta años abatían al rebaño de llamas. Entonces me parecieron de un poder destructor demoníaco y hoy son menos que tiragomas… ¡Y Efrén ha huido! ¿De quién?, ¿de esas escopetas? ¿Es que se ha pasado al bando de las llamas?». Tomó mi cabeza entre sus manos y la hizo girar para que mis ojos volvieran a empaparse de aquel friso de guerreros vascos. «Míralos bien, ¡esto es Historia!». Le abandonó la tensión y pareció rezar hacia dentro: «Que la desigualdad del armamento se neutralice antes de que sea la gran maldición de esta guerra».

Soslayé el considerar qué podía hacer por la señorita Mercedes un incapacitado para pescar, cazar, jugar al fútbol o cualquiera de las cosas importantes que hacía mi cuadrilla. No había más que una verdad: la simple posibilidad de un bombardeo de Algorta era como tener la certeza de que sería bombardeada. El único escollo me asaltó a medio camino: la señorita Mercedes no vivía sola, no estaba indefensa, su padre o Anaconda le echarían una mano. Pero, ah, le faltaba don Manuel, el indicado para encauzar una crisis de terror. Ella soportaba por entonces la segunda interrupción del noviazgo, comenzado once años antes, con rupturas y reencuentros de hasta cuatro años; dicen que estas cosas únicamente ocurrían en los pueblos, pero con tipos como don Manuel pueden ocurrir en cualquier lugar y época. Yo no sabía si un padre —no conocí al mío— estaba capacitado para controlar una crisis de terror, aunque sí que la somnolienta Anaconda bastante tenía con ponerse en marcha a sí misma, sin contar con que entonces sólo tenía quince años. De modo que la señorita Mercedes prácticamente estaba sola. Con todo, nada más que una guerra pudo llevarme hasta aquella casa que nunca había pisado. Mis piernas naturales se me habrían doblado al oír el sonido de la aldaba, pero, por suerte, las de palo no se doblan en estas situaciones.

El impacto del bombardeo de la mañana había sido tan fuerte, que una mujer que no me conocía quiso saber si era un superviviente de Otxandiano. La señorita Mercedes vivía a menos de dos kilómetros, en línea recta, de Altubena, en una casa de dos plantas pegada a la pequeña fábrica de hielo de su padre, ambas al fondo de un callejoncito a pocos metros de las barreras del tren. Quedé petrificado ante la puerta, con mis propósitos caídos a mis pies. Supongo que, a pesar de todo, alcé la aldaba. El roce de metales me anunció que se abría la mirilla, y a continuación, tras una larga pausa, la puerta. «¿Quién es?», me llegó la voz de la señorita Mercedes, aunque no desde el umbral. En la fresca penumbra de julio del pasillo se movió pesadamente una sombra como el aire desplazado por una masa que viene a ocupar otro espacio. Nunca había visto a Anaconda, la nieta o bisnieta o nadie sabía qué del tío abuelo Saturnino Altube, o el tío bisabuelo, pues Anaconda tenía entonces quince años y yo catorce, y Saturnino, con ochenta y seis, la había hecho venir del cono suramericano para demostrar a su esposa y al resto de Getxo que no era culpable de la esterilidad del matrimonio. Desde hacía cuarenta años vivía entre nosotros como un indiano respetable, pero en su época de explotador de indios había hecho compatible el incremento de su bolsa con la siembra de semen vasco, no siendo Anaconda la única sangre propia que nos mostró: unos treinta y cinco años atrás ya nos había traído su primer certificado de fertilidad, un mestizo de cuatro años, Ángelo Boniato, tenido de una india huitoto. Anaconda no era huitoto sino kamayurá, y había aparecido en Getxo sólo cinco meses antes, en febrero, sin duda para refrescar nuestra memoria. Ambos descendientes portaban sendos envoltorios de cáñamo con pruebas de su parentesco en forma de fotografías con el brazo de Saturnino rodeando la cintura de la hembra madre de turno, certificados expedidos por recónditas autoridades locales tras un rastreo de sangres por las selvas, y testimonios de familiares o simples testigos que contemplaron los amancebamientos. Pero la prueba más contundente estaba en la propia Anaconda, en su inequívoca nariz peñascosa de Altube. No había ocurrido lo mismo con Ángelo Boniato, que lucía la nariz aplastada de su tribu, y tal sería la razón de que Saturnino exigiera para el segundo envío una mercancía más convincente a sus testaferros sudamericanos, que cobraron en dólares no sólo sus pesquisas sino la supuesta compra a los padres de las dos criaturas, o su robo, secuestro y embarque.

La mujer de Saturnino, Abeliñe «la Camisona», se comportó con Anaconda como lo hiciera con el pequeño Ángelo —lo de Boniato se le aplicó mucho después, cuando Saturnino le abrió una frutería—: Simplemente, le cerró la puerta de su casa. Saturnino la internó en el convento de las Trinitarias, por ver si podían hacer algo de ella, incluso una monja, pero Anaconda era demasiado salvaje y huyó a los pequeños bosques del entorno, donde la encontró la señorita Mercedes un día de excursión con las niñas de su clase y, digamos, la adoptó. La incorporó al grupo de las más pequeñas, y consiguió que las arcas municipales le abonaran un jornal como encargada de la limpieza, para que no le abrumara la sensación de asilada. Una precaución inútil: Anaconda no se regía por nuestras convenciones. Sentarse entre las pequeñas —su volumen colmaba dos asientos— nunca pareció herir su orgullo, y su parsimonia en mover la escoba, la bayeta y la fregona no hacía más que señalar su madera. Nunca se le vio correr o precipitarse a coger un jarrón que se caía o acelerar el paso para evitar un coche: el jarrón se estrellaba y el coche había de frenar. Vivía al son de otros tambores. El culpable no era el peso muerto de su carne, que no parecía nada muerta cuando caminaba imprimiéndola, contra su voluntad, un movimiento que era más centrípeto que centrífugo, la negación del exhibicionismo. La rotunda belleza de su rostro cobrizo atraía más por lo que uno se imaginaba que decía que por lo que decía realmente. Huyó del convento cuando las monjas le confeccionaban un vestido de dos normales para sustituir al excesivamente ajustado que llevaba —su gente de América no contó con el incremento de su cuerpo en un mes de viaje— y que hubiera acabado por reventar. La señorita Mercedes entubó aquel cuerpo con un tejido grueso que enterraba las dunas. (Dos años después se evidenciaría el gran sentido común de la maestra, a pesar del fracaso de su modelo para la india y del olvido total de aquellos ocho días de la no creíble explosión de sexualidad que conmocionó a Getxo. Aquí y allá quedaron rastros de la locura: hubo alumbramientos justo nueve meses después; fue lo único tangible que quedó de la tormenta que, por lo demás, pareció haberse desencadenado en otra dimensión, y seguramente fue así; una pesadilla colectiva olvidada, también, colectivamente. «Estábamos en 1938, la gente necesitaba librarse del horror, aunque fuera por un rato». Don Manuel se apresuraba a añadir: «Suponiendo que existieran aquellos ocho días, claro… Es el caso de los dos batallones, uno de cada bando, que muchos juran que aún ven persiguiéndose con saña por nuestro cielo o nuestras huertas… Lo que me desconcierta es que esos ocho días…, suponiendo que existieran, claro…, esos ocho días arrancasen del momento en que me excarcelaron, aquel 3 de agosto». En el centro de su génesis estuvo Anaconda. Simplemente, lo creo así. Bastaba advertir lo que rezumaba su carne para entenderlo. Debo confesar que esta idea se me fijó al sorprender el maldito encuentro de don Manuel y la india revolcándose sobre el pupitre de la escuela, exactamente a las siete de la tarde del jueves 22 de noviembre… El primero de aquellos ocho días fue el 3 de agosto, cuando don Manuel se reintegró a Getxo. Anaconda quizá lo estuviera esperando, sin él imaginárselo. O quizá lo viera casualmente por la calle y le golpeara con más violencia el amor, tras un año sin verle, y su cuerpo se abriera como una flor para bombardearnos con esporas fertilizantes o con qué sé yo, o tanta inocencia resultara indigerible a nuestra comunidad —como con el rebaño de llamas—, y así empezara todo. Pienso que pude haber tenido sospecha de ello dos años antes, en mi visita a la señorita Mercedes para salvarla, cuando la propia Anaconda me preguntó, no una sino varias veces: «Dime lo que hacer para ser su amiga»). La masa que se desplazó con lentitud en la penumbra del pasillo se instaló a un lado de la puerta. Yo nunca había visto a Anaconda. La señorita Mercedes me había hablado de ella; no era un chico, pero sentí celos. En cambio, no recuerdo que don Manuel me la mencionara por ella misma, sólo como apéndice de la maestra; la razón pudo estar en el sexo, pensado —no expresado— como tabú, consecuencia de nuestra represión eclesial; porque Anaconda era sexo en estado puro, sexo inocente, irradiaba sexo a su pesar, no podía, ignoraba lo que los dioses le habían concedido.

Lo primero que hice fue bajar la vista a sus pies: descalzos, como esperaba. Nunca usó ninguna clase de calzado, fuera invierno y pisando nieve. Me sentí como nunca un despojo entre guantes.

—¿Quién es? —oí de nuevo a la señorita Mercedes.

—Sé quién eres —casi deletreó Anaconda sólo para mí, con una música en las palabras. No envió ningún informe al fondo del pasillo. Me preguntó, con la misma música, aunque ahora las palabras sonaron roncas—: Dime qué hacer para ser amiga del señor maestro.

—Soy Asier —me precipité a transmitir para salvarme de algo que no pude precisar.

—¡Asier! —exclamó la señorita Mercedes—. ¿Cómo te has atrevido…? Ahora mismo salgo, estoy desinfectando el baño.

Su casa no era nueva, si tenía cuarto de baño con bañera, ducha, lavabo y demás, los habrían puesto después; en Altubena seguíamos como en tiempos de los abuelos, con una vieja cabina de tablas sobre el piso de la cuadra, sin bañera, ducha o lavabo, sólo cazuela, y ésta sin tapa. Jamás se me habría ocurrido pensar que donde viviera la señorita Mercedes hubiera una cazuela. Jamás.

Llegó por el pasillo hasta mí y me examinó de arriba abajo, sin tocarme, y cuando se convenció de que mi cuerpo parecía estar completo, me preguntó por los míos y luego por el pueblo en general, entendiendo que mi viaje había de obedecer a alguna razón espantosa. Los ojos que escrutaban mi rostro no hallaban explicación.

—Estamos en guerra —la ayudé.

La palabra guerra nunca tranquilizó a nadie, pero sí entonces a ella.

—Sí, ya sé que estamos en guerra, Asier, y que pasan cosas horribles —suspiró con tristeza infinita.

—Usted no se preocupe, señorita, que no le pasará nada. Hoy sólo he venido a saber cómo estaba, y veo que bien y que me puedo marchar. Pero si alguna vez le ocurre algo o le puede ocurrir porque los militares se acercan demasiado, yo…

Sus brazos crecieron y me estrechó contra ella. Bueno, yo no estaba preparado para semejante efusión, porque nada nuevo podía mejorar lo que ya sentía por ella.

—Ésta es Ana —pasó suavemente a otra cosa—, creo que no la conocías. Y es, también, Altube. ¿No es gracioso? El padre Eulogio la rebautizó Anaconda por delante de dos de sus apellidos, el segundo impronunciable. Puedes llamarla Ana, como yo.

Miré a la india, que me miraba y estuve seguro de que no había dejado de mirarme en ningún momento, porque seguía en sus ojos la pregunta. Luego, la señorita Mercedes dijo: «Pasa», y cerró la puerta y presionó mi espalda con la punta de sus dedos, pasillo adelante, que con la fuga de luz de la calle fue algo más que penumbra. Avanzaba solo, la señorita Mercedes ya no me tocaba, no colaboraba con mis muletas, ni siquiera pronunció una sola vez «Cuidado». Era perfecta.

En el comedor me aproximó una silla y me senté. Quiso saber si había merendado, le contesté que no y salió.

—Dime qué hacer para ser amiga del señor maestro.

Inmóvil como un árbol, mirándome desde el otro lado de la mesa, Anaconda daba la impresión de que una fuerza ajena la hubiera trasladado desde la entrada y en la misma postura y con la pregunta. En ninguna de las dos ocasiones la formuló en presencia de la señorita Mercedes. Sí, los maestros llevaban dos años sin salir, mas yo, y supongo que también otros, sabíamos que reanudarían una vez más su noviazgo y se casarían. Yo no podía imaginar un futuro sin la señorita Mercedes y don Manuel unidos. Él era el único hombre de diez a ochenta años del que no sentía celos, y nunca deseé que él los sintiera de mí. Aunque mi denominación de santísima trinidad a lo nuestro aparecería años después, entonces ya formábamos un triángulo especial funcionando con otras leyes y al que no pertenecía Anaconda. Sin embargo, la fijación de la india por don Manuel podía despertar los celos de la señorita Mercedes, quien debía de entender la ruptura del noviazgo como un error pasajero. Entre los alumnos de la escuela se había comentado la especial limpieza que la india realizaba con la silla y la mesa del maestro, frotándolas hasta el desgaste, y se aseguraba que el responsable municipal del mobiliario le había llamado la atención. El que la propia Anaconda comprendiera que la señorita Mercedes no se merecía eso, estaba en su precaución al hacerme las preguntas. Eso creía yo entonces.

Regresó la señorita Mercedes con el trozo de pan migoso y la onza de chocolate y me los puso en la mano. Por suerte, trajo también un pequeño plato con pastas y una servilleta, que despojaron a la merienda del humillante carácter infantil que le habrían otorgado el pan y el chocolate solos. Se sentó ante mí en otra silla.

—Vamos, come —me sonrió.

—¿Habrá escuela en octubre si dura la Guerra? —pregunté.

—Acabará mucho antes, ya lo verás. ¿Por qué?

—Marcos me está haciendo un bastón para cuando diga el médico.

—¡Estupendo! ¿Y podrías venir hasta la escuela? Cada nueva costumbre lleva su tiempo…

—Si me pasan al bastón, ya vendré.

Yo quería lo mejor para ella, y sus viajes a Altubena —cuatro kilómetros entre ida y vuelta—, tanto en invierno, al acabar su clase en la escuela, como un par de meses en verano, no era lo mejor. Era ella quien realizaba el esfuerzo y yo quien me aprovechaba. Con mi regreso en octubre a la escuela yo saldría perdiendo. Pero quería lo mejor para ella.

Hablando de esfuerzos, me sentí orgulloso del que me llevó a su casa. Y, sabiéndola a salvo, me habría retirado airosamente de no ser por el pan y el chocolate que tenía en mis manos y con los que me habría resultado imposible manejar las muletas. Pero es que, además, pareció ser el turno de la señorita Mercedes para disfrutar observando comer a su inválido. Habría deseado que me hablara, en vez de mirarme con aquella insistencia, esperando de mí no sé qué. Años después comprendería que no esperaba nada, que acaso estaba viendo en mí un anticipo de lo que podría ser la Guerra.

—Qué tonta —exclamó de pronto, levantándose con agilidad y saliendo.

No me agradó quedarme a solas con Anaconda, y no sólo por la amenaza de otra pregunta. Recuerdo que la india descomponía un tanto la imagen apacible que yo tenía de la relación hombre-mujer a través de la señorita Mercedes y don Manuel. No se trataba de las turbulencias de mi sexo, sino del sexo del mundo, en general, sospechando que si la naturaleza había producido un organismo tan colosal, digamos, como el monte Serantes, justo era que buscara el equilibrio proporcionándole una réplica, algo a su altura y de otro polo. A esto me refería.

—Dime qué hacer para ser amiga del señor maestro.

Era como un rodillo. Al menos, seguía callando ante la maestra. ¿Debía contestarla? Pero ¿qué? No se había sentado, ni siquiera movido de la puerta, los brazos colgantes, el cuerpo en absoluto reposo sostenido por unas pantorrillas sólidas y unos pies desnudos tan asentados en el suelo que parecían brotar de él. El atractivo de su rostro encajaba en una zona media de nuestros cánones de belleza; redondo, terso e inexpresivo, sin una mueca que denunciara un sentimiento concreto. Oí alguna vez a la señorita Mercedes que todos los días parecían ser iguales para Ana, a juzgar por su imperturbabilidad permanente. Al formular de nuevo la pregunta apenas movió sus labios carnosos. Seguramente se merecía una respuesta, aunque fuera un desalentador «No sé», pero no lo hice. Recuerdo que presentí hasta qué malditas honduras podría entrometerse en lo nuestro. Por otra parte, sería ensuciar mi amistad con don Manuel buscarle una fórmula. Esta vez, la señorita Mercedes trajo un vaso de leche y a mi merienda ya no le faltó nada.

—Me convenció para que descansara de tus clases parte del verano…

—Ayer me llevó a la estación a ver a los que iban a la Guerra.

—¿Que te llevó? ¡Ese hombre!… Aunque no sé qué hago yo tan tranquila sabiendo que acabas de arrastrarte hasta aquí —se increpó la señorita Mercedes.

—Me cargó en la burra.

—Como un saco.

—Domino ya mejor las muletas que las patas.

—Piernas… Sí, acabo de verlo… ¿Sabe ama que has venido?

No podía separarse mi proeza de mi recuperación, censurar una y alegrarse de la otra.

—Fue estupendo, nosotros también podemos hacer cosas como en las películas…

—Ojalá no haya que hacerlas.

Se había olvidado de su pregunta. No me arrepentí de haber metido la Guerra en su casa y estuve seguro de que ella nunca me lo echaría en cara: comprendió que me había desplazado para velar por su seguridad, y le halagaría, pero mi proeza y la Guerra tampoco podían separarse.

Deseé marcharme. Antes, tendría que consumir hasta la última miga de la merienda. La señorita Mercedes se puso a hablar con Anaconda, consiguiendo que le respondiera con monosílabos y, enseguida, incluso con alguna frase. Luego salió de nuevo del cuarto. «Bien, ahora me lo preguntará otra vez…, suponiendo que no haya gastado su ración de palabras para hoy», pensé, masticando con velocidad.

—Dime qué hacer para ser amiga del señor maestro.

La india llevaba cuatro meses trabajando en la escuela y era evidente que creía no recibir de don Manuel la atención que reclamaba. Ni se inmutó al chocar contra mi mudez. Sin duda, confiaba plenamente en su capacidad de insistencia, bien entonces o dentro de un año.

—Debes empezar a leer poesía. Escucha.

La señorita Mercedes había regresado a su silla y sostenía un diminuto libro en sus manos. Recitó de él palabras corrientes que parecían distintas al componer frases tan raras que, cuando dejó de leer y levantó el rostro, yo no había entendido nada. Cerró el libro y sus dedos rozaron la portada.

La voz a ti debida. de Pedro Salinas. Guárdalo, Asier, y algún día te gustará mucho.

Me lo dio, me lo regaló, según dijo. Lo tengo aquí, sobre la cama en que estoy escribiendo todo esto al cabo de treinta y tres años. Ya puedo entender aquellas palabras que, unas junto a otras, parecían distintas; otras, recién creadas. Dudo ahora de si en el momento de tomar el librito de sus manos, en aquel día inolvidable, le pregunté por el significado de un verso del poema que me leyó, es decir, nos leyó, pues Anaconda seguía allí y lo escuchó, al menos, lo oyó, al menos, estaba: «Que hay otro ser por el que miro el mundo». Murmuró la señorita Mercedes que se trataba de amor: el poeta había llegado a olvidarse de vivir por él mismo, era feliz siendo ella la que viviera por él, la que le cediera sus ojos y todo su ser para sentir el mundo a través de ella… No, no recuerdo si se lo pregunté entonces o una tarde tan mágica de otro año, o nunca, y todo lo hizo mi imaginación, deseosa de proporcionar a la pobre señorita Mercedes la ocasión de hacer explotar sus sueños desahuciados o facilitarle la confidencia que nunca me hizo sobre el estado de su alma.

Yo devoraba casi con precipitación la merienda, a pesar de que a la señorita Mercedes ya no le quedaba cosa alguna por traerme y permanecería quietecita, sin dejarme solo con… Bueno, y es cuando, de pronto, un mínimo fragmento de la inmovilidad de la india sufrió un resquebrajamiento de milésimas de milímetro revelándome que no podía esperar, que soltaría su pregunta estuviera presente o no la maestra, que las preguntas precedentes no las había soltado aprovechando su ausencia, sino a intervalos regulares y sólo una pura coincidencia había hecho que… ¡Por San Diez! ¡A intervalos regulares, a intervalos implacablemente regulares! Como un géiser…

Me apoyé en las muletas para saltar de la silla y huí como si la casa estuviera en llamas. Pedro Salinas viajaba en el bolsillo del pantalón. La señorita Mercedes estaría hecha a espantadas así de sus alumnos, pues la oí a mis espaldas, sin ninguna alteración especial:

—Temo que ama no sepa que has venido tan lejos. Dile que tuviste la atención de visitar a la maestra.

El espeso cañaveral de Altubena crecía a un lado y a otro de una lenta corriente de agua de un metro de ancho. Cañas altas y vivas, cuando una mera brisa las agitaba al son de una umbrosa sinfonía verde. En una choza abierta en este bosque estilizado, en días de calor, algunos Altube durmieron siestas grandiosas. Me contó el abuelo que en todas nuestras generaciones hubo siempre un Altube que convivió de un modo íntimo con esas cañas, al que se debía la perpetuación del charquito artificial que atraía a pájaros sedientos, sobre los que se volteaban unas redes tirando de cuerdas cruzadas desde la choza. Allí esperé, descansando, la llegada de mi maestro a domicilio. Me vendría bien un colchón al enfrentarme a la madre. Pronto le vi descender por el sendero que arrancaba de las últimas casas de Algorta y cruzaba el cañaveral. Le llamé. Entró en la choza, echó una ojeada a sus paredes y al cielo y se sentó en la estera verde del suelo. Resultó una novedad tenerlo a mi misma altura.

—Acabo de ver a tu primo Pelayo de guardia en la puerta de los Trinitarios —dijo, con aire sombrío y secándose el sudor del cuello con su pañuelo blanco.

—¿De guardia?

—Y otros del Partido vigilan iglesias y conventos.

—¿Con escopetas?

—Sí.

—¿Por qué?

—Extremistas del Frente Popular han matado a un sacerdote en Sestao.

—¿Matado?

—Está bien que…

—¿Que está bien matar?

—No, por Dios, Asier… Está bien que se guarde el orden público… Pero no es suficiente. O sí es suficiente, en el caso de que alguien sepa qué está ocurriendo realmente y actúe en consecuencia. Ese alguien no soy yo, por supuesto. Han transcurrido cuatro días y unos se lo toman como una guerra y otros no. ¿Poseen todos los mismos datos? Es de suponer que sí, pues todos los partidos, incluido el Partido, pertenecen al Comité de Defensa creado hace cuarenta y ocho horas en Bilbao.

Lo de Comité de Defensa me sonó emocionante, muy de película de tiros. Habiendo visto a la familia tan preocupada, y a la señorita Mercedes y ahora a don Manuel, me preguntaba si en una guerra era bueno que yo tuviera puntos de vista diferentes a los suyos, como los tenía con respecto a la escuela, las clases particulares, los horarios y la montaña de prohibiciones que llovían sobre los pequeños. Alcancé a pensar que una guerra era distinta, pues no la traían los mayores, como todo eso. Llegué a entender la negra inquietud que cubría el rostro de don Manuel…, aunque no pude hacerla mía. Bueno, sí lo conseguí en parte: la otra mitad la componían excitaciones tales como los combates que ya se libraban lejos, las bombas de Otxandiano, haber visto a Cosme Jáuregui, al primo Pelayo y al hermano Marcos convertidos en héroes armados, y nada podía evitar imaginarme a mi primo en lo alto de las almenas moras del convento de los Trinitarios repeliendo a tiros los feroces ataques de los militares… Era mi primera guerra, estaba en sus comienzos y yo aún no tenía catorce años.

—Aquí se está bien, pero hemos de ir a lo nuestro.

Don Manuel se levantó y me ayudó a hacerlo. La familia nos esperaba en el portalón, al menos, esperaba a don Manuel, y mi presencia pasó bastante inadvertida. ¿Sería verdad que esta Guerra lo trastocaba todo?

—Hemos tenido carta de Esteban —dijo la abuela—. No sabe lo que hay aquí.

—¡Cómo va a saber! —dijo la madre—. La echó antes.

—Viene para agosto. Mejor sería más tarde, a ver si pasa todo —dijo el abuelo.

Era la novedad a comunicar por nuestra parte y la familia se quedó mirando a don Manuel. Nadie se había sentado. Don Manuel tardó en hablar, fue como si le diese miedo:

—Se está luchando en las calles de San Sebastián, nadie sabe en manos de quién quedará la ciudad. El Partido de Pamplona ha dicho no a la República. El Partido de Bilbao ya dijo sí, pero no sale a la calle. ¿Habrá salido en San Sebastián?

—Ellos sabrán —dijo el abuelo.

—No estoy juzgando, sólo recurriendo a hechos —murmuró don Manuel.

Sí estaba juzgando. Estábamos al comienzo de aquellos dos meses largos de suspense. Recuerdo que la madre me sacó la merienda: pan con la onza de Chocolates Bilbaínos, y aquel día merendé dos veces. Definitivamente, yo había dejado de ser su centro de atención, todo lo copó la cháchara sobre noticias y rumores.

Pocos días después, milicianos de los partidos del Frente Popular obligaron a rendirse a los militares que defendían los cuarteles de Loyola y San Sebastián quedó para la República. Por contra, la rebelión había triunfado en Vitoria, donde el PNV, dubitativo y bajo amenazas, acabó desmarcándose de la República. Don Manuel continuó siendo una fuente de información, pero no la única ni la principal, que pasó a ser mi hermano Marcos, a sus regresos de las misiones de protección que llevaba a cabo el PNV. A veces tardaba dos y hasta cuatro días en regresar, y lo hacía agotado y dormía veinticuatro horas seguidas, y la escopeta que guardaba en su armario era, para mí, inspiradora de valerosos sueños nocturnos, cosa que jamás me sucedió cuando la utilizaba para la caza. En el reposo de Altubena yo contaba cuidadosamente los cartuchos de su canana, y el que jamás faltara uno no enfriaba mi excitación.

Mi visión de la Guerra únicamente era compartida por Perico Orejas y Pachín, Juanto, «Petaca» y Joseba, al menos al principio. A raíz del accidente de mis pies, venían por casa de vez en cuando, bien todos o algunos, y si era invierno la madre nos pasaba al comedor y nos dejaba solos, excepto para traernos algo de merienda. En verano, bajábamos al cañaveral y era mejor. La madre me solía dar permiso para ir con ellos a empresas más altas y lejanas. Hablábamos, en particular, de asuntos de la playa: de pesca, de quién había levantado la mayor mojarra, de botes, del último ahogado en Sopelana, de la levita de frac que Etxe había encontrado en la última bajamar. En la playa no se robaban manzanas, pero hacíamos un seguimiento de las mejores de la zona. También hablábamos de películas; bueno, el tema de las películas siempre lo sacaba yo; ellos veían alguna y luego me la contaban. Empecé a notar las diferencias entre ellos y yo a los seis u ocho meses del comienzo de la Guerra. Se trató, precisamente, de diferencias en la manera de verla. Sospeché entonces que en el centro de todo estaban las películas, con las que ellos no vibraban y yo sí, que no veían la Guerra como yo porque no veían las películas como yo, que las veían como los mayores. Y no sólo la Guerra: a mí nunca se me habría ocurrido hablar de Anaconda; ellos la nombraban de continuo y cruzaban guiños y el bruto de Petaca soltaba alguna barbaridad. Mi hermano Marcos y mi primo Poncio también solían hablar de Anaconda. Y, naturalmente, la señorita Mercedes y don Manuel. Pero Perico Orejas y Pachín, Juanto, Petaca y Joseba no eran, aún, mayores. No tardarían en serlo. Al menos, mayores que yo.

Otro a quien parecía preocuparle Anaconda era al tío abuelo Saturnino Altube, pero era natural, llevando su sangre, como decía. La espiaba a escondidas y a distancia en los dos únicos mundos de la india: la casa de la señorita Mercedes y la escuela. «Es que no la conoce, no la ha visto nunca», nos recordaba don Manuel. Del puerto la habían conducido hasta la misma puerta de su casa, como un paquete; Saturnino no estaba en ese momento, y su mujer marcó al mensajero una dirección con el brazo extendido: «¡A las Trinitarias!». Cuando Saturnino venció su vergüenza y llamó a la puerta del convento, Anaconda había huido. A los pocos días empezó su espionaje, y cierto atardecer de finales de marzo tropezó con Ángelo Boniato en las inmediaciones de la casa de la señorita Mercedes. «¿Qué haces por este barrio?», le preguntó. Ángelo le dijo tranquilamente: «Quiero conocer a la nueva, y si puedo, hacer algo por ella». De los cuarenta años que tendría el indio Ángelo, treinta y seis los había vivido en Getxo. Inició su carrera, con sólo diez años, de ayudante-secretario-portero de la mísera oficina de seguros de Efrén en San Baskardo, y la acabaría como frutero. El largo roce con otro ambiente no había borrado su aire de huitoto, era bajo de estatuía y taciturno, si no hablaba de frutas se pasaba días sin hablar. «Yo vengo a lo mismo», le confesó Saturnino. Más o menos, así sería su encuentro. Junto a su hijo, o lo que fuera, Saturnino encontró valor para enfrentarse a la maestra. «En un principio, no los reconocí», contaría la señorita Mercedes. «Fue Ángelo quien me lo aclaró. Pregunté a Saturnino cómo se encontraba y contestó Ángelo: "Estamos bien". Los más de ochenta años de Saturnino estaban a punto de desplomarse. "¿Está Anaconda?", preguntó Ángelo. Les expliqué que estaba haciendo los deberes y que pasaran. Cuando Saturnino iba a dar el primer paso, Ángelo dijo: "Si ella puede salir, mejor". La visita, pues, iba a ser muy corta. No era normal, tratándose de parientes que nunca se habían visto; aunque puede que sí lo fuese, tratándose de ellos. Entré y, mientras arreglaba el pelo a Ana, le advertí de quiénes querían verla. Ya le había hablado con anterioridad de ambos; ni entonces ni ahora dejó escapar la más leve señal de emoción, o curiosidad, o asombro. Al estar ante ellos, no sólo los miró sino que les sostuvo la mirada. "¡Dios, Dios, Dios…!", no dejaba de gruñir Saturnino restregándose los ojos. En varias ocasiones levantó su mano hacia la cabeza de su nieta o bisnieta y en ninguna llegó a tocarla. Ángelo pronunció una frase en una lengua extraña y Ana pareció regresar al mundo: respiró profundamente tres o cuatro veces y su alma se recompuso, contestando en la misma o parecida lengua. Mantuvieron un diálogo, dulce y tierno, muy lejano a nosotros, y las lágrimas descendieron por las mejillas de Ana. Sin embargo, cuando Ángelo le preguntó si prefería irse a vivir con él y su esposa, Ana cogió mi mano y contestó que no. "Yo no puedo llevarla conmigo, como quisiera", carraspeó Saturnino. Le dije que la nieta o bisnieta tampoco aceptaría su invitación, y entonces sacó de su cartera unos billetes de banco y me los tendió, diciendo: "Para casa y alimentos". Los rechacé, asegurándole que la chica pagaba todos sus gastos con su propio trabajo en la escuela. "Pero yo…, yo necesito hacer algo por ella", gimió Saturnino. Prometí avisarle si le necesitaba, y me suplicó: "No se le olvide, por favor. Que sepan todos que no vuelvo la espalda a mis obligaciones". Miró a su nieta y le habló tartamudeando: "¿Sabes quién soy? ¡Soy tu abuelo!… Me costó mucho tiempo y dinero dar contigo en la selva… Lo único que quiero de ti es que seas feliz en Getxo… Aunque tú no me veas, yo no te perderé de vista…" Ángelo ya había dado por finalizada la entrevista hacía rato».

Saturnino y Ángelo giraron dos visitas oficiales más, ya en plena guerra, la primera al ser bombardeados los depósitos de CAMPSA en Santurce, y la segunda en vísperas de la entrada de los franquistas en Getxo, ofreciendo su colaboración para proteger a su nieta y hermana, o lo que fuera, de los moros.

Hasta aquel 15 de agosto, nunca habíamos tenido la Guerra tan cerca. Fue una madrugada de cerrada niebla. Poco después de las cinco y media retumbaron sobre el dormido Getxo tales estampidos que nos sacaron a todos de la cama. De los grandes depósitos de combustible, al pie del monte Serantes, al otro lado del Abra, se elevaban densas nubes de humo negro. Casi enfrente de la playa, dos inesperados barcos de guerra seguían disparando sus cañones. La comunidad se estremeció, Altubena se estremeció. ¿Contra qué dispararían a continuación, contra las casas? La reacción general fue alejarse de la costa. Vi a gente en camisón corriendo con niños en brazos. Todos nosotros salimos también de Altubena. El primero en echar en falta a la abuela fue Marcos, y el abuelo y él volvieron sobre sus pasos, y en ese momento descubrimos a la abuela Bixenta llevando del ronzal a nuestras tres vacas. Los cañonazos no se prolongaron mucho más y la gente regresó a sus casas a digerir el susto.

Por primera vez, pues, la Guerra a un tiro de piedra. Sabríamos que fueron tres los barcos que intervinieron. Los que vimos frente a la playa eran el acorazado España y el crucero Almirante Cervera, más alejado, en la niebla, el destructor Velasco vigilaba. Getxo se preguntó si la batería de Punta Galea estaba de adorno. La cerrada niebla había impedido que los barcos enemigos fueran avistados antes de que los servidores de la batería los tuvieran bajo sus narices y ya en ángulo imposible para sus cañones, dos Vickers con un alcance de doce millas, pero que no alcanzarían a nadie en toda la Guerra.

A partir del bombardeo de CAMPSA dejé de ver la Guerra desde fuera, como se ven las películas. Sin embargo, tiempo después de haber empezado a ver la sarracina desde dentro, fui descubriendo que incluso el miedo, el horror y la sangre reales parecían de película, aunque no de cualquier película sino de esas que a uno le pillan un poco blando. Quiero decir que la Guerra que seguí viendo me pareció toda ella una gran película con verdades y mentiras, trucos, partes apasionantes y partes aburridas, convencionalismos y, sobre todo, buenos y malos. Me refiero, también, a que la Guerra, desde dentro, era como una película protagonizada no por hombres a secas sino por hombres, niños y hecha por ellos mismos a su medida, o por mayores que habían olvidado su papel de mayores y se comportaban como los pequeños en sus juegos. Por ejemplo, en nuestra costa llegaron a cantarse canciones tan enrabietadas como: «No es la bandera del pueblo / la que enarbola el Cervera, / que es la bandera ensangrentada / de la finanza extranjera». Y los niños habríamos organizado mejor aquellas dos marchas sobre Otxandiano en el segundo y tercer día de guerra, que fueron lo menos parecido a dos ejércitos y lo más a dos romerías; los niños teníamos vistas demasiadas películas de soldados y entendíamos bastante de estas cosas. ¿Y no pareció de película la locura de Lucas Menpe de abandonar la carbonera en que estaba escondido y marchar al frente, a pesar de ser franquista, con sus amigos del Frente Popular «Tollo», Pruden, «Sarama» y Tomás? E, igualmente, pareció sacado de una película el cepo para osos que puso Juliana Salazar en el patio interior de su casa para cazar, y lo cazó, a su vecino Isidro Estiguz, el gudari que, en vez de huir, se enterró en su vivienda y salía por las noches al patio a tomar el aire. ¿Y qué decir de lo que se llamó los ocho días de Anaconda, que, en realidad, no fueron de Anaconda sino de los que la buscaron como animales en celo?… Suponiendo, claro, que existiera tal episodio, pues nadie jamás habló de él, prueba de que hasta los mismos mayores se avergonzaron de sacarse de la manga un juego así cuando los franquistas ya estaban en Getxo y fusilaban a un par de docenas cada madrugada; los menores nada tuvimos que ver con aquel terremoto, ninguno de nosotros habría sido tan sinsorgo.

Otra película fue el timo con el que un hijo de los Ermo de La Venta sacó sus buenos duros a gente asustada por los bombardeos de la aviación. Joseba Ermo se presentaba en las viviendas a garantizar que sobre aquel tejado no caería una sola bomba si le entregaban dinero. Decía: «Tengo influencias con los pilotos de Franco y les señalo en un mapa qué casas deben respetar». Algunos picaban. Pudo haberle costado el pellejo la mentira de sus buenas relaciones con el enemigo, pero los Ermo no se detenían ante nada si olían ganancias.

La única diferencia entre la Guerra y una película eran sus consecuencias: en la Guerra no podías salir del cine olvidando la película.

Me contaría don Manuel que, a finales de aquel septiembre, recibió la visita más insospechada y por el motivo aún más insólito. «Los aldabonazos en el portal me sacaron de la cama a las tantas. Me asomé y distinguí abajo a un hombre que miraba hacia arriba.

»—Baje, por favor, deprisa —le oí.

»—¿Quién es usted y qué quiere? —le pregunté.

»—Soy Josafat Baskardo…, tiene que sonarle mi nombre. El tiempo vuela bajo mis pies.

»Cargaba con lo que me pareció un tablero. Bajando las escaleras, recordé: «¡Demonios, Josafat murió hace seis años!». Abrí el portal. Reconocí a Moisés. No representaba sus cincuenta y muchos años. Conservaba casi todo su pelo rubio, y su poderosa contextura física era, aún la de un hombre joven. No era un tablero sino un cuadro de gran tamaño. ¡El cuadro de las peregrinaciones demenciales!

»—Perdón, sólo un minuto. ¿Qué hombro del bastardo fue mordido por la llama, el derecho o el izquierdo? Una simple palabra y me voy y usted podrá volver a su cama. Y perdón.

»—¿Qué? —exclamé—. ¿Qué ha dicho?

»Sus ojos azules, muy abiertos, habían empezado una precipitada cuenta atrás desde la formulación de la pregunta.

»—¿Qué ha dicho usted? —repetí.

»—No se inquiete, se lo explicaré otro día, con más tiempo. Usted lia de recordarlo, cosas así no se olvidan. ¿El derecho o el izquierdo?

»Un par de minutos después ya no fue el asombro lo que me impidió responderle. Susurré: «Josafat Baskardo. Josafat». Me tentó la ocasión de comprobar hasta qué punto una personalidad puede engullir a otra.

»—Sí, soy Josafat. Me ha reconocido y todo irá así más rápido. Estoy seguro de que usted recuerda qué hombro…

»—Josafat —le corté.

»—¡Por Dios! Cada segundo que perdamos…

»—No Moisés, sino Josafat, Jaso. ¿Es así?

»—¡Por lo que más quiera! ¿Qué hombro?

»Seguramente, tenía derecho a llamarse como quisiera, si ello le hacía feliz, y me pregunté si yo lo tenía a inmiscuirme. El caso es que acabé convenciéndome de que en la mirada de Moisés estaba viendo la de Josafat, tan atormentada siempre, de modo que se había apropiado de algo más que del nombre… ¿Y cómo enlazar todo ello con el mordisco del macho de las llamas en el hombro de Efrén? Se lo pregunté directamente, me resultó imposible soslayar aquel detalle.

»—¡No hay tiempo, se lo juro! Se trata de una urgente misión de guerra.

»—¿De guerra? —exclamé—. No entiendo nada, pero haber empezado por ahí. ¿Necesita saber qué hombro perdió los doscientos cincuenta gramos de carne, para arreglar algo, Dios sabe qué?

»—¡Sí, sí! ¡A usted también le interesará saber si las camisas son suyas!

»—¿Para arreglar qué?… ¿Qué ha dicho?, ¿camisas?

»Aquello empezó a tomar color de manicomio.

»—A las siete camisas les colgaba guata de uno de sus hombros, sólo de uno.

»Moisés daba por supuesto que yo tenía que saber de qué hablaba y acepté que mi cerebro pudiera no estar despierto del todo.

»—¿Guata? —repetí desde mis sombras.

»Curiosamente, pareció comprender mi situación y acudió en mi ayuda.

»—Quizá no sepa usted que huyó para esconderse y salvar el pellejo… El, nuestro enemigo; también el suyo, don Manuel. Era ya nuestro enemigo antes de empezar esta guerra… ¿Está al corriente de que huyó?

»No había pronunciado ningún nombre…, pero le contesté que sí.

»—Pues creo haber descubierto su agujero —me reveló con dos llamitas de triunfo en los ojos.

»Había que pisar terreno firme:

»—¿Efrén? —exigí.

»—Siempre me quiso matar —aseguró roncamente Moisés.

»—Sí, los duelos… Pero terminaron hace seis años, a raíz de la muerte de…

»Calló bruscamente, a la espera del nombre que faltó en mi frase. Su nerviosismo no le concedió más tregua.

»—Yo también le quería matar —aseguró.

»—¿Ahora también sigue queriendo matarlo? ¿Lo capturará y lo matará? No cuente conmigo. Me niego a cambiar, aunque me vea metido en esta Guerra. Yo no mato.

»Advertí que Moisés vio peligrar la información que vino a pedirme.

»—Sólo obligarle a que se bata conmigo. Será como antes, cuando Getxo lo aceptaba y cruzaba apuestas, ¿recuerda? Que yo sepa, usted tampoco lo denunció nunca… Y si no se fía de mí, le prometo traérselo a este portal…

»—¿Traérmelo? ¿Y qué hago yo con él?

»—Convencerle de que acepte el último duelo. En un duelo nadie es culpable de asesinato. Como antes, ¿recuerda?… ¿O es que prefiere que todo siga como hasta hace unas horas, que yo no revele su escondrijo?

»—En estos tiempos que vivimos debemos reclamar como nunca la legalidad. Tenemos un Gobierno vasco, entréguelo a su justicia.

»—Lo haré, se lo juro. —Adelantó su cara en un acoso ridículo de película muda—. Siempre que me entregue, sin perder un segundo más, la palabra que necesito… ¡el tiempo vuela bajo mis pies!… ¿Qué hombro?

»Y agarró las solapas del tabardo que yo me había echado sobre el pijama. Sus ojos desorbitados presionaron muy cerca de los míos.

»—El derecho —musité».

Aquel episodio de Moisés descubriendo sagazmente el escondrijo de Efrén fue de los que hicieron parecer que la Guerra era una película.