Asier Altube

En 1936, dos meses antes de la Guerra, mi primo Eladio se casó con Bidane Zumalabe, del caserío Zumalabena, con la que llevaba seis años de relaciones. La boda se había ido posponiendo por simple falta de tiempo del novio. Todos conocíamos la endemoniada actividad comercial de los gemelos —«chapuzas, cambalaches y engañifas», la calificaba don Manuel—, y a nadie asombró que fueran dejando a un lado algo tan poco productivo como un matrimonio. Bueno, el caso es que también nos habíamos acostumbrado a considerar esa boda como asunto de ambos gemelos, no sólo de uno, tal era la imagen de inpisibles que siempre nos transmitieron. Como no era imaginable que, muerto Leonardo, Eladio liquidara los negocios, se temió que la boda quedara olvidada, ahora que sólo había un socio para echar mano de todo. Y así lo hizo creer la ruptura de la regularidad con que Eladio se veía con Bidane antes de la desaparición de su hermano, es decir, de domingo en domingo, siguiendo las normas de los buenos noviazgos: ahora transcurrían semanas sin que apareciera por Zumalabena a recoger a su prometida, pues la petición de mano había sido un par de meses antes de la tragedia. Eladio lo justificaba por su mucho trabajo y, en buena lógica, había que creerle, si bien la propia Bidane no acababa de aceptarlo y rechazaba el que Eladio entendiera así el luto. Sin embargo, el novio no faltó a la cita final con su destino. Los casó don Ernesto Ozamiz en San Baskardo, y el banquete se celebró bajo la parra de Zumalabena, una sentada para estómagos fuertes, al viejo estilo.

Allí estuvieron los padres del novio, el tío Roque y Madia o Magda (una de las contadas ocasiones en que me tropecé con ella; la saludé sin llamarla tía; supongo que lo era, pero nunca lo hice, era superior a mis fuerzas) con los seis hijos que les quedaban; y Mari Benita, la madre, con mis hermanos Marcos y Esteban; y la tía Andrea con su marido Anselmo Delatorre y sus seis hijos; y los abuelos Zenon y Bixenta, ambos de más de ochenta años; y las tías abuelas Alazne y Muskilda, la monja; y los tíos abuelos Saturnino y Santiago (que vivía con Roque en Basaon desde 1921 y moriría poco después); además de toda la parentela de Bidane Zumalabe; y don Manuel; y el que más expectación despertó: el primo Aurelio. Llevaba quince años enterrado en el Galeón (yo también me había contagiado de don Manuel, quien siempre empleaba el enterrado al referirse a él) a la sombra de Cándido, aunque también labrándose un futuro estudiando y obteniendo títulos académicos gracias a la universidad a domicilio montada en el gran palacio por los jesuitas de Deusto. «¿Un futuro?», rezongaba don Manuel. En el tiempo de aquella boda sabíamos muy pocas cosas acerca de casi todas las cosas. Faltaban sólo dos meses para el comienzo de la Guerra y, según diría don Manuel muchos años después, «teníamos que haber sabido, intuido o descubierto que esa boda contenía las premoniciones de la tragedia que ya estaba sobre nosotros, que fue como el pistoletazo de salida que no oímos». Aunque ni siquiera lo comprendimos a lo largo de la Guerra ni bastantes años después, sólo cuando a don Manuel le dio por hurgar en aquel pasado. Tampoco conocíamos entonces las experiencias inverosímiles que Aurelio vivía por ese tiempo en el Galeón. Hubo que esperar a tener acceso a su Diario, en 1963, con el fallecimiento de Efrén, año en que Aurelio se sintió liberado de la palabra que le ataba a un destino iniciado hacía más de cuarenta años. Consciente de disfrutar de un segundo nacimiento, alquiló en la pacífica Plencia una buhardilla lo suficientemente espaciosa para colmarla de estanterías donde alojar su biblioteca de 7000 volúmenes, lo más importante que se llevó del Galeón, aparte de sus títulos de Derecho y Filología Hispánica. Con sesenta años, soltero y unas acciones de la Marítima Bilbao, de Efrén, se dedicó a pasear, leer y escribir pequeños ensayos y poesía. Él y don Manuel se visitaban con una cómoda irregularidad. Un día, el maestro abrió la caja de los truenos al preguntarle —entonces no pudo haber ninguna intención oculta— por qué había tardado tanto en ponerse a escribir. «Me miró como un chiquillo cogido en falta. En los siguientes encuentros le sometí a un acoso suave, hasta que me aburrí. Semanas después, sin más, depositó en mis manos una rudimentaria encuadernación protegiendo a duras penas no menos de mil folios escritos a mano con letra pequeña. En el desgastado cartón de la cubierta no había una sola palabra de título. Era su Diario, desde 1921, desde el mismo día de su llegada al Galeón». No pasó de este punto la versión que sostuvo don Manuel sobre la llegada a sus manos del Diario. La otra, la verdadera, absolutamente desleal, la ocultó hasta la aparición de mi cáncer.

¿Se personaría Aurelio en la boda? Era la pregunta que se hacía la familia, que no las tenía todas consigo. Visitaba a sus padres no menos de dos veces al año, pero todos asumían que pertenecía a otro mundo. Lo recuerdo —yo tenía catorce años y aquel mismo mes había cambiado mis muletas por el bastón de caña— con su chaqueta y pantalón de buen paño inglés, chaleco, camisa blanca y zapatos brillantes con gruesos cordones. Acababa de rebasar la treintena y era la primera vez que yo le veía con gafas. Acaparó la curiosidad y las miradas, tanto por él mismo, por averiguar en qué grado de pérdida de su identidad se encontraba, como por recoger de su mera contemplación noticias de la intrigante mansión. Aurelio había salido a su madre; no tan pequeño ni de tan exigua osamenta, aunque sí con esa tozudez taciturna de los que deben mirar desde abajo. «Quizá tardamos en comprenderlo, pero era el más noble y valiente de todos nosotros».

Allí lo tuvimos, haciendo preguntas —se interesó vivamente por la salud de mis pies— y contestando a las nuestras. Todos los comensales habrían permanecido clavados en su silla hasta el amanecer si le hubiera dado por contar lo que justamente entonces estaba ocurriendo en el Galeón. Por ejemplo, la aparición del primer sentimiento humano en el muchacho Cándido, o simplemente sentimiento, o quizá el descubrimiento por su parte de la posibilidad de tener sentimientos —no constaba explícitamente así en el Diario, estaba redactado con la implacable objetividad de una cámara fotográfica, el autor del texto no interpretaba nada.

El 5 de octubre de 1934, con un Cándido de quince años, Aurelio escribió: «Esta mañana, Cándido se ha dirigido a Bernarda y le ha dicho…». Contaba Aurelio que se encontraba detrás de él, a la distancia servil de costumbre, y le oyó pronunciar las amorosas palabras. Ni la novedad del acontecimiento resquebrajaba la frialdad textual. Pero la excitación de don Manuel al comentarlo la provocaba también un segundo descubrimiento. Se trataba del hierro. Se leía en el Diario que la tal Bernarda pretendía enderezar su esqueleto con un corsé de hierro. Era gibosa. «¡El hierro, Asier, el hierro que volteó todo el delirio! ¿Cómo no iba a conmocionar a la Criatura predestinada a entronizar nuestra Edad del Hierro?». Incluso sin su chepa, Bernarda habría sido una veinteañera bajita y escasamente agraciada. Procedía del otro lado de la Ría y se había incorporado a la servidumbre del Galeón tres años antes, lo que significaba que Cándido llevaba ese tiempo sin conocer la existencia de aquel trasto ortopédico implantado por una curandera de las minas. Al conocerlo, se enamoró de ella con el ímpetu de los quince años. «Pero lo suyo no fue romanticismo ni cosa parecida. Del nieto de Ella e hijo de Efrén no podía esperarse un sentimiento tan inseparable de los humanos y, seguramente, del resto de las especies». Al pronunciar cosas así, don Manuel quedaba a la espera de mi crítica para reafirmarse en el consiguiente combate, pero yo no solía hacer más que mirarle, de modo que hubo de recurrir a más palabras: «Bueno, admitamos que Ella sintiera alguna clase de amor de madre por su hijo, y lo mismo Efrén por los suyos. A falta de un aparato para este tipo de mediciones, te propongo proceder por eliminación: ¿qué ínfimos grados de lo que fuera les quedaría a unos organismos entregados tan enfermizamente al medro implacable y al odio?».

En cualquier caso, a Cándido le entonteció el corsé de hierro, eso fue lo que pensamos. Sus manos, que se estrenaban precozmente en el amor, parece que buscaban menos tocar la carne de Bernarda que su corsé. Recordemos a los escépticos que la había tenido tres años ante sus propias narices sin que le despertara ningún interés y, menos, deseo; sólo cuando el azar le descubrió aquella plancha curva sobre sus últimas prendas le declaró su amor. El asombro, la curiosidad y el incipiente desvarío por el corsé le llevaron a la admiración por su dueña, a escribirle poemas y a invitarla a su lecho. «No perseguía la Belleza, el gran anhelo a esa edad, ni siquiera la exigua belleza de la chica, sino otra pasión: el Hierro, bajo una forma nunca vista. Y no olvidemos, además, que Bernarda era un producto de las minas, esa raza ferruginosa y estigmatizada sobre la que se construyó el delirio y cuya carne oscurece la química inlavable del símbolo Fe conformando unos hombres y unas mujeres identificables con la sucia materia que fueron los únicos en no elegir».

El acoso de Cándido a Bernarda era tan ostensible que introdujo la inquietud en el Galeón. Los jesuitas se precipitaron a denunciarlo a Efrén, frustrados por el fracaso de su amaestramiento. El Diario de Aurelio hablaba de «caídas», «debilidades» y «ataque del Enemigo», términos de conversaciones sorprendidas en las sombras. Don Manuel explotó debidamente la revelación para enrocarse en su premonición de la naturaleza singular de la Criatura. Desterraron a Bernarda para siempre del Galeón. Cándido la llamó a gritos por salones, dormitorios, despachos, comedores, sótanos y desvanes, pasillos y pasadizos secretos, hasta que los jesuitas lograron convencerle de que todo fue un mal sueño. En este punto, el Diario decía escuetamente: «Ahora, Cándido ha puesto sus ojos en mí». Aurelio era acariciado y besado, tenía que luchar para no ser desnudado y terminar acostándose con el pequeño loco. «Estoy seguro de que los jesuitas no le han enseñado para qué sirven esos agujeros del cuerpo, motivo de chistes», llegó a escribir Aurelio excepcionalmente. Se lo confesó a Efrén —quizá con el secreto propósito de que a él también lo desterraran del Galeón— y lo conocieron los jesuitas, los cuales, demostrando una falta de perspicacia impropia de su fama, propusieron al padre la eliminación del objeto de deseo. «¿Cómo se les escapaba la vejatoria razón de la presencia de Aurelio, que su sodomización podría significar la magnificación del poder de la Criatura sobre él y sobre las sangres de que descendía?», se asombraba don Manuel. Y, sí, estaba en el Diario: Efrén propició sus encuentros, dispuso nuevas costumbres que obligaban a Aurelio a permanecer junto a Cándido más tiempo que el natural; no hay duda de que apoyó descaradamente el acoso de su hijo. El escándalo de los jesuitas se materializó en una confusa advertencia a Efrén. Hasta que, sin duda, llegaron al fondo de la trama y dejaron vía libre al violador. Los aullidos nocturnos de lobo en celo de Cándido advertían al Galeón de que aún no había redondeado la humillación del Altube. «¡Átalo, hijo!», aparecía en el Diario, yo lo leí…

El día de la boda de Eladio, ignorábamos que todo esto se estaba viviendo en el Galeón. Pero, en las semanas que mediaron entre esta boda y el comienzo de la Guerra, ocurrió algo extraordinario: una burra de las minas parió a dos monstruos, reproducciones en miniatura del mítico Cristóbal. Fue la salvación de Aurelio. Cuando en Getxo el recuerdo del híbrido había quedado reducido a ocasionales comentarios ante los fuegos de invierno en las cocinas, quedaban dos hombres que aún tenían a flor de piel no sólo su recuerdo sino al propio híbrido, por no mencionar la invasión del rebaño de llamas siguiendo al macho legendario: Efrén y don Manuel. Con esa afilada intuición que se les supone a los obsesos, uno podría imaginarse que la noticia les llegó por las vibraciones del aire antes que por la prensa y la radio. «Pero, por una de esas prebendas que incluso la pinidad concede al Mal, él se me anticipó», se lamentaba don Manuel. Se precipitó al bote, cruzó la ría y en aquel caserío de Gallarta sólo pudieron decirle que «un gran señor con coche, vestido como los de Neguri y que no parpadeaba» se había llevado, cuatro horas antes, «los dos bichos de la burra por 2000 pesetas». Bramaba don Manuel: «¡Encima, ha hecho negocio!, ¡por el mismo precio que le costara uno doce años antes, ahora compra dos!».

La aparición de los nuevos ejemplares de aquella raza que en 1907 sembrara el terror conmovió a Getxo. En cambio, vi a don Manuel estallante el domingo que no tenía que ir a Altubena a darme clase pero fue, y escuché esa voz suya de cuando parecía salir no de unos pulmones impulsores del aire preciso sino directamente de su esperanza irreductible: «¡Aún sigue en el Gorbea! ¿Recuerdas, Asier, a quién me refiero?». Sí, el macho había bajado del monte a mucho más que a procrear nueva carne, como ya hiciera en 1924. En realidad, ¿cuántas veces habría ya bajado, él o alguno de sus descendientes, sin que nosotros nos enterásemos?, ¿o en qué desconocidos territorios elegía novia cada vez?, ¿o novio, y en tal caso la novia paría en el Gorbea y ello explicaba las largas ausencias? Hasta ese 1924 transcurrieron diecisiete años, y doce hasta 1936: veintinueve años. Demasiados para tan escasos descensos o estériles emparejamientos, o no estériles, y entonces hablaríamos de la amplia gama de hijos habidos con burras, yeguas, vacas, cerdas… —¿por qué no?, ¿cómo apinar los gustos de una llama proscrita y desconocedora de sus limitaciones biológicas a quien se le ofrece un sinfín de opciones tentadoras?, ¿cómo saber qué leyes naturales de la procreación era capaz de saltarse una llama desesperada en una tierra hostil?—, que habrían aparecido en Getxo y municipios colindantes sin despertar alarma o siquiera curiosidad (un animal de una cuadra pariendo un ser desconocido y, con frecuencia, horripilante cuyo destino quedaba en manos del dueño de esa cuadra, que podía decretar su muerte inmediata por varias razones, entre ellas el miedo, el desprestigio de sus hembras animales o la superstición, sin descartar la espera de días, semanas o meses, orgulloso de la expectación que despertaba algo suyo en la comarca, o confiando en sacar con el tiempo algún provecho de su carne o de su fuerza, mas desistiendo finalmente al comprobar el monstruo en que se estaba convirtiendo, acabando con él entonces). De modo que muchas o, al menos, suficientes apariciones a lo largo de esos veintinueve años, más de las que tuvo noticia don Manuel, las suficientes para garantizar el perenne recuerdo del macho entre nosotros, «como si nos mereciéramos tal privilegio»; suficientes, sobre todo, para superar los atentados, y es sensato pensar que la estirpe sobrevivió de milagro.

Pero en junio de 1936 don Manuel aún no había puesto sus ojos en los dos recién nacidos. Podrían tratarse de inclasificables criaturas de otra especie. La prensa y la radio coincidían entre ellas y con las versiones orales que llegaban a Getxo: dos animales con mezcla de burro y otra cosa, que mataron a su madre a patadas antes de nacer, y ni siquiera en el primer momento de salir a la luz, antes incluso de abrir los ojos, permitieron que nadie se les acercara. Estas y otras noticias desconcertantes multiplicaron las dudas sobre su legitimidad, dudas que no hicieron ninguna mella en don Manuel. Pontificaba: «Efrén los vio, y la prueba de que llevan sangre de Cristóbal está en que los tiene secuestrados en su casa».

Reviviendo con más intensidad que en los últimos años el tiempo de las llamas, nuestra comunidad acusó a Efrén de estar maquinando una segunda razzia para que nuevos incautos acudieran a su oficina de seguros a suscribir contratos semejantes a los 97 primeros, cuyos titulares llevaban treinta años abonando religiosamente las cuotas con la única compensación de sentirse a cubierto de los nuevos destrozos del próximo rebaño de demonios. El hecho de que los hijos de la burra y el macho del Gorbea —un macho descendiente que también sería macho del Gorbea— fueran macho y hembra apoyaba a los apocalípticos: la pareja sería el origen de una multiplicación de monstruos que Efrén soltaría cuando conviniera a su negocio de seguros. Como don Manuel sabía que acabaría eliminándolos, durante las tres o cuatro semanas que precedieron a la Guerra no vivió buscando la manera de salvarlos. Lo más simple y rápido habría sido personarse en el Galeón y decirle: «Entréguemelos, han perdido ya su significado, ha transcurrido demasiado tiempo», pero corría el riesgo de escuchar: «¿Perdido su significado? Entonces, ¿qué hace usted aquí?». Tentado estuvo de recurrir incluso a José Antonio Aguirre, ex alcalde de Getxo y entonces diputado, esperando, por ejemplo, que enviara a la sanidad municipal a recoger a los híbridos para desinfectarlos con la excusa de prevenir una epidemia; tarde o temprano, hubiera habido que devolverlos a su legítimo dueño —más bien temprano, ante las presumibles presiones de Efrén—, pero se ganarían unos días para emprender un rapto, más fácil de llevar a cabo en las dependencias municipales que en el Galeón. Y aquí entrarían Perico Orejas y Pachín, otra vez como ladrones de híbridos. Incluso habló con ellos y le resultó muy gratificante hallarlos dispuestos. «¿Saben andar?», preguntaron. «Supongo que no, todavía», respondió don Manuel. «Entonces, antes de matarlos esperará a que le marquen el camino de ese monte», dijo Perico Orejas, que ya tenía diecisiete años. «No pueden, nunca podrán, y Efrén lo sabe. No llegaron a nosotros procedentes del Gorbea, como Cristóbal. Desconocen el camino. Lo que significa su inmediata sentencia de muerte», expuso roncamente don Manuel. «Claro», murmuró Perico Orejas. Don Manuel miró a los dos. «Advertí en sus ojos la misma pureza inmarchitable de doce años atrás, cuando llevaron a Cristóbal hasta la base del monte y lo enfilaron en la buena dirección». Le dijo Perico Orejas: «Aún tenemos en la tejavana de casa la escalera, las cuerdas y la polea». Sin embargo, la Historia se les adelantó, cortando aquel y todos los futuros: el 17 de julio Efrén huyó del Galeón con las sombras de la noche y Getxo no volvió a tener noticias de él hasta meses después, cuando Moisés Baskardo lo sacó del remoto caserío en que se ocultaba.

Al conocerse que la pareja de híbridos había llegado con vida al 18 de julio, don Manuel comentó: «No le ha dado tiempo, a él también la Guerra le ha roto los planes». De manera que, al menos, sobrevivirían hasta que la República sofocara la algarada de los militares —cuestión de horas, se pensaba, luego de días; la calificación de Guerra vino después— y todo regresara a su ser. No comprendimos por qué no eliminó a los híbridos cuando los tuvo a su alcance. «Para eso los adquirió», insistía el confuso don Manuel. Y estaba el viejo terror de Cándido a cuanto se pareciera a Cristóbal, aunque ahora todo era distinto, la Criatura había crecido y los monstruos se habían achicado. Hubimos de esperar veintisiete años para conocer la respuesta, y la obtuvimos a cambio de lo que hubiéramos preferido ignorar.

«Nunca jamás unas páginas íntimas expresaron tan ferozmente la voluntad de una estirpe por humillar, doblegar y pisotear lo que más odiaba». Porque, sí, fue el Diario de Aurelio el que destapó ante nuestras narices el pozo negro en que se revolcaba Cándido. Pienso que no se trató de lujuria sino de un sentimiento de amor a falta de otra manera de manifestarse. Don Manuel iba mucho más allá, lo vinculaba a la maldición que nos trajo a Ella y a Efrén y finalmente a Cándido. «A lo largo de años no se recataron en agredirnos. Hoy, el destino ha dispuesto, para descreídos como tú, la representación plástica más acabada e inmunda contra uno de nuestros símbolos más queridos». Había que ser muy don Manuel para tener al híbrido hembra violado por uno de nuestros símbolos más queridos. Quizá poseía sobre mí la privilegiada ventaja de haber recibido, a sus catorce años, el mensaje directamente de la mirada del macho en aquel encuentro en el huertito de lechugas; a esos catorce años, siempre especiales. Había otra persona que yio en el primitivo macho, en el híbrido posterior y finalmente en los dos últimos eslabones de la cadena lo mismo que veía don Manuel, aunque desde el otro lado del espejo: Efrén. Pero de ahí a otorgar al bestialismo cometido por Cándido con la pequeña hembra una simbologia delirante, y dar por cierto que fue el padre quien impregnó a la Criatura de la cobertura ideológica para transformar aquella aberración en una apoteosis de los hombres del hierro

El Diario lo relataba distanciándose del episodio hasta parecer que era foto y no escrito. ¿Para quién rellenaba Aurelio las páginas? ¿Qué le llevó a someterse a la dictadura de un diario? Es un género-testamento practicado por narcisistas. Y quizá tuvo este carácter al principio, una adolescente respuesta a su amor por la bella esposa de Efrén. El Diario se inició la primera noche que Aurelio durmió en el Galeón como partenaire de Cándido, y el tema ya fue Ángela Lapaza. Los dos años precedentes Aurelio los había vivido bajo ese mismo techo como uno de los hijos del tío Roque y de Madia o Magda, de 1919 a 1921, y fue cuando se enamoró en silencio y sin escribir nada. Lo haría al comprender que el destino no acudía en su ayuda separándolo de su señora, y que empezaba una condenación que sólo acabaría con la muerte —sin sospechar que sería la de Efrén, y no la suya, la liberadora—. Para no enloquecer, buscó precipitadamente un confidente. La fecha que figura en la primera página es la del 5 de julio de 1921. Escribía al término de cada jornada, por la noche, pues solía empezar así: «Hoy la he visto al fondo del gran pasillo central… Hoy me ha dirigido la palabra… Hoy, como tantas veces, no la he visto y es un día perdido… Es ya medianoche y…». A partir de cierta fecha no muy tardía empezó a mencionar hechos no referidos expresamente a Ángela.

Si el gélido objetivismo soportó la prueba del enamoramiento, saldría igualmente bien librado de los más crudos episodios paralelos, incluido el bestialismo, trago indigesto, miasma que, no obstante, desprendió un único efluvio tranquilizador: Aurelio no acabó poseído por Cándido. Contaba el Diario que la primera medida que tomó Efrén con los gemelos de la burra fue encerrarlos en la jaula en que tuvo a Cristóbal doce años antes, ya olvidada en un rincón del jardín, mientras enviaba recado a un carnicero. El hombre se presentó sobre un carro, para llevárselos vivos, pero Efrén exigió verlos muertos antes de ser cargados; el carnicero trató de hacerle desistir, por razones profesionales. Durante la discusión, Cándido se había acercado a la jaula y acariciaba a la tierna hembra metiendo las manos entre las rejas. La Historia y el Diario jamás habrían registrado la distinción macho-hembra de la pareja de no acontecer la nueva modalidad de amor de Cándido. Efrén contempló con asombro a su hijo tan próximo al animal y palpándolo con fruición y le preguntó si ya no le aterrorizaban aquellas fieras, pues de niño había pasado en un grito las noches de aquella semana en que Cristóbal estuvo en la jaula antes de que lo robaran Perico Orejas y Pachín Arana. «La miro y corre hierro líquido por mis venas», ponía Aurelio en boca de Cándido. Son palabras que están en el Diario, las interpretaciones son libres. ¿Su hierro liquido era metáfora poética o pasión ferruginosa? En cualquier caso, su destino era el amor. La alarma, pues, volteó a los jesuitas, todavía no repuestos del otro acoso sufrido por Aurelio. De pronto, vieron al pequeño híbrido hembra instalado en la alcoba del delfín. Se desprende del Diario que fue Aurelio el primer testigo de cómo Cándido se benefició de aquella carne joven. Parece que el propio Efrén contempló escenas de ese bestialismo, quizá sólo una. «Bastó, fue suficiente para dar fe de la fulminación del símbolo… Consintió los desahogos de su hijo, los consintió siempre, sólo concluyeron al intervenir los jesuitas, también demasiado tarde. Habrían sabido mucho antes lo que pasaba, estoy seguro de que lo sabían y lo permitieron, no dejarían de comprender a Efrén. Aprovecharon su fuga la víspera de la Guerra. Getxo no se merecía nada de esto, Asier». Yo le hacía notar que, en esta cuestión, el Diario no mencionaba a la madre ni a la abuela, que se hallarían ajenas a todo. «¿Cómo iba a ocultar Efrén a Ella una gloria semejante ganada contra unas gentes que cometimos la temeridad de ocupar la tierra a la que ellos llegaron como intrusos?».

El mismo 17 de julio los jesuitas asesinaron con sus propias manos al gemelo hembra en presencia del pobre Cándido. Está en el Diario. ¿Y el macho? En evitación de verlo convertido en sustituto, habría corrido idéntica suerte, pero días antes fue robado por Perico y Pachín, sin que nadie lo echara en falta, pues mientras su hermano acaparó atenciones y amores, él fue olvidado. Consta en el Diario: «Deambula por los jardines como un perro que hubiera saltado la tapia y no supiera cómo salir, si bien poniendo en juego un fuerte instinto de supervivencia al alimentarse de la leche vegetal de tallos silvestres, mientras Cándido ofrece al privilegiado leche de burra en biberón». El rescate se realizó en la primera semana de Guerra. Reinaban la confusión y el aturdimiento —incluso dentro de los muros del Galeón (Efrén había huido, temiendo represalias, y quizá no le volvieran a ver)— y la tarea resultó más sencilla que la de 1924, no por la ayuda que les prestara don Manuel o el poco peso y volumen del matute, sino porque la cautela vaciaba por las noches jardines como aquél, tanto de amos como de criados.

Nada más saberse, por la filtración de alguna criada, que los jesuitas habían degollado a un gemelo, entendió don Manuel que las cosas volvían a ser como antes, que se rompía la engañosa tregua de dos meses de Efrén. Lo desconcertante fue que la eliminación hubiese ocurrido en su ausencia, lo que precipitaba un nuevo tipo de peligro al surgir un nuevo enemigo: conocía el furor enfermizo de Efrén contra el viejo macho, pero ¿padecerían los jesuitas esa u otra patología? La incógnita era la siguiente: «¿Por qué se habían detenido en el primer asesinato?». Buscó a Perico Orejas y a Pachín Arana en la siguiente bajamar de la playa y les dijo: «Ahora sí que hemos de ir allá a salvar al que queda». «¿Debemos?, ¿usted también? ¿Está seguro de que ese animal es hijo de Cristóbal?». «Hijo, nieto, bisnieto, tataranieto…, ¿qué más da? Es algo de todo eso. ¿Estaría yo aquí perdiendo el tiempo si no lo creyera?», exclamó don Manuel. Y Perico: «¿Tan amigo se hizo usted de Cristóbal en tan poco tiempo? Pachín y los dos estuvimos con él diez años». Pensaba don Manuel que no les cabía en la cabeza que un adulto comprometiera su prestigio de maestro, su sentido común y su brutalidad de adulto para salvar a un despreciado bicho. «Es que parecía que no hubiese corrido el tiempo para ellos, seguían siendo los mismos niños en quienes confió Cristóbal, a pesar de que Pachín Arana tendría bastante más de treinta años y Perico Orejas rondaría los diecisiete. Es como si el primero hubiese contagiado su simpleza al segundo, de tanto estar juntos». Con todo, albergaban dudas, que cristalizaron en una condición: si no era pariente de Cristóbal se volverían a casa. Lo tenían que ver.

Se pusieron en marcha por la noche. «De los tres instrumentos: cuerda, polea y escalera de mano, desaconsejé la polea, pues el peso a elevar iba a ser mínimo… ¿Qué hacía yo en esos trotes con una guerra empezada?». De casa de León Esnarriaga bajaron al Puerto Viejo, recorrieron de punta a punta la arena de Ereaga y lo primero que hizo don Manuel al llegar frente al Galeón fue tratar de localizar en su fachada las ventanas correspondientes a la dependencia universitaria de los jesuitas, iluminadas todas las noches hasta el amanecer. Estaban apagadas. «Han regresado a Deusto», susurró a sus compadres. Lo tuvo por el peor augurio, como cuando las ratas abandonan el barco perdido. La oscuridad y el silencio total del palacio auguraban un buen rapto. Perico y Pachín apoyaron la escalera en el muro y pasaron al jardín, y don Manuel la impulsó por la cumbre del muro hasta hacerla caer al otro lado. «Registrad hueco a hueco el jardín», les había dicho momentos antes. Tardaron mucho en encontrarlo. La buena noticia la recibió don Manuel cuando el cabo de la cuerda cayó sobre su cabeza. «Cobre estacha. Suave», oyó. «Lo han reconocido», pensó con alivio. Tuvo la medida de su peso al tirar de la cuerda, que resbaló por la cresta del muro y le llegó el roce del cuerpo contra el tapiz de enredadera. Miraba hacia lo alto, esperando ver, de un momento a otro, al gemelo, y lo vio, pero no solo sino con Perico Orejas sosteniéndolo con una mano, mientras con la otra se agarraba de la enredadera para equilibrarse encima del último peldaño de la escalera. «Espere», susurró. Acabó de encumbrarse, pidió a don Manuel que lanzara su cabo de cuerda, lo recogió y colocó al híbrido en lo alto de la vertical del descenso y empezó a soltar cuerda con lentitud. Don Manuel no tuvo más que esperar, con la vista clavada en el tesoro que descendía de las alturas. Luego fue preciso arrojar de nuevo la cuerda al jardín para que Pachín la atara a la escalera antes de empinarse en ella para su regreso.

Y allí estaba, allí lo tuvieron: el último eslabón, más grande y sólido de lo que habían supuesto, la augusta cabezota determinando todo el conjunto, la misma imagen recordada a lo largo de los años, sólo que la parte de burro no superaba, en centímetros cuadrados, a la de llama, sino al revés, por no mencionar su inferior pujanza, lo que afirmaba un robustecimiento de la raza de las llamas a pesar de su amargo paso por esta tierra nuestra.

Don Manuel, que había recogido al animal en sus brazos, no se decidía a depositarlo en el suelo por no perder aquel contacto de carnes que en ningún momento se produjo en su legendario encuentro con el macho en el huertito de lechugas, y que jamás echó en falta, porque así tenía que ser para preservar al inocente de todo contagio, y al pensar de este modo se precipitó a pasarlo a Pachín Arana, diciéndose: «Este buen simple es lo más próximo a la inocencia que tenemos por aquí».

Luego hubo que reintegrarlo al refugio que le estaba esperando, a pesar de que nunca había estado en él. El primer propósito de don Manuel fue transportarlo en la camioneta de León Esnarriaga, que ya era vieja en 1924, cuando lo de Cristóbal. Sus últimas vacilaciones parecieron esfumarse al recordar que habían empezado a vivir una normalidad rota, que llevaban ya una semana de guerra, y que si una guerra no podía utilizarse para alterar la normalidad… Porque, realmente, nadie sabía lo que era una guerra, se carecía de experiencias personales para saberlo, pero la gente no hacía las mismas cosas que la víspera. Bullían las sedes de los partidos políticos, los diarios eran devorados, y, de día, las calles se veían tan frecuentadas como en domingo, no así de noche, tiempo reservado a las operaciones secretas y anormales de toda guerra, al menos, de una civil… Sus dudas regresaron al considerar que no era prudente salvar las docenas de kilómetros hasta las estribaciones del Gorbea en un vehículo al que no le funcionaban los faros y se hacía sospechoso por partida doble: por viajar de noche y sin luces y transportar a tres personas con un animal, quizá comestible, cuando las autoridades habían prohibido, o estaban a punto de hacerlo, el contrabando de alimentos. Fueron andando, y ni siquiera por carretera, sino monte a través, acortando camino. Don Manuel creyó revivir su infancia, el día en que guió al macho hacia el monte, la bestia adulta y salvaje que confió en un niño y se dejó guiar. No era entonces el caso: casi un recién nacido, de pocas semanas y ajeno a lo que se hacía por él, viajando en brazos de un simple cuya idea de lo que pasaba no iría mucho más allá, y a su lado un Perico Orejas afiebrado. «Yo, que sí conocía la hondura de nuestro cometido, era quien me sentía de más, porque estas cosas hay que hacerlas sin pensarlas, y yo lo pensaba, y así como en 1924 supe leer en sus ojos y les permití que lo hicieran solos, esta vez Pachín Arana ni me miró cuando le propuse alternarnos en la tarea de cargar con el híbrido, él lo hizo hasta el final. Perico, ah, sufrió el mismo rechazo, y, lo siento, fue un consuelo. ¿A qué edad entendía Pachín que se pierde la inocencia?, ¿a los diecisiete?». Don Manuel terminó: «Subiendo las primeras estribaciones la niebla apareció a pocos pasos. El gemelo se removió en los brazos de Pachín y éste lo bajó al suelo. Dio vueltas sobre sí mismo, como vemos hacer a los perros para orientarse. Pronto se alejó de nosotros con pasos cada vez más firmes. La figura emergió de la difusa frontera de la niebla, y esperó. El gemelo siguió avanzando. La figura lo recogió con un contacto de su hocico. Desaparecieron juntos en la niebla. La figura, Asier».

Es evidente, pues, que sabíamos muy poco cuando la boda de Eladio, no sólo de Aurelio sino del propio Eladio y del reciente asesinato de su hermano. Es lo que desearíamos no haber sabido nunca. Poco antes de esa boda, en febrero, se produjo el triunfo del Frente Popular en las elecciones y también en Bilbao se celebraron manifestaciones masivas. Los falangistas asesinaron en Madrid a un guardia republicano y el indignado pueblo incendió dos iglesias, no todas, como proclamó siempre la derecha. Antes, la República había disuelto la Compañía de Jesús y confiscado sus bienes, se promulgó la ley del porcio, se prohibió la actividad docente de la Iglesia, se secularizaron los cementerios, hubo sublevación de generales… Le oí comentar muchas veces a don Manuel: «Ocurrían demasiados sucesos para ser digeridos de una sola vez, pocos comprendían que se estaba fraguando un nuevo país, quizá con precipitación. Los maestros eran los que más impulsaban desde la base aquellos cambios y contra quienes luego más se ensañaron los vencedores de la Guerra. A los maestros de Getxo nos persiguieron por otros delitos, pero esto forma parte de otras singularidades. Las señales de peligro eran abrumadoras».

—¿Se refiere usted al escándalo de Oiarzena, a los atentados que sufría Aurelio en el Galeón, a las demencias nacionalistas de Moisés y de Josafat y al asesinato de mi otro primo, Leonardo, con otros sucesos que se me escapan…, o a la realidad político-social? —le pregunté.

—Todo era lo mismo. Un enjambre de señales alertándonos de algo en lo que aún nadie creía… ¿Demencias nacionalistas? Hablaremos… Señales por todas partes, una atmósfera enrarecida que a nadie parecía inquietar…

—¿Por qué no a usted, el experto en obsesiones persecutorias?… ¿Le ofendo?

Saltó por encima y prosiguió:

—¿Y por qué seguíamos todos tan tranquilos? Escucha… Es que no había una sola tormenta de señales sino dos, dos tormentas: una, aquí, y otra, fuera. La de aquí era tan de aquí que la tuvimos en el mismísimo Getxo… y nosotros nunca nos hemos distinguido por una vocación de universalidad. Creíamos que nuestra tormenta era, exclusivamente, local: nuestro sempiterno fallo de mirarnos el ombligo. ¿Y qué más prueba de universalidad necesitábamos que Flora, el producto más sonado de Oiarzena, mitineando neuróticamente en la Campa del Roble sobre ideologías foráneas?

—La salida de la aldea tampoco se produjo cuando, con el Frente Popular, se aireó la cuestión del Estatuto de Autonomía vasco…

—Lo obtuvimos comenzada ya la Guerra, pues las guerras también pueden traer milagros. Sin embargo, los catalanes habían obtenido el suyo cuatro años antes. ¿Por qué?, ¿tan pésimos negociadores somos?… Escucha, Asier: no lo creo, sólo lo siento, pero una negociación es diálogo, y te he dicho mil veces que lo nuestro no puede ser expresado con palabras…

Entre las señales locales aciagas de don Manuel es posible que figurara la segunda ruptura de relaciones con la maestra en aquel su eterno noviazgo que ya duraba nueve años. Fue la novia la que dejó al novio, que no se arrancaba. Don Manuel necesitó de una guerra para regresar al calor de ella… Bien, pero, al menos, en aquel 1934 yo todavía no era el muro que se interponía entre los dos…, o la coartada del maestro para no casarse, expresada en la frase lapidaria e insoportable: «Tú, Asier, siempre tendrás quince años».

Flora Baskardo no heredó el apellido de su padre sino el de su madre, quien no la inscribió en ningún registro. Getxo supo que ostentaba el de Baskardo cuando su abuela, en 1920, depositó a la niña de siete años en manos de don Eulogio sabiendo que estaba sin bautizar. Se dedujo que ésta fue la razón de que enviara, por primera vez, el birlocho con el cochero a Oiarzena a recoger a su nieta, y no meramente la de conocerla. Nunca la había visitado, es decir, nunca pisó el caserío del pecado, mas desde entonces siguió enviando el birlocho, y las estancias de un día con la abuela se prolongaron a dos, tres o más, llegando a ser de semanas. Fabiola confiaba ciegamente en los impulsos naturales que había transmitido a su hija para contrarrestar la pacata educación que le suministraba la abuela. Aunque en Flora estaba la semilla de Oiarzena, cabe que el frecuente trato con Cristina la hubiera agostado. No ocurrió así. La influencia de la abuela resbalaba sobre la tersura de un impulso natural enraizado en su organismo desde su primer aliento.

Cristina le obligó a frecuentar la catequesis de San Baskardo, responsabilidad no de don Eulogio sino del coadjutor, la incorporó al grupo infantil montañero —vivero de ideología nacionalista— e incluso la inscribió en las juventudes del PNV, pero Flora regresaba intacta a Oiarzena, donde seguía bailando desnuda, y el mismo 14 de abril de 1931, advenimiento de la República, con dieciocho años se afilió a Acción Nacionalista Vasca, partido de izquierdas, liberal, laicista, desvinculado del PNV, lugar de paso hasta que, en 1935, sus desatadas inclinaciones revolucionarias recalaron en el anarquismo.

Prueba de su impermeabilidad la tenemos en aquel desnudamiento suyo en el Gorbea durante una excursión de mendigoizales de la parroquia. Era mediodía y los estómagos hambrientos devoraban bocadillos de chorizo y tortilla de patatas, pero las mandíbulas se paralizaron cuando del grupo de niñas se levantó una, que arrojó lejos toda la ropa que la cubría y se puso a bailar como una deidad de aquellos bosques. El padre Inocencio se precipitó a taparla con algo, en medio de las carcajadas, no siendo lo menos hilarante los equilibrios del cura por ni siquiera rozar aquella carne a la intemperie.

Al día siguiente, don Eulogio, con casi noventa años, se personó renqueante en la casona de Cristina y le repitió su pronóstico mil veces clamado de que una hijuela de Oiarzena jamás podría ser recuperada para la Cristiandad. La abuela siguió manteniendo la esperanza algunos años, hasta que Flora se hizo anarquista y la dio por perdida. Le correspondía haber tomado esta decisión un año antes, cuando su nieta quemó aquel traje folklórico en la carretera, justo ante el viejo caserón. No se limitó a quemar un revoltijo de ropas sino que, mientras ardían, sostuvo en lo alto las prendas de aldeanita al extremo de un palo. Getxo lo tomó por la prueba definitiva de su locura, y hasta para los más moderados resultó difícil no creer que desvariaba más que nunca, pues su tío acababa de quitarse la vida de modo brutal. Para mí, con aquella incineración, Flora abominó públicamente de su abuela, es decir, de su mundo, al que siempre pareció culpar de las esquizofrenias de Moisés y de Josafat y de sus terribles consecuencias. Don Manuel protestaba: «¿Cómo iba a odiarla una muchacha de diecisiete años que acababa de celebrar en su propia casa la festividad de San Baskardo ataviada con prendas que representaban lo más querido de su abuela?». Pero se daba la extraña coincidencia de que ese fetiche fuera quemado dos días después de la fiesta y de la muerte de Josafat. A lo que habría que añadir las agónicas palabras que la propia Flora descargó sobre el pecho de la sirvienta que la acogió en sus brazos al verla tan desquiciada, palabras que luego sacaría de la casa: «¡Juro que yo no quería representar el maldito papel, pero lo hice por el pobre Jaso, que sólo me necesitaba a mí, y lo destruí! ¡Juro que yo le amaba y él a mí!». Flora gemía, desnuda, estas palabras y, sin duda, la criada también la abrazó para cubrirla malamente; luego, alguien trajo una sábana y todos la vieron con su verdadero disfraz.

Días después, dio pruebas de haber reaccionado; al menos, pareció querer recuperar lo que restaba de su propio mundo: ataviada con la sábana y en compañía de Adolfo, también con sábana, acudía al punto de la carretera donde quemó el traje de neska y, mirando a la casona, repetía el nombre de Martxel una y otra vez, con voz fuerte pero tierna. Le llamaba. Quería sacar a su tío de aquella casa y llevárselo a Oiarzena. Con las sábanas y la presencia de Adolfo, pretendía provocarle el choque emocional, o lo que fuera, que parecía mover cíclicamente a Moisés de la casona de su madre a Oiarzena y viceversa. Cuando, en los primeros años cuarenta, yo leí a Jack London, denominé al recurso de Flora la llamada de la selva.

Otro vestigio de la tragedia fueron las travesías de Flora por las peñas de La Galea hasta alcanzar la peña plana y blanca contra la que se estrellara su tío, para depositar en ella un clavel rojo, que arrastraría la siguiente pleamar. Lo siguió haciendo, con desigual regularidad, hasta julio del 36, en que hubo de atender a la Guerra y a su huida a Francia en junio del 37 con su compañero Matías Urondo y sin su hijo recién nacido, que pasó a manos de Fabiola a través del tío Roque. En 1941 la abuela cruzó la frontera con su nieto para que los padres conocieran a su hijo. Finalmente, Flora y Matías regresaron en el 49 y el clavel rojo volvió a verse en la peña plana y blanca.

Don Manuel insistiría siempre en que le tuvo que mover algo más que el amor y el recuerdo, «que pudo desahogarlos con más sensatez ante el panteón familiar del cementerio, como hacía Cristina. No, no evitaba el panteón por no encontrarse con Cristina, había algo más. Fabiola sí que lo visitaba. Aunque el espíritu de Oiarzena no era en absoluto inocente, Fabiola no se maleó tanto como Flora. Yo toqué de cerca el maleamiento de Flora, ¿recuerdas?… Aquel día, Josafat buscó refugio en mi casa trayéndola drogada… ¡en una carretilla!…, a fin de salvarla de Oiarzena, ignorando el inocente que Flora había superado a todos sus inquilinos. Fui testigo del incalificable acoso al que sometió al espantado Josafat, quien, por otro lado, parecía estar unido a ella por algo más limpio, en otro caso no habría intentado salvarla. Flora arrollaba a Josafat con su manera de entender el amor, el sexo o demonios: la niña de dieciséis años tras el hombre de más de cuarenta y cinco castrado por la madre y que, sólo un año después, se suicidaría. Me imagino escenas similares a las que tuvieron lugar en mi casa, en casa de Cristina en aquella fiesta de San Baskardo». Y pronunciaba las dos palabras: «Mala conciencia, Asier».

La primera aparición de Flora en Getxo en la campaña electoral para las elecciones de febrero del 36 fue el segundo sábado de enero, y dejó a todos estupefactos hablando en nombre de la CNT.

—Con oradores así, no me explico cómo pudo ganar el Frente Popular —se asombraba sinceramente don Manuel—. Bueno, no ganó en Getxo.

No lució sábana sino manta de invierno en los tres o cuatro discursos inflamados con los que asustó a los vecinos que se acercaron a escucharla en la Campa del Roble. En todas las ocasiones la escoltaron dos personas, una mujer desconocida y un hombre de Getxo, Txordon Zugastinovia, enarbolando banderas rojas con la A libertaria. ¿Y Matías Urondo? No se le vio con ella, aunque compartía su misma ideología. No se trataría de miedo a hablar en público en general, sino ante aquel público, pues se supo que sí mitineó en Bilbao. Quizá pensara, también, que ya había castigado bastante a su comunidad domiciliándose en Oiarzena. Los términos socialismo, comunismo y anarquismo significaban, para la mayor parte de Getxo, satanismo, y desde las tribunas del PNV se atemorizaba a los campesinos con que esas dictaduras del proletariado no sólo quitaban una vaca al aldeano que tenía dos, para dársela al que no tenía ninguna, sino que si aún quedaba alguien sin vaca, quitaban media a los que tenían una para dársela a los que no tenían y así todos quedaban iguales con media vaca.

Sin embargo, aquellos mítines de Flora acabarían atrayendo en San Baskardo a más curiosos que los de cualquier otro partido, incluyendo el PNV. Se corrió la voz y la gente se acercaba a quedarse atónita ante la manifestación de una fuerza de la Naturaleza. Don Manuel no quiso perderse el espectáculo:

—Su mensaje no era estrictamente anarquista, no le había dado tiempo de aprenderse toda la filosofìa de Bakunin. De sus palabras nadie pudo hacerse ni una idea aproximada de lo que era el anarquismo…

Lo que Flora vertió en la Campa del Roble no fue un anarquismo mal digerido, ni siquiera llegó al anarquismo de los panfletos. No prometió la justicia social, ni la igualdad entre los hombres, ni menos aún la Revolución, con mayúscula, la rebelión de los trabajadores contra el poder burgués hasta sustituirlo por el poder obrero. Flora sí que habló de libertad, pero no de la libertad de las masas sino del inpiduo. En cada uno de sus acentos latía Oiarzena. Me la imagino incorporándose a la causa libertaria con el entusiasmo de quien, por fin, encuentra un movimiento hacia fuera después de una vida reducida a un grupito de cuatro personas viviendo una libertad hacia dentro en un medio hostil que malamente les perdonaba el respirar. A ella le habría gustado beneficiar con su verdad a los pobrecitos cuerpos vestidos y encadenados que la rechazaban sin darle oportunidad de hablarles. La CNT y la FAI —organizaciones políticas condenadas a un ostracismo y a un silencio similares y a cuyos miembros había que buscarlos con candil— eran las plataformas desde las que desnudar al género humano. Al grupo local anarquista le conmovería aquel lenguaje de libertad, redención del inpiduo, glorificación de los cuerpos, regreso al primitivismo y la elementalidad… Más que palabras, eran gestos y casi sonidos guturales emergiendo de los anhelos reprimidos de la especie, y pienso que fue esta música nueva la que retenía ante ella a los boquiabiertos vecinos.

Me contaría don Manuel que fue en su última charla cuando introdujo elementos sociales, fruto de alguna recomendación de su célula anarquista local. De modo que Flora llegó a mezclar cuerpos desnudos y sexo sin reglas con la toma del poder por los trabajadores, y los oyentes pudieron pensar que propugnaba un ejército de nudistas al asalto de las instituciones. No le eran extrañas las ideologías socialista y comunista, con las que se hallaría no menos familiarizada que con las anarquistas… en su vertiente libresca. En Oiarzena siempre hubo libros, y revistas y periódicos de la cuerda, que a Fabiola le reservaban, en secreto, en la única librería de Algorta, cuyo dueño, curiosamente, era del PNV. Otra fuente de información serían los relatos de Fabiola sobre su ramplona actividad sindical, de la que no podía quedar ausente Roque Altube, primero como simple nombre fundador de aquel sindicato y, a su debido tiempo —al revelarle la madre de quién era hija; ¿cómo silenciar çn Oiarzena esa otra magnífica rebelión de la carne?—, como padre. De modo que Flora hubo de sentir que lo llevaba en la sangre, y se sentiría muy orgullosa y próxima a él al descubrirlo entre el público en la Campa del Roble —el tío acudió puntualmente a partir del segundo día— y comprobar que no se retiraba hasta que se desvanecía el último grito a la libertad.

Por aquel tiempo, se creía que en San Baskardo había un solo comunista, Txordon Zugastinovia, pero hubo que rectificar en dos tiempos. Al ser visto apoyando a Flora, primero, se desvaneció lo de comunista, y, segundo, fue adscrito automáticamente al anarquismo. Txordon Zugastinovia, del caserío Zugazt, uno de los 48 asentamientos originarios, era un hombre de arrestos. Según la vieja leyenda, descendería en línea directa de un Fundador…, decía don Manuel. Más que mal vistas en el mundo nacionalista, desviaciones así no se comprendían. Siendo aún comunista, asombraba que un aldeano que no levantaba la cabeza de sus tierras y sus únicos viajes eran a las ferias de ganado de los contornos, hubiese siquiera tenido noticia de aquel fantasma que recorría el mundo. Don Manuel me refirió una versión que pocos conocían: hacia 1925 había llegado a Getxo un toro semental holandés o suizo, adquirido por el gremio de ganaderos para mejorar la raza. De su collar colgaba una funda de cuero con sus credenciales y un librillo insignificante titulado Manifiesto comunista. Mientras los demás desentrañaban las credenciales, Txordon se guardó el librillo. «Lo leyó trabajosamente y a escondidas (ignorando por qué tenía que esconderlo), y sólo Dios sabe qué engranaje se puso en marcha en lo más recóndito de su mente. O quizá fue mucho más simple y la revolución comunista prendió en él a causa del pleito de tierras que por entonces acababa de perder en los tribunales. Durante años no hubo en San Baskardo otro comunista que él. Sin embargo, no sufrió la represión franquista por ser de esa clase de rojo sino de otra. ¿Qué le llevó al anarquismo? Su trasvase no sería el primero ni el último».

No todo el auditorio de Flora habría permanecido de brazos cruzados ante aquel ofensivo intento de colonización ideológica, pero la dura expresión de Txordon mantuvo a raya al grupito de irascibles, quienes emitieron silbidos y abucheos en sustitución de la quema de banderas rojas o la devolución por la fuerza de Flora a su Oiarzena.

Y, asistiendo a todo, el tío Roque, desde la última fila, la que ocupaban los alborotadores, procurando pasar desapercibido para su hija. «Para defenderla de cualquier agresión, pues todo era posible contra aquella ideología atea de la que creían que, si triunfaba, gobernaría a los vascos desde fuera de nuestras fronteras. Para defender a la muchacha, Asier. Defender a su sangre».

—¿Y si estuviera buscando una rehabilitación de sí mismo aun a costa de mostrarse, por primera vez, como padre de aquella oradora de la que nadie ignoraba que era su hija? —apunté yo—. Estoy hablando de su mala conciencia por…

—Sí, lo sé, lo sé… Tenía más razones para personarse allí a defender a alguien. Y estoy por creer que ni siquiera fue la principal la de defender a alguien… Era su sangre, sí, pero también era Isidora impulsando con su verbo las huelgas en las minas. Sería como mirar viejas fotos de familia. Le embargarían tiernos recuerdos. Si bien, ahogada la primera emoción, acercaría unas actitudes a otras, un lenguaje revolucionario al otro, una fogosidad a la otra, incluso un rostro al otro… Ninguno de nosotros vio jamás a Isidora, sólo es un nombre. ¿Tendrían algún parecido fisico Flora e Isidora? ¿Y Flora y la hija de Isidora? ¿E Isidora y Fabiola? ¿Y la hija de Isidora y Fabiola? ¡Cuántos nombres y combinaciones entre ellos danzarían ante tu tío! No era la primera vez que Isidora y Fabiola se superponían mutuamente: ¿por qué tu tío soportó a Fabiola tantos años revoloteando a su alrededor hasta que finalmente…? Y luego, en la Campa del Roble, Flora superponiéndose a la hija de Isidora. Fantasmas, fantasmas ensombreciendo su conciencia, o alimentando su mala conciencia, como prefieras. En cualquier caso, en nada de esto interfirió la falta de aquella caja de jabón vacía que sí utilizó Fabiola (y se empeñó en que también sirviera de tribuna a tu tío) en sus escarceos sindicalistas de principios de siglo en las cocheras del tranvía. ¿Cómo no se la recomendó encarecidamente a su hija al saber que se lanzaba a la política? Cajas de jabón las había en cualquier tienda de ultramarinos. Sin duda, olvidó ese detalle. No así los otros miembros de aquel sindicato, que de tanto hablar de la caja la convirtieron en leyenda. Claro que para Fabiola no significaría tanto como para tu tío: un avance revolucionario importado de las minas y convertido en recuerdo sentimental… Esa caja de jabón es de lo poco que sabemos de Isidora.

Roque Altube había de abandonar sus trabajos en Basaon para estar en la campa a las doce del mediodía, hora del espectáculo. Nunca se produjeron incidentes graves, así que Getxo se quedó sin saber hasta qué punto se habría comprometido Roque. En el fondo, todos respiraron: habría resultado excesivo verle abandonar la última fila para liarse a mamporros con alguien. Se diría que hubo un acuerdo tácito para que la cosa discurriera como años atrás, en La Venta, cuando por primera vez se vio al padre a menos de medio metro de la hija.

Algunos esperaron ver por allí a Camilo Bascardo, el abuelo. A partir del suicidio de Josafat, seis años antes, se le vio visitar esporádicamente Oiarzena, quizá por no perder el último vínculo con la única parte de la familia que le aceptaba. Si en su casa encontraba en Cristina y en Moisés sendos enemigos, no ocurriría así en Oiarzena, donde le sorprendería agradablemente su atmósfera transparente de oasis. Estaba aquel mundo tan distante del suyo —el de los hombres del hierro, como decía don Manuel—, que le costaría ponerse a meditar en la influencia de aquella filosofia en la evidente felicidad de sus habitantes. Lo que no culminó en su aceptación, y éste sería el primer punto en el que llegaría a estar de acuerdo con su esposa a lo largo de todo su matrimonio. Oiarzena era una fórmula de imposible aplicación a una sociedad humeante en plena producción de riqueza. Sin embargo, allí volvió a oír que le llamaban aita y aitxitxe con entrañable sinceridad. La luna de miel duró seis años, hasta que la nieta destapó la nueva locura al abrazar el anarquismo. Fue demasiado, tanto para él como para Cristina, y éste sería el segundo punto en el que estuvieron de acuerdo. Camilo dejó de frecuentar Oiarzena. No es que surgieran nuevos abismos entre sus ideologías o que hubiera empezado a ver la de ellos bajo otra lucidez. No se trató de un noble enfrentamiento de ideologías sino de la fuerte inversión de oro que acababa de hacer en una de ellas, la suya. La sangre podía obviar una ideología, pero no una transacción comercial como aquélla. Camilo Bascardo se convirtió en accionista del nuevo negocio y los generales que se iban a sublevar cumplirían su parte del pacto ganando la Guerra.

—Ni siquiera las izquierdas estaban preparadas para asumir las consignas que lanzaba Flora en sus mítines, hablando más de libertinaje que de libertad, vestida con manta y descalza, por lo que no me explico cómo pudo ganar el Frente Popular —decía don Manuel—, pues supongo que por España habría otras como ella soltando discursos anarquistas, aunque no envueltas en una sábana, de eso estoy seguro. A una exigencia razonable: «Pedimos una democracia popular basada en los derechos del inpiduo», añadía: «Los derechos del inpiduo empiezan por el derecho a la libertad, pero a la libertad total. ¿Sabe alguno de los que me estáis mirando con la boca abierta qué es la libertad total? Por no sacaros los colores, no os pido que me habléis de la libertad total, sino sólo que me habléis de un cachito de libertad, la libertad como primer paso para atreveros a pensar. ¿Habéis pensado alguna vez? ¡Si fuerais capaces de pensar, de cada uno de vosotros esperaría una idea virgen y desnuda, yo vivo desnuda! Pero… ¡imposible! ¿Sabéis lo que es una idea virgen? Para saber lo que es una idea virgen hay que aprender a sentir. ¿Sabéis sentir? ¡No! Primero, se siente, y luego estallan las ideas vírgenes. Por eso vosotros no tenéis ideas vírgenes, porque ni siquiera sabéis lo que es sentir. Sentir es aprender a sentir para llevar a cabo lo que se siente… ¡sea lo que sea!». Y se metía con nosotros: «¡Los nacionalismos son la gran trampa que los ricos ofrecen a los trabajadores para que luchen por la libertad de una patria en vez de luchar por su propia libertad! ¡Echad al cesto las cadenas de don Eulogio y de la Iglesia, de la traidora tradición, del carlismo y de todas las monarquías, las cadenas de la patria engañosa…, de cuanto os impide ser vosotros mismos y tener ideas vírgenes! ¡Yo os enseñaré a ser libres!». Eran palabras demasiado fuertes, no estaba de más la escolta de tu tío, quien tampoco las compartía, suponiendo que la concentración en su hija (quizá nunca la había tenido a su alcance durante tanto tiempo seguido, a excepción de aquel día en La Venta) le permitiera atender a otra cosa. Aquello sólo se parecía de lejos a la justicia social que preconizaba el Frente Popular. ¿Dónde encajaban la sábana, los pies descalzos y lo que todos sabían sobre Oiarzena? Lo malo para el Frente Popular fue que el auditorio lo relacionó con la Flora que conocían. Ella sola, Asier, se bastó para cerrar el paso al Frente Popular en Getxo. Gracias a Dios, no se le había ocurrido apuntarse al PNV.

—El nacionalismo no sintió como suyo el triunfo del Frente Popular…

—Tampoco republicanos, socialistas y comunistas. Fue un punto de partida para las ideologías de izquierda, cuyos objetivos finales no siempre coincidían. Ni siquiera para los nacionalistas empezó mal la cosa: en Madrid se creó una comisión parlamentaria para estudiar el viejo tema de nuestro Estatuto. Y es posible que no se hubiese aprobado de no sublevarse los militares. Así fue, Asier: la Historia estuvo de nuestra parte, el Frente Popular nos trajo el Estatuto.

—El PNV no resultó un fiel aliado de la democracia española.

—Somos demócratas, tenemos derecho a tener nuestra propia clase de democracia.

—El asambleísmo municipalista del PNV desprecia el cada hombre un voto y defiende el cada Ayuntamiento un voto.

—¿Quieres ignorar que fueron precisamente los Ayuntamientos vascos los que se precipitaron a expresar su adhesión a la República del 31? Se proclamó el día 14, y el 17 numerosos Ayuntamientos se reunieron en Gernika para expresar su reconocimiento al nuevo régimen y su deseo de constituir un Gobierno republicano vasco.

—Faltaron importantes Ayuntamientos a esa asamblea, entre ellos, los de las capitales, que no eran del PNV… Dos meses después, una Magna Asamblea de Ayuntamientos (¡siempre los Ayuntamientos en danza!) impuso modificaciones al proyecto de Estatuto. El PNV metió baza y el Estatuto no se aprobó, como ya lo había sido el catalán. ¿Por qué no se aprobó? Su derechismo regresivo no podía ser aceptado por la República, que rechazaba una Euskadi integrista que se reservaba las relaciones con el Vaticano.

—¡Pero nadie tiene derecho a imponer a otro sus modelos!

—A pesar de todo, es posible que Flora fuera la que mejor sentía los insustituibles valores de esa promesa eternamente demorada…, o eternamente asesinada por nosotros mismos.

En ocasiones yo no podía librarme de jugar sucio con don Manuel, atacándole en su flanco más desprotegido. Le formulé la pregunta que tantas veces se haría a sí mismo y que tenía una única respuesta demoledora: «¿Qué fue del chico de catorce años que se unió a los Baskardo de Sugarkea para salvar a las veintiocho llamas salvajes y libres de las ciegas y ya desahuciadas gentes de Getxo a quienes su libertad les resultaba insultante?». Demasiado cruel, por mi parte, y, sobre todo, fuera de tiempo: no era justo pedirle cuentas a esas alturas, con el montón de años transcurridos y el deterioro correspondiente de las integridades. Con todo, yo no era tan despreciable preguntándoselo: él era el único del que podía confiarse que aún conservara unas briznas del cristal transparente e incontaminado del que se supone está hecha la infancia, como lo probaban sus denodadas intervenciones en favor de los descendientes del macho del Gorbea. No, no resultaba tan cruel preguntarle: «¿Qué fue del chico…, etcétera?», cuando permitía que una niebla protectora envolviera eso tan profundo que sentía y que, según él, no podía expresarse con palabras.

—No es lo mismo, pequeño demonio, no es lo mismo —gruñía—. Se trataba y se trata de dos mundos distintos, el de ellos y el nuestro. Nuestro mundo no es perfecto, pero ellos no podrán arreglarlo con sus leyes, sus nuevas modas, sus grandes movimientos, sus frentes populares. Que no nos metan en sus cosas. Que nos olviden. Que nos dejen solos para arreglar nuestros problemas. Mira en qué baño de sangre acabó esa Guerra que fue más de ellos que nuestra.

—No se me escabulla, don Manuel, agarremos el tema… —Suspiró y su mirada me rogó un breve descanso, pero yo proseguí—: Flora y los Baskardo de Sugarkea son los más próximos al rebaño de llamas que Getxo masacró, incluido y principalmente Efrén…, aunque ni entonces ni ahora fue él pueblo de Getxo, sólo dormía aquí. El chico de catorce años fue el único que las respetó, su encuentro con el macho se produjo no porque, simplemente, tropezaran en el huerto de lechugas, sino porque el mundo y sus cosas se habían detenido y hecho el silencio al coincidir las circunstancias más propicias para que se reprodujera el único mensaje que merece ser transmitido de un ser a otro: una masa palpitante de carne y huesos, frágil y perecedera si no la encendiera en cada uno de sus átomos la inútil rebelión que ni siquiera sirve para torcer un destino aciago, pero que está ahí, dignificando las inocentes carne y huesos que un día alguien hizo viajar, con otras veintisiete masas palpitantes de carne y huesos, de un continente a otro, y pareció que aquí las estaba esperando la pequeña masa palpitante de carne y huesos de catorce años no elegida por nadie para ser privilegiada con la recepción del gran mensaje… Éste es el verdadero tema. ¿Puede olvidarse usted de la política?

—¡Siempre todo ha sido política!

—Usted sabe que no, y le advierto que no abandonaré. ¿Quiere política? Bien… Extraigo de su propio recuerdo una escena altamente significativa. De su recuerdo, no del mío. Una escena política de aquel tiempo, sorprendida por usted cuando paseaba una tarde por el muelle de Arriluce: descubrió a lo lejos a Cristina Oiaindia y a nuestro alcalde de entonces, José Antonio Aguirre, conversando con visible concentración. Día: 14 de abril, advenimiento de la República. Usted no le dio mayor importancia mientras no se enteró, horas después, de que el alcalde de Getxo era uno de los convocantes de aquella Asamblea de Ayuntamientos para el día 17. La opinión de la marquesa tenía peso en el PNV. ¿Quién consultaba a quién, la Oiaindia a Aguirre o éste a aquélla? De allí saldría la convocatoria de Ayuntamientos, que contenía una intención muy concreta, aparte del documento que hizo público: tomar la iniciativa en el movimiento autonomista. Política. Legítima política, naturalmente. Y algo más. ¿Por qué habló Aguirre con una representante de la oligarquía nacionalista y no lo hizo con el obrero vasco que cruza a diario la Ría para trabajar en minas o fábricas?

—¡Estoy seguro de que también hablaría con obreros! Aguirre fue un jatorra, alternaba con ricos y pobres…, yo diría que más con pobres. Iba de vinos con todos y, por si fuera poco, jugó en el Arenas de Getxo y luego en el Athletic, con el que fue campeón de España. ¡Qué gran chut tenía! ¿Quieres más contacto con el pueblo?

—Empezó jugando en el equipo de la Universidad de Deusto, de los jesuitas, donde cursó Derecho. Un centro elitista, vivero de mandamases de la sociedad. Aguirre era de familia adinerada, dueña de la empresa Chocolates Bilbaínos, Chobil.

—¿Es pecado ser todo eso?

—No estoy diseccionando a José Antonio Aguirre sino el tejido del nacionalismo vasco, en el que el amor común a la patria no impide que existan abismos económicos entre clases sociales. Los vascos no somos diferentes… El alcalde conversó con la oligarquía para establecer unas directrices políticas. Después, para el gran hombre que fue Aguirre vinieron años de intensa lucha parlamentaria en Madrid en defensa del Estatuto, en el que se defiende más a una nación que a la inmensa mayoría de sus habitantes…, pues en ese Estatuto no hay una sola línea de auténtico avance humano hacia la libertad del inpiduo… Pero, don Manuel, ¡no me mire así!, no explote, recuerde al chico de catorce años de las llamas que…, etcétera.

Continuamos hablando, bien entonces o al día siguiente o al mes o al año siguientes, volviendo a empezar, cambiando quizá el orden de las ideas o incorporando las nuevas, con las correcciones de rigor, sin ponernos nunca de acuerdo, aunque ambos defendíamos la libertad a aplicar a cierto espacio geográfico con un nombre muy preciso en el mapa. Sería porque hablábamos, utilizábamos palabras…, esos inútiles sonidos, decía él, incapaces de expresar su sentir más hondo y en los que siempre caíamos. Si, hasta la Guerra, la simple mención de patria vasca hacía que su atención sufriera un infinitesimal desvanecimiento, en la represión de la dictadura llevaba humedad a sus ojos. Yo era testigo de ello y veneré más a aquella figura larga y delgada, más ágil que fibrosa, de expresión doliente —incluso antes de la Guerra—, que para mí empezó a ser espejo patético de toda una generación de hombres y mujeres sobre la que cayó a plomo la derrota, a la que no sobrevivieron ni siquiera los vivos; los veíamos vagar como espectros, incluso veíamos a los muertos que todos ellos transportaban en sus miradas; a veces, incluso, relataban roncamente aquello que necesitaban oírse a sí mismos para creer que existió… Desde entonces, todas las voces siguen repitiendo libertad, libertad, libertad, pero no todos estos clamores coinciden en su significado, tan perso como la naturaleza de las señales premonitorias detectadas por don Manuel en el tiempo de aquellas elecciones. Sí, existe coincidencia en la necesidad de volver a la situación política de antes del gran robo. De manera que será como si todo empezara de nuevo, las múltiples libertades pugnando entre ellas, repitiendo un desolado precedente. Será algún día, cuando el dictador apruebe con su firma el milagro de su propia muerte, habiendo descartado él mismo las demás opciones. Cuando esto llegue y los vapores exultantes permitan recomponernos, los hasta entonces unánimes clamores de libertad volverán a hacerse añicos, y veré a un don Manuel de nuevo con su monserga de las señales premonitorias, a las que ahora, en un febril esfuerzo de iluminación, habrá de sumarse la aparición en Getxo de la selvática india sudamericana Anaconda, justamente en aquel febrero del Frente Popular, y, ocho años después, el carro del soldado deteniéndose frente al Galeón para recoger a Elisenda y al hijo de ambos para arrancarlos de la podredumbre general… ¿Por qué confiar en que estas últimas revelaciones serán escuchadas, cuando no lo fueron ni la perenne presencia de los Baskardo de Sugarkea en el mismísimo corazón de Getxo, ni la irrupción del rebaño de llamas procedente también —y tenía que significar algo— de Sudamérica, ni las esporádicas apariciones de los descendientes del macho del Gorbea, ni la transparente lectura que pudo hacerse, y no se hizo, de la desmesura de los de Oiarzena, por no mencionar más que los únicos hechos detectados de entre el, sin duda, cúmulo de ellos con que se distinguió a Getxo y no se vieron o se prefirió no ver? Respuesta: pues porque alguna vez, maldita sea, tendrá que ser, y como ya no es posible confiar en el pasado, sólo nos queda el futuro. Sí, alguna vez, el sacramento Patria Vasca, magnificado por los jauntxos de antes y de ahora, dejará de prevalecer sobre una clase alta de vascos explotando a otra clase baja de vascos, y esa manipulación interesada de un noble sentimiento no podrá moldear ningún barro cuando se extienda por el mundo el valor solitario de reconocer que la única patria es la humilde infancia de cada uno de nosotros.