Josafat Baskardo / Moisés Baskardo
1930

Fabi dice:

—Bueno, no sólo ha llegado la fiesta del patrono de Getxo sino la hora de disfrazar a Fiorita antes de que venga el birlocho de la abuela a buscarla.

Es 15 de agosto, dia de San Baskardo. Yo también soy Baskardo, y Martxel y Fabi y aita y esos Baskardo de Sugarkea y otros que apenas conocemos o no conocemos nada. Demasiados Baskardo. ¿Por qué hay tantos? Incluso el bastardo Efrén es Baskardo. Creo que son bastardos todos los Baskardo excepto Martxel, yo, Fabi y Florita. El rey de todos esos bastardos es Efrén.

Martxel salió muy de madrugada a recoger esos hongos que sólo él conoce y con los que luego llenamos algún frasco de la repisa de la chimenea.

Fabi dice:

—Veréis qué guapísima pongo a Florita de aldeana. Ama vive muy sola y muy triste y le daremos una alegría. Se lo prometí.

—No me hace ninguna gracia —dice Florita.

—Me diste tu palabra —dice Fabi—. ¡De qué tonterías se alimenta la abuela!

—Algún día le revelaremos la verdad —dice Adolfo.

—Golpear una roca —dice Fabi.

Viene Florita y coge mis dos manos.

—¿Qué piensas, Jaso? Tú tampoco pudiste vivir con ella. ¡Tú! —dice. Últimamente no me llama tío Jaso sino Jaso.

—Martxel ha visto a tu madre coser el vestido y asintió con la cabeza —digo.

—¡Eres un sol y me has convencido! —dice Florita empinándose sobre la punta de sus pies y no puedo evitar que me bese en la boca. ¿O sí lo he podido evitar?

Florita regresa con Fabi, y Fabi le quita la sábana y la deja desnuda. Florita vuelve la cabeza para mirarme. Veo bien sus ojos porque lo único que veo de ella es su cara. Miro su cara con tanta fijeza que me impide cerrar los ojos. La mirada de Fiorita me sonríe y me anima a mirar también su cuerpo, pero lo hace con la dulzura con que hace estas cosas en los últimos tiempos, sin el brutal salvajismo de antes, apinando que ahora sí sería yo capaz de bajar la mirada de mis ojos abiertos. Pero nunca lo he hecho y hoy tampoco lo hago.

Fabi ya está cubriendo el cuerpo de Florita, primero con ropas interiores blanquísimas que ni ella ni Florita han llevado desde que estamos en Oiarzena. ¿De dónde las ha sacado? Seguramente recogió las suyas en el viaje rápido que hizo a casa de ama. Miro las ropas interiores blanquísimas antes de estar en el cuerpo de Fiorita, no después. Fabi la acaba de vestir y entonces miro a Florita. La ha puesto como dicen que vestían antes nuestras aldeanas en domingo. Fabi la sienta en un banco y empieza a peinarla, y es ahora, al ver los laboriosos tirabuzones, rematados con lacitos rojos, colgando a un lado y otro de su cara, cuando me parece estar viendo a la neskita del cuadro de Aurken. Sólo se me ocurre decir: «¡Qué tontos fuimos!».

—¿Te gusto, Jaso?

—¡Viva San Baskardo! —se me ocurre decir.

Ríen Florita, Adolfo y Fabi.

—Así que viva San Baskardo —dice Adolfo.

—Yo digo… ¡viva Jaso! —dice Florita echándome los brazos al cuello y gastando mi cara a besos. En ocasiones anteriores me solía escabullir.

Se ha detenido el birlocho con el cochero al otro lado de los arbustos. El cochero lleva polainas rojas y no vuelve el rostro, parece una estaca.

—¡Aire, aire! —dice Fabi empujando a Florita hacia fuera.

Todos acompañamos a Florita hasta el coche, y sube. Se aleja agitando la mano hacia nosotros.

Martxel llega corriendo por el sendero.

—¡Acabo de verla, Jaso, la hemos encontrado! —dice con su fuerte voz.

Adolfo, Fabi y yo salimos a su encuentro. Le veo tan excitado que me asusta.

—¡Vestía como la neskita del cuadro! ¿Te das cuenta, Jaso? —dice Martxel. Creo que Fabi recoge del suelo la cesta llena de hongos que ha dejado caer—. ¡Iba en el coche de ama, la ha encontrado y hemos de correr a reunimos con ellos! ¡El triunfo de tanto esfuerzo! ¡Vamos, vamos!

Me dejo arrastrar por Martxel. Miro a Adolfo y a Fabi y ellos me miran a mí, pero ninguno de los tres hace nada por cortar la locura de Martxel. Le iré revelando gota a gota la verdad por el camino, y ama rematará mi trabajo. Debe hacerlo, pues bajo ese disfraz no hay otra que Fiorita, no la modelo del cuadro, y ama no puede ocultarle a Martxel esta verdad, como tampoco la propia Florita.

—Escucha, Martxel, quizá no sea la modelo del cuadro —digo.

—¡Ella y la de Aurken son idénticas! —dice Martxel tirando de mí.

—Quizá sea alguien que siempre estuvo muy cerca de nosotros —digo.

—¡Pues entonces habremos estado ciegos! —dice Martxel.

—Quizá…

—¡Empezaba a temer que jamás la encontraríamos! ¡Tantos años persiguiéndola! —dice Martxel.

—¿Y si nos jura que ella no posó? Debemos estar preparados para todo, Martxel, en este mundo somos traicionados a la vuelta de cada esquina —digo.

—¡Es tu día, Jaso!, ¿aún no lo comprendes? ¡Y basta de poner obstáculos! Te conozco y comprendo que estés asustado… ¡por fin encontramos a tu novia! Y, Jaso, es tu gran ocasión de sacar al hombre que llevas dentro, de saber que el alma de nuestro pueblo vasco siempre nos libera de todas las prisiones. Me tendrás a tu lado y no flaquearás al pedirla en matrimonio.

Apenas me mantengo a su altura en la carrera a que me obliga. Me falta aire para las palabras que es urgente decirle antes de llegar ante Florita y ama y que le echen cruelmente a la cara que está viviendo un engaño. ¡Dios, Dios, Dios!, ¿qué hará Martxel entonces? ¿Caerá redondo, muerto? No puedo creer que le haya oído hablar de la modelo del cuadro con la túnica puesta. ¿Sabe que la lleva?

—¡Corre, Jaso, corre! —dice la espalda de Martxel.

Para ir de Oiarzena a casa de ama no hay que pisar Algorta ni San Baskardo, pero nos cruzamos con grupos de gente en fiesta hacia la plaza, que nos mira, unos con burla y otros con disgusto. Martxel corre más que yo, a pesar de que los bajos de la sábana se le enredan en las piernas. ¿Por qué he dicho sábana y no túnica? La modelo del cuadro es más mía que de Martxel. Andrea y sus hijas son menos mías que de Martxel. Para que Martxel no me empuje otra vez hacia la bruja y hacia Andrea y sus hijas le diré que la modelo del cuadro es cosa mía, que Florita es cosa mía, que mire bien lo que hace antes de ponerlo todo patas arriba, como lo suele hacer. ¿Por qué es tan fuerte Martxel? Tenlo bien presente, Jaso, y que no se te olvide nunca, por lo que más quieras, que Florita sigue siendo Florita aunque la disfracen de la modelo del cuadro.

La puerta del jardín está abierta y el coche a la puerta del garaje, sin caballo, y el cochero nos ve llegar sin soltar el trapo con que saca brillo a la negra carrocería reluciente.

—¡Ama, ama! —dice Martxel entrando en tromba en la casa—. ¿Dónde la encontraste?

Le sigo hasta el salón y veo cómo ama mira y remira a Florita.

—Es la mayor alegría que me podía haber dado Fabi —está diciendo ama.

Primero, Fiorita dice «¡Martxel!», y enseguida, «¡Jaso!», e intenta acercársenos, pero Martxel no le da tiempo: le echa las manos a los hombros, pero al punto dice «Perdón» y las retira precipitadamente y veo lágrimas en sus ojos. Es la primera vez que llora Martxel, no lloró ni al perder a Andrea.

—¿Por qué lloras, tío? —dice Florita.

—¿Dónde la encontraste, ama? ¡Triunfaste donde nosotros fracasamos! —dice Martxel, sin apartar un solo momento sus ojos de Florita.

—¡Qué pregunta! Me la trajo el cochero —dice ama. Es feliz al vernos de nuevo atrapados en su casa.

—Sí, pero ¿dónde, dónde estaba? —dice Martxel.

Algo parece notar ama en el comportamiento de Martxel. Me apresuro a decir:

—Quizá no sea la modelo del cuadro…, puede que sí, puede que no… Lo tomaremos con calma, ¿eh, Martxel? Hablaremos con ella, estudiaremos la situación, cambiaremos impresiones… sin descartar cualquier sorpresa, ¿eh, Martxel?

—¡Calla, Jaso, no interrumpas esto! —dice Martxel.

Habla sin mirarme, sin apartar sus ojos de Florita. Hasta que la emoción le vence y se sienta en un sillón aparte con las manos cubriéndole el rostro. Ama no se mueve ni habla, pero Florita quiere ir hacia Martxel y yo la sujeto del brazo. Nos miramos.

—¿Qué le pasa a…? —empieza a decir, pero le tapo la boca con mi mano y ahora me susurra—: ¿Martxel? ¿Qué le pasa a Martxel?

—Debemos andar con cuidado, vigilarle —digo.

—¿Vigilarle? —dice Fiorita—. Si sabes qué le pasa cuéntaselo a tu sobrina.

Me acaricia el rostro con su manita, ya no como una gata traviesa, sino como una chiquilla que hubiera alcanzado de repente el sentido común. Sin embargo, me aparto de ella como si quemara, y no sé por qué. Al sentir la mano de ama sobre mi brazo sé que está junto a mí. Los ojos de ama siempre me han dicho mucho, pero ahora me lo dicen todo. La muy bruja lo sabe. Y no dirá nada. La muy bruja. Esta vez no ha tenido que mover un dedo para salirse con la suya. Florita se arrodilla en la alfombra ante Martxel, aparta la sábana de sus piernas y masajea sus rodillas y después los muslos.

—Esto te aliviará —le dice.

Martxel aparta las manos de su cara y la ve.

—¡No, por Dios, tu prometido es Jaso! —dice. Se pone en pie, toma una mano de Florita y la levanta—. Ven. Este es Jaso, mi hermano. ¡Si supieras el tiempo que lleva buscándote! Se enamoró de tu retrato y habría muerto de no encontrarte… Sabes a qué retrato me refiero… ¿Dónde vivías?, ¿dónde te descubrió Aurken?, ¿cómo te llamas?

Fiorita mira a Martxel, luego a ama y a mí, y otra vez a Martxel. Parpadea, no se atreve a reír porque ni siquiera puede creer que le esté tomando el pelo. Está a punto de hablar, pero mis señas la callan, y ahora su mirada me pide que le explique qué pasa. Y, de repente, salta por encima de todo y explota:

—¡Martxel, no seas niño!, ¡no haces más feliz a amona con esta comedia!

—Pequeña virgen vasca, dirígete a Jaso, no a mí. Yo sólo te venero, él te ama. Tú también le amas. Tu corazón no habrá dejado de transmitirte que alguien te buscaba por aldeas, montes y valles… Era Jaso —dice Martxel.

—¡Amo a Jaso! —dice Florita, abrazándome y aplastando su boca contra la mía.

—¡Bendita unión! —dice Martxel—, ¿Cómo no se estremecen de alegría los muros de esta casa? —Los ojos de ama brillan al recibir un beso de él—. El milagro te paraliza, mi pobre ama. ¿Quién de nosotros cree que esté ocurriendo de verdad? Sin embargo, aquí lo tienes…, aquí lo tenemos.

Me zafo bruscamente de Florita y se lo digo en un susurro:

—Cree que eres la modelo del cuadro.

Es que necesitaba justificar de algún modo mi empujón. Aún no sé si quería decírselo o no.

—No me importa saber quién de esta familia que tengo se ha inventado esta gran broma, pero por mí… ¡adelante! —dice Florita. Sube a una silla y se petrifica en una pose forzada, y su sonrisa también se inmoviliza—. ¡Mi rostro, señor Aurken, mi rostro y mi sonrisa! ¡Fíjese usted bien y no me ponga otra!

—Estoy seguro de que Aurken no te colocó de pie sobre una silla en posición tan inconveniente, su cuadro es un prodigio de serenidad —dice Martxel.

Llego al pie de la silla de Florita y, de espaldas a Martxel, le digo en un susurro:

—¿Entiendes ya lo que le pasa a Martxel?

Florita consiente que Martxel la baje de la silla.

—Quedan muchos hermosos secretos por conocer: dónde te encontró Aurken, cómo te enseñó a posar sin perder un ápice de tu ingenuidad, tu virginidad, tu pureza vasca… Sin olvidar dónde te encontró la santa señora de esta casa —dice Martxel.

Tengo la cadera de Florita contra mi cuerpo. Me susurra:

—Jaso, es terrible. Jaso, ¡lo de Martxel no es broma!… No, no, no es broma… ¿Y sabes por qué lo sé? He tenido sus ojos a un palmo de los míos cuando hablaba de virginidad… ¡y la suya era una mirada nueva, él era un hombre nuevo y desconocido! ¡El Martxel de antes jamás habría pronunciado virginidad con ese tono ridículo de frailón!

Le pido insistentemente por señas que se calle para que no la oiga Martxel. Sería terrible.

—Debemos decirle la verdad —susurra Fiorita—. No entiendo nada, no sé qué pasa, pero el remedio es sencillo: ¡le digo quién soy y ya está! Es de sentido común, ¿no te parece, Jaso? Voy y le digo: «Soy Florita, tu sobrina. ¿No me reconoces con estas ropas? ¿Qué he de hacer para que me reconozcas?, ¿bailar desnuda aquí?». ¡Hemos de regresar inmediatamente a Oiarzena, allí todo será distinto!

—¡Mírala, ama, es la entronización de nuestra verdad! ¡Demos gracias a Dios! —está diciendo Martxel junto a ama.

—No podemos decírselo —susurro a Florita.

—¿Por qué?

—Sería terrible, nadie sabe lo que le ocurriría. Yo nunca se lo dije, ni tu madre, ni Adolfo. Ninguno de nosotros se atrevió nunca a decírselo… No es la primera vez que ocurre.

—¿Que no es la primera vez?… ¿Y amona?

—Callaba, también callaba…, por no perderlo.

Martxel y ama están abrazados. Ama llora sobre el pecho de Martxel. Descubro en el hall a varias criadas mirando lo que ocurre en el salón. Tanto parece interesarles que ni se dan cuenta de que las he descubierto.

—¡Cuánto le quieres! —susurra Florita acariciando mis mejillas.

—No te pierdas esta escena, ama… ¡Mira a los dos tortolitos lo enamorados que están! —dice Martxel.

—Seré la modelo del cuadro hasta que tú quieras —me susurra Florita.

—Daos prisa o nos perderemos la misa mayor del santo. Quitaos esas ropas, arriba están las vuestras —dice ama, rozando con repugnancia nuestras túnicas.

Sigo a Martxel por las escaleras que ignora que no hemos pisado en los seis últimos años. Me dice: «Además, Jaso, ha llegado justamente en la gran fiesta de San Baskardo. ¡Ha de ser algo más que simple coincidencia!». En seis años uno no se olvida de la distribución de una casa en la que ha nacido y vivido, pero es que Martxel sube sin la menor curiosidad por conocer si hay cambios a nuestro alrededor, o por recuperar objetos, formas y colores quizá perdidos hasta de la memoria. Si no fuera por la túnica que lleva, podría creer que ni él ni yo hemos estado ausentes esa eternidad.

Martxel está en su cuarto y yo en el mío. Veo extendidas sobre la cama todas las prendas de mi traje de ir a misa los domingos: chaqueta, pantalón, chaleco, camisa, corbata, calcetines, muda, pañuelo, tirantes, sombrero… ¿Cuándo fueron puestas ahí? No al saber que vendríamos hoy, pues ama sólo esperaba a Florita: es como si llevaran sobre mi cama seis años, esperando nuestro regreso. Mi ropa de toda la vida esperando seis años sobre mi cama es una idea que confunde, difícil de aceptar. ¿Y si no han existido esos seis años? De pronto, me sorprendo pensando que el sentido de nuestras vidas puede estar en esta casa. ¿Por qué no? Creerlo resulta menos complicado que creer que mi ropa ha permanecido seis años sobre la cama. ¡El sentido de nuestras vidas podría estar en esta casa, maldita sea! ¿Por qué Martxel no ha de tener razón, una vez más? Es que, ¡Dios!, acabo de ver a Fiorita sobre la cabecera de mi cama y no puedo apartar los ojos de ella. Ese cuadro sin nombre ya tiene uno. Aurken bien pudo dejarlo escrito en cualquiera de sus cuadernos que examinamos entonces: La neskita de mi cuadro más querido se llamará Flora y vivirá en Getxo, o algo parecido. ¿Por qué se le iba a ocurrir ayudarnos, a nosotros, que teníamos a la modelo en el propio Getxo, en el lupanar de Oiarzena? O es posible que no le diera ninguna importancia al nombre que señalaba a una modelo determinada, lo que nos llevaría a pensar que tampoco dio ninguna importancia a la propia modelo, de la que sólo pretendió recoger las formas exteriores capaces de expresar la idea vasca de Aurken y de ama… Bien, pero lo único importante de todo esto es la pintura final de Aurken, sobrando el resto, incluso esa muchacha de abajo, de nombre Florita, que sólo prestó sus formas, es decir, su carne, que es lo que mejor sabe hacer la muy puta. Quede, pues, perfectamente claro: Aurken no partió de Fiorita para llegar al cuadro, sino que el cuadro ya existía en la cabeza de Aurken antes de ponerse a buscar a la persona real que daría verosimilitud a nuestra idea, la de ama. Quienes, al ver el cuadro, se atrevan a negar que algo tan sagrado pueda darse en este mundo sacrílego, serán derrotados con la simple visión de esa Fiorita, esas malditas formas tan perfectas y dignas, a su pesar, de expresar el más alto de los ideales. Y por si quedara alguna duda de que existió una neskita de carne y hueso a la que Aurken pintó, abajo está esa Florita, cuyo rostro es tan absolutamente idéntico al del cuadro… ¡tan absolutamente idéntico que cualquier ingenuo creería que es el mismo cuadro! Pero no, así que ¡ojo!… El caso es que al mirar el cuadro veo a Florita, sus ropas, sus trenzas, la postura de su cuerpo y brazos. Veo a Florita, ¡Dios!, veo a Florita. Pienso cuidadosamente en ello mientras cambio mis ropas por las que recojo de la cama, y ahora oigo a Martxel al otro lado de la puerta:

—El novio tarda mucho en vestirse.

Está cegado por las formas exteriores de Florita. Abro la puerta y le invito a entrar y le señalo el cuadro. No tengo duda de que se caerá del burro.

—Aurken la reflejó como es —dice. Y me habla de la inmensa suerte de que ama haya encontrado a la modelo.

Esta vez estoy en condiciones de defenderme de Martxel con armas nobles, no arrojándole a la cara verdades peligrosas, como que Andrea ya está casada, sino advirtiéndole con suavidad que está viviendo un engaño, que ama no ha encontrado nada, que él conoce a Florita desde que nació porque es su sobrina. No, yo nunca destruiría a Martxel. Pero que se ande con cuidado conmigo, que no he de permitir que siga dirigiendo mi vida. Que no olvide que fui educado por aita en las viriles cacerías africanas. Y que nadie se ría esta vez, porque del fraude de Fiorita ha surgido un Josafat nuevo. Revelaré a Martxel mi descubrimiento de que primero fue el cuadro y después Fiorita, no al revés. Que se entere quién es, basta de endiosarla. A ver si se le quita su obstinación de casarme con ella. Nadie se puede casar con un cuadro.

—¿Te fijaste bien en el cuadro? —digo a Martxel cuando bajamos.

—Nunca dejo de mirarlo —dice.

—Te advierto que llevas años sin hacerlo —le digo.

Me mira de un modo que me arrepiento de habérselo dicho. Ahora soy más fuerte que Martxel, alguien podría destruirle gritándole al oído la palabra Oiarzena, y a mí no. Siento pena de él.

—¿Sabes que no tengo ninguna intención de casarme? —le digo.

—Ya no puedes echarte atrás, está escrito en el cielo —dice.

Pobre Martxel, no sabe que no puedo casarme con un cuadro. Me siento tan fuerte como cuando cazaba leones en África con aita.

Lo primero que hago al regresar al salón es preguntar a ama por aita. Tarda en reaccionar, pero me dice:

—Está de viaje, en Madrid.

—Qué pena, podría ver aquí cosas que le gustarían —digo.

He dicho simplemente que le gustarían, por no asustar demasiado a nadie diciendo que le entusiasmarían, imitando a Martxel cuando ha dicho, con esa naturalidad tan fuerte y segura que me estremecía, no puedes echarte atrás. Casi vomito ante el ataque de Florita, que me ahoga con su abrazo y sus labios contra los míos y la presión de los repugnantes meloncitos de su delantera, y así permanece un tiempo interminable, siento náuseas, y cuando deja de tocarme creo que ha sido ama quien la ha apartado con brusquedad, y oigo las voces de una y otra casi al mismo tiempo:

—¡Eso… aquí… no!

—¡Quiero casarme enseguida con mi amor!

—Discúlpales, ama, han estado esperándose tanto tiempo… —dice Martxel, sin entender que las tres palabras secas de ama colocan a Fiorita en Oiarzena.

Viajamos a la iglesia en el birlocho. Somos los únicos en llegar a misa en coche. Ama se esponja leyendo admiración en los ojos de la gente. Echamos pie a tierra y una multitud nos abre paso en la puerta de San Baskardo. No estoy diciendo que los Oiaindia seamos la única familia importante del municipio, sino la única de clase alta que frecuenta esta iglesia, pues las otras acuden a iglesias menos aldeanas, como San Ignacio o Las Mercedes. Ama está feliz mostrándose a todos con dos de sus hijos recuperados de Oiarzena. Su nieta Flora también está, pero no es lo mismo, pues es de Oiarzena mientras Fabiola siga allí, y mientras no desaparezca de su boca esa mueca libidinosa. Todos saben que ama lleva años rezando por que sus hijos recuperen la cordura.

Al término de la solemne misa mayor —arranque, con los cohetes, de la fiesta anual de San Baskardo—, la gente ya ha superado el primer asombro y a la salida nos sonríe respetuosamente, excepto a Fiorita, a pesar de su traje de neska, pues algo demoníaco han de verle en la cara.

El espectáculo que hoy ofrece la familia se prolonga en el interior de casa, ahora con la servidumbre como espectadora. Distraída o asombrada, sólo se mueve a golpe de órdenes de ama. Hace calor, y después de que Martxel y yo nos despojamos de la chaqueta y el chaleco y quedamos en camisa, a instancias de ama nos sentamos los cuatro en las sillas blancas del jardín y una criada deja sobre el cristal de la mesa redonda una jarra de sangría y vasos. Florita mueve su silla hasta pegarla a la mía y pretende atrapar mi mano, pero lo evito. Me susurra: «¿Lo hago bien?». Habrá un modo de resolver este problema sin destruir a Martxel.

—Después de tanto tiempo, Jaso, después de tanto tiempo… —repite Martxel, pero su mirada no está clavada en mí sino en Florita—. ¿Qué nos pasa?, ¿por qué no enloquecemos de alegría?

Se ha puesto de pie como si le quemara la silla, con los ojos vueltos a ama y luego a mí.

—La vida está llena de sorpresas —dice ama.

—No te reprimas, estalla —dice Martxel, bajando su cara hasta la de ama—. ¡Es un momento tan especial…!

—Lo único importante quedó a salvo —dice ama.

Se refiere al cuadro. Está de mi parte. Quizá pueda desenmascarar a Fiorita sin destruir a Martxel. Ahora Martxel se pone frente a Fiorita y le dice:

—Quiérele mucho, se lo merece. Si no vocifera de alegría es porque teme despertarse de un sueño.

—¡Es maravilloso, como en un cuento de hadas! —dice Florita, volcándose sobre mí. Ama tira de la ropa de ella y toma un vaso de sangría y me lo da a beber, diciendo:

—¿Estás bien, Jaso?

Nos miramos y nos comprendemos en lo más profundo. Martxel se sienta y pregunta a Florita:

—¿Cómo ocurrió, criatura misteriosa?

—¿Eh? —dice Florita.

—¿Dónde estabas?, ¿cómo te encontró ama? —dice Martxel.

—En una estrada de Getxo, hace semanas, pero esperó para daros esta sorpresa el día de San Baskardo —dice Florita guiñándome un ojo.

—¡En Getxo! —dice Martxel—. ¿Lo oyes, Jaso? ¡Estaba aquí!

—Vuestra ama iba en el coche —dice Florita— y me vio, paró y bajó. Me miró de arriba abajo, me tocó de abajo arriba, la cara, las mejillas, la nariz, la frente, la barbilla, el pelo, los dientes, rascó mis labios por ver si estaban pintados, y la piel, por si llevaba cremas… —¡Qué bien miente la muy puta!—. Me dijo: «¡Tú eres la diosa de Aurken!», y entonces es cuando empezó a hablar y hablar sin dejarme hueco. Me trajo a esta casa y me subió a un cuarto. «Estás en el cuarto de Jaso», me dijo, y mandó a dos sirvientas que bajaran el cuadro de la pared y lo pusiera vertical sobre la cama y me puso a su lado y dijo: «¡No hay duda de que eres ella!», y me abrazó y besó y parecía una loca sin parar de hablar. Desde el principio yo no había podido meter baza, le habría ahorrado el viaje hasta el cuadro si le hubiera podido decir que sí, que yo era la pastora a la que ese pintor retrató después de verme cuidando mis vacas. Habló con mis aitas para llevarme a su casa de… —La muy puta mira a ama buscando ayuda.

—… de Bilbao, a su estudio de Bilbao —dice ama prontamente.

—Sí, a Bilbao. Quince días en el estudio. Una lata. Pagó mis servicios. Allí estaba vuestra ama mirando cómo me pintaba Aurken —dice la puta de Florita.

—Suena muy mal eso de que compró con dinero tus servicios —dice ama.

—¡En Getxo, y nosotros buscándote por…! —dice Martxel.

—Qué cosas —dice Florita.

—¿Cómo te apellidas?, ¿de qué casa eres? —dice Martxel.

No preguntes eso, Martxel. Haz que Fiorita crea que no se lo has preguntado… Y Florita, tan tranquila, siendo la que más tendría que preocuparse, ella y no yo es la que debe responder a Martxel. Ahora ríe, supongo que para disimular, y mira a ama, y esta vez ama no sabe qué decirle. Y Martxel, esperando la respuesta…

—Vivo tan cerca que no os lo digo por no avergonzaros. Lo importante es que me habéis encontrado —dice Florita afortunadamente.

—¡Pero nosotros llamamos a todas las puertas, sin dejar una! ¿No lo recuerdas, Jaso? —dice Martxel.

—A todas las puertas —digo, porque es verdad.

—A mí no se me habría escapado una cara así —dice Martxel.

—La chiquilla no estaría en casa en aquel momento —dice ama.

—¡No! Si una chica de la familia estaba fuera, la esperábamos, ¿no es cierto, Jaso? ¡Todas las puertas y todas las caras! —Ahora es muy amarga la expresión de Martxel, se siente herido en su amor propio. Se levanta para inclinarse sobre Florita y tocar su rostro—. ¿Cómo se me iba a escapar esta cara? No, no pudo estar allí… Quizá en aquel tiempo esta cara no fuera la que vemos hoy, las facciones, a veces, cambian mucho en pocos años. Esta muchacha desconocida puede parecemos hoy la cara viva del cuadro… y puede que entonces no lo fuera. En consecuencia, Aurken tampoco la pudo descubrir. De modo que esta muchacha desconocida no es la modelo.

Cruzamos nuestras miradas ama, Florita y yo. Esto es más grave para Martxel que la simple herida de su amor propio. Me doy cuenta de que mis manos están entre las de Fiorita, no sé desde cuándo. La situación es tan peligrosa para Martxel que no reacciono.

—No hay duda de que Aurken utilizó el rostro de esta chiquilla. Es algo tan evidente como el sol —dice ama.

—¿Cómo saberlo con seguridad absoluta? —dice Martxel lanzando un gran suspiro.

—¡Yo lo juro y requetejuro! No lo he soñado, ese pintor me retrató —dice Florita.

Martxel se sienta en las gradas de piedra con la mirada perdida. Ama se levanta para sentarse a su lado, abrazar sus hombros, besar su pelo y decirle:

—A mi niño le aterra que esta neskita no sea la de Aurken. ¡Tonterías! El corazón de tu madre dice que sí y basta.

—Mis aitas no querían, pero Aurken los convenció —dice Florita.

—¿Necesitas más pruebas, hijo? —dice ama.

Oigo un ruido, levanto la cabeza y varias cofias desaparecen de una ventana del segundo piso.

—Quiero hablar con sus padres —dice Martxel.

—¿Para qué querría engañarnos? —dice ama.

—¡Para casarse con Jaso, el mejor hombre que existe… y el mejor partido! —dice Martxel.

Me suelto de las manos de Fiorita para acercarme a Martxel y decirle:

—No se merece que le hables así.

—Tiene razón Jaso. ¡Qué barbaridades tiene que escuchar la pobre chiquilla! ¿Por qué no pensar que llevaba tiempo enamorada? ¿No estás viendo cómo no puede separarse de él? —dice ama.

—Enamorada —dice Martxel sombríamente.

—Es lo que he dicho. Lo que añadiría un toque celestial a nuestro viejo sueño convirtiéndolo en una predestinación —dice ama.

—Enamorada —repite Martxel acercándose a Fiorita—, ¿Quién se enamoró antes de quién? ¡Jaso, Jaso al ver el cuadro por primera vez! ¿Lo sabías, muchachita? ¡Claro que sí! No ignorabas en qué casa estaba el cuadro y qué alma ingenua vivía en esa casa capaz de alojar en su corazón un amor tan especial. Esperabas que así ocurriera, pedías a Dios que se enamorara de la imagen que veía a diario en el cuadro… ¡porque tú ya le habías visto a él y te habías enamorado!… ¿Cómo te llamas, muchachita?

Fiorita mira a ama.

—Amaya —dice ama precipitadamente.

—¡Amaya! ¡Qué gran nombre! ¿Te gusta, Jaso? —dice Martxel.

Asiento con la cabeza.

—Amaya, nuestra bienhechora y ya por siempre querida Amaya —dice Martxel—. ¡Jaso ya sabe, por fin, cómo se llama su amor!… Sin embargo —tose—, sin embargo, cuando todos sabían que te buscábamos y también lo tenías que saber tú, ¿por qué no te presentaste ante nosotros? Ninguna buena muchachita habría prolongado la agonía de su enamorado. ¡Qué cruel! ¿O no sabías nada… y no eres la modelo? ¡Dios, Dios!, ¿por qué tanta duda?… ¿Dónde he visto tu cara, muchachita?

El rostro de Martxel me espanta. Ama se lo lleva a la silla y él parece que la deja hacer, pero se revuelve y dice: «Algo falla aquí», y ama le dice: «No, no…», sin conseguir sentarle. Martxel se desprende de ella y baja al jardín golpeando su puño derecho, una y otra vez, contra su otra mano abierta, y murmurando: «Debería ser limpio y no lo es. Ese rostro, ese rostro…».

Somos como hojas zarandeadas en el suelo por el viento de octubre: tan pronto en una dirección, tan pronto en otra. ¡Es para volverse loco! Y, en medio, Martxel. Florita espera a que mire hacia nosotros para besarme en la boca y decir:

—¡Jaso, contigo soy la mujer más feliz del mundo!

Ama no acude en mi ayuda. ¿En qué piensa?

—Amaya —dice ama.

Las personas nunca deberían mirarse como se miran ama y Florita, dejándome a mí fuera.

—Amaya —dice ama.

—¡Es Fiorita, no Amaya! —digo.

A pesar de que ama está de perfil, sin volver la cabeza me dirige una mirada feroz y dice:

—¡Por Dios, Jaso, no es momento de bromas!

—¡Pero es Fiorita, no Amaya! —digo.

—¡Señor, Señor, ayúdame con estos dos hijos! —dice ama cubriéndose la cara con las manos.

Martxel no aparta sus ojos de Florita y de mí, y sé lo que oiré inmediatamente:

—Mi queridísimo Jaso, deseo ponerme a la altura de tu amor —dice Florita brindándoselo a Martxel.

—¡No nos vuelvas más locos a todos, dile que eres Fiorita! —digo.

Su cuerpo se mueve y se me corta la respiración cuando siento su peso sobre mis rodillas. Es imposible que ama no lo haya visto, pero no hace nada. El sucio abrazo de Florita aplasta mi cara contra su pecho, de modo que su voz apenas me llega cuando dice:

—Amaya sabrá hacer realidad tu sueño.

Noto los estremecimientos de su cuerpo, y cuando alza mi cara para darme un beso, caen sobre mi frente algunas lágrimas suyas.

—¡Soy feliz, feliz, feliz…!

Es su voz. Quiero hablarle, pero cubre mi boca con sus labios. Por el rabillo del ojo veo que Martxel sigue en las gradas, mirándonos.

—¿Quién eres?, ¿Fiorita o Amaya? ¿Quién es Fiorita? —dice.

—No me conozco con otro nombre que Amaya —dice Florita.

—Haré averiguaciones en tu casa —dice Martxel.

—¡No, por Dios, qué tontería, qué insulto a esa familia! —dice ama.

No tengo la menor duda de que quien se sienta en mis rodillas es Florita. ¿Quién otra va a ser?

—Martxel, estás ciego si no ves que esta boda está pidiendo mucha prisa —dice ama. Por fin, desmonta de un empellón a Florita de mis rodillas en un momento en que Martxel no mira. Y aún creo que añade: «Martxel no volverá a dejar esta casa», pero no estoy seguro, pues la voz ha sonado en sordina y, además, en ese tono duro, impropio de ella, que únicamente emplea contra aita, y ello me revelaría que está sufriendo mucho… ¿Qué te pasa, ama?… Ahora coge la campanilla de plata de la mesa y la hace sonar. El comportamiento de Martxel es tan distinto al suyo que ha de estar sucediéndole algo terrible; recorre el porche como un mono enjaulado y a la propia Fiorita le he oído: «¿Habremos perdido para siempre al maravilloso Martxel de antes?». ¿O no se lo he oído?… Aparece un criado y ama le ordena que corra a llamar a don Eulogio. «¡Que venga sin excusas!», le remacha. El criado, que no es joven, parte con tal celeridad que tropieza y cae dos veces en el jardín.

—Esta maldición que persigue a los vascos me obligará a escribir un nuevo drama —dice Martxel.

Le alcanzo y le grito al oído:

—¡Oiarzena! ¡Oiarzena!

No le hace mella.

—¡Oiarzena! ¡Oiarzena! —repito, acercándome más. Me mira sin detenerse—. ¿Has olvidado nuestras túnicas, y a Adolfo, y a Fabi? ¿No echas de menos a tu hermanita Fabi? ¿Y a Florita bailando desnuda en Oiarzena, no en cualquier sitio sino en Oiarzena? ¿Y al otro Jaso que veía por tus ojos? —En lo más profundo de mí le estoy pidiendo perdón desesperadamente.

Martxel corta de pronto sus recorridos por el porche, entra en casa, cruza el hall y sube las escaleras. El aliento de Florita choca contra mi cara:

—De ésta sí que nos casamos, amor.

—¡Ama, por todos los santos, tú sabes que esta mujer no es Amaya! —digo.

—¡Tonterías! —dice ama.

—¡Tímido, tímido hasta la muerte! —dice Florita persiguiéndome con sus labios.

—¡Ama, por Dios, no finjas que no ves lo que hace esta mujer en tu propia casa! —digo.

—Me ha llamado mujer… ¡ya es algo! —dice Florita.

—¿Por qué no dejáis de fingir ahora que no os ve Martxel? Comprendo que queráis protegerle, yo mismo lo hice…, pero si el mundo se ha vuelto loco, alguien debe pagar por ello —digo.

—Nunca más os perderé a Martxel y a ti, Jaso —dice ama, y me encuentro en sus brazos y estrechado contra su pecho. Pienso: «Ama». Oigo los pasos de Martxel bajando las escaleras y pisa el hall cargado con el gran cuadro. Llega al porche, lo apoya en el suelo y en la mesa, atrae a Florita tomándola de un brazo y aproxima su cara a la cara del cuadro y examina el resultado.

—Son iguales, no hay duda —dice—. Pero ¿podríamos jurar que es la única igual?

—¡Quiero tener el cuadro en mi casa porque ésa soy yo! —dice Florita.

—Despójala del disfraz, Martxel, y descubrirás a la tramposa —digo.

—¡Tonterías! —dice ama—, ¿Qué te pasa, Jaso?

—Aurken me pidió en matrimonio —dice Florita.

—¡Imposible! —dice ama.

—Bueno, hablaría con mis aitas cuando yo tuviera la edad —dice Florita.

—Eso ya es otra cosa —dice ama—. ¡El cuadro le parecía poco para empaparse de nuestra alma!

La miro y me dice: «¿Por qué me miras así, Jaso?». Pienso: «Ama». Sufre. Entre unos y otros le hacemos la vida imposible. Aparenta tranquilidad, pero creo que se va a morir. «¡A vuestros trabajos!», la oigo de pronto, dirigiéndose a las cabezas de la servidumbre que asoman por una esquina y otra de la casa. Digo a ama: «No te importe que luego lo corran por ahí, no hiere el que quiere sino el que puede». Acaricia mi pelo y dice: «Tú y yo somos uno, mi pequeño Jaso…».

—¿Cómo librarnos de la duda? —dice Martxel.

—No desperdiciemos esta ocasión de ser plenamente felices —dice ama.

—Estas dos caras tendrían que hablar un mismo lenguaje y no lo hacen —dice Martxel—. La de tela me habla de un pasado inmarchitable, y no me trae recuerdos. La de carne me habla de un tiempo próximo y sí me trae recuerdos… ¡pero no sé qué recuerdos!

—¡Sigue el rastro de estos recuerdos y te llevarán a Oiarzena! —digo.

—¡Tonterías! —dice ama.

Me mira y me amonesta con movimientos de cabeza. Pienso con dolor: «Ama». Estoy seguro de que Fiorita no es Amaya, aunque ama dice que sí lo es. Florita es más que igual a la neskita del cuadro, es ella misma, pero la neskita del cuadro no pudo existir sin Florita u otra como ella, y si fue Fiorita la modelo es imposible que fuera ella y sí Amaya.

—Amaya —dice Martxel.

—¿Qué? —dice Florita.

—O tu engaño no duerme o desde la cuna fuiste Amaya. Si dudo no es por temor a condenarme, pues no hay culpa en ceder la elección a la sabiduría de la veleta del tejado. Si dudo es por no traicionar el mensaje de un hombre noble o la inspiración de un artista… ¿Puede existir algo profundo sin raíces? —dice Martxel.

—Jaso, ¿escuchas a tu hermano? —dice ama—. ¡Qué orador! Quizá los vascos hayamos confiado en exceso en nuestra carga de verdad, despreciando la palabra que la explique. Gracias a Martxel todos nos entenderán… Haré que el Partido lo lleve al parlamento y, en sus ratos libres, que escriba teatro.

Lo más seguro es que Fiorita no sea Amaya. Estoy alerta y ella sabe que ahora no me agarrará tan fácilmente para sus besuqueos y ya no lo intenta.

—¿Has dicho algo, Martxel? —dice ama. Lo único que hace Martxel es mover los labios con la mirada en el techo—. Si nos hablaras más, llegaríamos hasta las raíces de tu pensamiento… ¡Don Eulogio!

Ahí entra el cura en el jardín, sostenido por nuestro criado de polainas rojas y por su bastón. Don Eulogio tiene más de noventa años. Ama sale a su encuentro y le dice:

—Gracias por venir tan pronto.

—Para preparar una boda no era preciso sacarme de casa con esta prisa —dice don Eulogio.

—Nada de preparativos de boda sino de boda —dice ama.

Florita da un salto y cae en el mismo sitio. ¿Es el primer paso de uno de sus bailes desvergonzados? Pero no hay más saltos. Y habrá pensado que para un solo salto no merecía la pena desnudarse.

Entre los tres, ama, el bastón y el criado, consiguen que don Eulogio suba las gradas. Lo instalan en la más cómoda de las tumbonas. Ama le sirve limonada en un vaso que acaba de traer una criada, y don Eulogio lo toma y va a beber, pero nos ve a Martxel y a mí y se queda con el vaso en el aire. Supongo que también ha visto a Florita y el cuadro.

—¿Qué hacen aquí tus hijos, Cristina? —dice don Eulogio.

—Esta es su casa —dice ama.

—Entonces es que ya están cuerdos, gracias a Dios —dice don Eulogio.

—Yo soy la novia —dice Florita.

—¿Quién eres tú? —dice don Eulogio.

—Amaya —dice Florita.

—¿De quién eres? —dice don Eulogio.

—Es la elegida de Aurken. Ella es la de este cuadro —dice ama.

Ahora sí que don Eulogio se fija en el cuadro. Dice:

—Este cuadro ya lo tengo visto.

—Yo se lo enseñé. Pero no a la modelo —dice ama.

—¿La modelo?, ¿la que buscaron tantos años tus hijos? —dice don Eulogio.

—Aquí la tiene usted. Por fin, la encontramos. Es una vasca irreprochable —dice ama.

Don Eulogio se incorpora mínimamente para examinar mejor a Florita y después el cuadro que le ha acercado Martxel a una indicación de ama. Dice:

—Vaya, vaya…

—Soy el amor de Jaso, su novia, su futura esposa —dice Fiorita. No me extrañaría que fuese Amaya.

—¿Novia de Jaso?… No me gustan estas bromas, Cristina —dice don Eulogio.

—El novio es mi pequeño Jaso, don Eulogio. Estaba escrito, era el destino —dice ama dándome un beso.

—¡Pero si él…! ¡Si siempre ha sido un santo, Cristina…, demasiado santo! —dice don Eulogio.

—Es un insulto viniendo de un cura. Jaso, no lo permitas —dice Florita.

—Sé que usted cree en milagros —dice ama como si no la hubiera oído.

—¡Pero no en éste! —dice don Eulogio.

—El amor cambia a las personas. Amaya y Jaso se quieren —dice ama.

—¿Eh? —digo.

—El quererse es lo de menos. ¿Está de acuerdo la otra familia? ¿Y las dotes, las casas, las vacas? Habéis ido muy deprisa y hay que dejarlo todo negociado antes de empezar con las amonestaciones —dice don Eulogio.

Ama quita de la mano de don Eulogio el vaso del que no ha tomado un solo sorbo, lo deposita en la mesa, mueve una silla y se sienta frente a él.

—Escúcheme bien, padre: quiero una boda ahora mismo. No estoy loca. Usted lo puede hacer, pues lo que en realidad quiero es… un prólogo de esa boda, un ensayo, algo así como un compromiso ante notario. ¿Lo entiende, don Eulogio? —dice ama.

—Yo no soy notario —dice don Eulogio.

—Usted es notario de Dios —dice ama—. Lo único que faltará en ese acto será el sacramento, pero para el novio y la novia será un compromiso ante el mundo y ante sí mismos del que nunca se atreverán a renegar ante Dios… Y, ahora, escúchame, Martxel: ¿crees que si Amaya no fuera la modelo aceptaría casarse con Jaso tan de sopetón? ¡Amaya siente que ha vivido un largo noviazgo que acaba con el encuentro con Jaso! ¡Siempre se sintió de nuestra familia! Escucha y recuerda, hijo, recuerda: el cuadro de Aurken era nuestro sueño, pero Amaya es el despertar a la realidad vasca.

—Cristina, sospecho que intentas enredarme para salirte con la tuya… ¿Quién es el novio?, ¿Jaso o Martxel? —dice don Eulogio.

—Mi novio es éste —dice Florita colgándose de mi brazo. Ama está segura de que es Amaya. El rostro de Martxel se ilumina, va hasta Amaya, la toma por los hombros y la mira intensamente. «¡Dios mío! ¡Dios mío!», murmura. Ni siquiera Martxel está ya conmigo. De modo que es Amaya a quien tengo al lado. Yo estaba en un error. Es Amaya. Florita habrá de salir de mi memoria, como ha salido de la de ama y de la de Martxel. Que no se me olvide: es Amaya.

—¡Andrea! —dice de pronto Martxel. El rostro de ama se pone blanco—. ¡Vendrá Andrea y serán dos las parejas que celebremos juntas los prólogos de las bodas, y luego también las bodas!

«¿Qué te pasa, ama?». Siento mareos, el porche y cuanto hay en él me da vueltas. «¿Estás bien, Jaso?», me pregunta Amaya. Si ama acepta la propuesta de Martxel es que Andrea Altube aún no se ha casado.

—Perderíamos mucho tiempo entre dimes y diretes a la familia, y a don Eulogio le abromaría el doble esfuerzo —dice ama—. ¿No te parece, Martxel, que lo tuyo es mejor dejarlo para otro día?

Parece dar por supuesto que Andrea sigue soltera. Arrecian mis mareos. Martxel se encoge de hombros y dice:

—Pero sí que nos casaremos el mismo día, seguramente la semana próxima.

¿Por qué no he de hacer yo una prueba como la hizo Martxel?

—Amaya —digo.

La mujer que cuelga de mi brazo responde al punto:

—¿Qué, cariño?

Y sigue repitiendo «¿Qué, cariño?» hasta que se convence de que no voy a contestarle. Ahora miro hacia otro lado y digo:

—Florita.

La mujer que cuelga de mi brazo ni habla ni se mueve.

—¡Vamos, vamos! —dice ama, empujándonos a Amaya y a mí—. Acabemos para que el paciente don Eulogio pueda retirarse a descansar.

Amaya y yo estamos ante don Eulogio, que nos mira huraño.

—Abre bien los ojos, Martxel, no pierdas un solo detalle —dice ama.

—Siempre supimos que harían buena pareja, ¿verdad? —dice Martxel.

Don Eulogio extrae de sus pulmones un suspiro tibio e intenta levantarse, pero ama le detiene, diciendo:

—Puede hacerlo sentado, don Eulogio.

—Creo que esto no lo aprobaría el Papa —dice don Eulogio—. Tú me dirás lo que he de hacer, Cristina.

—¿Qué pregunta el sacerdote en una boda? —dice ama—. Hable poco y ahórrese nombres y apellidos, para acabar antes. Sé que usted tiene prisa.

—La cuestión no está en la prisa sino en lo que se reirán en el pueblo cuando se enteren —dice don Eulogio.

—Puede que esto no sea una boda seria, pero sí es un contrato serio, y me asombra que un comprensivo hombre de Dios como usted no ayude a una madre que intenta salvar a sus hijos —dice ama.

Don Eulogio carraspea, saca su misal del bolsillo y lo abre por cualquier página. Dice:

—Están aquí este hombre y esta mujer para contraer santo matrimonio… inminente. Jaso, ¿quieres casarte de modo inminente con Amaya?

—¡Es lo más ingenioso que se le ha ocurrido a una abuela! —dice Amaya apretando los dientes.

Ama se inclina sobre mi oído. «Esta vez sólo es un juego, Jaso. Lo comprendes, ¿verdad?», me susurra. Y se me queda mirando. «¿Lo comprendes?», insiste. Asiento con la cabeza.

—¿Qué te pasa, Jaso? —dice Amaya.

Me lo tenía que haber preguntado ama y no ella. Nos está robando hasta las palabras. Aunque llevo mucho tiempo sin mirar a la neskita del cuadro, de tanto en tanto toco con la punta de un dedo el relieve de la pintura para comprobar si está allí, si existe. Y sí está y sí existe. Y no es justo. Porque todo iba muy bien mientras sólo hablábamos de ella. No es que yo traicionara a Martxel con el pensamiento cuando él y yo salíamos a nuestras excursiones de búsqueda, pues sí que quería encontrarla. Juro que sí. Pero Martxel tenía sus planes con ella y conmigo. Don Eulogio me pregunta: «Jaso, ¿quieres casarte con Amaya?». Las novias no se ríen al casarse y Amaya está reprimiendo su risa y, además, acaba de susurrar entre explosiones: «¡Qué gran broma, qué gran bromaza!». Siento un cosquilleo en mi oreja y es el soplo de las palabras de ama: «Hazlo por Martxel, para tenerlo en esta casa para siempre. Sólo es un juego, Jaso».

—Sí —digo a don Eulogio.

—Y tú, Amaya, ¿quieres casarte con Josafat? —dice don Eulogio.

—¡Es lo que más deseo en mi vida! —dice Amaya.

—¡Limítate a decir sí o no! —gruñe don Eulogio.

—¡Sí! —dice Amaya.

—Pues os declararé marido y mujer a los ojos de Dios de modo inminente —dice don Eulogio—. Confío en que esto jamás llegue a oídos del Papa.

—La bendición —dice ama.

—¿Bendición también, Cristina? Pero con la izquierda —dice don Eulogio, agitando con desgana su mano izquierda y devolviendo el misal a su bolsillo.

Los brazos de Amaya se enroscan a mi cuello y me asfixia con un beso en la boca. Alguien me libra de ella y es ama: «¡Estás en mi casa, niña!», y viene Martxel y besa a Amaya en las mejillas y le dice que «haberte encontrado es lo mejor que nos ha ocurrido a Jaso y a todos», y nunca lo he visto tan feliz, y ama me dice con gestos: «¿Ves qué fácil era hacer feliz a tu hermano?», y Amaya dice: «El cuadro debe ser devuelto a su sitio, donde ha estado siempre alimentando a Jaso», y lo levanta de un lado y me dice: «¿Me ayudas, querido esposo?, y miro a ama y me dice que sí con la cabeza, y entre Amaya y yo levantamos el cuadro del suelo. Es ella quien me dirige. Pero aún no hemos salido del porche cuando acerco mi rostro al de ama y le susurro al oído: «¿Estás segura de que es Amaya?», y ella asiente varias veces con la cabeza y creo observar en sus ojos una tristeza infinita cuando la oigo: «Mi pequeño Jaso, mi pobre niño…». Traspasamos Amaya y yo el umbral de casa y pisamos el primer peldaño de las escaleras, y suena a mi espalda la voz de ama: «¡Señor, Señor!, ¿para qué están los criados?», y entonces descubro^ a un enjambre de ellos mirándonos desde el fondo del hall. Ama acaba de comprender que subir este pesado cuadro por las escaleras es un trabajo, y da una orden, pero Martxel dice: «No, ellos son los indicados», y Amaya y yo seguimos subiendo a duras penas, dejando caer el cuadro sobre cada peldaño. «Es como una ascensión a los cielos», dice ama con arrobo. «¿Te peso, Jaso?», dice Amaya. «¡Estás cargando conmigo! Yo estoy emocionada, ¿y tú?». He dejado de ver a ama y la echo de menos. El rostro de Amaya es una gran sonrisa. Ahora avanzamos hacia mi cuarto por el pasillo desierto. «La boca te tiembla, esposo mío, y deseo que sea por mí», dice Amaya. ¡Cómo echo de menos a Ama! Llegamos ante mi puerta cerrada y pienso que Amaya o yo la tendríamos que abrir, para lo que habrá que apoyar el cuadro en el suelo y librar alguna mano, y entonces será el momento de salvarme de no sé qué. Pero Amaya se las arregla para accionar el picaporte, digamos, con media mano, manteniendo la otra media en el cuadro. Termina de abrir la puerta con un golpe de cadera. «¿Te ocurre algo, esposo mío?», la oigo. Ahora estamos dejando el cuadro sobre mi cama. «¡Uff!», dice Amaya. «¿Eres feliz? ¿Te ocurre algo, esposo mío?».

Me aparto de la cama y doy un paso hacia la puerta. «Falta colgado», dice Amaya. Me he detenido. El fuerte clavo continúa en la pared. Amaya se sienta en la cama para soltarse las cintas rojas de sus zapatillas y quedar en medias blancas, y se pone en pie sobre la cama y me mira desde lo alto. «Sube, Jaso, no puedo hacerlo sola», dice. ¿Por qué no ha venido Ama? Necesito preguntarle si debo colgar el cuadro. No sé por qué ahora estoy subiendo a la cama. «Los zapatos», dice Amaya. Me los quito. Estoy de pie sobre la cama. Amaya coge el cuadro de un lado y yo del otro. Mis pies se hunden en el colchón y supongo que también los de Amaya. «¡Arriba!», oigo. Desde hace rato sólo miro a la Amaya del cuadro, prefiero no saber que hay otra Amaya semejante y viva. Además, si miro a la Amaya del cuadro también veo a Ama. Empleamos no menos de diez intentos en colgar el cuadro del clavo. Ahí está, y cuando Amaya apoya la parte baja de su espalda en la cabecera de la cama y la parte alta en el cuadro, su cabeza y hombros y el resto de su figura son una prolongación de la Amaya de arriba. «Mírame, Jaso… ¡Ah, perfecto, me estás mirando en el cuadro! Pues, ahora, baja lentamente la mirada… Por favor… ¿Qué te pasa, Jaso? ¿Te niegas a contemplar el gran milagro que esperaste toda la vida?». Sin mover ninguna otra parte de su cuerpo, acerca una mano a mi cara y me la lleva hacia abajo y me obliga a mirar a la Amaya viva, y la mano me abandona y ahora compone con el resto del cuerpo una postura idéntica a la de la Amaya del cuadro, y así permanece un siglo o un minuto, y de pronto la de abajo cobra movimiento. «Cree en lo que estás viendo, Jaso. Tu amor del cuadro ya es de carne», oigo. Los brazos de Amaya vienen hacia mí. Si Ama se está preguntando qué hacemos aquí arriba, no sé por qué no sube corriendo. Amaya empieza a desprenderse de todas las prendas de su traje de neskita, con sencillez, como un hecho natural más de esta habitación que para mí no tenía secretos hasta ahora. Amaya se queda desnuda. La expresión de Florita tiene una nueva seriedad profunda, no como cuando se desnuda ante mí en Oiarzena con sonrisa y mirada demoníacas. Tampoco sigue una danza pecaminosa por todo el cuarto, ni siquiera sobre la cama. «Jaso, no apartas tus ojos de mi cuerpo, ¡qué vergüenza!», dice Amaya. Ha de ser ella, pues Florita jamás hablaría así ni dejaría de danzar. Como tampoco miraría yo así la carne de Florita. «Estoy muy orgullosa de ti, amor mío, lo estás haciendo muy bien», dice Amaya. Entra por el balcón abierto tal torrente de luz que arrastra mis ojos hasta este cuerpo vertical y desnudo. La puerta también está abierta y oigo pasos en el pasillo. «¡Jaso!». Si los pasos hubieran sido de Ama…, pero no, la voz ha sido de Martxel. «¡Jaso!». Martxel mataba tigres en Ceilán y aita mataba leones en África. Yo cazaba con aita. Tengo ahí enfrente ese cuerpo vertical y desnudo, lleno de luz, y aita lo sabe. Y Martxel sabe igualmente que ahí tengo ese cuerpo vertical y desnudo lleno de luz. Yo nunca cacé con Martxel tigres en Ceilán, aunque no es razón para que ahora se presente a comprobar mi comportamiento. Aita fue testigo de los muchos leones que maté con los magníficos rifles fabricados especialmente para nosotros en su fábrica de Éibar. Martxel no me ha visto matar ningún tigre. Aita no está aquí. Martxel sí está aquí. Aita confía en mí. Por el contrario, Martxel quiere ver lo que pasa en este cuarto. Salto al suelo y corro a la puerta. No sólo la cierro de golpe sino que echo el pestillo, justo en el momento en que llega ama. «¡Jaso, Jaso, Jaso!». Tengo cuarenta y ocho años. ¿Sabe la bruja que ya tengo cuarenta y ocho años? ¡Que ella y Martxel se vayan a la porra! Mis pasos hacia la cama son lentos, pero firmes, mientras me voy quitando la ropa. Llego a la cama y estoy seguro de que me quitaré las últimas prendas. De que me las arrancaré con brutalidad, pues las primeras yacen desgarradas por el suelo. «¡Aita y Jaso, una misma fuerza selvática! Como tú querías, ¿eh, Aita?». Dice Amaya: «Mi enamorado Jaso viene, por fin, a mí, a la novia más rendida del mundo». «¡Abrid la puerta!», oigo a Martxel, forcejeando con el picaporte. «¡Que abran, por Dios, que abran!», oigo a la bruja. Al subir a la cama no voy al encuentro del cuadro de Aurken sino al encuentro de Aita y de aquellas cartas bárbaras que me enviaba Martxel desde Ceilán. ¡Tengo ya cuarenta y ocho años! «¡Jaso, abre esta puerta! ¡Fiorita, ábrela, ábrela y acaba con esto!», oigo a Martxel. «¡Mi pobre Jaso! ¡La puerta, Fiorita, la puerta, obedece inmediatamente a tu abuela!», oigo a la bruja. Estoy encima de la cama, y de pie, como esta mujer que no sé quién es. Y estoy desnudo. Siento frío, y de pronto quedo paralizado. «Ven», dice la desconocida tomando mis manos. Me arrastra hasta quedar los dos tendidos, cara frente a cara y pecho frente a pecho. Su suave aliento choca contra mis ojos. «¡Abrid la puerta, abridla, abridla!», dice Martxel. Mis ojos han resistido abiertos el aliento de la mujer desnuda. Se mueve lentamente, como si temiera hacer el menor ruido. Rodea mi cuello la carne tibia de sus brazos. Martxel aporrea la puerta. «¡Jaso, ama te llama!», dice. La casa tiembla con sus mamporros. Nada ni nadie consigue que yo cierre los ojos. La mano de la mujer está moviéndose a centímetros de mi cara. «¿Te has quedado ciego? Creo que no ves nada de lo que tienes delante. Creo que ni siquiera me ves a mí, querido Jaso». Martxel sigue aporreando la puerta. ¡Qué poca fe tuvo siempre en mí! «¡Hijo, mi pequeño Jaso, sal de ahí y ven con tu ama!», dice la bruja. Rodea mis caderas la carne tibia de sus muslos. Ahora es todo el cuerpazo deMartxel el que golpea una y otra vez la puerta para derribarla. «Estoy asustada, temo no estar nunca a la altura de un amor como el tuyo, Jaso. Sin embargo, soy la elegida del destino. ¡Qué conmovedor ese gran sueño! ¿Cómo ponerme a la altura de tu sueño?». Los dedos ardientes se apoderan de mí. Mis ojos siguen abiertos, no tengo a nadie enfrente. «Parece que bastó mi ferviente deseo de hacerte feliz para ser la elegida. Encarnar el sueño de alguien… ¡qué dulce carga!». Las suaves y tibias olas del mar llegan a mis orillas. Estalla el rojo, me hundo en un mar rojo. «¿Qué te pasa, Jaso?». El único color que me envuelve es el rojo. «Bueno», oigo a mi lado: un suspiro y, sobre todo, un aliento, otra frontera de piel anunciando otro cuerpo desnudo. «¡Ven, Ama! ¡Ven, Ama!». «¿Qué dices, Jaso?». Golpeo con manos, pies y rodillas el cuerpo aborrecible. «¡Traición! ¡Traición!». Dice la voz: «Soy Amaya». «¡No tienes nombre, eres menos que una muerta!». «¡Soy Amaya, la modelo! ¡Créeme, Jaso! ¿Por qué este…? ¿Adónde vas? ¡Ponte algo encima!».

—¡Ven, Ama! ¡Ama! ¡Ama!

Ese cuerpo presente en los funerales es el de mi hermano. En las últimas horas, ama se ha dirigido a mí infinidad de veces llamándome Martxel entre lágrimas y abrazos. Es explicable su confusión, y no es el momento de aclarársela. En vida de mi hermano jamás advertí lo mucho que se iba pareciendo a mí, y cuando ahora miro al que yace en esa caja es como verme a mí mismo. No pude impedir que saltara del balcón como un poseído y huyera a través del jardín. Con sus vigorosos músculos mi hermano había logrado derribar estruendosamente la puerta e irrumpir como un huracán. Llegó al pie de la cama con el rostro desencajado. «¿Qué ha ocurrido aquí?», preguntó. La modelo de Aurken y yo estábamos desnudos y abrazados. «¡Lo habéis ensuciado! ¿Cómo os atrevisteis a profanar el encuentro anhelado por todos nosotros, a profanaros a vosotros mismos?». Mi hermano se puso a medir el cuarto a grandes zancadas, mesándose los cabellos. Ah, fue muy penoso verle así. En pleno arrebato, regresó a la cama y extendió furiosamente el brazo señalándonos el cuadro. «¡Y consumasteis la profanación a los pies de la neskita! ¡Malditos!». Se cubrió la cara con las manos y sollozó como un niño. ¡El poderoso Martxel! Ama permanecía en el umbral, sin atreverse a entrar. «¡Malditos, malditos, malditos!», gritaba Martxel. Luego lanzó un gemido inenarrable, que me produjo escalofríos, y fue en ese momento cuando se precipitó al balcón, de él saltó al jardín y no paró de correr hasta La Galea, aunque entonces no lo sabíamos, ni tampoco que nunca lo volveríamos a ver vivo. Simplemente, el pobre no lo había podido resistir. Todos lo tuvimos siempre por más fuerte que yo, más duro, más hombre para enfrentarse a los problemas del mundo. A su regreso de Ceilán lo contemplé envuelto en la aureola inquietante de aquellas cartas atroces que me escribía, cuando empezó a escandalizarnos a todos, a mí, a la familia, a Getxo, desnudando groseramente y en su totalidad su musculoso cuerpo tostado, volviendo del revés nuestra moral… ¿Por qué me cuesta tan sobrehumano esfuerzo expresarme así? ¿De quién es la voz que se impone en mi interior? Cuando mi alma se serene lo intentaré averiguar… ¿Quién iba a imaginar que un coloso como él no lo resistiría? Se arrojó desde lo alto de La Galea y no hay culpables. Esto debe quedar muy claro: no hay culpables. Si yo lo resistí, con más razón pudo él haberlo resistido. El resto del mundo es inocente. Yo soy inocente. ¡Y el cielo sabe que aceptaría cualquier culpabilidad con tal de devolverle la vida! Siempre le permitimos conservar toda su fuerza, dureza y valor. Jamás intentamos cambiarle, debilitarle en algún grado para poder mirarle de igual a igual y sentirlo más cerca. Le ayudamos a conservar, íntegras, sus magníficas cualidades, como si alguno de nosotros, o yo mismo, sospechara la terrible prueba que le reservaba el destino y que, aun así, le venció. Aunque, puestos a buscar un culpable, ¿por qué no él mismo? Era tozudo su propósito de casarme con la modelo de Aurken en cuanto la encontráramos. La chica se hizo ilusiones y no recuerdo a través de qué bromas acabamos ella y yo en mi cama. Y luego resulta que fue él quien no lo resistió. Al parecer, habíamos medido mal sus fuerzas, incluido él mismo. ¿Y si la unión carnal la hubiéramos realizado en otro lugar que no fuera bajo el cuadro sagrado? Quizá no le estaríamos llorando ahora, pero ¡quién sabe! La verdad es que algún día me parecerán pamplinas. Ha sobrevivido el más débil de los dos hermanos y, en consecuencia, no hay que buscar responsables. Nadie es culpable de que Martxel se suicidara arrojándose a las peñas. ¿Está claro? Nadie. Apiné sus intenciones, salté de la cama y luego del balcón por el que él acababa de huir, sin recordar que yo estaba desnudo. Corrí tras él por la carretera…, «¡detente, detente!»…, sin alcanzarlo, los doscientos metros se mantuvieron hasta el final, hasta el último salto y su caída. Había gente y pedí que lo detuvieran. Nos cruzamos con mucha gente, sobre todo en la Plaza en fiestas frente a La Venta. Reían, supongo que al ver a los hijos de la marquesa persiguiéndose uno a otro y uno de ellos desnudo. Pero de esto me daría cuenta al concluir todo, ni siquiera cuando me arrodillé al borde del precipicio y alguien vino y me echó encima una toalla grande. Descubrí a Martxel en las peñas del fondo, con los sesos fuera. Luego llegó el juez y ordenó el levantamiento del cadáver, que subieron dos vecinos por el camino de cabras de la ladera. Una boina bien calada retenía sus sesos. Se corrió la voz y callaron la música y el bullicio. Me adelanté a todos en el regreso a casa. En la puerta del jardín estaba ama con el rostro deshecho y un grupo de sirvientes detrás de ella. «No me mientas, Martxel: ¿qué ha sido de Jaso?», me preguntó. Cambió nuestros nombres, de alterada que estaba. Ni se fijó en la toalla que ceñía mi cintura como única prenda. En el porche seguía sentado don Eulogio. Los mismos dos hombres que habían transportado a mi hermano lo entraron en casa bajo una sábana, y me encargué de que ama no la alzara. Nadie cerró las puertas de hierro de la carretera, pero allí fuera quedó la gente que nos había seguido como en un entierro. Ama consiguió cruzar el jardín porque yo sostenía su cuerpo tembloroso. «¡Mi pobre Jaso! ¡Nunca hubo un santo como él! ¡Es injusto que haya tenido que morir un inocente! ¡Jaso, mi pequeño Jaso!». Levanté los ojos al balcón de mi dormitorio: alguien lo había cerrado. «Su cama está preparada. Es como si el cielo me hubiese anunciado que mi niño la necesitaría muy pronto», gimió ama. Don Eulogio se puso en pie al ver pasar el cuerpo y exclamó: «Y ahora, ¿qué pasa?». Una sirvienta lo calló con un gesto lloroso. Los dos hombres que cargaban con Martxel volvieron la cabeza. «Arriba, arriba…», les apremié. Ama no estaba para organizar las cosas y yo intenté sustituirla, aunque fue la servidumbre quien se encargó de todo y, como eran chicas de aldea, lo hicieron al modo vasco, instalando el cadáver en mi cuarto y en mi cama, ya hecha, según gimiera ama, y sin rastro de mis obscenidades con la maldita modelo… Bien, era natural que lo acostaran en mi cuarto y en mi cama, pues mi hermano había empezado a morirse aquí, aquí contempló lo que él había provocado y luego no pudo resistir. Él lo dispuso, yo sólo me plegué a sus deseos. Soy, pues, inocente… Martxel quedó tendido en el centro exacto de la cama, con una almohada bajo su cabeza y las manos juntas sobre el pecho, como en oración. Pero, antes, se había producido la confusión de las criadas con la ropa que sacaron del armario y con la que se dispusieron a vestirle, siendo yo el que la necesitaba. La cuestión no era cambiarle de ropa, quitarle la que llevaba y ponerle otra, más oscura, casi negra, a tono con la ocasión. No. Cuando les pregunté qué se proponían, me respondieron como tontas: «Vestirle». Les grité: «¡Ya está vestido, yo soy el que está desnudo!». Eran tontas o el momento las ponía así. «La señora nos ha ordenado que vistamos al señorito Josafat», coreó, llorando, el manojito de cofias. Alguien se apoyó en mi brazo, me sacó al pasillo y cerró la puerta. Era ama. No lo habría conseguido sin apoyarse en mi brazo. Su cara era un charco de lágrimas. «Son demasiadas cosas, hijo, como quiera que te llames. Ya pensaré en ello mañana, si vivo», sollozó, sin mirarme, con voz tan débil que hube de acercar mi oído a su boca. «No te preocupes, ama, tú y yo saldremos adelante. Los vascos somos fuertes», le dije. «A estas alturas ya no sé si soy vasca o india», musitó ella con palabras sin aire.

Más tarde, la casa empezó a llenarse de gente, y, de repente, Fabiola me abrazó con histerismo y así la tuve mucho tiempo, oyéndola como un disco rayado: «¡Yo he sido la culpable de todo!». Fabiola es mi hermana, sin duda. Pero, a pesar de ser mi hermana, apenas recuerdo nada de ella. Lo más exacto sería decir que apenas sé nada de ella. Sin embargo, algo me advierte que en Fabiola hay cosas que yo tendría que saber. Me falta ánimo para enfrentarme ahora a un dilema de este tipo, dejémoslo en que quizá se trate de rebuscar en la memoria. «No existen ni uno ni varios culpables. Todos somos inocentes. Ni siquiera nuestro hermano pudo imaginar las consecuencias finales de su juego», le aseguré. Ella se apartó para mirarme mejor. «¿Juego?, ¿él?», exclamó con desconcierto.

Vayamos por partes: yo había recogido a Fabiola en el porche, vestida con una sábana blanca, sin otra prenda encima que esa sábana blanca. Tardé en decirle: «Lo hemos puesto en el dormitorio». Pero, ya en el piso, al recorrer el pasillo, ella habría pasado de largo ante mi dormitorio y hube de detenerla y hacer que pasara al interior, que estaba ensombrecido por los cortinones del balcón, los colgantes crespones negros y cuatro candelabros como árboles custodiando la cama, encendidos. Figuras en sombras bisbiseaban un rosario dirigido por un sacerdote joven, que más tarde supe que se llamaba don Bonifacio y llevaba dos años de coadjutor en San Baskardo. ¿Cómo no lo conocía yo? Don Eulogio había abandonado la casa. En el umbral del dormitorio, con la puerta abierta y a la luz del pasillo, durante unos segundos los ojos de Fabiola se clavaron en mí, me aislaron, y estoy seguro de que el duelo dejó de existir para ella. «Te quiero, Martxel», pronunció en un tono que se me antojó desesperado, escrutando con tal ahínco en mi rostro que me dejó helado. «No esperaba menos de ti, hermana, pero él está ahí. Sólo lleva horas muerto, a lo mejor unas palabras tan hermosas aún puede recogerlas de algún modo», le propuse. «No he dicho "Te quiero, Jaso" sino "Te quiero, Martxel"», añadió ella, y no supe qué pensar del apasionado estudio que sus ojos hacían de mi cara. «Querido Martxel», insistió. Dije: «Hay poca luz», y ella, de nuevo: «Querido Martxel». «La verdad es que a mí no me importan ahora los nombres: si a mí me llamas Martxel, a él puedes llamarle Jaso. El que descansa ahí lo comprenderá. Con esta luz se distinguen mal las caras», dije, señalándole la cama e incluso empujándola. No intentó desprenderse de mí, simplemente se detuvo a los dos pasos y fue como querer mover una peña. «No importa. Siempre me tendrás a tu lado. ¡Me hiciste en un tiempo tanto bien…! Te aseguro que no importa», me envió intensamente. Ama se le acercó sin haberla reconocido. «¡Hija mía!», exclamó al punto y se abrazaron estrechamente… Hija mía, hija mía. ¿Se trataba de que yo tenía que saber algo o únicamente recordarlo?… Tanto a una como a otra las sentí a diferentes distancias y las vi en diferentes claridades. En un principio supuse que la sábana de Fabiola hablaba de una precipitación por salir de donde fuera, de su habitación o de la casa donde vivía, al enterarse de la tragedia, aunque mi encuentro con ella en el porche significó que no salió de ninguna habitación de mi casa. Circunstancia lógica no tratándose de mi hermana, o de una hermana casada, y no tengo noticia de que Fabiola se haya casado. Lo que conducía a la posibilidad de que no fuéramos hermanos…, a no ser por esos imposibles vestigios que siento circular por mis venas.

La casa sigue llena de pasos de gente que es guiada arriba por los criados. Andrea. Andrea. Le habrá llegado la terrible noticia. Se estará muriendo por venir a verle, pero no lo hará. Pisar esta casa sería como pregonar su relación secreta. Puede entrar todo el mundo, excepto quien más derecho tiene, no se prohíbe el paso a ninguno de los fantoches que rezan arriba. Andrea. Andrea. Pienso en ella intensamente, un buen comienzo que aprobaría Martxel. La abandonó y me pide que yo no la abandone. Está anocheciendo y conozco los pasos que ahora oigo. Aita invade el salón como una ola rota. «¿Qué?, ¿qué?, ¿qué?», ronca, y me levanto y agarra mis brazos y avanza el rostro para verme bien. «¡Martxel!… ¡Ah, tenía que ser Jaso!». Otro que delira. Llora, sin soltarme. Lo tengo demasiado cerca. Soportaría mejor este momento si no me llegara, del interior de sus ropas, las emanaciones de sudor ácido que siempre fue lo más recordable de él.

En los tres días no ha cesado el desfile de visitantes. Ocasionalmente, les lanzo una ojeada. Conozco a pocos: por uno de Getxo hay diez de fuera. En general, los de Getxo saludan a ama y los de fuera a aita. Es la propia ama la que rehúye a los que saludan a aita, que es gente de Neguri, de Bilbao, de Madrid, que llega en grandes cochazos exhibiendo sus grandes fortunas extraídas de la pérdida de nuestra identidad vasca. Es cruel obligar a ama a soportarlos, y más en tan terrible ocasión. ¿Sobrevivirás, ama? Yo solo, sin Martxel, trataré de sostenerla.

Bueno, y ese cuerpo presente en la misa funeral en San Baskardo es el de Martxel. El decrépito don Eulogio se deja la vida en honor de ama oficiando la misa, no sin ser sostenido por dos monaguillos. Ahora dirige la palabra a la iglesia repleta y alaba a mi hermano muerto y lo llama Josafat, error explicable por su edad.

Estamos en el cementerio. Vamos a enterrar a Martxel. No he pensado: «Van a enterrar a Martxel», sino «Vamos a enterrar a Martxel». A un tiro de piedra está el acantilado de La Galea, por el que se arrojó. Si lo hizo es que lo tenía que hacer. Tomó su decisión. Si yo siempre me alimenté de la fuerza de Martxel, ¿por qué él no resistió aquello y yo sí? En el féretro que ahora unos hombres bajan al panteón, va Martxel. Nos llegan martillazos del interior. De pronto, ama pide verlo por última vez y los hombres retroceden con su carga, la apoyan en los bordes de piedra de la entrada y levantan la tapa. Ama se arrodilla para besar el rostro de cera de Martxel. Yo me centro en los martillazos que salen del panteón. Dos mujeres recogen a ama y la incorporan. Los hombres tapan el féretro y desaparecen con él por la boca negra. Cuando les sigo, ama gime: «¿Adónde vas, hijo?». La caja con Martxel está en el suelo y dos velas alumbran el recinto. Los hombres esperan a que otro, con martillo y cincel, acabe de grabar en la piedra, bajo el nicho abierto, el nombre y apellidos de Martxel. «¿Le han dicho lo que debe poner?», pregunto al hombre, quien mete la mano en un bolsillo del pantalón de su buzo y saca algo. Hay un solo trazo vertical en la piedra. Tanto puede ser el comienzo de una J como el de una M. El hombre tiene en la mano un papelucho arrugado. Se lo cojo. Escrita a lápiz hay una línea de tres palabras seguidas de dos números: «Josafat Baskardo Oiaindia 1882-1930». Rompo el papel en pedacitos. El hombre y yo esperamos a que el féretro sea introducido en el nicho y condenado con una pared de ladrillos. Los hombres acaban su trabajo y me miran, pero como yo también les miro, se marchan. Quedo a solas con el hombre del martillo y el cincel. «Sube ya, Martxel, por Dios», oigo a ama. «Marchaos, me quedo un rato», le digo. «No está bien», dice ama. «Ya no importa lo que está mal ni lo que está bien», digo. «No debo dejarte, hijo. ¿Quién me asegura que no harás algo espantoso para no salir nunca de ahí?», dice ama. «No abandonaría a Andrea a su suerte», digo. La oigo gemir «¡Dios mío!» y deja de insistir y sus pasos y los de todos se alejan. «Pásame tu martillo y tu cincel», ordeno al hombre. Me los entrega. «Puedes marcharte». «Me encargaron un trabajo», dice. «Yo me encargaré de tu trabajo», digo. «¿Sabe usted tallar la piedra?», me pregunta. «Ningún pueblo ha tallado la piedra durante tantos milenios como el vasco», digo. «Los gallegos tampoco somos mancos», me sonríe. No aguanta mi mirada y se vuelve para marcharse, pero se detiene antes de poner su alpargata en el primer peldaño. «Cobrarás dos veces, pasa por mi casa», digo. «Más que el dinero, me preocupa cómo lo haga usted», gruñe. Vuelve la cabeza y añade: «Soy bueno en mi oficio. Si usted lo hace mal, nunca más me encargarán nada». Le digo o le grito: «¿Cómo voy a hacer una chapuza con el nombre de mi propio hermano muerto?». El hombre llega a lo alto de la escalera, se detiene y dice: «Le dejo tallado un trazo de la jota, siga usted con la misma profundidad y estilo». Desaparece. Acerco una vela al primer trazo vertical de la m. «Gracias a Dios que estoy yo para arreglar la confusión de los que me rodean».

Ha transcurrido demasiado tiempo, es hora de pensar en la felicidad de Andrea. Y en la de Martxel. Estoy frente a la escuela, esperándola, como otras veces con Martxel. Y me siento desnudo, ya no está él conmigo. Tengo miedo de acercarme a Andrea solo. ¿Qué haré ante ella? Recordaré las palabras que le dirigía Martxel, su insistencia en que yo también le hablara. «A ver si hoy te atreves a decirle algo, aunque sea una palabra de saludo», me pedía. ¡Sería humillante ponerme rojo como un tomate y quedar mudo, como de costumbre! Pero confío en Martxel, sé que hará que lo sienta a mi lado. Sabe que no busco a Andrea para mí sino para él. Creyendo esto me atreveré a abrir la boca y pronunciar la primera palabra. He estado varios domingos esperándola inútilmente en el cañaveral, por eso ahora estoy aquí.

Ya sale el pequeño rebaño. Los primeros en pisar el patio del recreo son los chicos. Abren la puertecilla de madera de la calle y siguen corriendo por la acera en que yo me encuentro. Los que me pasan por uno y otro lado, me miran, y se alejan volviendo la cabeza y riéndose. Ahora, las niñas. Me fijo en los rostros de todas, más bien de las más altas. ¡Esa es! Me acerco y huye. «¡Andrea, Andrea!», la llamo y la sigo. «¡Soy Jaso, pero es como si fuera Martxel! ¡Necesito hablar contigo! ¡Me envía Martxel!». Corre tanto que no le doy alcance, y eso que arrastra de la mano a un pequeño, seguramente su hermanito.

Es el día siguiente. Salen los chicos y luego las chicas. Esta vez, al descubrir a Andrea, no voy hacia ella. Me limito a mirarla, y sólo pronuncio su nombre cuando me rebasa y veo su espalda alejarse. Le susurro «Andrea», y elevo la voz a medida que la espalda se aleja más. ¡Si Martxel pudiera ver esa carita tan preciosa! «La estoy viendo», me dice. Le pregunto qué hago. «Ella espera que la llames. No te desconcierte el juego de chiquilla que se trae. Y cuida de no darle excusas para simular que le asustas», me dice Martxel. «Andrea, Andrea…», susurro con miedo. Suenan risas entre la chiquillería. Me pongo en marcha tras Andrea, sin voces fuertes ni aspavientos, sin acortar la distancia que nos separa. «No la pierdas de vista, síguela hasta Altubena, que los Altube se vayan acostumbrando a ti», dice Martxel. Pienso que si me acerco un poco no se asustará, y aprieto el paso. Andrea echa a correr. «¡Por favor, por favor!», le pido. Ya estamos corriendo los dos, y hay más niños y niñas corriendo junto a Andrea. Minutos después la han dejado sola con su hermanito. Y entonces empieza a gritar. Debe saber que no quiero hacerla daño e intento acercarme, pero mi carrera no puede competir con la suya. «¡Por favor, soy tu amigo, somos tus amigos!». «Va a ser difícil, Martxel», le digo hoy frente a la escuela. Se abre la puerta del edificio y sale la maestra. Cruza el patio y abre la puertecita de la calle y llega hasta un metro de mí. «No está bien esperar la salida de las niñas para asustarlas», me dice. «Mi intención no es hacer daño a Andrea ni a ninguna. Sólo quiero hablarle, pero ella huye como si yo fuera el demonio», me quejo. La maestra es una muchacha de poco más de veinte años, alta y con el pelo levemente rojizo. Seguramente es éste su primer año de maestra, lo que no impide que tome su cargo muy en serio, es como si defendiera a sus alumnas de una fiera. «¿Cómo no va a huir despavorida de un desconocido que corre tras ella? Sólo es una niña», me dice. Y repite: «Sólo es una niña». Nos miramos. Daría cualquier cosa por que sus dulces ojos me creyeran. «Si no nos deja en paz, le denunciaré a los guardias como corruptor de menores», me dice. «¿Corruptor de menores? Usted no comprende: Andrea y Martxel…», le digo. «En mi escuela no hay ninguna Andrea», me asegura secamente. «¡La he visto, salía de aquí! ¿Cómo me va a negar lo que yo he visto?», exclamo. «Usted se llama Martxel, Moisés, ¿verdad?», pregunta con un parpadeo. «Yo soy Josafat, Moisés es mi hermano, y él y Andrea…», le estoy diciendo cuando me corta: «Bueno, bueno…, debe irse ahora mismo. He retrasado la salida de la clase hasta que usted se vaya». «Señorita, ¿por qué no me deja explicarle que Andrea y Martxel…?». No puedo acabar, me da la espalda y empuja la puerta de madera y me llega su ultimátum: «¡Márchese!», con una dureza impropia de unos ojos tan dulces. Transcurre un rato y no se abre la puerta de la escuela. Espero. Por fin se abre, pero no salen alumnos ni la maestra, sino un hombre. Lo reconozco: es don Manuel. Le hablo con el patio de por medio: «Confío en que usted me comprenda. No deseo más que cambiar unas palabras con Andrea. Sólo eso». Don Manuel cruza el patio y ahora lo tengo en la acera, frente a mí. «La señorita Mercedes le acaba de advertir lo que haremos si no se retira. ¿Se va a retirar?». Es la pregunta más tonta que se me puede hacer. «Necesito urgentemente hablar con Andrea. Sólo eso. ¿Es tan horrible? Está en juego la felicidad de Martxel», le confieso con mi mejor disposición. Don Manuel me contempla largamente, advierto en él menos acritud que en la maestra. Respira profundamente. «No veo otra salida que hablarle con claridad, es decir, con dureza. Más exactamente, sin tapujos. ¿Está usted en condiciones de resistirlo? Creo que no hay otro modo de romper con la pesadilla diaria de su presencia aquí. La seguridad de nuestros alumnos es más importante que… que… Escuche: ¿cómo le llamo, Moisés o Josafat?», me pregunta confusamente. «Martxel murió, ¿no lo sabe? Yo soy Josafat», le notifico y aclaro. Su pecho sube y baja dos o cuatro veces, un número par, antes de proseguir: «De acuerdo, como usted desee…, Josafat». Me mira en silencio no menos de un minuto. «Aquello…, aquello ocurrió hace más de veinticinco años», me dice, deteniéndose en cada palabra. De pronto, agarra mis solapas y repite sin ningún dominio sobre sí mismo: «¡Aquello ocurrió hace más de veinticinco años!». Se rehace, suelta mi ropa y añade con más calma: «La señorita Mercedes no da clase a ninguna Andrea. Hay una niña que se le parece, de nombre María Antonia, como hace pocos años hubo otra que también se le parecía, Koleta. Ninguna de las dos es Altube de primer apellido sino de segundo, hijas de aquella Andrea de hace veinticinco años a la que usted, Moisés o Josafat o demonios, trató. La que usted ha visto estos días es María Antonia, no Andrea. Usted y yo estamos en 1930 y no en 1904». Y añade aún: «Perdóneme». No me ha ofendido, sé que no ha querido tocarme, don Manuel no es así. Tampoco me ha ofendido de palabra. La incomprensible excitación que le hace comportarse como no quisiera también le obliga a pronunciar tantos desvaríos. Le veo agotado y se lo tengo que decir: «No se preocupe, don Manuel, ya he olvidado lo que usted me ha hecho y dicho». Me lanza rápidamente: «Pero no quiero que olvide mis palabras». «Ya no sé ni qué decían», le aseguro. Él mueve la cabeza. «Pienso que no me asiste ningún derecho… Creí que su presencia ante la escuela era razón suficiente para…». «Si usted sintió necesidad de cogerme por las solapas, me parece bien. No se atormente más por ello», le digo. Saca el pañuelo del bolsillo de su chaqueta y se seca los labios. «No me preocupan sus solapas», murmura. «¿Qué le preocupa, pues?». Me mira tan fijamente que sospecho desearía no mirarme. Me pregunta sin ilusión si sus palabras me han sumido en alguna duda. Ignoro a qué se refiere. Sé que no ha sido una pregunta gratuita, que hay algo que necesita saber de mí, don Manuel es persona seria. «Usted no me ha agredido de ninguna manera, ni siquiera despertándome dudas. ¿Qué dudas?». Mueve otra vez la cabeza. Es él quien parece tener dudas. Le veo tan incómodo que le tranquilizo: «De acuerdo, no vendré más a la escuela a esperar a Andrea». «¿Quiere decir que la esperará en otro sitio?», explota con una leve elevación de la voz. Le explico que me es imposible aclarárselo al cien por cien, que es el amor de Martxel quien debe ingeniarse otras soluciones para estar con ella. Sin embargo, me atrevo a adelantarle: «Andrea ha de recorrer el paseo del Ángel a su regreso a Altubena. No es un mal sitio para esperarla…». «Es una niña y la seguirá asustando», insiste. Y repite: «¡Es una niña!». «Es Andrea», le recuerdo pacientemente. Se vuelve y se aleja tres pasos, pero regresa al punto con la mirada encendida y me imagino que agarrará otra vez mis solapas, pero no. «A ver si se le mete esto en la cabeza: ¡ella ya no es de Altubena sino de Torretxea! ¡Aquello ocurrió hace más de veinticinco años! ¿No puede comprenderlo bajo alguno de sus dos nombres, Martxel o Jaso?», casi vocifera.

Llego a casa con cara, cuello y espalda molidos a golpes. Ama me toca y no sabe qué hacer conmigo y por fin me conduce a los lavabos. Con toallas húmedas me limpia la sangre de la cara, y me acuesta. Ninguna pregunta. Lo único que quiere saber es «¿Te duele?, ¿te duele?». Y sale del dormitorio. Ahora regresa con un plato de sopa humeante.

Los primeros días la esperaba sentado al borde del paseo del Ángel y la veía llegar con su hermanito y alguna amiga, o sola con su hermanito, y, al descubrirme, pasaba como un rayo por delante de mí, y yo me levantaba y la seguía, sólo llamándola, sin esperanza de alcanzarla. Luego se me ocurrió esconderme detrás de unos arbustos y salir cuando llegaba a mi altura y empezar la carrera a un tiempo y sin ventajas, y me era posible tenerla más tiempo al alcance de mi voz para convencerla de que no quería hacerle daño, nombrarle a Martxel y preguntarle si se acordaba de él. Todo iba bien, yo con muchas esperanzas de amigarme con Andrea, cuando hoy, nada más salir de los arbustos, aparece un hombrón y me ataca con dos porras. «¡Cabrón de la hostia, vicioso, abusón de menores, sinvergüenza, yo te quitaré las ganas de perseguir a mi hija!». No habló más porque estaba demasiado ocupado arreándome golpes que me doblaban: lo que creí porras eran sus propios puños. Yo le decía que se equivocaba, que me empujaban a Andrea las mejores intenciones. Inútil. Fui su saco de golpes hasta que se cansó. Tirado en el suelo, le oí: «Si te vuelvo a ver en las mismas, en vez de manos traeré una estaca, por muy hijo de marquesa que seas. Y, si tienes cojones, vete a denunciarme a los guardias: soy Anselmo Delatorre de Torretxea». Me levantó y me puso en la carretera en dirección a casa. «Camina derecho y no te perderás». No veía nada con los ojos hinchados. Eché a andar. A mi espalda oí las risas de quienes lo vieron todo desde la puerta de La Venta sin mover un dedo.

Ama se sienta en la cama y con una cuchara me da la sopa.