Durante un año el escándalo se redujo a la túnica. No es que para Getxo fuera cosa menor, porque, además, no se trató de una sola túnica, sino de tres: Moisés, Fabiola y Josafat apareciendo ocasionalmente en el pueblo como fantasmas blancos. Por añadidura, pronto empezó a rumorearse que habían sido vistos desnudos en la playa, no a los tres, sólo a dos, y quien no se despojaba de la túnica era siempre el mismo, lo que introducía una esperanza de redención en la desvergüenza del grupo. Pero, especialmente, fueron los desnudamientos en su propio hogar los que elevaron el escándalo a la categoría de absoluta transgresión.
Con todo, se entendía que la responsabilidad aún era exclusiva de la marquesa, por el convencimiento de que ella se bastaría para ponerle remedio. En diciembre de 1911 la situación no sólo no se había solucionado sino que en el palacio surgió un nuevo habitante depravado, aquella Julieta recogida por Moisés de un burdel de Bilbao, una mujer de unos treinta años, alta y flaca, muy pintarrajeada y con movimientos de gacela. Se supo por la servidumbre que a ella nunca la vieron desnuda, circunstancia que hizo aún más sospechosa su malignidad. Cristina acudió enseguida a pedir consejo a don Eulogio. «¡Échalos a todos de casa!», le propondría el párroco. «¿Y si se me van? ¡Son mis hijos!». Y don Eulogio: «Una buena cristiana como tú debe dar ejemplo a mi feligresía, no puede consentir una Sodoma en su propio hogar. ¿Qué les pasa a tus hijos?, ¿qué locura les ha entrado?, ¿con qué maldición de Satanás ha regresado Moisés de su viaje?». «Hábleles usted, padre».
Don Eulogio se presentó en los primeros días de aquel año en el caserón y Cristina lo encerró en el salón antes de que se le cruzara algún desnudo, y buscó a sus hijos y los bajó con sus túnicas puestas. No quiso asistir al enfrentamiento, aunque no dejó de pasear ante la puerta cerrada. Don Eulogio salió en menos de un cuarto de hora con el rostro incandescente. «¡Son carne de infierno sin salvación!», repitió varias veces al cruzar el hall a grandes zancadas, a pesar de su edad. «¡Tampoco le escuchan a usted…!», desfalleció Cristina, acaso dudando por primera vez en su vida del poder de Dios.
Getxo carecía de precedentes para poder clasificar el episodio. Finalmente, Cristina hubo de asumir el duro consejo de don Eulogio, pero asegurándose de que los disolutos no se quedaran a vivir en las cercanías, incluso en una tienda de campaña en el jardín. Resolvería sepultarlos en el otro extremo del país, fuera de las miradas de la gente, en un bosque o algo parecido. Realizaría un recuento de casas, caseríos, cuevas y bosques de su propiedad. Al parecer, localizó un único caserío sin inquilinos, no tan remoto como deseara. Oiarzena se alzaba como una reliquia en la frontera de Getxo. Su estado actual de caserío lo tenían algunos por el último del proceso evolutivo de milenios vivido por los 48 emplazamientos primitivos de la leyenda en la que, naturalmente, era imposible creer. El apellido Oiarzun, pues, procedía de uno de esos 48 hipotéticos Fundadores. En el último cuarto del siglo pasado, Oiarzena había sido adquirido por Garduroz Oiaindia, padre de Cristina, de un dueño que ya no era Oiarzun. En 1912 llevaba ya más de cincuenta años vacío, y Cristina se había desvivido por restituir en él a su primer propietario, el de aquellos Orígenes, que no sería el que constara en documentos de notarías o juzgados sino el descendiente directo del viejo tronco Oian. Aún no lo había encontrado. Así llegó el año en que lo necesitó. Habría tardado más tiempo en decidirse a recluir a sus hijos en Oiarzena, pero un acontecimiento lo precipitó: el embarazo de Fabiola, anunciado por la propia hija con la mayor naturalidad. «¡No es posible!», exclamaría Cristina. «Sí es posible, porque mi hijo no es de mi marido», sonreiría Fabiola, fortalecida por el último Moisés hasta límites no imaginados poco antes. El traslado se hizo de noche en un carro tirado por un caballo silencioso, con un parco ajuar —lógico, en quienes se conformaban con sábanas—, los tres hermanos desgajados de la familia y el pegote de Julieta.
Un trimestre después, para don Eulogio no había cambiado nada o muy poco. Sí que a los de Oiarzena apenas se les veía por los barrios de Getxo, pero frecuentaban la playa como antes. Presionó a Cristina para que los despachara más lejos y, al no convencerla, parece ser que se produjo un atisbo de ruptura, confirmada por aquella invasión del caserío por los cuatro agentes municipales dirigidos personalmente por don Eulogio. Era pleno verano y no sólo encontraron abiertas puertas y ventanas, sino a sus habitantes soleándose desnudos —excepto Josafat— en la huerta. Don Eulogio había tomado aquella cruzada tan a pecho que exigió del alcalde todas las medidas, incluidas la violencia y el destierro, para erradicar de Getxo aquella lacra. La postura del alcalde fue ambigua: ni encabezó la represión ni se desligó de ella: no sólo era Cristina de su propio Partido sino un poder econòmico y político por encima del suyo. Recomendó a don Eulogio que formulara una denuncia en comisaría y, bajo cuerda, le proporcionó los cuatro agentes.
Los límites de Oiarzena los marcaba un muro hasta el pecho de piedras sueltas, medio derruido —que los inquilinos no habían recompuesto ni lo pensaban hacer—, y en él una abertura que, tres meses antes, aún conservaba los restos de una puerta de troncos, que ellos arrancaron del todo, dejando el paso libre a amigos y a enemigos. Al no necesitar recurrir a la conminación para entrar, el cura y los agentes quedaron un tanto confusos. No llegaron a la puerta igualmente abierta de la vivienda —donde hubieran experimentado el mismo contratiempo—, pues a la mitad del sendero entre huertas fueron detenidos abruptamente por la visión de los cuerpos desnudos tendidos en camas de yerba seca. «¡Sodoma y Gomorra!», profirió don Eulogio. Añadiendo: «¡Vestíos, pecadores!». Ni él ni los guardias sabían hacia dónde mirar; exactamente, sabían hacia dónde no mirar. «¡Vestíos, preparaos para viajar!». Dicen que Moisés se incorporó para sentarse. «¿Adónde vamos?», preguntó. En su precipitación por sanear Getxo, don Eulogio no había ultimado una estrategia definitiva; parece que, de momento, los pensaba enterrar en alguna institución benéfica, incluso en un manicomio. Exclamó: «¡Os sacaremos de Getxo, nos mancháis estando aquí!». «¿Con qué derecho?, ¿a quién se le ha ocurrido algo tan tonto?», preguntó Moisés. «¡A Dios!», bramó don Eulogio. «No hacemos daño a nadie», expuso Fabiola. «¡Sí, a mí y a Dios!», tembló el cura.
Era la ropa, su falta, la razón de que los agentes aún no se hubieran acercado a ellos ni don Eulogio hubiera dado la orden de apresamiento: eran demasiado dos mujeres tan desnudas que incluso estaban haciendo pecar a los propios rayos del sol que las acariciaban. «¿Por qué no charlamos?», propuso Fabiola. «¿Charlar?», se asombró don Eulogio. «Dentro de esto hay una filosofía», dijo Moisés. «¿Filosofía?», gruñó don Eulogio. «Desde que nacimos, usted nos habló en casa y en su iglesia de su religión, y es justo que ahora se siente un rato a escuchar la nuestra», dijo Fabiola. «¡Yo sólo escucho a los pecadores en confesión!». Pero no se decidía a dar la orden. Los cuatro de Oiarzena comprendieron que los visitantes no se sobrepondrían a los desnudos que sólo habían visto a medias. El reto para don Eulogio se redujo finalmente a componer una retirada honrosa. «¡Las ropas se han hecho para algo, puñetas!», arrastró penosamente. Más que un último gesto fue el primero de su retirada.
En los dos años siguientes nadie perturbó a la tribu de Oiarzena, si no se tienen en cuenta los sermones de don Eulogio desde el pùlpito, y aun éstos dejaban mucho que desear: eran nebulosos, había que leerlos entre líneas, estar al corriente del escándalo para interpretarlos. Es que, por un lado, don Eulogio se sentía en la obligación de alertar a su feligresía, aunque, por otro, era consciente del peligro de una denuncia insistente, que impediría un deseable olvido o, al menos, adormecimiento; la propia tribu contribuía con su existencia pacífica y, en general, retirada.
En 1914 se produjo otro ataque a los de Oiarzena, esta vez del Partido Nacionalista Vasco. Fue, pues, todo un movimiento político. La agrupación de San Baskardo del Partido aprobó, por unanimidad, la urgencia de una intervención. Las agrupaciones de Algorta, Neguri y Las Arenas secundaron la propuesta. Elevada a los burukides del Bizkaia Buru Baltzar, la aprobaron. Y la suprema instancia del Euskadi Buru Baltzar preguntó por qué se había demorado tanto la extirpación de una vergüenza semejante.
El Partido llevó a cabo estas gestiones internas a espaldas de Cristina Oiaindia, aprovechando una larga gripe suya. La comisión de cuatro personas que se presentó en Oiarzena confiaba en el frío, en que no encontrarían a los pecadores desnudos sino cubiertos con sábanas o, preferiblemente, mantas. Integraban esa comisión un abogado, un médico, un pescador y un bedel del Ayuntamiento. No tuvieron necesidad de llamar a la puerta —cerrada, era febrero—: Alguien la abrió cuando aún se encontraban a cien pasos y salió y les hizo señas para que se acercaran. La reconocieron: era Fabiola, la hija menor de Cristina. «El invierno no es particularmente crudo, ¿verdad? Pronto, antes de que llegue, ya estaremos pensando en la primavera», la oyeron. (Con el tiempo, don Manuel llegaría a conocer el desarrollo del encuentro). Los visitantes no perdían de vista las ondulaciones de la manta que vestía. «Buenos días, pasábamos por aquí…», tartamudearon. Entraron y Fabiola cerró la puerta a sus espaldas. Ardía un buen fuego en la cocina baja. Cuando los visitantes se habituaron a la semioscuridad se asombraron del crecimiento de la tribu. Getxo había sabido, meses atrás, de la marcha de Julieta de Oiarzena, pronto compensada con la llegada de Dominga, la sustituía. También que Fabiola había dado a luz una niña, a la que los visitantes vieron en una cuna rudimentaria junto al fuego. Descubrieron igualmente a Moisés y a Josafat. Lo que les colmó de asombro y de indignación fue la presencia de otra, Rafaela, y sobre todo de Adolfo, instalados allí hacía apenas dos semanas. Adolfo, un varón, introducía un matiz aún más perverso en aquella promiscuidad. «Dos putas y un maricón para el Baskardo», pensaron los visitantes, sobreentendiendo que se referían a Moisés, en ningún caso a Josafat, de cuya pureza sexual, o lo que fuera, pocos dejaban de poner la mano en el fuego, no así con la hermana, madre de aquella hija del pecado sobre sus espaldas. El bondadoso Dios había dispuesto que todos ellos se cubrieran con mantas. Cuando les invitaron a sentarse, los cuatro lo hicieron en el mismo banco, en uno de los largos de la gran mesa. Fabiola sacó una jarra y cuatro vasos y les sirvió leche de cabra.
—La leche es para las mujeres y los niños —gruñó el pescador.
Fabiola se encogió de hombros sin dejar de sonreír. Aquel ataque a los hábitos de la tribu no estaba en el programa, brotó del desasosiego que sentían. Más que no mirar a Dominga, a Rafaela y a Adolfo, los ignoraron. Eligieron por únicos interlocutores a Moisés, a Josafat y a Fabiola.
—Ya que pasaban por aquí y ya que nosotros les hemos obligado a entrar, podrían aprovechar la ocasión para soltar el gato que llevan dentro —les propuso Moisés.
El y sus hermanos se habían sentado frente a los cuatro, con la mesa de por medio. Moisés indicó con un gesto a Dominga, a Rafaela y a Adolfo que se sentaran y lo hicieron en sendas banquetas. El abogado se arrancó cuando el silencio resultó más duro que las palabras.
—Representamos al Partido —dijo.
—¿Qué partido? —preguntó Fabiola.
Los visitantes se miraron.
—El Partido de su… —empezó el pescador, pero el médico le cortó secamente:
—¿Cuánto va a durar esto?
—¿El qué? —preguntó Fabiola.
El médico lanzó miradas fulminantes a Dominga, a Rafaela y a Adolfo.
—De ningún modo permitiremos que escándalos de esta naturaleza persistan en el mismo corazón de nuestra comunidad —dijo el abogado.
—Si nos cuentan de una vez de qué partido son y a qué escándalos se refieren, quizá nosotros empecemos a entender algo —dijo Moisés.
—¡Esto nunca se había visto entre los vascos! —estalló el pescador.
—Va a despertar a mi sobrinita —dijo Moisés.
—¡No se tiene noticia ni de algo parecido! —secundó el bedel.
La pequeña Flora se puso a berrear y Fabiola se levantó para tomarla en brazos y callarla.
—A saber lo que será de esa pobre criatura si sigue viviendo aquí —gruñó el pescador.
—No tiene usted ningún derecho a decir eso —le recriminó Fabiola.
—¿Prefieren agua en vez de leche? —preguntó Moisés.
El médico dijo:
—Esto es muy desagradable para todos, pero nuestra presencia aquí se tenía que producir tarde o temprano y ustedes lo tendrán que comprender… El Partido les ruega que abandonen sus costumbres o se vayan con ellas a donde les permitan practicarlas.
—Es sencillamente increíble —suspiró Fabiola.
—¿Qué costumbres? —preguntó Moisés.
—¡Ni los gitanos! —exclamó el pescador.
—¡Ni los gitanos! —repitió el bedel.
—¿Quiénes son este hombre y estas dos mujeres? —preguntó el abogado—. No son de la familia.
—Son nuestros amigos —respondió Fabiola.
—Correspondería a Moisés haberlo dicho —expuso el abogado—. Y sospecho que utilizar el calificativo de amigos insulta a este calificativo. Y ahí radica el escándalo.
—Andan por ahí desnudos como carramarros en muda —dijo el pescador.
Los cuatro miraban a Moisés.
—Escándalo y sonado —dijo el médico.
—Deben entenderlo así —dijo el abogado.
—El Partido pondrá remedio, no lo duden —añadió el médico.
—Mi madre está de acuerdo con ustedes, puesto que les ha enviado… —dijo Fabiola.
—Doña Cristina lo entenderá —dijo el médico.
—¿No lo sabe?, ¿no sabe que están ustedes aquí? —exclamó Fabiola—. ¿Y si aparece de pronto?
Los cuatro se miraron con alarma.
—¿Suele venir? —preguntó el abogado.
—Nunca. Tranquilos —dijo Moisés.
—¿Por qué se lo han ocultado? —preguntó Fabiola.
—Bueno…, le iba a resultar más violento. Se armaría más ruido en el pueblo… En su día, nos agradecerá el habernos movido a sus espaldas —dijo el abogado.
Los de Oiarzena estaban pasándolo en grande con el continuo cambio de postura de los visitantes, como si el banco les quemara.
—Se trata de la moral de nuestro pueblo. Ustedes también son vascos y lo deben comprender —dijo el médico.
—No hacemos daño a nadie —dijo Fabiola, que ahora daba el pecho a su hijita.
—El daño se produce aunque no salgan de casa, la gente sabe lo que ocurre aquí dentro —dijo el médico.
—¡Pero éstos salen de casa, andan por la playa como Dios los echó al mundo! —exclamó el pescador.
—Los cuerpos son inocentes —dijo Moisés.
—Yo aún estoy por ver desnuda a mi mujer —aseguró el pescador.
—He oído algo de esas filosofías —dijo el médico—. Nunca encajarán en Euskadi. Nuestra religión las rechaza. Los vascos somos diferentes.
—¿Qué van a hacer? Debemos llevamos una respuesta —dijo el abogado.
—Nos gusta vivir así. No nos metemos con su vida, déjennos tranquilos con la nuestra —dijo Moisés.
—Y usted, Josafat, ¿no dice nada? —preguntó el médico.
—¿Eh? —se asombró Josafat.
—Se lo advertimos: el PNV está resuelto a acabar con esta situación —sentenció el abogado.
—¡A acabar como sea! —machacó el bedel.
—Agarrar de los pelos y… ¡eúp!…, de la misma hasta Despeñaperros abajo, —exclamó el pescador.
—¡Qué tontería! —suspiró Fabiola.
—La solución sería una casa solitaria fuera de Euskadi. No entiendo cómo no se le ha ocurrido a doña Cristina —dijo el abogado.
—¡Qué tontería! —volvió a suspirar Fabiola.
Parece que fue en ese momento cuando oyeron las llantas de las ruedas del birlocho golpear las piedras de la estrada. Los visitantes palidecieron. Josafat se levantó, abrió la puerta y asomó la cabeza.
—¡Es la bruja! —anunció.
Los visitantes, al sonar el epíteto —creación de Josafat y que oían por primera vez— no acertaron a reaccionar. ¿Quién les había denunciado a doña Cristina?
—Sólo baja el cochero…, viene hacia aquí… —fue el segundo anuncio de Josafat.
Era el mismo cochero de polainas rojas que regresaría en 1920 a recoger a la nieta de siete años que la abuela deseaba conocer, pero que entonces no se movió del birlocho. El cochero se detuvo en el umbral, con Josafat enfrente.
—Dice la señora que salgan los cuatro que están ahí dentro —dijo el cochero.
Los visitantes salieron del banco y del caserío y siguieron al cochero hasta el birlocho. La única voz que llegó a los de Oiarzena fue la de Cristina. El regreso constituyó una procesión silenciosa de cuatro figuras caminando dócilmente delante del birlocho, el cochero alzando su fusta, no se sabe si contra caballo u hombres, y Cristina, muy tiesa, bajo una gruesa manta de gripe y mascullando palabras, a juzgar por el tembloroso movimiento de sus labios.
Las elecciones locales de noviembre de 1917 reflejaron el resurgimiento del nacionalismo, favorecido por el fracaso de la huelga general de tres meses antes y la ferviente entrega nacionalista en la defensa de la autonomía regional. Para cuando Román Pérez de Angulema mitineó en la Campa del Roble, Cristina Oiaindia ya había tomado sus medidas en el problema Oiarzena, sin conseguir su total solución, aunque sí quitar hierro al escándalo que protagonizaban aquellos impresentables hijos de la Oiaindia —emblema e icono del nacionalismo vasco— que tantos votos podrían restar al Partido. Su maniobra consistió en el intento de comprar al hombre y a las dos mujeres que contaminaban todavía más, si ello era posible, a los ocupantes legítimos de Oiarzena.
Cristina despojó a su cochero de su segunda piel —su uniforme de cochero con aquellas polainas rojas—, lo vistió de calle y le ordenó apostarse veinte horas diarias en las inmediaciones de Oiarzena atento a abordar a cualquiera de los tres —Adolfo, Dominga o Rafaela— o a los tres juntos para ofrecerles 5000 pesetas por cabeza si desaparecían de allí para siempre. El resultado no fue completo. La única ignominia que persistió en Oiarzena fue Adolfo. El fracaso no pudo achacarse a la ruindad de la suma —en aquel tiempo, la cifra constituía una pequeña fortuna—, sino a otra razón, aunque la palabra amor entre Moisés y Adolfo jamás fue aceptada por Getxo, nuestra comunidad no podía entonces digerir una cosa así.
Dominga y Rafaela se marcharon en septiembre, viajando a Bilbao en el tranvía que conducía mi tío Roque, sentadas muy juntas, sus cuatro manos entrelazadas en un único ovillo, y en todo el trayecto no dejaron de mirarse la una a la otra. Lo que hizo sospechar a Cristina que pudo ahorrarse las 10.000 pesetas fueron los besos en la boca que se dieron las dos, según contaron los otros viajeros. Consultado mi tío Roque, se lo confirmó: «Era lo más parecido a un viaje de novios».
De modo que, dos meses después, Cristina llegó a las elecciones con la imagen sólo a medias intacta. La permanencia de Adolfo resultó entonces más escandalosa, sabiéndose lo del tranvía: en Oiarzena se había practicado la homosexualidad a espuertas, y aún seguían en ello Moisés y Adolfo. ¿Hubo, también, heterosexualidad? El pueblo, si bien con terminología más contundente, no lo puso en duda.
Román, el Roto, el yerno y mano derecha de la marquesa, abarrotó la Campa del Roble en su mitin de noviembre. No habló subido a una caja de jabón, como el sindicalista del tío Roque, sino en una buena tribuna montada por el Partido y forrada de ikurriñas. A sus casi cincuenta años, conservaba la prestancia y el aura de héroe exótico con que llegó a Getxo y enamoró a Fabiola. No se le perdonó el que se hubiera casado ya roto hasta que Fabiola no cometió las locuras que desembocaron en su embarazo de Flora y su convivencia en Oiarzena con Moisés y su gentuza. En aquel noviembre de 1917, Román era más Oiaindia que si se hubiera casado con Cristina. Getxo lo había olvidado todo: no sólo el apelativo de «el Roto», sino el maketo de Pérez y el engolado de Angulema, que seguramente era robado. No sería el primer caso de integración en lo vasco, aunque ninguno llegaría a superarle en calado de identificación. ¿Fue sincero? Después de su ingreso oficial en una familia de la aristocracia vasca, de llegar a dirigir la Vasca de Navegación, Astilleros Vascongados, la Compañía del Tranvía Bilbao-Algorta y de pertenecer a los consejos de administración de docenas de empresas vascas, de ser militante encumbrado del Partido Nacionalista Vasco y de concedérsele el privilegio de portar la ikurriña estrella en los Aberri Eguna, resultaba impensable que no sintiera el nacionalismo vasco con tanto furor como el propio Sabino Arana.
Su voz, ridículamente tierna para su corpachón, difundió un discurso sustentado en tres pilares fundamentales. Primero, el rechazo de todo movimiento de izquierdas inspirado en la lucha de clases, dando por hecho que en la sociedad vasca no se daban tales conflictos, provocados por resentidos, pues, siendo todos vascos, todos eran iguales; aludió a la fracasada huelga del reciente agosto, descalificándola por sus peligrosos tintes revolucionarios. Segundo, la utilización política de un proyecto de Hacienda de Madrid de aprobar un impuesto sobre los beneficios extraordinarios generados por la Guerra Europea, proyecto de ley que cortaría las ingentes ganancias de unos industriales vascos insaciables. «¡Violan nuestro Concierto Económico!», clamó Román, subrayando el nuestro con un gran gesto abarcador de todos los presentes: el bonito juego nacionalista de defender los intereses del capital en nombre del pueblo vasco, incluida su mayoría, los trabajadores.
El tercer y más importante pilar de todo el mitin fue la promesa de elevar a las Juntas Generales de Gernika la solicitud de incorporación a los Fueros de una ley que clarificara de una vez —tras siglos de espera— a quién pertenecían las cosas encontradas en la playa, si al que primero las viera o al que pudiera subirlas al pueblo. Al auditorio de la Campa del Roble le recorrió un latigazo por las tuberías de sus huesos.
«¿Por quién votarás tú, por Etxe o por Larreko?», preguntaron desde todos los puntos a Román. Pero les había concedido demasiado y se limitó a besar una ikurriña. En el municipio de Getxo, el PNV obtuvo, proporcionalmente, más votos que en ningún otro.
En febrero del año siguiente fueron las elecciones generales y Román mitineó en el mismo sitio, reiterando su promesa política de machacar a las Juntas hasta que recogieran la ley que nunca llegaba. El triunfo nacionalista fue aún más resonante, copando el Congreso y el Senado. Cristina maniobró dentro del Partido para que Román ocupara la presidencia de la Diputación y así dilatar su campo de influencia.
No pareció, pues, que la mancha negra de Oiarzena hubiera teñido la imagen del PNV. Sin embargo, allí seguía, como una negación de la moral nacionalista. Por suerte, eran pocas las probabilidades de contaminación: aquellos paganos no componían un barrio, ni siquiera una prole numerosa, eran sólo cinco miembros a los que no se veía demasiado por lugares frecuentados, excepto en la playa y en verano, y que, sobre todo, nunca se propusieron catequizar a nadie. Aunque don Eulogio reprimía sus impulsos de fulminarlos semanalmente desde el púlpito, por no reavivar su memoria, Getxo nunca los relegó al olvido. Y la más consciente de que allí estaban era Cristina. Les demostró su repudio resistiéndose durante siete años a conocer a su nieta, aunque después la tuvo en su casa por temporadas, menos por amor —se comentaba— que por rescatarla del mal. Llegaría a inscribirla en las juventudes del PNV.
Pero, en la primavera de 1925, Cristina fue atacada por alguna súbita corajina y emprendió un movimiento un tanto atolondrado, como quien se está ahogando y chapotea a ciegas. A pesar de que nunca había cruzado una palabra con el maestro don Manuel, fue a su encuentro. Me contaría don Manuel que bien pudo entenderse como una toma de contacto para el segundo encuentro que ambos tendrían ocho años después y al que Cristina ya se presentó con las ideas más claras.
En 1925 don Manuel llevaba cinco años de maestro en Algorta. Me contó que una tarde de mansa lluvia de finales de mayo, al descubrir un elegante birlocho negro pasar ante la escuela, cayó en la cuenta de que lo estaba viendo desde hacía rato paseándose a lo largo de la calle. Se olvidó de él hasta que se detuvo enfrente y lo observó desde una ventana por encima del espacio del recreo. Un alumno no pudo callar que era el coche de la marquesa cuando él ya había reconocido a su ocupante. Medio minuto después oía contra el entarimado del pasillo los tacones de la señorita Sorcunde, de sesenta años, que venía a comunicarle que Cristina Oiaindia «andaba atrás y alante como no atreviéndose a entrar». Don Manuel prosiguió con su clase, pero los alumnos se le habían alborotado con la novedad y ya no hubo manera. Faltaba poco para las cinco y los mandó a casa. Las niñas vieron desde sus ventanas la desbandada en el patio y reclamaron los mismos derechos con un murmullo lastimero, y la señorita Sorcunde las mandó también a casa. En la escuela se hizo el silencio. «¿Qué hacemos?», susurró la señorita Sorcunde. «¿Por qué habla tan bajo?», preguntó don Manuel. Estaban en el aula de los chicos, el maestro de pie ordenando su pupitre y la maestra atisbando por los cristales. «Será algo importante», susurró la señorita Sorcunde. «Querrá comprar la escuela con los maestros dentro», dijo don Manuel. «¡Aquí viene!», anunció nerviosamente la señorita Sorcunde. Salió al pasillo y abrió la puerta justo cuando a Cristina le faltaban dos pasos para terminar de cruzar el patio. «Buenas tardes. ¿Está el maestro don Manuel?». La señorita Sorcunde regresó con la pregunta temblándole en los labios y la repitió, pero don Manuel la privó del espectáculo preguntándole si prefería retirarse. La maestra lo hizo sin dejar de mirar atrás.
—Buenas tardes.
—Buenas tardes.
Transcurrían años entre una ocasión y otra de ver de cerca a la marquesa y don Manuel no era una excepción en la comunidad.
—Necesito hablar con usted.
No sólo la tenía más cerca que en ningún momento de sus treinta y dos años, sino que supo cómo era su voz.
—¿Quiere pasar?
Don Manuel se apartó del umbral para dejarle hueco y entonces pensó: «¿Y dónde la meto?», pues la pequeña escuela carecía siquiera de un cuartito para despacho común de los maestros. Buscó una solución digna mientras la precedía por el pasillo. «No se moleste, sólo serán dos minutos», repitió Cristina dos veces por lo menos. La introdujo en su aula, y al levantar su propia silla del pupitre lamentó por primera vez que el Ayuntamiento no hubiera adquirido algo semejante a un sillón. Puso la silla entre el encerado y la primera fila de pupitres.
—Siéntese aquí… Perdóneme.
Salió en busca de otra silla, la de doña Sorcunde, regresó con ella y se sentó a metro y medio frente a Cristina. Tosió dos veces.
—Me trae un problema ingrato de familia, de mi familia. Lo tengo encima desde hace quince años.
—Yo… no sé… Me temo… —empezó don Manuel.
—Espere, espere… No le pido que me lo resuelva sino que me lo explique.
—Es igual. Sólo soy el maestro del pueblo.
Me contó don Manuel que no se habría expresado así de no haber descubierto de pronto, exactamente, cuál era el problema. Y ella se dio cuenta de que lo acababa de saber.
—Mis hijos no lo hacen por maldad, por vengarse de su madre, por dar escándalo gratuito. No. Hay algo más. Los conozco. Soy comprensiva y sé que puedo entender comportamientos muy alejados de la verdad, de mi moral, de la nuestra. Pero esto, esto…
—Lo siento, pero no creo ser la persona indicada. Usted ha de conocer a otros que sepan más que yo de esas cosas, incluso que crean en ellas…, algún estudioso de culturas orientales, de religiones distintas. Quizá algún misionero jesuita… Eso, lo que sea, Moisés nos lo importó de Oriente… Me preocuparé de dar con algún libro, algún experto profesor, de aquí o de fuera, y le pondré en contacto con él…
—No, no, yo no necesito conocer de dónde ha venido esa locura, ni qué es, o qué creen ellos que es. Sólo quiero escuchar de boca de usted por qué ha podido implantarse aquí y por qué, precisamente, han sido mis hijos los que… Se lo quiero escuchar también a ellos. Soy su madre y tengo derecho… No es agradable para una madre contemplar el fracaso de una educación.
—Qué es…, qué creen que es… Bueno, lo practicaron en su propia casa antes de pasar a Oiarzena. Usted lo tuvo ante sus ojos mucho más tiempo que cualquiera de nosotros, que yo… ¿Nunca se lo dijeron?
—Sí, tonterías, desvergüenzas, burlas a su pobre madre.
Don Manuel no paraba sobre su silla, cambiaba de postura a cada intervención, y no porque se sintiera ajeno al problema: justamente por todo lo contrario. Su vinculación no era familiar, pero este falso alejamiento no había impedido que, desde hacía años, le atormentara demasiado aquella libertad que no podía sentir. Se avergonzaba de recurrir él mismo a la cómoda definición de «la libertad de uno termina donde empiezan los derechos de los demás». Pero ¿qué derechos podía esgrimir la comunidad contra la inocente libertad de los de Oiarzena? ¿No viviría Getxo una reproducción de la caza de aquel rebaño incomprendido que Manuel, el chico de las llamas, quiso evitar de modo instintivo? Fui testigo de lo desesperadamente que el adulto y confuso don Manuel buscó refugio en la razón.
—¿Se lo preguntó usted seriamente alguna vez? ¿Les dijo usted: «Nunca habéis tenido secretos para mí? ¿Qué os traéis entre manos?».
Cristina lanzó un interminable suspiro de derrota:
—Es lo que vengo a pedirle a usted que haga.
Don Manuel se estaba imaginando algo así.
—¡Es descabellado! —exclamó—. No los conozco, nunca he hablado con ellos…
—Tampoco usted y yo habíamos hablado hasta hoy —dijo Cristina—, Me he decidido porque sé que siente esta tragedia como yo. Le acabo de oír «nos lo importó», refiriéndose a esa maldición que trajo Martxel.
—De verdad, busque a otros, usted tiene influencias y contactos… Insisto, los jesuitas.
—Hablé con los de Deusto y, sí, se ofrecieron a mediar, a visitarlos en Oiarzena. Pero ¿sabe usted, don Manuel?, mis hijos los verían como me ven a mí, como a enemigos.
—No lo crea, ellos saben hacer bien las cosas…
—No actuarían desde mi punto de vista de madre… ¡Los vi capaces de excomulgarlos! No se me ocurre nadie mejor que usted, no le miento. Reúne las dos condiciones…
—¿Qué dos condiciones? —Don Manuel se puso a la defensiva.
—Le tengo por otro vasco angustiado por el futuro de nuestro pueblo… en general. ¿Se imagina lo que ocurriría si a la gente, primero por curiosidad y luego por contagio, le diera por copiar la manera de vivir de mis hijos? A pesar de que Fabi está casada como Dios manda, su hija no es de su marido… ¡No ponga esa cara, lo sabe todo el pueblo! ¡No lo niegue, toquemos todas las verdades!… Claro que es terrible… Martxel lleva a pelanduscas y a mariquitas… ¡sus gustos son amplios! Y Fabi, ¿con quién se, se… entiende?, ¿con esa cochina, con el mariquita o con su propio hermano? ¡Dios mío!… Y, en medio de tanta suciedad, dos inocentes: Jaso y mi nieta. ¿Qué será de ellos?, ¿qué habrá sido ya de ellos? Yo hago cuanto puedo por la niña, me la llevo, robo horas a su estancia allí, procuro dirigirla por otro camino… Supliqué a mi yerno que la reclamara al juez como padre, pero se negó, está demasiado indignado con sus cuernos, y eso que le dije: «Así verá el pueblo que eres el padre, que todo son habladurías». Me contestó: «Creí que las vascas tenían más resignación cristiana… ¡me bajó los pantalones ante el mundo! Consumatum est». Tenemos que acabar con esto cuanto antes…, pues el problema también es suyo, don Manuel.
Don Manuel observaba el rostro desencajado de aquella mujer de casi setenta años. Pensó: «Agitan la patria ante nuestras narices cuando nos necesitan, bien para sacarles las castañas del fuego o bien para votar».
—¿Cuál es la segunda condición?
—Su neutralidad, a pesar de todo. Sí, a pesar de todo, a pesar de no pertenecer usted al Partido. Le tenemos por un buen vasco, tenemos fe en usted. Estamos convencidos de que siente nuestra causa mejor que muchos del Partido. Sin embargo, en este caso, será neutral. No sé cómo explicárselo… Bueno, creo que es cuestión de calidad humana.
—¿Tanto saben ustedes de mí, o creen saber? En Getxo, todos nos vigilamos unos a otros, yo mismo lo hago, y a veces me pregunto si es una curiosidad inocente. En cualquier caso, una cosa es el chismorreo y otra que una organización haga fichas de la gente, fichas seguramente escritas.
Cristina movió la cabeza.
—Se ha molestado y lo siento… No, no tenemos fichas de ninguna clase, ¡sólo faltaba eso! Me culpo por no hacerme entender… Nos consta que usted es…, a ver…, transparente. Es algo que llega, incluso, a los que nos movemos en otro entorno. Usted es de los maestros incapaces de mentir y engañar a los niños. Sabemos que transmite a sus alumnos lo que usted mismo es… Aunque seré sincera y le confesaré que no dejan de alarmarnos algunas de sus enseñanzas… ¡Otra vez mi torpeza!… No son, precisamente, sus enseñanzas sino la persona que habla en las clases. Son los mismos textos, las mismas lecciones que en las demás escuelas…, pero no la misma persona, no el mismo maestro. Los alumnos se sienten con usted más a gusto que con ningún otro. En cinco años no ha tenido necesidad de enviar una sola nota a ningún padre. Y así como le felicito por esto… y le preguntaría cómo lo consigue…, le diré igualmente que una falta de disciplina y de rigor en sus clases puede hacer alumnos felices…, pero no siempre buenos vascos. Los niños no nacen sabiendo las cosas, ni siquiera nuestras cosas, y hay que enseñárselas. Los niños tienden a seguir sus impulsos primitivos, al desorden. Disciplina. Lágrimas. Si hace falta, vara… Pero no he venido a echarle un sermón sino a pedirle ayuda, pues acaso esa… esa… esa especie de anarquía que usted practica con sus alumnos puede ser útil en casos excepcionales.
—Libertad —pronunció sordamente don Manuel.
Cristina preguntó: «¿Qué ha dicho usted?», y don Manuel agitó una mano ante su propio rostro como apartando humo.
—Presiento que usted lo podría conseguir —prosiguió Cristina—, Hable a mis hijos como a sus alumnos. ¿Hay algo en común entre unos y otros? De ningún modo le estoy acusando de ser un maestro libertino… ¡faltaría más! Sé que está empezando a entenderme, así que no me exija que sea más clara. Usted es la única persona que conozco a la que escucharían mis hijos.
Don Manuel se había puesto en pie y paseaba por el aula con la mirada en el suelo.
—Le pediría más sinceridad —le recriminó con suavidad—. Lo único que le importa es que sus hijos regresen al redil con las orejas gachas. Le importan un comino su nueva fe, sus convicciones actuales, cómo es esa religión, filosofía, moral o lo que sea. Le importa muy poco lo que ellos le cuenten al maestro de escuela…, cuando es lo fundamental para una solución en profundidad y respetuosa por ambas partes. A usted lo único que le importa es lo que el maestro de escuela les cuente a sus hijos para recuperarlos. Estoy seguro de que tengo su autorización para mentirles y embaucarles con las peores artes…
Don Manuel concluyó su parrafada al término de uno de sus recorridos y, antes de darse la vuelta, las dos palabras de Cristina chocaron contra su espalda: «Pero irá». Le irritó aquella seguridad y no cambió de postura en algunos segundos. No pudo advertir el contraste de una Cristina afirmando su mentón y, al mismo tiempo, cediendo a un parpadeo brumoso.
—Bueno, quizá no me interese lo que mis hijos tengan que decir… ¡están tan equivocados! —Hizo una pausa y lo siguiente que oyó don Manuel le obligó a volverse—: Pero sí que le interesa a usted.
—No hay duda de que nos trajeron, también, una inquietud intelectual —murmuró don Manuel.
—Bah, bah, adornos… ¿Por qué no llama a las cosas por su nombre? Nada de inquietud intelectual sino escándalo, perturbación, alarma, miedo… ¡Un calvario!
Cristina se puso en pie con una angustia acuosa en los ojos.
—No lo dude, mis hijos le recibirán bien y usted se sentirá a gusto. Al verles en su ambiente, estoy segura de que se convencerá sin reservas de que Getxo necesita una purificación…, con independencia de su mayor o menor comprensión de esa manera de entender la vida. Me atreveré a decirle aún más, don Manuel: lo suyo no se limita a la comprensión, sospecho que usted se encuentra más cerca de ellos que de nosotros.
Me confesaría don Manuel el mal sabor que le dejó la afirmación de Cristina. «Simplemente, me llamó cobarde», gimió. No le llevé la contraria, no le consolé. Tampoco me ensañé recordándole entonces al chico de las llamas que fue. Parece que siempre había enfocado el problema como mera especulación, con él en la barrera. Me dijo: «Soy más bien apático, y me pregunto si dudar siempre de todo no conduce a una pecadora cobardía bajo la forma de perdonable debilidad o si queda alguna esperanza. No me arrojó a la cara el comportamiento de sus hijos como metáfora… Quedé no sólo sin palabras sino sin ideas, pues si me solidarizaba abiertamente con Oiarzena estaría aceptando mi cobardía, y si lo repudiaba, desnudaría mi otro fraude, la perjura incoherencia de una vida sustentada en otros supuestos valores». Ahora sí se lo recordé: «El chico de las llamas». Y añadí: «Los de Oiarzena no habrían disparado contra ellas, habrían ayudado al chico a salvarlas».
La libertad, pues. Sin embargo, en los momentos finales de la entrevista se impuso algo tan bizantino como aquel sillón que don Manuel no pudo ofrecer a Cristina y que a él le dio ocasión de recuperar las palabras perdidas, cualquiera que fuesen. Así habló el maestro: «El Ayuntamiento concibe la escuela como un lugar de tortura y de ahí los insanos pupitres que tiene usted a su vista. Pero una cosa es entender que el sufrimiento educa a los alumnos y otra que debe hacerse extensivo a las visitas. Estoy avergonzado de no haber podido ofrecerle más que una dura silla. Lo hemos solicitado, pero el Ayuntamiento no acaba de traernos el dichoso sillón. Quizá tema que lo gastemos los maestros».
Por suerte, era marzo y aquel año aún no se había retirado el gran invierno, lo que prometía cierta garantía de encontrar a los habitantes de Oiarzena tapados con algo. Así que don Manuel no dejó transcurrir más tiempo, si bien esperó a unas inminentes tormentas pronosticadas por los aldeanos. Calzó sus botas, se echó un chubasquero de pescador sobre su tabardo —su madre le preguntó si salía por caracoles— y emprendió el camino de cinco kilómetros, cuidando de no pasar por delante de la casa de una muchacha de dieciocho años, llamada Mercedes, que el próximo octubre empezaría la carrera de maestra y por la que don Manuel había empezado a mostrarse tibiamente interesado.
Oiarzena. Un tema que nunca dejó de ser considerado únicamente como escándalo por contados ciudadanos, entre ellos don Manuel. Desde el tiempo en que Cristina soportó en su propia casa a unos hijos trastocados —y a sirvientes desparramándolo por el pueblo—, se habría interesado por fenómeno tan insólito aunque no ocurriera en Getxo. «Todo era muy confuso», decía, «resultaba imposible analizar con objetividad aquel hecho sociológico no sólo salpicado de agresiones a nuestra moral, sino que en sí mismo era una agresión a nuestra moral».
Don Manuel hurgó en bibliotecas de Bilbao y se hizo con algún libro sobre Oriente y sus religiones, sectas y mitologías, y de viajeros a hipotéticos paraísos perdidos, en los que se deificara el binomio inocencia-desnudez. Releyó con otros ojos El cantar de los cantares e incluso Las mil y una noches. Su bienintencionado esfuerzo fue asépticamente científico, es decir, don Manuel no dio el siguiente paso, el que podía calificarse de trabajo de campo, es decir, no visitó Oiarzena ni intentó abordar en el exterior a la tribu haciéndose el encontradizo, o a algún miembro de ella, principalmente a Moisés, o exclusivamente a Moisés, el papa inspirador del belén. «No se trataba de una perturbación social, aún no lo era y seguramente nunca lo sería. Sólo era un comportamiento minoritario, casi inpidual. Yo no tenia con ellos ninguna relación, habrían creído que iba a pedirles cuentas».
—¿Y no pensó lo mismo cuando se decidió a ir respaldado por la petición de Cristina? —le pregunté.
—¡Naturalmente!… Pero me sentía respaldado por la petición de Cristina.
Había tenido que esperar trece años. «Era casi imposible de creer, mi calzado pisaba el suelo de Getxo, miraba a mi alrededor y mis ojos tropezaban con Getxo, pero ellos estaban allí, al final de mi paseo de cinco kilómetros. Y había algo más: aquello no estaba quieto. No me refiero a sus apariciones en la playa, simple prolongación de su nuevo ser, sino a los inesperados regresos de Moisés y de Josafat a casa de la madre, en la que permanecían largas temporadas. Personalidades bifurcadas, mentes partidas en dos. Y Cristina confiando siempre en recuperar a sus retoños y logrando con sus plegarias verlos llegar, de tarde en tarde, a su porche para despojarlos de sus sábanas y vestirles ropas cristianas, pero sólo por un tiempo, pues se le iban de nuevo de la noche a la mañana, sin una palabra de despedida, y así hasta la siguiente ventolera tras otra larga estancia en Oiarzena… ¿Cómo me atreví a meter las narices en aquel mundo de locura? ¿Todo allí era locura o había algo salvable? ¿Acaso Oiarzena? ¡Ojalá Oiarzena! Al menos, ¡por Dios!, Oiarzena».
Esos trece años iban a concluir ante la puerta cerrada, pero al llamar con los nudillos aún se sentía protegido por el encargo de Cristina. El cambio se operó en los segundos que precedieron a la aparición del pequeño rostro. «Caramba, no desempeñaré la misión que ella espera de mí. Ahora sé que en ningún momento pensé hacerlo». El caso es que estaba allí, acababa de tocar una madera de Oiarzena. La luminosa expresión de la niña Flora le lanzó con brusquedad al trabajo de campo pendiente. Su precaución de haber elegido un día más que desapacible se vio compensada al descubrir que, al menos, aquel primer miembro se abrigaba —cubría— con toda una manta. «La hija de…, bueno, la hija de Fabiola era una criatura deslumbrante, no sólo bonita… ¿Por qué piso sobre huevos? Quiero contártelo sin sentir sobre mí ninguna traba. Aquel espacio de libertad merece un lenguaje libre… De modo que volveré a empezar: La hija de Roque, tu tío… Sí, una criatura especial, no comparable a nada vulgar, y no hablo únicamente de la perfección de su rostro. Yo iba preparado para pisar otro mundo y fue Flora la que realmente me lo confirmó: le tuvo sin cuidado quién era el visitante, no me conocía y ni siquiera me lo preguntó: me sonrió y supe que, sin más, se apartaría a un lado para dejarme pasar. Y es lo que hizo… Una mujercita de doce años y largos cabellos negros, y ojos, una mezcla de candidez y determinación emergiendo de una fuente desconocida… Claro que había prevención por mi parte, miedo de no poder digerir, visto de cerca, lo que iba a encontrar… Mi primer choque, Flora, me anunció que aquello permitía frutos tan sanos.
»Oí una música, sonidos de cuerda. Todavía en el umbral, empecé a despojarme del chubasquero chorreante. Flora me ayudó, y con él en las manos se internó en la casa dejando un reguero. "Mira cómo lo estás poniendo todo", le advertí. Aún no sabía que estaba en una borda diferente. "Cierra la puerta y sécate junto al fuego", se limitó a decir ella. Se respiraba una atmósfera de fruta y vegetales crudos. Animaban la penumbra los resplandores temblorosos de las llamas en la gran chimenea del fondo, ante la que había unas figuras, y una de ellas se movió y vino hacia mí. Era Fabiola. "Espera, déjame ver quién eres. Eres el maestro." Su mano diminuta tomó la mía y me condujo al grupo. Me senté en una silla de mimbre y ella ocupó otra. Nunca la había tenido tan cerca: la revoltosa de Fabiola Baskardo, la más popular de su familia por los chismorreos que levantó zascandileando durante años alrededor de tu tío y de su curioso sindicalismo, no hermosa, más bien feúcha, pequeña y flaca, modelo casi perfecto de una de esas figuritas pueblerinas que engrosa la lista de las solteronas; no fue arrumbada por el romántico sueño de toda muchachita sino víctima por haberlo vivido. Allí estaba, frente a mí, sonriéndome, sin la menor huella de tragedia en su personita, salvada por su hermano Moisés… Miré a las tres semisombras, sentadas muy juntas, concentradas en extraer una melodía de un extraño instrumento de cuerdas, mezcla de guitarra y otra cosa, que descansaba en las rodillas de Moisés. Las otras figuras eran Adolfo y Josafat. A mi espalda irrumpió un sonido de flauta: era Flora, soplando en una y esforzándose por emitir algo más que ruido. Me senté junto a ellos e ignoro si de los dos instrumentos salían las notas que sus músicos pretendían o si el agradable coro de una brisa o de unas olas en marcha se producía por bendita casualidad».
Bueno, y todos con mantas, fue de lo primero que me advirtió don Manuel, como si le volviera la inquietud de aquel momento. «No mantas para ocultar cuerpos sino para abrigar». A Moisés y a Adolfo se les habían desprendido las suyas de los hombros y sólo les abrigaban de cintura para abajo. «Lo verdaderamente maravilloso fue que no me hicieron el menor caso, que siguieron con lo suyo como si la salvación de todos nosotros dependiera del éxito de aquel concierto…
Y es posible que fuera así. La guitarra era, en realidad, media guitarra, su caja de resonancia se prolongaba en un brazo muy corto y las cuerdas tenían casi la misma longitud a un lado y a otro del agujero central. «El tañedor era Moisés y con los sonidos silvestres de Flora componía unos acordes acuáticos». Viendo don Manuel que sólo estaban desnudos los bustos de Moisés y de Adolfo, no el de Josafat y, sobre todo, no los de Fabiola y su hija, jugó a preguntarse si ello obedecería a un capricho del azar o a una delicada atención hacia el visitante, pero al punto recordó, para su desgracia, que ya llevaba manta la Flora que le abrió la puerta.
A la conclusión del dueto siguió una especie de reposo de los espíritus, «del que yo mismo me contagié, hasta el punto de imaginar que ya no habría peligro de sobresaltos».
—Nuestra pequeña ha mejorado mucho con la flauta —dijo suavemente Moisés.
—¡A ver!, con ella nos despierta cada lunes y cada martes —exclamó Fabiola.
Hablaban como si no hubiera surgido entre ellos un extraño. «Pero no era vacío o desprecio, pues me miraban y me sonreían. Yo era el culpable, por no desnudarme de convenciones… Era Moisés quien más atraía mi curiosidad. A partir de su regreso en 1910, fluctuó entre la locura y la cordura, o de una locura a otra, o nada de fluctuaciones sino un aposentamiento perpetuo en una sola locura expresándose a través de dos esencias falsamente opuestas, pues en Getxo no existía una mente objetiva que determinara cuándo caía o cuándo se sublimaba… Alto, rubio, ojos azules, musculoso, su poderosa imagen no encajaba con su alternancia de mundos tan antitéticos. ¿Qué Moisés tenía yo entonces delante?, ¿el cuerdo?, ¿el loco? Es decir, ¿qué representaba Oiarzena para él?, ¿la cordura?, ¿la locura? Y, naturalmente, la pregunta dormida en lo más profundo: ¿qué era su madre para él, la locura o la cordura? Getxo está incapacitado para dar una respuesta. ¿En qué territorio del universo habitará ese pequeño dios objetivo? No en Getxo, sin duda. No, mientras un delirio fanático no nos permita dar un repaso a nuestro nacionalismo».
—Mucha música y poca lectura. Mucho baile y poca lectura. Se le va a olvidar leer —aseguró Josafat.
—Mi tío el gruñón —canturreó Flora.
—¿Sabes lo que te digo? Escucha bien: que se te olvidará leer, eso es lo que te digo. ¿Y sabes por qué? Porque uno se está quieto mientras lee. Cuando uno lee no puede andar danzando por toda la casa como una trompa —dijo Josafat con arrugas de angustia en la frente.
Don Manuel ya no pudo esperar más.
—¡Ejem! Buenos días… He tardado, no encontraba ocasión… Sí, no hay duda de que he venido. Pero no piensen mal de mí… Soy Manuel Goenaga, el maestro de Algorta.
—«Lapisero» —sonrió traviesamente Flora.
—¡Florita! —exclamó Josafat.
—Tranquilos, sé que me llaman así y aún no he matado a nadie —dijo don Manuel.
—¡Es una falta de respeto y es porque lee cada vez menos y baila cada vez más! —casi gritó Josafat.
—Nuestros verdaderos nombres son los motes —afirmó don Manuel—, Veo que me conocen.
—Te conocemos —dijo Moisés.
—No estoy aquí por nada especial —añadió don Manuel—. Le llamaría simple visita si entre ustedes y yo…
—Te conocemos —dijo Fabiola.
—No teman ustedes que… —empezó don Manuel, «pero en ese momento caí en que ellos me tuteaban». Se sintió ridículo—. Les aseguro…, os aseguro que no es mi intención sermonearos, ni siquiera ponernos a discutir.
—Simplemente, hacía fuera un tiempo de perros y querías guarecerte —dijo Fabiola.
—Gracias, pero tampoco es eso. En este pueblo no soy una excepción, tenéis delante a un vulgar chismoso. Lo siento —confesó don Manuel.
—Es magnífico que alguien venga a conocernos —dijo Adolfo.
«Era, también rubio y, ¡caramba!, endemoniadamente hermoso. Si existe una carne capaz de resquebrajar cualquier encasillamiento previo, allí estaba. Había que respirar a su lado y en aquella atmósfera especial para que uno como yo empezara a entender la homosexualidad. Quizá el repudio de Getxo a Oiarzena obedeció de siempre a la desconfianza que nos merecía la naturaleza frágil de nuestra came». Don Manuel pensaba así en los precisos días en que andaba enamoriscado de una muchacha que entonces aún no era la señorita Mercedes porque aún no era la maestra.
—No es más que miedo —afirmó don Manuel.
—¿Miedo?, ¿de quién?, ¿de nosotros? ¡Ah, no! —exclamó Moisés.
Don Manuel se asombró de lo fácil que había resultado el temido principio. Les formuló una de las preguntas que llevaba en sus alforjas:
—¿Sois felices?
El grupo se miró entre sí con expresiones confusas.
—Para tener conciencia de felicidad es preciso establecer comparaciones con estados no felices —explicó lentamente Moisés—. La felicidad tampoco es un estado de ánimo. —Miró a su clan—. ¿Sois felices?… Ya lo ves: la felicidad es sólo una palabra y la han olvidado.
Flora, que no se había sentado, pasó la flauta a su madre y empezó a danzar, y don Manuel no necesitó de una larga contemplación para emitir un juicio. «En aquella impetuosa improvisación, además de su cuerpo, movía los músculos de su rostro practicando un lenguaje mudo que era más que un simple complemento de la danza, estaba contando algo muy concreto». Sin embargo, su admiración no le libraba del temor de que la manta volara igualmente hasta el suelo.
—Te está respondiendo que es feliz —dijo Moisés—, pero no le hagas caso porque ella carece de pasado.
—¡Basta, basta! —exclamó Josafat.
—Yo sí tengo pasado, pero mi niña me ha robado la danza que habla —dijo Fabiola riendo.
«Excepto Josafat, todos mostraban una alegría infantil y natural y, lo que era más envidiable, seguramente perpetua. No todo aquello tan bueno se lo debían a Moisés: Fabiola, por ejemplo, ya había derribado barreras al sumarse descaradamente al pedestre sindicato de tu tío Roque con el propósito, más o menos consciente, de seducirle, si bien esto no ocurriría hasta 1912, de modo que ya tenía a Moisés a su lado cuando se produjo la seducción. Es como si la libertad que se tomó Fabiola hubiera quedado reducida a pequeño escarceo histérico de no surgir Moisés para madurársela y rematar sonoramente su rebeldía. Moisés le proporcionó la llave».
Flora se acercó bailando a la chimenea y echó dos troncos a las llamas, cantando:
—¡Calor, calor para tirar esta manta y contar a Lapisero las cosas a mi modo!
«Evidentemente, no retenía la manta por frío (los movimientos gimnásticos la suplantarían con creces), lo que me tranquilizó al pensar que medía sus impulsos, en contra de lo que parecía».
—¡No! —gritó Josafat, precipitándose a retirar esos troncos. «Hice causa común con él y le ayudé con mi mente. No las tenía todas conmigo». Había tan desmadejada tozudez en la febril actitud de Josafat, que Flora cedió—. ¡Y pídele perdón ahora mismo por llamarle Lapisero!
«Josafat Baskardo: la cáscara de nuez a merced de las marejadas de otros; flaco, largo de huesos, miembros desquiciados cuyos extremos se perdían lejos del tronco; criatura sin sitio en el mundo reclamando lo imposible desde una mirada rota en lo alto de una expresión dolorosamente franciscana. Ni en Oiarzena, donde le querían, parecía haber encontrado ese sitio».
—Creería más en la gente si la escuchara llamarme Lapisero, no sólo que lo pensara —dijo don Manuel, y me aseguró que no bromeaba—. Es la primera vez que me ocurre… Soy el maestro alto y desgarbado tentando la imaginación de los infantes. Nunca sabré quién de ellos lo inventó, nunca podré premiarle con una corona de laurel. —La tribu era de fácil risa y le escuchaba complacida. El pasó a otra cosa—: A ver si os comprendo… Para vosotros, la felicidad no es una búsqueda sino un estado, un estado que es mejor dejar sin nombre. Sin embargo, incluso a vosotros os ha de resultar imposible manteneros incontaminados en ese vacío perfecto. Acabo de escuchar una voz recordando una infelicidad pasada.
—Así es. Mi hermana está realizando importantes progresos —dijo Moisés.
—La sociedad de Getxo es tan agresiva como cualquier otra contra lo diferente, pero habéis de admitir que vosotros la estáis agrediendo salvajemente desde hace años… Y no digo que no se lo merezca —expuso don Manuel.
—¿Se lo merece? —indagó Moisés.
—No es ése el caso… Getxo vive en una determinada moral… heredada sin discutir, es muy cierto…, y algo que se viene practicando desde siglos, desde hace diez seguramente, desde la llegada del cristianismo, se convierte en la Verdad que se defiende con la vida. Y, bueno, aparecéis vosotros con… ¡sí, una verdadera agresión! —exclamó don Manuel.
—¿Se lo merece?
—¿Os merecéis vosotros la agresión que os devuelven?
—No ignoras que eres tú el más indicado para responder a las dos preguntas… Te presentas muy respetuoso con todas las posturas, sin revelar cuál es la tuya, invitando a pensar que no es ninguna. Uno de esos sospechosos tipos neutrales que no quieren involucrarse.
«Bien, le pregunté si no me involucraba bastante visitándoles sin el menor ánimo de ponerles en la picota. Quedé desnudo ante ellos y ante Getxo, acababa de despojarme de la única razón perdonable que habría esgrimido cualquiera de nosotros no sólo para pisar Oiarzena sino siquiera aproximarse a menos de cincuenta metros y de noche».
—Tienes razón. Cuando sepan que has estado aquí te fumigarán —dijo Adolfo.
—¿Qué es fumigar? —preguntó Flora.
—Desinfectar. Sacar los demonios del cuerpo. Lo que tú necesitas —chirrió Josafat.
—El maestro tiene valor —dijo Moisés.
De un salto, Flora se sentó en las rodillas de Josafat y le echó los brazos al cuello con una explosión: «¿Por qué querré tanto a un tío que me va a fumigar?».
«¡Elogiaban el valor de alguien que acudía a ellos a conocer la fórmula del verdadero valor! Este pensamiento se volvió contra mí, de las brumas surgió con nuevo sentido la palabra valor, la que puede acompañar en su gloria a la mítica de libertad, que poco llega a significar sin la otra. Pero entonces aún era pronto para hacerles la confesión imposible, y aunque no hubiera sido así, Fabiola pareció tomar a su cargo la iniciación, de la que ni siquiera era consciente: "Creo que no has venido sólo por curiosidad. No niego que la sientas, pero también la sienten los demás y no vienen. Si has resistido tantos años, habrías podido resistir muchos más". Hubo unanimidad en las miradas comprensivas que me dirigieron Fabiola, Moisés y Adolfo, pues Josafat se hallaba demasiado ocupado en desembarazarse de los achuchones de Flora. Les confesé que no había necesitado valor para ir, ni tampoco lo necesitaría para volver. "Una de las más altas conciencias de Getxo me ha encargado esta embajada", me justifiqué. No di su nombre. ¿Lo apinaron? Me tuvo sin cuidado».
Se sintió ridículo ante ellos y ante sí mismo. Acababa de declararse traidor a la misión encomendada y Fabiola le había desmontado el argumento de la curiosidad. «Sin embargo, seguí sentado, contemplándoles, e incluso reí con ellos cuando Josafat separó sus rodillas al tiempo que se arrancaba los brazos que le ahogaban y Flora cayó de culo al suelo. Fabiola bajó del camarote un par de docenas de manzanas y depositó el cestillo a mis pies, en tanto Moisés y Adolfo, sin levantarse, habían recogido a Flora, pues Josafat se quedó mirándola pasmado y no esperaron nada de él. A continuación, Adolfo se tendió a todo lo largo en uno de los bancos, boca arriba y cruzando los brazos bajo la cabeza, y empezó a canturrear a media voz. Moisés desapareció en un cuarto y regresó con dos libros. Me entregó uno y con el otro se sentó en el suelo, cerca de las llamas, y se sumergió en su lectura. Fabiola repartió manzanas a Moisés, a Adolfo y a mí. El canturreo de Adolfo no se interrumpió con la masticación. Flora huyó del grupo y se encerró en un cuarto de un portazo y el corrimiento del pestillo… ¿Tenía pestillos aquella casa sin barreras? Descubriría que sólo la puerta de Josafat… "¡Se ha encerrado en mi dormitorio! ¿Por qué no se ha metido en el suyo? ¡Fuera, fuera!", gritó Josafat, corriendo hacia el picaporte y ensañándose con él. Fabiola le preguntó si escondía en su dormitorio algún secreto y Josafat le reprochó lo mal que educaba a su hija: "¡Es una desvergonzada, juega con su cuerpo, se quemará en el fuego de Satanás!".
Observé que nadie pareció oír sus palabras, que tan desplazadas sonaban allí. Fabiola se fue hasta él, le dio un beso y se lo llevó de la puerta con mimos, desapareciendo ambos por el pasillo y oyéndose enseguida el chirrido de una puerta. Yo nunca me había sentido bien en casa ajena, con dueños procurando darte lo mejor de ellos, pero partiendo de ellos. En Oiarzena fue diferente: ellos desaparecieron y me permitieron ser yo mismo. Para bien o para mal, Oiarzena era único, abandonaba a su suerte al visitante. Acerqué el libro a mis ojos:Waiden. Mi vida entre bosques y lagunas, de Henry David Thoreau. "¿Quién es?" Me enorgullecí de haber adquirido en tan poco tiempo confianza para invadir la lectura de Moisés. "Un hombre que se retiró a vivir a los bosques para demostrar lo simple que puede ser la vida. Se alimentaba de poco más que de un pequeño huerto de habas, vivía en una cabaña de troncos restaurada por él mismo, leía, paseaba, cazaba y pescaba en el lago, pensaba. Redujo a papel mojado la maldición bíblica de ganarse el pan con el sudor de la frente, pues él, sumando sus ratos sobre las habas, trabajaba menos de un mes al año. Uno de los libros iniciadores: un norteamericano de 1820 denunciando a sus irracionales contemporáneos. Thoreau no explora otras zonas del hombre, pero es honrado dentro de su moral puritana. Puedes llevártelo." Volvió a su lectura mientras yo creía tener en mis manos el secreto, o parte de él, que fui a buscar. Abrí el libro y busqué con demasiada precipitación alguna pista. Me repuse y regresé a la portada: un dibujo de la cabaña de Thoreau rodeada de árboles; en la primera página, un dibujo a lápiz del autor, obra de algún amigo que le quería bien, pues en otra página, en una foto de sólo siete años después, llevaba barba, había perdido su aspecto de personaje de la Ilustración y tenía aire de candoroso navegante. Elegí al azar una página: "Si los ferrocarriles no son construidos, ¿cómo llegaremos al cielo a tiempo? Pero si nos quedamos en casa y atendemos a lo nuestro, ¿a quién le hará falta el ferrocarril?". Pasé más páginas y leí: "Creo que no he recibido en toda mi vida más de una o dos cartas que valieran su franqueo", y "Con fortuna superflua sólo se pueden adquirir cosas superfluas", y "Si un hombre no guarda el paso con sus compañeros, acaso se deba a que oye un tambor diferente", y "Se dice que Mirabeau se hizo salteador de caminos para comprobar qué grado de resolución era necesario para ponerse en oposición directa a las leyes más sagradas de la sociedad", y "Es notable qué valor se da a la madera, incluso en esta época y en este nuevo país; un valor más permanente y universal que el del oro mismo. Pese a nuestros descubrimientos e invenciones, no hay hombre alguno que pase displicente al lado de una pila de madera", y "Son muchos los que se preocupan por los monumentos deOriente y Occidente; me gustaría saber quiénes, por encima de tales frivolidades, no los edificaron entonces", y "Llegué a la conclusión de que es increíblemente irrisorio lo que cuesta obtener alimento y que el hombre puede subsistir con una dieta tan simple como la de los animales y conservar todas sus fuerzas y salud", y "¿Cederemos siempre al arquitecto el placer de edificar nuestra casa? No me cabe la menor duda de que otro podría pensar por mí, pero no es en modo alguno deseable que lo haga, eximiéndome así de esta labor", y "Me alegra saber que se han ensayado experimentos como el de que un joven tratara de vivir dos semanas a base de panochas de maíz duro y crudo sirviéndose de los dientes como único mortero; la tribu de las ardillas lo intentó y tuvo éxito", y "Las cortinas me salen gratis, pues no tengo ningún curioso que evitar, fuera del sol y la luna, y me agrada que éstos me observen", y "Quisiera que cada uno pusiera mucho cuidado en elegir y seguir su propio modo de vida y no el de su padre, su madre o el de un vecino", y "No es necesario que el hombre gane su sustento con el sudor de su frente, a menos que sude con más facilidad que yo", y "No hay peor olor que el que despide la bondad corrompida. Si yo supiera que un hombre se dirige a mi casa con el resuelto propósito de hacerme bien, correría por mi vida igual que ante ese viento seco y abrasador de los desiertos africanos llamado el simún", y "Vivid libres y no os comprometáis. Poca diferencia hay entre recluirse en una granja o en la cárcel del condado"… Levanté los ojos del libro, la tormenta había cesado y ni uno solo de los habitantes de Oiarzena estaba donde lo dejé… ¿hacía cuánto tiempo? Moisés entraba con una carga de leños; Adolfo cruzaba por el exterior de una ventana y siguió pasando una y otra vez, corriendo como un atleta al frescor de la atmósfera purificada por la lluvia (el hijo aún no nacido de Flora, Océano, practicaría lo mismo desde niño, y con las fuertes piernas adquiridas dejaría atrás a la Guardia Civil en la inolvidable carrera por los montes de medio país, cuya meta no acabaría siendo el Árbol de Gernika sino la playa de Arrigúnaga).
»El libro me había interesado, su canto a la vida sencilla. Me dije que los vascos tampoco se libraban de su crítica de la existencia centrada en el trabajo. Mientras Moisés cargaba la chimenea, y viéndome ya fuera del libro, quiso conocer mi opinión. "Bien, bien, una llamada a la contemplación enriquecedora", le contesté. "Hermoso texto de un autor a quien le sobraba el cuerpo", sonrió Moisés. "Thoreau sabía bien qué hacer con su mente, pero no tanto con su cuerpo. Le sobraba el cuerpo. Era un irremediable puritano. ¿Pensaba demasiado en su cuerpo, en su sexo, por lo cual no los menciona nunca? Vivió en los bosques por más razones que por huir de un fracaso de amor, naturalmente, pero también huyó por ello. Se trataba de una mujer, claro. Thoreau no se habría atrevido a adoptar la aparatosa decisión de refugiarse en la soledad si su pena de amor la hubiera provocado… un hombre. Pudo darse el caso de que amara a un hombre a través de una mujer, como tantas veces ocurre en una sociedad de reprimidos. Nunca lo sabremos, por la sencilla razón de que él tampoco lo supo. Una incógnita así no se resuelve entre bosques de árboles sino entre bosques de cuerpos." Le señalé que eso era promiscuidad. Y él, condescendiente, creo que compadeciéndose de mí, y, estoy seguro, sin ningún deseo especial de defender su tesis: "Thoreau pensaría lo mismo. Sin embargo, debes saber, hermano, o debes atreverte a recordar, que cuando mecemos nuestros cuerpos junto a otros cuerpos, cuando permitimos que nuestro cuerpo se ponga a hablar por sí mismo, no cuentan los sexos, sólo quedan los cuerpos". ¡Dios!, no intenté replicarle con argumentos como pecado o desvergüenza, y recurrí a los socorridos de la Naturaleza, de lo natural. "Un hombre y una mujer se unen requeridos por el sexo, y es lo natural. Puede estar presente o no el amor, nada cambia. Hay hombres que se unen a hombres y mujeres a mujeres, pero la Naturaleza rechaza esos pactos. Sin embargo, ahí están, como están los frailes atraídos por alumnos con pantaloncitos y, con frecuencia, dando el paso innombrable. Ahí están, hay que vivir con ello. Y las amistades profundas entre hombres encubriendo enamoramientos. No seré yo quien lo niegue, no. Pero lo natural es lo otro. A un pobre maestro de escuela nacido en Getxo le resulta difícil salirse de esto." No dejaba de molestarme el aire de suficiencia de Moisés, ¿o era errónea mi apreciación? Siempre sonreía, y también lo hizo al tomar de nuevo la palabra: "La llamada sexual de la especie se queda en eso, en simple sirenazo. La elección del objetivo es opción personal, determinada fuertemente por el entorno y el valor de cada uno para transgredirlo. Te darás cuenta de que estoy hablando de libertad".»
Don Manuel repitió, aturdido: «¿Libertad?». De pronto, Moisés abandonó el debate para atender a Adolfo, que llegaba con un cuenco de madera lleno a medias de un líquido «que lo llenó todo de un suave olor a flores». Movieron las sillas para quedar sentados frente a frente y se bajaron las mantas hasta la cintura. Moisés mojaba en el líquido las puntas de cuatro dedos y lo extendía delicadamente por el pecho de Adolfo, siguiendo por cuello, espalda y brazos. Luego fue Adolfo quien realizó la misma operación con Moisés. «Era como contemplar una mar en calma rozando con olitas muertas la tersa orilla de la playa. Me pareció un rito con un sentido oculto que se me escapaba, pero que no podía dejar de mirar». Hasta que ocurrió algo, una interrupción de los movimientos, un silencio en lo que no producía ningún ruido. «Sólo se miraron el uno al otro, sus cuerpos húmedos inmóviles, tal como quedaron al término de la última caricia, y me pregunté por qué no seguían si quedaba líquido en el cuenco, y me lo pregunté a pesar de que ya se habían embadurnado cumplidamente… Bueno, y al cabo lo entendí, me levanté y me alejé, les libré de mi estorbo. Observé por el rabillo del ojo el desplome de sus mantas, la puesta en pie de Adolfo y el comienzo de la impregnación total… Me equivocaba pensando que les libraba de mi estorbo: ellos ya me habían olvidado, la tormenta era exclusivamente mía».
La única concesión de don Manuel a aquella atmósfera, la única libertad a que se atrevió fue romper su eterna compostura y ponerse a fisgar el resto del caserío. Había caído la noche. Se oían las últimas goteras de los aleros cayendo al pie de los muros. ¿Dónde estaban los otros tres? Pisó el pasillo en el momento en que le llegaba un susurro de palabras. Al deslizar su mano sobre un arcón chocó con lo que le pareció un quinqué, y lo tomó y prendió con una cerilla. Empujó una puerta y se abrió. Dio unos pasos por el interior. El susurro estaba más cerca. Había una figura acurrucada en el rincón del fondo, en el suelo. A pesar de que tenía la cara hundida entre sus rodillas levantadas y los brazos protegiendo la cabeza, don Manuel supo que no era otro que Josafat antes de que sus palabras moribundas se lo confirmaran. Quiso delatar su presencia pronunciando un «¿Bien, Josafat?», pero el discurso siguió fluyendo… «Hablaba para sí mismo, ni siquiera eso: las palabras parecían salir de él por un descuido de su voluntad. Me quedé, sin tener ningún derecho… ¿Pero por qué, ¡caramba!, no tenía ningún derecho? ¿Acaso no llegué a aquella casa arriesgando mucho de mí mismo e incluso de la gente de Getxo a cuyas espaldas había dado mi gran paso? Hasta los más inocentes tendrían que poner también algo de su parte. Sin embargo, ¿era Josafat el indicado para revelarme alguna de las claves que yo buscaba?… "Me han dicho ven y primero untamos tu cuerpo y así aprendes a untar luego los nuestros y es lo que me dicen siempre y yo no les digo nada y huyo y les oigo que qué cara de niño malo se te ha puesto y creen que no les veo hacerse señas para dejarme ir sin más burlas y Fabi no tardará en unírseles y desnudarse y dejar que la cubran también con la maldita agua fétida y llamarán a Florita aunque a ella no hace falta que la llamen para estas cosas y arrojará su sábana al aire y llegará a ellos ya desnuda y permitirá que dedos satánicos la recorran por todas partes y agujeros y yo no sé cómo permanezco en este prostíbulo soportando tanta inmundicia y una noche huiré dejando a Florita en las garras de sus malditos maestros y una mañana le pedí que huyéramos los dos y ella me dijo ¿contigo?, y yo le dije que no que los dos y ella se puso a dar saltos de alegría y a decirles a ellos que Jaso la quería raptar y ellos no hicieron nada y salí a comprarle ropa y aquella noche la esperé en la puerta y ella apareció con su sábana fue en el pasado agosto y le dije ponte esto y ella empezó a quitarse la sábana y supe que no entendía nada porque si me hubiese entendido tenía que haberme pedido que me volviera para no verla desnuda y cerré los ojos mientras la oía coger las ropas y probárselas sólo probárselas y luego tirarlas y al final dijo que no me gustan llévame con mis alas blancas de gaviota así que al menos ya tenía puesta la sábana y yo no podía hacer más por ella excepto seguir llevándole cada mañana una flor a su ventana y dejársela desde el exterior en un hueco entre las piedras siempre en el mismo hueco y siempre una flor pequeña para que ninguno de ellos la vea y a Fiorita le gusta mi flor de todas las mañanas y calla porque sabe que si se lo cuenta a ellos yo no le dejaría ninguna flor y leo en sus caras que se enterarán sin duda y sin remedio sin tardar mucho y no sé cómo se enterarán pero siempre lo saben todo Martxel dice nuestra pequeña ya es mujer y Fabi dice no del todo y Adolfo dice lo mejor de la belleza es que no sabe que es bella y Martxel dice ¿qué dice Jaso?, y yo huyo de ellos…" No acabó allí su monótono chorro sin matices, en sordina, y el pensamiento de que no me aportaba nada me ayudó a no seguir comportándome como un miserable.
»Ante las llamas, era Moisés quien, de pie, recibía ahora las atenciones de Adolfo en las partes más íntimas de su cuerpo. Hice lo que Jaso, es decir, retiré la mirada y regresé al pasillo. Estaban abiertas las puertas de los dormitorios. En Oiarzena todo estaba demasiado a la vista. Entré en el oscuro interior, con el quinqué en alto. Había una gran cama de matrimonio, de antigua y sólida construcción vasca, jergón alto, colchón de hojas de maíz, sin colcha, sustituida por una simple manta y un embozo de sábana. Había un armario. Lo abrí: había mantas y sábanas, todo muy ordenado y limpio; de ropa de vestir, nada. La luz del quinqué iluminó un tabique cubierto de libros en estanterías hasta el techo, lomos de libros no peor alineados que los míos: Laercio, Kant, Plutarco, Platón, Aristóteles, Darwin, Dickens, Santa Teresa, Shakespeare, Marx y Engels, Goethe…, en fin, una buena lista. Al no localizar la clase de libros que yo esperaba encontrar allí, tuve que poner en duda la capacidad de la literatura para cambiar a un hombre, y sospeché que lo más determinante sería lo que Moisés vio y vivió en Ceilán o como se llamase la tierra o tierras que conoció en su viaje desarraigado, la secta o religión o tribu que le mostrara lo que le deslumbró, una revelación que, al principio, quizá abrazara despechado o por vengarse de una madre que convirtió en farsa su tan cacareado igualitarismo al condenarle a vivir sin la aldeana Andrea… ¿Y por qué no pensar que fundó una comunidad a imagen y semejanza de lo que necesitaban su cólera, su rebeldía y su despecho? Era perfectamente poderoso y capaz de arrancarse la vieja piel con que allí arribó para vestirse con la más extrema de las opciones. Acabé por ver en todos aquellos libros el ingente esfuerzo baldío de tantos autores empeñados en ofrecer del mundo sus muy personales interpretaciones, es decir, erigiéndose en dioses creadores de esos mundos que cada uno habría modelado con las características precisas para que encajaran en cada previa interpretación. Como en tantos casos, tampoco en éste era aceptable ninguna literatura. Lo de Oiarzena nada tenía que ver con el mundo de los libros, pertenecía exclusivamente a la realidad de Moisés. El manantial de que bebió estaba en otra parte. El objetivismo no existe ni en el más honesto de los escritores, todos deben resultarnos sospechosos. Espero que Moisés Baskardo no haya escrito, o lo piense hacer, un libro interpretando su experiencia. De modo, Asier, que me ahorré un montón de días o meses de lectura en mi búsqueda del valor por la que estaba allí.
»Salí de aquel dormitorio y el siguiente tenía la puerta cerrada: el pestillo, Josafat, él estaría dentro. En los otros dos dormitorios la cama era inpidual: Fabiola y Flora, me empeñé en pensar. Pero mi espíritu no se sosegó con el mapa de las camas de Oiarzena. ¿Conseguían siempre el pestillo de Josafat y otras apariencias mantener intacto el mapa de sus durmientes? Y elucubré, Asier, sin ningún respeto hacia nadie. El gran lecho de Moisés-Adolfo sería el tálamo neurálgico que acogería no pocas combinaciones. Ausente Adolfo de él, ¿con quién se emparejaría Moisés?, ¿con Fabiola?, ¿con Flora? ¿Y con quién Adolfo, cuando le correspondiera? Ya lanzados, ¿por qué no Fabiola y Flora, juntas, con Moisés?, ¿o con Adolfo? El famoso triángulo. ¿He dicho triángulo?, ¿qué sé yo de triángulos? De estos juegos quedaría fuera Josafat, a poco que recordemos el pestillo. Aunque un pestillo, en Oiarzena, no es nada sin una mano rápida: quizá Moisés o Adolfo o Fabiola o Flora irrumpieran en ese dormitorio antes de que la mano… ¡Pobre del empavorecido Josafat! Bueno, ¿y llegaría Flora virgen a brazos de Matías, el padre de su hijo Océano? Lo doy por sentado, dentro de lo poco que yo entiendo de revolcones. La respetarían, sobraba el gendarme de Fabiola. ¿Y qué, de la propia Fabiola? Deseo creer que aquel amor por tu tío Roque o, al menos, deseo de su carne para procrear algo salido de su pobre cuerpo, y el nacimiento de Flora, colmarían sus realizaciones de todo tipo como mujer. Lo deseo así fervientemente… Y basta de delirios. Me preguntaba por dónde andarían Fabiola y su hija cuando me llegaron ruidos procedentes del camarote, sobre mi cabeza, y enseguida, pasos en la crujiente escalera al final del pasillo. Alcé el quinqué. Eran ellas. "¡No me cansaba de ver el cielo!", exclamó Flora al descubrirme. "¿El cielo?", repetí. "Hemos estado tendidas bajo la claraboya. ¡Después de una tormenta las nubes nos cuentan muchas cosas!", añadió Flora. Busqué con la luz el rostro de Fabiola. ¿De dónde sacó el valor para romper con los suyos incluso antes del regreso del hermano? Todavía no pesaron ni Moisés ni Oiarzena. Así, pues, ¿qué hacía yo allí? Examiné con curiosidad —quizá por reparar mis enloquecidas sospechas— aquellas facciones que nunca envejecerían del todo y que entonces ya tendrían cuarenta años: rasgos pequeños, como de muñeca, delicados, despiertos y aún con huellas de romanticismo, un páramo sombrío en otros tiempos, y, antes aun, un jardín primaveral florecido con toda la ingenua ilusión del mundo, ya serenas y más hermosas que en ningún otro momento de su vida. Que nadie jamás vuelva a recordarla como la señorita de la casona que Getxo ya incluía en su lista de birrotxitas, menos por sus escasas gracias que por esa nube de fatalismo que parece flotar sobre las predestinadas y que en ella prevaleció incluso al casarse, como si se hubiera tratado de un fallo que el propio destino habría de enmendar de algún modo. Así que Getxo se pavoneó al saber que Román era un castrado, y sentenció que eso era peor que quedarse birrotxa. Fabiola se negó a que la reparación viniera de los de su propia sangre en forma de recurso al tribunal de La Rota de anulación del matrimonio por no haberse consumado, y ella misma emprendió la reconstrucción de su vida. Luchó en un sindicato de clase, ella, una mujer, cuando en Getxo ni siquiera los hombres lo hacían; persiguió abiertamente a un hombre del pueblo, yacieron al cabo, y exhibió con escándalo su vientre de preñada… ¡Todo ello, antes del regreso de Moisés! ¿De dónde extrajo la mujercita su valor? Sin duda, yo me había equivocado buscando algo en Oiarzena.
»Madre e hija insistieron en subir conmigo al camarote para enseñarme el lenguaje de sus nubes, pero mi reloj mental me acababa de advertir que era tarde. "Debo retirarme", les anuncié. "¡De ningún modo! Cenaremos", me lo ordenó Fabiola cogiéndose a mi brazo y conduciéndome hacia el fuego. Una parte de mi brazo conoció su cuerpo, pues ella se apretaba contra mí y percibí la curva de su cadera; nunca había recibido yo una invitación tan cálida y sincera. Sólo la voz de Fabiola fue capaz de rescatar a Josafat de su dormitorio. Salió y fue recogido por Flora —recogido, exactamente—, lo abrazó y besó, y ambos nos siguieron. De espaldas, sentados desnudos en sillas muy juntas, Moisés y Adolfo se propinaban en la boca besos muy largos y silenciosos. Busqué precipitadamente algo a lo que asirme. "¿Qué contienen esos tarros?" Una repisa contorneaba la chimenea de piedra a la altura del hombro y en ella se alineaban recipientes de cristal no pequeños y bien tapados, conteniendo vegetales troceados. "Yerbas para curar, yerbas para dormir y yerbas para soñar", explicó Fabiola. "¿Para soñar?", repetí. "Es felicidad", dijo Fabiola. "¿Drogas?, ¿huida?, ¿falsa felicidad?, ¿destrucción?", exclamé. "Felicidad", afirmó ella con una encantadora sonrisa. Desapareció, regresando pronto con una olla con agua, que colgó de un gancho sobre el fuego. "El tío Jaso ha llorado", dijo Flora. Lo había sentado en una silla, y de pronto los ojos de él persiguieron con fiebre sus movimientos cuando se puso a ayudar a su madre en los preparativos de la cena. "Vete, vete ya, aquí estás de sobra", me dije. "Sí, pero no antes de demostrarme que no soy el mismo monje que al llegar." Comprendí que no era valor lo que hizo que me acercara a los dos hombres que proseguían con la insoportable escena. Me planté frente a ellos y miré… Muy de tarde en tarde, por Getxo se extendía la especie de que dos hombres sentían algo especial el uno por el otro, que acababan o no viviendo juntos, o de otros que se veían en la calle con sospechosa asiduidad, o a quienes se les sorprendía mirándose de modo tierno; un poco más frecuente —sólo un poco más— era la inclinación que un mayor mostraba por un menor. A su carácter de excepción se añadía el que tales comportamientos parecían estar reservados a los ricos, pues los pobres no tenían tiempo para esas cosas. Las propias familias ricas repudiaban y ocultaban su garbanzo negro. A ninguno de Getxo se le habría pasado por la cabeza acercarse a una de estas parejas y susurrar: "Seguramente ofrecéis un hermoso espectáculo y me esforzaré para que, algún día, me parezca a mí también hermoso". Pues éste era mi ánimo al quedar ante Moisés y Adolfo. Creo que entonces no se me podía pedir más.
»Ahora no les examinaba a ellos sino que me examinaba a mí. Se besaban y tocaban de arriba abajo con la intensidad con que se despedirían si se acabara el mundo, y, al mismo tiempo, con la lentitud voluptuosa que se regalarían en una eternidad. ¡Valor! ¿Me faltaba valor para llegar a eso? Yo, que tenía a la libertad por la medida de todas las cosas, ¿quizá no me atrevía a usarla por cobardía? ¿Era la libertad de Moisés y de Adolfo digna de tal nombre? Sí para ellos, sin duda. Pero no era mi caso. En mi vida se me ocurrió navegar por semejante derrota, de modo que nunca sometí a prueba alguna mi valor. Pero no era aquélla la única cuestión de Oiarzena que reclamaba una toma de postura…».
En la preparación de la ensalada de la cena, Fabiola destapó dos de los tarros de la repisa para incorporar sendas clases de yerbas misteriosas a los huevos y patatas cocidos, a las manzanas y otros vegetales troceados, que formaban colina en una gran fuente de barro. Lo regó todo con aceite y sirvió raciones en los seis cuencos repartidos por Flora sobre la mesa. Fue también Flora quien rescató a Josafat de un rincón oscuro y lo condujo a su sitio en el banco, y quien, con chalos sonoros, devolvió a la realidad a los entregados amantes. Flora se sentó pegadita a Josafat y con el par de palillos —¡todos trasegaron la comida con palillos!— se alimentó ella y alimentó a su tío, quien bastante tenía con zafarse, inútilmente, del cuerpo de la sobrina que le quemaba. «Hablamos mucho, me asombré de lo enterados que estaban en Oiarzena de cuanto sucedía en el exterior, no en vano, a pesar de robinsonear, leían periódicos y recibían dos o tres revistas por correo. Sabían, por ejemplo, que cuatro años antes se había escindido del tronco madre el ala radical del nacionalismo, formando un nuevo partido ortodoxo sabiniano; que Roque Altube había abandonado el Galeón e ido a vivir a Basaon con su familia y su tío Santiago, "el Gordo"; que la esposa de Efrén, Ángela, había tenido una hija, Elisenda, y un hijo, Rómulo (que moriría quemado meses después), y que el híbrido Cristóbal había permanecido unos días enjaulado en los jardines del Galeón para, finalmente, desaparecer de la vista de todos (al decir esto, leí algo más en la mirada de Fabiola: le tocó vivir muy de cerca aquella cacería de llamas y le habría interesado como a pocos el origen de la leyenda del macho y mi intervención, con catorce años, en su salvación y esa mirada suya me transmitió que ella era de las muy contadas personas que tomó de la leyenda no el terror sino, digamos, la poesía, en la que entraba yo, y yo figuraba en la segunda salvación, la de Cristóbal; me dijo: "Si hay alguien capaz de entendernos a los de Oiarzena eres tú"); que los gemelos Eladio y Leonardo habían abierto en Algorta una ferretería, que fueron despedidos por Efrén de sus empleos y que habían montado un negocio de algas; que Román ocupó la presidencia de la Diputación a raíz del triunfo nacionalista en las elecciones de 1918; incluso sabían que se amontonaban grandes fortunas comprando árboles de Guinea y exportándolos a Inglaterra, y también con plantaciones de café y cacao en Fernando Póo…». Nuestros benéficos jauntxos no paraban.
Don Manuel masticaba deprisa «para acabar cuanto antes y regresar a casa, donde la madre me estaría esperando rezando a san Ignacio». Me confesó que esta preocupación fue su último recuerdo lúcido hasta abrir los ojos a la mañana siguiente. Aquellas últimas horas se distribuyeron entre un pesado sueño y una vigilia nebulosa. «¿Qué ocurrió mientras no dormía? Y, primero: ¿qué me retuvo allí toda una noche? ¡Droga, Asier, droga contenida en aquellos malditos frascos! Aunque debo adelantarte que no padecí ninguna farragosa pesadilla: cuando recuperé mi yo me sentí ingrávido y transparente y con la desconocida sensación de estar al día con todos mis asuntos del cuerpo y del alma. ¿Qué ocurrió? Mi yo recuperado no pudo revelarme nada, lo que me indujo a pensar que mi verdadero yo no estaba preparado para revivir unos episodios que, en realidad, no los había vivido mi verdadero yo… Sí, pero ¿qué ocurrió? ¿Te imaginas a tu don Manuel de toda la vida flotando, viajando…? Estaba con ellos y no había fronteras entre nosotros. Si uno sentía un deseo, lo transmitía a los demás, o el deseo se transmitía solo, sin intervención de las voluntades. Yo recibiría sus deseos y ellos recibirían los míos. ¿Qué deseos sentiría mi otro yo? ¿Hubo desnudamiento general, ellos de sus mantas y yo de mis pantalones? Quizá acariciáramos nuestros cuerpos. ¿Y qué más?, ¿hubo algo más?, ¿en qué cama me tocó dormir?… ¡Por Dios, por Dios! ¿Cómo he podido vivir todos estos años con esta duda?… ¡Una trampa! Eso es lo que fue, Asier, ¡una trampa…! Desperté sobre una cama. Entraba luz por la ventana y reconocí el dormitorio: era el de Fabiola. No, ella no estaba en la cama, ni siquiera en el dormitorio. Yo vestía mis ropas, lo que no demostraba que hubiera dormido con ellas puestas; quizá me acababa de vestir quien me había echado encima las dos mantas que me cubrían. Salté de la cama y me asomé a los otros cuartos, en medio del más profundo silencio. En el primero encontré a Fabiola y a Flora durmiendo en la cama de ésta. En el siguiente la puerta estaba cerrada por dentro. El pestillo de Josafat. En el último, Moisés y Adolfo dormían, abrazados. Todo, pues, normal. Excepto que alguien no tenía que haber dormido allí ni desnudo ni vestido. Recogí mi chubasquero y mi boina, pero, en vez de dejar atrás todo aquello, no sé cómo pude regresar a la cabecera de Fabiola. Mis dedos rozaron varias veces su frente hasta que despertó. Bueno, se trataba de Moisés, yo no quería perder aquella última oportunidad de hablar con su hermana de una de las grandes inquietudes de Getxo. Me miró con ojos turbios y quiso sentarse. Mi mano la detuvo. "Sé que le preocupa Moisés, aunque no lo parezca", susurré. "¿Martxel?", exclamó ella sin apenas voz y volviendo el rostro para comprobar que Flora dormía profundamente. "Moisés", dijo. Y yo: "Sí, Moisés, Martxel, los dos Moisés o los dos Martxel. ¿Le ha visto un médico?". Creí que su rostro se ensombrecería, pero no. Me miró por encima de su triste sonrisa. "Lo mismo que se cambia de vida se puede elegir tener varias vidas, y Martxel tiene dos. Lo cruel es que en una de ellas no está con nosotros." "¿Le importa que pronuncie locura? No es prudente permitir que esta situación se prolongue. No es justo andar por ahí pareciendo una cosa y, de pronto, siendo otra. El pueblo está alarmado, y ustedes mismos han de estarlo, aunque lo justifiquen alegando que no hacen daño a nadie. Uno de los dos Moisés comete anormalidades por las que ya ha sido apaleado." Apenas podía creer que estuviera hablando de aquel asunto con ella y que lo aceptara con tanta naturalidad, cuando no me cabía la menor duda de que nadie en el mundo lo había hecho hasta entonces. Suspiró dolorosamente. "Es injusto que no se le entienda. ¿No tuvimos ayer paciencia contigo? Sólo pedimos que tú y todos tengáis paciencia con él. ¿Daño? ¿Qué daño va a causar a las que cree que son Andrea si sigue amando con locura y respetando a la verdadera? ¿No es maravilloso ver que alguien ama hasta ese extremo? ¿Somos tan pequeños, tan cobardes y tan miedosos? ¿Es que piensas que es más normal y seguro tener una sola vida? ¡Muchos querríamos disfrutar de varias vidas! Adolfo, Josafat, Flora y yo misma aún estamos aprendiendo de Martxel la verdadera libertad y algún día nos atreveremos a elegir una segunda vida. Puedes llamarme loca, como todos llaman a Martxel, pero él y nosotros somos felices." Sencillamente, huí de Oiarzena. Sin dejar de correr me palpé la ropa bajo el chubasquero y al llegar al pantalón descubrí que su cinturón estaba suelto, y luego que a la hilera de botones de mi grueso chaleco de lana le sobraba un ojal por arriba y un botón por abajo, como cuando alguien viste a otro y lo hace mal. ¿Por qué traté de usted a Fabiola en aquel último momento?, ¿quise marcar distancias porque alguna secreta intuición me estaba haciendo confidencias escandalosas? ¿Engordé, por una noche, el potaje de Oiarzena? Fin de la película. Olvido total. Nunca estuve allí. Cualquiera se deja suelto el cinturón, cualquiera se equivoca al abrocharse los botones del chaleco. Ni una pregunta, Asier, ni una sola. ¡Kaput!… La madre me buscaba con los guardias por todo Getxo. Así que sólo restaba rendir cuentas a Cristina. Estuve tentado de no hacerlo, pero me buscaría. De modo que me dirigí a su casa antes de que ella viniera a mi escuela, con lo que yo ganaba el privilegio del visitante de poder convertir su visita en un visto y no visto. Fue la primera vez que pisaba el caserón donde había transcurrido parte no menor de la pequeña historia local. Momentos antes, contemplé la ruina en que se encontraba el nefasto palacio de enfrente, la ostentosa y hortera construcción de Ella abandonada seis años antes; el destino parecía empeñado en demostrar que nunca debió existir».
Cuando Cristina Oiaindia tuvo a don Manuel sentado frente a ella no se atrevió a preguntarle nada.
—Están bien, con buena salud —se arrancó don Manuel.
—Ah —exclamó Cristina. Y añadió tozudamente—: De puro milagro.
En los breves minutos que permaneció allí, don Manuel no tocaría la copa de vino servida por el criado. «Ella tampoco se movía en su asiento, las manos sobre el regazo, y entonces supe que no esperaba gran cosa de mí, dando por hecho el fracaso de la gestión; pero con la conciencia aplacada por su reciente intento de arreglar las cosas. Se diría: "Lo intenté, Dios es testigo", y se llevaría el pañuelo a los ojos. En lo alto de un vestido gris oscuro, largo y cerrado, de aire monjil, su rostro pálido y anguloso temía que mi informe le entregara unos hijos irrecuperables».
—Son felices —dijo don Manuel.
—Nunca lo creeré —dijo Cristina.
—Son felices, se lo aseguro —insistió don Manuel.
Al hablar de nuevo, ella lo dejó de piedra:
—Si fueran felices allí, ni Martxel ni Jaso regresarían nunca junto a su madre. Y regresan. Y regresan.
Don Manuel se atrevió a señalar que Oiarzena siempre acababa llevándoselos.
—Y a Flora también la tengo a temporadas y es feliz con su abuela —dijo Cristina con dureza.
—Pero Flora es una niña y Moisés y Josafat son… especiales —dijo don Manuel.
—¿Por qué no habla claro? Yo no me ando con medias tintas. ¿Se refiere usted a que tienen problemas con su cabeza? ¿Usted también lo piensa? Escuche: cuando mis hijos están conmigo no les advierto el más mínimo problema. El problema lo tienen cuando están allí, en ese…, en ese…
—Pues que vaya un médico a Oiarzena, ¡pero que vaya a algún sitio de los dos! —exclamó don Manuel.
—¿Médico?, ¿Martxel? —parpadeó Cristina.
—Locura aquí o locura allí, hace falta un médico. ¿No lo comprende? —insistió don Manuel sin poderlo remediar.
—¿Médico? ¡Ha mencionado usted la palabra médico! ¡Por nuestro Señor Jesucristo! Es la primera vez que me la echan a la cara. Usted mismo ha tardado demasiado. Sabía que ocurriría y estoy preparada.
«Fue un reto o algo parecido, pero yo no había ido a combatir. Recordé el privilegio de las visitas y me levanté».
—Le falta a usted contarme por qué hacen lo que hacen —le frenó Cristina.
—Perdone…
—¿Por qué se detiene a estas alturas?
—Se trata de elegir fervientemente hacerlo y, en tal caso, de echarle valor. Usted y yo nunca reclamaremos esa clase de valor, así que podemos seguir durmiendo nuestra gran siesta.
«Supongo que me despedí atropelladamente y salí, o huí —y me dije que siempre estaba huyendo—, sin explicarle lo que había visto y oído y los nuevos horizontes que ellos desenmascararon ante mí, aunque le asistía todo el derecho a saberlo. Me negué a prolongar el tonto duelo de frases, quizá por no tener que acabar reconociendo que el mundo de Cristina era también mi mundo, que era demasiado pronto y demasiado cruel asumirlo tan abruptamente a través de aquella cabal representación de lo viejo, en vez de digerir la cosa gradualmente —en el caso imposible de elegirla— en la soledad y la cobardía de mi celda de trabajo».
No concluyó ahí su relación con Oiarzena, aunque en la nueva ocasión no iría él a su encuentro. Una noche de cuatro años después, también en invierno, le despertaron golpes fortísimos descargados con la aldaba de su portal. Incluso Agustina, a la que despertaban sus propios sueños antes que los ruidos, preguntó a las pisadas de su hijo en el pasillo qué pasaba. Don Manuel le contestó que nada, entró en su cuarto de trabajo, abrió la pequeña ventana de guillotina y asomó la cabeza. Y allí, en la calle, estaba Josafat sosteniendo con sus dos manos una tosca carretilla de madera, con un gran bulto cubierto en su caja. Josafat seguía atizándole a la aldaba con movimientos compulsivos, que alternaba con la recuperación absoluta de la carretilla, marcando los tiempos como un muñeco mecánico: soltaba uno de los mangos para esgrimir la aldaba y atronar la noche, luego la mano recuperaba el mango para alzar un palmo del suelo la carretilla, y vuelta a empezar; sobraba el alzar la carretilla una y otra vez, si había de soltarla para la siguiente llamada, pero es lo que contempló don Manuel durante un par de minutos de asombro. Los oscuros destellos de la noche le confirmaron que, sí, allí tenía a Josafat Baskardo con una carretilla cargada con Dios sabe qué y llamando a su puerta. ¿Emplearía en la pregunta el tú o el usted?, ¿en qué mundo se encontraba en ese momento Josafat, en el de Oiarzena o en el de Cristina? El propio Josafat le sacó de dudas:
—¿Es usted don Manuel, el maestro?
—Sí.
—Bien, bien… —suspiró penosamente Josafat—. Acerté a la primera, y no era fácil, ¿eh?, sabiendo sólo la calle y de la casa su corte y emplazamiento aproximados… ¡Pero he dado con ella!
—¿En qué le puedo ayudar a estas horas?
—¡He de esconderla en algún sitio antes de que ellos…!
Don Manuel no apartaba su mirada del bulto.
—¿Qué quieres esconder?
Josafat volvió la cabeza a un lado y a otro de la calle.
—¿Puedo entrar?
Al bajar el bastidor, don Manuel tropezó con el rostro de su madre.
—No pasa nada —le dijo.
Bajó la escalera hasta el portal. Pulsó el interruptor de la luz, abrió la puerta y llevó la hoja hacia él, perdiendo el control cuando una fuerza del exterior la abrió del todo violentamente. Perteneció al mismo movimiento de Josafat la introducción en el portal de la carretilla con la consiguiente salvación del peldaño. Josafat se apresuró a cerrar la puerta. «Su cara tenía la forma y el color de una aceituna. Y sus ojeras… Lo que yo tenía delante era un juguete descalabrado. Pero me olvidé de él para dirigir mi atención a la carga de la carretilla». Josafat apartó la manta y apareció Flora, hecha un ovillo.
—¿La has matado? —exclamó don Manuel.
Permitió que Josafat llevara su mano hasta los agujeros de la nariz de la muchacha, recibiendo el tenue aire de su respiración. Miró al hombre de casi cincuenta años que, de pronto, había empezado a sonreír con abominable sinceridad.
—He tenido que hacerlo para llevármela, es la segunda vez en pocos días que la duermo. Sé cómo hacerlo: con las yerbas del cuarto frasco de cristal empezando por la izquierda. En vez de cocer seis hojas cueces dieciocho hojas y lo bebe y se duerme. Sé hacerlo bien. Josafat lo sabe hacer. Así la he salvado de seguir pecando. Guardo en el bolsillo más yerbas de repuesto.
«Su expresión se había roto bruscamente, pasando del orgullo infantil al hundimiento en el abismo».
—Te la has llevado de Oiarzena —gruñó don Manuel.
—Eso fue antes. Ahora me la he llevado de casa de ama.
—¿Antes? Si no está muerta hay que sacarla de ahí para que no duerma enroscada… ¡Pasearla por Getxo en carretilla! —exclamó don Manuel.
—Sí, hay que esconderla donde ellos no la vean nunca más.
«Lo primero era sacarla de allí para que sus huesos se enderezaran. La cogí en mis brazos y subí con ella las escaleras, oyendo a mi espalda los pasos torpes de Josafat».
—¿Es contagioso? —preguntó Agustina.
—Una cama —ordenó don Manuel.
Agustina le precedió hasta el único dormitorio libre del pequeño piso y don Manuel la acostó delicadamente bajo la sábana y las mantas que ella abrió, después de quitarle los zapatos de agua y los calcetines de lana que Cristina —pronto lo contaría Josafat— le calzó por la tremenda en cuanto la tuvo bajo su férula.
—¿La ha traído la mar a la playa? —preguntó Agustina.
Don Manuel tomó a Josafat del brazo y se lo llevó, y en el pasillo prometió a su madre:
—Ama, métase en la cama y mañana se lo cuento todo.
—Cuando hay visita no duermo —mormojeó Agustina.
Don Manuel metió a Josafat en su cuarto de trabajo y lo sentó casi con violencia en su propia silla ante la mesita sobre la que se veía, abierto, el ejemplar del Quijote que llevaba siete años traduciendo al euskera.
—¿Hasta dónde van a llegar vuestras locuras? ¡No vivís solos en el mundo, sino entre gente asustadiza que merece cierto respeto! ¡Ningún ciudadano es una isla, ninguno puede saltarse las leyes que una comunidad se ha dado a sí misma! ¡Dios! ¿Qué pasa con Flora, contigo y con la carretilla? ¡Alguien habrá de poner freno a vuestros escándalos y pésimo gusto!
«Le hablaba o gritaba sin dejar de recorrer el cuarto de arriba abajo, arrojando mi propia ira de Dios sobre el más inocente de aquella tribu. Me escuchaba pasmado, siguiendo su mirada mis desplazamientos, hasta que terminé, y entonces dijo:
»—El vagabundo, el maldito viejo…».
—¿Qué vagabundo? —estalló don Manuel, pero le frenaron las lágrimas que descubrió en aquellos ojos perdidos—. Bien, háblame de lo que tienes que hablarme.
—Era el viejo más viejo que he visto en mi vida, olía mal, echaba babas, tenía costras, le cubrían harapos que las pulgas y chinches movían. —«Josafat había abierto su espita y lo suyo fue un chorro incontenible y poco musical, en el que afinaciones, desafinaciones, chirridos y trompicones parecían pertenecer a una lección arduamente memorizada y ya antes emitida para otros o para sí mismo»—. Lo acogimos como a un hermano. Bien. Le dimos de comer, de beber y nuestro fuego le quitó el frío. Bien. Enterneció a Flora con la historia de que se moría. ¡La engañó, exigió su compasión, el miserable la hizo llorar, la convirtió en sacerdotisa del maligno rito que siguió! Mal. Flora se acostó a su lado. Desnuda. Desnuda. ¡Mal! Grité y quise arrancarla de allí para llevarla lejos, porque ellos, los demonios, se limitaban a mirar. Mucho más que eso: se miraban entre sí y reían con el orgullo de los buenos maestros. Mal. «¡Déjala, maldito, es una inocente florecilla no tocada!», es lo que no acerté a gritarle. ¡Lo hicieron ante mis propios ojos y el universo no se hundió! ¡Lo hicieron como los cerdos de las cuadras!
—¿Qué hicieron quiénes? —gimió don Manuel.
—¡La joven carne penetrada por el sátiro!
—¡Imposible! —exclamó don Manuel—. Allí estaba su madre, no lo habría permitido. El miedo a que ocurriera te hizo creer…
—¡Sus piernas desnudas enroscadas al cuerpo del maldito viejo! —pronunció Josafat con lágrimas en los ojos.
—Dejaron correr la broma un poco más de lo deseable, nada más —apuntó don Manuel con las primeras gotas de sudor frío en la frente.
—¡Fabi dijo que aquello deberían verlo todos los niños de Getxo! —sollozó Josafat.
—¡Los niños de Getxo! —se estremeció don Manuel.
—¡El maldito viejo murió dentro de la florecilla!
—¡Imposible!
A don Manuel le costaba reponerse de cada nuevo sobresalto.
—Lo enterramos a pocos metros de la casa —añadió Josafat.
—¿Qué? —gritó don Manuel.
—Tenían al maldito viejo por cosa propia —explicó Josafat elevando sus ojos al techo—, Fabi llegó a decir que nos pertenecía porque encontró entre nosotros una felicidad como nadie se la habría proporcionado, lo que le convertía en un pariente más próximo que uno de sangre.
—¿Dónde? —silbó don Manuel.
—A veinte pasos del pozo, bajo la higuera, emponzoñando el agua.
«¿Acaso disfrutaban saltándose todas las normas? Sólo a un asesino se le ocurre esconder el cadáver en su jardín, y ellos no habían matado al pobre anciano. ¿Qué les habría costado avisar a las autoridades? Pero, claro, ellos eran de otra pasta. ¡Saltábamos de una ilegalidad a otra!».
Josafat había conducido en primer lugar la carretilla a la que continuaba siendo su verdadera casa, es decir, la de Cristina, y, al saberlo, don Manuel le preguntó:
—¿Le contaste a ella todo lo que me acabas de contar a mí?
—¿Por qué no se lo iba a contar? —se asombró Josafat—, Incluso los pecados de otros hay que confesarlos para que sean perdonados.
Después de todo, parece que Cristina no llegó a tener plena conciencia de la supuesta violación, ganando con ello en salud. Seguramente, consideraría esa parte del relato de su hijo como uno más de sus delirios. Josafat habría comenzado a hablar y apartado la manta que cubría a Flora simultáneamente, provocando el grito de Cristina que desvió la escena hacia otros derroteros.
—Cubrió de besos a Fiorita, me preguntó si estaba muerta —contó Josafat— y llamó a una criada para que la ayudara a subirla a un cuarto.
—¿Cuándo ocurrió eso? —preguntó don Manuel.
—Hace una semana… Ama me decía que era lo mejor que yo podía hacer, que alguien lo tendría que haber hecho antes, que la mía había sido una magnífica decisión y que yo era, sin duda, la persona más indicada para hacerlo, y que al haber empezado por Fiorita para vaciar aquel burdel yo me había convertido en la mano de Dios… Me juraba que ya nunca más la dejaría marchar de su casa y que a mí tampoco me dejaría marchar, que estaba segura de que estábamos en el comienzo de una nueva era de la familia…
—¿No habló de llamar a un médico? —quiso saber don Manuel.
—No —respondió Josafat frunciendo el ceño.
—¿No?
—¡Hablaba, hablaba, hablaba! Pasaban los días y seguía hablando, y llorando, y también gritando, y rodeando de mimos a Florita, pidiéndole que no abandonara nunca a su abuela…
A fin de atar todos los cabos, don Manuel aventuró:
—No me la imagino soportando viva la violación de la inocente…
—¿Viva? —repitió Josafat. Miró a muchas partes, menos a don Manuel—. No sé cómo se lo tomó.
—¿Quieres decir que no recuerdas habérselo dicho?
—Yo no pude callar el gran pecado que quemaba mi alma. Lo que no recuerdo es cuándo se lo dije.
—Y al decírselo, fuera cuando fuese, ¿qué ocurrió?
—¿Que qué ocurrió?
—Sí, cuántos cristales rompió el terremoto que estremeció la casa.
—¿Terremoto?
«No se lo dijo, Asier. Definitivamente, no se lo dijo. Bien por falta de oportunidad (su madre no le dejaba meter baza, según él) o por misericordia. O puede que no se atreviera a pronunciar semejante palabra ante ella».
Cristina no quiso arriesgarse a que a su nieta le diera, en cualquier momento, por echar a correr hacia Oiarzena, o a que su madre fuera a reclamarla: su respuesta fue internarla en un convento de monjas por una larga temporada. Así se lo transmitió a Josafat, convencida de su aprobación. «Se sentía muy segura del hijo al que creía haber repescado; había regresado voluntariamente, no como la nieta, drogada». Entonces Josafat cometió el segundo rapto, con el mismo procedimiento del filtro de yerbas y la carretilla.
—¡Es que yo también la perdería y no podría protegerla! —explicó agitadamente.
Don Manuel suspendió sus paseos por la habitación ante la silla de Josafat.
—Y, ahora, ¿qué?
—Busco un agujero donde tenerla escondida.
—El rapto es delito, y lo tuyo es un rapto. Aunque, por otro lado, ella no puede regresar a Oiarzena…
Relampagueó la mirada de Josafat.
—Entonces, ¿me ayudará usted?
Don Manuel resopló.
—Se trata de mi casa, ¿verdad? Una solución digna de ti.
—Entonces, ¿me ayudará?
«Se había levantado. Era tan alto como yo. Pero nunca he visto un metro ochenta y cinco menos consistente. Había una mezcla de furia y desequilibrio histérico en la mirada rota con la que me dio a entender que yo era su única esperanza. Le mencioné a Fabiola: "Es su madre la que debe decidir sobre una menor". La cara de Josafat se puso roja: "¡Fabi no tiene marido, Fiorita no tiene padre! ¡Ocurrirían más catástrofes si devolvemos esa menor a semejante madre! ¡Pecado, pecado por todas partes!". Discutimos largamente. La madre, la mía, golpeó la puerta con los nudillos: "Son las mil y quinientas. A ver…", y a continuación empezó a hablar con alguien: "¿Quién eres, doña Calores?". Me precipité al pasillo y, en efecto, allí estaba Flora, desnuda. Entré en su cuarto provisional, cogí una manta de la cama y la cubrí».
—¿Dónde estoy?, ¿en su casa? Me ha traído mi tío… ¿Dónde está él? —preguntó Flora con absoluta tranquilidad.
—Estoy aquí —dijo Josafat, apareciendo en la puerta.
Flora se colgó de su cuello y cubrió de besos su cara, suspirando: «¡Cuánto me quiere mi tiíto!». Don Manuel la envolvió debidamente con su manta a medio caer.
—Yo había creído hasta ahora que este pasillo era una nevera —dijo Agustina mirándolo todo como si ocurriera todos los días.
Don Manuel empujó a Flora y a Josafat al interior de su cuarto, dedicando a su madre un «No pasa nada», y, antes de cerrar la puerta, la oyó: «Nunca pasa nada pero así empiezan las guerras».
—Se lo pregunté antes a tu tío: y ahora, ¿qué? —habló don Manuel.
—Estoy bien en Oiarzena, pero no tengo ninguna prisa por volver —aseguró Flora con un parpadeo delicioso, a juicio de don Manuel.
—Quedaos aquí unos días, mientras encontramos otra solución… o comprendamos que no hay ninguna solución. Tu tío ha raptado a una menor…
—Mi tío me ha raptado… ¡es maravilloso! —exclamó Flora.
—… y si yo os diera cobijo sería otro delincuente.
—¿Tanto te preocupan sus leyes?
—¡Son también mis leyes!
—¡Qué pena, Lapisero!
—¡Florita! —gritó Josafat.
—Elevo mi voz para que el gnomo oiga mi deseo: que el príncipe Jaso me conduzca a su castillo. Pasaríamos juntos una noche en su tálamo y por la mañana yo misma le pediría el regreso a Oiarzena —se expresaba Flora, radiante.
«Lo insoportable era que no estaba jugando, que hablaba en serio. Y Josafat también lo sabía, pues acababa de enrojecer intensamente».
—Este príncipe no tiene ningún castillo, de modo que a casita —ordenó don Manuel.
—Sólo unos días, por favor —suplicó angustiosamente Josafat—. Encontraremos una solución. No perdamos los nervios, pensemos con calma.
«El pobre Josafat y yo estábamos en la misma trampa. Sí, accedí: "Sólo un día o dos, o tres, no más". En tres días, con un poco de suerte, podría acabarse el mundo. Me metí en un arduo estibaje de gentes en nuevos huecos, que resultaría baldío sólo un par de horas después, al producirse la segunda y luego la tercera invasión de mi casa. Dispuse que Flora ocupase la misma cama, Josafat se acostara en la mía y yo en un colchón en el suelo de mi cuarto de trabajo. "¿Un colchón en el suelo?", protestó Flora. "Fue vareado en octubre", dijo la madre. "¿Arrojarás al suelo a tu propio hijo?", exclamó Flora. "A las visitas hay que darles lo mejor, aunque no se sepa quiénes son", dijo la madre, que recibió un sonoro beso de Flora. "Yo dormiré en ese colchón", dijo Josafat. "Lapisero dormirá en su alcoba y en su cama y tú dormirás en la mía", sentenció Flora. "Los huesos de los jóvenes duermen hasta en las peñas", aseguró la madre. "Nadie dormirá en el suelo, sobra ese colchón, mi tío y yo dormiremos en mi cama", insistió Flora. La madre aún no se había asomado al abismo: "No sería la primera vez que un tío se casa con su sobrina. En Getxo ya ha ocurrido". "No están casados, ama", le informé. "¡Jesús!", suspiró. "¿No lo comprendes, Lapisero? He de aprovechar que la puerta de ese cuarto no tiene pestillo por dentro", dijo Flora como supremo argumento. "Mi hijo te pone uno enseguida", dijo la madre. "¿Un pestillo?", roncó Josafat. Me planté ante Flora: "Escucha, niña, esto no es Oiarzena, se acabaron las salidas de madre. ¡Harás lo que se te mande!". "No hables así a la chiquilla, que tú tampoco estás en tu escuela", me abroncó la madre. "¡Pero mi tío me ha secuestrado! ¡Es perverso poner muros a un amor así!", exclamó Flora con pasión. Ahora la apunté con mi dedo: "¡Basta de castillos encantados! ¡Cada uno a su cama y chitóni!". Josafat fue el primero en moverse y me adelanté a abrirle la puerta de mi dormitorio. "¿Le vas a meter en sábanas sin cambiar?", mormojeó la madre yendo al armario y regresando con muda limpia. Rehízo mi cama y depositó las sábanas retiradas en la silla de mi cuarto. Me miró y saqué el colchón del trastero. Mientras la madre hacía mi nueva cama, me encerré con Flora y Josafat en mi cuarto de trabajo y creo que miré a Flora con toda la dureza que se merecía: "Nunca pensé que en mi propia casa tendría que dormir con la puerta abierta por si a una mocosa se le ocurre viajar desnuda por el pasillo". No esperé que su respuesta fuera su salida del cuarto y su marcha silenciosa por el pasillo hacia la puerta que se le había asignado. Añadí: "Compórtate como una buena chica, esto no es…" "Oh, sí, salta a la vista que esto no es Oiarzena. ¿Cuál será la siguiente lección del buen maestro?", sonrió ella. Contemplé su espalda irredenta alejándose y las sienes empezaron a golpearme. La alcancé y la detuve. "Espera. Sólo esto: ¿Cómo pudiste hacerlo? ¿Es verdad que ocurrió?… Mírame a los ojos. Me lo acaba de contar él. Está horrorizado. Yo también estoy horrorizado. ¿Tendrías conciencia de lo que has hecho… si lo hubieses hecho? ¡Tanto primitivismo hay que dejárselo a los animales!" La madre se había metido en su cuarto, estábamos solos Flora y yo. "Tu tío no debió sacarte jamás de Oiarzena y contar lo que mi comunidad tiene derecho a ignorar. Por favor, no me obsequies esta noche con uno de vuestros espectáculos. No sois para que os vean. Nos habéis impuesto vuestra presencia… ¡pero no añadáis los detalles que tenemos derecho a ignorar!" La oí: "No te atormentes, Lapisero, porque me caes muy bien y ama dice que algún día podrías encajar en Oiarzena. Tienes tres días para decidir si me devuelves o me encarcelas". "¿Por qué supones que barajo la posibilidad de devolverte?" "De otro modo, ya habrías llamado a los guardias." Su carita era inocencia pura al cien por cien. ¿Por qué el pecado se mostraba así? Me asombré a mí mismo regresando al horror: "Te obligaron a hacerlo, ¿verdad? Tu madre se habría alejado y no se percató…" Explotó y fuimos rodeados por una luz que no sé si venía del cielo o del infierno: "¡Era mi amigo y me necesitaba! ¿Sabe alguno de vosotros lo que es un amigo? Pidió mi cuerpo y yo quise hacerle el último regalo que recibiría en esta vida. ¿Qué importa que ocurriera o no? Lo único que importa es que él lo deseaba y yo lo deseaba". Cerré la puerta a sus espaldas y en ese momento sonaron los dos golpes de la aldaba del portal y el pasillo volvió a poblarse. Fue como empezar de nuevo. "Pues no hay más camas ni colchones", anunció la madre, en camisón y con la toquilla por los hombros. Le pedí que regresara a la cama y me contestó que "desde la cama no se ve todo". Al asomar la cabeza por mi ventana daban las tres en el reloj del comedor. Allí abajo vi a los tres: Fabiola, Moisés y Adolfo, retorciéndose de frío bajo sus mantas. Levantaron sus cabezas y, naturalmente, preguntaron por los huidos. Hice un gesto de asentimiento y se tranquilizaron. "Perdona, Manuel, no queríamos saber más que eso", dijo Moisés. Se retiraban. "¿Les digo que bajen?", pregunté. "Ellos deben elegir, no nosotros", añadió Moisés. Alguien me desplazó, Flora asomó a mi lado la cabeza. "¡Yupi, familia! ¡Bajamos!" Sus gritos sonaron como truenos en la Algorta dormida. "Un momento…, espera…", tartamudeé. Aún no habían empezado a correr los tres días para decidir su destino».
—Dejemos por esta noche las cosas como están —sopló don Manuel a su oreja.
—¡Han venido, me quieren demasiado y yo también a ellos! —suplicó Flora.
—¿Y tu tío?, ¿qué piensa?
—¡Sería maravilloso que tuviera que raptarme otra vez!
—Esté o no arrepentido, les debe una explicación y estoy seguro de que desea hacerlo. Debe hablarles, deben hablar todos. Antes… Además, ellos necesitan un café muy caliente, seguramente lo necesitamos todos. —Don Manuel se dirigió a los de abajo—. Suban, por favor. No molestan.
Bajó al portal a abrirles. Subió las escaleras detrás de tres rostros felices y agradecidos. Fabiola le fue contando:
—Estamos aquí por pura deducción, después de comprobar que en casa de ama entraban huellas de carretilla y luego salían. No quedaba más que el maestro.
—¡Una carretilla! —resopló Adolfo.
Flora los recibió con besos y abrazos, y los tres abrazaron y besaron a Josafat.
—Sesión continua —dijo Agustina.
—Descuiden —dijo don Manuel—. Está contenta de que algo se mueva en esta casa.
Sintió tentaciones de llevarse aparte a Fabiola y gruñirle: «Conque lo deberían ver todos los niños de Getxo, ¿eh?». También sintió náuseas ante aquellas madre e hija que profanaron la moral de la especie, o poco menos, una semana antes. Al que sí se llevó aparte Fabiola fue a Josafat, encerrándose con él en una de las alcobas. Don Manuel pensó: «En vez de zurrarle la badana, le consolará y felicitará por haberse atrevido, por fin, a seguir sus impulsos». Luego pidió a su madre que sacara café con leche bien caliente para todos e invitó a Flora, a Adolfo y a Moisés a pasar al comedorcito de las visitas: una mesa redonda de castaño con una gruesa capa brillante de barniz y en el centro un jarrón con geranios naturales sobre un tapetito empuntillado elaborado por las monjas, seis sillas, y en las paredes retratos amarillentos de familia y un gran cuadro de San Baskardo en macizo marco dorado. Los cuatro se sentaron.
—No sé qué decir —musitó don Manuel.
—Es Jaso quien debe decir algo, si se lleva a Flora o se queda —expuso Moisés.
—Quedarse… ¿dónde? —se alarmó don Manuel.
—Regresará con nosotros, sólo es una de sus crisis —declaró Adolfo.
—Nunca le tomáis en serio. Me ama de otro modo y yo le amo a él. Siempre me ha amado de un modo especial y este pensamiento me enternece. Aprenderé a ser como él me quiere —aseguró fervientemente Flora.
—¡Magnífico! —aprobó Moisés.
Don Manuel se puso en pie y la palma de su mano golpeó la mesa.
—¡Esta niña no tiene más que dieciséis años y ustedes la abandonan a sus instintos!
No acertó a precisar don Manuel la naturaleza de las tres miradas que convergieron en él, aunque tuvo la sensación de estar solo braceando con desesperación para mantenerse a flote. Entró Agustina a tomar del aparador la bandeja con el juego de tacitas de café y platillos. Don Manuel ya no pudo sentarse: metió las manos en los bolsillos de su pantalón y entonces sí que no supo qué añadir. Flora empezó a llorar en silencio.
—Le diré a Jaso que lloraste por él —prometió Adolfo.
—Te durmió para robarte, no se fiaba de ti. ¿Y él, se fiaba de sí mismo? Todo fue un juego, no está maduro para amar. ¡Y cómo espero la llegada de ese día! —exclamó Moisés.
Un arrastrar de zapatillas precedió a la entrada de Agustina en el comedor con el servicio de café. Se oyó una puerta al abrirse, sonaron otros pasos en el pasillo y entró Fabiola conduciendo de la mano a un Josafat tembloroso.
—¡Santo cafecoleche! —cantó Fabiola.
Flora se levantó para sustituir a su madre al lado de Josafat y lo sentó en una silla junto a la suya.
—Hemos hablado todos menos Jaso —les recordó Fabiola.
—Sirve, que a mí me tiembla —ordenó Agustina a su hijo, y don Manuel sacó las manos de los bolsillos y se acercó y se puso a manejar las dos jarras, la de café y la de leche, vertiendo sus contenidos en las tacitas en las proporciones que le indicaba cada uno.
—Siéntate con nosotros —suplicó Fabiola a Agustina.
—Yo tengo mi cancarro esperándome en la cocina —dijo la mujer, retirándose, pero cuidando de dejar la puerta muy abierta.
Con los cinco sentados alrededor de la mesa, sobraba una silla y una tacita. Don Manuel se sentó y Fabiola le sirvió los líquidos calientes. Los seis bebieron con persos grados de concentración.
—De manera que todo se halla en manos de Josafat, tanto el regreso al redil de la familia al completo como mi nombramiento de juez…, infortunio que echaría sobre mis hombros una responsabilidad espantosa. ¡Y lo más grave es que el juez ya tiene su sentencia! Puedo proteger a Flora y a Josafat y puedo no hacerlo. ¿Les queda a ustedes algo de sentido común para entender que lo único que debo hacer es protegerlos de Oiarzena? —dijo don Manuel.
—¿Oyes, Jaso? ¡Estamos en tus manos! —rió Flora.
—En un tiempo, llegamos a pensar que eras nuestro aliado o que podías serlo —se lamentó Moisés.
—¡Aquello ocurrió hace una eternidad de cuatro años! —exclamó don Manuel, y me confesaría que en ese preciso momento volvió a recordarse con amargura como chico de las llamas.
—Para terminar, preguntemos, pues, a Jaso si persiste en su secuestro o lo ha pensado mejor —dijo Adolfo.
—Dejemos en paz a mi hermanito, que jamás tuvo corazón para encerrar ni a un jilguero en una jaula —aseguró Fabiola.
—¡Me quedo con ella, debo protegerla de todo pecado! —gritó Josafat, levantándose y yendo junto a don Manuel, desde donde miró a sus parientes con ojos desencajados—. ¡Fuera, regresad a escape a vuestro estercolero!
—¡Mi fiel y valiente tío Jaso! —prorrumpió Flora con entusiasmo, corriendo hacia él y abrazándolo.
—En fin —suspiró Moisés apaciblemente—, que queden bajo la protección del maestro. ¿Todos de acuerdo?
—¡Tres días, tres malditos días! —bufó don Manuel—. Aunque ni yo mismo me creo que sean para meditar. Pero necesito, al menos, ese descanso de tres días con sus noches para afrontar la denuncia…
—¿Denuncia? —gruñó Moisés.
—¡Ella sólo tiene dieciséis años! —Don Manuel, de pronto, quedó suspenso y hasta dejó de respirar—. ¡Dios mío… y entonces sólo tenía doce! —«Fue un triunfo el minuto de silencio que conseguí»—. Se trata de mi conciencia, ¿pueden entenderlo? Dentro de tres días denunciaré esta situación a las autoridades y la niña será entregada a su abuela.
—¡Y ama la encerrará con las monjas! —gimió Josafat.
—¡Que alguien me explique por qué no me dejan ser libre! —preguntó Flora.
«Yo tenía catorce años cuando me puse de parte del rebaño de llamas que devastaba nuestras cosechas sólo porque tenía necesidad de comer».
—Josafat ha elegido y tú también. Que los astros lo bendigan. Nos retiramos —dijo Moisés levantándose.
—Lo siento —dijo don Manuel.
Fabiola y Adolfo también se levantaron.
—Ni en este mundo lleno de incomprensibles leyes en que vivimos se puede separar a una hija de su madre —retó Fabiola con rara firmeza. Cogió la mano de Flora—, Esta hija mía se viene conmigo.
De modo que Josafat se encontró solo, pues Flora ya estaba en el pasillo conducida por su madre, aunque se detuvo para tender una mano a su tío, diciéndole:
—Esto no es nada, amor mío, puedes volver a secuestrarme cuando quieras.
Moisés entró en la cocina a decir adiós a Agustina, y Fabiola y Flora a darle sendos besos.
—Cierren bien las mantas que ahí afuera corta el frío —fue la despedida de Agustina.
Don Manuel, en un movimiento sin convicción, se adelantó a todos y abrió la puerta y permitió pasar a Moisés y a Adolfo, y cuando llegaron Fabiola y su hija, tiró de ésta y la colocó a su espalda, junto a Josafat, y pidió a la madre que siguiera adelante sin detenerse.
—¿Por qué me han comprometido así? —se encaró con los tres que le miraban al otro lado del umbral. «Era consciente de mi acaloramiento y no intenté mitigarlo.»—. ¿Se dan cuenta de que ahora ya no puedo cruzarme de brazos? ¿Entienden mi situación? Existía Oiarzena con ustedes dentro y todas sus cosas… ¡pero yo no lo había creado ni favorecido! ¡En adelante ya no sería inocente!
«Me miraban. Nada más que eso: mirarme. Me miraban los tres que tenía delante y Flora y Josafat, a mi espalda, a quienes no veía pero cuyas miradas sentía. Y el silencio de los cinco permitiendo o estimulando que me mirara a mí mismo, como esperando de los astros magnánimos que descendieran».
—¿Qué le pasa a la puerta?, ¿atascada? —sonó la voz de Agustina—. ¿O alguien se ha olvidado algo?
«También miré a la madre. Claro que tampoco habían pasado por ella los veintidós años desde 1907; aún me solía comentar: "No te comieron aquellos bichos de milagro". Vino y me apartó a un lado: "No dejas pasar a la chiquilla ni a su novio". Sacó a los dos de mi espalda al descansillo y el grupo los recogió y todos empezaron a bajar las escaleras. ¿Adviertes, Asier, que fue la lógica la que decidió por nosotros?».
—¿Qué haces ahí como un pasmarote? —suspiró Agustina cerrando la puerta y el episodio.
«No hubo, pues, una única prueba a nuestros catorce años y se acabó para siempre, sino un perenne estado de alerta a fin de percibir los sucesivos atentados en la maraña de hipotéticas verdades que conforman nuestro discurrir hasta que algo nos devuelve (por unos vanos y acusadores instantes) al olvidado tiempo en que aún disponíamos de los gramos de inocencia para hacerlo y nos preguntamos: ¿cómo lo hicimos entonces?, ¿cómo lo hicimos?».
Le llegó la hora de la escuela sin pegar ojo. Al bajar al portal no vio la carretilla.
No concluyó allí su implicación en Oiarzena. Sin embargo, los siguientes años, hasta 1935, los vivió don Manuel en la confianza de que no sobrevendrían nuevas extravagancias que reclamaran su intervención, pues el más sospechoso de algo semejante, Josafat Baskardo, había muerto trágicamente en 1930. A no ser que alguien considerara una extravagancia la incorporación de Matías Urondo a Oiarzena como amante de Flora, tentación en la que no cayó don Manuel. La cosa se veía venir desde hacía un año, desde el comienzo de sus relaciones, aunque don Manuel mantuvo la esperanza de que el amor se disolviera a tiempo.
Se trató de una situación nueva, algo a lo que la tribu no nos tenía acostumbrados. Don Manuel no lo habría denominado deglución expansiva de aquel imprevisible paganismo si Matías Urondo no hubiera pertenecido a Getxo, pues hasta entonces Oiarzena se había nutrido de carne extranjera.
—Esperaron más de veinte años, pero ya cuentan con el primer prosélito autóctono —decía.
En 1935, Matías Urondo tenía treinta y un años y jugaba de interior izquierda en el Getxo F. C., al que había regresado el año anterior tras su paso por el Athletic de Bilbao y el Madrid. Aún conservaba mucho del gran jugador que fue, no simple gloria local, sino un nombre camino de la leyenda junto a los míticos Acedo, Belauste, Chirri, Travieso… Con el tiempo, se le perdonó su traición, su salto al Athletic, después de dos temporadas en el Getxo, club que lo descubrió y formó como jugador. Figurar en las alineaciones del equipo del pueblo era el gran sueño infantil creador de ídolos, odiados de inmediato si cedían al dinero y fichaban por el club rico de la capital. Rapiñas así mantenían viva la vieja guerra histórica entre aldea y ciudad, entre tradición y modernismo, especialmente virulenta en tiempos históricos y hoy reducida a las batallas del fútbol. «¡Esto ya no es ni fútbol ni nada, es un mercado!», protestaban los mayores. ¡Y aún era 1927! Empero, se jaleaban los goles que marcara el getxotarra con la nueva camiseta.
Sólo una temporada permaneció Matías en el Athletic: en 1928 lo fichó el Madrid. El terremoto en Getxo revistió aún más intensidad, pues ahora no se trataba de un cambio de club sino de un cambio de galaxia, incluso de raza. Si Bilbao representaba para Getxo el poder del señorito, Madrid era, para demasiados, la bota histórica que pisaba al pueblo vasco. A algunos les provocaba náuseas ver a Matías con camiseta y pantalón blancos cuando su equipo visitaba San Mamés. Decía don Manuel que el fútbol era colores, «esos remedos de banderas, estandartes, blasones, gallardetes, pendones, tafetanes de combate que distinguen a un ejército de otro, a un equipo de otro. Cuando alguien invente algo para que el fútbol sea practicable sin colores, desaparecerá». Y concluía sombríamente: «De ahí su naturaleza inmortal».
Matías militó seis temporadas en el Madrid y ganó dos campeonatos de Liga y uno de Copa. Regresó, pues, al Getxo en 1934, con treinta años, y pudo participar en aquella final contra el Portugalete en la que yo, Asier, resulté determinante proporcionando al Getxo un sustituto —Vicente, el forastero— del delantero centro titular enfermo de almorranas. El único gol lo metió Vicente, mi especial amigo en aquellas semanas en que yo me desplazaba todavía en la silla de ruedas construida por mi hermano Marcos. El presidente del Getxo F. C. era, por entonces, Braulio Apraiz, «Chuleta», carnicero hasta tres años antes, el mismo que, en 1907, vendió en su mostrador carne de llama procedente de los animales que iba adquiriendo a medida que los cazaban. En 1931, al cambiar la carnicería por la taberna, ésta fue sede social del Getxo F. C., y acogía las reuniones de la directiva. Hubo grandes reparos para readmitir a Matías, pero en la votación no apareció ningún No en los trocitos de papel de bloc.
Flora Baskardo y Matías Urondo hubieron de conocerse antes de aquel verano de 1934, es decir, entre mayo, mes de su regreso, y el comienzo del verano, breve espacio que fue posible precisar por las frases insultantes que profirió Matías en la celebración de aquel triunfo sobre el Portugalete en la taberna de Braulio, pues, mientras todos bebían y cantaban, él bramaba: «¡La muy puta…, la muy puta…!». Getxo pronto comprendería que ese incidente no podía separarse de otro ocurrido días antes: Jesús, «el Cheposito», brotando a trompicones de los bosques de pinos de La Galea, gritando: «¡He estado con la Virgen! ¡Era Ella!». En su carrera ni siquiera acertaba a levantarse los pantalones y sujetárselos con su correa a la cintura. Cuando pudo empezar a contar a unos y a otros la clase de sublime momento que había vivido, nadie dudó de que era cosa de la desvergonzada de la sábana. Contó que se le había aparecido en la penumbra del bosque una figura blanca de largos cabellos, que acarició su jiba y copuló con él en la cama de agujas del suelo. Porque se sabía que, en cinco o seis ocasiones a lo largo de los últimos años, Flora la de Oiarzena se había entregado a otros tantos hombres y delatado un pésimo gusto, pues los elegidos eran todos o inválidos o deformes o dementes o simplemente feos hasta decir basta, o todo a la vez. Un casual encuentro en la calle, un cruce de miradas, era suficiente para que Flora se pusiera a caminar tras el elegido, no hasta un lugar escondido sino hasta cualquier lugar, de manera que se habrían producido más hechos que esos cinco o seis de no haber salido algunos varones por piernas ante la presencia de intrusos, a quienes Flora no prestaba la menor atención… No todos creían en estos relatos, «pero tú y yo sabemos que pueden ser verdad, y eso basta», me decía con amargura don Manuel. «Por las razones que bien sabes, tú y yo somos los únicos en disposición de aceptar sin grandes aspavientos que esa muchacha era capaz de comportarse así… ¡Por todos los demonios, Asier: amaba a sus semejantes y les daba lo que no tenían! Espero que lo suyo no fuera caridad cristiana. Tarados, inválidos, monstruos despreciados… Sentía en su cuerpo los dardos de las miradas cargadas de deseo que atravesaban su túnica, y se enternecía. Miradas de inocentes desplazados, por sentencia inapelable, del mundo de la carne, apartados de los primeros juegos eróticos con niñas y adolescentes, y más tarde dé los más serios con muchachas, escuchando: «Eres muy bueno, todas te queremos», pero regresando cada día a su mundo de soledad y, los sábados, a los prostíbulos. Flora volvía a repetir su primera entrega al vagabundo. Amaba hasta ese extremo a sus semejantes más infortunados. A todos, sin dejar ni uno. ¿Qué le vamos a hacer?… Bien, y con ello también hubimos de vivir.
No era el caso de Matías Urondo, hombre bien parecido y solicitado. Su descarte nos obligó a preguntarnos en qué otra circunstancia le conocería. Coincidían en pocos territorios. No, por supuesto, en el baile de los domingos en la plaza, donde nunca se vio aparecer a Flora, por suerte para todos. Entonces, ¿un encuentro en cualquier calle, carretera o camino, con el flechazo correspondiente? El propio Matías nunca habló de ello, «aunque sabía que es imposible ocultar una relación de ésas, y menos tratándose de ella. Me refiero a que en un pueblo una pareja no puede ocultar un idilio largo, y él supo desde un principio que el suyo sería largo, es decir, para siempre. Y, sí, el asunto acabó en pareja estable. Siempre supo Matías cómo iban a ser las empresas que emprendiera. ¿Le recuerdas avanzando con el balón pegado a su bota izquierda, no sólo sorteando a cuantos contrarios le salían al paso sino desarrollando una estrategia ya previamente planificada desde el mismo momento de apropiarse del balón, dibujando sobre la yerba el plano dibujado en su mente? Pues así con Flora. Sin embargo, lo ocultó, aunque no era cobarde. Había algo más. Pudo conseguirla en su primer encuentro, y es posible que sin mediar apenas palabras, como proceden los impulsivos vocacionales, como lo era Flora; y si Matías no lo era, se lo contagió. Lo que intento explicarte, Asier, es que Matías tardó en digerir aquello: una chica con su leyenda de caritativa reproduciendo con él su inclinación… ¿Cómo encajar esa ligereza de cascos con su certidumbre de que era la mujer de su vida? En otro caso, habría pulgado su fulminante conquista en la playa. Forcejeó consigo mismo hasta digerirlo. Luego, no le importó mostrársela a Getxo… Bueno, y sería la playa el lecho ideal para escena tan volcánica…».
—¿A qué hora y minutos?
—En la playa, sí, donde ella buscaba casi a diario el encuentro de su cuerpo desnudo con la Naturaleza, y él, entrenando sobre el agotador suelo de arena.
La naturalidad con que enseguida se mostraron en público inclinaba a pensar que, o bien vivían su idilio demasiado metidos en sí mismos, o ella lo estaba educando —o ya lo había conseguido— a superar los tabúes. Getxo se removía en su pedestal, era como asistir a la vampirización de un inocente sin poder prestarle ayuda, excepto algún cauto comentario de sus más próximos: «¿Sabes lo que estás haciendo? Tú siempre fuiste un chico serio», «Encima, esa Flora no tiene padre», «¿Cuándo le dices adiós muy buenas?». Los comentarios a su espalda eran más fuertes. Es que, por primera vez, la tribu de Oiarzena proyectaba un tentáculo al exterior, eligiendo nada menos que a Matías, el ídolo local. En el ánimo flotaba la idea de secuestro… «Matías no abriría una taberna o un restaurante, destino final de futbolistas y pelotaris populares, Flora no le dio tiempo al llevárselo a Oiarzena, con el problema de conciencia añadido que hubo de crearle y que él tenía que haber previsto. Sería tonto decir que finalmente consintió, porque no se trató de consentir sino de encontrar las palabras con que justificarse ante su familia y el pueblo, y principalmente ante sí mismo; el consentimiento ya se lo había otorgado desde un principio, sabiendo cuál sería su destino irremediable, para afrontar el cual dispuso, al menos, de un preámbulo de acomodación en el paraíso de la playa».
Siempre fue la playa refugio nocturno de parejas enamoradas o de simples desahogos con hembras profesionales, y siempre arrastró a mirones responsables o a cuadrillas de gamberretes que, más que a vigilar, bajaban a la playa a espantarlas en su momento álgido. La playa había dado y quitado muchas honras. Un varón ganaba prestigio si le veían bajar con una y otra novia; una muchacha quedaba marcada si era descubierta una sola vez.
Hallándose Flora libre de estos dogmas, Matías recibió todo el plomo. «Quizá en aquel verano le pareciera prematuro enfrentarse abiertamente a su comunidad, pudiendo hacerlo más tarde. Me refiero a que nada le obligaba a correr tanto: ganaría meses o años de tranquilidad ocultándonos sus planes por algún tiempo, ello sin tener nada que ver con la posibilidad de que todo se fuera al traste, cosa que no entraba en la cabeza de Matías. La playa acabó siendo para él una especie de cámara de descompresión, y también para Getxo, que así fue asumiendo gradualmente el estropicio. Este período de adaptación superó el año. Pero no bastó. Aunque nadie podrá echarle en cara a Matías desinterés por mitigarnos el batacazo. Resultaba penoso verlos en demasiadas partes en apariciones inocentes que muchos tenían por retos. Por suerte para el Getxo F. C., Matías le prohibiría asistir en las gradas a los entrenamientos previos a la final de aquel verano contra el Portugalete, de otro modo no hay duda de que allí la habríamos tenido; como muestra del otro sexo ya teníamos bastante con «la Chipinita» —¿recuerdas, Asier?— para reprimir tacos y blasfemias de todo tipo sobre el césped con su sola presencia; con dos mujeres no se habría ganado el partido. Hasta que una noche Matías ya no fue a dormir a su casa.
Matías se instaló en Oiarzena al verano siguiente, en agosto, tras un ¿noviazgo?, de catorce meses. «Nunca perdí la esperanza de que no ocurriera, de que fuera él quien se impusiera llevándosela a Urondoetxe. Confié en un último rastro de sentido común, que no existió. Me dije: «Ya lo ha hecho. Ya está hecho. Y, ahora, ¿qué? Es tarde para improvisar algún remedio, sólo nos queda echárselo en cara». Sin embargo, no me resigné del todo. Era duro callar ante la nueva profanación, no podía apartar de mí… ¿Profanación?, le pregunté. «… No podía apartar de mí esa idea… Sí, profanación. No espero que llores, Asier, sólo cierra los ojos y haz un esfuerzo por sentir lo que encierran estos viejos sonidos milenarios: Ur… Urondo… Urondoetxe… Y sigue sintiendo la nueva profanación que entonces, a 1934 de la era cristiana, aquel lechuguino de Matías Urondo infligió al cuño de uno de nuestros cuarenta y ocho Fundadores».
—Los Orígenes, la leyenda… —me limité a comentar—. ¿Creen todos ustedes que aquello existió, que fue tan perfecto?
—¿Cómo voy a saber si fue perfecto? Incluso, ¿qué me importa cómo fue? —exclamó él—. Lo que importa es que existió, fue de algún modo, lo tuvimos, fue nuestro, y ese Principio, que fue de algún modo, era incontaminado, fuera como fuese.
—Incontaminado —dije.
—Incontaminado —dijo él.
—Un sueño —dije.
—Como quieras: un sueño —dijo él.
—Un sueño incontaminado —dije.
—Un sueño incontaminado —dijo él.
Y yo añadí:
—Y sobrevino la primera profanación de la Historia y clamó al cielo la primera voz nacionalista…, suponiendo que aquella criatura poseyera ya cuerdas vocales.
—Antes, Asier, antes… La aparición de las cuerdas vocales procede de otro anhelado invento contaminador: la voz humana y la palabra. Siempre hay un antes.
—Usted es maestro y estoy escuchando a un Baskardo de Sugarkea que, supongo, tienen muy a su pesar la voz y la palabra.
—Sin embargo, son los menos contaminados. ¿Te tranquiliza que lo reconozca un maestro?… La verdad es que nos ponemos a hablar y caigo en lo de siempre, pues lo profundo nuestro no puede explicarse con palabras, te lo he repetido mil veces.
—Un sueño —lamenté.
—Pero un sueño en el que nos gusta creer… de alguna forma. Los pueblos viejos somos así.
Le advertí que cada pueblo tiene su leyenda, con sus Orígenes, su Principio…
—Quizá nuestro pueblo diera origen a todos los demás pueblos. —Se acompañó de una sonrisa—. Lo dice la leyenda, la nuestra… No se trata de soberbia, Asier, la verdad es que ignoro si eso sería bueno o malo.
Me exasperé:
—¡Un maestro leído no puede sostenerlo ni en sueños!
—Nada pueden la ciencia y la razón contra lo que se siente.
Suspiré y clavé los ojos en él.
—Y así, hasta hoy —le amenacé.
Dudó, pero enseguida se mostró roqueño.
—Sí, claro, hasta hoy. —Su rostro se arrugó—. Si quieres pensar que nuestro fundamento es el delirio, hazlo. Pero no te ensañes, recuerda que todo amor es eso, un delirio… —Sonrió otra vez—. Nunca nos comprenderéis.
—Si Matías Urondo se hubiera limitado a dejar Urondoetxe, todos tranquilos. Pero ¡horror!, desembarcó en Oiarzena… Sin embargo, usted llegó a aproximarse como nadie a ese su nuevo mundo y lo hizo con comprensión, incluso aceptó en algún grado las costumbres prohibidas…
—No lo sé.
Aunque sostuvo mi mirada, no era sincero. Al acusarle abiertamente de mentiroso, se me antojó que me echaba en cara mi incapacidad para comprenderle a él y a su gente:
—Sí lo sabe. Usted no es un calco de ellos. En algún rincón de su inpidualidad ha de seguir sintiendo aquel mensaje de libertad que, según usted mismo, nos trajo el macho de las llamas y que supo recoger un chico de catorce años llamado Manuel.
Tampoco cayó en las palabras, su mirada me pidió que no volviera a debatir el tema con él si no me cambiaba a su lenguaje profundo.
Matías jugó en el Getxo su última etapa de futbolista, hasta julio del 36. Más que jugar, simplemente perteneció: el club cambió su actitud hacia él a partir de su fichaje con Oiarzena. La decisión no fue fácil. «¿Qué hacemos con Matías?», preguntaba el presidente Braulio Apraiz a los directivos en las reuniones oficiales, y en las no oficiales ante el mostrador con los jugadores de la plantilla, los Chus, «Pololo», Ricardo, «Tocino», Andrés, Bautista, Evaristo (mi primo, hijo de la tía Andrea, extremo izquierda), «Cholo» y demás. «¿Quién quiere a un indio con sábana en el vestuario?». Se le empezó a marginar de las alineaciones, al principio un domingo sí y otro no, o sustituyéndole en pleno partido, para acabar eliminándolo del todo.
«Tuvo que ser la Guerra la que hiriera casi de muerte a Oiarzena: huyeron a Francia Matías y Flora, los anarquistas, dejando al recién nacido Océano al cuidado de la abuela Fabiola, y los requetés asesinaron a Adolfo. ¡Maldita Guerra, Asier, mil veces maldita Guerra! Aunque no fue responsable de lo ocurrido antes: la muerte trágica de Josafat. De Oiarzena, o en Oiarzena, sólo quedó una mujercita de cincuenta años dudando sobre la educación que debería dar a su nieto».
En el año 1944 se produjo en Getxo un episodio esclarecedor: la huida-repudio de Elisenda —la hija de Efrén y, por tanto, Baskardo, entonces ya Bascardo— en compañía del soldado que la violara en la playa, siete años atrás. Cuando aquella carreta tirada por un caballo de mina y cargada con muebles viejos y pertrechos de labranza y, sin duda, semillas se detuvo ante el Galeón y Elisenda descendió desnuda las gradas de su palacio con el niño, también desnudo, en brazos y el hombre —¿quién podía ser sino él, aún con aire de excombatiente y de ex preso político, aunque en la luz opaca de sus ojos se abría paso una esperanza de futuro?— recogió al niño que ella alzaba en sus brazos y luego la ayudó a subir, todo ante las miradas estupefactas de la madre, Ángela Lapaza, condesa de Dios, y de su troupe del bacará en la terraza, comprendimos que los tres huían para siempre de la gran mentira que componíamos todos. Comprendimos igualmente que Elisenda dispuso de siete años para visceralizar que su violación en la playa fue el acto más auténtico que habían cometido con ella, así que tuvo a su hijo y esperó, sabiendo que el soldado había sentido lo mismo y volvería por ella. Tuvieron el valor y el buen gusto de cambiarnos por el regreso a unos orígenes que no eran los de don Manuel.