Aquel día también un manto blanco cubría el mundo. Y nuestras almas eran más blancas en casa de Ama. De nada sirvió que me asomara a una ventana y me dijera a mí mismo al verlo todo blanco: «Estamos sin pecado. Qué bien, ¿eh, Martxel?». Martxel no estaba conmigo ni me podía oír. Llevábamos dos años así, sin pecado, y estoy seguro de que por eso aquel día el color del mundo era el blanco. Martxel, yo y Fabi hicimos la primera comunión de blanco. De nada sirvió siquiera el que aún no me hubiera retirado de la ventana, ni que Martxel apareciera de pronto cubierto de blanco cuando yo estaba allí esperándole en traje de montañero para salir en busca de la modelo del cuadro. «¿Aún estás así»?, dijo Martxel desde la puerta. «Estoy vestido, podemos salir cuando quieras», dije. «¿Vestido? ¡Vamos, vamos, nos esperan!», dijo Martxel. «¿Quién nos espera?», dije. Martxel se dirigió al armario, lo abrió, sacó una sábana plegada y la puso extendida en mis manos. Mi mirada iba de la sábana a sus ojos, y entonces descubrí cómo iba él vestido. Él mismo tuvo que empezar a desnudarme. Y acabó, porque yo no podía hacer otra cosa que mirarle a los ojos. ¡Era el mismo de hace un rato, pero, Dios mío, no era el mismo! «Tu cuerpo es hermoso. Y tus pies», dijo Martxel, porque también me había despojado de las polainas, las botas de tachuelas y los calcetines blancos de lana gruesa de oveja. Salimos de blanco al jardín, también blanco. Los sirvientes se apartaban como tontos a nuestro paso. La nieve pisada con la planta desnuda de los pies cruje igual que bajo suelas. No siento frío viendo a Martxel abriendo los brazos para abrazar todas las cosas y respirando a pleno pulmón y diciendo: «¿Dónde estaba mi cuerpo y dónde mis pobres sentidos?». Alcanzábamos la puerta exterior cuando la oímos gritar: «¡No, no, no…!». Ni me detuve ni me volví, porque Martxel tampoco se detuvo ni se volvió. «¡Que vuelvan mis hijos! ¡Otra vez no!», gritaba Ama. Martxel abrió la puerta de hierro, pasamos y luego no la cerró. «Los muros deben estar siempre abiertos», dijo. «¿Qué puede hacer una madre cuando sus hijos se empeñan en coger una pulmonía?», gritó Ama.
Aquella nieve de hace seis años y la de hoy. Nieve blanca en un sitio y nieve blanca en otro sitio. ¿Es posible que haya dos casas blancas? ¿Cuál de las dos es la blanca?
Ahora, Adolfo baja del camarote con una palangana llena de patatas de nuestra cosecha y la vuelca sobre la mesa donde estamos Martxel, yo y Fabi con cuchillos preparados para pelarlas. En la cocina baja arde un gran fuego de troncos de roble. Adolfo se sienta en el banco junto a Martxel y empezamos a pelar y a echar en la palangana las peladuras que luego coceremos para los dos cerdos que criamos, no para nuestro alimento sino para vender en el mercado por San Baskardo. Sobre el fuego cuelga un perol con agua.
—¿Qué hace Flora allí arriba? —dice Fabi.
—Creo que ha encontrado algo —dice Adolfo.
Cuando Adolfo vio a Martxel al cabo de dos años, se precipitó hacia él y lo besó en la boca y lo abrazó, llorando, bajo la parra sin hojas del portalón. «¿Lágrimas?, ¿no puede uno salir a dar una pequeña vuelta?», dijo Martxel con asombro secando las lágrimas de Adolfo con una punta de su sábana. «Le ha esperado», oí susurrar a Fabi a mi lado. En el rostro de Fabi también había una gran emoción, pero no se movió, sus lágrimas las vertió hacia dentro. Lo que sí hizo fue coger mi mano con la suya, transmitiéndome un calor y una presión que me hicieron recordar que yo también había estado lejos de ellos dos años, no sólo Martxel. Sin haber cruzado ni una mirada de complicidad, Fabi y yo vigilábamos a Adolfo, y cuando sus ojos cargados de asombro parecieron descender por su cara para abrirse en una boca que quería decir algo, tanto Fabi como yo supimos lo que iba a decir, de modo que le contuvimos con dos muecas idénticas sin habernos puesto de acuerdo, le enviamos algo así como varios ¡chist!, ¡chist!, y él no sé si lo entendió, al menos no sacó allí los dos años de ausencia de Martxel. Y mía. «¡Vuestros pies mojados de nieve!», dijo de pronto Fabi, empujándonos a Martxel y a mí hacia el fuego de la chimenea. Nos sentó en el banco corrido y entonces aprovechó la pequeña Fiorita para abrazar la cabeza de Martxel y darle besos por toda la cara diciendo «¡Tío, tío, tío!», y así supe que eran de ella los grititos que venía oyendo desde nuestra llegada. Luego me tocó a mí, sentí en mi cuello la carne de sus brazos y sentí su cuerpo contra el mío. La dejé con nueve años y ya tenía once. Dios, las redondeces de su cuerpo bajo la escasa tela, que en cuanto acabara el invierno vería desnudas. Quise verle la cara para asegurarme que era ella, pero por no tocarla no la aparté, me aparté yo. Miré. Era Florita. «¿Qué miras?», dijo. «Nada», dije. Pensé que ojalá me equivocase y creyendo que era Fiorita no lo fuese. Porque yo no me permitiría ser mejor que Martxel, quien en la niña Roleta Altube vio a Andrea. Así, pues, yo no sería mejor que Martxel si la que creo Fiorita no fuera Florita. Debía negarme a ser mejor que Martxel. Vigilaría a los demás hasta descubrir que esta Fiorita no es la hija de mi hermana Fabi, es decir, mi sobrina, sino otra pariente cualquiera, y la verdadera Florita podría ser cualquiera de aquellas mujeres de Martxel que vivieron con nosotros, Julieta, Rafaela o Dominga, que ya no están. Debía encontrar parecido con alguna de ellas en la niña de once años, como Martxel encontró en la niña Roleta Altube parecido con Andrea.
Fabi restregó nuestros pies con una toalla, diciendo: «¡A quién se le ocurre, descalzos en la nieve!», y nos trajo sandalias de cuerda y nos las calzó y lo que trajo también fueron dos mantas. De dos tirones arrancó las sábanas de nuestros cuerpos para cubrirnos con las mantas y entonces me di cuenta de que ahora ellos también vestían mantas en vez de sábanas. En el cambio de prendas hubo un momento en que Martxel y yo quedamos desnudos. «Estaba a punto de olvidarme de cómo erais», dijo Florita. Cubrí precipitadamente con mis manos mis cosas. «¡Jaso!», dijo Fabi. «¡Tío!», dijo Florita. Martxel y Adolfo rieron y Fabi dijo: «Ya está bien, ¿hasta cuándo?», y me cubrió con la manta antes que a Martxel. Bueno, y entonces Fiorita se desnudó, apartó a patadas la manta que había caído a sus pies y extendió sus brazos en cruz, diciendo: «¡Os quiero a todos con todo mi cuerpo!», y echando a correr como una loca por la gran cocina sin ni siquiera sandalias de cuerda. «¡Os quiero, os quiero!», gritaba, el pelo largo y suelto flotando en el aire, moviendo los brazos como aspas de molino. Todos la miraban. Yo también la miraba. Pensé: «Dios mío, no ha tenido que llegar el verano para verla desnuda. Tiene ya cuerpo de mujer, al menos su cuerpo es como el de Fabi, que es la primera mujer a la que vi desnuda». ¿Cómo me enteré de cómo es si no la quería mirar? Fuera, todo seguía blanco, como alrededor de la casa de Ama que acabábamos de dejar. Sin embargo, en una casa ocurrieron cosas que nunca ocurrirían en la otra. Había una blancura sin negros en la felicidad de los rostros de Martxel, Adolfo y Fabi viendo a Florita cerrar un círculo tras otro a nuestro alrededor. Estando ella en reposo, yo no habría podido poner mis ojos una sola vez en las redondeces de ese cuerpo desnudo, pero entonces mis ojos parecían huir de mí sin pedirme cuentas y por eso me atreví a pensar que resultaba imposible no mirarlas. «¡Ya está Jaso como un tomate!», dijo Martxel. Fabi me abrazó y besó y me dijo: «¿Cuándo dejarás de ser un viejo para ser un niño? Te ayudaremos, te ayudaremos».
La culpa la tuvieron aquellos dos años fuera de Oiarzena en que dejé de ver crecer a Florita, pues antes yo podía ver a diario su cuerpo desnudo. «Baja a la nena a la playa», me decía Fabi, y Florita y yo bajábamos a la playa. Al regreso, Fabi desnudaba a Florita y advertía esas partes de su cuerpo que no habían recibido sol. «Ya estamos… Te hemos dicho mil veces, Jaso, que la carne de cada uno de nosotros no es de los demás sino nuestra… ¡nuestra!, y nadie tiene derecho a decidir sobre ella. Nos gustaría saber dónde has conseguido ese trajecito de baño tan mono para tapar a tu sobrinita», decía Fabi. Podía ver su cuerpo, lo que no quiere decir que… Y además había algo en Florita que preocupaba igualmente a otra persona de la playa, porque Madia o Magda empezó sentándose lejos de nosotros, para ir acercándose a medida que pasaban los días de aquel verano en que Florita tenía tres años. Me gustaban más los días en que bajaba yo solo con ella, pues podía ponerle el bañador. Cuando nos acompañaban Martxel o Adolfo o Fabi, o dos de ellos, o los tres, había de ingeniármelas para no ver la carne de Florita que solía cubrir el bañador. Y cuando digo que durante años vi crecer su cuerpo desnudo quiero decir que me lo imaginaba cómo crecía, tanto en la playa como en casa. Al principio, los cuerpos desnudos no me daban tregua en la playa. Por suerte, en varias ocasiones, Martxel, Adolfo y Fabi fueron llevados por los guardias al calabozo del Ayuntamiento y multados por escándalo público y sólo la intervención de Ama evitaba un juicio. Desistieron, pero sólo durante el día, pues se desnudaban en la playa por la noche y los guardias lo sabían pero hacían la vista gorda. El caso es que, cada vez con más frecuencia, Florita y yo bajábamos solos a la playa, y cuando nos acompañaban Martxel o Adolfo o Fabi, o dos de ellos, o los tres, no se desnudaban, aunque sí desnudaban a Fiorita, sin que la gente de la playa nos gritara barbaridades. Tardaron demasiado en tomarla con Florita, hube de esperar cuatro años. Después, ya no tuve que vivir pendiente de desviar mi mirada.
Tenía Florita tres años cuando Madia o Magda la descubrió, me refiero a que empezó a sentarse cada vez más cerca de nosotros. Esto no ocurría cuando estábamos con Martxel o Adolfo o Fabi, o con dos de ellos, o con los tres. Florita y yo nos sentábamos siempre en el mismo sitio, en el centro de la playa, a la altura del viejo Castillo. «¿Sabéis a quién tenemos ahí? A la mujer de Roque Altube con su hija Anastasia. Volved la cabeza con disimulo, sé que es Madia o Magda», dijo un día Fabi. ¡Madia o Magda era una de ellos! «No pongas esa cara, Jaso, que cuando se casó con Roque dejó de pertenecer a esa familia, aunque todavía sigan viviendo juntos», dijo Fabi. «Madia o Magda, su familia, todos son buena gente», dijo Martxel. «Madia o Magda, qué gracioso», dijo Adolfo. «¿Cómo puedes decir que son buena gente? ¡Todos son demonios! ¿Ella y Efrén son buena gente? ¡Ella sigue tirando piedras a nuestra casa por navidades!», dije. «¿A Oiarzena?», dijo Martxel. «Calla, Jaso, por favor. Nuestra casa es Oiarzena», dijo Fabi. «No veo que alguien tire piedras a Oiarzena», dijo Martxel. Le miré. Yo no había interrumpido la construcción del castillo de arena para Fiorita. No me miró. «Yo no puedo olvidar, no me pidas tanto», dije. «Nuestra casa es Oiarzena y nadie le arroja piedras, Jaso», dijo Fabi. «Madia o Magda, ¿en qué quedamos? Su nombre será uno de los dos…», dijo Adolfo. «¡Yo puedo olvidar muchas cosas, pero no todas!», dije. «Ta, ta, ta…», dijo Fabi. Entonces Martxel se incorporó, se volvió hacia mí y me golpeó la nariz con un dedo y dijo: «¿Por qué no jugamos con Jaso al juego de tirar piedras que tanto le gusta?». Fabi me miraba. «Digo yo que se llamará Madia o Magda», dijo Adolfo. «Exactamente, así se llama: Madia o Magda», dijo Fabi. Pero no dejaba de mirarme. «¿Es que aún no ha decidido ella misma cómo llamarse? Podríamos preguntárselo ahora que la tenemos a mano», dijo Adolfo. «Que yo sepa, a ninguno de Getxo se le ha ocurrido pararla en la calle o incluso ir a su casa para salir de dudas: "Oiga usted, que la curiosidad nos corroe…". Pero creo que ni siquiera su marido se lo habrá preguntado cuando pasaban los años y ella no se lo decía. Roque Altube. Roque… ¿Es posible tener ocho hijos con una mujer sin saber…? Nunca se me había ocurrido pensar en ello. En fin, que sean muy felices», dijo Fabi, pero no dejaba de mirarme. «Mi casa es Oiarzena», dije.
Así que había algo en Flora que también preocupaba a alguien más. Bueno, la mujer de Roque Altube. Si no, ¿por qué yo no dejaba de mirarla desde la distancia y ella se sentaba cada vez más cerca de nosotros? No bajaba mucho a la playa, quizá sólo un día a la semana. No se acercaba si estaban Martxel o Adolfo o Fabi, o dos de ellos, o los tres, sino cuando estábamos Flora y yo solos. Un día se acercó tanto que no supe qué hacer. Era día de labor y en la playa no habría ni doce personas, casi todas en las peñas, pescando. Y, de pronto, me habló: «Buenos días. Creo que esa niña es la hija de la señorita Fabiola, ¿verdad?». «Sí, es mi sobrina, porque soy hermano de la…, de Fabiola», dije. Yo nunca había estado tan cerca de Madia o Magda. Entonces andaría por los cuarenta años, aunque por mucho que miré su cara no pude asegurarlo. Como yo no sabía qué hacer, puse todo mi empeño en retener algún rasgo de su cara. Supongo que tendría rasgos, pero ninguno llamaba la atención; mis ojos recorrían su cara y no tropezaban con nada que pudiera ser recordado un minuto después. Era lo mismo que nos ocurría con ella y sus parientes, que no sabíamos qué era de Ella, si sobrina, hermana o maldita amante, o qué de su sobrino o lo que fuera Efrén. La maldita familia, porque yo puedo olvidarme de muchas cosas, pero no de todas y nunca de la maldita familia. Ahora pienso que otros y yo nos habríamos cruzado en cualquier parte con Madia o Magda sin fijarnos para nada en ella, aunque hubiera llevado un loro sobre su cabeza. Es la persona más insulsa del mundo. La tenía a sólo dos metros en la playa y no me inquietaba el que tuviera la mala idea de quedarse en traje de baño, o desnuda, como tantas veces Fabi. Y no porque Flora se llevara todo mi tormento. Madia o Magda vencida por una niña de tres años. Pero se trataba de Flora, que habría vencido a cualquiera. Oh, Dios, sí. «Tío, se me ha metido arena en este ojo», dijo Flora, levantándose y viniendo a mí lloriqueando. Yo había hecho que se tapara con su braguita y una camisa como de muñeca. Maniobré sin tocarle nada más que la cabeza. «Ya está», dije. Madia o Magda la seguía mirando. Su hija tendría unos siete años y también estaba a dos metros, con un traje de baño de mujer, falda hasta la rodilla, pechera cerrada, casi un traje de calle. Lucharé para que Flora, cuando crezca más, esté en la playa como la hija de Madia o Magda, pero creo que Martxel, Adolfo y Fabi se saldrán con la suya. «Se parece mucho a mi Anastasi», dijo de pronto Madia o Magda. «¿Eh?», dije. «Que la hija de la señorita Fabiola se parece mucho a mi Anastasi», dijo Madia o Magda. Entonces me fijé, y sí, nadie podría negar que se parecía. «¿Cree usted que tengo razón?», dijo Madia o Magda. «Se parecen mucho», dije. «Dígame usted si exagero, si me equivoco», dijo Madia o Magda. La miré, y miré a Anastasi y a Flora. «Sí, sí, son muy parecidas», dije. «¿Está usted seguro?», dijo Madia o Magda. Miré otra vez a las tres. De lo que no había duda era de que Anastasi no se parecía en nada a Madia o Magda. A pesar de ser niña, tenía más formas de mujer que la propia madre, y su cara se parecía tanto a la de Flora que era imposible que se pareciera a ninguna otra.
Hasta el final de aquel verano, Madia o Magda siguió sentándose en la playa a dos metros de nosotros, siempre que no estuvieran Martxel o Adolfo o Fabi, o dos de ellos, o los tres. «Es increíble el parecido entre estas dos chiquillas», repetía con frecuencia en cada ocasión. No hablaba de otra cosa. Naturalmente, para entonces las dos chiquillas ya habían empezado a jugar una con otra. Yo me preguntaba qué clase de atracción sentía Madia o Magda por Flora. «¿La puedo tocar?», dijo un día Madia o Magda. «¿Tocarla?, ¿tocarla?», dije. «Es posible que a usted le moleste que la toque», dijo. ¿Se estaba burlando de mí?, ¿por qué decía eso? A Martxel, a Adolfo y a Fabi les permito cosas así porque no me queda más remedio. Pero enseguida la cara de Madia o Magda me expresó que no se trataba de mí sino de ella, y se puso a mirar a todas partes menos a nosotros, y pensé: «¿Ella también?». Primero me dije que era imposible, por ser ella mujer, y entonces me acordé de lo que se traían Martxel y Adolfo, es decir, dos hombres, y me dije que también podría ocurrir entre mujeres. En las tres o cuatro horas restantes de la mañana, Madia o Magda siguió dándonos la nuca y me dije que eran demasiadas horas para estar a dos metros sin escapársele una sola reojada a Flora, si es que era Flora la que le atormentaba. Yo me decía: «Ahora mirará, ahora mirará», pero llegó el mediodía y se levantó, vistió a Anastasi y emprendieron la retirada playa arriba.
No salió el sol en los dos o tres días siguientes, pero por fin tuvimos a Madia o Magda, otra vez, a dos metros. «Buenos días», dijo. «Buenos días», dije. Flora y Anastasi se pusieron a jugar juntas. Yo observaba a Madia o Magda por el rabillo del ojo, por ver qué clase de atención dedicaba a Flora. En general, no la miraba, lo hacía muy de tarde en tarde, aunque estoy seguro de que la miraba muchas más veces de las que yo le sorprendía. No se ocultaba de mí, ni de Flora: se ocultaba de ella misma. ¡Así era, no me cabe la menor duda! No podía vencer el extraño miedo que Flora despertaba en ella. Necesitaba estar a su lado, necesitaba verla, pero, al mismo tiempo, no se atrevía a mirarla. Yo nunca había entrado tan profundamente en el alma de una persona. Hasta que me dijo: «¿Puedo tocarla?». Pensé que era imposible, que no cabía en ella desear tocarla; ahora yo sabía de ella más que ella misma. Se puso a levantar un castillo de arena sin cambiar de sitio, y le oí decir: «Mirad lo bonito que me sale», y enseguida se le acercaron Flora y Anastasi, y primero hubo seis manos construyendo el castillo, y pronto sólo cuatro, pues Madia o Magda bastante tenía con reunir fuerzas para atreverse a mirar a Flora. Estaba al alcance de su mano. Yo esperaba de nuevo su pregunta, había quedado pendiente mi sí o mi no. «¿Le molesta?», dijo, moviendo con temor la mano hacia Flora y deteniéndola en el aire. «¿Molestarme?», dije. ¿Por qué me lo preguntaba si el problema era de ella y no mío? «A nosotras nunca nos quiso Getxo y usted es de Getxo. Nosotras vinimos de fuera y usted quizá piense también que mis manos que quieren tocar a su sobrina tienen la peste», dijo. Eran rodeos y jueguecitos para disimular ante sí misma el terror que le infundía Flora. Una fuerza irresistible la empujaba a preguntar si yo le permitía tocarla aun sabiendo que no la tocaría aunque yo se lo permitiera. ¡Había llegado a conocerla tan bien! Sin embargo, seguía sin comprenderla, por ser mujer, como Flora. «No sé para qué quiere tocarla, pero adelante, sé que a Martxel tampoco le parecería mal», dije. Vigilé su expresión. ¡La había hundido con sus propias armas! Me dio lástima. Quise evitar que me tuviera por testigo de su hundimiento y fui a levantarme para advertir a Flora de que nos íbamos… «Gracias», dijo entonces Madia o Magda tocando a Flora no con una mano sino con las dos. Tocó su cara, sus hombros, su espalda, sus brazos, sus piernas, sus pies, y otra vez su cara. «Es increíble», dijo. No miré los contactos de sus manos con esas partes de la piel de Flora. Mi mirada se mantuvo alta, y si supe que las tocó fue porque lo deduje del movimiento de sus brazos. «Es increíble el parecido, tiene las mismas formas que Anastasi, el mismo color de pelo, la misma espalda, la misma boca, los mismos ojos, el mismo corte en la oreja izquierda… Nació en el mes de enero de aquel año, ¿verdad?», dijo Madia o Magda. «Bueno, creo que ya llevábamos varios meses en Oiarzena. Fabi había llegado con su gran tripa», dije. «Ustedes se trasladaron a Oiarzena en mayo de 1912, de modo que al nacimiento de Flora ustedes ya llevaban allí ocho meses, de modo que cuando el traslado de su hermana de usted aún no se le notaba nada. Había ocurrido un mes antes, en abril», dijo Madia o Magda. «¿El qué había ocurrido un mes antes?», dije. «La hija de la señorita Fabiola es muy guapa y mi hija Anastasi también es muy guapa. Sin embargo, yo no soy guapa… ¿Cree usted que su hermana de usted es guapa?», dijo Madia o Magda. «¿Guapa? Pues, yo…», dije. «¿Cree usted que su sobrina de usted se parece a su hermana de usted?», dijo Madia o Magda. «Pues… no, no», dije. «De modo que ninguna de las dos chiquillas se parece a su madre», dijo Madia o Magda. Y entonces sus pequeños ojos se humedecieron y empezaron a soltar un hilo de lágrimas cada uno, en silencio. Y aquello que no sé si era realmente un lloro se repitió con frecuencia los años siguientes cuando nos encontrábamos en la playa y se sentaba a dos metros de nosotros —siempre que no estuvieran Martxel o Adolfo o Fabi, o dos de ellos, o los tres—, y Flora y Anastasi jugaban, y Madia o Magda atendía a ambas por igual, las secaba tras el baño con la misma toalla y empleando el mismo cuidado y el mismo tiempo tanto en una como en otra. Y las besaba. A partir de cierto día me puse a contar los besos, y si en una mañana daba siete a Anastasi, en la misma mañana daba otros siete a Flora, y con la misma dulzura a una y a otra. Cuando estaban Martxel o Adolfo o Fabi, o dos de ellos, o los tres, únicamente Anastasi era besada, pues Madia o Magda se colocaba tan lejos de nosotros que a Flora no le daba por ir. Lo más que hacía era llamar por señas a Anastasi, porque Anastasi le sonreía sin moverse. Yo no entendía nada de todo aquello. ¿Por qué Madia o Magda se sentaba tan lejos, aunque no tanto que nos perdiera de vista? Pensé mucho y tardé meses en saber por qué: no podía dejar de ver a Flora y era ésa la distancia a que prefería tenerla. Es así como agradecía la presencia de Martxel o Adolfo o Fabi, o de dos de ellos, o los tres, porque teniéndolos delante le era posible contener sus pecadores deseos de tocar y besar a Flora. Además, la demonio de Flora no podía olvidar el otro juego que se traía conmigo, y en esos regresos al grupo familiar se exhibía ante mí obligándome a mirar a lo alto. ¡Maldita! Todo el mundo creía que sus juegos eran con la arena o con Anastasi, cuando lo eran con Madia o Magda y conmigo. A lo largo de años fui testigo de las suaves lágrimas que vertía Madia o Magda al caer en el pecado de tocar y besar a la demonio de Flora.
Flora se había quedado en el camarote, así que las ruidosas pisadas que suenan en la escalera son de ella.
—¡Qué escondidos los tenías, ama! —dice.
—¿Qué es lo que tenía escondido? —dice Fabi.
—¡Periódicos, periódicos! ¡El Liberal! ¡El Socialista! —dice Flora, echando de golpe un montón de periódicos sobre la mesa, que resbalan hasta las peladuras de patatas.
—¿Escondidos? Qué tontería, estaban entre los demás trastos. Si hubiese querido esconderlos, lo habría hecho mejor: los habría quemado —dice Fabi.
—No, tú no los quemarías nunca. Pertenecen a aquel tiempo tuyo —dice Flora.
—Hecho tu descubrimiento, supongo que al fin te sentarás a pelar al menos un par de patatas —dice Martxel.
—¡Los tenías bien escondidos, ama, en el rincón más apartado y oscuro! ¡Escondidos: confiésalo! ¡Y tú eras la que me había enseñado a conocerlo todo! —dice Flora.
Oiarzena está envuelto en nieve. Sin ese fuego de la chimenea nos moriríamos de frío entre estas viejas paredes. Cuando la gente de Getxo nos ve pasar envueltos en sábanas, en verano, o en mantas, en invierno, estoy seguro de que comentan: «A ver cuándo se nos mueren de frío los indios». Así nos llaman. Los demás pasan tanto frío como yo, pero no se quejan. Sin embargo, que no llegue la primavera y la caída no sólo de las mantas sino también de las sábanas.
—Olvidaos de mí, desapareceré hasta que acabe de leer todo esto… ¿Qué ocurrió en aquellos años? —dice Flora.
—Sabes ya lo más importante que ocurrió, que Roque Altube y yo te hicimos —dice Fabi.
—Pero hubo más cosas, vivisteis una estupenda lucha sindical —dice Flora.
—Así fue —dice Fabi.
—Te agrada el recuerdo de aquel tiempo, pero callas sus voces. Faltarán los que quemaba la abuela… «¡Al fuego, al fuego las ideas maketas!»… El chiquillo que te llevaba diariamente los periódicos a casa no volvió desde que la abuela y don Eulogio salieron al jardín y le amenazaron. En adelante, fuiste a Algorta a comprarlos, y los metías en casa a escondidas. ¿De quién sigues escondiéndolos en Oiarzena? Conozco todo de ti, tú misma me lo revelaste… «¿Te suena el nombre de un vecino llamado Roque Altube? Pues es tu padre»… La abuela habría hecho una escena de las suyas. Mi ama es tan inocente como una flor —dice Flora, besando mil veces el rostro de Fabi.
—Tengo miedo. Nuestra sociedad está revuelta. Cualquier día traen la República. Quizá se produzca una catástrofe. Son tiempos para quedarse en casa —dice Fabi.
—¿Y hace veinticinco años? ¡Me enorgullezco de haber tenido unos padres sindicalistas! Aita fundó el primer sindicato de Getxo y tú le ayudaste —dice Flora.
—Dios mío… —dice Fabi.
—¿Están vuestros nombres en estos periódicos?, ¿y el del sindicato? Hacía falta valor para hacer entonces todo aquello en Getxo. Aita es único —dice Flora.
—Sí, sí… Dios mío… —dice Fabi.
Dice Martxel:
—Mi regreso fue por aquellos años y encontré a una hermanita nada parecida a la que dejé. Leí en sus ojos que haría suya la carga que traían mis maletas. Sin una aliada así, quizá habría huido otra vez.
Le miro, pero él sólo mira a Fabi. Sorprendo a Adolfo mirándome.
—¿Y Jaso? —dice.
Martxel se vuelve hacia mí.
—Me lo habría llevado conmigo, ¿eh, Jaso? —dice.
—No sabes lo que dices, Martxel —digo.
—Sé lo que digo. Todos me tomaron por un loco provocador. Sólo mi hermanita se desnudó conmigo —dice Martxel.
Sorprendo a Adolfo mirándome.
—¿Y Jaso? —dice.
—Sólo mis dos hermanitos se me unieron —dice Martxel.
—¡Os desnudasteis en casa de la abuela! ¡Qué no daría por haberlo visto! ¡Ama, viviste dos rebeldías al mismo tiempo! —dice Flora.
—Tú nunca te habrías marchado otra vez —digo a Martxel.
—El mundo está donde yo estoy —dice Martxel.
Las patatas están peladas. Justamente entonces rompe a hervir el agua del perol que cuelga sobre el fuego. Adolfo sabe calcular bien los tiempos. Ahora recoge las patatas en el paño y las lava en el agua de un barreño. Las troceamos y las vierte en el agua humeante del perol. A su espalda está Fabi con un manojo de puerros ya pelados y limpios.
—Jaso, aceite —dice Fabi.
Me levanto, abro el viejo armario, cojo la botella y vierto una chorretada en el perol.
—Está bien, Jaso —dice Fabi.
Levanto la botella, le pongo el corcho y la devuelvo al armario.
—No sabes lo que dices, Martxel. Tú nunca te habrías marchado otra vez —digo.
—Oh, no —dice Martxel.
—Ahora sí sabes lo que dices. Tienes aquí cosas que hacer —digo.
Flora se pone a recoger los periódicos.
—Voy a mi cuarto a leérmelos todos. Empezad sin mí —dice.
—Doña Arrebatos. Tranquila, tranquila. No es bueno tomar los asuntos con tanto calor, nena. La cabeza no la tenemos sólo para llevar sombrero —dice Fabi.
—¡Quiero saber más del mundo en que vivo! Me gusta Oiarzena, me gustáis vosotros, pero hay más mundo —dice Flora.
—Son tiempos para quedarse en casa, nena —dice Fabi.
Flora no se desprende de los periódicos que ya carga en su brazo derecho cuando se acerca a Fabi y su mano izquierda acaricia sus lacios cabellos.
—Tú no te quedabas en casa cuando hacías todo aquello. No seas injusta conmigo, ama —dice Flora.
—Es diferente —dice Fabi.
—No me digas esa vulgaridad —dice Flora.
—Pero es que eran otros tiempos, no estábamos en 1930 —dice Fabi.
—Tienes una hija marcada, elegiste para mí un padre sindicalista —dice Flora.
—¡Tonterías! —dice Fabi.
Adolfo se levanta para tomar los periódicos del brazo de Flora y dejarlos sobre la mesa, y ahora hay dos montones de periódicos. Flora se empina sobre las puntas de los pies para darle un beso en los labios. «Gracias, mi caballero», dice.
—Estamos en Oiarzena pero también en el mundo, ¿eh, Flora? —dice Martxel.
—Martxel también quiere estar en el mundo, pero no muy lejos, ¿verdad, Martxel? Quizá para quedarse en Oiarzena no se debe olvidar del todo el mundo. Martxel necesita salir de vez en cuando a cambiar de aires. Sé que no puede dejar de hacerlo. Ese mundo de fuera no es pecado. Si queremos tener a Martxel en Oiarzena hemos de entenderle cuando le llega la llamada del mundo —digo.
—¡Jaso!… ¿Le habéis oído? —dice Flora.
—¡Nuestro pequeño Jaso! —dice Fabi.
—Me gusta sentirme observado por mi hermanito. ¿Qué importa si acierta o no? Nunca me había sentido tan de Jaso. ¡Mi hermanito se ocupa de mí!… ¿Para qué salir de Oiarzena si el mundo de los sentidos está aquí? —dice Martxel, y primero me abraza y luego abre mi manta y sus besos recorren mi pecho desnudo. Besa especialmente mis dos botoncitos.
—No es pecado salir de Oiarzena —digo.
Martxel ha dejado de besarme. Ahora sólo me acaricia el pecho, los brazos, el cuello y la espalda con sus manos calientes.
—¿Pero no lo veis? ¡Se pone de mi parte! ¡Gracias, Jaso! —dice Flora. Aparta a Martxel y se me cuelga del cuello con ambos brazos.
—Son tiempos para quedarse en casa —dice Fabi.
—Me gusta lo que hay al final de la lucha —dice Flora. Siento su cuerpo contra el mío. Las curvas de sus bultos…
—Sí —dice Fabi.
—No has podido olvidarlo, ama. Ocurrió hace menos de veinte años. Ahora es mi tiempo —dice Flora.
—¡Tonterías! —dice Fabi.
—¡El mundo está lleno de injusticias y no debemos cruzarnos de brazos! —dice Flora.
—¡Tonterías! —dice Fabi.
Flora me libra de sus brazos y coge otra vez sus periódicos, primero un montón y luego el otro. Adolfo se ofrece a ayudarle, pero ella le demuestra que se vale por sí misma.
—Las cosas no son así, nena —dice Fabi.
—Hace tres años supe por ti quién era mi padre… ¡Somos dos mujeres marcadas por el mismo hombre!… Mis padres deben cargar con las consecuencias de cómo son —dice Flora.
—Es una locura. Era otro tiempo, era otro hombre…, yo era otra mujer. Aquello es irrepetible, irrepetible —dice Fabi, y se lo dice a Flora. Se levanta, la abraza y el rostro de Flora llora contra el de Fabi—. Irrepetible, irrepetible… —repite Fabi.
¿También será irrepetible lo que ocurrió con el vagabundo? ¡Maldita Flora! Fue hace dos meses. «¡Yo abriré!», gritó Flora saliendo de su cuarto. Nadie había llamado a la puerta. La abrió y entonces vimos al hombre que ella había visto desde la ventana, un viejo vagabundo que apenas se tenía en pie, un asqueroso viejo de mil años, sucia barba que sería blanca y sucio gorro de lana cubriendo su sucia pelambrera blanca. El gorro era negro y seguro que estaba así de puro sucio. De un hombro le colgaba una mochila de lona con mil remiendos, y no habría podido dar un paso sin su tercera pierna, un palo retorcido que sobrepasaba su cabeza. «Ave María Purísima», dijo. No lo arrojé a patadas porque aún no podía saber de qué manera alguien le iba a acompañar a morir. «Entra», dijo Flora tomándole del brazo y metiéndolo en casa. La nuestra es una casa de puertas abiertas, pero entonces estábamos en un noviembre frío. Flora descargó al viejo de su mochila y de su bastón y lo sentó en una de las banquetas junto al fuego. Le sirvió un cuenco de leche caliente y talo. El viejo hizo sopas y se las comió con cuchara. Despacio. Sin hablar. Escapándosele la masa por entre sus pocos dientes. Martxel, Adolfo, Fabi y Flora le miraban, felices. Cuando acabó, no abrió la boca para darnos las gracias sino para poner sus ojos en Flora y decir con un tartajeo de tonto:
—Una flor como tú ilumina el camino.
Aquí empecé a odiarle.
—¡Qué bonita frase! —dijo Fabi.
—No es mía, se la oí a alguien —dijo el viejo.
—No importa quién la pronunciara antes, lo importante es que existe y un buen hombre como tú la ha hecho suya —dijo Fabi.
—Sólo soy un pobre viejo que se está muriendo —dijo el viejo.
Miraba a Flora con sus ojos mugrientos. Y, de pronto, empezó a hundirse, su cabeza y sus hombros cayeron hacia abajo y quedaron donde un momento antes estaba su pecho. Se encogió, su bulto se redujo y pareció que ni respiraba. Cerró los ojos. Lo último que miró fue a Flora. Adolfo trajo una colchoneta y la extendió en el suelo ante el fuego, y entre él y Flora acostaron al viejo sobre ella con una manta encima. Dormía ya profundamente.
—¿Qué pensamientos ocuparán su sueño? —dijo Fabi.
—¿No lo sabes?, ¿no viste cómo miraba a Flora? —dije.
—Sí, y me pareció maravilloso… ¡Tendrá cien años y está vivo! ¡Y su frase…! Porque Flora es una flor, ¿no te parece, Jaso? —dijo Fabi.
Recuerdo que cogí un puñado de peladuras de la mesa y lo arrojé contra la cara del viejo, diciendo:
—¡No debimos dejarle entrar!
Flora y Fabi se pusieron a recoger las peladuras con cuidado de no despertar al viejo, y Fabi decía: «Esto que has hecho es una chiquillada, Jaso, no tiene otro nombre».
—¡Es un viejo asqueroso! —dije.
—No seas cruel, tío Jaso. Este pobre hombre quizá no despierte nunca más —dijo Flora.
—¡Que se muera! ¡No debimos dejarle entrar! —dije.
—Tenemos ante nosotros una vida extinguiéndose… ¡una vida! —dijo Fabi.
—¿Qué se puede hacer? ¡Quiero hacer algo! —dijo Flora.
—El hombre no se está muriendo… ¡Escuchad cómo ronca! ¡Esa bendita música niega la muerte! —dijo Adolfo.
—Cuando despierte él mismo nos dirá si va a morirse o no —dijo Martxel.
Despertó el viejo y, ¡maldito!, no había dejado de pensar en Flora, su sueño de una hora no interrumpió nada, nos confesó que había soñado con «la bella diosa del camino», y su nueva mirada a Flora no fue otra mirada sino la misma de antes del sueño. Habló, era de un pueblo de Valencia y llevaba veinte años pateando los caminos, cosa no nueva para él, dijo, por haberse dedicado desde joven a recorrer las ferias con un tiovivo de caballitos. Al hacerse viejo vendió el tiovivo y buscó cobijo en casas de hermanos y sobrinos, huyendo de todos al saber que pretendían meterlo en un manicomio para quedarse con sus cuatro perras. «Lo mío eran los caminos», dijo.
Entre Flora y Adolfo le habían sentado en la colchoneta y, al callar para tomar aliento, Flora se sentó junto a él y acarició sus peludas mejillas, diciéndole: «Ya tienes casa, te quedarás con nosotros». El viejo movió su cabezota y aguardó a recuperar fuerzas para decir: «No podría aportar nada, ni trabajo ni dinero, mis ahorros volaron. Haré una cosa, la mejor de todas: me moriré aquí».
Martxel se le sentó al otro lado.
—Puedes quedarte sin morirte —dijo.
—¡Dejadle en paz si quiere morirse! —dije.
—¡Muerte, muerte…! ¿Por qué no hablamos de vida? —dijo Fabi.
El viejo miró a Flora. No es que hubiese dejado de mirarla un solo instante, pero entonces sus ojos tiñosos la miraron como no miran los hombres que sienten la muerte soplándoles el cogote. El líquido que humedeció sus ojos no eran lágrimas sino goteras sucias.
—No puedo perder la oportunidad —dijo el viejo.
—¿Qué oportunidad? —dijo Fabi.
—La de morirme contemplando lo más bello de la vida —dijo el viejo.
Y el maldito no dejaba de mirar a Flora.
—¡Eso es pura poesía! Y esta vez sí que es tuya —dijo Fabi.
—Se me acaba de ocurrir al ver el cielo más hermoso —dijo el viejo sin dejar de mirar a Flora.
—Es demasiado bonito, no me lo merezco —dijo Flora.
—¿Puedo morirme aquí y ahora mismo? —dijo el viejo.
—Claro. Pero no hay prisa —dijo Martxel.
—Sí hay prisa. Cuanto antes empiece a mirarla, más tiempo podré mirarla —dijo el viejo.
Creo que lo dijo, no estoy muy seguro, pues su voz se alejaba, cada vez que abría la boca se le oía menos.
—Puedes mirar cuanto quieras sin que tengas que morirte —dijo Flora.
—Yo no elijo, siento que alguien elige por mí. Siempre hay un momento mejor para hacer cada cosa —dijo el viejo.
Su voz era un soplo. Martxel, Adolfo, Flora, Fabi y yo teníamos que inclinarnos sobre él:
—Creo que tengo noventa y nueve años, y lo único que le queda a mi vida es el final.
—Acabas de llegar, hermano, y ya te queremos. ¡Vive con nosotros, nosotros te daremos vida! —dijo Fabi.
El viejo movió los labios pero ya no se le oyó nada.
—¿Qué te pasa? —dijo Flora frotando enérgicamente sus mejillas con las manos abiertas. ¡Tuvo que pincharse con la maleza del maldito viejo!
—Cuanto más le mimes, más querrá morirse —dijo Fabi.
—Bueno, bueno, bueno… Estáis despojando a nuestro amigo de sus derechos. El asunto está claro. Escuchad… Y escucha tú también, hermano, y corrígeme si me equivoco. Me convierto en tu voz: «Temo no morirme ahora sino en otro momento del futuro sin tener esta flor ante mis ojos»… ¿Es lo que tienes en la mollera, hermano? —dijo Adolfo.
El viejo intentó hablar. Acabó moviendo su cabezota arriba y abajo.
—Quiere morirse arrollado por la vida —dijo Martxel.
No estuvo bien que Martxel ayudara al viejo, no estuvo ni medio bien. Yo sabía que el viejo les estaba engañando a él y a todos, excepto a mí. Era falso lo de su muerte, no quería morirse, sólo quería, ¡Dios!, a Flora.
—«Sería terrible dejar este mundo llevándome, como única visión, las vigas del techo. Fui joven y amé hermosas caras y hermosos cuerpos. Mi memoria me traiciona y llego a pensar que no existieron. ¡He de verlos, una vez más, para convencerme de que no fueron sueños…!». ¿Lo hago bien, hermano? —dijo Adolfo.
El viejo intentó hablar. Acabó moviendo su cabezota arriba y abajo.
Flora volvió a acariciar sus mejillas.
—Si me has elegido y te quedas en nuestra casa, yo esperaré tu llamada —dijo Flora.
Adolfo miró los ojos del viejo y el viejo le miró a él y Adolfo dijo:
—«Los viejos nos morimos de noche, inesperadamente, en pleno sueño, sin poder llamar a nadie. Me niego a correr tanto riesgo, me niego a desperdiciar la ocasión de asegurarme la despedida que quiero»… ¿Sí? —dijo Adolfo.
Las sucias goteras mojaron más los ojos del viejo. Era un bicho de tomo y lomo. Por suerte, no podía ni siquiera levantar una mano para acariciar nada del cuerpo de Flora, como habría deseado el muy puerco. Ante su extrema debilidad… falsa, cínica, por supuesto…, Fabi preparaba uno de sus potingues de yerbas curalotodo. El viejo nos hacía ver su imposibilidad de levantar la cabeza y, siempre con sus trampas, levantó un dedo. Adolfo se inclinó un poco más sobre él en busca de aquellos ojos putrefactos que le hablaban.
—«No espero más. Voy a morirme»… ¿Es lo que nos anuncias, hermano? —dijo Adolfo.
El viejo apuntó al suelo con su dedo.
—¡No! —dijo Fabi.
—¡Ha de haber otra solución! ¡Ataremos una cuerda a tu dedo y el otro extremo a una campanilla y correré a ti en cuanto suene! —dijo Flora.
—«No quiero causaros más molestias, he empezado a morirme». —dijo Adolfo que dijo el viejo.
Fabi se acercó con un tazón de caldo verde y humeante.
—¡Esto te devolverá la juventud! ¡Arriba, hasta la última gota! —dijo, poniendo el tazón en los labios del viejo y volcándolo. Pero el viejo no tragó nada y el caldo se derramó por su sucia barba.
Martxel trajo una toalla para limpiar la barbilla del viejo y los harapos de su pechera.
—Basta, Fabi, ¿no le has oído que ha empezado a morirse? —dijo Martxel.
—Lo creeré cuando lo vea —dije.
Los engañó otra vez. Se resistió a que le tendieran del todo en la colchoneta y Martxel hubo de traer un par de almohadas para su espalda, así que el viejo quedó medio sentado. Para poder ver a Flora. ¿Cuándo se ha visto que alguien se muera sentado?
—¿Estamos locos? ¡Uno no puede decir voy a morirme y morirse! ¡Morirse no es tan fácil! —dijo Fabi.
—Lo ha elegido así —dijo Martxel.
—¡Y parece que nosotros también! ¡Si es por la nena, la nena desaparecerá de esta casa y así este pobre hombre no querrá morirse! —dijo Fabi.
—¿Serías tan cruel de privarle de esa despedida tan conmovedora? Debemos sentirnos afortunados de que haya llamado a nuestra puerta y nos ofrezca este canto a la vida más que a la muerte —dijo Martxel.
—¿Canto a la vida? ¿De verdad creéis que es un canto a la vida? —dijo Fabi.
—Silencio —dijo Adolfo.
Sobre la colchoneta, el viejo, y a su lado, Flora. Al viejo le costaba mucho mantener el cuello vuelto para mirar a Flora, y fue Adolfo quien hizo un gesto a Flora para que cambiara de sitio y se sentara a los pies del viejo.
—«Mi vista no es mala, la sigo viendo igual de bien»… ¿Así, hermano? —dijo Adolfo.
El viejo movió el dedo de arriba abajo.
—¡Luces, luces! —dijo Fabi, y oímos sus pasos por la casa recogiendo velas de todos los cuartos y regresó con un buen racimo de ellas y rodeó a Flora de sillas, sobre las que puso todas las velas, de pie, y las encendió. Flora parecía una Virgen de iglesia en el centro del aura de llamitas. Luego Fabi corrió a su cuarto y regresó con un peine y peinó los largos cabellos de Flora, desde la cabeza hasta más abajo de la cintura.
—«Si para contemplar tanta belleza necesitaba morir, bienvenida sea la muerte»… ¿De acuerdo, hermano? —dijo Adolfo, y el viejo movió su dedo arriba y abajo.
Fabi se lanzó sobre el viejo, agarró sus hombros y los agitó.
—¡Para mirar a la nena no necesitabas morirte! ¡Aún es tiempo de salvarle! —dijo.
—No puede, no quiere… «No puedo, no quiero»… ¿Le oís? ¡Estos momentos no serían tan intensos para él si no fueran los últimos suyos! ¿No lo comprendéis? Además, ya ha empezado y no puede dar marcha atrás —dijo Adolfo.
—¡Tonterías!… ¡Hala, hala, dejemos todos de ser tan fúnebres! ¡Tú, nena, a esconderte por ahí! —dijo Fabi, apagando a soplidos todas las velas, alejando a empujones a Flora lejos del viejo, recogiendo el tazón con el caldo de yerbas y sentándose en la colchoneta.
La casa quedó casi a oscuras, y es que se acababa el día. El viejo se puso a gemir. Adolfo se inclinó sobre él y su dedo pasó de un ojo al otro del viejo.
—Lágrimas. Nuestro hermano está llorando. Le has condenado a una muerte fea. Escuchadle: «Adiós, adiós… No sé a lo que estoy diciendo adiós… Pero me marcho… ¿Existió aquello? ¿Me hizo feliz? ¿Existió aquello?». —dijo Adolfo.
El viejo intentó alzar un dedo, pero se le cayó. Otro de sus trucos, visto por todos, excepto por Flora. Y siguió haciendo su ruido de desagüe atascado.
—¡Dios mío! —dijo Flora, empeñándose en colar algo de su caldo verde entre los labios del farsante.
—Ahora sí que se está muriendo a marchas forzadas… ¿Y sabéis lo que nos quiere decir? ¡Gime «Traición, traición»! Eligió morirse aquí porque confiaba en nosotros —dijo Adolfo.
Martxel abrazó a Adolfo y le estampó un largo beso en los labios. Fabi aplicó su oreja sobre el pecho del viejo. Se puso en pie como un muelle, con la expresión desgarrada, y llamó desesperadamente a Flora en tanto volvía a encender las velas. Flora apareció en el centro de ellas.
Y el viejo dejó de emitir su soplo tortuoso.
—¿Es feliz? —dijo Flora.
Adolfo buscó en los ojos del viejo su respuesta.
—No sé… Su mensaje es confuso… Parece feliz, pero… —dijo.
Y entonces, mientras Fabi peinaba sus cabellos, Flora dejó caer su sábana y las malditas velas iluminaron su cuerpo desnudo. Aunque su estado natural era la desnudez, lo terrible de entonces fue que lo hizo por el maldito viejo. Fabi corrió a echar más leña al fuego. «Que no se enfríe la nena», dijo.
—«Ahora ya sé a qué estoy diciendo adiós». —dijo Adolfo que dijo el viejo.
Increíble. Ninguna parte del viejo, ninguna, ninguna pudo expresar la más ínfima sensación, pues todas parecían absolutamente muertas. ¿Engañaba a Adolfo y nos engañaba a todos? Yo no miraba el cuerpo de Flora porque desde sus dieciocho meses nunca lo he mirado. Aunque siempre he conocido mucho de él, o todo, y no me lo explico. Puedo decir que nada ignoro de lo que le ocurra a ese cuerpo. Y no me lo explico. Supongo que es su rostro —contra el que nada tengo— el que me lo cuenta todo. ¿Pero me pudo contar su rostro cuando Adolfo la ensució por dentro? Lo supe al despertar aquella mañana, no al despertar ella sino al despertar yo. Y aquella noche no había ocurrido nada distinto, fue una más de las muchas en que dormían los tres en la misma cama… Sí, hace pocos años, abril, Flora tenía trece. Desperté, lo supe al punto y corrí a la puerta del cuarto de Martxel y de Adolfo, que nunca se cerraba, igual que las demás, excepto la mía. No entré, no llamé con los nudillos ni nada. Esperé y esperé. Al fin, salió Flora. Desnuda. Como nada tengo contra su rostro, lo miré fijamente y supe que era cierto. Era su rostro habitual, así que no me lo explico. Y nada especial sucedió en los días, semanas y meses siguientes, la desfloración de Flora no constituyó algo importante, el tema salía en las conversaciones como otro cualquiera. Lo terrible era que el viejo podía mirar el cuerpo de Flora y yo no. Mi venganza era que yo sabía mucho más que él de ese cuerpo, sin desearlo… ¡por favor, de ninguna manera es ésta la palabra!…, sin buscarlo, eso, sin buscarlo, sin buscar saber alguna cosa de ese cuerpo. Por mucho que el maldito viejo lo mirase, no podría saber a qué hora de qué día, mes y año le empezaron a apuntar los senos, ni qué partes de él disfrutan con las caricias de Martxel, Adolfo y Fabi o las de ella misma, ni cómo suenan sus pedos, ni cuándo ocurrió por primera vez el reventón de su sangría de mujer, ni cómo me persigue inútilmente de día y de noche para dormir conmigo, ni el satánico espectáculo de las ondulaciones de su cuerpo cuando duerme desnuda en su cama en verano, ni cómo se sienta en el agujero de madera del retrete… Y no me lo explico. Será su rostro (contra el que nada tengo) el que me cuenta lo que sabe del resto de su cuerpo… Como entonces, delante del viejo, en que su rostro amigo me hablaba de su desnudez (y supongo que las luces de las velas haciéndolo más desnudo), y el asqueroso viejo no acababa de morirse, y la miraba, incluso, con sus ojos cerrados de falso muerto, aunque resultó que si parecían cerrados era porque no los cerraba ni para parpadear.
—¡Fraternidad humana, fraternidad humana! ¡Qué suerte haber dispuesto la familia de una Flora de diecisiete años para esta necesidad! Tu madre está muy orgullosa de ti, nena —dijo Fabi.
El rostro incansable me transmitía que su cuerpo no permanecía inmóvil, que ondeaba como una serpiente, adoptando posturas vergonzosas, con la total aprobación de Martxel, Adolfo y Fabi. Y aún hubo más…
—Exhibe toda tu imaginación, nena, entrega a nuestro visitante cuanta felicidad esté en tu mano —dijo Fabi, y le hizo señas para que se volviera.
Yo supe que la había obedecido al desaparecer el rostro de mi vista y entonces vi la gran cabellera (contra la que nada tengo), sólo miré su gran cabellera. Por la redoblada agua en los ojos del viejo supe que se estaba despidiendo de otra cara del pecado.
—«Soy un viejo que muere joven. ¡Había olvidado cómo era el fuego de mi propia carne! Nunca hubo un muerto más feliz que yo. ¡Ahora sé de qué me estoy despidiendo!»… Sé que es esto lo que siente —dijo Adolfo.
—No sé si reír o llorar —dijo Fabi.
—Por favor —dijo Martxel.
Fabi sonrió.
—Lloraré yo —dije.
—¡Ni se te ocurra, Jaso! Al menos, aprende cómo muere una criatura viva —dijo Fabi.
—Yo debería llorar. Este anciano me quiere más que mi tío —dijo Flora.
—¡Silencio, la muerte avanza! Se han cerrado sus ojos, ha perdido la fuente de sus mensajes. ¿Os imagináis un águila sin ojos? —dijo Adolfo.
—¿Y cómo lo resiste? —dijo Fabi.
Flora, ahora inmóvil, lloraba. El maldito viejo empezó a gemir y todos nos estremecimos. Flora le puso una mano entre las suyas.
—Su carne vuelve a latir al contacto —dijo Adolfo.
Flora besó la otra mano del viejo y juntó las dos dentro de las suyas.
—«Es casi mejor que verla». —dijo Adolfo que dijo el viejo.
Entonces Flora empezó a despojar al viejo de sus envolturas: sus mugrientos harapos, sus ropas desastradas, sus calcetines carcomidos, su ropa interior eran hilachas negruzcas… ¡El cuerpo desnudo del viejo, el cuerpo desnudo del maldito viejo! Una piel con arrugas de barro seco… ¡el insoportable hedor que subió de aquella escombrera!
—Lavándolo, perderíamos unos minutos preciosos. Lo haré cuando se muera —dijo Flora, y se tendió junto al maldito viejo, abrazándolo y apretándose a él. Y besándolo. No sólo besó su cara, su boca, sus ojos: sus labios recorrieron aquel cuerpo hasta los pies con paradas en todos sus repugnantes rincones.
Fabi lloraba. Martxel, estoy seguro, se arrepentía de habernos embarcado en la locura de la sábana hace veinte años. Adolfo había metido su mano entre los dos cuerpos, con la palma presionando el bajo vientre del viejo; le costó mucho, por lo fundidos que estaban los dos cuerpos.
—¿Qué te pasa, Jaso? —dijo Fabi.
—«¡Ah, ah, ah…!»… No puede pensar, sólo dice «¡Ah, ah, ah…!». —dijo Adolfo.
—¿Qué te pasa, Jaso? —dijo Fabi.
—«Quisiera no despertar la envidia de los demás vejestorios de la eternidad»… Esto recojo de su ronquido feliz —dijo Adolfo. Y luego estalló—: ¡Con esto no contábamos!
—¿Con qué no contábamos? —dije.
Adolfo sacó la mano de entre los dos cuerpos. Le costó, hubo de dar un fuerte tirón. Pringada con un charquito blancuzco, la mantuvo ante sus ojos, hasta que se la acercó a sus labios y la besó, diciendo: «Acabo de tocar la vida». Martxel soltó una gran carcajada.
—¡El jodido viejo! —dijo.
—¡Mi irresistible hija! —dijo Fabi.
—¡Un Matusalén! —dijo Adolfo.
—¿Con qué no contábamos? —dije.
Flora se separó un poco del viejo, tomó sus brazos caídos y posó sus manos una sobre cada uno de sus pechos.
—¿Qué te pasa, Jaso? —dijo Fabi.
El brazo libre de Flora se deslizó por la piel de barro seco y su mano desapareció entre los dos cuerpos. «Calma, calma…», le decía Flora al maldito viejo.
—¿Qué dice ahora el viejo? —dije, volviéndome a Adolfo.
—Ya ni dice, ni piensa, ni nada. Necesita sus últimas fuerzas para sentir —dijo Adolfo.
Ahora sí que el cuerpo del maldito viejo no se movió porque estaba muerto. Una buena noticia. El que sí se movió fue el cuerpo de Flora, sus caderas, sus nalgas…
—¿Qué te pasa, Jaso? —dijo Fabi.
El viejo no sólo estaba muerto sino que tenía que estar muerto.
—«Mientras sienta lo que siento me resulta imposible morirme», me llega del maldito viejo. ¿Cómo me llega? —dijo Adolfo.
—¡Que traigan a todos los niños de Getxo a que vean lo que es el amor al prójimo! —dijo Fabi.
Un espectáculo infame…, y más con un muerto. ¿Ignora Flora que nadie debe tocar a los muertos? Al cabo, la lascivia fue vencida por la Luz. Flora permaneció abrazada al viejo hasta que Fabi la recogió. Entre los cuatro lo colocaron en la posición natural de los muertos, sin taparle, y así permaneció varios días, mientras nosotros hacíamos nuestra vida, nos movíamos por la casa como de costumbre, sólo que en vez de sentarnos alrededor del fuego a conversar, lo hacíamos alrededor del viejo, y hablábamos (hablaban ellos) de él. También le hicieron confidencias que incluso yo desconocía, como cuando Fabi dijo que Getxo había propiciado tragedias semejantes a la de Romeo y Julieta, que a la vista estaban Andrea Altube y Martxel, y Roque Altube y ella misma. «Nuestra única fe son los cuerpos libres de ridículas moralinas. Observad la paz que desprende en estos momentos el cuerpo de Flora», dijo.
—¡Tapad al viejo! ¡Tapad al maldito viejo! —pedía yo.
—No veríamos su cuerpo y él dejaría de recibir el calor de nuestras palabras y nuestras miradas —decía Fabi.
—¡Pero está muerto! —decía yo.
—Tonterías —decía Fabi.
Flora rodeó con sus brazos mi cuello y me besó en la boca, diciendo:
—Jaso también tiene un cuerpo…
Luego se les ocurrió enterrarlo en nuestras huertas, y yo protesté:
—¡Los cementerios están para algo!
—Plantaremos una higuera sobre él —dijo Martxel.
—¡Nunca comeré de sus higos! —dije.
—Me habéis hablado de la leyenda de los enterrados en el cementerio que abren un conducto por el fondo para regresar al mar. Perderíamos a nuestro amigo… —dijo Adolfo.
—Oiarzena no está en la costa, como el cementerio, aunque ello no impedirá que este cuerpo busque el mar… si así lo quiere. No seamos egoístas —dijo Fabi.
—La mar —dijo Martxel.
—Sí, claro, la mar, la mar… —dijo Fabi.
—Os ocurre únicamente a las mujeres, no a los hombres —dijo Martxel.
—Curiosamente, es así —dijo Fabi.
—No entiendo nada —dijo Adolfo.
—Tendrías que ser un hombre de Getxo para entenderlo —dijo Martxel.
—¿Por qué sólo los de Getxo? —dijo Adolfo.
—Y quizá con apellido viejo. Y otra vez la leyenda… Dicen que los de Getxo salimos de la mar en el tiempo de Maricastaña —dijo Martxel.
—¿Y los demás no? —dijo Adolfo.
—Pero los de Getxo… antes —dijo Martxel.
No lo enterraron en el punto más apartado (como se hace con los perros, y el viejo lo era) sino en un lugar de honor, cerca del pozo y de una techumbre vegetal con un banco corrido donde nos refugiábamos en días de calor. Pues allí metieron al viejo, menos mal que envuelto en una manta…, pues así podré mirarle en mis pesadillas.
—A partir de hoy leeré todo cuanto de política caiga en mis manos —dice Flora.
—Tu padre no hacía política —dice Fabi.
—Llámalo como quieras, pero su lucha era honesta e imprescindible y yo seguiré sus pasos —dice Flora.
—Hablaremos tú y yo seriamente sobre este asunto. Tu padre no leía —dice Fabi.
Tengo dos maneras de saber cuándo ellos (excepto Flora) se quitan su sábana: cuando no veo su sábana o cuando veo sus cuerpos desnudos. Con Flora sólo lo sé cuando no veo su sábana. «Todos los tíos desean a sus sobrinas. ¿Me deseas tú, tío Jaso?», me dijo a los tres días de la muerte del viejo. Revolotea a mi alrededor con sábana o sin sábana. Se cuela por las noches en mi cama en cuanto me descuido y he de huir incluso del cuarto. O se me acerca y acaricia mi cuerpo por debajo de mi sábana. Ellos ríen. Le suplico a Martxel con la mirada que me saque de aquí y vivamos en lo otro. Llevamos seis años seguidos en Oiarzena, los he contado. ¿Me tendrás aquí toda la vida?… Súplicas con la mirada únicamente. Lo peor para Martxel sería hablarle de esto con palabras. Te juro, Martxel, que yo sería un segundo tú y yo mismo pediría la mano de Andrea cuantas veces nos presentemos en Altubena. Diría: «Estoy aquí para pedirles la mano de Andrea Altube para mi querido hermano Moisés Baskardo», y taparé mis ojos, mis oídos y los poros de todo mi cuerpo para decir lo mismo si, en vez de Andrea, en Altubena está su hija Roleta, que ya andará por los veintitantos años y se parece tanto a la madre que es como otra Andrea. Aquella Roleta a la que tantas veces esperamos a su salida de la escuela, como antes lo hacíamos con la propia Andrea, y a una y a otra las acompañábamos luego a Altubena. Bueno, a Andrea sólo hasta el cañaveral, pues a Roleta había que seguirla a la carrera y no paraba hasta Altubena, y eso que le llevabas las mismas flores y caramelos que tanto agradecía Andrea. Y luego le tocó el turno a su otra hija, María Antonia, que no sé por qué demonios tenía que parecerse también a su madre, y ahí estaba el pecado, no en Martxel, que era inocente, que nada podía contra el mismo Dios que había dispuesto que todas aquellas caritas fueran iguales, y yo no podía apartarle de ellas. Con tal de que me saques de aquí, aguantaré con gusto otra paliza como la que nos dieron aquellos borrachos ante La Venta acusándonos de violadores de niñas.
Pero me digo (o pienso, o sólo lo siento sin saber si lo siento del todo, o sufro la falsa sensación de que lo siento, o para no odiarla como se merece por puta me engaño creyendo que guardo en mis profundidades algún rastro de la atracción por aquella carne de menos de dieciocho meses): ¿sobreviviría sin ver esa carne que no soporto y que podría decidir no mirar?, ¿qué sería de mí si quedo a merced de la imprevisible imaginación?