La huida del tío Roque del Palacio Galeón constituyó algo más que un traslado de domicilio. Fue don Manuel quien lo calificó de huida. Y él y todo Getxo, de ruptura. Y el que mi propio tío lo entendiera así lo demuestra el ruego que formuló a don Manuel: «Tiene usted que hablar con él para que no les denuncie y los metan en la cárcel».
Se refería a sus hijos gemelos Eladio y Leonardo, recién despedidos por Efrén de sus Seguros La Bolsa y de sus dos funerarias, la de San Baskardo y la de Algorta. Acababa de descubrir que le robaban, que le habían estado robando en los últimos seis años, es decir, los mismos que trabajaban para él. El primer empleado que tuvo Efrén en la funeraria de San Baskardo, la primera, fue Ángelo Boniato, cuando ya llevaba un año al cargo de la oficinita de seguros, ¡y sólo tenía diez años! Era hijo de mi tío abuelo Saturnino, tenido en su etapa americana de una india kamayurá. Al dejar Ángelo aquel trabajo por la dedicación en cuerpo y alma a los viveros de Palento, Efrén descubriría pronto qué joya había perdido, suponiendo que aún no lo supiera. Buscó otro empleado, un muchacho que acababa de cumplir el servicio militar, y enseguida un segundo, al comprobar que uno solo era incapaz de llevar los dos negocios, cosa que el niño Ángelo sí había hecho.
Los gemelos Eladio y Leonardo no fueron contratados por Efrén: se contrataron a sí mismos. Y no antes de que Efrén abriera su segunda funeraria, como si una empresa de seguros y una sola funeraria fueran poco para ellos. Y no tenían más que quince años. Cuando propusieron a Efrén trabajar por la mitad del jornal que ganaban los dos empleados —y en la oferta incluían la gestión de la segunda funeraria—, él les preguntó si sabían bien dónde se metían. Lo sabían tan profundamente que el propio Efrén quedaría asombrado de que su conocimiento de esos negocios abarcara no sólo los beneficios mes por mes del último año, sino también los incalificables procedimientos a que recurrían los empleados para embutir a los muertos en las cajas que les venían estrechas. Al parecer, Eladio y Leonardo se hicieron amigos de los muchachos, a los que incluso ayudaban en su quehacer, sin contar con el espionaje exterior y paralelo llevado a cabo sobre las cuotas de seguro que cobraban y el número de entierros y tarifas, descontados los gastos, en los que había que incluir a los desocupados recalcitrantes del pueblo que contrataban por día para cargar con los féretros. Sin olvidar, igualmente, el otro espionaje, el que efectuarían regularmente en casa sorprendiendo conversaciones entre Ella y Efrén.
Esta callada y concienzuda tarea inquisitorial previa deberían haber alarmado a Efrén, aunque parece que la tuvo por la mejor carta de presentación. Quizá le recordara a él mismo. Ni siquiera receló de la propuesta de los gemelos de trabajar por la mitad de sueldo. Quizá habría que culpar a su prepotencia (por entonces, su Marítima Bilbao ya contaba con unos quince cargueros de gran tonelaje y sus dos minas trabajaban a pleno rendimiento), aunque para don Manuel se trataba «de un mero ingrediente de su pertimento habitual de convertir en juego deportivo aquellas empresas menudas y cada vez más mínimas a medida que las serias se convertían en mastodontes del comercio y la industria de la Ría».
Le robaban, y en pocos años reunieron los ahorros que les permitieron abrir —en sociedad con otra pareja de hermanos, Zacarías y Joseba, hijos de Zacarías Ermo, el de La Venta— en 1920 una ferretería en Algorta. Es de suponer que Efrén empezara entonces a abrir los ojos. Sólo de su fuente legal de ingresos, los sueldos, no podía haber salido su aportación a la ferretería. No obstante, a juicio de don Manuel, Efrén no se habría puesto a investigar de no haber aflorado, simultáneamente, otro descubrimiento: que los gemelos tenían sus planes propios. Lo otro lo habría aceptado como el toma y daca de todo juego, se habría atado mejor las botas para afinar la puntería con el balón en el segundo tiempo. Pero la evidencia de que los gemelos ya no jugaban sino que iban en serio —«como él mismo», puntualizaba don Manuel— trajo el cambio. Volvió a inspeccionar con nuevos ojos el libro de casi parvularia contabilidad que llevaban y percibió destellos sospechosos: a partir de 1915, es decir, desde su contratación, el número de entierros había disminuido, cuando tanto las poblaciones de San Baskardo como la de Algorta iban en aumento. Consultaba mensualmente en el Juzgado la cifra oficial de fallecimientos, sobornaba a un empleado de la funeraria rival para que le pasara el número de entierros asistidos, restaba, y el resultado siempre eran cadáveres sin enterrar. Eso sí, Eladio y Leonardo cuidaban meticulosamente la proporción: se reservaban un razonable 15% de muertos, de los que no llevaban contabilidad, ni siquiera secreta, simplemente los registraban en su memoria. Y, en cuanto a los seguros, el movimiento de clientes era tan escaso que casi se reducían a los 97 damnificados de la razzia de las llamas de 1907, perfectamente controlados por Efrén; sólo cabría el engaño en las pólizas nuevas y, a pesar del poco jugo que les podrían sacar, los gemelos no se resistieron a implantar un subseguro clandestino semejante a la subfuneraria, con el mismo tanto por ciento pirateado; pero con los seguros nunca habrían abierto la ferretería.
En contra de lo que podía esperarse de él, Efrén sufrió la rapiña con aparente tranquilidad, tardó meses en estallar. A pesar de su total entrega al mundo de su piratería grande, siempre habría encontrado un hueco para permitirse sufrir debidamente por la pérdida de aquellos mínimos ingresos, o no le conocíamos. Simultaneó la investigación del fraude con su convivencia con Eladio y Leonardo sin más inconvenientes que los derivados de aquella frontera existente, primero en el palacio árabe y luego en el Galeón, entre las dos tribus. Les observaría en silencio durante las comidas, intentando apinar si tramaban alguna nueva chapuza, si sospechaban sus recientes movimientos defensivos, pues, a pesar de la deslealtad de los gemelos, los seguros y las funerarias seguían siendo para él un deporte relajante y aleccionador. Era 1921. En junio, comunicó a los pecadores su despido.
—Aprovecharía un momento en que los encontrara solos —aventuraba don Manuel—, aunque lo más lógico es que se lo hubiera comunicado al padre, y no sólo por un elemental concepto patriarcal de la familia…, aunque en el caso de Efrén sería matriarcal. Pero habría tenido que emplear más palabras, dar la noticia a alguien a quien, por ajeno al asunto, habría que ponerle al día. En cambio, a tus primos les bastaría escuchar un estricto: «Lo sé todo, no os quiero ver más por allí». Pensemos también que, conociendo a tu tío, prefiriera evitarse el mal trago de la contemplación de un rostro sufriente de padre avergonzado por el inaceptable comportamiento de unos hijos. Cabe, incluso, a quien le moviera un sentimiento de compasión, la esperanza de que tus primos silenciaran la condena que acababa de echar sobre ellos y, por tanto, la causa, y tu tío jamás llegara a saber nada de lo ocurrido…, ¿por qué no? El caso es que tu tío vino a mí con el rostro demudado, exactamente el rostro que Efrén prefirió no ver…, ¿por qué no?… Yo vivía la última semana de mi primer curso de maestro en la escuela de Algorta, y los chicos me avisaron de que el conductor del tranvía me hacía señas desde la calle. Salí y me recibió con la única frase que no tenía que pensar: «Tiene usted que hablarle para que no los metan en la cárcel». Me limité a mirarle, esperando. Me lo contó todo. Eladio y Leonardo no habían elegido la opción do ocultárselo, se lo habían contado con pelos y señales, un proceder que entonces me asombró por su crueldad. Le recordé que a Efrén lo tenía en casa, que le hablara él, que a él le haría más caso por ser el padre. Tu tío había soltado no sólo la frase que traía a flor de piel sino la más sencilla, la que preconizaba una acción, una acción externa; no consiguió expresar con palabras el significado de cada piedra empotrada en cada boca de sus vísceras. Sencillamente, se sentía incapaz de presentarse ante Efrén. «No puedo, no puedo», me repitió varias veces. Creo que acerté a imaginar el peso específico de la vergüenza que atormentaba a un hombre de su nobleza, que se enorgullecía de pertenecer a un pueblo que presumía de no traicionar la palabra dada, que aún cerraba sus tratos no con firmas al pie de documentos sino con apretones de manos; por no mencionar la física o la química, el incremento de ese peso específico en un hombrón de un metro noventa y cien kilos y que había alcanzado los cincuenta años sin una sola mancha negra en su conciencia.
Don Manuel calló y movió la cabeza. Con los dedos índice y pulgar oprimió la parte alta de su nariz a la altura de los ojos, con éstos cerrados.
—No me mires así —dijo.
—¿Cómo sabe que le miro si usted no me mira?
—Aquello, lo de Isidora, no fue una traición. Se rompió un compromiso, sí, pero por ambas partes. Fue una ruptura de contrato de común acuerdo.
—Pero el tío Roque arrastra desde entonces una mancha negra en su conciencia.
—Bueno…, eso nadie lo niega. Pero Isidora también la arrastró… Sí, por supuesto, hubo de ser así. Fueron las dos partes de un contrato revocándolo.
—Usted mismo entendió entonces que lo de mi tío fue una deserción. Incluso lo ha llegado a calificar de deserción histórica.
—También la deserción de Isidora fue histórica.
—¿Qué es lo que ella rechazó? Una filosofía estancada y caduca. En cambio, lo rechazado por el tío apuntaba en la dirección de la Historia.
—Hablábamos, sencillamente, de un contrato de amor entre un hombre y una mujer roto por ambas partes, no de política. Y, escucha: el nacionalismo no es un sentimiento estancado. No seas tan socialista, Asier.
—Roque Altube Uribe, el superviviente… Ahí lo tenemos… Ni siquiera necesita hablar, usted y yo sabemos por qué trasplantó a Getxo su particular lucha de clases. También está usted, el otro superviviente, en este caso de la hija de Isidora. Tampoco necesita hablar.
Don Manuel sacó su pañuelo del bolsillo del pantalón de estambre y se sonó en seco.
Añadí:
—Usted trató de mitigar aquella deserción histórica cuando ejerció de maestro en La Arboleda porque allí estaba la muchacha. Pero ya era tarde. Y, sobre todo, era imposible. Aunque la mancha en la conciencia la lleva el tío Roque, no usted, don Manuel.
—Fue una mancha que desbordaba su engañoso carácter inpidual, es decir, tuvo categoría de histórica. Tu tío no arrastra ninguna mancha en su conciencia, de modo que pudo avergonzarse limpiamente del estropicio de sus hijos. No pudo presentarse a Efrén, ni para rogarle misericordia ni para nada. Precipitó su marcha del Galeón. De no ocurrir aquello, no sabemos cuánto tiempo más habría tardado en hacerlo, porque saltaba a la vista para todo Getxo que su futuro estaba fuera de esa mansión. Como algo irremediable desde hacía años, Cristina Oiaindia le tenía reservado Basaon. Así que fui a ejercer de mediador antes de que trascurrieran veinticuatro horas. La noche precedente me la pasé preguntándome dónde podría verle, pues había descartado el Galeón. Salí muy de mañana, sin desayunar, pensando que tenía muchas probabilidades de encontrarle en la funeraria de San Baskardo. Y allí estaba la deslumbrante limusina, con el chófer, frente a las sórdidas sedes de la funeraria y los seguros. Vi a medio cerrar —a través de la rendija me llegó el inequívoco olor a cuadra de caballos— la puertecilla practicada en el aparatoso maderámen que cubría el frente de la lonja, un sistema de paneles del techo al suelo de quita y pon que se retiraba al sacar el coche funebre y los caballos y encajados en cajetines también de madera. Todo muy viejo, desecho de alguna otra lonja. Golpeé con los nudillos, oí pasos, pero el rostro que asomó no fue el de Efrén sino el de Aurelio, tu primo.
—¿Aurelio? —exclamé—. ¿Cómo permitía él que pisara siquiera su negocio un hermano de…?
—Yo también exclamé ¡coño! —dijo don Manuel—. «¿Qué haces tú aquí?». «Nada. Estoy a prueba». «¿A prueba? ¿A prueba de qué?», casi le grité. No oí los nuevos pasos, alguien desplazó a Aurelio y el hueco que ocupaba su cabeza lo ocupó no la de Efrén sino sólo una expresión, unos ojos, una piel tan inconfundiblemente pálida como de costumbre. A su modo, me sonreía. Se me ocurrió pensar: «Esta vez, he venido yo a él, de manera que es posible que le haya ahorrado la próxima visita preceptiva, pues de un momento a otro aprovechará la ocasión para preguntarme por el macho del rebaño». Pero fue aquella mueca de sonrisa la que desvaneció mi error. «Ahora está en otra cosa. Para cada una de las visitas que me hace desde julio de 1907 sin duda debe someterse a un previo recalentamiento y puesta a punto de su… fiebre». «Ahora le atiendo», me dijo. Tuve la impresión de que me esperaba. Abrió del todo la puertecilla chirriante y salió. «¿Le importa seguirme?». Me llevó al inmediato portal de la casa de Blasa y subimos las desvencijadas escaleras que conducían a la oficina de seguros. Yo nunca había estado allí, pero sabía exactamente lo que encontraría. Al menos, el deterioro de la habitación, unido a su falta de limpieza, se avenían a la perfección con el carácter marginal de aquellas dos empresas. «No vengo a asegurar nada», le adelanté. «Ah, claro, claro. Siéntese». A muchos había oído contar que no tenía más que una sola silla para los clientes, que nunca se excusó si llegaba más de uno y el resto había de permanecer en pie. Ocupé la silla destartalada y él se sentó tras una mesa digna de un rastro. «Aquí hablaremos mejor». Bueno, y entonces me pregunté si los deseos de marcharme al punto de allí procedían, también, de la vergüenza de verme ante él por tan feo asunto. «Dígame la suma sustraída y se la abonaré, quiero decir que el padre se la abonará, o se la abonaremos entre los dos, entre todos. Pero no debe denunciar a los chicos», le pedí. «Es lo que esperaba de ustedes, de su comunidad…, pues usted no ha pronunciado gratuitamente entre todos», dijo Efrén. Y añadió: «De momento, no es mi intención llevarles a los tribunales. Porque hay algo más… Acabo de ver abajo a Aurelio, séptimo hijo de Roque y de… (dejé de respirar, esperando escuchar el nombre, o al menos el parentesco que le unía a ella, si era alguno, dilucidar de una vez por todas los dos secretos —¿qué nombre?, ¿Madia o Magda?, y ¿qué parentesco?—, o siquiera uno, y así romper veinticinco años de lucubraciones), su esposa (es decir, desaprovechó premeditadamente aquella ocasión de desvelárnoslo sin que la cosa sonara a concesión por su parte: la música de la propia frase se lo pedía). Le hablé ayer para que reemplazase provisionalmente a sus hermanos. Me complace mucho que haya sido usted el designado para interceder por ellos». «Nadie me ha designado», protesté. «¿Ni siquiera Roque?». «Simplemente, me lo pidió». «Pudo dirigirse a otro. Le designó. Aunque no lo llame de ningún modo, si lo prefiere. Pero aquí está usted. Y a mí me complace mucho, porque necesito su parabién. Bueno, y el padre también lo necesitará». «¿De qué me está hablando?», quise saber. Entonces mencionó por segunda vez el nombre de Aurelio. «Quiero que Aurelio entre a mi servicio», me anunció. «¿Por qué repite?, ¿no teme que este Altube le salga como los otros? En cualquier caso, coméntelo con su padre, ahora sí que yo no me siento designado». No dejaba de mirarme, ni yo a él. Empecé a sentir un hormigueo en la planta de mis pies cuando dijo: «No le quiero para enterrar muertos y rellenar pólizas de seguros. Esto queda para los mercachifles. Incluso el timo que me han dado Eladio y Leonardo es de mercachifles. ¿Aún no sabe diferenciar entre un Altube y otro?». Con semblante muy serio me dio su opinión sobre Aurelio: un mozo (fue la palabra que empleó) inteligente, muy cumplidor, muy obediente, el más solícito con su madre, que está siempre en lo que está en vez de estar en una cosa mientras trama otra, a quien su falta de tensión interna le permite sentarse de lleno en las sillas en vez de hacerlo en su borde, a quien nunca se le ocurriría destripar un reloj para ver qué hay dentro, ni abrir la jaula de un pájaro para que vuele, ni mirar a los demás con miedo de que le apinen lo que tiene tras los ojos, y que emplea la noche en dormir y no en pensar —¿Oxford?, ¿Shakespeare?—. Efrén se explayó: «Le vengo estudiando desde hace años». Se recrudeció el hormigueo de mis pies. «¿Estudiándolo? Aurelio tiene hoy dieciocho años… ¿Me está revelando que empezó a estudiarlo, digamos, a sus siete años?», pregunté. «Es posible. Incluso, antes». Disfrutaba veladamente con mi asombro, y me molestó. «¿Qué clase de servicios prepara para él?». «Tutor, hermano de leche, secretario, confidente, consejero, sombra…». «¡El bueno e inexperto de Aurelio! Es demasiado inocente e ignorante para usted, no está a su altura, no está construido como usted, no está en absoluto en su órbita. Y es inocente», exclamé. «No estoy hablando de mí sino de mi hijo». «¿De Cándido?, ¿un servidor para un Cándido de sólo dos años? ¿No tiene ya suficientes servidores? Búsquele otro infante de su edad para jugar». «Mi hijo no juega. Tiene una personalidad especialmente distinta de cualquier otro niño». Se lo dije: «Dicen que su abuela, cuando llegó a Getxo, tenía también el rostro de no haber jugado nunca». Yo no perseguía desarmarlo, pero me habría gustado verlo como sorprendido en calzoncillos. Me preguntó por qué había nombrado a su abuela y no a su madre, y creí que entraba en mi juego. Quizá sintiera cierta curiosidad, o mucha curiosidad, por conocer qué juicio teníamos de esa abuela de Cándido, me refiero a nuestra comunidad; lo sabía, lo tenía que saber, pero es posible que necesitara escucharlo de alguien, de cualquiera, al cabo de tantos años descifrando infaliblemente nuestras miradas y actitudes, y echara en falta el sonido de las inútiles palabras poniendo en marcha uno cualquiera de sus cinco sentidos sin estrenar para justificar aún más la guerra que nos había declarado desde antes de conocernos.
—¿Guerra? —protesté—. ¿Cuándo se arrancará usted esa obsesión?
—A ver qué te parece lo que sigue, Asier… Le pregunté si le interesaba realmente saberlo; sonrió y me respondió que no. «Le ofrezco un futuro como jamás pudo soñar el hijo de un tranviario. Le proporcionaré la más alta educación particular, compartirá los profesores con Cándido: todos ellos, jesuitas de Deusto. Lo crearé de nuevo. Haré de él un protohombre…, sólo unas rayas por debajo de Cándido. En vez de dejarlos en manos de tontas ayas y niñeras o de institutrices falsamente férreas, Cándido y él y él y Cándido se moldearán mutuamente a través de una convivencia de odio-amor de hermanos. Cándido empezará a darle órdenes desde el primer momento. Aurelio aprenderá qué órdenes sirven para construir férreamente a Cándido y sólo empleará ésas. Está al alcance de mediocres padres, abuelos, parientes y amigos el plegarse a los caprichos de niños dictadores que terminan malcriados: quiero que Aurelio sea un coloso obediente que obligue a Cándido a competir con él en un duelo amo-siervo en el que no siempre gane el amo. Cándido alcanzará la sabiduría de mil jesuitas, desde la invención de la escritura a la maestría para sojuzgar pueblos; y esa tensión interior, privilegio de algunos elegidos, sostenida de por vida por la férrea angustia por superar día a día al siervo que le puede humillar al menor descuido. Haré de Aurelio un gran personaje y una poderosa personalidad…, sólo unas rayas por debajo de Cándido. Le haré rico, pero pertenecerá a mi palacio. Tengo ya el consentimiento de su madre». ¿Qué te parece, Asier?
—Pero ahora, al menos, no se ensaña con un Altube, aunque Aurelio sea hijo del tío. Lo que ya es una novedad. Es más, no habría confiado en un Altube para fabricar a Cándido. Ve a Aurelio sólo como hijo de Madia o Magda —dije.
—Lo viene estudiando desde sus ocho años, o antes… ¡cuando Cándido aún no había nacido! ¿Te das cuenta? Lo tenía todo previsto con esa antelación, no sólo su estudio de Aurelio sino que le nacería un hijo en el año justo, y es como si también hubiera contado con la chapuza de Eladio y Leonardo, e incluso con mi visita a la funeraria para interceder por ellos y, valiéndose de un chantaje, hacerse con un esclavo para Cándido, y muy oportunamente, cuando tu tío Roque preparaba la fuga a Basaon con toda su familia. Lo que buscaba para su pequeño monstruo era un muñeco del pim pam pum para darle de pelotazos. Pero le advertí que yo nunca lo consentiría —exclamó don Manuel con un resoplido—. Me dijo: «No es tan terrible. Haré del muchacho un fuera de serie en cuantas metan merecen la pena en este mundo. Quedará en la pequeña y en la gran Historia. Sin embargo, le conozco a usted y esperaba su oposición, maestro». Te aseguro, Asier, que uno de los escasos instantes plenos que es posible alcanzar entre humanos sobreviene cuando tocan sus profundidades dos antagonistas, y eso ocurrió entonces. «¿No se sacian ustedes de Altubes?», le reproché con menos dureza de la que se merecía. «Aurelio no es todo él Altube», me recordó. Le repliqué: «Vivimos tiempos en los que cualquier fracción de reliquia ha de ser defendida con uñas y dientes». «Fracción de reliquia», repitió él. «¿Por qué lo hacen?, ¿cuándo nos olvidarán?, ¿pueden?». Oí los pasos de Efrén por el cuarto antes de saber que se había levantado, a pesar de que mis ojos no se habían apartado de su figura sentada al otro lado de la mesa. ¡Mi pobre retina obsesionada! Me habló paseando: «Le repugna que sea entre nosotros donde desaparezca precisamente esa fracción de Altube de Aurelio». «Así es», respondí, siguiendo con mi vista sus lentas evoluciones y temiendo se encontrara ya en otro sitio. «No hay nada personal contra ustedes. Se trata de que somos inocentes de su inferioridad. Ustedes, los vascos, presumen de amar como nadie la libertad. Mírense a sí mismos de una vez. Sólo son libres quienes no han de soportar la carga de reliquias sacralizadas». «¿Cómo se atreve a hablar de libertad quien mató a tantas llamas de aquel rebaño al que aún no ha terminado de perseguir exigiéndome regularmente que le revele el refugio de la última?». «Getxo también las persiguió». «Eran gentes que ignoraban lo que estaban matando. Usted sí lo sabía». «Y usted también, maestro». «Sólo que Efrén asesinaba y el chico de las llamas salvó al macho. Efrén no puede hablar de libertad». «Para ustedes, la libertad es un concepto poético. Conmueve mucho verter hasta la última gota de sangre por la libertad de su pueblo, y cantarlo en himnos, una futilidad al alcance de cualquiera que necesite rellenar algo con nada. La cuestión está en qué hacer luego con ese concepto poético. Yo sí sé qué hacer con mi férrea libertad». «No llame a lo suyo libertad. Me hace daño. Póngale otro nombre». «Por el contrario, es mi férrea libertad la legítima ostentadora de esa palabra, por simple definición: existe ingrávida, suficiente, sin ataduras, como son las dependencias de todo un pueblo a reliquias mitificadas por las que morir. Ustedes despiertan todas las mañanas preguntándose si son libres o no. Mi libertad vive por sí misma, su contenido es férreo, no me obliga a preguntarme nada». Efrén se detuvo al lado de la silla con el ajuste perfecto de un mecanismo que detiene su última pieza en movimiento en el instante programado. Su expresión, habitualmente pétrea, transmitió pasión, aunque sólo por décimas de segundo. Un descuido, supongo. Pasión: ¿quién lo habría imaginado en él? Te juro, Asier, que no sufrí un espejismo. Pero lo más desconcertante fue que esa pasión había sido provocada por una discusión sobre la libertad. ¡Dios mío, Efrén y libertad! ¿Cómo se comía eso? Me sobrepuse a su mirada compasiva cayendo sobre mí desde lo alto, para decirle: «En los últimos minutos usted ha pronunciado lo de férreo demasiadas veces. ¿Le gusta? Sé que le gusta. Usted pertenece a los hombres del hierro». «¿Hombres del hierro?», repitió él. «No conseguirá a Aurelio», le amenacé. «¿Pretende secuestrarlo como a esa llama, maestro?».
—Hasta los más completos diccionarios son siempre incompletos —dije—, les falta la interpretación de Efrén de la libertad. No se inquiete. Él sólo jugaba.
—¡No, no jugaba! No tenemos nada en común con él, o él con nosotros… ¡pero esta realidad la vivió siempre sin pasión! Excepto al surgir la otra discrepancia: la libertad. ¡Entonces se apasionó!… Será, es, una palabra mágica capaz de emocionar con la música de su simple sonido… ¡incluso a él! Se manifestó auténtico, Asier, no jugaba. Lo que viene a enturbiar las cosas, tan diáfanas antes de su descuido.
—Resultaba muy cómodo verlo de una pieza —dije.
—Sí, muy descansado… ¿Qué parte de él engulló a Aurelio? Vana pregunta, pues aquello pertenecía a un plan fraguado más arriba. Efrén fue sólo el brazo ejecutor, el discípulo aventajado. En eso y en todo. Entonces se trataba de la fabricación de Cándido, el último eslabón destinado por Ella a culminar atronadoramente un largo proceso de ambición desmesurada. Sería no sólo la apoteosis de un clan sino la entronización del dios de la Edad del Hierro, un privilegio que también nos fue arrebatado por ellos, pues les correspondía a Camilo Baskardo y a la recua de chatarreros creadores de esa maldita industrialización que, nos guste o no, debemos llamar nuestra. Incluso le arrebataron el privilegio a Cristina Oiaindia, la gran traidora… Bueno, el caso es que yo debía transmitir a tu tío el resultado de la gestión que me había encomendado y por la tarde me encaminé a Basaon, donde desde hacía un par de meses él estaba llevando a cabo, en las horas libres del tranvía, arreglos en el viejo caserío para ponerlo otra vez a flote…, prueba, Asier, de que no huyó del Galeón por causa de tus primos los gemelos, aunque es posible que precipitara la marcha y tuviera que ocupar Basaon con más goteras de las previstas… Amenazaba tormenta aquella tarde y la madre me puso al salir el paraguas en la mano. Estalló al final de mi caminata, cuando llegaba al muro de piedra de sus límites. Vi a Roque en una calva del tejado, clavando tablas junto a un montoncito de tejas. No parecía advertir la lluvia que ya le caía encima. Grité su nombre, alzó pesadamente la cabeza y me descubrió. Nos refugiamos en el umbral de la cuadra vacía. «Pide a Aurelio. Es su precio por no denunciarles». La expresión de tu tío me reveló que no sabía nada, que Madia o Magda no le había contado nada. «¿Aurelio?», repitió. «Pretende, digamos, adoptarlo para darle estudios de primera pisión y convertirlo en una especie de siervo de su Cándido». «¿Siervo?», repitió tu tío. «Al menos, no nos engaña. Quisiera estar en tu lugar de padre para lanzarle a la cara un no acompañado de algunas palabras fuertes». Aún esgrimía tu tío el martillo, con el que se puso a golpear-acariciar la vieja madera de una de las hojas abiertas de la puerta. Pareció olvidarme mientras pensaba. «Bueno, pues bien», dijo, por fin. «¿Cómo que bueno?, ¿cómo que bien?», exclamé. «Digo que está bien que no vayan a la cárcel. No es bueno ir a la cárcel». Bajé una mano a su martillo para detenérselo. «¡Salvarías a los gemelos pero perderías a Aurelio!». Mi seguridad lo dejó confuso. El estaba seguro de lo que pensaba, pero su seguridad poco tenía que ver con la mía. Bien, y espero que no hubiera elegido a los gemelos sólo porque con ellos salvaba carne de la familia por partida doble. «¿Sabes a lo que me refiero al decir que perderías a Aurelio? Pues a que le perderíamos todos». Lo entendió perfectamente. «No me parece mal que al menos uno de mis hijos vaya para arriba», repuso. «¿Para arriba?», exclamé. «Sin contar con que los otros dos no irían a la cárcel», añadió. «¿Te parece una buena carrera perder a un hijo para siempre? A los gemelos los recuperarías en un par de años, pero a Aurelio no lo recuperaríamos nunca». Se adentró en la oscura cuadra con los brazos caídos y el martillo al extremo de uno de ellos. Respeté su meditación. La tormenta había robado repentinamente tanta luz que llegué a no distinguir a tu tío. Regresó con una mirada aún más densa. «Aquí estamos acostumbrados a perder a los hijos. ¿No los perdemos cuando se los llevan los curas al seminario? Los padres consienten para que esos hijos tengan una buena carrera», me espetó. «No es lo mismo. Aparte de una consideración sobre la diferencia de fines, incluso sobre la moral, recuerda que Aurelio sólo tiene dieciocho años». Y él: «A los seminarios los meten a los diez años o antes. Y la familia, sin hijo. Ahora es lo mismo». Confieso que me dejó sin palabras. Pero, no, no era lo mismo. ¿Era lo mismo entregar un hijo a Dios que a Efrén Baskardo Puerta? La Iglesia se quedaba con el hijo, pero después se lo devolvía al pueblo, y en el caso de Efrén sería lo contrario: Efrén lo transformaría a su imagen y semejanza, es decir, Aurelio acabaría siendo un traidor a su propio pueblo. «Y, entregándoselo, tú serás otro traidor a todos nosotros», le amenacé a tu tío. Me desgañité inútilmente. Vivimos el tira y afloja hasta el final de la tormenta. Se defendió recordándome que era un simple tranviario con nueve bocas que alimentar y sin la menor esperanza de que alguno de ellos saliera de pobre. «Y a partir de ahora habrá una boca más, la del tío Santiago, que me ha pedido que me lo lleve a Basaon… ¿Sólo una boca más el tío Santiago?». Era la primera noticia que teníamos de que tu tío abuelo, por fin, había sido capaz de arrancarse de Ella y de sus dos techos que le cobijaban desde hacía más de un cuarto de siglo. En circunstancias normales, su pobre voluntad habría fracasado, una vez más, en su necesidad de regresar a Altubena, pero ocurría en 1921, con un estómago que llevaba setenta años triturando sin apenas pausas cantidades ingentes de comida y ya sólo admitía papillas…
—Se sintió libre —apunté.
—Sí, libre, libre, por fin…, con demasiados años de retraso. Supongo que los Altube habréis cobrado terror a los estómagos grandes, propicios a venderse y vender las tierras de la vieja sangre por unos guisos árabes o turcos o judíos o demonios con los que Ella lo había arrastrado a la degradación.
—Pero no regresó a Altubena…
—Ah, ni lo intentó… Gesto que le honra y demuestra que ya había empezado a guiarse por su voluntad libre. Porque entonces en Altubena los tuyos sobrevivían duramente a una de sus peores pruebas: tu padre, en cama, moriría un año después, el mismo año de tu nacimiento…, llegaste de puro milagro…, después de reventarse sobre la tierra para salvarla. Los únicos brazos realmente útiles eran los de la pobre Mari Benita, pues tus hermanos Marcos y Esteban tenían sólo trece y diez años, y tus abuelos, muchos, y no digamos tu bisabuelo… No, Santiago no podía echar su carga de inútiles ciento noventa kilos…, quizá menos, debido a las papillas…, sobre la misma familia a la que había condenado a endeudarse para abonarle a él su primogenitura, y, tiempo después, pagar de nuevo por la misma primogenitura, esta vez a Roque. De modo que se lo llevaron a Basaon y todos nos congratulamos de que la tierra recobrase a dos de sus hijos…, o éstos a ella…, especialmente Cristina Oiaindia, la impulsora. Curiosamente, por entonces, la Diputación puso en marcha la excelente campaña de facilitar a los aldeanos la compra de su vivienda con préstamos a veinte años al cuatro y medio por ciento. En ese tiempo era presidente de la Diputación Román Pérez de Angulema, pero nadie le atribuyó a él la idea feliz, sino a Cristina, quien siempre manejó a su yerno desde la sombra, y cabe sospechar que su inspiración fueran los dos Altube instalándose en Basaon. Podría malpensarse que no habría habido traslado a Basaon de no existir esos préstamos, pero sabemos que Cristina llevaba años ofreciendo a Roque el caserío. A renta, claro. ¿Por qué, sencillamente, no se lo regaló? Era de esperar de una nacionalista redentora como ella. Y, conociéndola, no hay duda de que le obsesionaba la perspectiva de ver instalado a tu tío bajo ese techo. Tanto ella como Moisés y Josafat, cuando les daba el arrebato, solían ponerse a buscar por todo Euskadi, y más allá, a la última generación viva del milenario tronco originario de algún fuego de los primitivos cuarenta y ocho fundadores… Fundadores, con mayúscula…, que iniciaron en este trozo de tierra que luego sería Getxo…, que iniciaron… Bueno, y hallado ese tronco vivo, buscaban aquí su correspondiente techo originario, el viejo caserío a cuyo nombre debían el suyo y que nada tenía que ver con el apellido de la familia que lo habitaba por un error del destino. Y sí que habían logrado restituir a su fuego a más de un tronco, previo desalojo del obsoleto inquilino actual. Era cuestión de dinero. Y era una noble tarea, siempre me emocionó…
—Esos juegos nostálgicos están bien para ellos —dije.
—¡Que un Altube diga eso…! ¿Por qué sólo para ellos? ¿Quiénes son ellos?
—Suponiendo que sea auténtica la leyenda de las cuarenta y ocho criaturas indescriptibles saliendo de la mar en los orígenes…, de acuerdo, Orígenes, con mayúscula…, e instalándose en este insignificante punto del planeta ignorando que en el futuro otras criaturas tan indescriptibles como ellos les llamarían fundadores…, como quiera, Fundadores, con mayúscula…
—Es auténtica —silbó don Manuel.
—… que ya es suponer…, ¿qué tienen que ver con usted o conmigo?, dos vascos del siglo XX entregados día a día a lo que tenemos más próximo, a la fundación…, ¿también con mayúscula?…, de nuestras propias y miserables vidas.
—¿Qué te enseñan en esa fábrica del otro lado de la ría? Siempre me negué a que entraras a trabajar en Altos Hornos. Tu tío Roque te precedió, pero a él no le pervirtieron. Regresó intacto…, a pesar de lo que tú y yo sabemos que pasó.
—Isidora —murmuré.
—Sí, el socialismo con forma de mujer. ¡Pobre Roque! ¡Qué gran fe la suya!… ¿Quiénes son ellos?
—Sin embargo, esa fe no le salvó de sentirse traidor. Y a usted tampoco le salvó.
—En medio de las dos fes había un ser humano. Viví en las minas mis primeras experiencias de maestro. No pude salvar a su hija.
—¿Salvó usted, al menos, su propia mala conciencia? Me refiero, claro, a la parte que le corresponde de la mala conciencia colectiva…
—¿Por qué no me dices de una vez quiénes son ellos?
Don Manuel se sentía incómodo cuando había de explicar su nacionalismo. Era capaz de disertar durante horas sobre los nacionalismos en general, e incluso sobre el nacionalismo vasco, pero se parapetaba tras lo que tuviera más a mano si se le pedía o simplemente la conversación menos maliciosa acababa poniéndole en el brete de clarificar su propio nacionalismo. ¿Falta de fe? No. Precisamente lo contrario: exceso de fe. O suficiente fe. «Lo nuestro no puede explicarse con palabras», solía deslizar. Con el tiempo, averigüé que sí era capaz de explicar con palabras lo nuestro, pero no lo suyo. En esto también se exigía demasiado a sí mismo. La desarmonía entre la razón, con sus inútiles palabras, y su sentimiento lo zarandeó durante toda su vida.
—Vencieron los Fundadores y perdió Isidora y después su hija. ¿Cómo se llamaba? Fue una deserción histórica, constatada perfectamente con palabras en los libros… Pero a lo largo de los milenios los Fundadores hubieron de cambiar alguna vez para sobrevivir (o simplemente para introducir algún cambio en tanta monotonía), en algún momento de los tiempos se incorporaron para andar a dos patas, y luego aceptaron el fuego y la rueda y el cristianismo… ¿Por qué no ahora el socialismo? Oh, sí, quedará como una traición histórica… ¿Que quiénes son ellos? Usted lo sabe: los únicos que pueden permitirse la oscuridad de invocar la patria como meta de los pueblos.
—No se trata del viejo conflicto entre los de arriba y los de abajo. ¿Tan prostituidos estamos que alguien debe recordar a un Altube que en la raíz de todo se encuentra la tierra? Ahí tienes a tu tío Roque, trasladándose a Basaon, regresando. Y a tu tío abuelo Santiago. Regresando todos menos Aurelio. Regresando, incluso, Madia o Magda, pues alguna vez las plantas de sus pies habrían tenido contacto con alguna tierra, negra o roja, húmeda o seca, pantanosa o desértica. Todos, menos Aurelio. Bueno, pero ¿sabía Aurelio lo que se cocía a sus espaldas? Te aseguro, Asier, que no fui a él a denunciar el complot; pronto alguien se lo contaría. ¿Pero le advertiría alguien a tiempo de la clase de trampa en que lo metían? Sólo traté de prevenirle… De Basaon volví a la funeraria con el paraguas plegado, pisando charcos. Temí no encontrarle por lo avanzado de la hora. Sí estaba; la puerta abierta de la cuadra-cochera y las tres o cuatro velas encendidas en su interior me lo indicaron. Por suerte, no había rastro de la limusina. Pronuncié su nombre en el umbral y enseguida oí sus pasos acercándose desde el fondo. Se limpiaba o secaba las manos con un trapo. «Hola», le saludé. No llegó a ser alumno mío, su último curso en la escuela lo vivió con el maestro anterior. Pero nos conocíamos, quiero decir que sabíamos quién era el otro, nos habíamos visto por aquí y por allá. De todos los hijos de Roque era el que más se le parecía: alto, bien formado, miembros fuertes e inconfundible aire de criatura de campo, honesta y sin malear…, que hacían más dolorosamente injusto su secuestro. Llevaba un par de semanas sustituyendo a sus hermanos Eladio y Leonardo, y me dijo, de entrada y muy orgulloso, que ya había hecho tres entierros.
No esperaba de él esa locuacidad. Supe que era más infantil de lo que parecía, y mi dolor se acrecentó. «¿Te gusta este trabajo?», pregunté. «Sí, don Manuel, más que de pinche en la fábrica», contestó. «¿Habías empezado a trabajar allí?». «Sí, don Manuel». «Tu padre está arreglando Basaon para iros todos y podrías trabajar la tierra». «Ya lo sé, don Manuel». «¿No te gustaría?». «Creo que sí, creo que más que la fábrica». «Eso está bien». «Llevar una funeraria también me gusta», añadió. Ninguno de los hijos de Roque había manejado herramientas de campo; sólo Cenobia, la primera, nació en Altubena, durante el año que la pareja recién casada aguantó allí. «¿Conoces al pequeño Cándido?», le pregunté. «Vivo con él». «Sí, pero en una casa pidida, según sabemos incluso los ajenos. Unos a un lado y otros a otro». «Pero nos vemos en la mesa y en otros sitios». «¿Cómo te cae ese pequeño?». Me recordó que el más pequeño era pequeña, Elisenda, de cuatro meses. «Cándido», dije. Aún no sabía si le caía bien o mal, que él le hacía muecas a distancia y que la criatura de dos años parecía no verle, aunque tenía los ojos abiertos, y que en cuanto trataba de acercarse a él, los cerraba. «Es como si hubiera marcado en el suelo un círculo a su alrededor y si te acercas a esa raya prefiere no verte y por eso cierra los ojos», me explicó Aurelio con una eficaz imagen. Nadie de Getxo había visto aún al niño Cándido. A lo más, algunos juraban que no lo mantenían encerrado en casa, que lo sacaban al jardín en el mejor momento de un día de sol, aunque siempre bajo la protección de dos enormes sombrillas, una encima de la otra, componiendo una doble capa protectora. También me contó Aurelio que, aunque sabía andar, no quería. «Le gusta que le vayan, no ir él». Y que nunca lloraba, que nunca le había visto u oído llorar, que a lo mejor lo hacía cuando él no estaba… Esto concuerda con lo que quedó en la leyenda.
—¿Cómo no va a llorar un niño? —reí.
—Aquel era diferente —musitó don Manuel.
—Usted no duda de ninguna leyenda.
—¿No me acabas de oír que Aurelio tampoco le oyó llorar nunca?… Y entonces se lo dije, se lo vertí a pequeñas dosis, buscando malvadamente el efecto de las frases largas y lentas. Me escuchó en silencio y con interés. «¿El delfín, dice usted?», preguntó, al cabo. «Sí, el bicharraco que crecerá hasta ser no sólo el ejemplar adulto más completo de todos ellos sino su gran traca final. Y ahora quieren que tú seas para él su juguete, su mandado». «¿Está enfermo?, ¿hay que llevarle en brazos porque no puede moverse?». «Eres un Altube, ¿lo sabes?». Le miré fijamente a los ojos. «Sí, lo sé». «Pues ellos también lo saben. Efrén, principalmente. Te quiere para Cándido, pero no con él sino debajo de él».
—Sospecho que Aurelio no se atrevería a rogarle a usted en aquel momento que se calmara —le dije.
—No hacía falta, yo estaba perfectamente calmado —gruñó don Manuel—, Me preguntó: «Sólo es una broma, ¿verdad?». Le aseguré que yo no me inventaba las cosas, que a mí mismo me lo pidió Efrén. «Ahora, a ti te toca decidir». Me preguntó si era un trabajo. «Sí, es un trabajo». «Pues ya me ha llegado la hora de trabajar». «Muy bien, eres un chico responsable, pero no por fuerza has de aceptar ese trabajo». «Estoy en la funeraria y a usted no le parece mal, y la funeraria es de Efrén». Bueno, parece que mis frases largas y lentas no habían servido de nada. Y entonces, de improviso, me preguntó por qué Efrén no había hablado primero con su padre. «No sé por qué no lo ha hecho. En cualquier caso, Roque ya lo sabe, yo se lo he dicho». Su mirada se colgó en silencio de la mía. «No le parece mal», le transmití. Siguió mirándome. «Creo que tu madre también ha dado su consentimiento. Aunque ella no cuenta, está en terreno de nadie. Quiero decir que se siente tan atada a ti como a su otra sangre…, suponiendo que Ella, tu abuela, sea de su sangre. Y, aunque no lo fuera (y entonces ni siquiera Ella sería tu abuela), acaso les unan vínculos más fuertes que los de la sangre. ¡Demonios!, ¿qué nos importan a estas alturas tales minucias?». Se me antoja que yo mismo le había facilitado una decisión que más bien le complacía, pues me dijo: «Yo, lo que digan el padre y la madre». Estábamos en la puerta. Lo empujé hacia la vela más próxima del interior, lo puse frente a mí agarrándolo por los hombros y haciendo que la luz diera de lleno en mi rostro. «Escucha… No es un trabajo más. Es un destino. Dejarás de ser un Altube y acabarás siendo uno de ellos. No es justo que también se te lleven». «Siempre he vivido en esa casa y no ha sido malo. Si el trabajo es seguir viviendo allí…». «Ahora te quedarás solo entre ellos, sin tus padres y hermanos. No habrá Altubes a tu lado para defenderte». «Defenderme ¿de qué?». Lo solté. El sacudió los hombros como desprendiéndose de mí un poco más.
—Usted le agobiaba, hablaban de cosas distintas —le advertí.
—Era mi fracaso por no acertar a dibujarle el peligro.
—Llevaba dieciocho años viviendo con ese peligro y no lo había visto.
—¿Qué me quieres decir con eso?, ¿que soy un maniático?… Tú no puedes comprendernos.
—¿Por qué no le preguntó, por ejemplo, qué pensaba de Efrén?
—Se lo pregunté. —Le admiraba. Más bien, le envidiaba. Había alcanzado una alta posición económica habiendo empezado de la nada. Le tenía por un hombre serio en sus tratos, un hombre de palabra. Incluso le caía simpático. ¡Dios mío, hasta ahí llegaba el pobre! Lo que más le inclinaba a él era el saberse objeto de su atención… ¿Te das cuenta, Asier?, se trataba del espionaje a que le sometía, hasta el propio Aurelio lo había advertido… Se sintió importante para un hombre importante. Así empecé a desvelar una de las claves. La otra fue más determinante: estaba enamorado de Ángela Lapaza, entonces de veintisiete años. Envidiaba al esposo, a Efrén… Naturalmente, no mencionó su sentimiento, aunque sí me habló de ella, sí la nombró y…, bueno, tenía dieciocho años y uno podía leer en sus ojos. Me tranquilicé. Estaba enamorado. Ésta era la explicación de que se quedara y no la de ignorar el peligro. Se arriesgó, pues, a pesar de todo. Fue, sencillamente, un suicida.
Las noticias de lo que fue sucediendo en el Galeón a lo largo de los años siguientes nos llegaron con cuentagotas. Por suerte, disponíamos de la leyenda. Hasta el punto de que ésta acabaría siendo la fuente más fiable. La asunción de la leyenda no se produjo sólo por la penuria de datos, pues, como decía don Manuel, «las leyendas son el mecanismo más inteligente de nuestra naturaleza, el que aporta al rompecabezas las piezas fundamentales». Una teoría concebida por él ya antes de 1919, cuando Ella y los suyos se apropiaron del Galeón. Según esto, la función de las leyendas no sería la insignificante de rellenar huecos sino la de resplandecer en un trono más alto que la ilusoria realidad. Me advirtió don Manuel que aquello nada tuvo que ver con la fantasía. «Era imaginación, imaginación coherente y responsable en estado puro. Cuanto Getxo imaginó no sólo pudo haber sucedido sino que sucedió. Somos más leyenda que realidad».
Aún llevó a cabo don Manuel otro intento de rescate, pero no antes de que Efrén le girara la siguiente visita cíclica, en junio de 1922. Concedió a las partes —a Aurelio, a Efrén e incluso al pequeño Cándido— un año de prueba, confiando en que el experimento reventara por algún lado. Efrén acudió a la escuela y don Manuel abandonó la clase, cruzó el patio, salió a la acera y cerró a su espalda la puertecilla del muro exterior. «El no pertenece a nada nuestro y menos a la escuela. Salí porque, si no, él habría invadido el aula. Cruzamos nuestras miradas, yo esperando su pregunta. La misma situación repetida año tras año desde hacía quince. ¿Me lo preguntó con palabras? Creo que únicamente funcionó su mirada… ¡Quién sabe, al cabo de tanto tiempo, tanta realidad y tanta leyenda…! Con partitura o sin ella, la música era siempre la misma… ¿Le di yo mi respuesta? Todo estaba de más. Recogió de mí lo que temía sobre el macho y se habría marchado, pero entonces sí sé que hablé: "Ha transcurrido un año. ¿Seguirá usted adelante con su proyecto?". Y él: "¿Por qué está asustado? Le aseguro que Aurelio no lo está". "No tiene más que diecinueve años." "Deje de mirar el asunto como un secuestro o algo peor. Visita a su familia siempre que lo desea, entra y sale de casa con entera libertad, podría abandonar el compromiso en cualquier momento, pues no le he hecho firmar ningún documento. Cándido está empezando a quererle. Le tenemos ya por uno más de la familia. Roque no se ha vuelto atrás de su decisión." "¿Quererle? ¿No pueden pasarse en su casa sin un Altube?"».
El saber a Aurelio dentro del Galeón hizo crecer en algún grado el interés por lo que allí se cocía. Getxo nunca se acostumbró a las incesantes sorpresas que Ella le proporcionaba. Porque su instalación en el Galeón pudo entenderse, sencillamente, como una ascensión con respecto a su horrendo palacio del cruce de Laparkobaso; pero fue algo más. El Galeón había sido construido por Camilo Baskardo en 1878 y tenía que haber sido habitado un año después, tras su boda con Cristina Oiaindia, a lo que ésta se opuso sistemáticamente por no abandonar sus pedruscos solariegos. De manera que, a principios de 1919, Getxo aún seguía esperando que su dios local ocupara el santuario que le correspondía por ese destino bíblico que arrastraba una demora de cuarenta años. Al cabo, sin embargo, fue Ella la que lo usurpó con su prole. Se tomó como la transgresión de las leyes naturales.
Luego, Aurelio, la otra sorpresa. Por entonces se clarificó el mundo interior del Galeón con la marcha de Roque y Madia o Magda con sus otros siete hijos, no sólo reduciendo el número de cabezas del rebaño sino dejando las más codiciadas por la curiosidad general, Ella y Efrén, seguidas de los nietos-hijos Cándido y Elisenda (Rómulo, el infortunado, nacería en 1924), y después Angela, esposa de Efrén, y sus padres Anastasio Lapaza y Aurelia Garzea. Y, claro, el último fichaje, Aurelio. La atención de Getxo revoloteó sobre el Galeón como nunca lo hiciera sobre el antiestético palacio del cruce de Laparkobaso. Y como se esperó y no llegaba el cumplimiento de la inexcusable proporción número de noticias partido por tiempo, esta deficiencia hubo de ser sustituida por las leyendas. Era la misma situación que estimula la imaginación de los pueblos viejos carentes de textos fidedignos. Hasta entonces, las casas, por principales que fueran, se comportaron como generadoras de noticias suficientes para calmar el apetito exterior y Getxo acababa conociendo los secretos de todos. Vecinos, parientes enemistados, tenderos, panaderos y lecheras, interinas, criadas, jardineros y porteros conformaban un ejército de espías vocacionales al que nada jugoso se le resistía. El Galeón vino a romper esta pulcritud. Algunos lo atribuyeron a sus cuarenta años vacío, que le confirieron tan fuerte carácter de tumba que convirtió a sus primeros habitantes en fantasmas. El palacio era innecesariamente inmenso, más parecido a una ruina babilónica destinada a museo que a vivienda, frustrado símbolo ensoberbecido de un poder, con dos fachadas frontales en ángulo curvo y altura de cuatro pisos, ambas de piedra con pesadas balconadas, rematadas en lo alto por una galería corrida de punta a punta, una acrópolis lóbrega incluso en días soleados, y, como anomalía, el acceso al gran jardín elevado a modo de sombrero, un inesperado cielo que comunicaba con el mundo. La espalda del palacio chocaba contra el monte y servía a éste de contención, por lo que carecía de luces por ese lado. Un templo que parecía estar obligando a los ajenos a sacralizarlo. Me decía don Manuel que «la sacralización se habría producido habiendo ocupado sus habitantes cualquier otra residencia, pues fue una creación personal del propio Cándido captada con una intuición admirable por nuestra comunidad».
Bueno, pero el marco sí que pesó lo suyo en la deificación del pequeño Bascardo, con c: una mansión adusta e incomunicada, con un servicio de hombres y mujeres mudos, como si sus amos les cortasen la lengua al contratarlos. Siguieron allí los criados de polainas rojas —copia descarada de los de Camilo y Cristina— y las doncellas con cofia y peto rígido de almidón, unos y otras de procedencia inglesa a partir de 1905, cuando Efrén, a sus regresos de los cursos en Inglaterra, se traía —juntamente con sus tres foxhound (con los que cazaba zorros) y sus baúles— un par de auténticos ejemplares británicos para el servicio de su madre. Los detalles de ruindad que se conocían de Ella obligaban a pensar que no aceptaría de buen grado aquellos despilfarras que el hijo imponía con una visión más amplia, sobreponiéndose a sus propias mezquindades. Por no mencionar el silencio de los pajes de cámara: los profesores particulares de Cándido y de Aurelio y el equipo de jesuitas de la Universidad de Deusto —la leyenda habló de ejército y eran sólo para Cándido—, unos y otros entregados en exclusiva a aquella tarea y viviendo prácticamente en el Galeón, sin que se supiera de un solo profesor que se fuera de la lengua, quizá por la circunstancia de que todos ellos eran de más allá de quinientos kilómetros a la redonda; y, en cuanto a los jesuitas, sabida es su predisposición al sigilo.
Como si le parecieran poco aquellas polainas rojas, Getxo empezó a hablar de los uniformes de húsar con que esos mismos criados escoltaban a Cándido en sus baños en la playa de Ereaga. Se contaba que, primero, aparecía un criado en la lóbrega galería del Galeón oteando el escenario con un catalejo de marino para descubrir si la playa estaba sin gente o había poca y susceptible de ser desalojada o recluida en un rincón. Porque la guardia de seis húsares que custodiaba a «la Criatura» invadía la playa haciendo sonar una campanilla a fin de que la plebe se retirara; a los protestones se les empujaba sin compasión a una esquina para proporcionar a la Criatura un espacio suficiente e incontaminado. El mismo húsar del catalejo, ya en la arena, desnudaba sus pies, se introducía en el agua y tomaba su temperatura con un termómetro patentado por la British Association for the Advancement of Science, de Oxford, traído por Efrén, y únicamente si marcaba los grados preceptivos para los reyes manipulaban a la Criatura hasta dejarla con un bañador de rayas que le cubría desde el cuello a los tobillos, y lo conducían sobre unas parihuelas de marfil y colchoneta de plumas. Comentaba don Manuel que todo esto no habría ocurrido exactamente así, pero que era lo de menos, «pues lo básico de la leyenda era lo que quería expresar a través de esas extravagancias acumuladas por nuestro humor e inspiradas por un Cándido Bascardo cuyo proceso de sacralización se seguía muy atentamente ya por entonces». Fuera o no así, lo que venía a significar es que merecía haber sido. Con todo, don Manuel era un acérrimo defensor de la leyenda. Decía: «¿Qué diferencia hay entre uniforme de polainas rojas o de húsar? Y, por lo que respecta a nosotros, todos hemos podido comprobar que esas polainas rojas existieron».
También existió el híbrido Cristóbal, aquel descendiente del macho de las llamas y pieza de una historia real aún más increíble que la más desorbitada de las leyendas: al obseso de Efrén le faltó tiempo para precipitarse a casa de León Esnarriaga, el chatarrero, quien acababa de deslumbrar en una estrada a Cristóbal con los faros de su desvencijada camioneta. El animal era un tremendo cruce de burra y llama. Lo metió en su cochambroso garaje y allí mismo Efrén se lo compró inmediatamente por 2000 pesetas. Después de los fracasados intentos para que le situara en la ruta del secreto refugio de su progenitor, el mítico macho, lo instaló en el Galeón para recreo de los cinco añitos de Cándido. Hizo construir una jaula de fuertes barrotes y puerta con candado descomunal, y se contaba que la persión consistía en que el delfín le hostigara con una fina lanza de caoba con remate metálico puntiagudo. Según don Manuel, «se trataba de endurecer al predestinado en las cosas del mundo y de que creciera agresivo, en este caso arremetiendo contra un blanco, a juicio de Efrén, tan vinculado a nuestros asuntos, una víctima que era casi como nosotros mismos. Inmenso error: Getxo jamás estuvo a la altura de aquel macho ni, diecisiete años después, del pobre Cristóbal, siendo lo de menos que aquel ejemplar demasiado inocente tuviera entonces conciencia de lo que representaba o llegaría a representar cuando creciera».
Parece que el pequeño Cándido no llegó a martirizar con su lanza ni una sola vez a Cristóbal. Resultó imposible aproximarlo a la jaula, había cobrado tal terror al monstruo que ni siquiera pisaba el jardín y por las noches los gritos de horror que acompañaban a sus pesadillas estremecían el Galeón. Efrén tardó demasiados días en desprenderse de Cristóbal, sin duda le paralizaban las 2000 pesetas que le había costado. Aunque, claro, había algo más: desprendiéndose de él, perdería también el único vínculo con el macho, la última oportunidad de cazarlo. Decidió por él el destino, cuando Perico «Orejas» y Pachín Arana lo robaron. Para encariñarse con el animal les habían bastado las breves horas en que Cristóbal permaneció en el garaje de su tío. En realidad, sobrino de León Esnarriaga solamente lo era Perico Orejas, el huérfano adoptado, lo menos que podía hacer León por el hijo de su difunta hermana. Aunque Pachín Arana era otro recogido por él: apareció una madrugada en la plaza de Algorta, sin equipaje y mirando a su alrededor como un tonto; y lo era, era un pobre simple de diecinueve años o así, sin pasado conocido. Cristóbal tampoco necesitó de muchas horas para encariñarse de los dos, de manera que su robo se tuvo por el triunfo del amor sobre un fútil derecho por compra.
Nunca se supo cómo pudieron raptar al híbrido del Galeón un pobre simple y un chiquillo de cinco años, operación casi imposible incluso para una cuadrilla de profesionales. Había un muro de piedra de cuatro metros, una puerta de hierro, unos sólidos barrotes, un botín a remontar de más de cien kilos. Se barajaron persas hipótesis y la que acabó por imponerse se refería a un Cristóbal dirigiendo su propio rescate, tal era la imperiosa necesidad de libertad que le otorgaba la leyenda. Bien es verdad que sobre el césped del jardín quedó abandonado un arsenal de grandes y herrumbrosas llaves, palancas, tenazas, cuerdas, poleas y una escalera de mano que se reconoció como de León Esnarriaga, al igual que el resto del equipo, nada de lo cual recobraría.
Al día siguiente corrió por el pueblo que el bicho estaba de nuevo en el garaje de León, y se quedó a la espera de la reacción de Efrén. «Reclamará lo que le ha costado dos mil pesetas», se afirmó. Pero no ocurrió nada especial. Efrén no se presentó al frente de sus huestes a recuperar su propiedad, se limitó a dejar constancia notarial de que el animal le pertenecía y a enviar una copia-recordatorio a León. Así transcurrirían diez años. En el Galeón se dio la orden de que no se mencionara al monstruo ni delante ni a espaldas de Cándido, y se retiró la jaula y cuantos rastros pudieran recordar el episodio, procediéndose a una desinfección exhaustiva.
Las circunstancias vinieron a favorecer esta larga calma. Inspirado por la multitud de curiosos que se acercaba a su casa a contemplar aquella extravagancia de la Naturaleza, León Esnarriaga construyó con tablones un recinto-exposición y cobraba la entrada a real. En las primeras semanas sintió tentaciones de reclamar a Efrén el gasto en forraje, habas y maíz de la alimentación del bicho, desechando la idea ante el temor de que le exigiera una participación en los ingresos. Don Manuel se preguntó mil veces qué tramaba Efrén en su silencio. En los diecisiete años anteriores había practicado igualmente el silencio, pero se alimentaba de aquellas visitas anuales, primero a su casa y luego, a partir de 1920, a la escuela, al ocupar don Manuel la plaza de maestro, agrediéndole con la pregunta: «¿Dónde lo tienes escondido?», componiendo la frase con las mismas palabras una y otra vez, excepto a partir de ese 1920, en que introdujo la variante del usted, aunque sólo duró dos años más, pues fue en 1923 cuando sonó la frase por última vez con el tú. Ocurrió al término de aquella semana que todos se la dedicaron a Cristóbal. Efrén viajó a la escuela en su Cadillac, negro como la desterrada limusina, en esta ocasión atravesó el patio del recreo por entre los niños, golpeó con los nudillos la puerta abierta del aula y al entrar se quitó el bombín, y cuando don Manuel ya se había preparado para recibir la pregunta, escuchó: «Esta vez he venido a anunciarle que es mi última visita, porque ahora sé que nunca me lo dirá». Don Manuel no le creyó. Le replicó que estaba seguro de que nunca abandonaría la búsqueda, la persecución, el rastreo o lo que fuera, «porque es la única criatura de esta tierra que le ha vencido». Naturalmente, se refería a algo mucho más profundo que los 250 gramos de carne que el macho de las llamas arrancó de un mordisco del hombro derecho de Efrén. Y añadió: «Y confiese también que el macho nos mostró algo que usted no puede soportar, que no puede ver instalado aquí». Al contármelo con esas palabras, insistía con ahínco en que fueron, exactamente, las mismas que utilizó para lanzarle al rostro lo que se merecía oír desde aquel lejano 1907. «Una verdad se sustenta en las palabras, en las únicas palabras labradoras de esa verdad, las elegidas por esa misma verdad, las que la crearon en sus orígenes», me decía con sombría exaltación. La pregunta era, pues, de qué subsistió Efrén a partir de 1924. Quizá no necesitó ya de esa clase de alimento. ¿No acababa de manifestar que el macho, para él, era un tema clausurado? El que don Manuel no le creyera no invalida la cuestión. Se pudo entender que estrenaba una nueva etapa de su vida, que a ella le había llevado la contemplación del propio Cristóbal, la parodia a que había quedado reducido el irreductible macho, supuestamente ya muerto. Pero ocurrió algo más: el fallecimiento en accidente de su tercer hijo, Rómulo, de un año, nacido justamente en 1924. Los perros volcaron sobre el crío un gran candelabro con velas encendidas, abrasándolo. En instantes murió calcinado en medio de un infierno de alfombras y cortinones llameantes. Alguien acudió cuando ya era tarde. Los criados de polainas rojas apagaron el volcán con la manguera del jardín introducida por un mirador. Los culpables habían sido los ocho foxhound de Efrén, con los que aún viajaba a Inglaterra a la caza del zorro. Con odio silencioso asesinó a los ocho con su rifle de precisión y mandó arrojar sus cadáveres a las peñas marinas de Kantarepe, a espaldas del Puerto Viejo, desagüe de alcantarillas, condenándolos a ser pasto de las ratas. Proscribió para siempre los perros del Galeón. Elisenda, entonces de cuatro años y con apego especial a todos los perros, fue a la que más afectó la prohibición. Lloró y pataleó, le resbalaron las aseveraciones de abuelos, padres, profesores y sirvientes recordándole que la especie de los perros era asesina de niños. Habrían de transcurrir once años antes de que pudiese poseer los suyos, en julio de 1936, cuando aquellos militares se sublevaron y media nación declaró la guerra a la otra media y los desafortunados ciudadanos sorprendidos en territorio adverso hubieron de cruzar alguna frontera o, simplemente, emparedarse. El refugio que eligió Efrén el 17, víspera de la cuartelada —¡sabía lo que ocurriría al día siguiente, Asier!—, fue un remoto caserío de Laukiniz. Libre el Galeón del viejo veto, Elisenda, de quince años, se precipitó a adquirir dos enormes bóxer que, después de todo, no la defendieron en los días de la retirada del ejército vasco, sino que hicieron causa común con su violador, el soldado que nunca había visto la mar. En el Galeón, la única que no se sintió mancillada fue la propia Elisenda, a tenor de su comportamiento en los siete años que tardó el soldado en regresar a buscarla. Llegó conduciendo un gran carro con enseres rústicos, herramientas de campo y semillas. Elisenda, que parecía esperarlo, lo descubrió desde la terraza; se despojó de todas sus ropas, desnudó también a su hijo —al que se había negado ferozmente a abortar— y ambos subieron al carro del hombre y desaparecieron los tres para siempre. Incluso don Manuel tardó demasiado en dar a este hecho su justa interpretación, atribulado por una guerra que duró mucho más que los engañosos tres años inscritos en la Historia, sin contar con que había dejado de ser el incontaminado chico de catorce años del tiempo de las llamas. Se lo escuché comentar posteriormente: «Elisenda descubrió la pureza primigenia y ya no pudo hacer otra cosa que repudiar su mundo, nuestro mundo. La cuestión es si ella fue particularmente privilegiada por esa revelación y de ahí su repudio, y nosotros no, y por eso vivimos la ignominia… ¡Qué gesto, Asier, digno de una tragedia griega! Pocos pueblos, culturas o civilizaciones alcanzan la fortuna de contemplar una lección semejante. A todo tiempo le conviene asistir a un espectáculo tan aleccionador, pero 1944 estuvo especialmente necesitado».
Getxo no advirtió en el Galeón un incremento en su luto habitual a la muerte del niño Rómulo. ¿Hubo lágrimas, hubo gemidos y ropas desgarradas? Preguntas tan absurdas y crueles llegaron a circular entre nosotros. Sí que no trascendió el dolor, pero no era aquélla la primera casa que se encerraba en sí misma ante una tragedia similar. La diferencia estaba en que el Galeón predisponía a pensar así por su aire de panteón sellado y, sobre todo, por la naturaleza de sus ocupantes. Nadie vio llorar a Ella, aunque transcurrían años sin que nadie la viera ni llorando ni sin llorar. Efrén sí que era visto ocasionalmente, pero esos pocos afortunados no advirtieron en él nada especial. Costaba desprenderse de la madre y del hijo y de su palacio para escrutar en los otros: Ángela, la madre del pequeño incendiado; Aurelia y Anastasio, sus abuelos; Elisenda y Cándido, sus hermanos, especialmente Cándido. «Especialmente Cándido», gruñía don Manuel al rememorar todo aquello. «Incógnita. Ni siquiera se le vio en el entierro. Y teníamos derecho a saber si ya por entonces la Criatura poseía sus primeros atributos inhumanos».
En los siguientes diez años Getxo olvidó a Cristóbal a fuerza de no verlo, pues Pachín Arana y Perico Orejas no se atrevían a sacarlo del recinto. Lo cuidaban y eran los únicos seres vivos a quienes el híbrido permitía acercársele. Su condición de atracción de feria pervivió a lo largo de ese tiempo, mas no era suficiente para mantener vivo su recuerdo, aunque sí muerto, como conviene a las leyendas; el paso fugaz por el municipio de forasteros para contemplar a aquella aberración de la Naturaleza no bastaba para sacarle de la irrealidad, ámbito al que se le prefería reducir, como a las viejas llamas. Pero ocurrió que Cristóbal, de pronto, emergió de su propia leyenda y deambuló a la vista de todos en aquel episodio de aventura policíaca en que lo llevamos de aquí para allá Pachín Arana, Perico Orejas y yo mismo, en un intento de demostrar que Vicente Diez, el forastero, era inocente de la muerte de Ambrosio Menchaca. Era 1934. La nueva agresividad de Efrén es posible que no se habría producido de haberse tratado de la misma bestia. Era la misma bestia, pero lo que quiero decir es que en esos diez años se había convertido en una criatura más espantable, incluso, que las monstruosas, llamas, «por su tamaño mayor, su condición diabólica de injerto y la redoblada fiereza en sus ojos y dientes», según la precisa terminología con que pasó a la leyenda, a juicio de don Manuel, quien la empleaba al ejercer de cuentacuentos.
Recobró Efrén su odio destructivo, o lo que fuera; al menos, lo expresó ahora a través de actos, presentándose a León Esnarriaga a recordarle que Cristóbal le pertenecía, y todo Getxo estuvo seguro de que repetiría los pasados intentos para que le condujera al refugio del macho, pues no era imaginable que lo volviera a enjaular en el jardín del Galeón, a pesar de que Cándido ya tenía quince años. Pero alguien le ganó por la mano.
Llegó a aventurar don Manuel que Efrén se proponía matarlo, antes o después de la prueba. Así que se mantuvo alerta. Nada sucedió en los breves días que duró aquella pesquisa que llevé a cabo en la silla de ruedas que me había construido mi hermano Marcos. Jugué a detective en compañía de Pachín Arana, Perico Orejas y Cristóbal, y al llegar el final feliz quedó pendiente qué sería del animal, ahora que Efrén había vuelto a acordarse de él. «No es que se hubiese olvidado», opinaba don Manuel, «es que tenía que probarse a sí mismo que no temía a la única sangre que le había derrotado. La irrupción de la burra-llama le obligó a retomar la guerra interrumpida. Creo que se había propuesto acabar de una vez con la pesadilla, destruyéndola, pues habían transcurrido casi treinta años y era razonable pensar que el macho ya habría muerto en su refugio y sólo quedaba el hijo».
Por una vez, don Manuel echó a un lado su apatía congènita y se apresuró a ir al establo de León Esnarriaga. Era de noche, aunque pudo distinguir a Perico Orejas y a Pachín Arana, armados de sardas, cerrándole el paso en actitud desesperada.
—Buenas noches —dijo don Manuel.
No le contestaron. «¿Por qué me iban a excluir de sus enemigos?».
—Si no esta noche, vendrán al amanecer a por Cristóbal y se lo llevarán, quizá con la ayuda del ejército, y vosotros lo sabéis. Estoy hablando de Efrén.
«Parecían dos estatuas de piedra. Las puntas de las sardas tampoco se habían movido, seguían apuntándome al pecho».
—No hay duda de que alguien os habrá hablado del rebaño de llamas que, hace casi treinta años, despertó un terror injustificado por aquí. Eran veintiocho y fueron abatidas por los cazadores. Excepto el jefe, al que yo salvé y conduje al Gorbea, donde ha permanecido vivo, al menos, hasta procrear a vuestro amigo.
Al parecer, ante don Manuel siguió sin moverse una brizna, aunque procedente de las dos figuras inmóviles le llegó un exiguo hálito de asombro.
—Sé que os cuesta creerlo, pero yo, el actual maestro de Algorta, un despreciable adulto, en aquel tiempo era un chico como vosotros.
Don Manuel llegó a temer que Pachín Arana y Perico Orejas nunca llegaran a superar su sorpresa. Pero, al cabo, suspiraron a coro:
—¿El Gorbea?
Efectivamente, a las siete de la mañana estaba Efrén en casa de León Esnarriaga armado de su rifle de precisión y unos foxhound alquilados. Y a su lado, Braulio Apraiz, el carnicero de la plaza de Algorta, el mismo al que, en la cacería de 1907, el tío Saturnino vendió las llamas a medida que los cazadores las iban cobrando; montaba un carro tirado por un caballo y llevaba la báscula portátil de pesar carne. «Si Braulio llevaba su hierro de apuntillar no se sabe qué hacían allí el rifle de Efrén y sus perros, como no fuera para defenderse de un imprevisto, la fuga de Cristóbal seguida de un ataque a los humanos. Lo único claro es que había dispuesto que primero actuara el carnicero», contaba don Manuel.
Pero la cuadra de Cristóbal se encontraba vacía y el mayor sorprendido fue el propio León Esnarriaga.
—¡No está!, ¿dónde cojones está? —gritó. Entró en su vivienda y salió con los ojos desorbitados—. ¡Tampoco están ellos! —Se volvió a Efrén—. ¡No le estoy engañando, yo no he preparado nada de esto!
—¿Quiénes son ellos? —quiso saber Efrén.
—¿Quiénes?
—¡Ellos! ¡Usted lo ha dicho!
—¿Ellos?… Mi sobrino Perico y…
—¿Cuántos años tiene?
—¿Perico?… A ver…, quince.
—¿Va a la escuela de Algorta?
—¿La escuela?… La dejó hace un año.
—Pero estuvo con ese hombre que se llama Manuel…
—Sí, el maestro.
«Efrén concluyó su frase sólo en su pensamiento: "… ese hombre que se llama Manuel y que en un tiempo tuvo catorce años". No hay duda de que me relacionó con el segundo escamoteo, así que la emprendió con el pobre Perico Orejas», decía don Manuel.
Hasta muy avanzada la madrugada del día siguiente, Pachín Arana y Perico Orejas no regresaron de su sagrada misión, y apenas media hora más tarde ya estaba llamando Efrén a aquella puerta. ¿En qué grieta o detrás de qué árbol se escondió el criado que dejó apostado y al que nadie vio?
—Perdonen —dijo Efrén respondiendo a la pregunta desde dentro de «¿Quién es?» de León Esnarriaga—. Necesito hablar con ese Perico.
—No son horas —denunció, también desde dentro, la voz de la mujer de León Esnarriaga.
Salió el propio León con su vieja gabardina sobre los hombros, empujando al ya dormido Perico.
—¿Dónde lo habéis ocultado? —preguntó Efrén violentamente.
Fue el principio de una serie de visitas que se prolongarían, como en el caso de don Manuel, el tiempo que tarda un chico en hacerse hombre. Lo que diferenció este caso del otro fueron las malas artes a que recurrió Efrén para arrebatar al simple de Pachín Arana el gran secreto: lo sorprendía sólo para amenazarle con la cárcel, el destierro de Getxo y otros destinos igual de terribles. En Perico se impuso su amor de diez años de convivencia con Cristóbal, y en Pachín, además de su fidelidad a Perico Orejas y al propio Cristóbal, la complicada maquinaria mental de los simples que les impide librarse del primer corsé que alguien echa sobre ellos.
En aquel mismo 1934 regresó Cándido de Inglaterra convertido en lord. Tenía quince años y lo de lord nunca quedó muy claro. Alguien de su servidumbre llegó a ver una tarjeta de visita con la línea «Lord de Inglaterra» debajo de «Cándido Bascardo Lapaza del Divino Cuerpo del Redentor», pues parece que los jesuitas presionaron al Vaticano para que le otorgara tan insólita distinción en un seglar. Le costaría a Efrén su buen peso en oro, o a Ella, la abuela, sin duda máxima responsable de la delirante sublimación de la Criatura. Cabía de todo en aquella desmesura, ellos creándola y nosotros aceptándola. Fue como un destino inapelable atormentándonos con la exhibición sin recato de lo que nos aterra reconocer: la cómoda e irresponsable felicidad bajo el dominio de un dios o de un hombre pensando por nosotros, de una impresentable clase social o de una fe.
Había partido a Inglaterra, en 1929, la expedición compuesta por el aún niño Cándido, la institutriz, dos criados y mi primo Aurelio, entonces de veintiséis años y ya miembro natural de aquella tribu. En esos ocho años que llevaba sirviendo a la Criatura también había concluido la carrera de Comercio y le faltaba poco para la de Filología Hispánica, estudiando y examinándose sin salir del Galeón, un auténtico producto jesuítico sólo en apariencia semejante a Cándido. Además, a su regreso de Inglaterra se encontró con que Efrén le había nombrado socio de su Marítima Bilbao con una cantidad irrelevante de acciones a su nombre. Don Manuel gruñó que era demasiado, que no sólo perseguía alejarlo de su apellido, sino contaminarlo con una confabulación de las suyas.
¿Llegó Cándido a ser lord? Ignoro si este título se vende y compra entre los ingleses, pero la especie que circuló por aquí fue que un auténtico lord arruinado lo había vendido a Efrén con la condición de que el título fraudulento no lo usara en Inglaterra. Todo valía en el proceso de ascension de la Criatura y a Getxo le estaban habituando a creérselo todo, incluso milagros, pues no otra cosa llegaría a parecer en los años siguientes ese proceso de ascensión hasta concentrar en un único inpiduo un poder omnímodo hasta entonces ni siquiera soñado ni por el más delirante de nuestros chatarreros. Pues Cándido heredó no sólo el poder de Efrén y el poder de Ella, a la muerte de ambos, en 1963 y 1969, respectivamente, sino que antes, en 1942, ya había heredado el ingente botín de Camilo Baskardo, incrementado con el de su esposa Cristina, pues ésta, a la entrada de las tropas de Franco, por no verse despojada de todos sus bienes por nacionalista, hubo de ponerlos a nombre del esposo, y así continuaban a la muerte de Camilo, en ese 1942. Este cúmulo de circunstancias generó frutos no sólo infinitamente superiores a los perseguidos por Ella con sus artimañas, sino «de otra especie, de otra sustancia», a juicio de don Manuel. «Aunque no menospreciemos su imaginación, pues todo se derivó de la inercia desprendida de la implacable maquinaria que puso en marcha en el momento de pisar por primera vez nuestro suelo. ¡Inercia, Asier, inercia! No ocurren milagros si alguien no los espera. ¿Y quién de nosotros no estaba preparado para esperar una cosa tan redonda trabajada por Ella?».
Y eso, habiendo partido de cero, de menos que cero, pues Getxo la arrojó a un lado desde el primer momento. Y qué no decir de quien le tomó el testigo, un Efrén que hasta 1919 ni siquiera pudo registrar a su nombre su primera empresa, aquellos sórdidos seguros, ni ninguna de las dos funerarias, ni tampoco la oficina de préstamos de Algorta, ni las dos minas o la naviera, por carecer de apellido y negarse su madre a llenar con cualquier cosa la línea en blanco en el libro parroquial de don Eulogio. Cuando Camilo lo reconoció como hijo, cambiaría en el Registro la titulación de su madre —así lo habrían hecho provisionalmente— por la suya. Fue entonces, al salir de aquella especie de ilegalidad y ver su nombre donde debió estar desde el principio, que parece necesitó limpiar de escorias su camino, pero tardaría dos años en disponer de una excusa para despedir a Eladio y a Leonardo, los gemelos, de sus dos funerarias y de los seguros. Tal era la versión de don Manuel. «Les temía, Asier. ¿Y sabes por qué? Porque eran como él, aunque muchos niveles más abajo, con menos talento, menos rango, menos pelaje».
Más que de limpieza de escorias, se trataría de eliminar competidores, por creerles capaces de arrebatarle los negocios en que los tenía empleados. Pero no podía echarlos así como así, eran los hijos de Madia o Magda, su tía o lo que fuera. Pudo librarse de ellos en 1921, al descubrir que le robaban. Lo tenía que sospechar: hacían negocios en sociedad con los Ermo de La Venta, y en 1920 habían abierto con ellos una ferretería en Algorta. ¿De dónde sacaron el pequeño capital? El colmo de su descaro se produjo sólo un año después de haber sido despedidos, cuando propusieron a Efrén participar en un negocio de algas, no como socio sino a comisión, a cambio de que los paquetitos del producto llevaran la marca El Galeón debajo de un dibujo del palacio, algo así como los de achicoria con el familiar emblema del árbol. Efrén tardó varias semanas en contestarles que no, se contendría de hacerlo inmediatamente, porque sentiría la morbosa necesidad de todo fenicio por conocer las tripas de un negocio que no se le había ocurrido a él. Los gemelos pregonaron que tanto la inhalación de vapores como la ingestión de caldo de algas contenían poderes maravillosos para la curación del reúma y el histérico y el alivio de casi todas las dolencias conocidas. No lo leyeron en ninguna revista, ni oído a curandero o marino llegado de tierras exóticas: el impulso les vino del simple hecho de que la playa se llena de algas tras un temporal, espesas alfombras de algas que hay que apartar a patadas para caminar. Lo mismo podían haber elegido hojas de arbusto. «Su desvergüenza fue inaudita», comentaba don Manuel. «No, no me refiero a su receta de algas (los médicos también venden recetas y algunas no matan), sino a presentarse a Efrén como inocentes angelitos a poco de haber sido echados por ladrones. Eran de una raza especial». Los acabaría calificando de «adelantados del nuevo progreso traído por la maldita industrialización, la comercialización de cuanto producto pueda empaquetarse». Efrén les preguntaría: «¿Por qué El Galeón?», y ellos se lo explicarían: «Suena a mar». «¿Y qué más?», insistiría Efrén. Y tendría que insistir un par de veces aún para que ellos le soltaran: «Es un buen nombre, conocido, famoso, y las algas también son conocidas pero no famosas, y la gente no compra lo que no es famoso». Don Manuel exclamaba: «¡La maldita fórmula de lea el anuncio y compre, lea mil veces el anuncio hasta que se lo crea y luego corra a la tienda! ¡Eladio y Leonardo pretendían que la gente acabara creyendo que, comprando algas, lo que se llevaba a casa era el Galeón! ¡No hay duda de que fueron unos adelantados, Asier, utilizaron la fórmula ya en 1922!».
Así que hubieron de recurrir a otra imagen y eligieron la de una sirena semidesnuda. ¿Cómo demonios se les ocurrió tal descoque a unos aldeanos como ellos? El dibujo fue obra de un artista amateur que se pasó el resto de su vida reclamándoles sus honorarios. La parte superior de la figura representaba a una mujer de cuerpo muy robusto apenas cubierto por lianas de algas, y la inferior, la cola de un pez de curvas generosas. La más insolente salud se desprendía de sus carnes orondas y de su sonrisa y mirada picaras, y, como ocurría en la publicidad de aquel tiempo, más que jovencita parecía matrona, pero cumplía su objetivo de convencer de que no había auténtica vida sin algas.
Montaron una pequeña empresa que, naturalmente, se llamó La Sirena. Una docena de mujeres recogía algas de Arrigúnaga y las subían en burros a una campa de San Baskardo, sobre la que las extendían y secaban, y luego en un cobertizo con mesas de merendero las mismas mujeres las troceaban e introducían en bolsas de papel de a palmo con un texto impreso alabando las infinitas virtudes del producto y un par de recetas. Llegaron a distribuirse hasta en Vitoria y San Sebastián, transportadas en un carro de caballos. El negocio funcionó seis años y Eladio y Leonardo ganaron dinero. La decadencia provino de nuestras gentes de la costa. Habían empezado por carcajearse de quienes compraban aquellos yerbajos que ahogaban las pescas, se enredaban en las piernas y había que soltárselos a patadas. Su nula fe en las algas fue extendiéndose, primero por el resto de la costa y luego por el interior, donde avanzó más lentamente, pues sus gentes nada tenían contra las algas por serles desconocidas. Otro factor en contra fue el descubrimiento de que lo más que se podía esperar de ellas era que no envenenaran. La venta de las bolsitas declinó paulatinamente y los gemelos hubieron de tragarse el último cargamento.
No cejaron. Quiero decir que su vivaz espíritu comercial no se resintió. Parecían ardillas roedoras saltando de aquí para allá en busca de nueces nutricias. Entre la ferretería, el negocio de algas, la granja industrial de cerdos de 1932 y, al año siguiente, el tractor (fue el primero que se vio en Getxo; uno de mis dos primos se alquilaba con el invento para labrar tierras. Mi cojera procede de que, en 1934, en un descuido, sus ruedas pasaron por encima de mis pies), sin contar otros asuntillos menores, fueron años de frenética actividad comercial, bien solos o asociados con los Ermo de La Venta, «otros que tal bailan», comentaba la gente. Y al hablar de actividad comercial no me limitaré a sus negocios registrados que pagaban impuestos, sino también a las chapuzas, cambalaches y engañifas de las que se aseguraba que pocos habitantes del territorio se libraron. Por ejemplo, ¿quién se resistía a entregarles una suma razonable a cambio de que le localizaran agua subterránea en su huerta o jardín? Sí que encontraban agua —eso juraban ellos—, pero a tal profundidad que resultaba más rentable construir allí un pantano. Comerciaban, igualmente, con chatarra, haciendo la competencia a León Esnarriaga, y en más de una ocasión habían sido denunciados por empresas por haber sobornado o intentado sobornar a sus guardas para que miraran a otro lado mientras ellos hacían su trabajo. Acudían a las ferias de ganado con animales fraudulentos y los encajaban con su labia de gitanos. Ningún proyecto, por descabellado o ilegal que fuese, ninguna cosa viva o muerta de la que pudiera obtenerse un beneficio, escapaban a su fiebre. Según don Manuel, parecían más felices engañando que comerciando legalmente.
Durante años, la extraña muerte de Leonardo —el atentado fue contra los dos— conmovió a nuestra comunidad y hubo quienes proclamaron que a nadie debería asombrar que acabaran así. Se habló de venganza de alguna víctima suya, de ajuste de cuentas de algún socio, que podía ser incluso cualquiera de los Ermo, o todos juntos. Incluso se llegó a acusar a Félix Apraiz, pues resulta que Eladio y Leonardo, aquella noche, como otras, bajaron a las peñas de La Galea a montar su palangre para atrapar al Negro, el mítico congrio gigante tras el que andaban todos los pescadores osados de la Ribera; el único que había tenido el dudoso privilegio de contemplarlo en toda su tremenda longitud era Félix Apraiz, y parece que ésa sería la razón de que lo persiguiera más obsesivamente, como si se considerara predestinado a poseerlo. En una de las peñas que cubría la pleamar había cincelado un hueco de dos palmos de profundidad e introducido en él el vástago de una gruesa argolla de hierro, cementándola, de la que arrancaba una cadena, a prueba de roces, de tres metros, a cuyo extremo fijaba el cabo de un palangre de fino cable acerado. Eran sus armas para capturar al Negro…, sólo que no era el único que las usaba, mis primos solían sujetar sus propios palangre y cadena —ésta de sólo un metro— a esa argolla y, más de una vez, habían tenido sus más y sus menos con Félix Apraiz por violar lo que todos sabían a quién pertenecía.
Jamás imaginó Etxe que alguna vez encontraría en Arrigúnaga lo que encontró aquella madrugada. Sus pies eran los primeros que, cada amanecer, profanaban la virginal superficie de arena pulida por la última bajamar. Sus huellas parecían ser las primeras del mundo. Buscaba los míseros tesoros arrojados por la mar la noche precedente: monedas, relojes, carteras, tarros de cristal, cajas, arcones, sillas, prendas de vestir (un día, regresó a casa con un frac, que secó, planchó y colgó de la pared como un cuadro), y, sobre todo, tablas, troncos y toda clase de combustible para la cocina. Era una tradición familiar, los Etxe llevaban siglos cumpliendo con aquella misión: uno de ellos encontraría la formidable y enigmática Pieza de dura madera que los bueyes de Larreko remontarían hasta la Campa del Roble y acabaría siendo Mostrador de La Venta… Bueno, pues en aquella madrugada lo que encontró fueron los roncos y angustiados gemidos de auxilio de Leonardo procedentes de lejanas peñas de La Galea. La marea ya llevaba cuatro horas subiendo. Los pies de Etxe cambiaron la arena por las peñasy, a lo lejos, descubrió a Eladio sobre una peña ya cubierta por el agua ascendente que a él mismo le llegaba al cuello, y todo el terror en sus ojos. «¿Por qué no te echas a la de atrás?», le preguntó. Sin dejar de gemir, Eladio le señaló la cadena que rodeaba su cuello como un collarín y que le fijaba a la argolla de Félix. Entonces Etxe realizó otro descubrimiento: un metro abajo, el cuerpo entero sumergido, la cabeza bamboleante a merced de la corriente, como un alga, estaba Leonardo, también con una cadena al cuello. «¡Una sierra! ¡Sube a traer una sierra!», gritó Leonardo escupiendo agua. Etxe se lanzó como un galgo, primero por las peñas, luego por la playa y finalmente carretera arriba hacia Cuatro Caminos, donde Antimo Zalla tenía su taller de cerrajería, y por señas le pidió una sierra, pues no podía hablar. Antimo se lo tomó con calma hasta que Etxe pudo hablar y entonces incluso bajó con él a la playa.
A Eladio el agua le llegaba ya a la boca. Etxe y Antimo se relevaron en el frenético aserramiento de un eslabón; no sólo habían traído varias hojas de sierra sino también dos soportes, y habían de trabajar con la herramienta sumergida. Y Eladio escupiendo cada vez más agua y ya medio ahogado. «Cierra la boca y abre sólo la nariz, que la tienes más arriba», le aconsejaba Antimo. A Etxe le correspondió dar el último golpe de sierra. Trasladaron a Eladio a zona seca, le pusieron boca abajo, le golpearon la espalda, escarbaron con un palo en su boca. No es que se olvidaran de Leonardo, sabían que ya nada se podía hacer por él. Además, el flujo ascendente de la mar, favorecido por el viento, pronto imposibilitó toda aproximación. Allí lo dejaron, hasta la bajamar del día siguiente.
No menos de dos horas antes de que la mar dejara al descubierto el cuerpo de Leonardo, se encontraba apostado en las peñas próximas un grupo de más de diez personas, en silencio. Otro grupo más numeroso, éste de curiosos, observaba a distancia. En el primero estaban el juez, la policía, un médico, dos camilleros (en la playa, al final del camino, se veía una ambulancia) y Eladio con el tío Roque y Madia o Magda y algún otro hijo. El tío no se había enterado de la tragedia por Eladio sino por la circulación natural de las noticias. (A partir de haber sido despedidos por Efrén en 1921, los gemelos se habían constituido en entidad aparte de la familia, acaso interpretando el traslado del tío a Basaon como una huida de ellos principalmente, y se instalaron en un caserío abandonado en la frontera entre Berango y Sopelana. No se trató de un regreso a la tierra, como en el caso de su padre, sino de la necesidad de disponer de una especie de cueva de ladrones para almacenar, incluso ocultar los más persos materiales. Desde entonces apenas vieron a la familia, transcurrían años sin verse, y la familia llegó a perder la facultad de distinguir a uno del otro, como les sucede a quienes no frecuentan dia a día a gemelos). Apareció Leonardo sobre la peña, tal y como lo anunciara Eladio, con una cadena similar a la suya al cuello, aunque más corta, y ésa fue su mala suerte. ¿Qué había ocurrido? Eladio lo explicó así: «Bajamos a echar nuestro palangre. Llevábamos nuestra cadena y un candado para engancharla a la argolla de Félix Apraiz. Era de noche y no vimos quién era el que se acercaba porque venía sin farol. Arrearon a Leonardo en la cabeza y luego a mí. Al despertar, los dos estábamos encadenados por los cuellos a la argolla. Pude hablar con Leonardo hasta que el agua le tapó la nariz. "¡Tira hacia arriba! ¡Más! ¡Más!", le gritaba yo. Pero la cadena mandaba, su extremo lo tenía de collar alrededor del cuello cosido con un candado, y era nuestra cadena. La que rodeaba mi cuello y también con candado era la que Félix Apraiz tenía de siempre fija en la argolla». La policía le preguntó: «De modo que había tres candados: los dos de vuestros cuellos y el de la argolla». «No, cuatro. En la argolla había dos, el de Félix Apraiz, que llevaba allí de siempre amarrando su cadena, y el nuestro para nuestra cadena». «Vamos a ver: ¿cuántos candados llevasteis vosotros?». «Uno, como siempre, el de la argolla, para poner y quitar». «De modo que los dos de vuestros cuellos los llevó el hombre que se acercó sin farol». Eladio movió la cabeza a derecha e izquierda: «Yo no he dicho que fuese un hombre», advirtió. «¿Una mujer, entonces?», sonrió la policía. «O varios hombres», gruñó Eladio.
La más larga de las dos cadenas era la de Félix Apraiz y el destino dispuso que fuera atada al cuello de Eladio, salvando su vida, pues el agua tardó más en cubrirle. Pareció claro que quien ahogó a Leonardo quiso ahogar también a Eladio. ¿Quién o quiénes? Y ¿por qué? Lógicamente, al principio todas las sospechas recayeron en Félix Apraiz. «No negaré que estoy hasta los huevos de que ese par de cabrones lleven años atando su palangre a mi argolla. Pero yo no les quise matar, juraba. «No llames cabrón a un muerto», le pidió el juez. «Ahora que está muerto no sé lo que será, pero cuando estaba vivo era un cabrón».
Las sospechas también apuntaron a socios engañados por los gemelos o a alguna víctima de sus ventas fulleras. Pero los dardos de don Manuel apuntaron derechamente a Efrén: «¿Por qué no? Le engañaron hace años, de manera que ha de incluírsele entre los demás engañados sospechosos… ¡Sí, lo sé, lo sé!… A pesar de todo, él no les guardará un rencor de esa calidad por aquellos robos de tus primos de hace quince años, robos mínimos comparados con las altas piraterías que cometerá él mismo por el simple hecho de pertenecer a la banda de los capitanes de empresa… Sin embargo, Asier, no pondría la mano sobre el fuego, porque si importantes siguen siendo para él su compañía de seguros y su primera funeraria, tan decrépitas como en su creación, tan absurdas dentro de su estatus actual, ¿por qué no pensar que en la columna de deudores de su gran libro de contabilidad aún figuran los nombres de Eladio y Leonardo Altube precediendo a las cantidades exactas sustraídas? En vez de libro de contabilidad puedes colocar alma».
Pero ni él mismo se lo creía. En el fondo, estaba el càndido orgullo nacionalista de que el vasco no mata: muchos como él hubieron de soportar malamente, años después, la tremenda verdad de que los atentados de ETA no los cometían mercenarios sino vascos de la más pura cepa.
Hubo interrogatorios y ahí acabó todo. No hubo ninguna confesión, quizá porque los requeridos no tenían nada que confesar. Sin embargo, alguien asesinó a Leonardo. El juez acabó cerrando el caso por falta de un sospechoso. En 1936, dos meses antes de nuestra guerra, Eladio casó con Bidane Zumalabe, del caserío Zumalabena, y el matrimonio vivió en un piso de Berango. Getxo fue olvidando el drama, y lo habría olvidado antes si Félix Apraiz hubiese atendido las peticiones de muchos de que arrancara aquella maldita argolla de la peña. No lo hizo, siguió utilizándola para su palangre, es decir, no la arrojó de su vida, lo que, a juicio de algunos, constituyó la prueba más patente de su inocencia… Bueno, y así quedaron las cosas hasta que, años después, a un librero de Algorta y fracasado imitador de la novela negra norteamericana, le dio por abandonar tramas inventadas y pasarse a la investigación real, retomando aquel viejo misterio nuestro sin resolver y teniendo más éxito que con sus ficciones. Resolvió el caso y lo convirtió en literatura. Fue honesto, escribió la verdad, aunque esta verdad resultó espantosa para nosotros. Don Manuel entendió que no nos la merecíamos.