Josafat Baskardo
Marzo de 1922

El caso es que el burro no está en la cuadra con los dos sacos de patatas encima. El burro no está atado a su pesebre ni siquiera sin los sacos. No están ni uno ni otros. ¿Por qué no está el burro con los sacos encima, tal como lo tendría que haber dejado anoche Martxel? El caso es que no está ni el burro. Salgo de la cuadra por la puerta interior.

—Pchss…, pchss… —hago ante la puerta cerrada del cuarto de Martxel. La empujo y entro. Nunca entro en este cuarto. En la gran cama sólo está Adolfo, boca arriba, sin duda desnudo bajo la manta. No se mueve, pero sus ojos están abiertos y miran al techo—. Martxel no ha regresado. —Me acerco hasta dos palmos de su cara—. Martxel no ha regresado. —En este cuarto anoche nadie cerró las contraventanas y entra luz y veo tristeza en los ojos de Adolfo—. Vendrá, vendrá, porque tiene que traer el burro con los dos sacos de patatas de siembra. Sabe que es el peor momento para distraerse por ahí en lo que sea.

En los últimos años yo no había entrado en este cuarto.

Lo único que Adolfo tiene fuera de la manta es la cabeza, los hombros y los brazos. Mueve su mano derecha y coge una de las mías, y así me tiene durante un tiempo interminable, sin moverse más, sin hablar. No sé si estoy a gusto, no sé si me he acostumbrado a los contactos ocasionales con su carne. Su mano es suave. Sus cabellos rubios envuelven su rostro hermoso. Sus ojos están tristes.

Ahora entra Fabi. Nos mira, pero antes ha mirado por todo el cuarto.

—No ha venido Martxel esta noche. Dios, Dios… —dice.

—Sí, Dios, ¡Dios! —digo.

—Calla —dice Fabi. Se sienta en la cama junto a Adolfo—. Regresará —le dice, acariciando sus cabellos—. Aún es pronto para alarmarnos.

Por fin, habla Adolfo.

—Así empezó otras veces, ¿verdad? —dice.

—Aún es pronto para alarmarnos —dice Fabi.

—Pero Martxel no ha venido —dice Adolfo.

—Regresará. Sabe que su sitio está en Oiarzena, con nosotros —dice Fabi.

—Pero esta noche nos ha olvidado, y quién sabe cuántas noches más —dice Adolfo.

—Aún es pronto para preocuparnos —dice Fabi. Se pone en pie y retira la manta que cubre a Adolfo—. No le des más vueltas, piensa que tenemos a Martxel como todas las mañanas. Salta de la cama y bañémonos.

Fabi nos toma a Adolfo y a mí de las manos y así nos saca del cuarto. No miro sus cuerpos porque cuando no está Martxel nunca los miro desnudos.

Todas las mañanas recibimos al nuevo día bañándonos en el riachuelo que cruza las tierras de Oiarzena. Aunque haga frío, aunque hiele. Martxel vigila que ninguno de nosotros se libre de la zambullida. Hoy no está él y es marzo, pero ni siquiera yo rechazo el agua. Estamos Adolfo, Fabi, Flora y yo. Ellos, desnudos.

—¡Jaso se ha puesto un taparrabos! —dice Flora.

Se ríen y enseguida me dejan. Ambas se ponen a cantar. Adolfo no les acompaña.

—¿Por qué no cantas, Jaso? —dice Fabi, cantando y chapoteando.

Flora pretende arrancarme a tirones el bañador y Fabi se le une. Lo dejan. Fabi no sabe qué hacer para que nadie recuerde que Martxel no ha venido esta noche. Pero es imposible que me duela el agua helada que no me duele cuando tengo a Martxel a mi lado, y es imposible que Adolfo deje de estar alarmado por la ausencia de Martxel. Sin embargo, Fabi quiere que todo sea como los demás días, y ahora estamos en el portalón secándonos con las toallas que ella siempre deja aquí cuando nos bañamos. De pronto, deja quieta su toalla y cierra los ojos.

—Dios mío, ¿qué habrá visto u oído esta vez en Algorta? —dice—. Si al menos no ocurriera tan rápido, si nos concediera algo más de tiempo…

Lo dice tan bajo que dudo si ha hablado. Pero sí ha hablado.

—¿En Algorta? —digo.

—Dios, Dios, Dios… —dice Fabi.

—¿En Algorta? —dice Adolfo.

—¿Cuándo podremos sembrar las patatas? —dice Flora.

—En cuanto vuelva tu tío Martxel con el burro y los sacos —dice Fabi.

—Así empezó las otras veces, ¿verdad? —dice Adolfo—. ¿Qué le ha apartado de nosotros? ¿No habíamos llegado a creer que nunca más ocurriría aquello?

—Y ocurre tan bruscamente… —dice Fabi.

—¿Qué le ha pasado al tío Martxel? —dice Flora.

Fabi la abraza y estrecha contra su cuerpo y le dice: «Esperemos, esperemos, aún es pronto para ponernos a pensar».

—¡Si nadie me lo dice me voy con el tío Martxel a que él me lo diga! —dice Flora.

Parece que Fabi está secando con la toalla los largos cabellos de Flora, pero se los está acariciando. «Mi niña, mi niña…», le susurra. Pero Flora se desprende de ella y viene hacia mí. Su toalla ha caído al suelo. «¡Dímelo, Jaso!, ¿qué hace el tío Martxel por ahí?». Si, por una vez, me llamara a mí «tío Jaso», como le llama a Martxel «tío Martxel», yo se lo explicaría. Quiero decir que trataría de explicárselo, buscaría las palabras que todavía no he encontrado ni para mí mismo. Me mira como si no me conociera y tira de mi toalla, no sé para qué. Ella se ha quedado sin toalla y no está Martxel. Flora ha dejado de preguntarme por Martxel y me pregunta qué me pasa: «¿Qué te pasa, Jaso?». Si al menos me preguntara: «¿Qué te pasa, tío Jaso?». Y ahora Fabi también me pregunta: «¿Te sientes mal, Jaso?», y se acerca y me sostiene de un brazo. No me importa que Flora no me diga «tío Jaso» cuando está Martxel, pero no es justo que me diga «Jaso» cuando ahora el fuerte Jaso tiene que correr en ayuda del débil Martxel.

Abro los ojos y estoy en mi cuarto, en mi cama.

—¿Te sientes mejor?

Es Fabi, a mi lado, envuelta en su manta.

—Te desmayaste. Eres el único que ha obrado con cordura. ¿Cómo resistir este dolor? Llegué a convencerme de que nos habíamos librado para siempre de la maldición. ¡Pobre Martxel! ¡Él, que nos salvó a todos! —dice.

Miro a Fabi a los ojos.

—No, aún no ha regresado —dice—, ¿Qué haces?

—Me necesita, he de ir junto a él —digo.

—¡No, también te perderíamos! —dice Fabi.

—¿Perderme? —digo.

—Ama trajo todo esto —dice Fabi—. Os perderíamos a los dos.

—¡Maldita ama! ¡Dejadme, he de ir junto a Martxel! —digo.

—No la maldigas, porque ahora Martxel es de ella… Si vas, te perderemos también a ti —dice Fabi.

—¿Perderme? —digo.

—La amas demasiado —dice Fabi.

—¡El tío Jaso corre a proteger al pobre Martxel! —digo.

Ahora, Fabi me abraza en vez de sujetarme.

—Aún es pronto para ponernos a pensar. Pero corremos el riesgo de perderte —dice.

—¿Perderme? —digo.

—Dinos que vas a él con la intención de traerle, de regresar los dos. ¡Júranos que en este momento en lo único que piensas es en traerle! —dice Fabi.

—¿Es que no lo sabes? —digo.

—¡No, no lo sé! —dice Fabi.

—¡El tío Jaso va a proteger al pobre Martxel! —digo.

—¡Sí, sí, pero necesito las palabras, que le traerás con nosotros! —dice Fabi.

—¡El tío Jaso regresará a Oiarzena con Martxel! —digo.

—¿Lo crees así?, ¿lo crees realmente? ¿No recuerdas lo que ocurrió otras veces?, ¿no lo recuerdas? Es importante que pienses en ello —dice Fabi.

Entra Flora en el cuarto como un ciclón.

—¡Alguien trae el burro de Martxel! —dice. Está desnuda.

—¿Y no viene el tío Martxel con él? —dice Fabi. Flora mueve la cabeza a derecha e izquierda. Está desnuda. Y estoy sin Martxel. Fabi corre a la ventana—. Son dos crios. Y los sacos de patatas vienen sobre el burro. —Se acerca a Flora con su manta abierta y la cubre con ella y ambas quedan cubiertas—. Aún hace mucho frío. —Me dice—: Vamos —pasando su brazo por el hombro de Flora y saliendo. Las sigo bajo mi túnica.

Es algo, tenemos el burro con el que se fue Martxel. Y ahí están los sacos de patatas que compró conmigo en el almacén de Algorta. Los dos chicos tienen la edad de Flora y sólo la miran a ella.

—Estaba en la calle de la escuela —dicen.

—¿Cuándo? —dice Adolfo.

—Pues ahora —dicen los chicos.

—Y lo habéis reconocido… —dice Fabi.

—Nos sabemos todos los burros de por aquí —dicen los chicos.

—Gracias por traerlo. ¿No estaba allí mi hermano? —dice Fabi.

—No —dicen los chicos.

—¿Le habríais conocido si lo hubierais visto? —dice Fabi.

—Sí. Es uno que va con trapos como ésos encima —dicen los chicos.

No quitan sus ojos de Flora. Les gustaría que saliera de debajo de la manta o, al menos, que la manta se abriera o cayera al suelo, para verla desnuda. El burro les ha dado ocasión de ver a los habitantes de Oiarzena, pero no de ver a Flora desnuda.

—¡Sacad las patatas que habéis escondido en el coico y fuera de aquí! —digo.

—¡Jaso! —dice Fabi.

—¡Estoy seguro de que nos han robado! —digo.

Deja toda la manta a Flora y entra en casa. Sale con dos trozos de pan y dos onzas de chocolate y los ofrece con ambas manos, pero ellos no se mueven porque miran el cuerpo desnudo de Fabi y no pueden hacer otra cosa.

—Habéis sido muy amables —dice Fabi, ofreciéndoles los panes y las onzas. Se los arranco de las manos y los pongo en las de los indeseables, ordenándoles: «¡Fuera!». Parecen aturdidos y no se atreven a mirar a ninguna parte, pero nos quieren engañar simulando que no se atreven a mirar el cuerpo desnudo de Fabi y que no desean que a Flora se le caiga la manta al suelo. Fabi les acompaña con palabras amables hasta el camino. Echan a correr y desaparecen detrás del cañaveral.

—Estos sacos los llenó él —dice Adolfo. Ha salido de su rincón y sus manos acarician dolorosamente los sacos.

—¿Dónde está el tío Martxel? —dice Flora.

—El tío Jaso va a ir en su busca y lo traerá —digo.

—¡Vamos todos contigo! —dice Flora.

Fabi toma una punta de la manta de Flora y vuelven a quedar ambas tapadas.

—Calla —dice Fabi, cubriendo con su mano la boca de Flora.

—Por este agujero del saco nos robaron las patatas —digo.

Fabi se sienta con Flora en el banco de la mesa y quedan muy juntas.

—Empieza para nosotros otra larga noche negra —dice Fabi.

—Te acompañaré, Jaso —dice Adolfo—, no puedo quedarme aquí esperando de brazos cruzados.

—¿Y arriesgarte a que no te reconozca? ¿Es eso lo que quieres? Hermano Adolfo, hermanito, así están las cosas —dice Fabi.

—¡Buscaré al mejor médico del mundo! —dice Adolfo.

—¿Y privar a Martxel de esta segunda felicidad…, o quién sabe si la primera…, que encuentra lejos de nosotros? —dice Fabi.

De un salto Flora deja a Fabi y corre hasta mí y rodea mis caderas con sus brazos.

—Jaso y yo buscaremos a tío Martxel y lo traeremos a Oiarzena —dice.

De nuevo está desnuda. Por encima de mi túnica siento la carne de sus brazos oprimiendo mi cuerpo. Inclino la cabeza y veo su pequeño rostro alzado hacia mí y suplicándome. Creo que su rostro es el más parecido que he visto al de la neskita del cuadro de Aurken. No me había dado cuenta hasta ahora.

—Jaso ha de ir solo —dice Fabi.

—¡No quiero! —dice Flora, sin dejar de mirarme desde abajo y apretándome más.

—Es como si estuviera escrito que tus dos tíos deben correr el mismo destino —dice Fabi.

—¡Tío Jaso, llévame! —dice Flora. Ha dicho «tío Jaso».

—Jaso corre el mismo peligro de que no le reconozca —dice Adolfo.

—Jaso pertenece al mundo de la infancia al que acaba de regresar Martxel —dice Fabi.

—¿Y dónde quedo yo? ¿Y dónde quedo yo? —dice Adolfo.

—El tío Jaso traerá al tío Martxel —digo.

Es como tener delante la carita de la neskita del cuadro de Aurken.

Por entre los barrotes de la puerta veo al criado que se acerca por el sendero del jardín. No espero a que llegue.

—¿Está aquí mi hermano Martxel? —digo.

Sé que está, pero deseo con toda mi alma que el criado me diga que no está.

—¡Ah, señorito Josafat!, ¿es usted? ¡Qué gran día el de hoy! El señorito Moisés está en el piso reunido con la señora. ¡Hacía años que no la veía tan feliz! —dice el criado.

¡Maldita sea! De modo que no puedo dar la vuelta y huir de esta maldita casa, tengo que seguir adelante, y el criado abre la puerta y luego me sigue por el sendero, y cuando le pregunto qué es ese humo que veo al lado de la casa, él dice: «¿Ése humo?», y cuando yo digo: «¡Sí, ese humo!», él dice: «Están quemando… ¡ejem!…, están quemando…», y yo digo: «¿Qué están quemando?, ¡maldita sea!», y calla y sólo oigo de él sus pasos sobre el guijo. Llego al primer peldaño de las escaleras del porche. La casa, la maldita casa, ¡la maldita casa! No doy un paso más por las escaleras, tiro hacia la derecha y no me importa qué pasa con ese humo, pero ahí vea al cura removiendo con una caña larga algo que está quemando y de lo que salen llamas y humo.

—¡Despójate de esas prendas de Satanás antes de que se consuma esta hoguera de purificación! —dice el cura, viniendo hacia mí con la caña en alto—. ¡Sé quién eres, pero no pronunciaré tu nombre ni sostendré diálogo cristiano contigo mientras no entregues a la justicia de Dios esos trapos que os han confundido a todos!

Me atiza con la caña, no sé si quiere atizarme a mí o a la túnica. Echo a correr hacia el porche, el cura me sigue y yo llego antes y entro en casa… No, no entro en casa sino en la casa. Hay tres o cuatro criados y criadas en el hall esperando no sé qué. Me miran y no saben si saludarme o no. Cierro la puerta por dentro y dejo al cura fuera. Al volverme hay risas contenidas.

—¡Jaso! —oigo. La oigo. La bruja. No le ha cambiado su voz de rata de aquel tiempo—. ¡Jaso, hijo mío!

Oigo sus pasos en el piso, pero no quiero mirar hacia arriba, estoy cogido entre ella y el cura de fuera.

—¡Jaso, Jaso…!

Viene escaleras abajo. El grupo de criados mira. Yo podría huir hacia otro sitio si no hubiera visto la espalda quieta de Román sentado a la mesa del comedor. Pierdo un rato y los brazos de la bruja rodean mi cuello.

—¡Jaso, mi pequeño Jaso! ¡Mis hijos han vuelto con su ama!

—¿Dónde has estado, Jaso? —oigo a Martxel.

Está en lo alto de la escalera, esperándome. Aparto los brazos de la bruja y echo escaleras arriba, diciendo: «¿Que dónde he estado?, ¿que dónde he estado?».

—¿Qué ropa llevas, Jaso? —me dice.

«¿Que qué ropa llevo?, ¿que qué ropa llevo?». Me fijo en su ropa: chaqueta y pantalón de pana, camisa blanca con el cuello abrochado. «¿Que qué ropa llevo?, ¿que qué ropa llevo?».

—He de decirte algo muy importante —dice Martxel.

Callo y no me muevo, dejando que me mire, que mire mi túnica y mis pies descalzos, esperando que lo siguiente que diga me vuelva loco.

—Tengo que decirte algo muy importante, Jaso —me dice—. Os lo tengo que decir a ama y a ti.

—¿A ama y a mí? —digo.

De pronto vuelvo a sentir en mi cuello el aliento de la bruja. Respira tumultuosamente, como un perro con calor, por culpa de las escaleras y de su falsa emoción. Nos abraza a un tiempo a Martxel y a mí, nos estruja contra ella, susurrando: «Mis hijos, mis niños…».

—¿Qué te pasa, ama? No nos vamos a la guerra —dice Martxel.

—¿La guerra? —digo.

—¿Cuándo se come hoy en esta casa? —oigo a Román.

—Hay que quitarle a Jaso lo que lleva —dice la bruja. Coge mi mano y quiere llevarme pasillo adelante, pero me libro de un tirón. Ahora es Martxel quien agarra mi brazo y me lleva.

—¿Qué haces? —digo.

—Ven —dice Martxel.

La bruja nos sigue.

—¡Qué delgados veo a mis hijos! Ama lo remediará en un santiamén con comida como Dios manda —dice.

—¿Cuándo se come hoy en esta casa? —oigo a Román.

—¿Por qué no preguntas por tu mujer? —dice ama. Me coge de la ropa por mi espalda, me vuelvo y veo que también ha cogido a Martxel. Nos ha parado—. ¿Cuándo regresa vuestra hermana? Es lo único que os preguntaré: ¿Cuándo vienen Fabi y su hija? No, no os molestaré con más preguntas, no temáis que vuestra madre os maree. Os tengo otra vez y eso me basta.

Entre Martxel y la bruja me llevan a mi habitación.

—Vístete, Jaso —dice Martxel, saliendo y cerrando la puerta.

Me deja solo para que me vista. ¡Con los años que lleva intentando acostumbrarme a quedar desnudo ante él, ante Fabi, ante Flora, ante Adolfo, y ante Dominga, Julieta y Rafaela! Abro la puerta.

—¡Martxel, no tengo que vestirme, ya estoy vestido! —digo.

—Bueno, bueno… —dice Martxel, regresando por el pasillo. También regresa la bruja.

—Cuanto antes te quites esos pingos antes los quemará también en el jardín don Eulogio —dice la bruja.

—¿Lo que está quemando abajo es…? —digo.

—La hoguera del Señor —dice la bruja.

—Lo que tengo que deciros es que ayer pedí la mano de Andrea —dice Martxel.

—¿Andrea? —digo.

—Yo tuve la culpa de que los Altube no me invitaran a pasar ni permitieran que Andrea saliera al portal, porque me salté todas las normas y estoy seguro de que les ofendí. También les pediré perdón —dice Martxel.

—¿La mano de Andrea? —digo. Me vuelvo hacia la bruja. Está callada. Me mira, pero sus ojos están petrificados—, ¿La mano de Andrea? —digo.

—La próxima vez iré contigo, ama… Después de anunciárselo, naturalmente, y todo saldrá bien, porque lo haremos como se deben hacer estas cosas —dice Martxel.

—¡Pero Andrea…, pero Andrea…! —digo.

—Jaso, hijo, vístete de una vez, que es hora de comer y el pobre Román se cansa de esperarnos —dice la bruja.

Sólo lo dice su boca, no su rostro ni sus ojos, sin expresión, como los de un ahogado.

—¡Dile algo! ¡Te lo digo a ti, bruja! ¡No te burles más de él! ¡Una sola palabra, una sola! ¡Dísela, dísela! —digo.

—No hables así a ama. Cállate, por Dios —dice Martxel.

—Habéis regresado y es lo único que importa. En adelante deseo tener paz, sentir a mis hijos a mi lado como si no hubieran existido los últimos años. ¡Lo menos que una madre puede pedir es que le quieran sus hijos! No os incomodaré, no os haré preguntas ni os pediré cuentas de nada, ni siquiera mis silencios significarán un reproche. Nada de palabras, nada de preguntas, nada de explicaciones. Mis hijos y yo como en aquellos tiempos —dice la bruja.

Sólo lo dice su boca, no su rostro ni sus ojos.

—¡Pero a Martxel se le ha olvidado y alguien tiene que recordárselo! —digo.

—Cada vez más niño… Ea, Jaso, vuelve a tu cuarto y vístete —dice Martxel.

—Tu ropa está donde siempre, en el armario, planchada y doblada, entre bolitas de alcanfor. ¡Ha esperado tanto tiempo! —dice la bruja.

—¡Estoy vestido! ¿Verdad, Martxel, que estoy vestido? —digo.

Martxel me coge del brazo y me lleva al cuarto.

—Bajad pronto —dice la bruja, dirigiéndose a la escalera.

—Me ha dolido tu actitud con ama. ¿Qué es lo que debo recordar? —dice Martxel.

—¡No me hagas esa pregunta, Martxel! ¿No comprendes que nunca seré capaz de hacerte el menor daño? Fabi se preguntó qué te habría pasado ayer en Algorta —digo.

Estamos en mi cuarto y Martxel abre el armario y empieza a buscar. Vuelve la cabeza y me mira sin sacar sus manos de la ropa.

—Allí estaba, Jaso. Fue un encuentro…, bueno…, no hay palabras —dice.

—¿Quién estaba? —digo.

—Ella, Andrea. ¡En tan pocas ocasiones la puedo ver entre semana! Siempre en domingo, en la choza del cañaveral, a escondidas… ¡Qué bonita estaba!…, fresca, luminosa, piel tersa de manzana… La llamé: ¡Andrea, Andrea!… Otro error mío… Me miró, sus ojos asustados me transmitieron que no fuera tan loco, que no me acercara a ella en la calle, que no la llamara, que me apartara… Un sencillo vestidito de percal azul con flores blancas… Unos libros en la mano… Y a su lado, una chiquilla que se le parecía tanto que podría ser su hermana… La llamé: ¡Andrea, Andrea!… ¿Cómo callarme?… Pero no sólo no se detuvo sino que echó a correr, y la chiquilla le siguió, y mirándolo todo, un grupo de niños y niñas que acababa de salir de la escuela… —dice Martxel.

—¡Todos salían de la escuela! —digo.

Se ha olvidado de la ropa del armario y ahora pasea por el cuarto.

—Era encantador el rebaño de niños y niñas… Aurken habría inmortalizado en un cuadro sus brillantes expresiones de infantes getxotarras —dice Martxel.

Desde la llegada al cuarto he apartado premeditadamente mis ojos del cuadro. Pero lo hago en un descuido. Ahí sigue, colgado por la bruja a la cabecera de mi cama. ¡La maldita virgen vasca!

—¡Todos salían de la escuela! —digo.

—Si esos picaros no hubieran coincidido en la calle con Andrea…, quizá… ella…, quizá habría aceptado el encuentro conmigo —dice Martxel.

—¡Todos salían de la escuela! —digo.

—Sí, eran muchos, seguramente la escuela entera. Alborotaban… Toparon con Andrea y su amiguita y a Andrea le parecieron demasiados testigos —dice Martxel.

—¡Todos salían de la escuela! ¡Por Dios, Martxel, todos salían de la escuela! ¿No te diste cuenta? —digo.

—¡Claro que me di cuenta! No soy ciego… ¿Qué estás intentando decirme, Jaso? —dice Martxel.

—¿Intentando decirte? —digo.

Deja de pasear y regresa al armario. Me enfrento a su espalda silenciosa. Sus manos han dejado de buscar mi ropa. Su espalda sufre.

—¡No intentaba decirte nada, Martxel! ¿Me crees? ¡Por Dios, créeme, créeme! ¡Estoy seguro de que ella pasaba casualmente por allí! —digo.

—Chiquillos impertinentes —dice Martxel.

—Oh, sí, salían de la escuela como potrillos —digo.

—¡Qué oportunidad perdida! —dice Martxel.

—Porque si Andrea hubiese salido de la escuela sabrías dónde encontrarla otro día y a qué hora, ¿verdad, Martxel? Pero es que Andrea no salía de la escuela, porque ya es una muchacha en edad de que alguien le pida su mano —digo.

Por fin, Martxel reanuda su búsqueda en el interior del armario y no tarda en dejar sobre la cama un pantalón, una chaqueta y una camisa gris. Abre más cajones y ahora deja sobre la cama una camiseta y unos calzoncillos. Y calcetines. Y una boina. Y un pañuelo. Y finalmente deja un par de zapatos negros en el suelo, a mis pies.

—Vístete —dice.

—Escucha, Martxel, por favor, escúchame… Creo que no te das cuenta. Tampoco yo estoy muy seguro de tener razón, pero no puedo dejar de pensar que me estás volviendo loco —digo.

—Si no te explicas mejor… ¿Qué estás queriendo decirme, Jaso? —dice Martxel.

—Por nada del mundo te llevaría la contraria, Martxel. No me hagas caso —digo.

—Algo baila en tu cabeza. Me duele verte así. ¿Has dejado de confiar en mí? —dice Martxel.

—¡Te juro que no pienso que hoy dices una cosa y mañana otra!… Lo que me pasa es que no estoy muy seguro de lo que pienso… ¡porque te veo a ti tan seguro de lo que haces!… Quiero decir que si antes acabó por gustarme algo lo que nos trajiste de ese viaje, porque… Quiero decir, Martxel, que siempre que se ponen frente a frente tu seguridad y la mía, siempre que se ponen… Mira, lo que ocurre es que no sé por qué no puedo cerrar los ojos y mirarme a mí y verme como era antes… Quiero decir, no mucho antes sino algo antes o muy poco antes… Pero no puedo verme a mí, no puedo asegurarme a mí mismo qué pensaba antes, cómo éramos Fabi y yo antes de que tú… No puedo cerrar los ojos sino que los abro y entonces te veo a ti entregándome otra cosa… Pero no me hagas caso, Martxel, porque no estoy seguro ni de lo que pienso ni de lo que digo, y las tonterías de un tonto como yo no deben preocupar a nadie y menos a ti… ¡Si pudiera olvidarme de todo y cerrar los ojos! Aunque no estoy preocupado, te lo juro, Martxel, siento que cada vez me olvido de más cosas, o de todas las cosas, y siento que es bueno para los dos abrir mis ojos para verte a ti y recoger… Y aunque me ofrezcas otra cosa distinta…, quiero decir que yo nunca te llevaré la contraria, nunca te disgustaré, nunca me obcecaré en mantener recuerdos en los que ya he dejado de creer, o estoy a punto de dejar de creer, porque… —digo.

—No te entiendo nada, pero, si no estuviera mal pronunciarlo entre hombres vascos…, te diría que te quiero, Jaso —dice Martxel, apoyando sus manos en mis hombros.

—¡Escucha, Martxel, escucha! ¡Por favor, por lo que más quieras! ¡Sería terrible que olvidaras el tesoro que hay en esa frase…! ¡Ayúdame a cerrar los ojos cerrando tú los tuyos y recordemos los dos para siempre que me has hecho feliz con miles de «Te quiero, Jaso»! ¡Dios, Dios, olvida todo menos eso, Martxel! ¡Dios!, ¿por qué no repetirlo en este cuarto?, ¿por qué no con la nueva ropa? —digo.

—Estás enfermo, Jaso, debes acostarte. Ahora. Verás qué bien te sientes en la cama. Yo se lo explicaré a ama —dice Martxel, retirando primero mis ropas recién sacadas del armario, luego la colcha y finalmente abriendo la cama.

—¡No estoy enfermo! —digo.

—Cálmate, Jaso —dice Martxel.

—¡No estoy enfermo! —digo.

—Si te acuestas, te cuento lo que ocurrió ayer en Altubena —dice Martxel.

Permito que me acueste.

—Pero enseguida me levanto —digo.

—Tenía ganas de contártelo… Verás… La pobre Andrea es tan discreta que echó a correr para que no la vieran en la calle conmigo. Fue mía la culpa de que echara a correr, por haberme saltado nuestro pacto de que únicamente nos veríamos en el cañaveral. Enseguida lamenté que tú no estuvieras conmigo… Me lo habrías recordado, me habrías contenido, ¿verdad?… ¡Qué guapa estaba! Por unos momentos me asaltó la rara sensación de que hacía mucho tiempo que no la veía… —dice.

—Martxel, Martxel… —digo.

—Tranquilo, Jaso. Te calmarás del todo si me dejas seguir hablándote de mi novia —dice Martxel.

—Es que debo decirte algo —digo incorporándome.

—Bien. Dilo… ¿Qué te pasa ahora? Te escucho. Vamos a ver qué es eso tan urgente que tienes que decirme… ¿Cuánto he de esperar? ¿Te parece que primero te cuente yo todo lo de Andrea y luego tú…? —dice Martxel.

—¡No, no! ¡Lo mío no puede esperar! —digo.

—Bueno, bueno, no puede esperar… —dice Martxel, cruzándose de brazos y mirándome como él sólo sabe hacerlo.

Al final de no sé cuánto tiempo de silencio hundo mi cara en el pecho de Martxel.

—Me lo dirás luego, Jaso, pues lo que quiero contarte de Andrea sí que no puede esperar —dice Martxel, recogiéndome en sus brazos.

—Nunca te causaré dolor, Martxel —digo.

—Lo sé, lo sé, pero ahora eso no importa. Escucha —dice Martxel, apartándome de él y apartándose él mismo de mí. Espero oírle: «Te quiero, Jaso». Espero. Espero…—. La pude haber alcanzado, pero había algo en su espalda que…

—Era una espalda de muy pocos años…, eso es lo que viste en su espalda… Once, doce años, más o menos… Quiero decir que, a veces, las espaldas parecen más jóvenes de lo que son. Sólo quería decir eso, Martxel —digo.

—Me advertía a mí mismo que no la alcanzase, que recordara nuestro pacto… Pero la seguí, las seguí a las dos, y ellas volvían una y otra vez la cabeza y me miraban… ¡Dios, el hermosísimo rostro de Andrea! —dice Martxel.

—Un rostro asustado demasiado infantil, ¿verdad, Martxel? Como el de una niña de once, doce o trece años, más o menos, ¿verdad, Martxel? No hay duda de que era el rostro de una Altube, pero eso no es suficiente para creer que… Quiero decir que ella quizá no fuera… —digo.

—Sin embargo, bien que podía haberme dirigido una palabra, una sola, me habría bastado un simple movimiento de sus labios, sin ruido, o un gesto de sus manos expresándome que me esperaba el domingo en el cañaveral —dice Martxel.

Su cara se ha hundido en la negrura.

—¡Martxel, yo no he querido decir que ella sólo era una niña Altube! ¿Cómo has podido pensar que he dicho que esa niña de once, doce o trece años, más o menos, sólo parecía ser Andrea porque era una Altube? —digo.

—Gracias, Jaso, por hacerme comprender su mensaje. ¡Ahora sé lo que me estaba diciendo! Me decía: «¡No seas impaciente, por favor, por favor…!». Me lo pedía con su bonito rostro asustado, porque estaba asustada, sí, sí… ¡La pobre! —dice Martxel.

—Claro, era una niña perseguida por un hombre. ¿Qué cara iba a poner? ¿Y no viste en ella nada más, Martxel? ¿No te diste cuenta de que…? Piensa, piensa, no hace falta que lo recuerdes de golpe… Me refiero a que sería mejor para ti que lo fueras recordando despacio, una cosa ahora, otra después, como un goteo, para que la verdad no te aplaste… ¡Porque el deber de Jaso es estar mudo! —digo.

—¿Mudo? ¡Pero si no callas! ¿Por qué no me dejas seguir con lo mío? —dice Martxel.

—¡Esto también es tuyo! Piensa, piensa en la cara asustada de esa niña… niña… niña… —digo.

—Escucha, Jaso: sólo puedo pensar en su «¡No seas impaciente, por favor, por favor…!», el más prometedor mensaje que pude recibir de ella —dice Martxel.

—¡No lo pronunció, no se lo oíste! —digo.

—Andrea y yo nos comunicamos sin palabras. El próximo domingo en el cañaveral ella misma te lo confirmará —dice Martxel.

«¡Dios mío!», pienso.

—Naturalmente, tomó la dirección de Altubena —dice Martxel.

—¿Altubena? Pero, Andrea…, pero la niña… Ni una ni otra… —digo.

—La seguí, y cuando ella corrió, yo también corrí, y así llegué al portalón, del que Andrea ya había desaparecido dando grititos —dice Martxel.

«¡Dios mío!», pienso.

—De pronto, en el umbral oscuro de la puerta vi a una mujer que me miró y al instante desapareció. Sería Bixenta o Idurre, no sé. Tampoco sé de dónde salieron Roque y Juan con sus meriendas de pan y chocolate en las manos. «Tú eres Roque y tú eres Juan… ¿Me recordáis?», les dije. Ellos rieron. «Roque es el tío y Juan es el padre. Éste es Esteban y yo soy Marcos», me aclaró el mayor. «¿Qué hacéis ahí? ¡Adentro!», gritó una voz de mujer. Entraron y quedé solo en el portalón. Comprendí que los mocitos me habían tomado el pelo. Luego salió Bixenta, y cuando se puso junto a ella otra mujer de unos cuarenta años, me entró la duda y me dije que la nueva sería Bixenta, la madre de Andrea, y la primera, Idurre, la abuela. «¿Qué anda usted asustando así a la chiquilla?», fue lo que me preguntó Idurre. «Yo no he asustado a Andrea. ¿Por qué no hablan con ella?», les pedí, y ellas, a coro, exclamaron: «¿Andrea?». Y entonces oí pasos en el pasillo y salió Satordi con el gran cesto de la yerba, pero vacío: estaba claro que venía de la cuadra. Gruñó: «¿Qué anda usted por aquí con esa pinta?». Me miré las ropas y me sorprendió cómo iba. No encontré palabras para explicárselo, porque ni yo mismo lo entendía. Y lo terrible no era eso, sino la situación en que colocaba a quien iba a pedir la mano de una Altube —dice Martxel.

«¡Dios mío!», pienso.

—Mi desconcierto era total, Jaso, y deseé arrancarme las ropas… ¿y quedarme desnudo? Así que busqué refugio en las buenas maneras y empecé a repartir saludos: «¿Cómo está usted, Idurre?». «Mi madre ha muerto. Hace un año», habló Satordi. «Lo siento, no lo sabía, lo siento mucho… ¿Y cómo está usted, Satordi?». «Yo no soy Satordi, sino Zenon», habló el que yo creía Satordi. Sólo pude decir «Vaya», y creció mi confusión. «Supongo que Satordi no ha fallecido», dije. «No», oí el vozarrón de una figura alta que se incorporó al umbral, obligando a las dos mujeres a descender el peldaño y pisar el portalón. «Yo soy Satordi. Tengo un año más que cien años», dijo Satordi, firme aun sin cachava. «Ama dice que ustedes los Altube son de lo mejor de la raza vasca», dije. «¿Raza? ¿Por qué no mira a mi pobre nieto?», dijo Satordi, dando la vuelta y metiéndose en casa. «Lo mejor que puede hacer usted es marcharse por donde ha venido», dijo Bixenta. «Sí, sí, Bixenta. Ahora sé que no he elegido el mejor momento, y le ruego…». Ella me cortó: «No soy Bixenta, soy Mari Benita. Bixenta es ésta», y señaló a la que tenía al lado. Y añadió: «Mi marido Juan está en cama, muriéndose. Y usted, aquí con esos trapos. Márchese». «No, por favor, he venido a… Sólo un momento», dije. «Márchese», dijo Zenon. «Unas palabras… He sido inoportuno, ahora lo sé. Pero en esta visita me va la vida. Concédanme unos minutos para que yo pueda pronunciar una sola frase», pedí. «¿No sabe respetar a las personas? Llevamos un año de duelo y pronto tendremos otro muerto», dijo Zenon, empujándome. Me sacó hasta el borde de la huerta. Me volví. Ellos se retiraban en silencio. Miré bien a la puerta, a las ventanas, incluso a la ventanita del camarote, por ver si asomaba la carita de Andrea. ¿Por qué no se dejaba ver?, ¿por qué no acudía en mi ayuda? ¡Habría bastado un miserable medio minuto! Perdí la cabeza y exclamé: «¡Perdónenme si les he ofendido, pero estoy aquí para pedirles la mano de Andrea!». No esperé ninguna contestación, pero Bixenta dijo: «Andrea no está aquí». «Sí, llegó unos pasos por delante de mí», exclamé. «Ésa era Koleta, su hija», dijo Bixenta. ¡Qué mentirosa! ¡Como si yo no hubiera visto a Andrea con mis propios ojos! —dice Martxel.

—Koleta, Koleta… —digo.

—A Bixenta le movía una muy mala intención contra mí. Fue muy dura, muy cruel —dice Martxel.

—Koleta, Koleta… es un nombre tan bonito como el de Andrea… Suele ocurrir que, a veces, confundimos a una persona con otra… ¿Por qué no piensas en ello, Martxel? —digo.

—Tengo un gran dolor encima, Jaso, no me distraigas con tonterías —dice Martxel.

—¡No son tonterías! ¡No puedes vivir creyendo que…! —digo.

Suenan golpecitos en la puerta.

—Lo hice mal, fui un bárbaro presentándome en el momento más inoportuno. Dejaré pasar un tiempo y la próxima vez iré con ama… ¡Que el tiempo corra deprisa! —dice Martxel.

Se entreabre la puerta y oigo a una criada:

—Me manda la señora a recoger la ropa del señorito Josafat.

Martxel tira de la manta y me destapa.

—Vuelva luego —dice a la criada.

Me despoja de la túnica. Le miro fijamente mientras lo hace. Sus ojos no están con las manos que se mueven. Sus ojos no miran a ningún sitio mientras sus dedos toman las puntas de la túnica como si quemaran. Incluso todo él parece estar en otro sitio. No habla, no mira, no me ve. Sus dedos no toman las puntas de la túnica como si quemaran… ¡es que no se entera de lo que está haciendo!

No deja la túnica en el suelo, se le cae. Como le veo a él vestido, yo también me visto, cogiendo mi ropa de los pies de la cama. Se abre la puerta y ahora es la bruja.

—¡Puaf! —dice, entrando y recogiendo del suelo la túnica. Como si fuera una culebra maloliente, alejándola de sí con su brazo estirado la lleva hasta el balcón, lo abre, sale, llama a don Eulogio y la arroja. Regresa y en la puerta se sacude el vestido—. Vamos, vamos, mis pequeños… Ahora mismo al comedor —dice.

Toco a Martxel.

—Sí —dice Martxel.

Ignoro lo que quiere hacer. Yo tampoco sé lo que debo hacer, aparte de vestirme.

—Espero que ellos me perdonen —dice Martxel.

Román ya está con el café, la copa y el puro. Ha girado el cuerpo al oír nuestros pasos y nos mira a Martxel y a mí.

—Bien, bien, bien… —dice.

La bruja nos indica en qué sillas debemos sentarnos: las que están frente a Román. Ella ocupa la cabecera de la mesa, como siempre.

—No he podido esperar porque me reclaman los compromisos de la tarde. Tengo consejos en Astilleros y en la naviera. Porque algunos todavía trabajamos —dice Román.

En estos años se ha puesto más grande, ha echado barriga y se le ha caído mucho pelo. Conserva sus bigotazos y su mirada dura de militar. Es imposible que sea el marido de mi hermana, la frágil Fabi. Entra don Eulogio limpiándose las manos con su pañuelo y se sienta, resoplando ruidosamente, al otro extremo de la mesa, frente a la bruja, en su sitio reservado de toda la vida.

—Les ha costado arder a los condenados trapos —dice, sin dejar de mirarnos a Martxel y a mí, y es una mirada tan ceñuda como la de Román.

Es posible que Fabi y Román ya no sean matrimonio, quiero decir que don Eulogio no haya podido resistir la situación y haya recurrido a alguna chapuza religiosa para tapar el pecado de Fabi y ofrecer a Getxo una imagen medianamente soportable de un matrimonio roto viviendo bajo dos techos, y ella, además, con una hija que no es del marido. No sé qué se les habrá ocurrido a don Eulogio y a la bruja, porque ahora que los veo al cabo de tanto tiempo, me parecen tranquilos, como si el problema lo tuvieran resuelto más o menos a su gusto. Aunque la mirada que don Eulogio clava en Martxel y en mí es brutal, tan cargada de lo que sea como la de Román. En cambio, la bruja nos mira y no nos mira, no puede apartar los ojos de nosotros, pero se esfuerza por apartarlos y ^öfnportarse como si Martxel y yo no hubiéramos estado ausentes de esta casa.

—Algunos miembros de esta familia aún trabajamos —dice Román, llevándose la taza de café a los labios.

—Estamos disfrutando de una estupenda primavera, ¿no les parece? Nunca han venido mejor las rosas —dice la bruja. Hace una seña a una criada para que empiece a servirnos la comida.

—¿Es que se ha quemado vuestro burdel? —dice Román.

—En todo Getxo hablan y no acaban de la hermosura de nuestro jardín, principalmente de sus rosas —dice la bruja.

—Os escucharé en confesión y, por mi parte, daré por concluido este negro asunto. ¿Me oyes, Jaso? —dice don Eulogio.

Sorprendo a la bruja haciéndole señas para que se calle.

—¿De qué se tiene que confesar Jaso? —dice Martxel.

—De pecadillos insignificantes. ¿De qué otra cosa se tendría que confesar un ángel como mi pequeño? Es la manía de todos los sacerdotes —dice la bruja.

Miro a Román, a don Eulogio, a la bruja y a la criada que entra con una bandeja con una gran pierna de cordero ya empezada. Ayer, yo estaba en Oiarzena. Lo que me vuelve loco es que Martxel no sabe que él ayer también estaba en Oiarzena.

—Y espero igualmente tu confesión, Martxel —dice don Eulogio.

Miro a la bruja y está haciéndole nuevas señas a escondidas.

—Dios nos entregó a los vascos una tierra que defender —dice Martxel.

—Así es, hijo, y ésa es nuestra responsabilidad —dice la bruja.

Ayer Martxel estaba en Oiarzena con Adolfo, Fabi, Flora y yo, y jamás habría aceptado por comida ese asesinado trozo de carne que la bruja ha puesto en su plato.

—Tengo apetito —dice Martxel, empuñando cuchillo y tenedor.

—La comida casera hace milagros… y aquí se necesitaba un milagro —dice la bruja.

—Amén —dice don Eulogio.

—De acuerdo, el milagro ha caído sobre nosotros y nos ha aplastado, pero aún no se me ha dicho qué derechos tendré yo en adelante en esta casa —dice Román.

—No es el momento —dice la bruja.

—¿Qué haremos con los que quedan allí? —dice don Eulogio.

—No es el momento de pensar en ello, don Eulogio —dice la bruja.

—¿No crees, Román, que hay problemas cuya solución no debemos demorar? —dice don Eulogio.

—Soy el menos indicado para aplicar a ese problema una solución —dice Román.

—¿En qué tiempos vivimos? ¿Acaso no eres el marido? ¿Y tu honor? ¡Es el momento de hacer algo! Salta a la vista que el grupo de paganos se está desmoronando, ante nosotros están los primeros desertores, y, sin duda, ella ha quedado a la espera de un gesto de perdón por tu parte —dice don Eulogio.

—Es precisamente el honor el que me prohíbe mover un dedo —dice Román, levantándose, saliendo del comedor y tomando la escalera hacia el piso.

—Sufrió mucho y usted, don Eulogio, haría una obra de caridad no recordándoselo —dice la bruja.

Viendo a Martxel triturar con sus dientes el primer trozo de cordero sé que no queda en él nada de los nabos, los pimientos, las lechugas, las patatas, los tomates, las vainas, los puerros, los guisantes, las berzas, las coliflores, las calabazas con las que comulgábamos en la nueva religión de Martxel. La carne la entendíamos como un brutal acto de desamor hacia la Naturaleza, y nuestra práctica había de ser el amor. Martxel mastica carne como si nunca hubiese vivido en Oiarzena. A la bruja le gusta, basta con ver su cara de felicidad. ¿De qué judiada se ha valido esta vez para salirse con la suya?

—¡Pero habrá que hacer algo! Lo que complica las cosas es la existencia de esa hija. ¿Cuántos años tiene ya? ¿Ocho, nueve? Deberíamos mandarla a un convento pobre a que profese enseguida. Jesucristo no tiene tantos remilgos como Román —dice don Eulogio.

—Durante varios años me negué a verla…, pero es una criaturita preciosa, como todos los hijos del pecado, y estoy empezando a influir en ella y la salvaré. Tiene un perfil de vasca que no lo tendría de haber sido hija de su padre legal. Es el único consuelo —dice la bruja.

Sí, llegó el birlocho a Oiarzena y dijo el cochero sin moverse del pescante: «La abuela, doña Cristina, quiere conocer a su nieta. ¿Puedo llevármela unas horas?». «¿Por qué no viene ella?», dijo Fabi. «No puede. Y me ha pedido que no me olvide de decirles que no puede y que lo comprendan», dijo el cochero. «La niña se va a asustar», dijo Adolfo. «Le hemos traído una muñeca para el camino. Además, la señora marquesa espera que ustedes le hayan hablado a la nieta de su abuela», dijo el cochero. «Mi hija nunca ha visto una muñeca y espero que nunca la vea. De día juega con el sol y de noche con la luna. ¿Se lo dirá así a ella?», dijo Fabi. «Sí, señora, en cuanto regrese. El sol, la luna… ¿Puedo llevarme ya a la niña?», dijo el cochero. «Es la primera vez en siete años que desea verla. ¿Acaso se va a morir?», dijo Fabi. «No, señora. La señora marquesa está muy sana. Sólo quiere conocer a su nieta, echarle un vistazo y regalarle una caja de bombones… Sí, le diré que no le regale la muñeca», dijo el cochero. Cambiamos impresiones Martxel, Fabi, Adolfo y yo. La última palabra la dijo la propia Flora. Los cuatro le preguntamos: «¿Quieres ir?». «Sí. No sé cómo son las abuelas», dijo Flora. Fabi la llevó de la mano hasta el birlocho. «¿Cuándo nos la devolverá? Tiene que ser hoy mismo. A usted le hago responsable», dijo Fabi. «La tendrán a media tarde. ¿No la visten?», dijo el cochero. «Está vestida», dijo Fabi. «Con esa sábana…», dijo el cochero. Aguardamos su regreso con inquietud, pues no descartábamos alguna trastada. La verdad, sólo estábamos asombrados de que, a esas alturas, a la bruja se le hubiese ocurrido acordarse de que tenía una nieta. Trajeron a Flora en el birlocho y le preguntamos: «¿Qué ha pasado?». «Nada», dijo. «¡Algo habrá pasado!», dijo Martxel. «Me preguntó si en nuestra casa se aparecía el diablo», dijo Flora. «¿Y qué más?», dijo Fabi. «Me tocó el cuerpo, las piernas, los brazos, la nariz, el pelo, me miró y me miró, dándome vueltas ante ella, diciendo muy bajito: "¿Quién habrá sido?, ¿quién?". También me abrazó y me besó y dijo: "¡Pobre chiquilla!, te ha tocado la parte… no sé qué… de la familia"», dijo Flora. «¿Parte… no sé qué?», dijo Adolfo. «Sí, parte no sé qué», dijo Flora. «A ver si recuerdas la palabra que usó», dijo Martxel. «No me acuerdo», dijo Flora. «Haz un esfuerzo», dijo Fabi, agachándose ante ella y tomando su carita entre sus manos. «¡No me acuerdo!», dijo Flora. «En fin, nos quedaremos sin saber cómo nos califica», dijo Martxel.

—Sigamos buscando, ¿eh, Jaso? Tú, a la neskita del cuadro, y yo… Bueno, la diferencia entre tu pasión y la mía es que yo me casaré con Andrea y no sabemos qué harás tú con la tuya, si le declararás tu amor o te limitarás a grabar su nombre en una peña eterna del Amboto… Bien, bien, no te pongas como un tomate… —dice Martxel.

—No seas revoltoso, él sabe bien lo que hará, ¿verdad, Jaso? —dice la bruja.

—Las virtudes de nuestra raza están en las profundidades de cada uno de nosotros, de nuestra tierra, de nuestra historia, de nuestros montes y valles, de nuestras gentes, a las que entregamos todo nuestro ser, está en las profundidades de la carita vasca de un cuadro, en los abismos claros del amor a una muchacha que es compendio de… ¡Dios mío! —dice Martxel, y su voz se quiebra.

—Sí, Martxel —digo.

—¡La esencia vasca! ¡El ser! ¡La realidad que corre por debajo del sueño! ¿Cómo la buscan los demás?, ¿cómo la buscas tú, ama?, ¿la encontraste ya y por eso puedes vivir sentada? Veo la realidad vasca, pertenece al entorno que ven mis ojos, la toco, la siento. Pero ¿es suficiente? No, al parecer, pues Jaso y yo seguimos buscando. ¿Buscan los demás?, ¿son más afortunados que nosotros y ya lo han encontrado? ¿Por qué Jaso y yo sentimos este extraño vacío? ¿O es que Jaso y yo exigimos más? —dice Martxel.

—Sí, Martxel —digo.

—Debes calmarte, hijo… ¡Tanta palabra, tanta palabra! Olvida las palabras y abraza sólo nuestra fe, como antes —dice la bruja.

—Aléjate de los demonios y abandónate a la verdadera fe, hijo —dice don Eulogio.

—Yo hablaba de la fe vasca —dice la bruja.

—Sólo hay una fe, la de Dios. Las demás son fruslerías —dice don Eulogio.

—No sé cómo le admito a usted en mi casa, don Eulogio. ¡Ser vasco es lo más importante que se puede ser en este mundo! —dice la bruja.

—¿Y en el otro? —dice don Eulogio.

—¿En el otro? Pues nunca se me había ocurrido pensar en ello —dice la bruja. Mira a Martxel, luego me mira a mí, y saca un pañuelo y se seca unas lágrimas.

—Cristina, hoy es un gran día para usted y se siente tan feliz que todo en usted estalla —dice don Eulogio.

—No es verdad. Por el contrario, no estallo, sino que me reprimo a mí misma como nadie se puede imaginar… No puedo hablar a Martxel como yo quisiera… Y que Dios me perdone —dice la bruja.

—¿Que yo impido que me hables? —dice Martxel.

La bruja se levanta, va hasta la espalda de Martxel y le echa los brazos al cuello y junta su mejilla a la suya.

—No sé lo que me digo… ¡soy tan feliz! Nada tengo contra ti, hijo, puedes estar seguro. Siempre fuiste inocente y ahora lo eres más que nunca. ¡Eres el más inocente de los hombres y bendigo esa inocencia que te ha devuelto a mí! —dice la bruja.

—¿Que mi inocencia me ha devuelto a ti? ¡Yo nunca he estado fuera de ti, ama! —dice Martxel.

—Oh, claro, lo sé, lo sé —dice la bruja.

Hago una bolita con miga de pan y la tiro contra el cuerpo de Martxel. Pero está tan metido en la bruja que no se entera. Hago otra bolita y se la tiro. He de hacer una tercera bolita, pero ahora se la tiro a la cara. Me mira y muevo la cabeza diciéndole no y pidiéndole silencio con un gesto. No me entiende. Estando en brazos de la bruja nunca me entenderá, porque ella le ha vuelto a enredar en su maraña… Acaba de ocurrir. Tan sólo ayer Martxel estaba en Oiarzena y hoy está en casa dç la bruja y con ella. Porque se puede estar en casa de la bruja y no estar con ella, como yo. Le sigo tirando a Martxel migas a la cara. La bruja se da cuenta y dice: «Jaso está jugando. Ya sé lo que le pasa a mi niño pequeño. Tiene celitos». Martxel sonríe. Los dos forman uno. La bruja besa a. Martxel en lo alto de la cabeza y después viene hacia mí. Acaba de decir a don Eulogio que se reprime, que no estalla, lo que significa que le gustaría estallar…, ¿para qué? Está claro: para preguntarle a Martxel por qué ha estado ese montón de años viviendo en otra casa y dando escándalo. Pero teme, si se lo pregunta, que Martxel despierte y recuerde de pronto lo que parece haber olvidado y se dé un manotazo en la frente y huya de su lado dando un portazo. Y yo con él… ¿Y por qué me reprimo yo? ¡Me reprimo lo mismo que ella! ¿Qué significa que yo me esté reprimiendo como la bruja? Ella no quiere a Martxel y yo sí, ¡de modo que es imposible que ella y yo le estemos dando el mismo trato!

—¿Qué te pasa, Jaso? —dice Martxel.

Tengo a la bruja a mi espalda, abrazada a mi cuello y besando mi cabeza. «Mi niño, mi pequeño Jaso», dice. Yo nunca causaría a Martxel el menor dolor. Lo contrario que la bruja, que no dudó en arrancarle de Andrea. Y repetiría la crueldad. De modo que si se reprime no es por no quitársela de nuevo, sino por no perderle a él. Y yo la imito y me reprimo, en vez de luchar por salvar a Martxel. Si Martxel quiere recuperar a Andrea, ¿quién soy yo para mencionarle Oiarzena? Pero la bruja también calla, ella y yo jugamos a lo mismo. ¡Se me rompen las tripas! ¡La bruja y yo nos confabulamos para retener a Martxel en esta casa! Ha de haber un error en algún sitio.

—¿Qué te pasa, Jaso? —dice Martxel.

—Es la emoción de estar de nuevo con su ama —dice la bruja, besuqueándome.

—Se ha puesto amarillo —dice don Eulogio.

Mirándome, veo a Martxel preocupado, pero feliz. Sería un monstruo quien le gritase al oído: «¡Oiarzena! ¡Oiarzena!».

—¿Qué te pasa, Jaso? ¡Dios, se va a desmayar! —dice Martxel, derribando su silla al levantarse y corriendo hacia mí.

—La vida libertina le ha debilitado —dice don Eulogio.

Sé lo que sigue ocurriendo a mi alrededor, estoy muy consciente. Tengo sobre mí los rostros de Martxel y de ella, muy juntos.

—Le acostaremos —dice ella.

Mi vida es Martxel y la vida de Martxel es ella. Cierro los ojos para pensar mejor en mi error. Quizá esté ocurriendo que…

—¿Os encontraré esta noche a mi regreso? —oigo a Román.

Abro los ojos. Está en la puerta del comedor, mirándonos y creo que riéndose. Cierro los ojos.

—La familia… —le oigo.

—Nadie se va a marchar de esta casa —dice ella.

—No me lo jure usted —oigo a Román, y oigo sus pasos alejándose. Oigo los cascos de los caballos del birlocho y las ruedas rodando sobre la carretera. Supongo que le gustaría ir a Bilbao en automóvil, pero ella tiene prohibidos los artefactos, ha conseguido incluso doblegar a aita. A Martxel tampoco le gustan los automóviles. Noto en mis labios el borde de un vaso.

—Toma un sorbito de agua —dice ella.

Abro los ojos. La expresión de Martxel me está pidiendo que beba. Bebo. Ella devuelve el vaso a la mesa. «Quizá no haga falta acostarlo», dice. «Es de buena pasta», dice Martxel. «Lo que me conmueve de Jaso es que nunca dejará de ser un niño», dice ella.

—¿Te sientes mejor? —dice Martxel.

—No, mientras no se confiese conmigo. Y esto vale para otros —dice don Eulogio.

—Cuando esté en condiciones, quizá mañana… Pero ¿de qué tiene que confesarse mi hermano? —dice Martxel.

—¡Por Dios, don Eulogio! ¿Es que usted no se da cuenta de nada? —dice ella.

—La reconciliación de las almas con Dios está por encima de todo —dice don Eulogio.

—¡Pero no en este momento, por favor! Hablaremos usted y yo… ¡pero no ahora, por favor! —dice ella.

Está furiosa y don Eulogio agacha la cabeza y se hunde en su cordero. Son las mismas palabras que yo le habría lanzado al tonto de don Eulogio. La miro y ella me mira. Estamos en la misma tarea, ya volvemos a ser como uña y carne. Sus ojos se humedecen otra vez y saca su pañuelo y se los seca. No puedo apartar mis ojos de ella. Lo que más nos une en la protección a Martxel es que Martxel ignora en qué pacto secreto estamos ella y yo.

—Le vuelve el color —dice ama. Me besa y abraza—. Debes seguir comiendo. Yo misma he asado este cordero… ¿A que ahora te apetece más hincarle el diente? ¡Oh, oh!, ya sé lo que quiere mi pequeño: que su ama le dé a la boquita. —Cubre mi pecho con una servilleta con la punta metida en mi cuello y pincha con el tenedor un trozo de cordero de mi plato y lo sube hasta mi boca—. Mi pequeño Jaso va a comer como un niño bueno lo que le da su ama, ¿verdad que sí?

—Sí, Ama —digo.

La casa de enfrente está vacía. Sus habitantes huyeron aterrorizados ante un gran cazador llamado Jaso Baskardo. Ya no está la maldita mujer espiándonos desde su azotea y soltando carcajadas demoníacas y arrojándonos piedras por Navidad, y se llevó con ella al maldito bastardo para que el gran cazador no lo rematara.

—Como ves, Jaso, desaparecieron y entonces nosotros empezamos a vivir —dice Ama, viendo cómo yo no dejo de mirar a la casa.

Metí una bala en el cuerpo del maldito bastardo. Fui a su encuentro y aquella vez no pudo escabullirse de mi rifle y convertir el duelo en un femenil enfrentamiento a mamporros, como los anteriores. El, aita, estaba allí y lo vio. Siempre necesitó comprobar mi poderío como cazador, porque ya no podía tenerme en África a su lado. Y me vio abatir algo más tremendo que un león… ¡al bastardo! Y al ver que su hijo, su discípulo, alcanzaba como cazador cotas imposibles para él mismo, tuvo celos, intervino para despojarme de la gloria total. ¿Cómo? Consiguió que la presa a punto de ser rematada por mí desapareciera como tal presa, se colocó entre la presa y yo, incluso disparó contra mí, pero le vencí, disparé contra él y le abatí. El alumno superó al maestro y en adelante se me tuvo por el primer cazador del territorio.

—Desalojaron la casa hace tres años, llevándose todo su botín en malos carros, como gitanos. Y sólo entonces empezaron a crecer las flores en San Baskardo. Comprendí que mi eterna negativa a abandonar esta casa de mis antepasados para pasar a la que vuestro padre construyó en el paseo de Ereaga la inspiraba Dios, El lo tenía dispuesto así desde el principio de los tiempos, quiso que vuestro padre pagara una parte de su pecado viendo cómo su Palacio Galeón, el símbolo de su soberbia, pasaba a otras manos y era profanado por las dos moras, que con los muebles y pócimas se llevaron sus otras posesiones, sus Altube, Santiago y Roque con sus ocho hijos. No realizó ese viaje el bastardo, casado meses antes con la Lapaza y viviendo bajo otro techo, aunque se trasladó a los pocos días… La inútil mansión, en la que vuestro padre pretendía alojar al rey de Madrid, ensuciada y desprestigiada para siempre jamás… Naturalmente, activé mis gestiones para salvar a esa pareja de infortunados Altube, al menos a uno de ellos; no sólo se trataba de sacarlos de aquella guarida, sino de devolverlos a la tierra. Hablé por enésima vez con Dunixi Basauri y su mujer, Gaizkane, ambos con más de noventa años, para convencerles de que me vendieran Basaon. Llevaba yo más de diez años detrás de ellos. Con la venta de su caserío podrían comprar un bonito piso, más nuevo, seco, caliente y fácil de limpiar. Ya no trabajaban las huertas ni habían tenido hijos, pero se agarraban a su Basaon, el sitio de los Basauri desde…, bueno, desde el principio del mundo o así. Pero ellos, que no, que no. Torcidos por el reúma, pero allí… Les encontré un piso en Berango desde el que pudieran ver Basaon. ¿Cómo no se me había ocurrido antes? Hice que visitaran el piso, que tenía un ventanal abierto a toda la costa de Getxo. Sólo pusieron una condición: que Roque Altube (les dije quién se instalaría en sus viejas tierras) les llevara todos los años las primeras patatas, los primeros pimientos, las primeras vainas y las primeras manzanas, y que debía llevárselos personalmente y así hablar con él de cosechas. Fui al tranvía a hablar con Roque. «Basaon está libre, te lo arrendo por nada», le dije, íbamos los dos en la plataforma, él conduciendo. Me preguntó por qué. «Lo hago para que no te ahogues entre esas paredes», le contesté, «un Altube no puede vivir donde ahora vives. Tú aún sigues perteneciendo a Altubena o a otra tierra hermana. Puedes trasladarte a Basaon cuando quieras». Calló durante un gran rato y me atreví a decirle: «Id tú, Santiago y tus hijos, solos. Sería una manera de corregir el error de haberte unido a esa mujer». Me miró como un buey herido. «¿Cómo vamos a vivir la mujer en una casa y yo en otra?», gruñó. Así me anunció que iría a Basaon. Lo mejor de todo es que… —dice Ama, pero yo le corto:

—No tienes que contarnos las cosas ocurridas en estos años, porque Martxel y yo no hemos faltado un solo momento de esta casa —digo.

Clavo mis ojos en los de Ama hasta llegar a sus huesos. Ella mira a Martxel. Son las diez de la noche y los tres estamos sentados en sillones de paja alrededor de la mesita del jardín. Don Eulogio se retiró a media tarde a su rosario. Martxel me llevó consigo arriba y me pidió que sacara mis botas del armario y él sacó las suyas y bajamos con ellas y él entró en la cocina a pedir un buen trozo de tocino, y con un paño, los dos pares de botas y el tocino se sentó donde está ahora y se puso a engrasar las botas de clavos de nuestras caminatas. «Están secas como cartón», dijo, «pero las dejaré blandas como calcetines». Y se puso a frotar el tocino grasiento contra los cueros. Ama contempla su trabajo, que anuncia una inmediata salida de Martxel y yo. Martxel no levanta la cabeza, engrasa las botas con tanto ahínco que creo que no ha oído nada de lo que Ama ha estado diciendo. Ama tose y carraspea y calla por unos instantes. De pronto, dice:

—No os lo contaba, os lo recordaba.

—Martxel y yo no hemos dejado de vivir un solo momento en esta casa —digo.

—¡Claro que no! Desde que mis hijos nacieron ni un solo día he dejado de darles las buenas noches y un beso. ¡Qué tontería pensar otra cosa! ¿Te aburriré, Martxel, si sigo recordando cosas de los últimos tiempos? —dice Ama.

—No, no… Cualquier pasado nuestro me apasiona. Creo que me hará falta otro cacho de tocino —dice Martxel.

Ama llama con la mano al criado que está tieso en el porche, que viene y recibe en susurro una orden.

—Escuchad, hijos míos, escuchadme muy bien…

Ama tose, carraspea, me mira y añade:

—Conocéis perfectamente lo que os voy a contar…, pero en nuestro pasado todo es tan importante…, ¿verdad, Martxel? Nuestro pueblo marcha por el buen camino. Hemos sabido reaccionar y, con la ayuda de Dios, nos salvaremos. Es fuerte el enemigo e infinitas las trampas que nos tiende. Es un enemigo que vive entre nosotros y la lucha contra él es diaria y a muerte. Pretende ocupar el poder… ¡aquí, en una tierra que no es la suya! ¿Os imagináis el sufrimiento de vuestra Ama durante tantos años teniendo en esa casa de enfrente, hoy vacía, el mayor peligro que haya amenazado a los vascos?… Pero las cosas empiezan a enderezarse, en todos los terrenos les estamos dando en los morros. Nuestro sindicato, la Hermandad de Obreros Vascos, posee ya más afiliados que sus sindicatos. Nuestros obreros nacionalistas no son como sus obreros socialistas. Nuestros obreros sienten su patria, los otros no tienen patria. ¿Cuándo un obrero socialista ha homenajeado a su patrón? Eso sólo cabe en un obrero nacionalista. Mis obreros de Astilleros Vascongados me mostraron su agradecimiento y lealtad hace cinco años… Os lo quería recordar.

—¿Verdad que te acordabas, Martxel? —digo.

—Hay cosas que nunca se olvidan —dice Martxel, sin levantar la cabeza de su trabajo.

—¿Eh? —digo.

—¡Si hubierais sido testigos del espectáculo! ¡Mis dos mil obreros llenando una de las naves y escuchando mi discurso después de que yo escuchara el de su portavoz agradeciendo mi generosidad hacia ellos! Os aseguro que lloré, hijos míos, y no sólo por la estima en que me tenían como persona, sino porque con el acto estábamos demostrando a los socialistas que su política laboral de enfrentamiento patrono-obrero quizá sirva en otros sitios, pero no en Euskadi, no en Euskadi… Mi gente me aplaudió largamente y me hizo entrega de un pliego con un texto y las firmas de todos… ¡dos mil!…, y una bandeja de plata grabada… Os recuerdo que la tenéis en el salón, sobre la chimenea, y podéis leer las frases que no puedo releer sin volver a llorar… —dice ama.

—Recordamos muy bien todo eso, ¿verdad, Martxel? —digo.

—¿Cómo olvidar lo que nos diferencia de ellos? —dice Martxel.

—¿Que tú?… Pero… —digo.

Oigo el birlocho de Román deteniéndose a la puerta del jardín. El criado del porche sale corriendo por el camino de guijo.

—¡Ah!, y luego está el encumbramiento de vuestro cuñado. Las elecciones parlamentarias de febrero de 1918 trajeron un gran triunfo nacionalista. Obtuvimos mayoría en la Diputación. ¿Y sabéis quién ocupó su presidencia?… ¡Qué tonta, claro que lo sabéis! Sólo os lo recordaba —dice Ama.

Se acerca Román, mientras el birlocho es llevado a la cochera. Camina pesadamente por el sendero de guijo y el maletín negro que cuelga de su brazo estirado parece que le pesa tanto como su corpachón. Arrastra un «Buenas noches», deja maletín y sombrero sobre el cristal de la mesa blanca y cae a plomo en un sillón junto al de Ama.

—Ya he cenado en el Marítimo —dice, en medio de un suspiro ronco.

Nosotros también hemos cenado, sin esperarle, pues, según ama, pasada cierta hora nunca le esperamos. «¿No es así, hijos?», nos preguntó. Aita no cuenta: en los últimos tiempos cada vez comía y cenaba menos veces en casa; Ama llegó a no contar con él; los domingos y festivos no eran excepción, siempre absorbido por sus compromisos, abriendo o cerrando negocios alrededor de grandes comilonas; luego estaba su comportamiento monstruoso con Ama y todo lo de ella, incluidos nosotros, sus hijos, por defenderla de él; a Ama se le atascó el pestillo de su dormitorio y nos pidió a Martxel, a Fabi y a mí que aquella noche durmiéramos con ella.

—Ha sido un día de prueba. Los mineros empiezan a agitarse, aunque ahora los peores son los metalúrgicos. No aceptan el veinte por ciento de rebaja en los salarios, a pesar de lo detalladamente que les hemos explicado a sus representantes la crisis que sufre el país, la justificación de esta medida que nos duele tanto aplicar. No lo entienden, son torpes. Nos amenazan con la huelga general. Y, por solidaridad, se les unirán los mineros… ¿Sabe usted lo que esgrime nuestra gente de Altos Hornos? Admiten la crisis, pero exigen que la soportemos con los ciento y pico millones que hemos ganado desde los primeros años del siglo. ¡Qué falta de conocimiento de lo que es la economía de una empresa puntera! No saben nada de nuevas inversiones, de incesantes inversiones para la creación de nuevas empresas en bien del país y de ellos mismos. ¡Se niegan a reconocer que somos creadores de riqueza y de puestos de trabajo, que les quitamos el hambre!… Hemos visitado al gobernador para ponerle al corriente. Le hemos pedido que tenga las tropas listas en los cuarteles por si han de salir a la calle, como otras veces —dice Román.

—Os presento al presidente de la Diputación de Bizkaia…, sólo como recordatorio —dice Ama.

—Ejem… —dice Román.

—Estábamos recordando —dice Ama.

—¿Os habíais enterado? Quiero decir, ¿ella se ha enterado…? —dice Román.

—¡Por Dios, si estaban con nosotros! Vuestro cuñado es un bromista. Tenéis ojos y oídos muy sanos, ¿verdad, Martxel? —dice Ama.

—Presidente de la Diputación…, presidente de la Diputación… Sí, les vencimos, Ama. Que se vayan enterando de que los vascos queremos para nosotros todo el poder —dice Martxel.

—¿Cómo os enterasteis?, ¿por los periódicos? ¡Pero si vosotros no leéis periódicos! —dice Román.

—¡Qué tontería! Sabéis de sobra que en esta casa siempre entran el Euzkadi y el Aberri —dice ama.

—¿Recuerdas, Martxel, cómo Ama nos reunió a los tres y nos dijo: «¡Acabamos de elegir presidente de la Diputación a Román!»? Ya veo que lo recuerdas, ¿eh, Martxel? —digo.

—Claro, me emocioné, lancé un irrintzi. Son antorchas que nos iluminan el camino a seguir —dice Martxel, sin dejar de frotar su trozo de tocino contra las botas.

—¿Se enteró ella? —dice Román, apretando con sus dedos el antebrazo de Martxel.

—¿Quién? —dice Martxel.

—¿Por qué no dejas que Martxel haga bien su trabajo? —digo.

—Se enteró, sí que se enteró —dice ama.

—Usted no puede asegurármelo. En todo caso, Josafat, que vivía allí. Y, naturalmente, Martxel. ¿Quién de los dos me lo quiere decir? —dice Román.

No sé si las gotas de sudor que cubren su frente las tenía al llegar.

—Lo supo. Pero ¿qué importa que lo supiera o no? —dice ama.

—¿Que qué importa? ¡Sigue siendo mi señora, a pesar de todo! ¡Está obligada a conocer todo lo de su esposo, cómo es realmente el hombre con el que se casó! No estoy hablando de que regrese, porque el honor está por encima de todo… ¡pero hasta a una perdida ha de exigírsele un mínimo de respeto a los contratos! ¡Necesito saber que mi señora sabe que los que me conocen me han valorado hasta ese extremo! —dice Román.

—¿No te ha dicho Ama que sí?… ¡Eh, cuidado!, intento meter grasa en el cosido del fondo de esta grieta —dice Martxel.

Román le suelta y se vuelve hacia mí.

—¿Tuvo ella noticia de mi encumbramiento? —dice.

—Si no lo sabes tú, que eres su marido… —digo.

—¡Pero yo no estaba allí! —dice Román.

Le hago señas para que se calle, no sin antes volverme para dar la espalda a Martxel. Le pido con la mirada: «¡Por Dios, calla, calla!».

—¿Ahora me vienes con muecas? —dice Román.

—Luego te explicaré… No tiene importancia, pero debes tener un poco de paciencia —dice Ama.

¿Cómo puede decir Ama que no tiene importancia lo de Martxel, cuando es lo único que importa?

—¿Nadie me va a decir si ella lo supo? —dice Román.

—Somos una familia muy unida y no comprendo que alguno de nosotros ignore cosas que los otros conocen. En este hogar hay buena voluntad de cada uno hacia los demás, obedecemos las leyes del Señor, nos amamos… Dejo aparte a quien se ha excluido a sí misma de la familia… Llevamos una existencia acorde con las severas tradiciones vascas, mis hijos no dan escándalo, no pasan las noches Dios sabe dónde, como otros. Desde que los traje al mundo ni una sola vez han faltado al rezo diario del rosario —dice Ama.

Román se pone en pie con violencia.

—¿Qué?, ¿que no han faltado? —dice.

—Así están las cosas —dice Ama.

—¿Qué? —dice Román.

Le hago nuevas señas, pero sigue sin entenderme.

—¿Tampoco mi señora ha faltado un solo día al rosario? —dice Román.

Ama se levanta, de un paso se pone entre las sillas donde estamos Martxel y yo y apoya una mano sobre la cabeza de Martxel y la otra sobre la mía.

—Lo único importante es que están aquí, todo lo demás son juegos de palabras —dice.

¡Eres perfecta, Ama! No has dicho: «Lo único importante es que han regresado». ¡Tú sí que quieres a Martxel!

—¿Estamos todos locos? —dice Román.

—Tú, Román, no tienes por qué lamentar nada, tu problema es diferente. Yo estoy unida a mis dos hijos, tú no estás unido a Fabi. ¿O es que la has perdonado? —dice Ama.

—¿Perdonar a Fabi?, ¿por qué no está aquí? —dice Martxel.

Apenas oigo lo que dice Román: «¡Por mis cojones que esto…!».

A punto de irnos a la cama oigo el motor de un coche parándose en la carretera.

—¿Quién será a estas horas? —digo.

—El cerdo —dice Ama.

—¡Aita! Aún vive, a pesar de lo poco que he pensado en él. ¿Qué significará que, de pronto, reaparezca en mi vida y en la de Martxel? Como llevo tanto tiempo sin pensar en él, quizá no le reconozca. Es increíble…, aita, ¡aita! ¿Por qué me engaño a mí mismo si sólo hace tres años quise matarle por colocarse entre mi rifle y el bastardo? Pero fue sólo un momento: llegó, pasó y no quedó nada. ¿Cazaba yo con él leones en África? Creo que sí. Si me he preguntado si cazaba con él leones en África es por algo… Oigo el golpe de una puerta de coche al ser cerrada. Es aita. Miro a ama, que ha callado y no mira a ninguna parte.

—¿Qué te pasa, Ama? —digo.

—No te preocupes por mí, mi pequeño Jaso. He sobrevivido hasta ahora —dice Ama.

Román se retiró hace media hora gruñendo por lo bajo. Ya tenía que haberse abierto la puerta del jardín y haber entrado alguien. Pasa rato. Hace media hora, Martxel se levantó para coger de la cocina otro cacho de tocino. Mientras engrasa sus botas y las mías, habla: «Más de una vez he pensado si no será Andrea la modelo del cuadro. ¿Por qué no? ¿Por qué no se lo he preguntado todavía? Puro descuido. Se lo preguntaré el domingo. Y si así fuera, Jaso se llevaría un disgusto, porque se quedaría sin novia… ¿Por qué te pones como un tomate, hermanito? ¿Qué harás cuando encuentres a la tuya?… Si resultara que Andrea fue esa modelo, me ahorraría el cansarme el brazo reblandeciendo estos cueros que parece llevan años sin ser tocados… Ama, debes acompañarme a pedir la mano de Andrea a los Al tube. ¿Me has oído?».

Ama sí le ha oído. La miro. Podría parecer que toda su atención está en lo que pasa en la carretera, pero acaba de lanzarme una reojada de complicidad y tiene otra para Martxel, aunque me pregunto cómo va a contentar a Martxel si Andrea está casada y su hija de ocho años acaba de ser pedida en matrimonio por él. Ama sabrá lo que hay que hacer en un caso tan terrible para no matar a Martxel.

—Todo se andará —le dice.

—No sé por qué tengo la impresión de que hemos perdido un tiempo precioso —dice Martxel.

—Entre nosotros el tiempo no existe, siempre estamos en el principio, vosotros siempre estáis volviendo a ser mis niños —dice Ama.

Silencio. Luego dice:

—Siempre lo hace últimamente, se diría que necesita convencerse de que ya no está ahí el monstruo. Se acerca a la casa vacía y pasea frente a ella como un tonto. Antes, no lo podía hacer. Es su forma de disfrutar de que esa gente se haya marchado. Así he sabido que a él también le resultaban insoportables. Lo repite casi todas las noches desde hace tres años. No ha dejado de ser una sorpresa para mí —dice Ama.

—¿De quién hablas? —digo.

—¿De quién va a ser?, ¡de vuestro aita! Ayer no durmió en casa y no sabe que habéis regresado, por eso no ha venido directamente aquí. Después de todo, es vuestro aita —dice Ama.

Hace tres años que no sé nada de él, desde el día en que se puso en el punto de mira de mi rifle y disparé a matar. Hasta entonces, visitaba Oiarzena cuatro o cinco veces por año y nos decía cosas como: «Tengo derecho a ver a mis tres hijos y a mi nieta. Es cuenta vuestra lo que hagáis y cómo vistáis y el escándalo que arméis en Getxo, que tampoco favorece a mis cosas. Sé que ella no viene. No os siento más lejos de mí que cuando estabais en casa. Deseo vuestro bien, pero no os preguntaré si necesitáis algo, porque ahora necesitáis de mí menos que nunca. Casi diría que estáis salvados. Con todo, os tenía dispuesto un futuro mejor, especialmente a ti, Martxel, mi primogénito, el heredero de mi imperio…». Nos repetía cosas así en cada visita. Y también: «¿Os ayudo diciéndoos que creo que estáis maravillosamente locos? Pues os lo digo. Supongo que yo también soy responsable de lo que os pasa». Y también: «Me atrevo a deciros que estáis locos, aunque no me decido a pronunciarme sobre cuál de vuestras locuras es más loca. Simpatizo con esta locura porque os salva de la otra. Pero ¡por Dios!, ¿estáis en condiciones de entenderme?». Y también: «En casa nunca me atreví a hablaros de la locura que vivíais allí. Supongo que yo también fui responsable. Pero ella tenía todas las bazas».

—Después de todo, es vuestro aita —dice Ama otra vez. Y añade—: Y está muy solo.

La miro. Han sido tan tenues sus últimas palabras que apenas me han llegado. Ahora miro a Martxel. ¿Pensará también que aita está muy solo?

—Anda, ve y dile que le devolverás el rifle y que nunca más lo usarás —dice Ama.

—¿Por qué le tengo que decir que le devolveré el rifle? —digo.

—No sé, tendrás que hablarle de algo —dice Ama.

—Si no voy, no tendré que hablarle de nada —digo.

—No te estoy obligando a que vayas, haz lo que quieras, no soy una dictadora, nunca lo he sido —dice Ama.

Aita no volvió a Oiarzena después de que intentara matarle. Ama nunca me dio su opinión sobre este asunto. ¿Cómo me la iba a dar si yo estaba en Oiarzena y ella nunca lo pisó? ¿Es verdad que he estado tantos años fuera de casa? Miro a Ama y me cuesta creerlo. Miro aMartxel: más que no creerlo, él no lo sabe. Es curioso, no lo sabe. Ahora está engrasando los cordones de las botas.

—Estoy acabando —dice.

—En unos días se ablandarán y quedarán como guantes —dice Ama.

—Un día de éstos iremos a echar una mirada a los Baskardo de Sugarkea, ¿eh, Jaso? —dice Martxel.

—Sí —digo.

Ama sonríe. Cada vez me cuesta más creer que hayamos estado tantos años viviendo en otra casa. No han pasado esos años por el rostro de Ama.

—En estos momentos tienes más cerca a otro Baskardo —dice.

Martxel deja de mover su cacho de tocino y la mira.

—Estoy hablando de vuestro aita —dice Ama.

No dice «aita» sino «vuestro aita», como echándoselo de ella.

—A Ama no le importa que vayamos a verle —digo a Martxel.

—Os recuerdo que desde hace tres años no escribe Baskardo con k sino con c —dice Ama.

—El viejo cada vez se aleja más de las raíces —dice Martxel.

Ama sonríe. ¿Es verdad que hemos vivido tanto tiempo lejos de ella? Nos llega un ruido de la carretera y el rostro de Ama se ensombrece.

—Es el cerdo. Se enfrentó a mí y a todo lo mío, todo lo nuestro. Durante años he vivido con un enemigo. Se alió con la maldad y me humilló teniendo un hijo de ella. Pero llegó el día en que tampoco pudo soportar el infierno y se libró de él, nos libró a todos… Sí, claro que fue y es el cerdo. Sin embargo, ahora está solo… Se hizo, me hizo, nos hizo uno de los mayores favores, y creo que por eso puedo verle de otra manera durante brevísimos momentos…, y le veo solo —dice Ama.

Es demasiado generosa con aita, casi nos está pidiendo que vayamos a verle. Y si a ama le parece bien, también a Martxel. ¿Me parece bien a mí?, ¿me apetece verle? Si lo quiere Martxel…

—¿Vamos, Martxel? —digo.

Pero no le doy tiempo a contestar, porque de pronto veo el peligro de ponerle frente a alguien que a lo mejor no le quiere lo suficiente y no silencia lo que hay que silenciar. Mi obligación es cuidar de Martxel. Suponiendo que Oiarzena haya existido…

—¡Espera! ¡Espera! Iré solo —digo.

He de advertir a aita. No sé si deseo verle o no, pero he de hablarle antes de que se encuentre con Martxel.

—Sí, ve —dice Ama.

Martxel se encoge de hombros, ha dado por terminado el trabajo con las botas, se levanta y con todos sus trastos entra en casa.

Dejo a mi espalda la limusina y veo en la noche la sombra de alguien que pasea ante esa casa vacía y me llegan toses asmáticas. Su cara me dirá si hay cosas que silenciar. Oiarzena… Me ve y se para. Me paro a dos pasos de él. Ha dejado de toser.

—¡Jaso! ¿Eres Jaso? —dice aita.

No es aquella voz que daba órdenes en las sabanas de África o en nuestra cacería de llamas en Getxo. Me acerco un poco más para saber si Martxel y yo hemos estado en Oiarzena.

—Jaso —dice aita.

Ahora es él quien se me acerca. Me abraza, al principio parece que con miedo, luego con fuerza. «Jaso, Jaso…», le oigo soplar junto a mi oreja. Cuando se aparta nos miramos.

—¿Has regresado a casa? —dice aita.

—Estoy viviendo en casa —digo.

—Entonces, has venido hasta aquí a buscarme. Te lo agradezco mucho, hijo… ¿Has vuelto solo? —dice aita.

—Martxel está conmigo. Necesito decirte algo urgentemente —digo.

—¿Y Fabi?, ¿y la niña? —dice aita.

Con la cabeza le contesto que no. Me está preguntando con la mirada qué es lo que ha pasado, pero yo sólo sé que si Fabi y Flora no han venido es que están en otro sitio y este sitio debe de ser Oiarzena.

—Somos una familia imposible. Nuestra historia es larga y penosa. Otras familias no permiten que las ideologías las destruyan. ¿Cómo lo consiguen? ¿Qué maldición pesa sobre nosotros? —dice aita.

—Tengo que decirte algo urgentemente —digo. Calla y me escucha—. Nadie debe mencionar delante de Martxel que vivió un tiempo fuera de casa.

—¿Te refieres a Ceilán? —dice aita.

—Eso no importa. Estoy hablando de lo último, a sus años en… —digo. Callo. Necesito que lo pronuncie él.

—¿En Oiarzena? ¡Pero si eso se ha prolongado hasta hoy! ¿Cómo no lo va a recordar? —dice aita.

Oiarzena. Oiarzena… Si para ser de Ama, como lo es Martxel, he de olvidar, olvidaré, y pediré a la gente que tampoco me hable a mí de lo que hay que olvidar.

—Creo que me buscaste para hacerme esa recomendación. Sólo para eso —dice aita.

—Y ante mí tampoco menciones Oiarzena —digo.

—Lo tendré en cuenta… Pero, al menos, ¿preguntaste por mí al llegar? —dice aita.

—No —digo.

—Es duro —dice aita.

—¿Aún no te das cuenta de que debo andar con pies de plomo? —digo.

Da media vuelta y se aleja lentamente. Las piedrecillas de la carretera crujen bajo sus suelas.

—Quédate un poco más, Jaso —dice.

Se ha detenido, pero sigue dándome la espalda.

—He dado el gran paso. He legalizado el abismo entre los dos mundos de nuestra familia. He dado el gran paso —dice.

Me ha pedido que me quede un poco más, no sé para qué. Siempre me está pidiendo algo.

—Me quisiste matar, Jaso… Martxel y tú, o Martxel o tú, pudisteis ser los herederos del trono. Os perdí…, ¿y qué iba a ser de mi imperio? Tenía que elegir entre mis sangres. Hace tres años di el gran paso. Me quisiste matar, Jaso… Y lo hice, ¿te das cuenta? ¿Sabes de qué te estoy hablando? —dice aita.

Supongo que Ama me estará esperando. Ya he estado demasiado tiempo con aita. De pronto se vuelve hacia mí y se acerca, todavía hablando:

—Lo hice pensando en mi imperio, no en mí. ¡El esfuerzo de toda una vida de la sangre Bascardo no podía pasar a otras manos! Estabais Martxel y tú, o Martxel o tú, y así habría sido. Pero también estaba…, ¿me comprendes, Jaso? Disponía de otra sangre mía y joven y lo hice. Me quisiste matar, hijo…

Llega ante mí y pasa de largo, sin mirarme y sin dejar de hablar:

—Pensé en ti como heredero, estando Martxel lejos de aquí y casi descartado… Un heredero al que habría que dedicar cuidados muy especiales…, pero por cuyas venas circulaba mi propia sangre… Un Baskardo reinando con asesores… ¡Qué se le iba a hacer…, pero lo habría hecho!

Su espalda sigue alejándose hasta que se para y se vuelve y veo su cara y su voz me llega mejor:

—Fui fuerte, lo hice. Fue la más heroica, sublime y grandiosa decisión en toda la hazaña de mi paso por esta tierra de gente pequeña que sólo sabe mirarse el ombligo. No he pecado… ¡Oh, no, no!… Porque me asistían inmensas razones para haberlo hecho por venganza y poder llamarlo pecado… ¿Cómo llamará su Dios a lo que esa madre vuestra ha hecho conmigo?… No, no he pecado… ¡de ningún modo! Había que dar una continuidad a mi imperio bajo el dominio de un auténtico Bascardo…

En su viaje de vuelta esta vez se detiene ante mí y me mira con unos ojos que se han hecho el doble de grandes. Ama me estará esperando. Llevo demasiado tiempo con aita.

—No he pecado, he sido justo. Si muero antes que ella, prepárate, hijo, a oírla despotricar contra mí como nunca se lo habías oído. Entonces deberás recurrir a toda tu libertad de pensamiento para enjuiciarme… Habéis cometido el error de abandonar ese lugar…, ¿me permites que pronuncie su nombre por última vez?…, Oiarzena, ese sanatorio donde escondéis una locura, pero que, al menos, es una locura infinitamente más sana que con la que ella os entontece… ¿Regresaréis a ese sitio algún día? Hacedlo. Que mi muerte os sorprenda allí, a salvo de los delirios de esa mujer. Yo siempre he sido un hombre de realidades. Toda fe es peligrosa… Pero, hijo, ¡el bizkaitarrismo es la peor de todas! —dice aita. Sujeta mis hombros con ambas manos y acerca a mi cara sus ojos hinchados—. Quiero saber algo… Escucha, Jaso, no sé si me lo podrás aclarar, quizá ni tú mismo sepas lo que te ocurrió… Escúchame bien: en un tiempo, tú y yo fuimos cazadores, padre e hijo unidos por la caza y por las armas, sentí que a mi lado te hacías hombre, te recuperé como hijo, y me dije: «Aquí está mi relevo». Pero se truncó. ¿Por qué? ¿Qué es lo que hice mal? ¿En qué fallé? Por favor, hijo, dimelo…

Sus dedos aprietan mi carne hasta hacerme daño.

—Tengo que volver con Ama —digo.

—¡Sí, sí, vuelve con ella, como siempre, pero antes sólo dos palabras sobre el final de aquel mundo de hombres! —dice aita.

Agito mis hombros y me suelta.

—Bien, silencio y soledad para mí. Cumplida aquí tu misión, Jaso, puedes retirarte… como se retiraron ellos de esa casa llevándose las tensiones que cruzaban esta carretera… Últimamente, al dejar la limusina, suelo pasear por aquí, saboreando la novedad de su paz. Es mi medicina diaria… ¿En qué piensas, hijo? —dice aita.

Hace tiempo aita siempre fue de aquí para allá en el birlocho. Sin embargo, él pudo haber sido el primero en traer a Getxo una limusina, pero ama nunca le permitió tener ese ruidoso trasto ensuciando nuestro aire puro con su olor a gasolina y su humo y su ruido a hierros, teniendo un birlocho tan limpio. La primera limusina que se vio en Getxo fue la del bastardo y se la trajeron de Francia. Entonces, Martxel, Fabi y yo nos preguntamos cómo pudo ama saber que las limusinas soltaban olores y humos y ruidos si hasta que el bastardo trajo la suya no había visto ninguna, y pensamos que si se puso como una fiera cuando aita habló de comprar el trasto se debió a que el bastardo ya tenía una limusina y se negó a que hubiera dos limusinas, una enfrente de la otra y habiendo sido la primera la del bastardo. Ama no quiso que nos tomaran por envidiosos. Aita tuvo la suya cuando esa gentuza desapareció de San Baskardo. Y también pensamos Martxel, Fabi y yo que si aita les cedió el Palacio Galeón fue para poder tener su limusina.

—¿Te vas, Jaso? Bien, bien… Confío en no morirme sin saber algo más de ti, de mis tres hijos… Os quité mi reino, pero soy inocente, no pequé. Sé que nunca lo echaréis en falta —dice aita.

Allí lo dejo, arrastrando las suelas por la carretera. Creo que anda cerca de los setenta años. Aún oigo su voz: «¿Has entendido algo de lo que te he dicho?, ¿aunque sea una parte?, ¿nada más que una pequeña parte?».

Me gusta pasar la mano por la piel de la limusina, como ahora, pero sólo hasta que me acuerdo de que el bastardo tiene otra igual. Ama está sola, esperándome. Se pone en pie.

—¿Qué te ha dicho? —dice.

—Nada —digo.

—Pero has estado mucho rato, algo ya te habrá dicho… —dice.

—Está loco, se cree que es un rey —digo.

—¡Ja! Sólo es marqués, Padre de la Provincia y Grande de España. ¿Te das cuenta, Jaso? Grande de España… ¡de España! —dice.

—Pues uno como él también podría llegar a ser rey de España —digo.

—¡Ni lo menciones, sería terrible! Como soy católica y no me podría porciar, correría a Roma a pedir al Papa una licencia especial para romper todos nuestros vínculos o algo así que se le ocurriera a él, que lo sabe todo y lo puede todo. ¡Qué horror sólo de pensar que yo pueda llegar a ser, nada más que un segundo, reina de España! —dice.

Me abraza y me besa, entre estremecida y chispeante. «Lo principal es que vuelvo a tener a mis niños», dice. ¿Por qué aita no se cansa de atormentar a Ama?

En la misa de una de este domingo don Eulogio ha hablado del regreso del hijo pródigo y el triunfo de la virtud sobre la carne desnuda. Ama no acostumbra a ir a esta misa, pero hoy sí, porque estamos Martxel y yo y así nos puede mostrar al pueblo. La gente no se cansa de mirarnos. A la salida, Martxel busca a Andrea con la mirada, no hay duda de que es a ella a quien busca.

—¿Qué te parece, Martxel, bajar a la playa a pescar? —le digo. Pero él sigue buscándola, no sólo con la mirada, también pasando de un grupo a otro. Y yo detrás—. Escucha, Martxel, hay buena bajamar y subiríamos buena pesca. ¿Qué te parece? Pasamos por casa, nos cambiamos y cogemos los trastos… ¡Espera, Martxel, espera…!

No puedo detenerle, no me oye, y regreso junto a Ama y Román. Ama sonríe a la gente, pero también la he visto vigilar los movimientos de Martxel.

Por fin, viene Martxel. Suda, y no sólo se quita el sombrero sino también la corbata, entregándoselos a Ama.

—Tengo que ir a un sitio, Jaso y yo tenemos que ir —dice.

Que Ama no le pregunte a qué sitio, porque sé cuál es: el cañaveral.

No se lo pregunta. Dice: «¡Estos chicos, que no pueden estarse quietos!». Creo que se imagina cuál es la intención de Martxel, es posible que haya conocido de siempre el papel que desempeñaba el cañaveral de Altubena en aquellos encuentros secretos. Pero se lo calló. ¡Cuánto quiere a Martxel! Ahora Martxel me agarra del brazo.

—Quítate el sombrero y la corbata, déjaselos también a Ama y ven conmigo —dice.

No quiero ir porque no quiero verle allí sufrir esperando a una Andrea que nunca llegará. Ama acude en mi ayuda:

—Jaso se queda conmigo. Déjamelo. Daremos los tres un paseo —dice.

Martxel está tan impaciente por ir que no discute y sale corriendo, y de pronto la boca se me seca porque necesitaba haberle acompañado para saber de una maldita vez si existió o no Oiarzena, porque…, ¿y si no ha ocurrido nada en estos últimos años y resulta que Andrea va al cañaveral?

—Si no lo veo no lo creo —dice Román.

Ama me coloca entre los dos al echar a andar. Oigo a Román:

—Ahora podemos hablar…, ¿o no? Aunque nunca entenderé a qué vienen tantos miramientos. Hay que llamar al pan pan y al vino vino. En nada beneficia a su hijo tanto silencio y tanta protección. No es lo mejor para los locos seguirles la corriente.

—Calla, calla, por Dios —dice Ama.

—Cristina, no se mienta usted a sí misma, no se engañe, o acabaremos todos cazando moscas con la mano —dice Román.

Ama calla. Román la mira y carraspea. Dice: «Hablemos», y dice:

—Mi señora no puede seguir allí…

—¿Dónde? —digo.

—Hasta hoy, era diferente, vivían todos, pero ahora mi señora se ha quedado sola con ese…, ese Adolfito rubio. ¡Solos en la misma casa! —dice Román.

—¿Solos? ¿Qué me dices de Flora? —dice Ama.

—¡Solos, solos! Para el mundo están solos —dice Román.

—Todo el mundo sabe que Adolfo es un mari… —dice ama.

—Pero la gente pensará lo que le gusta pensar. Los maricones suelen ser siempre maricones, pero a lo mejor éste dispara por la culata y por el cañón…, y a la gente le gustará creerlo —dice Román.

—¡Con qué me sales a estas alturas de vuestro matrimonio! ¿Quieres traer a Fabi a casa? —dice Ama.

—¡Jamás! Pero sí sacarla de allí. Si de mí dependiera, usaría la siguiente estrategia: enviaría a la policía o al ejército a cerrar la casa por salud pública, sacaría por la fuerza a sus habitantes y alojaría a mi señora en una vivienda digna, lejos de Getxo, con la condición de que mi señora y su hija la ocuparan sin el maricón y que éste desapareciera para siempre de nuestra vista. ¿Acepta usted mi estrategia? Yo, personalmente, la dirigiría —dice Román.

—Ese lugar fue en otro tiempo una buena solución… —dice Ama. Pero le corto:

—¿Qué lugar?

—… una excelente idea que me proporcionó paz durante unos años. Además, removiendo el asunto armaríamos más escándalo. Las cosas se olvidan si no se mueven —dice Ama.

—¿Y mi honor?, ¿mi honor? ¡Basta una sola persona que esté convencida de mi deshonor para que yo…! —dice Román, resoplando.

—Yo, la madre de ellos, fui ejemplo para todos de que había que olvidarlos en su herejía. A ti te fue más fácil conseguirlo con tu mujer. No existe esa persona empeñada en recordar el escándalo… como no seas tú —dice ama.

—¿Dónde hay escándalo? ¿Dónde? —digo.

Miro a mi derecha, a Ama, y a mi izquierda, a Román, y ninguno me contesta. Cada uno piensa en lo suyo mientras paseamos por el camino de La Galea, yo en medio de los dos, esperando su ayuda. Hemos dejado atrás la iglesia y ahora estamos ante Sugarkea.

—Ahí tienes a esos Baskardo de Sugarkea… ¿Quién se acuerda de ellos, a pesar de tenerlos a la vista año tras año desde que nacemos? ¿Quién se acuerda de esos herejes, a pesar de lo que escandalizan? —dice Ama.

Veo a cinco de ellos trabajando sus tierras. Unos, con pieles. Otros, desnudos. Nunca van a misa. Ni siquiera nos miran. Su casa no parece casa sino guarida de animales, con paredes de piedra y barro y techo de troncos cubiertos de maleza.

—Nos los topamos en aquella cacería de hace quince años…, ¿recuerdas, Jaso? —dice Román.

—Les dimos una lección a ellos y a todos —digo.

—No me recordéis aquel salvaje rebaño de llamas —dice Ama.

—El problema se resolvió a tiros —dice Román.

—Hay que tener resignación cristiana. Me resigné y mis hijos han regresado —dice Ama.

—¿De dónde hemos regresado?, ¿de dónde hemos regresado? —digo.

Siento sobre mi cabeza, en la pared, el cuadro de la neskita. Es tan real su presencia que me desnudo otra vez tras el biombo. He dicho una vez más a Ama: «Si lo prefieres, puedes llevar el cuadro al comedor o a tu propio dormitorio». «¡Qué tontería! Sé que mi Jaso no podría dormir sin esa carita sobre él», dijo Ama. Así que no parece tener celos de ella. ¿Por qué los tuvo de Andrea?, ¿por qué se la prohibió a Martxel y no me prohíbe a mí a la neskita? Recuerdo esto: Martxel se quedó sin Andrea, y si ahora Martxel ha regresado con Ama es porque el amor que le profesa está por encima de todas las cosas de este mundo. Cuando se ha recibido tal prueba de celos es fácil profesar un amor que esté por encima de todas las cosas de este mundo. Aunque debo tener presente que no es lo mismo una mujer de carne y hueso que otra pintada. Pero me digo: no hay duda de que Ama desea convertir a la mujer… mujer… del cuadro en una de carne y hueso (mujer) y si lo desea es para luego apartarla de mí y demostrarme su amor a través de los mismos celos que sentía de Andrea cuando la apartó de Martxel. Bueno, y también me digo: si Martxel la ayuda en el trabajo de buscar a la neskita (mujer) es porque le quedó un mal sabor de boca desde que Ama tuvo ocasión de demostrarle su amor a él y no a mí. Martxel es único y especial.

Y también me digo: si Martxel ha regresado a casa a colaborar en que Ama pueda demostrarme a mí el mismo amor que ya le demostró a él, tal gesto está por encima de todas las cosas de este mundo, es como si ese lugar de donde regresó pesara tan poco en su alma que estömo si no existiera. De modo que no existe. Oiarzena no existe. Ahora me explico cómo Martxel olvidó de pronto un modo de vida y eligió otro, que era el de siempre, el de Ama. Cambió de sitio y de pensamiento con la misma facilidad con que se mueve un sombrero de un colgador a otro… ¡je, je!…, un sombrero. Lo hizo por amor. No sé cómo no se me ocurrió antes… ¡Je, je!… Un sombrero. Sin embargo, cuidaré de que Martxel no sepa que yo lo sé, su limpia generosidad no se sentiría cómoda. Con hermanos como Martxel la mejor comunicación es el silencio. Igualmente nos agradecerá que sigamos sin pronunciar el nombre de Oiarzena, sin contar con que no existe. Y pienso que Ama bien podría olvidarse de la neskita (mujer, mujer) del cuadro para no tener que desterrarla de algún modo de mi vida, o matarla, cuando la encuentre. Pero no, porque nos acaba de decir:

—¿Sabéis? Compré el estudio de Aurken en Bilbao y la casa entera de cuatro pisos. ¿Recordáis nuestra visita a ese estudio buscando una pista de nuestra pequeña modelo? ¡No encontramos nada! Salí con la certeza de que allí tenía que haber algo que no vimos. Al tener noticia de que había muerto la hermana de Aurken…, ¿recordáis a aquella paciente señora que nos atendió?…, corrí al piso y tomé contacto con un sobrino bastante imbécil a quien le hice una oferta por el piso, pero él quería desprenderse de la casa entera, así que se la compré. Un perito husmeó en el estudio e informó al sobrino de lo único que allí había de valor, varias docenas de cuadros acabados y firmados, que el sobrino se llevó, dejando lo más importante para nosotros: bocetos, apuntes, armarios llenos de ropa para uso de quienes iban a posar, papeles con nombres y direcciones… ¡nombres y direcciones!… y mil trastos indescifrables… Algo, de entre todo ello, ha de guardar alguna relación con la neskita… He esperado mucho tiempo la ocasión de regresar allí con vosotros… ¡y ya ha llegado! Vestíos, nos vamos a Bilbao… ¡Aire, aire!

Estamos los tres en el birlocho. Ama está feliz. Habla y habla, no calla. Habla de «la esencia del pueblo vasco». Dice: «Cada uno y todos juntos sentimos muy dentro el espíritu del pueblo vasco. ¿Podemos ver con nuestros ojos ese espíritu? ¿Podemos explicarlo con palabras? ¿Podemos ver a Dios o explicar a Dios?… No podemos ver a Dios, pero sí ver sus obras. Y nosotros vamos en busca de una obra de la esencia vasca… ¿Me entendéis?… ¿Qué buscamos, Jaso? ¿Por qué sonríes como una pequeña ardilla traviesa?». Siento a Ama muy cerca de mí, enteramente dispuesta a sentir esos celos en cuanto aparezca la neskita (mujer, mujer, mujer) y a quitármela para siempre de mi vista. Eso me emociona… y también me hace gracia. «Jaso, ¿por qué sonríes como una pequeña ardilla traviesa?». Martxel dice: «¡Boda, boda, boda! La encontraremos y Jaso se casará con ella… ¡Se le fue la sonrisa, se ha puesto rojo! ¿Verdad que sabes que esa muchacha es algo más que esencia? Sus mejillas son came, sus labios son came… Es algo más que esencia vasca, ¿verdad, Jaso?». «Ama sabe muy bien que no me casaré con ella» (esa mujer), digo. «¿Que yo lo sé? El único que lo sabe es Dios», dice Ama. ¿Cómo replicarle que sí lo sabe, sí lo sabe, sí lo sabe? Tomará sus medidas cuando llegue el momento para así evitar a Martxel algún recuerdo doloroso. Dice Martxel: «Esa bonita criatura no sabe que vamos tras ella…, pero nos espera. Jaso se casará con ella, no la podemos defraudar». Estallo: «¿Te casaste tú con Andrea?». Ama deja de respirar. Durante mucho rato sólo se oye la marcha del birlocho. Ni siquiera me atrevo a decirle a Ama que me arrepiento con toda mi alma de haberlo dicho. Martxel también se ha quedado de piedra, mira a lo lejos, pero sé que no ve nada. Dice: «Para casarme con Andrea primero he de pedir su mano». De pronto es Ama la que habla: «Concentraos en lo que os voy a decir, hijos, no penséis en otra cosa: si alguien os preguntara…, un madrileño, un andaluz, cualquier maketo de esos que siempre andan metiéndose con nosotros…, si os preguntara: "Pero, vamos a ver…", con esa animosidad con que se dirigen a los vascos, "vamos a ver, ¿qué es Euskadi para vosotros?, si se puede saber", os pondrían en un aprieto, porque es imposible repetir con palabras lo que nos dicen nuestros huesos… ¿Cómo vemos a Dios? Como lo más hermoso, lo más grande en amor, en protección, en amigo, como lo más nuestro; cada uno de nosotros no sólo pertenece a Dios sino que forma un todo con El… Pues eso, ni más ni menos, es Euskadi para los vascos. ¿Para qué necesitamos las palabras? Sin embargo, las palabras están ahí y, a veces, caemos en ellas y pronunciamos "montes y verdes valles y hayedos y robledales y tierra de nuestros antepasados y caseríos y labranza y ganado y viejas ermitas y rezo del ángelus y bertsolaris y Árbol de Gernika y respeto a los padres y costumbres sanas y romerías y txistu y tamboril y pueblo de Dios y…"». Llora. ¿Qué puedo hacer por ti, Ama, si estoy tan conmovido como tú? Conmovido, sí, igual que Martxel, y ya ninguno de los tres nos acordamos de mi «¿Te casaste tú con Andrea?», lo que resulta un alivio, pues las cosas más secretas, las que están en los huesos, no deben ponerse en palabras, nos lo enseña Ama, que ha hablado para distraer a Martxel y quitarle de la cabeza mis inútiles palabras y convencerle de que la esencia de Euskadi está por encima de todas las palabras. ¡Cómo quiere Ama a Martxel! Cuando me quite a la muchachita del cuadro sabré que me quiere igual.

Esta vez no llamamos a la puerta. Ama tiene llave y entramos. El piso es una leonera, con sillones, sillas, mesas y armarios tirados por todas partes, como si el sobrino se los hubiera querido llevar y, de pronto, hubiera cambiado de idea. Ama recorre el pasillo hacia el estudio, que recuerdo está al fondo. Martxel y yo la seguimos.

—Pinturas de Aurken, pinturas vascas en cavernas prehistóricas…, nuestro tiempo no existe…, esencia y espíritu en unas y otras pinturas… Siento la presencia de la cervatilla que posaba —dice Ama.

El mismo desorden en el estudio. «Pensé en traer a una chica para que limpiara todo esto, pero preferí no tocar nada hasta que llegáramos», dice Ama, dando vueltas por el estudio, tocando mesas, estanterías, dibujos, telas y papeles escritos y sacudiendo los dedos para librarse del polvo. «La única limpieza que se hizo aquí fue la del sinvergüenza del sobrino para arramblar con todo lo vendible», dice. Martxel dice: «A ver, método, método… Empecemos por buscar cartulinas y telas a medio pintar y bocetos de rostros con algún parecido con nuestra muchacha. Luego busquemos papeles con nombres y direcciones, quizá encontremos la de ella». Le digo: «¿Para qué nos sirve la dirección si no sabemos su nombre?». Martxel dice: «No he dicho conseguir su nombre y también su dirección…, ¿a quién se le ocurre que he podido decir eso?…, sino conseguir direcciones. Si Aurken las guardaba, es que alguna podría ser la de la muchacha… ¡Recorreríamos las casas con un método, no como antes, a ciegas!». Ama se le acerca para darle un beso. Digo: «Yo también sabía que no podíamos ir como tontos a una sola dirección, porque no sabemos su nombre. Es algo que lo sabe cualquiera». Ama me da a mí otro beso. Recogemos cuanto hay en estanterías y en el suelo dejándolo sobre una mesa central, no al tuntún, sino ordenado: libretas con notas en un montón, papeles pintados en otro, cartulinas pintadas en otro, telas pintadas en otro. El polvo nos cubre. «Así, con método», dice Martxel de vez en cuando. Pero es Ama la que nos indica la siguiente operación, examina cuidadosamente todos y cada uno de los dibujos y bocetos de rostros. Pero nada de lo que vamos encontrando tiene el menor parecido con la neskita, nada, ni un solo rasgo. «Es increíble, increíble. ¡Había depositado tanta esperanza!», dice Ama. Toco su brazo y ella cubre mi mano con la suya. «Seguiremos, Ama, miraremos una, diez, mil veces… ¡todas!… hasta encontrarla», le digo. Y eso hacemos. Miramos y miramos. Nada. Martxel propone dejar las caras y fijarnos en las figuras, los cuerpos, los hombros, los cuellos, las manos. Ama dice: «Por suerte, Dios quiso que no dejara desnudos, sé de muy buena tinta que la hermana se los quemaba todos en la cocina. Si permitió que la neskita posara para él en este estudio fue por tener la seguridad de que jamás se quitaría ni el pañuelo del cuello, pues las verdaderas vascas nunca nos mostramos desnudas, ni siquiera al marido». Pero ¿se puede identificar a una persona por unas líneas garabateadas de su perfil, de su espalda, de su pelo o un dibujo de su pie? Caemos en otro fracaso. Crece el nerviosismo en las manos de Ama a medida que recorre inútilmente papeles y cartulinas. Dice: «No puede ser, no puede ser. Estamos cometiendo algún error, Dios no me puede abandonar en esta prueba en que he metido a una criatura con tanta fe como mi inocente hijo Jaso». Puede enfermar y luego morir y a mí no se me ocurre nada. Me pongo frente a ella y la miro y ella me mira y me dice: «Gracias, Jaso, siento que estás conmigo». Creo que va a decirme algo más, pero de pronto levanta la cabeza y dice: «¡Ya lo tengo, nos faltaba el cuadro! Llevaremos todo esto a casa y lo volveremos a revisar con el cuadro a la vista. ¡Ese era el error!». Hacemos paquetes, los atamos con cuerdas y en varios viajes escaleras abajo los cargamos en el birlocho. Ama ya no está enferma y no se morirá.

La gran mesa del comedor quedó totalmente cubierta. Ama ordenó a dos criadas que bajasen el cuadro y lo sostuvieran vertical en uno de los extremos de la mesa. Ahora tenemos a un mismo tiempo a la vista los dibujos y bocetos y la cara de la neskita. No es mejor que antes, el cuello se cansa de girar de la mesa al cuadro y al revés. Oscurece y se encienden luces. A las nueve, una de las dos criadas del cuadro se queda dormida de pie y Ama la manda a la cama. Poco después llega Román con su gran cartera de documentos, se asoma al comedor y dice: «¿Qué pasa aquí?», y Ama le dice que le sirvan la cena en su dormitorio o en la cocina, donde prefiera, y Román dice: «¿A qué están jugando ustedes?, ¿a cromos?», y se acerca a la mesa y enseguida dice: «Un tonto jueguecito bastante polvoriento», y Ama dice: «¡No es un juego sino algo mucho más serio!», respirando con agitación. Y yo digo: «¡No es un juego sino…!», pero me corta Román: «Por muy fascinante que sea esa niña no justifica la búsqueda de la real por mero capricho». «Si por tus venas corriera sangre vasca no hablarías así», dice Ama. «No hace falta haber nacido en esta tierra para sentirse vasco. Yo soy nacionalista a toda prueba, pero no puedo dejar de reírme ante el barullo que arman ustedes alrededor de ese cuadro», dice Román. «¡Juego, barullo…! ¡Por favor!, ¿eso piensas de nuestras cosas? Nunca lo confesaste hasta ahora. Creo que has bebido más de dos copas», dice Ama. «Bueno, sí…, creo que he bebido más de dos copas», dice Román. «Pero si lo ha dicho es que lo piensa, ¿verdad, Ama?», digo. «Soy un nacionalista serio, únicamente me río un poco de cómo mitifican ustedes ese cuadro. Sólo eso», dice Román. «¿Se me está acusando de que mi nacionalismo vasco no es serio? ¡Por Dios, por Dios!», dice Ama. «Usted sabe, Cristina, que yo no pienso eso de usted. Por el contrario… Mire, la verdad es que no puedo evitar que me haga un poco de gracia lo del cuadro», dice Román. «Está claro: hay que nacer vasco para entender nuestras cosas», dice Ama. «No exagere, Cristina, no exagere… Sólo me refería al cuadro», dice Román. «¡Sólo al cuadro! ¿Te parece poco? ¿Sabes lo que representa para nosotros esa chiquilla incontaminada que ves ahí?», dice Ama, señalando el cuadro con su brazo firmemente extendido. La excitación ha dilatado sus ojos. Temo por ella. ¿Por qué no la dejan en paz?, ¿por qué la hacen sufrir así? Si yo no hago algo inmediatamente podría morirse. «Sé perfectamente lo que representa… El pintor trasladó al lienzo con fidelidad a esa jovencita para ofrecernos un símbolo de lo vasco, de la raza, de todo lo que ustedes quieran… ¡Claro que sé lo que representa ese cuadro para ustedes, para mí, para todos nosotros, naturalmente…, para todos los nacionalistas! Pero viene la segunda parte: si ya disponemos de la imagen perfecta, ¿para qué correr el riesgo de toparnos con la original y que nos parezca menos perfecta? Ya sabe usted, Cristina, lo que pasa con estas cosas…, el artista, mentiroso sin proponérselo, embellece la realidad, nos ofrece una obra producto de sus propios sueños… Sin contar con que han pasado años y esa niña-modelo no será ya la misma que…», dice Román. «¿Por qué me asombro y me siento herida?, ¿o debo esperar cualquier cosa de quien no lo lleva en la sangre?», dice Ama. «Nos quedan las direcciones. Aunque, ¿qué son unas direcciones perdidas? Pero seguiremos trabajando con ellas», dice Martxel. «Nos quedan las direcciones», digo, lanzando a Román una mirada tan dura que lo pensará dos veces antes de volver a agredir a Ama. «Lo mejor que les podría ocurrir a ustedes es que descubrieran que nuestro artista no necesitó modelo real alguno para pintar su cuadro. Esa gente suele proceder así, pinta lo que imagina, lo que desea soñar…», dice Román. «¿Sin modelo, sin neskita?», dice Ama. «¿Por qué no?», dice Román. «¿Sin modelo, sin neskita?», dice Ama. «¿Por qué no, Cristina?», dice Román. Ha vuelto a las andadas, tendré que atarle corto. «No digas tonterías», dice Martxel. Ama nos mira a Martxel y a mí buscando ayuda. Yo te salvaré, Ama. «No era más que una idea», dice Román, reculando, temiendo mi furia. ¡Maldito! Román sale del comedor con su sombrero colgando de su brazo izquierdo, la cartera negra del derecho y caminando torpemente, como un gran oso, sin contestar a los lamentos de Ama: «¿Sin la modelo, sin la neskita?, ¿sin la modelo, sin la neskita?». ¡Maldito!

A Román le ha salvado de mí su huida. Martxel dice: «No permitiremos que nadie prive a Jaso de su novia», y es el primero en reanudar la búsqueda sobre la mesa. Cojo un dibujo de dos manos cruzadas visto ya mil veces y se lo acerco a Ama, diciendo: «Juraría que éstas son sus mismas manos». Ama lo mira, sonríe y me besa. La criada que sostiene el cuadro aguanta hasta casi las doce de la noche. Ama ve sus ojos caídos de sueño y le dice: «Acerca a la mesa el respaldo de una silla y retírate». Nuestras sillas son de respaldo muy alto y el cuadro puede seguir vertical sin que nadie lo sostenga. La criada se dirige a la salida y Ama le dice: «Que se acuesten todos, no os preocupéis por nuestra cena». Habría que decir a Ama que ya hemos exprimido del todo los dibujos y bocetos. Lo dice Martxel: «Ya está bien de monicacos, los meteremos en baúles con bolitas de alcanfor». Ama suspira, pero colabora con nosotros en el amontonamiento de telas, cartulinas y papeles. En una esquina de la mesa quedan las libretas y cuadernos, unos doce. Hay nombres y apellidos seguidos de direcciones, y nombres y apellidos sin nada más, y nombres solos y direcciones solas. Todo, en escasa cantidad. Una pena. El resto de las páginas escritas es mayor, y ahora no se trata de nombres y direcciones sino de textos, bien de sólo una línea o de varias páginas. Y hay partes que suenan a diario, quiero decir a diario personal, ¿se dice íntimo?, y también las leemos. «De sorprendernos haciendo esto, creo que Aurken no nos odiaría», dice Ama. Y lee: «Cada vez reduzco más mi espacio vital a este estudio». Abandoné el seminario para dedicarme a pintar la vida y actualmente no me desplazo diariamente arriba de doscientos metros, todo lo reduzco a trabajo, comida, café, tabaco y partida de mus en el bar de la esquina, y vuelta a pintar, y al final txikiteo por las Siete Calles. Y lee: «¿He malgastado los muchos o pocos talentos que recibí? ¿En qué balanzas se miden estos resultados? Aunque no habiendo creado ninguna obra memorable, poco importa ya si se debió al desperdicio de talentos o a la consecuencia natural de tener pocos». Lee durante una hora más, y ahora lee: «Envidio el puro sentimiento nacionalista de nuestros aldeanos, que lo tienen sin tener que pensarlo o incluso sin saber que lo tienen. Nosotros, los urbanos, sabemos que tenemos ese sentimiento porque lo pensamos». Ama dice: «Un poco enrevesado es este Aurken, ¿no os parece? Sus palabras nos confirman que era nacionalista, cosa que ya sabíamos». Y lee: «Hoy me he levantado con las fuerzas suficientes para poner en marcha una idea que tuve hace meses y no me atrevía a meterme con ella. Un día de sol del pasado verano fui a pasar la tarde a la costa de Getxo, y paseando por La Galea me detuve frente a las tierras de labranza de un extraño caserío que se parecía muy poco a los demás caseríos nuestros, por muy viejos que sean…». Martxel dice: «¡Sugarkea!». «No me interrumpas», dice Ama. «¿Que no te interrumpa? ¿No comprendes que quizá nos estamos acercando a la pista que buscamos?», dice Martxel. «No, no te comprendo», dice Ama. «¡Los Baskardo de Sugarkea! Simplemente, los Baskardo de Sugarkea», dice Martxel. Ama le mira y yo les miro a los dos. «¿Sabes, Ama, lo que toda la vida me ha intrigado? Que jamás menciones a esos Baskardo que viven entre nosotros y parece que no existen. Si los baserritarras representan mucho para nosotros…, ¿cómo olvidar a esa familia que vive en el caserío más antiguo de todos? Y no sólo más antiguo de Euskadi… ¡dicen queSugarkea es la vivienda humana habitada más antigua del mundo! ¡Del mundo! ¡Una casa vasca, la más vieja del mundo! ¿No te conmueve, Ama? ¿Qué te parece a ti, Jaso?». Ama sigue leyendo: «Las gentes que puedo ver son tan extrañas como su propia casa. Como hace calor, unos trabajan con el torso descubierto y otros totalmente desnudos, incluso las mujeres. ¿Cómo no les prohíbe la autoridad mostrarse así? El escaso atuendo que llevan algunos es de pieles. Manejan herramientas de otro milenio, de madera. Ellos y su casa componen algo así como el museo de una época antiquísima. ¿Quiénes son?, ¿cómo no he sabido de esa gente hasta ahora? Sin embargo, habría continuado sin más mi paseo con el simple ánimo de comentarlo después con mis amigos y, quizá, realizar con el tiempo alguna sosegada investigación, que finalmente habría olvidado, conociendo mi pereza y nula vocación por las precisiones. Pero ¡ah!, vi algo más, vi un rostro femenino de quince años que…». «¡La pista, la neskita, no puede dejar de ser ella!», dice Martxel. «Pasemos a otro cuaderno», dice Ama. «¡De ninguna manera!», dice Martxel. Pero Ama cierra el cuaderno que tiene en las manos, lo deja sobre la mesa y coge otro. Martxel coge el primero, lo abre y sigue leyendo: «… un rostro femenino de quince años que me paralizó. Podría traer aquí un rosario de adjetivos para cantar su belleza y extraer de mis conmovidas raíces históricas unas cuantas frases que explicaran, sólo con alguna aproximación, cómo despertó dentro de mí ese poso sagrado que nos pone la piel de gallina cuando algo nos lo recuerda. Estuve seguro de que me había topado con la verdadera representación de la belleza vasca». Martxel deja de leer y lanza un fuerte irrintzi. «¡La tenemos!, ¡estaba aquí mismo! ¡Jaso, vete preparando lo que le vas a decir!», dice Martxel. No puedo pensar. De modo que ha ocurrido… «¿Qué te pasa, Jaso?», dice Martxel. «¿Te sientes mal, hijo?, ¿quieres que te lleve a la cama?», dice Ama, acariciándome el rostro. «¡De aquí no se mueve nadie! ¡Este triunfo nos lo merecemos y debemos saborearlo juntos!», dice Martxel, y sigue leyendo: «Si algo alguna vez mereció ser pintado era aquel rostro. Tratándose de gente normal me habría dirigido a ellos directamente para proponérselo, pero no me arriesgué sin antes averiguar cómo tratar a esos singulares personajes. En un caserío de las inmediaciones me informaron de que se les conocía como los Baskardo de Sugarkea, que nunca hablaban con nadie, que vivían a su aire con sus propias leyes y que era mejor no acercarse a ellos. Pregunté qué pasaría si les propusiera pagarles una cantidad por tener a la muchacha como modelo, y me contestaron que esos Baskardo no conocían el dinero. Regresé a Sugarkea a intentarlo. Allí seguían. No tuve que trasponer ningún muro, valla o marca para invadir sus tierras, pues éstas carecían de delimitación. Avancé preocupado por la presumible negativa que me lanzarían. Llegué a tres pasos del grupo que trabajaba y saludé. Se incorporaron para mirarme. Supe de pronto que no nos entenderíamos, no porque leyera en sus expresiones, sino por el abismo de tiempo que sentí abierto entre ellos y yo. El rostro mágico se encontraba detrás de un hombrón de unos cuarenta años, quizá su padre, y me puse a fijarlo angustiosamente en mi retina. Entre los desnudos que me mostraban con toda naturalidad estaban los senos de la chiquilla. Les hablé, naturalmente, en euskera, y aunque yo lo había aprendido de mi abuelo, me costó entenderles, se expresaban en un euskera tan distinto, tan viejo, supongo… Pero les recogí lo suficiente para saber que la muchacha nunca posaría para mí. Con todo, en el breve y difícil intercambio de sonidos no hubo asperezas, pronunciada la primera palabra se mostraron, incluso, amigables…, aunque mi insistencia no les doblegó». Martxel se queda callado. Enseguida dice: «Dios mío». Y Ama dice: «Lo esperaba. Y lo prefiero así. El pobre Aurken sufrió un espejismo engañoso. «¿Cómo resolvió Aurken el problema? De modo que aún queda lo más importante», dice Martxel, y lee: «Al menos, el episodio ha sembrado en mí la necesidad de pintar un cuadro distinto de todos los anteriores, quizá el gran cuadro que persigo desde hace tanto tiempo. No precisará de título. Cuantos vascos lo miren sabrán lo que he depositado en él». Ahí concluye el texto de este cuaderno. Martxel se desespera: «¿Qué pasó después?, ¿cómo hizo su cuadro?». «Naturalmente, buscó y encontró a una modelo más apropiada», dice Ama. «¿Estamos seguros? ¿Y si se negó a utilizar a otra modelo que la Baskardo y la pintó de memoria? A lo mejor en otro cuaderno nos explique que fue así», dice Martxel. Obliga a Ama a seguir leyendo el resto de los cuadernos, y nos los repartimos y leemos los tres, pero resulta que él acaba leyendo los que ya hemos leído nosotros, porque no se fía. Pero Aurken ni en una sola línea vuelve a referirse al cuadro, a la modelo, a la solución que finalmente eligió. «¿Te has quedado tranquilo? Estamos como al principio…», dice Ama. «Jaso, ¿qué habrías hecho tú en su lugar?, ¿buscar a otra modelo o utilizar la memoria? ¿Qué habrías hecho tú? Me parece que pintarla de memoria y así no tener que verla una y otra vez…, ella fue la modelo, es decir, tu novia, y mañana mismo tendríamos que ir a hablarla. ¡Ya te has puesto como un tomate!», dice Martxel. «Qué tonterías dices, hijo. Esos Baskardo son fantasmas y la modelo de Aurken es algo muy real. Tendremos que seguir buscándola», dice Ama. «Es un asunto más de Jaso que de nadie, que sea él mismo quien nos diga qué siente su corazón, si ha encontrado o no a su novia», dice Martxel riendo.

Nos hemos retirado a las cinco de la madrugada, dejando en el comedor los montones de telas y papeles de Aurken, que guardarán las criadas. Sólo recogimos los cuadernos.

Oigo a Martxel. Doy un grito y oigo su risa y abro los ojos.

—Levántate, que vamos a averiguar algo importante —dice.

Está a la cabecera de mi cama con los ojos rojos de sueño. No me atrevo a hablar porque en este momento ignoro qué Martxel tengo delante, si Oiarzena es algo más que un nombre.

—Despierta, despierta… No te asustes, no pasa nada, sólo vamos a salir. Vístete —dice.

Me siento en la cama bajo su mirada impaciente. Estamos en casa de Ama, no hay duda. Martxel está vestido, pero su pelo rubio está seco y despeinado. Sacude mi brazo. «Vamos», dice. Trae mi ropa a la cama y casi me viste. No es la túnica.

—¿Qué hora es? —digo.

—¿Qué importa la hora? Hace mucho que salió el sol —dice Martxel.

Se pone en pie sobre la cama, alcanza el cuadro y lo deja bajo nuestros ojos.

—Hemos visto mil veces esta cara, pero fijémonos en ella una vez más, memoricémosla…, como acaso hiciera Aurken. Y con la imagen bien fijada vayamos a Sugarkea a averiguar si esos Baskardo la conservan. La muchacha que vio Aurken será ya mujer y su cara habrá perdido frescor, pero la reconoceremos. Si no es así, también perderíamos la esperanza de reconocer a la otra modelo en nuestros viajes —dice Martxel.

Me obliga a seguirle escaleras abajo a la carrera. Ama nos sale al paso.

—¿Adónde vais, locos? Os convendría haber dormido hasta el mediodía —dice.

—Nada más que ir y venir —dice Martxel.

—Sólo ir y venir —digo.

—¿Adónde? —dice Ama.

Nos sigue hasta la puerta del jardín.

—Dejadlo, ¿me oís? ¡Dejadlo, dejadlo! —dice.

—Tranquila, Ama —dice Martxel.

—Tranquila, Ama —digo.

Martxel no anda, corre, y yo a su altura con la lengua fuera.

—Ama sabe adónde vamos y no quiere —digo.

—Sí, quizá le demos una mala noticia —dice Martxel.

—¿Es que no te importa darle a Ama una mala noticia? —digo.

—Lo que no comprendo es por qué una buena noticia para nosotros ha de ser mala para ella. ¿Qué le han hecho esos Baskardo?, ¿acaso no son Baskardo como nosotros? Hay más Baskardos por ahí, ellos no son los únicos…, pero sí los primeros, según las leyendas. ¿Dónde hemos oído estas leyendas, Jaso? No en casa, no de boca de Ama —dice Martxel.

—Ama no quiere que vayamos —digo.

—Escucha, hermano, hermanito: si yo supiera por qué Ama no quiere que vayamos, no iría. Si quiere a la modelo del cuadro hay que avanzar sin miedo hasta donde sea preciso. ¿Por qué le da miedo avanzar demasiado? —dice Martxel.

—Ama es Ama —digo.

Casi se juntan el bosque de pinos y las tierras de Sugarkea. Martxel y yo nos sentamos en esa frontera, sin abandonar el refugio del bosque. ¿Se puede llamar caserío a la choza baja de barro y piedras de esos Baskardo? Ni siquiera tiene chimenea, sólo un agujero en el techo de ramaje, del que ahora sale un humo blanco. ¿Son personas las figuras que trajinan ahí enfrente, unas desnudas y otras con pocas pieles? Tanto hombres como mujeres llevan cabellos muy largos y grasientos. Todos van descalzos.

—Increíble, increíble… Supongo que fuimos así y que lo malo de ellos es que siguen vivos y sin cambiar en una época que no es la suya. ¿Por qué siguen vivos y estancados y por qué Getxo les hace el vacío? ¿Quién hace el vacío a quién? No comparto que sus mujeres no se cubran los senos, porque pienso en Andrea… —dice Martxel.

Si Oiarzena no existió, ¿por qué no se me olvida?

En el grupo hay dos muchachas. Martxel y yo no les quitamos ojo para verles las caras. Ahora se separan del grupo y se agachan en un cuadro de plantitas de fresa y arrancan a mano las yerbas malas. Martxel se mueve, inquieto, porque entre la distancia, un muro de zarzas que se interpone y las matas de pelo de las muchachas, no es posible verlas bien. Martxel me hace una seña y salimos sigilosamente medio agachados, buscando un mejor puesto de observación. Hemos perdido el refugio del bosque. De pronto, se incorpora.

—¡A la porra, que nos vean! Sígueme —dice.

Avanzamos por el límite de las huertas de los Baskardo hasta sentarnos en lo alto de una pequeña muña. Tenemos más próximas a las muchachas, que trabajan agachadas y en silencio. «Son increíbles», dice Martxel. Más lejos, se mueven otras figuras, un niño dando de comer a un par de jabatos y a unas gallinas en sendos cercados de cañas, una mujer maniobrando en una colmena colgada de la rama de una higuera, dos hombres removiendo con gruesos palos tierra de labranza y un tercero sacando estiércol de ganado de la choza, que es más grande de lo que parecía, y depositándolo en la tierra recién abierta. Veo plantaciones de mijo, maíz, patata, trigo y otras, todas bien cuidadas, pues a esta gente se la ve siempre trabajando y como ni siquiera guardan fiesta los domingos ni pierden su tiempo en ir a misa… «Fíjate en esa anciana que sale ahora», dice Martxel. La veo. Su cara es la más vieja que he visto en mi vida, aunque su cuerpo es tieso, grande y de movimientos jóvenes. «Son increíbles… ¿Te has fijado en esos jabalíes?», dice Martxel. Voy a hablar, pero las muchachas nos han visto.

—No te vayas, Jaso. A Aurken también le vieron —dice Martxel.

Las muchachas se levantan y vienen hacia nosotros con algo en sus manos.

—¡Por Dios, Martxel! —digo.

—Preocúpate sólo de mirar sus caras y te olvidarás de su desnudez —dice Martxel.

—Ama no quería que viniéramos —digo.

—Yo tampoco estoy frente a ellas por gusto. Sus caras, Jaso, sus caras, piensa sólo en sus caras —dice Martxel.

Las muchachas se detienen a un paso de nosotros y nos tienden sus brazos ofreciéndonos fresas en los cuencos de sus manos. «Nunca lo habría imaginado», creo que oigo decir a Martxel. Creo que toma fresas y creo que me invita con gestos a hacer lo mismo. Es a él al único a quien miro. El sí que mira a las muchachas. «¿Qué te pasa, Jaso?», le oigo.

Al abrir los ojos veo a Martxel a mi lado, propinándome suaves sopapos en las mejillas. «Vamos, vamos, ¿cuándo vas a aprender a vivir?», dice. Aún estamos en La Galea, pero ahora encima de la playa de Arrigúnaga. «Te has desmayado. No probaste ni una fresa. Te guardé algunas, pues fresas así no has probado nunca. ¿Cómo se las arreglan estos Baskardo? Son los mejores pescadores y cazadores y hortelanos y quién sabe en cuántas cosas serán también mejores», dice. Va introduciendo las fresas una a una en mi boca. Las mastico y dudo de que sean tan buenas como asegura. «Siempre serás un niño», dice. «¿Existen actualmente venados en Getxo o proximidades? Todas las gentes con sentido común jurarán que no. Pues bien: de tarde en tarde se puede ver a alguno de estos Baskardo regresar a su Sugarkea con un ciervo o algo semejante al hombro y un arco y flechas en la mano. Suena a mentira o a broma, suena a… ¡increíble!, pero ocurre, los han visto. ¡Arco y flechas, todavía!», dice.

No quiero pensar en estas cosas y Martxel debería hacer lo mismo. ¿Por qué machaca sobre ello? La verdad es que él no empezó, fue Aurken con sus notas. Al menos, ahora ya sabemos adonde no tenemos que ir a buscar a la modelo.

—¿Y bien? —dice Martxel.

—¿Eh? —digo.

Quiero incorporarme, pero él pone su mano abierta sobre mi pecho.

—Sigue tendido, es mejor… Esas muchachas…, ¿qué me dices de sus caritas, Jaso? Tienen tanto parecido con la del cuadro que por fuerza nuestros tanteos han de encaminarse por ahí. La de cabellos rubios pudo ser perfectamente la modelo. Las diferencias han de atribuirse al paso del tiempo, porque suponiendo que ella hubiera sido la modelo, hoy ya no tiene esa edad… ¿Qué edad puede tener ahora? Unos treinta y cinco, más o menos, una edad acorde con los veinte años que habrán transcurrido desde la realización del cuadro, en el que vemos a una neskita de quince o dieciséis… Tú, Jaso, con tus cuarenta, bien que podrías emparejarte… ¡Por Dios, olvídalo, era una broma!… Todo encaja, pues, excepto una cosa: que el propio Aurken dejó escrito que su modelo no fue la niña que vio en Sugarkea… Sin embargo, cabe que no fuera su modelo vivo…, pero sí el muerto. Quiero decir, su recuerdo, el recuerdo del rostro… En cualquier caso, hermanito, nunca hemos estado tan cerca de la verdadera modelo, la inspiración de Aurken nació aquí, de la contemplación de un rostro de Sugarkea, la esencia que buscó en otro rostro de quién sabe dónde… Y, ¿por qué no?, acaso lo fue encontrando a medida que trabajaba su cuadro de memoria, hasta que, ¡de pronto!, apareció en la tela la modelo viva que no pudo conseguir… ¡Se hizo con la modelo cuando ya no le hacía falta porque ya la había pintado! Y entonces tendríamos a una neskita ideal producto de algo así como de un sueño —dice Martxel.

—Ama dice que Aurken copió una cara que veía, no lo olvides —digo.

—¡Las veía tanto a una como a otra! Sólo que a la de la memoria la pudo enriquecer añadiéndole rasgos idealizados…, el impacto que le produjo la visión del rostro de Sugarkea le perseguiría en su búsqueda posterior.

La única salida que le quedó fue buscar otra modelo… ¡pues ya no podía dejar de hacer el cuadro! Buscó, Jaso, buscó, lo mismo que nosotros ahora, con la ventaja para él de que buscaba dentro de un mismo tiempo y nosotros no.

Calla. Mira a lo lejos, al horizonte del mar, pero sé que no ve nada. Le ocurre últimamente. El Martxel de antes era tan fuerte que su mirada nunca quedaba perdida. ¿Qué piensa detrás de esos ojos abiertos que no ven nada? Te juro, Martxel, que por Andrea no ha pasado ningún tiempo, que sigue siendo la misma del cañaveral de Altubena. Jamás le mencionaré el odioso tiempo que pasa, ni la palabra años, ni calendario, como no le menciono Oiarzena, ese tiempo que nunca existió. Le diré que debemos ir a pedir la mano de Andrea, sin prisa, porque el tiempo no se mueve. «Es domingo y Andrea te espera en el cañaveral», le diré.

—He visto a Andrea en Algorta con sus cuadernos de la escuela —digo.

Por fin, se vuelve y me mira con otros ojos.

—Yo tengo a Andrea, pero tú no tienes a la tuya. El cuero de nuestras botas ya está blando y a punto para trotar por ahí —dice Martxel.