Asier Altube

Hasta 1933 ni siquiera don Manuel había considerado seriamente la curiosa atención que Ella dedicó a La Venta en ocasiones muy espaciadas de los cuarenta años precedentes, y eso que Getxo contó con sucesos que merecieron más de un asombro. Fue en ese año, al resucitar Ella la Fundación pro Defensa de La Venta de San Baskardo, cuando se recordó que la tal Fundación ya existía veinticinco años atrás, y precisamente fundada por ella. El descuido lo atribuyó don Manuel a que fueron demasiados años para hechos tan escasos y considerados entonces poco relevantes; y a que en los inicios de su noviazgo con La Venta —como acabaría llamando a aquello— ocurrieron las interferencias de las visitas anuales del cochero de la mujer a la mansión de Camilo Baskardo exigiendo el 25% de sus acciones de Altos Hornos del Nervión y los sucesivos incrementos del 1% anual a medida que el padre de Efrén se iba negando a esa capitulación.

De modo que fue en 1933 cuando el Ayuntamiento removió aquel asunto al decidir en Pleno proceder a la restauración de La Venta. En el atardecer del mismo día en que el pregonero difundió la noticia de la convocatoria del concurso por las plazas del municipio, Ella ya estaba convocando a los antiguos miembros de la Fundación pro Defensa de La Venta de San Baskardo enviándoles recados a sus casas por medio de su cochero.

—Habían transcurrido veinticinco años…, veintiséis para ser exactos…, y esa mujer aún recordaba los nombres y apellidos de todos —contaba don Manuel—. Sé que no es ninguna proeza recordar los nombres y apellidos de quienes viven en tu propia y pequeña comunidad, ¡pero es que Ella nunca perteneció a nuestra comunidad! Quiero decir que nunca se mezcló con nosotros, nunca nos habló, nunca saludó en las contadísimas ocasiones en que se cruzó con alguien en un camino. Nunca existimos para ella como personas. Sin embargo, volvió a acudir a nosotros, como en aquella primera ocasión en que nos necesitó, en 1907. Parecía tratarse de que ninguna obra de restauración, por bienintencionada que fuera, profanara la vieja Venta. Tal fue el espíritu que inspiró la convocatoria, el espíritu con el que Ella arrastró, en las dos ocasiones, a varias docenas de hombres de San Baskardo. Porque si en 1933 iba a ser una auténtica obra de restauración, quiero decir, una labor general tanto en el interior como en el exterior, no así en 1907, en que don Eulogio del Pesebre tuvo un único objetivo: el mostrador, arrancarlo de su emplazamiento actual para trasladarlo a su iglesia y convertirlo en altar, incorporándose así a la centenaria obsesión de todos los párrocos de San Baskardo desde el tiempo de construcción de la iglesia, arrastrados por la vieja leyenda del barco que naufragó ante la playa cuando transportaba el altar para la basílica de San Pedro de Roma. En 1907 yo tenía catorce años…

—El chico de las llamas —murmuré.

—… y vivía la conmoción de aquella profunda cacería, y creo que don Eulogio tampoco se vio libre de sus repercusiones, una mezcla del convencimiento de haber sido visitado por veintiocho diablos enviados por Satanás para desencadenar nuestras pasiones, y la urgencia de reparar ante Dios aquella caída de Getxo. El, como todos, nunca alcanzaría a tocar la verdadera naturaleza de esa caída… Luego estaba el mostrador, o quizá el mostrador ocupó siempre el primer lugar y lo otro sólo fueron justificaciones. Su instalación en la iglesia apareció como la ineludible ofrenda que nuestra comunidad le debía al Señor. Don Eulogio habló con el alcalde y le dio una cuadrilla de obreros para proceder al traslado… ¿Acaso ignoraba la leyenda sobre Etxe y Larreko y el mostrador?, ¿que ni los bueyes de Larreko pudieron, hace siglos, moverlo de donde estuvo y aún estaba, de modo que él fue lo primero, el origen de La Venta?… El alcalde sintió que le acababa de colocar en el centro del conflicto legendario que tenía pididos a mujeres y a hombres, ellas apoyando la conversión del mostrador en altar y ellos que siguiera de mostrador. El problema del alcalde no se redujo al simple de tomar partido por uno u otro bando (ya pertenecía al de los hombres felices de disponer de una meseta para apoyar los codos y los vasos), sino el de expresarlo. No era el único en semejante aprieto, frecuentando La Venta pero soslayando, ante la esposa, el romper abiertamente una lanza por el mostrador. Recordó a don Eulogio que ni siquiera la invencible pareja de bueyes de aquel Larreko pudo mover el tremendo tocho de madera de plomo —cuando todavía nadie sospechaba que se convertiría en mostrador— para llevárselo a casa, y por eso seguía allí. «¡Emplearemos todas las parejas juntas que hagan falta!», replicó don Eulogio. El alcalde gastó su último cartucho: «¿Y si después de la demolición los bueyes no lo mueven?». «¡Imposible! El Señor sabe que ese mueble acabaría en troncos para el fuego en casa de Larreko, pero que en Su Casa será Altar», sentenció don Eulogio.

—Ella no se enfrentó a todos nosotros —señalé en cierta ocasión, antes de 1969, año de su fallecimiento y de la revelación del increíble móvil (¿por qué increíble tratándose de una mujer así? Resultó absolutamente coherente, al menos considerando la radical opinión que don Manuel tuvo siempre de ella) que la llevó a promover la defensa de una reliquia sólo venerada por un pueblo con el que jamás tuvo nada en común—, Al enfrentarse a la Iglesia se ponía del lado de medio Getxo. Y no era su estilo. ¿Qué le pudo mover a…?, ¿qué coño le importaba a ella La Venta?

—Eso vendrá después… —proseguía don Manuel—. Además, el alcalde comenzó a sufrir la presión de su esposa. Surgió de improviso un sordo movimiento femenil. Sí, sordo, no se oyó en la calle, sólo en el interior de las casas. Arremetiendo contra el mostrador, las mujeres de Getxo desnudaron sus celos seculares… Alcalde y concejales silenciaron su pasión, como si allí se ventilara la existencia de un amor extra-conyugal, y el pregonero leyó el aviso del inminente Pleno de la Corporación.

En nuestra larga posguerra, don Manuel me habló en varias ocasiones de la peripecia que vivió Ella para crear su Fundación. Hasta entonces, nadie recordaba que hubiera habido necesidad de mover un dedo para preservar un bien histórico heredado de nuestros antepasados. Hay unanimidad en sostener que su primer paso fue personarse en La Venta a una hora desacostumbrada para ella (llevaba doce años, desde que la abandonó, en 1895, visitándola una vez por semana para pedir un vaso de agua. «No a beber un vaso de agua sino sólo a pedirlo», puntualizaba don Manuel. «El que luego se lo bebiera no cambia nada. Se lo bebería por una exacerbada sensibilidad hacia todo valor desperdiciado. Iba a otra cosa. ¿A qué? La Venta no era un descanso en su paseo mañanero; Ella nunca paseó, nunca perdió su tiempo en cosa tan inútil. Visitaba La Venta por una razón. ¿Cuál?), porque hasta entonces lo hizo siempre por la mañana, y temprano, habiendo poca gente o nadie. Si aquel día se presentó al atardecer fue para disponer de audiencia. Nunca saludó al ir por su vaso de agua: sencillamente, lo pedía; y ello sólo en los primeros meses, pues llegó el tiempo en que no habló ni para eso y Zacarías Ermo le servía el vaso y lo siguió poniendo semana tras semana sobre el mostrador en los años siguientes».

Tampoco saludó en aquella ocasión. Cesó la cháchara y se hizo el silencio. Tiesa, seca, sombra enlutada, era la personificación de lo impenetrable. Zacarías Ermo comprendió desde el primer momento que no venía por su vaso, aunque también se lo sirvió. Ella recorrió con su mirada de búho todos los rostros. «Nos quieren quitar esto», rompió a hablar, provocando un leve sobresalto: nunca habían oído su voz y nunca habían imaginado que se la oirían defendiendo una causa común. «Quieren llevarse de aquí este mostrador. Para sacarlo tendrán que romper La Venta. Sería como destruir Getxo. ¿Podría recomponerse Getxo hasta dejarlo como estaba? Las cosas únicas sólo pueden hacerse una vez. Cada uno de nosotros sólo puede nacer una vez». Hablaba su mismo lenguaje, incluso con las mismas palabras. Las dos docenas de hombres habían estado dándole vueltas al inesperado tema bombeado por el pregonero desde un par de horas antes, y su confusión no era el estado de ánimo más propicio para aceptar de pronto a la mujer como compadre en el asunto de La Venta. Descubrieron que la preferían en su condición de forastera y extraña, para no perder la costumbre. «Nos habíamos hecho a tenerla enfrente y el cambio nos cogió desprevenidos», decía don Manuel. «Y al saberla en nuestro mismo bando nos obligó a dudar de si estábamos en el bando bueno. De manera que, en adelante, al conflicto con Ella hubimos de añadir un segundo: el de Ella y La Venta. No nos libramos en años de la incertidumbre, nos hizo perder nuestra fe en La Venta. ¿Te das cuenta, Asier? Socavó uno de nuestros pilares». «No se lo propuso, nunca y en nada se propuso agredimos como plaga bíblica. Se trataba del hambre con que llegó a nosotros, no nosotros», insistía yo. «Hubo hechos y aquel de La Venta fue uno de ellos. ¡Nos obligó a cuestionarnos nuestra Venta, Asier! ¡Nuestra Venta!», clamaba él.

Aquellos hombres, pues, en las últimas dos horas no habían abrigado la menor duda acerca de la herejía que significaba el traslado del mostrador, es decir, su pérdida. Pero la escucharon a Ella y todo cambió. Se preguntaron con las miradas: «¿Tanta falta le hace este mostrador a su vaso de agua?». Al cabo, la mujer dio un paso más: «Haremos algo», dijo. En realidad, se lo ordenó, anunciándoles que harían algo que aún no habían decidido, y en el mismo torrente de palabras siguieron escuchando su destino: «Unámonos, formemos un frente, recojamos nombres para registrar una Fundación pro Defensa de La Venta de San Baskardo». Aquella mujer, que ni siquiera tuvo nunca en Getxo un nombre, ya tenía uno para bautizar la guerra que les estaba proponiendo-ordenando. Lo que les dejaba inermes era la forzosa aceptación de que esas palabras contenían su mismo pensamiento y la misma acción que ellos hubieran deseado emprender de haber dispuesto del suficiente coraje para enfrentarse al medio Getxo de otro sexo. Ellos solos jamás se habrían organizado en un movimiento, se habrían limitado a quedarse con las bocas secas maldiciendo al Ayuntamiento por ceder ante el cura. Así, pues, a Ella se lo tuvieron que agradecer. La mitad de los presentes le entregó allí mismo sus nombres y apellidos y Ella sacó una libreta y los apuntó cuidadosamente con una letra primeriza y estrafalaria. Y, en los días siguientes, continuó personándose en La Venta a la misma hora con su libreta y apurando el vaso de agua que Zacarías Ermo le servía en un rito silencioso. Permanecía cosa de una hora a un extremo del mostrador, inmóvil, esperando como una araña a sus presas y pronunciando, en un momento bien elegido de esa hora, unas pocas palabras nuevas de un único discurso del que parecía desprenderse por entregas. Lo inteligente, por su parte, no sólo fueron las eficaces ideas que vertía sino las escasas palabras que necesitaba para machacar con ellas a sus oyentes. Apostillaba don Manuel: «Debe tomarse lo suyo como una lección magistral para políticos que despolitizan a la gente con su diarrea oratoria. Pudo constituir lo único bueno que nos dejara. Pero, quizá, ni un solo político actual se ha preocupado de estudiarla».

En lenta gotera, Ella fue sumando nombres y apellidos a su libreta. Sólo quedó esperar a que la cuadrilla de obreros empezara la demolición de una pared de La Venta. Como ésta era propiedad del Ayuntamiento, él mismo se otorgó el permiso de obra. El que no le pertenecía en absoluto era el mostrador, y su descarada pretensión puso de nuevo en marcha el delirio de apuestas que, de tiempo en tiempo, rebrotaba sobre si eran Etxe o Larreko los dueños del mostrador, uno por haberlo visto el primero en la playa y otro por haberlo subido con sus bueyes hasta la Campa del Roble. En esta ocasión, al simple paroxismo de las apuestas se añadía el señuelo de un cuarto optante: el propio Ayuntamiento. Porque el tercero era Dios. ¿A quién pertenecía el mostrador?, ¿a Etxe, a Larreko, al Ayuntamiento o a Dios?

El más atribulado por los acontecimientos era Zacarías Ermo, aunque su motivo no era sentimental sino mercantil. «¿Por qué se me deja de lado?», protestaba. «¿No tengo tanto derecho al mostrador como Etxe, Larreko, el Ayuntamiento o Dios, o todos juntos? Mi familia lleva siglos al pie de esta madera. ¡Un Ermo construyó esta Venta con sus propias manos! Por un capricho del cura mi familia se quedará sin pan. ¿No tengo más derecho que nadie a este hijo mío?». Le contestaban: «Tú eres Zacarías Ermo». Querían recordarle que él ni era ni no era dueño del mostrador, sino que era el mostrador. ¿Se puede separar al confesor de su confesonario?

Zacarías Ermo fue uno de los primeros en registrarse en la Fundación pro Defensa de La Venta de San Baskardo. Y en registrar a Fermina, su mujer, y a sus hijos, Zacarías y Joseba. A su mujer, no sólo por hacer número: se adelantó a todos en el apercibimiento de que, tanto como don Eulogio, el enemigo era el otro sexo. La Fundación necesitaba hombres, sí, pero también mujeres comprensivas con los hombres. Al dictar a Ella los cuatro nombres, se llevó la gran sorpresa: no era el de su Fermina el primero de mujer en aquella lista, le antecedía otro, el de Fabiola Baskardo.

—Bueno, la cosa no quedó tan clara —comentaba don Manuel—, porque Fabiola no pisó La Venta en aquellos días y nadie fue testigo de su solicitud de inscripción. Quizá Ella, durante unos días, nos engañara para prestigiar su lista, o Fabiola la abordara fuera de aquella oficina de registros; los episodios que siguieron mostraron a una Fabiola poseída del espíritu de la Fundación; de modo que únicamente quedó el preguntarnos por qué lo hizo. Entiendo que por desquite, por rebelión contra los suyos. Y aquí entra tu tío Roque con su sindicato y la nueva filosofia de vida con que regresó a Getxo Moisés Baskardo… Fabiola vivía sus primeros años de frustración, su príncipe azul resultó un castrado. Me la imagino renegando de aquella legalidad que le había destruido, buscando alguna forma de trasgresión. Simpatizó con el fantasmal sindicato porque se enfrentaba a los intereses de su madre y de todo un mundo explotador del que ella era producto; abrazó ciegamente el hedonismo de su hermano, dio suelta a sus impulsos reprimidos por ese mundo represor…

—No sólo había odio, también se amaba a sí misma y a… Buscando su salvación tuvo una hija de mi tío…

—Claro, claro… No pretendía meterme en profundidades… Se sumó al proyecto de Ella por pura rebelión contra Cristina…, sin advertir que se pasaba al bando de quien en 1905 había dado vía libre a su destrucción forzando su boda… Pero allí estaba, defendiendo el mostrador contra lo instituido, no sólo codo a codo con Ella sino con tu tío, es decir, con su sindicato…

—O, simplemente, con mi tío…

En una de aquellas permanencias de una hora en La Venta, se le acercó mi tío Roque para apuntarse con los miembros de su sindicato, Bertol Sangroniz, Lander Bukua y los demás. Al concluir Ella de inscribirlos, mi tío se encaró con Zacarías Ermo. «No te alegres del pellejo para adentro», le dijo, «porque nuestro sindicato no quiere el mostrador para ti sino para el pueblo. Lo que ocurre es que si don Eulogio lo clava en su iglesia, ni con bombas lo podría sacar de allí el sindicato». «Os lo agradezco igualmente», sonrió Zacarías Ermo.

Así las cosas, un par de semanas después irrumpió en La Venta una cara desconocida, un hombrón con el aire denso inequívoco de los contratistas de obras, acompañado de un ayudante pequeño portando el metro amarillo plegable y la plomada. Preguntó si aquélla era La Venta de San Baskardo y tomó las medidas del mostrador y luego salió y dio vueltas al edificio hasta elegir la fachada de la puerta y marcarla con dos enérgicos trazos en cruz a tiza. «Por aquí lo sacaremos», gruñó. «¿Qué quiere sacar, pues?», preguntó Zacarías Ermo, y él y los presentes se sintieron algo tontos. «Este mocordo tan grande», contestó el hombrón dando una patada a los bajos del mostrador. «¿Quiere robarme esto de mi establecimiento?». «Es una embajada del alcalde. Ahora voy a la iglesia a ver por dónde lo meto. Es la que se ve ahí arriba, ¿no?». A su regreso les informó de que no se preocuparan, que no sería necesario tocar una sola piedra de la iglesia, que su entrada era ancha y alta y los bueyes y la cosa —ahora no dijo mocordo— pasarían bien. Ya había empezado a retirarse por el paseo del Ángel, cuando se volvió a los que le miraban desde la puerta de La Venta. «¿Tenéis mostrador de repuesto? Yo os podría hacer uno en dos semanas. Más elegante, como los de los bares de París», les dijo.

Minutos después llegaba Ella en su carruaje y alguien le explicó lo que pasaba. «¿Por dónde se ha ido ese hombre?», preguntó, y el birlocho fue tras él. Regresó al poco. No se atrevieron a preguntarle a Ella, pero sí al cochero, y éste contó: «La señora les dijo que estaban perdiendo el tiempo, que hasta las próximas navidades el dueño del mostrador no era el alcalde sino Zacarías Ermo». «¡Claro, hasta que termine la concesión y haya nueva subasta! ¡Claro!», exclamó Zacarías Ermo golpeándose la cabeza con los puños. «¿Cómo no se me había ocurrido?

»—El prestigio de esa mujer entre nosotros se debe, en gran medida, a que siempre superó incluso a los Ermo en perspicacia marrullera —pontificaba don Manuel.

Una semana después regresó el hombrón al frente de una cuadrilla de peones con mazas, pero tropezaron con un muro de doce hombres apostados frente a la cruz de tiza. «Vengo a hacer el trabajo que he contratado con el alcalde», advirtió el hombrón. «Denunciaré al alcalde por atentar contra una propiedad privada», expuso secamente Zacarías Ermo. El hombrón comprendió que el grupo de enfrente estaba resuelto a la violencia. Se retiró con los suyos. Al día siguiente repitió visita, esta vez acompañado de seis municipales al mando de Pacho Tranquilo. Pero, ahora, el muro no era de doce hombres sino de cuarenta, prácticamente la Fundación pro Defensa de La Venta de San Baskardo en pleno, pues en primera línea se encontraban Zacarías Ermo con su prole, Fabiola Baskardo, mi tío Roque con su gente del sindicato, e incluso Ella con un notario. «Despejad, despejad», empezó ordenando Pacho Tranquilo, antes de descubrir que, de los tres rostros de mujer, dos pertenecían a la otra dimensión. «Despejen, despejen…, si no les molesta», añadió. «Pueden quedarse a mirar». Las filas se cerraron y la cuadrilla de las porras no pudo pasar. Sin alterarse, Pacho Tranquilo empezó a predicar advertencias y consejos, hasta que del grupo salió una voz: «¡Parece mentira que uno que moja la garganta aquí se ponga con el cura!», arrebatando a Pacho Tranquilo la poca fe que tenía en su guerra. Entonces intervino el notario: «Es ilegal, alguien se lo tiene que decir al alcalde, que lo ignora». Al alguacil se le abrió el cielo: «A mí no me creería, pero si usted me acompaña…», pidió. El notario se volvió a Ella. «Vaya», le concedió la mujer. Ambos partieron hacia el Ayuntamiento, que desde hacía cuatro años estaba en un edificio nuevo en Algorta.

Sin una palabra, Ella subió al birlocho y desapareció. Había desaprovechado una nueva ocasión de permitirse algún mínimo detalle amistoso con la comunidad.

—Nos necesitó y nos usó, sencillamente —exponía don Manuel—. Los sesenta minutos diarios que por entonces permanecía en La Venta, no era ella la que estaba allí sino su libreta. Ni se incorporaba a ninguna conversación ni los demás se atrevían a dirigirle la palabra. Era una situación que estaba de más, que no tenía que haberse producido. ¡Si, al menos, hubiera bebido vino, como todos, en vez de agua! Mientras, los asiduos se preguntaban qué coño le importaba a Ella La Venta. Sin embargo, creó ese movimiento para proteger algo muy nuestro. Pero ¡por Dios!, ¿qué coño le importaba a Ella La Venta?

—También disponía de una tradición…

—¿Tradición?

—La regentó durante seis años, en tiempos muy difíciles para ella, sus comienzos entre nosotros… Allí se casó, allí empezó a educar a su pequeño Efrén… De modo que en 1907 La Venta ya sería para ella querida tradición, incluido su mostrador, naturalmente. Hay que concedérselo…

—Hum, había algo más.

—Estamos en 1933, la dejó voluntariamente cuarenta años, y en este tiempo no ha intentado utilizarla y es claro que ya nunca la necesitará. Desea que continúe tal como la vivió. Pura nostalgia.

—Hmm…

En tanto el hombrón y su cuadrilla esperaban el regreso de Pacho Tranquilo y el notario con la última decisión del alcalde, los dos bandos pasaron con naturalidad al interior de La Venta y sus codos gastaron un poco más la superficie del mostrador, sobre el que confraternizaron. Zacarías Ermo estaba haciendo buena caja y fue al que más le importunó la repentina aparición de don Eulogio, exclamando:

—¿Qué pasa aquí?

Se encaró con el hombrón.

—¡Este muro tenía que estar ya derribado! —siguió exclamando.

—Espero nuevas órdenes del alcalde —dijo el hombrón.

—¡Ni alcalde ni pepinos! ¡Al alcalde y a usted les ordena Dios y Dios ordena que se derribe inmediatamente este muro!

Fabiola se adelantó. Estaba bebiendo vino con los hombres, es decir, violando otra norma para las mujeres. Pero se mostró al cura con el vaso en la mano.

—Hasta las próximas navidades, don Eulogio, La Venta y cuanto contiene pertenecen a Zacarías Ermo. Es lo que dice la ley —dijo con una sonrisa.

—¡No hay más ley que la de Dios! —La fulminó con la mirada—. ¿Qué haces tú aquí? No es sitio para una mujer y menos siendo Baskardo.

—Acérquese usted al mostrador, le invitamos a un vaso de vino —siguió sonriendo Fabiola.

—El único vino que yo tomo es el de la misa —masculló don Eulogio.

La Campa del Roble se había ido llenando de curiosos: mujeres que incluso confiaban en asistir al desmantelamiento de La Venta —cabía el que los hombres rechazaran otro mostrador que Zacarías Ermo les llevara en sustitución del original—, hombres que aún no se habían atrevido a pertenecer a la Fundación, excepto algún despreciable abstemio.

—Al menos, préstame a tus hombres para empezar a mover el altar de mi iglesia, así no perderemos tiempo —dijo don Eulogio al hombrón.

Nunca sabremos si hubiera sido complacido, porque entonces se oyó: «¡Ahí llega Pacho!», y el jefe de los municipales pisó la Campa del Roble con una expresión ambigua. Descubrió a don Eulogio y entendió que a él le debía la información.

—Hasta fin de año, nada —musitó a un paso del cura, aguantando su mirada centelleante.

—¡Ya hemos esperado demasiado, llevamos siglos en deuda con Dios! ¡El altar de San Pedro de Roma ha de ser instalado en nuestra iglesia de Getxo! ¡Concluya para siempre su profanación! —exclamó don Eulogio.

—El notario le dijo al alcalde que no podía ser y el alcalde me dijo a mí que no podía ser y que mandara a todo el mundo a casa —dijo Pacho Tranquilo.

—Ahora mismo hablaré yo con el alcalde —profetizó don Eulogio.

Uno de la Campa del Roble le prestò su caballo. Mucha gente se retiró, entendiendo que el Ayuntamiento no claudicaría ante la Iglesia, sobre todo faltando tan pocas semanas para que prescribiera la concesión de Zacarías Ermo.

En realidad, las que se marcharon fueron casi exclusivamente mujeres, reclamadas por sus cocinas, y entonces los hombres se acercaron a la puerta de La Venta a recoger el cotorreo que acababa de estallar, no demasiado estridente, como si las gargantas se reservaran para más adelante, como si aquello fuera un simple prólogo. Quizá se trató de un temor a reproducir el secular torbellino de las apuestas, pavor a la responsabilidad de poner de nuevo en marcha la locura sin fin en la que tantas horas tontas habían perdido los getxotarras y tantas familias se arruinarían en un futuro indeterminado, cuando las Juntas de Gernika se pronunciaran, a través de una nueva ley a incluir en los Fueros, sobre a quién pertenecían las cosas aparecidas en la playa, si a quien primero las viera o a quien las subiera al pueblo, es decir, si el mostrador de La Venta, aparecido en la playa hacia el siglo XII, pertenecía a Etxe o a Larreko.

Pues no era otro el tema irremediable que se mojaba en La Venta, con el atractivo adicional de una nueva baza, un litigante más, el Ayuntamiento, que hacía el quinto con los consabidos de Etxe, Larreko, Zacarías Ermo y Dios, aunque en esta ocasión el lugar de Dios lo ocupaba don Eulogio, que venía a ser lo mismo y sonaba menos irreverente. ¿Quién tenía más derecho a poseer el mostrador: Etxe, Larreko, Zacarías Ermo, don Eulogio o el Ayuntamiento? La eterna peste. Sería difícil precisar en qué tiempo pasado había ocurrido el último gran cruce de apuestas sobre la cuestión. No todas las generaciones tenían la suerte o el infortunio de enzarzarse en uno de estos zuriburis: transcurría, a veces, casi medio siglo entre uno y otro. Sí que se producían duelos menores de uno contra uno, incapaces de perturbar a la comunidad, porque los duelos mayores llegaban a trastocar todo el tejido social y Getxo amanecía diferente, cruzado y descruzado por unos envites tan fuertes que corroían las haciendas hasta límites de exterminio, por acumularse a los viejos compromisos que arrastraban las familias, los caseríos, y todos juntos, alguna vez —cuando las Juntas se atrevieran a mojarse— habrían de hacer frente a un veredicto que daría la razón bien a los que, a partir del siglo XII, venían apostando a que las cosas halladas en la playa pertenecían a quien primero las viera, o, por el contrario, a quien las subiera al pueblo. Medio Getxo quedaría arruinado por el otro medio y, posiblemente, aquí radicaba la causa de que las Juntas demoraran el pronunciarse. Aunque la incorporación a los Fueros de la nueva ley sólo arreglaría una parte del problema, la de la playa, la primera, no la segunda, la que arrancaba no sólo de la instalación del mostrador por Larreko en la Campa del Roble sino, principalmente, del levantamiento a su alrededor de unas paredes por el Ermo de aquel tiempo.

—De modo que, tras una espera de siglos, las Juntas no arreglarían nada —razonaba don Manuel—. O casi nada… ¿Acaso ha llegado hasta nosotros una incontaminada prueba Etxe-Larreko, la pura, la primitiva, con la que empezó todo, la que únicamente consideró a un Etxe primer descubridor del tocho entre las nieblas del amanecer en la playa, y a un Larreko cuyos bueyes fueron capaces de arrastrarlo hasta la Campa del Roble? No. Pronto la prostituyeron: primero, fue el Ermo al levantar sus paredes alrededor del catafalco, luego el cura al reclamarlo como altar, y más tarde, el Ayuntamiento al reducir al Ermo a simple arrendatario de La Venta. Con las innumerables combinaciones posibles con los cinco elementos…

—Suponiendo que sean ciertos esos jugueteos de la leyenda e incluso la leyenda misma —decía yo.

—Todo será cierto mientras creamos en ello. Así de complicada es la historia de los pueblos, Asier.

Cruzáronse, pues, opiniones, no apuestas, no todavía, pues nadie se atrevió a romper el fuego. Las voces ni siquiera alcanzaban la estridencia normal en una taberna. A los miembros de la Fundación se habían unido los curiosos que merodearon por la campa, y la muchedumbre quedaba completada con el hombrón y su cuadrilla, unos extraños que pronto dejaron de serlo. Al principio, bebieron en silencio, aceptando las rondas de aquellas gentes que no parecían guardarles rencor. A la tercera ronda ya estaban interesados en el problema del mostrador e hicieron preguntas, y con cuatro rondas más no sólo tocaron la profundidad de la tragedia sino que llegaron a sentirla, a calificar de enemigos a quienes pretendían robar el mostrador de donde estaba. Se marcharon al mediodía, despidiéndose calurosamente de sus nuevos hermanos con estas palabras: «¡Que el cura y el alcalde no cuenten nunca más con nosotros!», y alejándose con pasos inciertos por el paseo del Ángel.

Y ahí acabó todo, de momento. Quiero decir que entonces nadie estaba en condiciones de recordar que don Eulogio había partido a caballo a hablar con el alcalde y que ellos deberían seguir allí apostados para saber con qué intenciones regresaba. Se envalentonaron con los juramentos de adhesión del hombrón y los suyos y la deserción de Pacho Tranquilo y sus municipales de las órdenes del alcalde, en las que nunca creyeron. Si, al menos, hubieran visto regresar a don Eulogio por la carretera hacia su iglesia, a eso de las dos, habrían vuelto a la realidad. Pero no le vieron, y al no poder comprobar su aparente abandono de la guerra no les asaltaron las malas sospechas.

También Fabiola Baskardo se retiró convulsionada por el triunfo, y cuando al día siguiente le asaltó una inspiración y corrió a La Venta creyendo que era la única en haber detectado el peligro, encontró a Ella como en los días precedentes, de pie al extremo del mostrador y con su libreta abierta.

—Entonces se convenció Fabiola de que su presentimiento tenía sentido, de que la incógnita seguía en el aire, de que no había habido victoria —comentaba don Manuel—. Se miraron las dos mujeres… ¿te sitúas en aquel instante, Asier?…, se miraron por primera vez atadas a una misma causa… Me inclino a pensar que, antes, nunca se habían mirado… sí visto a distancia, por supuesto. Incluso pienso que Fabiola desearía establecer algún tipo de contacto con aquella hembra a la que, posiblemente, admiraba por haberse impuesto a una sociedad empeñada en destruir a ambas… Pero Ella no le daría pie, Fabiola llegaría a preguntarse si la mujer le miró realmente, confundida con aquella mirada de búho sin dirección… Sin embargo, allí estaba, cuando todos creían que la Fundación Pro Defensa de La Venta de San Baskardo había cumplido su función y sobraba…

Se trataba del intervalo entre el final de la concesión de Zacarías Ermo y el principio de la siguiente. No solía producirse ningún intervalo, se intentaba que coincidiera la fecha del nuevo contrato con el día siguiente al del vencimiento del anterior. Aunque no siempre: podía haber un tiempo muerto de días o semanas, pocas, dos o tres a lo sumo, más bien debido al papeleo. Era un trámite municipal que no preocupaba ni al propio Zacarías Ermo, porque, si bien existía una convocatoria libre cada seis años para la adjudicación de La Venta, desde hacía siglos la ganaban siempre los Ermo. Excepto en la de 1889, robada —era expresión de don Manuel— por Ella con aquel envoltorio de piel de conejo conteniendo el pergamino redactado por don Eulogio a petición de la interesada pujando con un real más que Zacarías. ¿Cómo supo cuál era la postura de éste? En aquel tiempo vivían ambos en La Venta y se supone que la camarera expió alguna conversación de sus patronos. También se supone que el sobre con la puja lo abrió el tío Santiago, a pesar de que aún no estaban casados. Naturalmente, Zacarías puso el grito en el cielo, y el Ayuntamiento, aunque era el menos indicado para protestar: las adjudicaciones centenarias de los Ermo se producían con la complicidad del Ayuntamiento; al menos, de algún funcionario, un pequeño tramposo que le revelaba el montante de las licitaciones de turno, y él ofrecía un real más que el que más. Había en esto una especie de desagravio, considerando que la primitiva Venta nació por mano de un Ermo a partir del mostrador, y durante muchos años nadie le discutió su propiedad. Hasta que llegó un alcalde sosteniendo que las ventas de todos los municipios del mundo pertenecían siempre a los Ayuntamientos. El Ermo de aquel tiempo protestó: «Sí, porque el Ayuntamiento las levanta, pero ésta la levantó mi familia». Y el alcalde: «No debió hacerlo, se adelantó y robó al Ayuntamiento su derecho». El Ermo perdió la propiedad de La Venta, no su usufructo, pues siguió en ella como si nada hubiera ocurrido, su puja era siempre la más alta y hasta él mismo llegaría a olvidarse de que la industria no le pertenecía. Hasta que intervino Ella en diciembre de 1889.

El peligro, pues, surgiría en el entreacto, en aquellas semanas, días, horas o minutos en que La Venta volvería a pertenecer al Ayuntamiento y éste dispondría de todo el derecho para abrir un hueco en su fachada y vaciarla del mostrador. Las dos mujeres se miraron. ¿Por qué no pensar que, además, se hablaron? Se arrancaría Fabiola, cuya ingenuidad la pondría al margen del odio entre las dos familias: «Bastarían unas horas», quizá dijera. Y la otra, quizá: «Yo necesitaría menos». Y pudo añadir: «Trampearán con las fechas». Fabiola tardaría en entender. «¿Fechas? ¡Ah, sí!, las fechas. Retrasarán todo lo que haga falta la apertura de las plicas, ¿verdad?». Los miembros de la Fundación no se explicaban la presencia allí de la mujer —«Getxo nunca la llamaría señora», era uno de los recordatorios más queridos de don Manuel—, día tras día, una vez que la Fundación hubiera demostrado su fuerza y triunfado sobre el cura y el alcalde. Un par de semanas antes de la caducidad de la concesión, Ella empezó a preguntar diariamente a Zacarías Ermo si el Ayuntamiento había abierto ya las plicas. Al principio, Zacarías no reparó en la pregunta, sólo en el hecho de que preguntara algo, rompiendo su silencio habitual. Pero hacia la mitad de esos quince días lanzó un gemido en el momento de servir a la mujer su vaso de agua. La miró, se miraron y Zacarías puso en el aire cinco palabras dolorosas: «¡Treinta y uno de diciembre!». Se convirtió en emisor estremecido de una verdad aterradora, y hasta el más confiado miembro de la Fundación supo que la verdadera guerra estaba por dirimirse. Despertada la alarma general, Ella no volvería a preguntar por las plicas. La noche del 31 de diciembre, la Fundación durmió en La Venta. El alcalde no se apresuró a ejercer su derecho y dejó transcurrir el primer día del nuevo año y la primera noche. Ella se presentó, como siempre, por la mañana, pero esta vez no entró, limitándose a comprobar el buen ánimo de los defensores antes de retirarse. Iniciada en las rudimentarias luchas sindicales del tío Roque, Fabiola Baskardo convivió con los hombrones sin que la compañía de un esposo la justificara, como era el caso de la mujer de Zacarías Ermo. Fue en estos años cuando empezó a fraguarse la leyenda de la loca que se rebeló contra todas las convenciones sociales y la llevaría, inspirada por su hermano Moisés, a ser la primera mujer entre nosotros en practicar una provocación bastante más profunda que un simple feminismo radical.

El 2 de enero, muy temprano, invadió la Campa del Roble un pequeño ejército de guardias municipales —no sólo de Getxo sino de los municipios vecinos— y nuevos peones de obra y albañiles, al mando de un capataz igualmente desconocido, y en medio de todos se descubrió al alcalde con cara de sueño. A su lado había un sujeto maduro con bastón y bombín: era el notario que certificaría la legalidad del estropicio. A lo largo de la mañana se fue concentrando allí medio Getxo. Nada más oírse en la distancia los primeros pasos de la invasión, la Fundación Pro Defensa de la Venta de San Baskardo en bloque corrió a proteger el edificio con sus cuerpos. Ella hizo acto de presencia en el momento álgido, cuando los guardias avanzaban para cumplir la orden del alcalde de disolverse gruñida por Pacho Tranquilo, robusteciéndose así la sospecha de muchos de que la mujer acechaba el lugar desde hacía semanas o meses; ajena, al parecer, al inminente enfrentamiento, la vieron entrar en La Venta y ocupar el extremo del mostrador, y Zacarías Ermo, que engrosaba el muro humano de la Fundación, abandonó un instante su puesto para servirle el vaso de agua en una Venta vacía.

El grupo creciente de mujeres de la Campa del Roble concedió al alcalde permiso para apalear a sus hombres. El alcalde se abrió paso y llegó hasta Zacarías Ermo: «Di a esta banda de cabezotas que están defendiendo una propiedad que no es suya. ¡Díselo, coño! Tú sabes que el tocho de ahí dentro pertenece ahora al Ayuntamiento. ¡Os arrestaré a todos por resistiros a la autoridad y por ilegales!», le amenazó. Zacarías Ermo dijo: «No es fácil perder algo que ha sido tanto tiempo de uno. Si el Ayuntamiento abriera mi plica todo volvería a lo de antes. ¿Por qué no abres mi plica, alcalde? ¡Aquí lo que hay es mala leche!». Y el alcalde: «Cuando saquemos lo que hay que sacar te dejaré una Venta nueva, y el mostrador que yo te ponga tendrá labrado el escudo de Getxo». «¡Ni escudo ni escuda! ¡Iremos a tomar txikitos a la iglesia de don Eulogio!», exclamó Lander Bukua. «¡No os atreveréis!», saltó una mujer. «¡Mejor si quemamos ese trasto de Satanás!», propuso otra.

Había empezado ya un forcejeo, más bien juego, como pulsando fuerzas o dando tiempo a que la otra parte desistiera. Todos se conocían y nadie quería una guerra total. El alcalde volvió a dirigirse a Zacarías: «¡Te hago responsable de las muertes que se produzcan!». Buscó con la mirada al notario, que había retrocedido a posiciones más seguras: «¡Métale la ley en la cabeza!», le ordenó. El notario abrió un carpetón y dejó a la vista tal cantidad de papeles que dejó a todos cabizbajos. «Usted, Zacarías Ermo Petrirena, perdió la titularidad de La Venta de San Baskardo de Getxo el 31 de noviembre de 1907 a las doce de la noche, fecha en que la recobró nuestro muy noble Ayuntamiento», sentenció. «¿Y los derechos adquiridos por ocupación secular? ¿Es que no tengo yo derecho a los derechos adquiridos?», gimió Zacarías. El notario recorrió sus papeles y proclamó que no encontraba nada sobre derechos adquiridos por ocupación secular de una venta cuyo titular secular fuera un Ayuntamiento.

Por un tiempo, la única violencia destacable fue la verbal. Pero aquello no podía durar. Contratado hacía días por el alcalde, a media mañana se presentó Jacobe Larreko con sus bueyes para arrastrar el tocho de La Venta hasta la iglesia, creyendo que las piquetas ya habrían abierto el agujero en la fachada. Los hombres de Getxo quedaron suspensos a la vista de los tremendos animales que tan bien conocían, descendientes directos de aquellos otros que, siglos atrás, subieran el Mostrador desde la playa a la Campa del Roble, aunque fracasaran en su intento posterior de moverlo de allí. La excitación general que siguió procedía de la odiosa seguridad que impregnaba al Larreko de que sus bueyes, esta vez, arrancarían el Mostrador del suelo de La Venta. ¿En qué superaban estos bueyes a los antiguos? ¿Acaso los había alimentado con carne? Además de en su mirada de vikingo, su fe en el triunfo se expresaba en que, no habiéndole prohibido nadie utilizar varias parejas, allí estaba sólo con una, la invencible en todas las pruebas santorales de que se tenía noticia.

Instantes después, la fuente de la excitación ya no fue el peligro de perder el mostrador sino la eventualidad de apostar. La gente se removió, inquieta, las lenguas se ensalivaron y la tentación de un nuevo delirio volvió a ser tan fuerte para algunos que esbozaron hacia dentro rudimentos de envites. Desde hacía ocho siglos no existía en Getxo bulto animal, vegetal o mineral que despertara más irrefrenable deseo de apostar que los bueyes de Larreko, inseparables del primitivo duelo Etxe-Larreko. Las mujeres de la campa apinaron la clase especial de cosquilleo que recorría a sus hombres y llamaron a don Eulogio para contener el estallido. El cura no entendió bien a las mensajeras, pero acudió, sobre todo a saber cómo marchaba la operación. Se llegó a la fachada intacta, para tocarla, y ni siquiera pudo lanzar la primera excomunión. Nadie había advertido la aparición de Ella en la puerta de La Venta, cuando habló: «Apuesto diez carretas de carbón de Cardiff a que nadie podrá mover esta cosa».

Había muchas razones para que el pequeño mundo de la Campa del Roble quedara sin aliento. Todos los ojos se volvieron hacia la mujer de negro que parecía no haber hablado, pero que no sólo lo había hecho, sino que había pronunciado aquello. Las mujeres la sintieron más amenazante que nunca y los hombres nunca más próxima. Y éstos, de pronto, olvidaron para qué estaban allí. La electricidad que zigzagueaba por encima de sus cabezas impidió que las mujeres ejercieran su peso, el alcalde ejerciera su autoridad y don Eulogio se sorprendiera olvidado del altar. Fue uno de esos momentos únicos que preceden a un gran acontecimiento histórico. Ella no tuvo que repetir su apuesta. Una voz bamboleante exclamó: «¡Contra esas diez carretas de carbón de Cardiff pongo mis cuatro vacas!». La voz pertenecía nada menos que a un miembro de la Fundación, y al recoger la apuesta se traicionaba a sí mismo y a su grupo al defender que el mostrador podía ser extraído de La Venta. Ni siquiera lo hizo para reconciliarse con su esposa, allí presente. Fue la primera señal del delirio. La Campa del Roble reventó en un vocerío bárbaro, un desboque de ansias demasiados años reprimidas. Se actualizaron las viejas apuestas arrastradas de siglo a siglo al fundirlas con las nuevas, tanto a favor como en contra, de modo que una nueva maraña se añadió a las anteriores, cruce y descruce de hilos que envolvían a familias con sus caseríos y bienes, animales y tierras en un galimatías indescifrable hacía siglos, hasta el extremo de que lo mejor que podía ocurrir era su continuación hasta el fin de los tiempos, sin que las Juntas Generales sentenciaran si el tocho pertenecía a Etxe o a Larreko y hubiera de procederse al imposible desenmarañamiento.

Y hubieron de ser las propias mujeres las que suplicaran que a nadie se le ocurriera tocar el mostrador, a fin de cortar aquella ruina. Su único aliado fue don Eulogio, pues el alcalde y Pacho Tranquilo con todos sus municipales se habían pasado a las apuestas, lo mismo que el equipo de demolición. No lo consiguieron antes del anochecer, con un cura ya ronco de predicar su derrota. A los hombres les faltó el suelo bajo los pies cuando los enemigos se retiraron y el mostrador seguía en su sitio. Y, sobre todo, cuando se retiró Ella, desapareció, se esfumó como si nunca hubiera estado allí. «Volvió a salirse con la suya. Pero ¿por qué?», se asombraba don Manuel.

Esto, que ocurría en 1907, constituyó la segunda intervención de Ella en favor de La Venta. Pues hubo otra, dos años antes, menos ruidosa, pero que, al cabo, le encontraríamos la misma significación; el episodio habría pasado desapercibido de no existir los de 1907 y 1933. Esta vez, en 1905, quien se propuso realizar una alteración en La Venta sería el propio Zacarías Ermo: en el entarimado de la parte interior del mostrador, la más desgastada por las pisadas de la familia. Nadie sabe en qué año se colocarían aquellas tablas; sin duda, no se trataba de las originales que cubrieron por primera vez el piso de tierra, que pudo ocurrir en el siglo XIII o finales del XII. Tampoco hay constancia de las sucesivas renovaciones del maderámen, bien en la totalidad del piso o en la zona del mostrador. Es de suponer que se darían los dos casos y en varias ocasiones: ocho siglos son muchos siglos. El roble es madera dura, pero en 1905 las tablas de la base del mostrador mostraban un desgaste en el que casi se hundían las suelas, y las junturas eran tan imperfectas que en La Venta se bromeaba con que por ellas podían caerse los niños.

En 1895 —año en que Ella dejó La Venta— todo el mundo sabía que Zacarías Ermo quería meterse con esa obra y que la llevaría a cabo su hermano Panpili, el carpintero, porque siempre fue así entre los Ermo, siempre hubo entre ellos un carpintero que realizaba a los suyos los trabajos de su oficio. Y gratis. Entre los Ermo nunca existió el intercambio de dinero, se pagaban los servicios con otros servicios, o en especie. Pero, por c o por b, transcurrirían esos diez años sin que se renovara aquella pequeña superficie del entarimado. Para una comunidad primitiva, un carpintero es como el aire que se respira, y a este exceso de trabajo obedecía el que Panpili tardara en atender a su hermano…, sin contar con que no cobraría en moneda, ni el poco interés de Zacarías por empezar el arreglo: en circunstancias normales, posiblemente se habría alcanzado 1933 sin haberse tocado un centímetro ni de esa parte del maderámen ni de ninguna otra.

Pero 1905 resultó ser diferente. Quiero decir que el 15 de mayo de ese año se casó el hijo mayor de Zacarías, Zacarías, con Eztegune Orue, y el banquete se celebró en La Venta. Tuvo, pues, dos razones para hacer la obra: la gran fiesta de Getxo, San Baskardo, y la boda de su hijo. Hasta entonces, la fiesta del patrono nunca había pesado lo suficiente para él, y pienso que la boda, por sí sola, no habría tenido mejor suerte. Pero, reunidos ambos acontecimientos, lo lograron. Habló con Panpili, le preguntó cuántos días le llevaría el trabajo y le comprometió para el 1 de mayo. Pero el 1 de mayo se vio a Panpili tomando medidas a la mesa circular del jardín de Ella, para adornarla con una cenefa de madera. Como aún el día 3 siguiera con la cenefa, Zacarías esperó a su hermano para recordarle su compromiso, advertirle que la boda se echaba encima. «Esta hostia me está robando más tiempo del que pensaba. Esa mujer siempre me sale con alguna hostia nueva que hacer», gruñó Panpili. Hacia el día 8 se corrió el rumor de que Iñaki, el hijo segundo de Panpili y su ayudante, había empezado a fichar diariamente en Altos Hornos del Nervión como tercer oficial en el taller de ajuste. Sin la menor esperanza ya de tener su entarimado, Zacarías abordó por segunda vez a su pariente: «Esto no se le hace a un hermano», le increpó. «Tú tampoco le habrías quitado a un hijo esa América», expuso Panpili sencillamente. «¿Ella?», silbó Zacarías. «Me lo puso en bandeja… ¿y qué iba a hacer yo?».

Lo que no se entendió es por qué Ella lo hizo, qué interés tenía en que no se cambiara aquel trozo de entarimado. Cuando, en 1933, resucitó la Fundación ante la nueva amenaza —esta vez, del Ayuntamiento— y Getxo recordó lo ocurrido en 1907, irremediablemente retrocedió dos años más y pensó que la frustrada renovación del trozo de entarimado pertenecía a la misma inquietud. Zacarías Ermo pudo entender a su hermano, pero no a Ella. Y lo mismo le ocurrió al resto de la comunidad. Se convirtió en tema recurrente, sobre todo para don Manuel: «Admitamos que los seis años en que La Venta estuvo a su cargo le tomara cariño. Admitamos que era sensible a cosas como el enroscamiento de un hijo a sus piernas cuando atendía el mostrador y pisaba justamente aquel punto de las tablas. Concediéndole mucho, es posible comprender hasta aquí, pero no más. Pues lo que sigue son demasiados años defendiendo con demasiado ahínco unas pobres tablas con meadas de bebé. Y tengamos en cuenta que, muy pronto, esta ternura húmeda se trasladó a un mostrador y finalmente —en el tercer capítulo de este folletín— a La Venta considerada como un todo, cuando el Ayuntamiento quiso proceder a su total restauración… ¿Qué coño, Asier, le importaba a Ella La Venta?».

De modo que si en 19Í3 el Ayuntamiento no hubiera decidido en Pleno proceder a esa restauración, nadie se acordaría hoy de las tres intervenciones de Ella en aquel asunto, en especial de las dos primeras, que se produjeron no sólo tan próximas una de otra en el tiempo, sino que entre ambas ocurrió el primer regreso de Efrén de Oxford con el gramófono y el disco grabado con su propia voz recitando que «Yo, Efrén Baskardo, soy hijo bastardo de Camilo Baskardo de Getxo», que hizo sonar un domingo, a la salida de misa de doce, en la Campa del Roble. Si un escándalo así no era capaz de relegar e incluso hacer olvidar esas dos primeras intervenciones que tuvieron lugar por esos meses…

El episodio acaparó tanto protagonismo por constituir la apoteosis de lo que se venía gestando desde que la mujer, en 1895, enviara por primera vez a su cochero a la mansión de enfrente a exigir al padre de su hijo el 25% de sus acciones de Altos Hornos del Nervión. El cochero transmitió el recado al sirviente que salió hasta la puerta enrejada del jardín al oír la campanilla, el sirviente regresó a la casa, repitió a Camilo el mensaje y por respuesta sólo escuchó blasfemias; el sirviente dudó, al ver a su señor alejarse mascullando improperios; le siguió y preguntó a prudente distancia: «¿Debo dar a ese hombre una contestación?». Camilo exclamó: «¡Maldita sea!», y el sirviente regresó sin más a la puerta enrejada y dijo al cochero que no.

Se esperaba algo así de Ella desde que Cristina Oiaindia la arrojara de su casa, en 1889, al saberla embarazada de su esposo. Lo increíble fue que transcurrieran aquellos seis años sin una reacción por su parte, que se supiera. De existir, se habría sabido por la servidumbre de Cristina, la encargada de difundir tantas cosas. Fue como una bomba de relojería que hizo explotar en el momento justo. Pensaba don Manuel que quiso hacer valer sus derechos desde una posición de fuerza, pues no era lo mismo exigir ese cuantioso 25% recién arrojada de una casa con lo puesto —ella y Madia o Magda se llevaron, como único bagaje, los mismos harapos con los que llegaron a Getxo dos años antes—, que hacerlo en posesión de un capital ya tan apreciable que le había permitido levantar su confuso palacio frente a la mansión de los marqueses. «Es como si hubiera esperado esos seis años con el fin de darle facilidades a Camilo, hacerle menos incómodo su inapelable reconocimiento».

Al año siguiente ya exigió el 26%, y al otro, el 27%, y así, de año en año, hasta 1906, en que la tarifa se puso en el 36% y en la Campa del Roble se vivió el episodio del gramófono.

Imitando la fascinación anglófila de nuestras grandes familias, Ella había enviado un año antes a su hijo a estudiar a Oxford y lo repetiría en los octubres de 1906 y 1907. Tres años, tres cursos en esa fábrica de virreyes coloniales con aires de gentelman. Estos barnizados en Inglaterra eran considerados en Getxo tan naturales como los cónclaves socio-religiosos de nuestros chatarreros en las parroquias clasistas de San Ignacio o Las Mercedes, o las puestas de largo en el Club Marítimo del Abra. Pero ahora se trataba del hijo de Ella. El resultado de su obra pudo verlo el pueblo en las horas que precedieron a la cacería de llamas, en junio de 1907, cuando Efrén, recién llegado de su tercera y última expurgación, se apareció al primer grupo de cazadores —a Saturnino Altube, a mi padre y a Braulio Apraiz, los tres en el carro del carnicero y listos para emprender aquella sarracina— y al otro grupo que transportaba al descalabrado Pedro Murua, primera víctima histórica de las llamas, y el cadáver del primer diablo abatido. El encuentro fue ante la iglesia de San Baskardo. Efrén surgió ante ellos con el aire seco y distante que tan familiar se haría, luciendo su uniforme inglés de cazador de zorros, moviendo su tronco y miembros sólo lo justo para avanzar hasta detenerse a ocho metros, apoyar su escopeta en el suelo y escrutar a todos con la frialdad de un científico inclinado sobre unos ínfimos organismos indefensos… A veces, ni yo mismo me libré de caer en las abultadas interpretaciones de don Manuel… Cuando lo del gramófono, pocos podían presumir de haberle contemplado a gusto anteriormente: una silueta huidiza en la distancia, esfumándose si alguien se le acercaba; un misterio envolviendo a la criatura que desapareció de la vista de todos a sus seis años al cambiar su madre La Venta por el palacio y hacer de éste una cueva cerrada a cal y canto. Hasta su partida a Oxford, estudió con un profesor particular poco amigo de contar lo que veía allí dentro. ¿Con quién jugó aquel niño?, ¿qué amigos tuvo después?, ¿qué escenarios del entorno pateó? Fue como si Ella, proporcionándole una educación antisocial, buscara salvaguardarle de futuros enternecimientos hacia unas gentes que debería utilizar, por no decir exprimir. El caso es que pocos conocían siquiera su rostro antes de aquel encuentro en los prolegómenos de la cacería de llamas. Aunque ni uno solo había olvidado el episodio del gramófono, ocurrido dos años atrás.

Bueno, nadie dudaría después de que la caja cerrada de cartón con que desembarcó contenía el maldito artefacto con el disco negro, no sólo por la simultaneidad entre su llegada y el espectáculo en la Campa del Roble, sino porque la voz que sonó allí era la suya y nadie se imaginó a su madre disponiendo de un invento así y no usándolo al punto. Pero, sobre todo, pesó la creencia de que un milagro tan inverosímil no podía haberse fabricado en Getxo, ni siquiera en Bilbao, y sí en Oxford, en el extranjero, de donde llegaba todo lo nuevo. Pues en aquel tiempo el fonógrafo era un trasto desconocido entre nosotros, nadie había visto uno y menos oído, y a los marinos que traían noticias de su existencia se les tenía por bocazas. Sin embargo, la modernidad sonora estalló entre nosotros como el anuncio de un nuevo tiempo. Una criada de Cristina aseguraría que aquélla no fue la primera actuación del fonógrafo sino la segunda, que hubo otra, la víspera, ante la misma puerta de hierro del jardín de la marquesa: «Serían las diez de la noche cuando el birlocho dio el saltito de una casa a otra y se paró ante nuestra puerta. Yo estaba asomada a un balcón, descansando, a punto de acostarme. Poco antes había visto entrar al señor. Me dije que nada faltó para que se chocaran los dos carros. Al principio creí que el cochero de nuestra vecina venía a su visita anual para pedir a mi señor más tajada de Altos Hornos, pero no. Ni siquiera bajó, así que mal podría tirar de la campanilla. Además, antes nunca había venido en coche sino andando. La noche era clara y le vi mover las manos sobre algo que tenía a su lado en el asiento. Y, enseguida, me llegó una voz que raspaba: "Yo, Efrén Baskardo, soy hijo bastardo de Camilo Baskardo de Getxo", y esto lo repitió y repitió, y yo, como no sabía qué hacer, pues me metí en casa y cerré el balcón. Tropecé con la señora en el pasillo. "¿Qué pasa?, ¿qué pasa?", gritaba, pero yo no le dije lo que pasaba y bajé a ver si el mayordomo me necesitaba antes de acostarme. No es verdad, bajé a ver cómo se lo tomaba el señor. Andaba arriba y abajo por el salón, con su copa de coñac en la mano y su puro en la boca, y lo que gruñía no puede repetirlo una chica decente como yo, y luego ordenó que alguien cerrara puertas y ventanas, pero la voz que raspaba siguió oyéndose porque hablaba muy alto, y hoy sí sé lo que pasaba, pero entonces me pregunté cómo el cochero podía imitar tan bien la voz de Efrén. Hasta que se calló y me dije bendito sea, pues aquello ni me iba ni me venía, pero es que esa mujer era demasiado mala mandando a su cochero a decir aquello tan alto a la puerta de mis señores, y menos mal que era de noche y no pasaba nadie por allí. El mayordomo me había dicho que el señor tampoco cenaba y subí a mi cuarto y entonces se empezó a oír la voz del cochero, pero ahora era la suya y dijo algo así como que si de aquí a mañana tampoco hay respuesta sobre ese treinta y seis por ciento, el gramófono estaría a la salida de misa de doce».

Efrén regresó un viernes; al día siguiente, el gramófono ofreció su primera representación ante la casa de Cristina; y el domingo, el criado le dio a la manivela hasta el tope en la Campa del Roble sin bajarlo del pescante del birlocho: un primitivo modelo de fonógrafo con su enorme bocina para sordos y el brillante disco negro con el conmovedor emblema del fiel perrito sentado escuchando con embeleso la voz de su amo que sale de la bocina de otro fonógrafo, y así hasta el infinito, fonógrafo dentro de fonógrafo. Era, sin duda, la voz de Efrén, pero la gente tardó en reconocerla, tanto por la mala calidad de la grabación como por no concebirse la presencia allí en persona del hijo de Ella a semejante hora de un domingo. Los que salían de misa de doce empezaban a llenar aquel ágora, incluso las mujeres en esta ocasión, retenidas por la voz —ronca y cavernaria, pero finalmente identificable— que ya había empezado a pregonar lo que nadie ignoraba, aunque entonces parecía adoptar, por primera vez, una forma de escandalosa difusión a la altura de la naturaleza del escándalo. El asombro había empezado a la aparición del birlocho, que no pasó de largo sino que se instaló en el centro de la campa, bajo el gran roble, y mientras aguardaba el momento de más audiencia, el cochero se entretuvo manipulando aquel extraño aparato que los de Getxo veían por primera vez. La voz de Efrén habría congregado a tantos como la novedad del fonógrafo, pero allí estaban todos, esperando no sé qué, cuando el cochero agotó las vueltas de la manivela y aplicó la aguja al disco de 78 r. p. m. y se produjo el milagro, la aspereza de lija contra madera semejando una voz humana y la gente perdió un tiempo dilucidando si lo era o no, para luego pasar a la frase, más bien al ruido, y no enterarse de nada, pues no acababan de creer que aquello fuera una frase. Cuando algunos empezaron a percibir turbiamente las dos palabras «Efrén Baskardo» sospecharon estar sufriendo la influencia de aquella familia a través de su cochero, o no ser capaces de imaginar que otros que no fueran ellos pudieran estar detrás de aquel trasto del demonio. Dentro del proceso de acomodación al nuevo ruido, su siguiente hallazgo fue la casi nitidez del Yo, Efrén Baskardo, y enseguida, Yo, Efrén Baskardo, soy hijo bastardo de, y ya les sobró el resto de la frase, y es cuando escaparon del embrujo del artefacto, de su ruido y del contenido de la frase y, creyendo regresar a la realidad, buscaron a su alrededor al original que hablaba, y al rebotar la suya en las otras miradas entendieron que no había más realidad que Efrén metido en el artefacto, y la Campa del Roble tembló con las carcajadas.

Sólo los más próximos al fonógrafo advirtieron, de pronto, su silencio, aunque todos habían visto llegar a un segundo criado con polainas rojas, quien se acercó al birlocho e hizo señas al otro criado para que se inclinara, y le habló al oído, y un momento después callaba el disco. Así consiguió Ella el 36% de las acciones de Camilo de Altos Hornos del Nervión.

Don Manuel solía sacar el tema de a quién se le habría ocurrido, si a la madre o al hijo. «Tal vez, algunos deseemos que hubiera sido cosa de la madre, pero tendría que haber conocido el fonógrafo, al menos, haber oído hablar del invento, pero estaba con nosotros desde 1887. ¿Por qué nos cuesta más creerlo del hijo? Sin embargo, están esos setenta y cinco años de adelanto que Oxford y alrededores nos llevan a los de Getxo. Conoció allí el último avance de la ciencia en materia de ruidos y se le ocurrió la diablura. Pagó lo que le pidieron por grabar un disco con él como único cantante, adquirió un fonógrafo y es posible que disfrutara en su habitación más que escuchando a Caruso».

La acción municipal de 1933 representó una amenaza más seria, porque era algo más que un párroco conchabado con un alcalde para elevar a altar un prisma profanado. Ahora se trataba de una decisión adoptada en Pleno, algo por encima del bien y del mal, de partidismos y caprichos. Sin embargo, en ningún renglón de las actas del Pleno se mencionaba el mostrador, ni para dejarlo donde estaba ni para sacarlo. Lo único que se pretendía era restaurar La Venta, operación que se aplicaba regularmente a viejos edificios merecedores, por utilidad o tradición, de ser conservados…, siempre que no estorbaran demasiado los nuevos planes urbanísticos.

La única amenaza que prevaleció fue que, esta vez, la obra, fuera cual fuese, se llevaría adelante. De momento, pues, el mostrador no peligraba. De modo que cuando Ella envió mensajes a los antiguos socios de la Fundación, ninguno acudió al lugar de la cita, La Venta, a pesar de que aún vivía la mayoría. Ahora sólo se trataba de sustituir maderas apolilladas por nuevas, renovar tejas, lucir paredes, pasar la brocha por aquí y por allá…, mejoras que el edificio pedía a gritos desde hacía siglos, porque el único mantenimiento a que se entregaban los Ermo era la encalada anual, y ello porque figuraba en el contrato de concesión. «Así, pues, Ella se quedó sola. Sola», recalcaba don Manuel. Y añadía: «Aunque no dejaba de tener sentido su convocatoria. Conforme en que no se mencionaba el mostrador en las actas, y que el alcalde no era el de 1907. Pero allí seguía, tan inamovible como la propia iglesia, don Eulogio del Pesebre, el párroco eterno —ejerció su cargo en San Baskardo desde 1862 a 1944—, con la misma obsesión por el mostrador. El que aún no hubiera abierto la boca no descartaba su posible intervención en el momento oportuno, por ejemplo cuando los impíos durmieran en la confianza: un golpe de mano en pleno trabajo de remozamiento, seguramente con nocturnidad, abriendo precipitadamente un agujero en la pared, varias parejas de bueyes esperando en la frontera de Getxo, las cadenas de los aparejos, llevadas allí momentos antes, ciñendo el altar, y el rapto de éste».

Nada nuevo ocurrió en los dos meses siguientes —ni siquiera don Eulogio pudo acelerar el ritmo municipal—, hasta el día en que mi tío Roque se presentó en La Venta hacia las ocho de la tarde y se puso a hablar del mostrador. Al principio, todos creyeron que volvía a su vieja reivindicación sindical de que el mostrador y La Venta entera —pero, sobre todo, el mostrador— no pertenecían ni a Ermo ni a la iglesia, sino al pueblo. Anunció que el Ayuntamiento tenía pensado hacer de La Venta algo así como una atracción turística, que la voltearía de arriba abajo, agrandándola por los lados y hacia arriba, pintándola de colores llamativos e incluso cambiando de sitio el mostrador para que estorbara menos. En las semanas siguientes mi tío fue venciendo el escepticismo general con la descripción de los persos proyectos que los arquitectos presentaban a concurso. No aportaba planos ni textos, sólo palabras, pero los contenidos ofrecían tal variedad de soluciones y tanta riqueza de detalles, que no todos, ni siquiera uno solo podía haber salido de su cabeza. Se ganó a los últimos incrédulos cuando reveló que uno de los proyectos incluía cubrir con un grueso barniz verde el mostrador.

»¿Quién le proporcionó esa información, el contenido de los proyectos? En el concurso rigieron las normas habituales, un estricto jurado estudiaba en secreto textos y planos. ¿Quién consiguió que un miembro de ese jurado o un funcionario violara el secreto y transmitiera a alguien el contenido de los proyectos? ¿Quién iba a ser? Porque las versiones que Roque vertió en La Venta eran auténticas, estaban extraídas de los verdaderos documentos presentados a concurso, como se supo después. ¡Dios mío!, ¿Quién iba a ser? ¿Qué coño le importaba a Ella La Venta?, exclamaba don Manuel.

Lo de cubrir con una gran capa de verde el mostrador es lo que más inquietó a los habituales de La Venta. El mostrador era madera, no otra cosa. Madera. Y una capa de pintura era el más grande engañabobos. Una capa de pintura se empleaba para tapar lo sucio, lo feo, lo estropeado, lo que no debe ser visto. Pero el mostrador ni estaba sucio, ni era feo, ni estaba estropeado y todos lo querían ver tal como era y había sido siempre. Todos, menos esos arquitectos. Decía don Manuel: «Roque, en escuetas palabras, también les habló de tradición. Desde que abrió la boca les estaba hablando de ella. Les habló de una institución, La Venta, intocada desde hacía siglos, salvo mejoras respetuosas cada doscientos años, más o menos, y en ninguna de ellas nunca nadie se atrevió ni a rozar el mostrador con una pluma; que ningún hombre tendría valor para entrar en una Venta que hubiera dejado de ser ya La Venta, la vieja Venta en la que uno casi había nacido y que los ausentes en las Américas o en navegaciones o cumpliendo el servicio militar era lo que más recordaban del pueblo, más incluso que a la novia; que nadie soportaría empezar a vivir de nuevo en una Venta distinta, tan pintada que uno no se atrevería ni a echar un escupitajo al suelo, y cuando acercara la nariz al mostrador no oliera a santa madera ensopada de vino; que al entrar gustaba ver las vigas del techo labradas por el mismo Ermo que labró el ángel de la ermita con los rasgos de Jaunegi, aquel que preñó a Totakoxe, soltera… Pero, mucho más que sus palabras, les conmovió su manera de tomarse su vaso de vino: acodado sobre el mostrador, lo vació con la lenta gravedad de los actos que se realizan por última vez. Aunque ni él ni ninguno de los presentes mencionó lo inmencionable, lo que dormía vivo en lo profundo de sus médulas: la madera, la madera… Pero no sólo la madera del mostrador sino todas las maderas del mundo inspirando una ideología, la primera de la Humanidad, la más auténtica y hermana, la eterna, la de los irreductibles hombres de la madera… Por añadidura, allí también se debatía esa maldita proclividad de los hombres que ostentan algún poder a erigir obras que hagan recordar su paso; dadle poder a un tipo y enseguida os levantará una gran pirámide; son faraoncitos buscando perpetuarse, como aquel alcalde y demás ediles de 1933 queriendo pasar a la historia de Getxo como los héroes que acometieron lo que nadie se había atrevido antes: meterle mano a La Venta para incorporarla a lo moderno».

Quedó claro para don Manuel y para mí que Ella se movió a la sombra de este asunto, y no sólo por el desvelamiento de los proyectos a concurso: es que, por aquellos días, se había visto su birlocho parado en una de las estradas de acceso al caserío Basaon, con el cochero esperando en el pescante. El tío ya llevaba doce años viviendo con su familia en Basaon, por obra y gracia de Cristina Oiaindia, quien, por fin, había conseguido incluirle en su sagrada campaña de reintegración de baserritarras a su tierra originaria. En el caso de mi tío no fue a su tierra sino a la tierra, que acaso tuviera un significado más noble. Él procedía, como yo, de Altubena, pero lo abandonó en 1898, un año después de casarse con Madia o Magda, y las dos mujeres consiguieron enterrarlo en su Palacio, a él y al producto de la venta de su primogenitura a Juan, el padre. El tío podría haberse instalado mucho antes en Basaon —pues Cristina siempre le tuvo reservado ese caserío, y así se lo repetía—, pero siguió viviendo en el Palacio (y trabajando en el tranvía) quién sabe por qué oculta razón, o quizá no hubo ninguna especial: simplemente, se dejó llevar por el destino, es decir, por Madia o Magda, por no mencionarla a Ella; un destino a quien le hacía el juego su propia mala conciencia por aquella minera. El otro que flotaba allí era el marido de la dueña, el tío Santiago, y Getxo se hacía cruces asistiendo a tantas destrucciones. Pero el regreso a la tierra de Roque Altube pareció anunciar que recuperaba las riendas de su vida.

Seguramente, Ella no necesitó más de una visita para poner en marcha al tío, y no demasiadas palabras, no más de las que se habrían cruzado entre ambos en el Palacio a lo largo de más de veinte años. El tío nunca hizo buenas migas con ella: se interponía aquel pasado de despojos de Altubena. Sin embargo, convivieron largo tiempo bajo el mismo techo y no es difícil que naciera entre ellos un respeto e incluso admiración; el tío admiraría en ella la fortaleza con que se enfrentó a nuestra comunidad, sin una fisura, sin un desfallecimiento, sin un cambio de rumbo; envidiaría, en especial, este único rumbo implacable. Y a ella le asombraría de él su inocencia primitiva, y hasta es posible que la envidiara, como fascina lo que no se entiende. En cualquier caso, el exiguo cauce de comunicación entre ambos le permitió a Ella presentarse en Basaon. Acaso el tío se preguntara, irritado, por qué siempre había de ser ella la que marcara lo que se había de hacer. En su primera proclama en La Venta no se vació, reservó algo para el día siguiente, la razón de más peso, el número fuerte, digamos. Es lo que pareció, aunque me niego a creer que fuera decisión del tío: de haber dispuesto de ese algo el primer día, lo habría soltado con el resto. De modo que Ella hubo de girarle no una sino dos visitas, bien por olvido o por táctica, y fue en la segunda cuando le transmitió el peligro oculto bajo la sotana de don Eulogio, el rapto traicionero del mostrador. «Las obras durarán semanas y don Eulogio ya sabrá arreglárselas alguna noche para hacer que se abra un agujero y meter los bueyes», resopló el tío al término de su emisión del segundo día.

De manera que lo que en un principio se tuvo por una feliz idea del Ayuntamiento, al término de esas dos intervenciones del tío en la tertulia del atardecer apareció como la más negra traición tramada contra La Venta. Varias voces pidieron unión contra los cabrones y el grupo dio ejemplo brindando unánimemente con vino. Cuando un joven propuso la creación de un comité de lucha, se dice que el tío estuvo entre quienes recordaron que ya existía desde años una Fundación pro Defensa de La Venta de San Baskardo, a la que pertenecían casi todos los presentes, y se airearon las viejas guerras. De pronto, los hombres se miraron y uno pronunció tímidamente que Roque Altube debería ir a hablar con Ella. «¡No la necesitamos para nada!», exclamó un joven. Y un viejo recordó: «Aquella vez también nos preguntamos si la necesitábamos o no, pero allí estuvo, en primera línea, y, que yo recuerde, nadie la echó». «¡La hostia, en primera línea, una mujer, la muy jodida!», rezongó Calixto Delatorre. «¡Tenemos que llamarla! ¿No es la presidenta de… eso, como se llame?», exclamó Antón Basurto. «¡La hostia, es más zorra que la leche!», exclamó Calixto Delatorre con la cara sobre el mostrador. Sin dejar de llenar vasos, Zacarías Ermo —no Zacarías Ermo Petrirena sino su hijo, Zacarías Ermo Azkorra, ya de cincuenta años— medió en el debate y, con la autoridad que le daba la posesión del vino, apoyó a los que reclamaban a la mujer y en ello se quedó.

Aquella misma noche el tío se dirigió al Palacio en el que ya no vivía. Tiró de la campanilla y el criado le precedió por el jardín hasta el porche, donde Ella le estaba esperando de pie. «Sabía que yo vendría», pensaría el tío. Se robustecería su fe en aquella mujer. Quizá ni siquiera hubo saludos. «Que vaya», le pediría mi tío, sin advertir en el rostro de enfrente ni complacencia ni disgusto. «Bueno», pudo contestar Ella. Se rumoreó que el tío contuvo su lengua para no preguntarle por qué lo hacía. Habría sido una pregunta más que inocente que se perdonaba a sí misma cualquier atentado a la prudencia, y, sobre todo, la respuesta satisfaría el legítimo derecho de una comunidad que siempre supo demasiado poco —y ya estaba acostumbrada— de quien entonces, por primera vez, se convertía en aliada, así que merecíamos un poco de consideración.

Al día siguiente, quien acudió a La Venta no fue Ella sino Efrén, el último ser vivo de aquella parte del mundo al que esperaban ver allí. Vestía impecables chaqueta y pantalón de paño y estilo inglés, chaleco tono plomo, corbata y bombín. Ocupó el mismo extremo del mostrador que la madre hacía un cuarto de siglo. Miró a todos, como animándoles a preguntarle qué hacía allí. Quizá Ella le hubiera nombrado secretario o algo así de la Fundación y ordenado les transmitiera algún mensaje, incorporándolo tan escuetamente a la empresa familiar. ¿Es que no era bastante con Ella?

Pero allí le tenían, serio, aunque no hosco, con esa ambigüedad con que se nos mostró en las pocas ocasiones, elegidas por él, en que le tuvimos delante para solventar alguna cuestión con tufo a negocio, estando y no estando, en su rostro una apenas advertible mueca burlona hacia dentro expresando, quizá a su pesar, la opinión que le merecíamos. Bueno, es posible que representáramos para él la parte deportiva de los negocios; quiero decir que necesitaría aliviar la tensión derivada de sus piraterías mercantiles, las otras, las grandes y verdaderamente sustanciosas, y necesitara relajarse con nosotros, como otros van a jugar al golf.

—Bien —habló por fin—, vengo a hacerles a ustedes el seguro que necesitan.

—¿Seguro? —acertaron a repetir algunos.

—Ustedes se van a quedar sin La Venta, me refiero a que van a perder un bien por accidente, en este caso no por incendio o temblor de tierra sino por otra clase de terremoto, el Ayuntamiento —dijo Efrén calmosamente.

¿Cuándo le acabaríamos de conocer? Ni jugando al golf perdía el tiempo.

De pronto, fueron dos las sorpresas a digerir por los presentes. Los seguros. Todo el mundo se acordaba —bien por experiencia personal o por oídas— de aquellas 97 pólizas fraudulentas —cuyos titulares, al cabo de un cuarto de siglo, aún seguían abonando a Efrén la cuota anual— suscritas cuando el estropicio de las llamas y que sólo tendrían sentido si irrumpía en Getxo un segundo rebaño con la misma saña destructora. La sede de Seguros La Bolsa era la misma de aquel tiempo, el precario cuartito del piso alquilado sobre la tienda de Blasa en el que un joven Efrén aguardaba a los damnificados para leerles las cláusulas del contrato y señalarles dónde firmar. Entonces contemplaron a la misma figura al extremo del mostrador, como Ella años atrás. Y hablándoles, una vez más, de seguros. Esta vez, al menos, ya no tendrían que subir las desvencijadas escaleras hasta el despachito, pues Efrén acababa de depositar sobre el mostrador una carpeta de cartón negro y sacado de ella un montón de papelotes de un sospechoso parecido a los viejos impresos utilizados cuando las llamas. No le importaba desperdiciar el sueldo de aquel empleado que llevaba años pasando las horas muertas en el cuartito en espera del cliente que pocas veces llegaba, y que saltaba del negocio de los seguros al de los muertos en cuanto oía el silbido del segundo empleado desde la funeraria instalada en la lonja de abajo. Pero ni con ellos dos había conseguido Efrén devolver al negocio el auge que tuvo cuando Ángelo Boniato apechugaba en solitario con los dos servicios.

—Al menos, no nos vendría mal saber de qué nos quiere asegurar usted —dijo uno.

—De la posible pérdida de La Venta, ya lo dije —expuso Efrén con presteza.

—¿Es que nos daría otra Venta? No queremos otra, queremos ésta —gruñó otro.

—Los seguros no hacen milagros. Nadie quiere más casa que la suya. Pero, si se incendia, con el importe del seguro se puede adquirir otra —expuso Efrén.

—Estamos hablando de La Venta, no de una casa —dijo entonces Ambrosio Menchaca con fervor.

—Que nos dejen La Venta tal como está, sólo pedimos eso —dijo mi hermano Esteban Altube.

—Sólo eso —reforzó Félix Apraiz.

—¿Es mucho pedir? .—preguntó Fulgen Arguinzona con la cólera de sus veinte años a flor de piel.

—¡Me tocan los cojones! —exclamó Patricio Sarria, el entrenador del Getxo.

—¡Es la hostia! —mormojeó Calixto Delatorre.

Entonces sonó la voz educada de Bingen Apraiz:

—Más que un seguro parece una apuesta.

Le cupo el privilegio de que Efrén girara el cuello hacia él.

—Explíquese —dijo.

—Estos vecinos no pueden estampar su firma en ningún contrato que les proteja de la pérdida de La Venta porque La Venta no es propiedad suya —pronunció Bingen Apraiz con unas tonalidades equilibradas y casi musicales.

—¡Qué propiedad ni qué leches! ¡La Venta es del pueblo! ¡La Virgen! —exclamó Calixto Delatorre.

—Por lo tanto, no hablemos sino de apuesta… Usted, es evidente, apuesta por que La Venta se conserve tal como está. Si gana, gana las cuotas anuales de las pólizas. Si pierde, abona la suma suscrita. No se considera el valor de La Venta sino el accidente de su conservación o de su pérdida, que es sólo lo que se apuesta. Estos señores no quieren dinero sino La Venta, y de usted sólo recibirían dinero por el pago de una apuesta —dijo Bingen Apraiz.

—Yo no puedo hacer milagros —sonrió Efrén.

Pero estaba sorprendido. No esperaba aquella exposición, aquel argumento que, precisamente, había dado en el clavo. Bingen Apraiz era hijo del carnicero y tabernero Braulio y cursaba segundo de Derecho. Usaba gafas finas sobre una cara demasiado pálida de ojos inmóviles, y aunque sus actitudes y filosofía de la vida nada tenían que ver con las de Efrén, en aquel grupo era el menos alejado de él. Que nosotros supiéramos, Efrén nunca había encontrado a un rival ni remotamente próximo a su talla intelectual en las escaramuzas a las que, de vez en cuando, nos sometía. Estudió a Bingen Apraiz con la fijeza de un entomólogo.

—Lo he llamado seguro, pero se le podría añadir contrato de apuesta, o, si prefiere, sólo contrato de apuesta —concedió Efrén.

Estaba sonando demasiadas veces la palabra apuesta y en el grupo de La Venta empezaron a advertirse los primeros síntomas de excitación. Comentaba don Manuel: «Bien pudo Efrén dar paso libre al delirio que se veía venir, pero ahora él y su madre perseguían metas más ambiciosas… Observa, Asier, que he dicho él y su madre, porque entonces el hijo se encontraba en La Venta en función de su madre, la sustituyó, mientras Ella se ocupaba de crear el ambiente que finalmente salvaría a La Venta. El recurso a las apuestas habría constituido un mero parche para ir tirando hasta las siguientes amenaza y resurrección, por no mencionar lo que significaría de agotamiento de su imaginación, la de ambos. El final que tuvo el episodio-intervención de Ella de 1933 expresa, para el que quiera ver, lo precisamente que nos conocía y la fertilidad de su inventiva».

Aludía don Manuel a que Ella, en esas horas decisivas, no podía estar allí presente por ocuparse en misión más importante. Hay casi total unanimidad en que la primera mujer de quien se valió fue Engracia Sagastume, su lechera. Le dijo: «Se iba a caer de vieja cualquier día, pero con las obras tirará varios siglos más». «¿Quién se iba a caer cualquier día de vieja?», preguntó Engracia. «La Venta», pronunció Ella. De modo que ya fueron dos a pulgar la aparente trivialidad. La conciencia de lo que el destino delegaba en las mujeres de Getxo nació enseguida, a través de un efecto multiplicador. A Ella no le detuvo su condición de obsoleta: todas las mujeres a las que abordó le eran absolutamente desconocidas; incluso llegó a detener su birlocho en la Campa del Roble para dirigirse así a un grupo de ellas: «Perdón. Aunque con frecuencia no se les tenga por tales, el alcalde y los concejales son hombres tan tontos como los demás hombres del pueblo que quieren hacer inmortal La Venta, esa lagarta que nos roba novios y maridos, ese antro que los secuestra dejándonos solas y dejando solos los trabajos, donde gastan en vino lo que no deben y muchos se emborrachan y blasfeman. Pronto se habría caído de vieja, pero la obra la pondrá joven para otro montón de siglos. Perdón». Sin más, se alejó, antes de que ellas salieran de su asombro.

Bastaron cuatro semanas para que las mujeres, como un solo cuerpo, denunciaran públicamente aquellas obras, un despilfarro de dinero que podría ser empleado en mejoras de caminos, fuentes, plazas, edificios serios, probadero, campos de fútbol, banda de txistularis, programas de fiestas patronales, regatas de traineras, limpieza del municipio en general… La lista era tan larga y se hizo tan pública que el alcalde temió por su cargo. La prueba de fuerza se ventilaría en cierto Pleno, pero un par de semanas antes estalló el escándalo que redondearía el triunfo de las mujeres. «Una jugada maestra. Digna de ella. ¡Por mis huesos, Asier, que nadie se atreverá a decir lo contrario!», suspiraba don Manuel.

En uno de aquellos agitados días llegaron a La Venta un hombre y una mujer desconocidos. Descendieron de un coche de punto de Bilbao, el hombre con una maleta y la mujer con una caja de cartón redonda de guardar sombreros ceñida por una cinta roja. El hombre tendría unos cuarenta años, vestía con estridente elegancia y lucía bigotes prusianos y reluciente bombín. La mujer, más bien muchacha, era rubia y en Getxo nadie había visto una vestimenta como la suya, excepto las costureras a domicilio en las revistas de modas que recibían las damas de Neguri; era uno de esos vestidos de ensueño por los que las mujeres suspiran desde niñas; viendo su descomunal sombrero con plumas de pavo real, no les cupo duda de que la caja era para guardarlo y de que, por tanto, la llevaba vacía. Solicitaron pensión completa para varios días. Los Ermo tenían olvidada esa modalidad de servicio desde el mal recuerdo que dejó en Getxo la ocupación, en 1890, del cuarto de arriba por el tío Santiago durante meses mientras Ella cocinaba abajo los guisos árabes con los que finalmente lo sedujo y convirtió en su marido.

En la decisión de Zacarías pesó el aire elegante de la pareja, el prestigio que daría a su negocio y el incremento de clientes atraídos por la curiosidad. Un cambio de miradas con su esposa bastó para aceptar a los desconocidos e, incluso, fijar la tarifa con un vocabulario fenicio de gestos. Eztegune acondicionó en un santiamén el cuarto de arriba y sólo cuando la pareja se instaló y apareció don Eulogio preguntando «¿Están casados por la Iglesia?», Zacarías empezó a fingir remordimientos de conciencia. «Tienen aire de estar casados», dijo. Don Eulogio aseguró: «Conozco de lejos a las desvergonzadas y ésta es una de ellas». «Si estuviéramos seguros…», dijo Zacarías. «Si me hubieras consultado antes…», amonestó don Eulogio.

Esa duda añadió otro aliciente a la curiosidad. La pareja nunca se levantaba antes de las doce, comía tarde, a las cuatro, y salía a pasear por el campo y las playas hasta el anochecer, encerrándose en su cuarto, donde se ventilaban todas las comidas que Eztegune les subía en una bandeja. Había gente que se apostaba en los alrededores para verles salir y llegar, los clientes del atardecer demoraban sus retiradas para asistir a su regreso y los txikiteros de Algorta y Berango extendían sus recorridos diarios por los mostradores hasta el barrio de San Baskardo.

Una mañana de ocho días después, la muchacha bajó a la hora acostumbrada, pero sola, y preguntó si le habían visto. No dijo «a mi marido» ni pronunció ningún nombre, y con este misterio iba a pasar todo el suceso a la pequeña historia local. Sí que Zacarías Ermo había visto al inpiduo bajar demasiado temprano y oído su saludo de «Buenos días» instante antes de que desapareciera a pasos un pelín precipitados. Así se lo explicó Zacarías a la muchacha. La vio palidecer y luego llorar y sentarse en un rincón y seguir llorando mansamente. «Volverá. No llevaba la maleta», dijo Zacarías. «No volverá. En la maleta sólo hay cosas mías», sollozó la muchacha. «¿Quiere tomar algo?», le ofreció Zacarías. La muchacha tardó en responder, Zacarías llegó a sospechar que no le había oído, pero finalmente musitó con esfuerzo: «No quiero añadir más gasto a la cuenta que no le puedo pagar». Zacarías Ermo salió del mostrador y se llegó a ella: «¿Qué quiere decir?». «Que no tengo dinero». «¿Quiere decir que no puede pagarme los ocho días de pensión doble?». «A él le correspondía haber tenido dinero. A las chicas como yo les pasan estas cosas». «¿A las chicas como usted…?», y Zacarías se acordó de don Eulogio.

—El Ermo supo muy bien en qué clase de innombrable negocio se metía cuando aquella comedianta le propuso abonar la cuenta pendiente trabajando de criada —sostenía don Manuel—. Estuvo dos meses y el Ermo no sólo se cobró los ocho días de pensión doble sino una comisión de los ingresos extra de la chica. Así de fácil logró Ella colar en La Venta aquella bomba de relojería. Gran ingenio el suyo, Asier, nadie le puede quitar eso. ¡Qué estrategia tan redonda! Contrató a la pareja de actores y les marcó puntualmente lo que deberían hacer y cómo, erigiéndose en experta directora escénica.

—Nunca se demostró su intervención en el asunto —replicaba yo.

—¿Para qué necesitamos pruebas si tenemos la realidad y, sobre todo, la lógica? Nunca, que sepamos, en toda la larga historia de La Venta había ocurrido nada parecido…, y ocurre no sólo viviendo Ella en Getxo sino que los siglos eligieron esas pocas semanas en que se empeñaba en librar a La Venta de una total restauración. Demasiada casualidad, ¿no te parece? Por añadidura, la permanencia de esa comedianta en La Venta trabajaba en una única dirección: el desprestigio y vergüenza de una institución que no se merecía que el Ayuntamiento se gastara en ella ni un solo centavo. Por no expresar el verdadero deseo de las mujeres, es decir, su derribo por la piqueta. Pero esto, tratándose de La Venta, sonaba demasiado fuerte, incluso para ellas. Lo menos conflictivo era dejar que se derrumbara por sí sola. Un derroche de imaginación, Asier.

Zacarías Ermo nunca se habría atrevido a organizar un negocio así en su establecimiento, pero el destino se lo dio hecho. Ni siquiera mediarían palabras, sólo las primeras, las de la muchacha proponiéndole quedarse de criada para pagar la deuda. Pero bastaba mirarla para comprender que lo de criada le Venía estrecho. Y, aun convencido de la clase especial de futuro que le apuntaba, Zacarías Ermo aceptó.

Su presencia tras el mostrador resultó difícil de digerir para quienes la habían visto con ropas de princesa y aquel sombrero de plumas. Trajinaba con un sencillo vestido de percal, incómodos zapatos de tacón alto y delantal, y dön Manuel no desaprovechó el detalle del delantal para avalar su teoría de la premeditación. Alternaba su atención al mostrador con fregoteos incesantes por toda la casa dignos de mejor causa. Cuando Getxo empezó a conocer lo que ocurría por las noches en el cuartito de arriba, se preguntó cómo resistía tanto desgaste. Aparte de bella, la muchacha era sana y fuerte. La cosa empezó la misma noche del día del trato. En un fugaz aparte ella era capaz de cerrar una negociación con su precio por noche entera, o por media, o sólo una hora, o media, y la otra parte se desvanecía después de pagar su consumición en el mostrador y saliendo y quedándose rondando La Venta hasta que Zacarías Ermo daba el día por concluido, cerraba contraventanas y puertas, apagaba luces y se retiraba con su familia a los tres minúsculos dormitorios de la trastienda que, años más tarde, transformaría en comedor. Transcurrido un tiempo prudencial, la otra parte del trato buscaba en la oscuridad la escalera de mano tendida al pie de la fachada posterior y la empinaba y apoyaba en el quicio de la ventana del cuartucho.

El primero en romper el fuego no era de San Baskardo, ni siquiera de Getxo, y los nativos se congratularon de ello. Fue Cornelio Martorell, el viajante catalán de prendas interiores de hombre y de mujer que durante tres semanas al año establecía su centro de operaciones en una casa de la estación del ferrocarril. Un sujeto parlanchín, rechoncho y colorado, al que siempre conocimos desplazándose de un lado a otro con dos maletas de cuero marrón estallantes de artículos y al que olvidábamos hasta el año siguiente. Tomó la iniciativa sabiendo que aquella cuadrilla de aldeanos se la concedía de antemano, pues no sólo se trataba de transgredir la moral a dos palmos de los alientos de todo el pueblo sino de pulsar si las cábalas sobre aquella hembra que los miraba tan pegajosamente desde el otro lado del mostrador pertenecían al reino de lo posible. Con la desenvoltura propia de un hombre de mundo, Cornelio Martorell deslizó sus codos por el mostrador hasta el extremo, apuró su vaso y lo agitó, vacío, ante sus propias narices y ella acudió con la jarra. Hablaron. Aunque en La Venta se hizo el silencio, no trascendió ni una sola palabra susurrada. Luego, Cornelio Martorell se despidió de todos con un recóndito guiño triunfal.

A las dos de la tarde del día siguiente, dos hombres, en representación de varios más, acudieron al piso del viajante. Seguía durmiendo el sueño de toda la mañana, pero fue llamado por la mujer de la casa y recibió a los visitantes con una expresión luminosa sobreponiéndose al embotamiento. Hablaron en sordina. De modo que era verdad y, además, había sido posible. Los dos hombres regresaron con la revelación a La Venta, y sólo entonces, al contemplarse unos a otros, regresaron a la temible realidad. No todos salieron indemnes del posterior reencuentro con el Getxo de don Eulogio y de sus novias, esposas, madres y abuelas. Algunos huyeron y los que se quedaron jamás volverían a actuar como grupo. En adelante, la hembra de La Venta se esfumó como tentación genérica y se redujo a secreto inpidualismo.

El cambio oscureció mucho de lo que vino después, si bien esta discreción posibilitó que La Venta fuera prostíbulo durante dos meses. La única que nos pudo informar debidamente de sus visitantes habría sido la propia muchacha, pero desaparecería de Getxo sin llenar esta laguna. No obstante, hubo filtraciones, o perspicaces ocasionales sorprendieron gestos o actitudes, y así se compuso una imprecisa lista de nombres —no completa, no de los sesenta, uno por noche (suponiendo que nadie repitiera)—, a la que no debe achacarse la explosión de las mujeres, más bien a que la cosa hubiese estado ocurriendo ante sus propias narices.

Duró lo más que podía durar en un pueblo como el nuestro. Quiero decir que el mecanismo y el sigilo empleados merecieron un diez, considerando que su escenario fue el corazón de Getxo. Incluso pudo prolongarse más allá de esos dos meses si uno de los amantes no hubiera cometido un fallo.

En la misa de un domingo los fieles descubrieron dos largas, blancas e inconfundibles plumas sobresaliendo por detrás de la cara de sapo de la estatua de San Baskardo, no advertidas por la serera madrugadora ni por don Ernesto, el coadjutor, ni menos por don Eulogio, que con sus casi cien años sólo oficiaba la última misa. Las mujeres de la primera fila pusieron el grito en el cielo y se precipitaron a desmontar la profanación. Hubo misa, pero sólo se pensó en las plumas. Al salir de la iglesia ya se había alcanzado un veredicto unánime: las dos plumas pertenecían al sombrero de la chica abandonada en La Venta. De modo que el grupo salvó la distancia de pocos metros para pedirle cuentas. Ella misma acababa de abrir y se disponía a fregar el mostrador. Por encima de las miradas iracundas descubrió sus dos plumas. «Gracias», dijo. «¿Dónde estaban?». Lo preguntó con tal candidez que hasta la más roqueña del grupo dejó de pensar mal. «Las tenía San Baskardo como un sorki». La muchacha hizo ademán de recogerlas, pero las mujeres querían saber más. «Te las robaron. ¿Cuándo las echaste en falta?». «No las había echado en falta». «Así que tú sales de paseo con un sombrero de cuatro plumas y vuelves a casa con dos plumas y no te das cuenta de que te han robado dos». «Desde que se largó ese cerdo no he vuelto a ponerme el sombrero porque no tengo tiempo para pasear». «¿Lleva tu sombrero dos meses metido en la caja?». «Sí». «¿Y la caja no ha salido de tu cuarto?». «No». Las mujeres estaban llegando a algo.

Apareció Zacarías Ermo, le abordaron y le contaron la profanación. «Vaya», dijo Zacarías. «¿Quién ha entrado en el cuarto de la chica?». Zacarías perdió el color. «Nadie», mintió excelsamente. «¿Es que no te enteras de lo que ocurre en tu propia casa? Alguien entró y robó las plumas que luego le puso a San Baskardo. ¿Quién ha entrado en ese cuarto?». «Por la puerta de la chica sólo entra y sale ella». Lo que era verdad. «Entonces, ¿cómo te explicas…? ¿No se te habrá colado algún mastuerzo?». «¡Imposible! El cuarto está arriba y yo estoy abajo todo el día y habría visto a…». Zacarías leyó en los ojos de las mujeres y añadió: «Estegune también está abajo, conmigo». «Pues alguien ha estado allí para robar esas plumas». Y otra mujer: «O ha estado allí y además ha robado las plumas». Ahora les tocó palidecer a las mujeres. «No sé, pues», dijo Zacarías.

En ese momento cruzaron corriendo los tres hijos de La Venta, persiguiéndose en calzoncillos. «¿Y quién vigila a éstos?», preguntó una mujer. «¡A la cama, a la cama!», los persiguió Estegune. «Mis hijos nunca suben al cuarto de arriba», dijo Zacarías. «¡Humm! Robarían las plumas para hacer una gracia». «La estatua de San Baskardo les queda muy alta», expuso Zacarías. «Nadie sabe de lo que son capaces, los críos llevan el demonio en el cuerpo». El padre llamó a sus dos hijos mayores, Luken y Festin, de diez y ocho años entonces. Les preguntó si sabían algo de unas plumas aparecidas en la cabeza de San Baskardo. Los chavales respondieron que no. Zacarías empezó a descargar tortas en sus rostros culpándoles de ser los culpables. «Para, les vas a romper algo», y la misma mujer se inclinó ante los niños: «Habéis sido vosotros, ¿verdad?». Luken y Festin gritaron mil veces que no. «Han sido ellos, irán al infierno», sentenciaron las mujeres. «Han sido ellos», corroboró Zacarías Ermo preguntándose no quién de los clientes de la chica había robado las dos plumas sino por qué cojones las había robado.

Así quedó la cosa, aunque sólo por una semana, hasta que el hijo mayor de Zacarías no encontró mejor remedio para salvar su pellejo que pedir confesión a don Ernesto. Tras una interminable relación de pecadillos, Luken se paró y el coadjutor le apremió a que siguiera. «No tengo más», aseguró Luken. «¡Cómo que no!», exclamó don Ernesto. «No». «Tú has venido a que se te perdone tu horrendo sacrilegio». «Yo he venido a no contárselo porque no lo hice». Así era: Luken esperaba del cura que fuera humano, se saltara el secreto de confesión y contara al pueblo que Luken Ermo, habiendo podido confesar a Dios su delito, no lo había hecho, lo que demostraría su inocencia. «¡Suéltalo todo!», le exigió don Ernesto. «No me queda dentro ni un güito robado», lloró Luken. «Pues tú verás lo que haces, porque el domingo vamos a celebrar un solemne acto de reparación a San Baskardo y todos esperan que te arrodilles ante nuestro patrono y le pidas perdón». «¡No puede perdonarme nada!». «San Baskardo es el mejor santo y te perdonará». «¡No puede! ¿Qué me va a perdonar?». «¿Acaso pretendes subirte a sus barbas?». El coadjutor cerró el trato con un cachete.

El domingo, el viejo templo se abarrotó y la estatua de San Baskardo lucía una túnica blanca. Don Eulogio del Pesebre del Niño Jesús, el párroco de noventa y seis años, se había empeñado en oficiar la reparación y allí estaba apoyándose, tembloroso, en su bastón por debajo de la casulla. Sobre Zacarías Ermo llovían los pésames por tener un hijo así. Si miraba en derredor no era por sorprender algún descuidado gesto que denunciara al de las plumas, sino para pedirle por sus huesos que siguiera callado. Manos firmes obligaron a Luken Ermo, bañado en lágrimas, a postrarse ante el santo. Le habían repetido la frase que debería pronunciar, pero él no tenía fuerzas más que para gemir proclamando su inocencia. Sólo la magnitud de su falta impedía que los presentes se conmovieran. De pronto, una voz rompió la perfección del acto:

—Dejadle, yo soy el de las plumas.

Era Gabino Perurena, «Perrechico», el enterrador, un hombre de cuarenta años del que, hasta ese momento, todos habían pensado que vivía más cerca de los muertos que de los vivos. Mil ojos le miraron ensombrecidos por la confusión y enseguida por el quebranto que suponía repetir otro día la ceremonia con otro reo. Luken Ermo se liberó de las manos aturdidas y huyó del templo. Cuando el gentío salió al aire lúcido de la mañana, las mujeres comprendieron que se enfrentaban a algo inesperado, porque si no había sido un pillastre el ladrón de las plumas sino un hombre ajeno a La Venta, un hombre serio de Getxo, ¿qué hacía este hombre en el dormitorio de aquella chica? De esta alarmante pregunta arrancó la iracunda cadena que, dirigida violentamente por ellas, condujo al descubrimiento de la escalera de mano y al desmantelamiento del prostíbulo, al destierro de la rubia, al proceso popular al que fue sometido Zacarías Ermo y al intento de incendio del antro del pecado, propósito truncado por el alcalde a cambio de la promesa de no gastar en La Venta un solo céntimo del Ayuntamiento hasta el fin de los tiempos. Nada trascendió de las inquisiciones en cada alcoba matrimonial, pero durante varios meses los hombres se retiraban dócilmente a sus casas en cuanto anochecía.

Sin embargo, nadie obligó a Gabino Perurena a someterse a un acto de desagravio a San Baskardo, y cuando, pasados aquellos turbulentos días, los hombres le preguntaron ante el mostrador de las confidencias que por qué lo había destapado todo poniendo las plumas en la cabeza del santo, Perrechico respondió, sencillamente, que por celebrar de algún modo su proeza de una noche entera sin pegar ojo encamado con aquella hembra sólo vestida con cuatro plumas como ninguno de ellos viera ni vería.

Y entonces, de nuevo, regresó Efrén a La Venta con sus papelotes de los seguros, en plural, porque en aquella ocasión les habló de vertientes a considerar en el asunto del que daba por hecho que había de continuarse hablando, y de que los convenció indica el que, para el día siguiente, ellos ya habían llamado a Bingen Apraiz. Pero en la víspera les habló —allí apostado en la punta del mostrador—, primero, de la conveniencia de reunir un fondo que les permitiera, ante un nuevo peligro futuro, convertir La Venta en propiedad particular adquiriéndosela al Ayuntamiento. La perspectiva les sonó tan seductora que les dio miedo seguir pensando en ella sin antes consultar con Bingen Apraiz. La segunda vertiente era la garantía de continuidad de la Fundación pro Defensa de La Venta de San Baskardo.

Les gustó la idea, pero, de momento, no se atrevieron a avanzar más. Sí que recordaron que muchos de ellos todavía seguían pagando cuotas de seguro desde 1907 para protegerse de los destrozos que causaría la segunda invasión de llamas…, que al cabo de más de veinticinco años aún no se había producido.

—Por otro lado —añadió Efrén—, puedo asegurarles también contra el riesgo de pérdida de la Fundación.

Esta vez le miraron incluso con lástima, apinando un desapacible panorama familiar a merced de una madre nada fiable que en una de sus cóleras podría castigarle liquidando la Fundación y obligando al hijo a pagar un capital a sus asegurados.

Bueno, y eso es lo que sucedió aquel día. El siguiente representó su continuación, su segundo acto, entendido así por todos —supusieron que también por Efrén, porque llegó antes incluso que la mayoría, con los papeles desbordando su negro maletín abierto descansando en el mostrador— y ratificado con la presencia de Bingen Apraiz.

—Bueno —dijo suavemente Bingen—. Seguramente estamos aquí para hablar de seguros.

—Cuando ustedes quieran —dijo Efrén.

—Ya ha perdido usted demasiado dinero con nosotros —dijo Bingen Apraiz—, Cada minuto de su actividad natural es de oro.

—¿Mi actividad natural? —repitió Efrén sonriendo.

—Éste no es su sitio —dijo Bingen Apraiz—. Ni siquiera lo es su oficina sobre la tienda de Blasa… Pero no pretendo meterme en sus cosas, podemos pasar sin más a los seguros.

—Mi actividad natural —pronunció Efrén con los labios casi absolutamente cerrados.

—Déjelo —silbó Bingen Apraiz.

—Empecé en esa oficina de enfrente. Ustedes habrían preferido no haber sabido nunca de nosotros. Quizá usted pueda denostarme ahora con lo de mi actividad natural porque nosotros, yo…

—Déjelo… ¿Por qué ha elegido La Venta para…? —preguntó Bingen Apraiz.

—Si me marchara, ustedes me llamarían —dijo Efrén.

—Sí, es verdad, pero ¿por qué negociar aquí?, ¿por rentabilidad?, ¿un solo discurso para muchos oídos reunidos?, ¿una cosecha de muchos contratos con el esfuerzo que cuesta uno solo?, ¿ahorro de luz?

—Estamos viviendo una representación, Shakespeare no habría elegido otro escenario —volvió a sonreír Efrén—. Me encuentro muy cómodo apoyado en el mostrador. El mostrador es, también, parte fundamental de este acto, ¿no es así?

Al oír por dos veces la palabra mostrador los hombres no sólo lo admitieron sino que les pareció la explicación más lógica. Hubo una acomodación de posturas y pensamientos a una situación menos tensa.

—Le gusta este juego, ¿verdad? Uno se puede aburrir de su actividad natural y tomarse un relajo en forma de juego —dijo Bingen Apraiz.

—No me burlo de ustedes, no piensen mal de mí. Vengo a hacer negocio —sonrió Efrén.

—Es muy tranquilizador oírle eso —dijo Bingen Apraiz.

El coro se miraba y se propinaba codazos, pues le parecía asistir a algo así como a un duelo de bertsolaris. Nunca sabrían quién ganó.

Habían ido llegando más hombres atraídos por la novedad del espectáculo y, ¿por qué no?, preocupados por el futuro de La Venta, aunque este futuro pasara por suscribir una póliza de seguro en un papel con membrete similar al que les presentaron tras el viejo calvario de las llamas. Y entre los últimos llegados había una mujer, Flora, la hija de Fabiola Baskardo, aquella muchacha de veinte años demasiado metida en política, a juicio de la mayoría. No era un secreto su afiliación a Acción Nacionalista Vasca tras su paso por las juventudes del Partido Nacionalista Vasco y su no incorporación a este partido, el partido de su abuela, la marquesa, quien había ejercido sobre ella una influencia limitada a su época de formación. Un año después la veríamos en el Partido Comunista, y enseguida militando en el anarquismo. Su viraje se produjo cuando su madre le reveló quién era su padre, y Flora —que entonces contaría unos dieciséis años— querría saber cosas de él y la madre se volcaría a contarle lo mejor sobre el tío Roque, le eximiría de toda culpa y responsabilidad al hablarle de la clase especial de amor que fue, un amor que se agotó en sí mismo en el momento de su culminación, o en el único momento —como sostenía don Manuel: «La apoteosis nupcial de un zángano larga y afanosamente perseguido por una reina que se saltó las leyes de la colmena, excepto la del apareamiento único»—. Sucediera así o no, Getxo deseó pensar que así sucedió, circunstancia que impregnaba a aquella cópula de una virginidad parecida a la de la Virgen de don Eulogio.

Se hizo el silencio, primero ante la sorpresa de su llegada y luego al descubrir que se dirigía rectamente al encuentro del tío Roque. No tenía que abrirse camino por entre los hombres, éstos se apartaban sobreponiéndose a su asombro. El tío Roque estaba al fondo, la espalda contra la pared, y a su lado Lander Bukua, quien se desplazó para dejarle el hueco a ella, y el tío y su hija Flora quedaron así, costado con costado. Todos asistían mudos a lo que parecía cosa de un destino temerario o, al menos, demasiado juguetón.

No sólo se trataba de la primera vez en veinte años que padre e hija eran vistos tan cerca el uno del otro, sino que era del ánimo general que ni siquiera se conocían; bueno, que el tío no había dado un solo paso para ello. La irrupción de Flora en La Venta resucitó algo que estaba muerto, pues Getxo llevaba esos veinte años olvidado del escándalo, había dejado de sobarlo. Era como si Fabiola Baskardo ya hubiera saciado nuestro apetito de chismorreo proporcionándonos, sin tapujos, aquel acoso de años al tío, y luego con la prueba irrefutable de la semejanza entre padre e hija. Nos robó el incentivo por excelencia: el misterio. Porque bastaba ver el semblante de Flora para saber no sólo que portaba sangre Al tube sino que este Altube era el tío Roque: el mismo rostro silencioso, los mismos ojos verdes, la boca pasmada y la nariz rocosa, aunque suavizada por el sexo. Dentro de La Venta se produjo más tensión que si cualquier gesto del tío hubiese revelado que sabía quién era. Pensaron: «Al menos, aunque no la quiera mirar o simplemente no la mire, la tendrá que oler y sabrá que es de su propia carne, y luego que haga lo que quiera».

—¿Empezamos?

Descubrieron al olvidado Efrén observándoles sin detenerse en ninguno.

—Es sencillo, pero lo repetiré —añadió Efrén, mirando ahora a Bingen Apraiz—. Un seguro garantizaría el capital suficiente para adquirir del Ayuntamiento este edificio y despojarle de toda ejecución sobre él, y un segundo seguro garantizaría la continuidad de la Fundación pro Defensa de La Venta de San Baskardo.

—Así que dos seguros —dijo Bingen Apraiz, y al escucharlo de sus labios los hombres supieron con claridad que desde la víspera les estaban hablando de dos seguros.

—Un solo contrato podría cubrir las dos circunstancias. Nada que oponer. Yo me ahorraré un impreso y ustedes se ahorrarán el esfuerzo de estampar una firma o una cruz —sonrió Efrén.

—¿Dónde está la trampa? —se oyó entonces la voz aguda de Flora.

Ni un solo par de ojos dejó de volverse hacia ella. Esta vez también lo hizo Efrén, sin asomo de contrariedad, aceptando deportivamente el ataque que hacía más interesante el juego.

—Aún no había nacido yo cuando muchas personas aquí presentes firmaron aquellos seguros contra los destrozos que unos animales atolondrados causaron antes de ser muertos, y que ahora no volverían a firmar. Fue un engaño por su parte. Usted, señor Efrén, no jugó limpio. Se aprovechó del miedo a una segunda invasión de llamas…, que aún seguimos esperando. ¿Por qué no se contenta con seguir explotándoles desde lo alto como capitalista, sin bajarse a estrujarles más?

Por supuesto que no era lo que se esperaba escuchar allí. Hubo un sordo concierto de ropas, suelas y huesos cambiando de postura.

Bien, pero lo que en ese momento empezaron a advertir atrajo todas las atenciones, se olvidaron de lo fundamental y, uno tras otro, se centraron en el tío, en su rostro incrédulo vuelto hacia la muchacha de veinte años a su lado. Fue una situación incómoda. A la vista estaba que Roque Altube, como poco, había hecho un descubrimiento, acababa de reparar en la persona que ocupaba el espacio de La Venta situado a su derecha, a lo que se podía añadir el peligro de un segundo descubrimiento, el de descubrirla; esto es lo que cargó de tensión el recinto. «No se trataba exclusivamente de Flora, de su mitin panfletario», explicaba don Manuel, «sino de las viejas sonoridades revolucionarias que tu tío Roque suponía desterradas definitivamente y que se reproducían a través de aquella muchacha cuya identidad desconocía al comienzo de aquella sesión, a la que no habría visto entrar ni siquiera colocarse a su lado. Pero, de un golpe, sus tres ignorancias dejaron de serlo. Primero, la música del agresivo discurso le trasladaría a las agitaciones mineras vividas con Isidora, para recalar en Fabiola Baskardo y finalmente en… Unos eslabones casi familiares ensartados más por razones de justicia social que de sangre. Quizá en aquel agobiante momento tu tío buscara refugio en el mecánico itinerario Isidora-huelgas, Fabiola-sindicalismo y Flora-rebelión, en un loco intento de pasar toda la responsabilidad al destino; quizá llegara, incluso, a considerarse una víctima más de la maldita industrialización, tan repudiada por la ideología sabiniana… E, inesperadamente, se movió, despegó su espalda de la pared y echó a andar hacia la puerta por el canal que le iban abriendo. Pensaron: "Es lo mejor que puede hacer, dadas las circunstancias", "No lo ha podido aguantar", "Seguramente hemos perdido a Roque Altube para siempre"… Salió de La Venta y en un rato nadie habló. Luego, Efrén preguntó: "¿Seguimos?", tan secamente como poco antes pronunciara: "¿Empezamos?". Y entonces se abrió la puerta y entró tu tío Roque como si nada, de nuevo la gente se apartó a su paso y ocupó el sitio de antes —curiosamente aún vacío en medio de tantas apreturas—, junto a su hija. No la miró, ninguno de sus gestos delató que no estaba viviendo un momento cualquiera de un día cualquiera. Supongo que quiso expresar algo, expresárselo a ella, pues en los años siguientes su comportamiento sería el mismo que hasta minutos antes, no sólo sin la más mínima relación entre ellos sino como si no hubiese descubierto quién era. Quiso expresarle algo, consciente de que jamás se le presentaría en la vida otra oportunidad de hacerlo: al menos, que no la repudiaba, algo así como que nada personal tenía contra ella».

Y lo conmovedor fue que la muchacha supo ponerse a su altura. Tampoco se volvió a mirar al tío ni dejó traslucir ninguna emoción. Pero ¡caramba!, se trataba del primer encuentro padre-hija en veinte años. Bueno, la necesidad de verle la tendría suficientemente cubierta, le bastaría pasar a ciertas horas por ciertos sitios, cruzarse con el hombre a quien su madre le habría señalado alguna vez: «Míralo, ése es. Olvídalo, como yo lo he olvidado. No compliquemos la vida, ya hizo bastante por ti y por mí. Fue inocente». Así que ya no necesitó mirarle en La Venta. Y su no repudio —incluso, ¿por qué no?, amor— lo recibió con su regreso a aquella reunión y a la proximidad de los cuerpos, desentendiéndose del montón de testigos que luego lo extenderían por todo el pueblo…, suponiendo que el tío lograra en algún instante de esa escena o de su existencia pasada y futura dejar de ver a Flora como a un fantasma de aquélla su otra vida de la que nunca pudo desprenderse.

Al retomar los seguros, los hombres lo hicieron bajo la sensación de que el mundo había mejorado. Efrén repitió por tercera vez su proposición y Flora repitió igualmente: «¿Dónde está la trampa?», y Bingen Apraiz dijo:

—Lo de las llamas, más que de una trampa consiste en una improbabilidad, como las casas aseguradas que no se incendian nunca.

—En veinticinco años siempre se quema en un pueblo alguna casa, pero ya llevamos veinticinco años sin que hayan aparecido otras llamas por aquí —exclamó Flora.

—No confundamos unas llamas con otras —rió Ambrosio Menchaca, y se oyeron bastantes carcajadas.

—¡Ambrosio es la hostia! —rió Calixto Delatorre.

—Centrémonos en los seguros de hoy —añadió Bingen Apraiz—, estudiándolos debidamente, discutiéndolos y aceptando o no la oferta de don Efrén. Y, en este sentido, creo que sobra uno de los dos seguros, posiblemente el más caro.

—Todo lo que sobre… ¡para vino! —dijo Iñaki Foruria.

—¡Vino, siempre con el jodido vino…! ¿Y la leche para cuándo? ¡Sois la leche! —exclamó Calixto Delatorre apurando su vaso, eternamente serio, dejando la risa para los demás.

Bingen Apraiz aceptaba las interrupciones como un complemento de su enfrentamiento profesional con Efrén. Dijo:

—Si uno de los seguros nos garantiza la pervivencia de la Fundación, ¿para qué necesitamos el otro?

—Se necesitan mutuamente —apuntó Efrén.

—Desde hace tiempo venimos confiando en la Fundación y nada nos hace pensar que usted y su familia vayan a desaparecer de esta tierra —dijo Bingen Apraiz.

La atención general se concentró aún más en Efrén, esperando su respuesta, por ver si les desvelaba cómo sería el futuro de Getxo, con su familia o sin ella.

—A mí y a los míos nos honra tanta confianza —sonrió Efrén—. Sin embargo, las personas desaparecen antes que sus instituciones. La persona que creó la Fundación tampoco se librará de este destino. —Los presentes y luego todo el pueblo supieron, así, al cabo de casi medio siglo, algo de primera mano sobre Ella: que no era inmortal—. Si consigo contratos garantizando la permanencia de la Fundación, yo seré el más interesado en que no desaparezca, ¿o no?

—La Fundación no es infalible y he ahí la trampa —dijo Flora, levantando un instante su brazo para señalar a Efrén un tanto teatralmente—, Puede haber Fundación y no impedir que el Ayuntamiento se salga con la suya. Las cuotas de las pólizas se estarían pagando años y años para nada.

—Eso nunca ha ocurrido hasta ahora —dijo Patricio Sarria.

—Pero ¿quién nos garantiza que no puede ocurrir? El seguro de este señor no nos protegería. Como siempre, ¡a merced de los de su clase! —dijo Flora con un resoplido.

Las miradas volaban de uno a otro, y al detenerse en Efrén sorprendieron la mueca de correspondencia que dirigió a Bingen Apraiz.

—El segundo seguro cubriría, también, el posible fracaso de la Fundación en su cometido tradicional de defensa directa de La Venta. Una Fundación creada para un fin determinado puede dirigir su fuerza a otras funciones cuyas metas no se aparten de la razón que inspiró su nacimiento —dijo Efrén.

—¿Qué otras funciones? —preguntó Bingen Apraiz.

—Actuar por y para La Venta…, pero fuera de La Venta —informó Efrén—. Se trataría de presionar al enemigo en sus propios despachos municipales, conseguir que el Ayuntamiento pusiera en venta La Venta. Algo perfectamente posible. Y aquí entraría el segundo seguro, gracias al cual ustedes dispondrían del capital para adquirir este inmueble y disfrutarlo a su gusto. —Para emitir la frase siguiente, la última de su párrafo, Efrén no carraspeó ni cambió de tono o de postura, ni siquiera les concedió un parpadeo—: Pero habría que suscribir un subcontrato, que adjuntaríamos al que se refiere a la Fundación.

Los únicos que advirtieron la carga añadida fueron Flora y Bingen Apraiz, y acaso el tío Roque, aunque lo dudo, pues los demás no interpretaron debidamente el término subcontrato, o creyeron que nada había que interpretar; y, por otro lado, Efrén acababa de mencionar despachos municipales, que ellos redujeron a despachos, ese ámbito abstruso perteneciente a la ciudad, a la capital y a los nuevos modos que no acababan de incorporar a sus vidas, que seguramente nunca lo conseguirían —al menos, en un par de generaciones más—: La gran mesa pulida y, sobre ella, la carpeta negra, el teléfono, los tinteros y plumas de escribir, el gran cenicero con el anagrama de la empresa que controlaba hombres y cosas desde ese despacho, y en anaqueles los libros que nunca leerían ni sabrían utilizar como armas, y su prolongación en ficheros perfectamente alineados en otras estanterías de armarios con puertas acristaladas, sabiendo que allí dentro estaban ellos mismos, sus nombres y los de sus familias, el nombre de su caserío y su valor no en viejas sangres sino en reales y duros, y el hombre con pajarita o corbata sentado al otro lado de la gran mesa en el gran sillón de cuero, y ellos mismos imaginándose entrando en el despacho con la boina en la mano y tropezando con el borde de la inmensa alfombra, encuentro en el que solían pensar con frecuencia a lo largo de sus vidas temiendo sucediese alguna vez, aunque la mayoría de ellos consiguiera morirse sin haberlo vivido. Y el hombre que acababa de pronunciar la palabra despacho era no sólo un hombre de ese mundo sino el que había inventado los despachos, o, al menos, en quien pensaba el que los inventó.

—Ya tenemos tres seguros —sonrió Bingen Apraiz mirando a Efrén—, Espero que no nos favorezca con ninguno más.

—Es la táctica de la tela de araña con la que ahogar a la gente —exclamó Flora echando hacia atrás su brazo caído para golpear con la mano abierta la pared a su espalda.

Los hombres que colmaban La Venta hasta sus últimos rincones habían de relevarse ante el mostrador y sus desplazamientos-migraciones se producían al compás de los vaivenes del coloquio, a una expectación paralizada seguía una crepitación de comentarios encadenados a un inicio de desplazamiento-migración. La gran tarea de Zacarías Ermo era conseguir que los afortunados de la primera fila no se llevaran consigo el vaso a medio consumir al ser empujados por los del turno siguiente reclamando su ronda, por ser limitada su provisión de vasos. Nunca, ni en la gran fiesta patronal de San Baskardo, le había ocurrido nada semejante. «¡Rápido, rápido, llevaos sólo el vino, dejad hueco a los demás!». Le ayudaban lavando vasos su esposa Estegune y sus hijos Luke y Fostin —no Meder, aún de seis años— y su padre, el viejo Zacarías, y su madre Fermina. Cobraba la consumición a cada cliente antes de que la marea humana lo alejara.

—Porque el subcontrato pertenece a la Fundación, es decir, a su contrato, al seguro que garantiza su pervivencia —continuó Efrén.

—Durante años no se ha necesitado ningún seguro para defender nuestra Venta. Sigamos independientes y libres —exclamó Flora.

—No tan independientes, señorita Flora —dijo Bingen Apraiz—. Hemos dependido de la Fundación, que no es obra nuestra.

—¿Por qué vamos a seguir bailando con la música de ellos? ¡Esta vez no tienen algo que el pueblo no tenga! Están acostumbrados a marcar siempre las reglas del juego porque tienen el capital… ¡pero para hacernos con una Fundación no se necesita capital! —exclamó Flora.

—Usted es la señorita Flora Baskardo, hija de la señorita Fabiola Baskardo —dijo. Podía haberse ahorrado lo de señorita para Fabiola, pues a partir de que ésta diera a luz, en 1913, Getxo la empezó a llamar o, al menos, a pensar en ella como señora Fabiola. Pero Efrén demostró una vez más que nunca perteneció a nuestro pueblo. Hubo tensión esperando su respuesta. Y, en medio, el padre, como si nada fuera con él. Efrén retomó la palabras Capital e inteligencia, señorita Flora, sobre todo inteligencia concentrada en un proyecto obsesivo. Y coraje. Y dolor. Y ambición, desprecio y odio. No olvide usted el odio. Sé que usted no odia y tal estado es índice de decadencia, porque el amor contraviene todas las leyes que rigen el mundo real, el de la supervivencia. El capital no es lo más importante.

—¡Capital contra trabajo! —fue lo único que replicó Flora. Y siguió como un martillo—: ¡Capital contra trabajo, capital contra trabajo…!

Y entonces ocurrió lo inesperado. Al principio, pareció que se trataba de la voz de Flora, pero enseguida se descubrió que era la voz del tío repitiendo las tres palabras, tan tenuemente como si no hubieran pasado de ser un pensamiento: «Capital contra trabajo, capital contra trabajo…». No sólo, pues, no se hallaba ajeno a cuanto allí ocurría sino que lo sentía, y no hay duda de que con mayor perspectiva que ninguno de los presentes, no por mérito propio sino por la ventaja que le otorgaba el poder estar en ese momento en La Venta y fuera de ella, en otro lugar y en otro tiempo, pues, según comentaba don Manuel, «a tu tío le persiguió la mala suerte de no haber perdido jamás su eslabón perdido, un eslabón, digamos, vivo y coleando, en perenne emisión, como una antena lanzando ondas las veinticuatro horas del día, primero a la señorita Fabiola y luego a la hija de ambos, transformándolas o, mejor, desvirtuándolas, contaminándolas, haciendo de ellas lo que no eran ni les correspondía por sangre ni por clase. Porque una cosa son las punzadas de los recuerdos más o menos vivos y otra la reproducción en vivo del pasado, hechos repivos saliendo del féretro de los recuerdos y dejando de ser recuerdos. Tu tío, Asier, tuvo una maldita mala suerte».

No hay duda de que Flora entendió el cable que le tendía su padre, y otra vez supo ponerse a su altura: no alteró ni un ápice el mecanismo con que estaba viviendo aquello, nadie le vio volver el rostro hacia el hombre que estaba a su lado; recogió el nuevo mensaje y acaso ninguna hija se haya sentido jamás tan unida a un padre.

Poco faltó para que los nueve miembros del sindicato de mi tío —el primitivo, el verdadero, aunque ya llevaba demasiados años postergado— allí presentes le hicieran coro en su «Capital contra trabajo…», pero se miraron y comprendieron que era un asunto entre padre e hija y no abrieron la boca.

—Que levanten la mano los que deseen fundar la Unión de Amigos de La Venta —propuso Flora sin moverse del sitio, sólo empinándose un poco sobre las puntas de los pies.

Los hombres giraron los cuellos para consultarse, en especial los más próximos, sin duda para descansar su mirada en algo que no fuera ella, porque sabían cuál iba a ser su elección y se avergonzaban. Sin embargo, ¿qué podían hacer? Habrían vacilado entre una Fundación pro Defensa de La Venta de San Baskardo y una Unión de Amigos de La Venta, pero no entre Ella y Flora, la primera con una larga y probada trayectoria de eficacia, y la segunda la loca de poco fiar que todos conocían. Ni uno solo levantó la mano.

—Bien, como queráis…, pero un solo contrato —dijo entonces Bingen Apraiz—. ¿Para qué pagar más para conseguir lo mismo? —Esperó de ellos alguna respuesta que no fuera aquel silencio. Esperó. Se quitó las gafas, se frotó los ojos, se las volvió a poner y miró de nuevo como esperando que algo hubiera cambiado. Suspiró hacia dentro, apuró el vaso que sostenía en la mano, lo depositó en el mostrador, sacó monedas para pagar, se despidió de Efrén al pasar a su lado, se volvió un momento y dijo—: Al parecer, no son bastantes cinturón o tirantes para sostener vuestros pantalones y queréis cinturón y tirantes, y como os hacen falta tres seguridades, ahora tendréis que elegir entre un cinturón y dos parejas de tirantes o dos cinturones y sólo unos tirantes —y salió.

—Las cosas hay que tomarlas como vienen —dijo Zacarías Ermo llenando vasos con un punto de precipitación para que La Venta recobrara su auténtico pulso.

Confiaron en que sus almas quedarían tranquilas al desembarazarse de aquel estudiante que, a pesar de ser uno de ellos, llevaba demasiadas leyes en la cabeza, pero allí tenían al que les acababa de vender los tres seguros. Su error radicó en el espejismo de creer que aquella decisión propia había creado una realidad distinta y mejor, en razón de haber sido ellos y no Efrén quienes en esta ocasión tomaran la iniciativa.

—Los de Getxo somos los más grandes —exclamó Zacarías Ermo.

—¿Grandes? ¡Leches! —gruñó Calixto Delatorre.

—¡Por los cojones! —vociferó Lander Bukua.

Efrén había empezado a extraer de su maletín nuevos papeles y a ordenarlos sobre el mostrador. Los dispuso exactamente en tres montones. Observaron que ya estaban cubiertos de escritura a máquina. «Sabía que esta vez también se saldría con la suya», se transmitieron con las miradas. «Podríamos entender mejor lo que finalmente hicieron», razonaba don Manuel, «si en aquellos momentos les hubiera faltado una voz agitando lo que tenían dentro de sus molleras, una voz pronunciada por alguien con el coraje suficiente para tomar el mando y la responsabilidad y enfrentarse abiertamente a Efrén. Pero ocurrió, Asier, que sí dispusieron de esa voz y de esa persona, quien no se limitó a soltarles una simple fiase sino que les sometió a varios minutos de prueba. ¡Vaya que si tuvieron una Diana cazadora! Pero ella se dirigió a su razón y ellos estaban atrapados por un amor. Así, pues… ¡qué caramba!…, los entiendo, con Flora y sin Flora… Escucha, Asier, se trataba del Mostrador, no lo olvides. Del Mostrador, con mayúscula…».

—Sé de vosotros, 05 conozco… No uno a uno sino a todos juntos… Me cruzo con vuestras expresiones en los caminos de Getxo, pero no os veo como os ve mi abuela. Para mí, sois criaturas muy asustadas que representáis lo más triste de los hombres. ¿Quién os ha hecho así? Algocon lo que ya os encontráis al nacer. ¿Getxo? ¡Pues, sí, Getxo! Un Getxo moldeado por don Eulogio, el de la Iglesia, y por gentes como mi abuela, el Poder, colocadas en el principio de nuestra tradición. Han hecho de vosotros criaturas aterrorizadas, apaleadas, explotadas, engañadas. Sobre todo, aterrorizadas. Vuestras vidas se reducen a un lloriqueo continuo, como ahora, que lloráis como niños abandonados la protección de La Venta… ¡otro mito, otra religión! ¡Y si, al menos, lloraseis como es debido!… ¿Alguien os ha enseñado a ser vosotros mismos?, ¿a no sentir terror ante vuestros destinos? ¿Os enseñaron a ser libres? ¿Os enseñaron a querer a vuestros cuerpos desnudos como se quiere a los árboles? Vuestros cuerpos, que creéis vuestros, no os pertenecen, les pertenecen a ellos, ellos os dicen lo que habéis de hacer con vuestra carne. Así que os sobra vuestra maravillosa carne y os sobran todos los demás maravillosos placeres…, que os pertenecen y os los arrebatan. ¡Os quitan la libertad! Y, al quitaros la libertad, dependéis para todo de ellos y los aceptáis como amos. ¿Habéis dado algún paso en la vida sin ellos? ¿Habéis gozado alguna vez con vuestros cuerpos sin creer que es pecado? ¡Los confesonarios están llenos hasta el techo de vuestras secretas masturbaciones! Sólo os permiten uniones entre hombre y mujer bendecidas por el cura… ¡pero prohibido el placer en la cama sin hijos! Ah, pero el cura también bendice para la cama uniones entre caseríos. Y vuestro Dios bendice esta prostitución de la carne a cambio de monedas y, sin embargo, condena los libres juegos de la carne desnuda. Dios es uno de los amos del que os tenéis que liberar. El señor Efrén es otro. Si siempre fuisteis esclavos en vuestra patria, que nadie os seduzca en adelante con la palabra engañosa de patria. Ya que vuestro miedo necesita de la protección de La Venta, dad el primer paso hacia vuestra liberación formando con muchos débiles un único cuerpo fuerte, echad de aquí a este señor de los seguros y sed los dueños de la Unión de Amigos de La Venta —habló Flora.

A juicio de don Manuel, «su esfuerzo estuvo condenado de antemano al fracaso, y no sólo porque entonces aquellos hombres únicamente podían atender llamadas a sus sentimientos, no a su razón. Es seguro que, a su modo, entendieron la dura crítica que les hizo…, una crítica, incluso, ofensiva para su condición de hombres… y posiblemente se habrían entretenido unos segundos en juguetear con el planteamiento de lucha de clases implícito en todo el discurso —cuestión nunca planteada en su nacionalismo—, pero el muro lo constituía ella misma, Flora, o más bien su madre, Fabiola, componentes, con Moisés y Josafat, de aquella tribu que se desnudaba en la playa y vivía con amantes de ambos sexos. No, no era Flora la más indicada para darles consejos».

—Mientras Dios quiera que haya Venta, siempre habrá sangre mía en este mostrador —suspiró de pronto Zacarías Ermo acariciando la cabezota de su heredero Meder.

El mensaje que les enviaba no sólo lo entendieron sino que les conmovió, vislumbrando el mejor de los futuros. Tomaron la decisión sin necesidad de consultarse ya con las miradas. Los más próximos empezaron a acercarse a Efrén arrastrando las suelas, y el resto se dispuso a imitarles. Flora huyó de La Venta golpeándose la frente con el puño. No lo hizo sola: un minuto después tomaban la puerta el tío Roque y los ocho o diez del sindicato. Encontraron a Flora a diez pasos del edificio, vuelta hacia ellos, esperándoles. El tío se detuvo, y aún no la había mirado a la cara. Contarían después los del sindicato que fue como si se paralizara la noche para que el intercambio o lo que fuera entre padre e hija circulara mejor a la distancia de diez metros. Un instante después recobraban sus rumbos.