Josafat Baskardo
Agosto de 1914

Adolfo está con nosotros en la playa. Y Dominga.

—Si hubierais venido con trajes de baño no tendríais que esperar a que oscureciera para bañaros —digo.

—¿Trajes de baño?, ¿qué es eso? —dice Fabi.

Adolfo está con nosotros en la playa. Y Dominga.

—¡Qué calor, qué baño nos espera! —dice Martxel lanzando una exclamación animal a lo alto.

—Concedámosles un poco más de nuestra inmensa privación —dice Fabi.

—No he conocido a nadie como vosotros —dice Adolfo.

—Yo los vi antes que tú —dice Dominga.

—Antes no creía en los hombres —dice Adolfo.

—¿Y ahora crees en las mujeres? —dice Dominga.

Martxel acaricia los hombros de Adolfo que deja desnudos su sábana medio caída. Adolfo mira a Martxel y lo sigue haciendo por encima de la cabeza de Dominga cuando ésta se sienta entre ambos y quedan separados por el espesor del cuerpo de ella.

—Si la condición para bañarse es disponer de un traje de baño, pues yo tengo un traje de baño —digo, abriendo mi sábana.

—¡Ha bajado con traje de baño! —dice Fabi.

—Jaso, Jaso… —dice Martxel.

—¿Acaso no sabíais que haría un calor insoportable? He venido con traje de baño y lo voy a usar. ¡Que la envidia os abrase! —digo.

—Si vas al agua, iremos todos —dice Martxel.

—¡Es imposible, vosotros no tenéis traje de baño! —digo.

—¿Oyes a mi hermanito, Adolfo? —dice Martxel acariciándole los hombros.

Adolfo acaba de cumplir veinte años y es rubio, esbelto, de piel blanca y ojos azules. Podría decir de él más cosas, me bastaría contemplarle con los ojos de Martxel, pero me niego a hacerlo. Le llama bello dios. Lo trajo a Oiarzena hace seis meses Dios sabe de dónde. Nos lo presentò: «Éste es Adolfo». Nada más nos dijo de él. Era febrero y pasamos la tarde conversando frente al fuego. Llegó la hora de cenar y cenó con nosotros. Luego Martxel dijo: «Voy a preparar su habitación». No sé por qué se tomó esa molestia, pues ya desde la primera noche Adolfo durmió en la habitación de Martxel. Quiero decir que cuando el caserío quedó en silencio y todo el mundo retirado, oí abrirse la puerta del invitado, y salí al pasillo y le sorprendí a la puerta de Martxel. Bueno, sorprender no, no me miró como cogido en falta, vi en su rostro la misma sonrisa que pone Martxel cuando me envuelve con su malicia de demonio. «Buenas noches, Josafat», me dijo Adolfo, y abrió la puerta y entró en el dormitorio de Martxel. Sólo al dejar de verle me di cuenta de que se cubría con una sábana.

Con Julieta no fue tan fácil, porque aún estábamos en casa de ama. Hará unos tres años. Julieta llegó a la verja con una maleta y preguntando si allí vivía Moisés Baskardo. Fue avisado Martxel, salió y la descubrió. «¡Julieta!», gritó, corriendo hacia la puerta del jardín. Era media mañana y ama estaba en la cocina probando una nueva receta de pastel, y salió asustada preguntando qué ocurría. Martxel regresaba ya con la chica. «¡Ama, te presento a Julieta!», dijo, abrazándola hasta medio ahogarla.

Julieta era joven, alta y muy guapa. Llevaba los labios excesivamente pintados de rojo. Ama la examinó de arriba abajo y torció el morro. «¿Quién es?», preguntó. «Ya te lo he dicho: Julieta. Pasará una temporada en casa», dijo Martxel. «¿Cómo?», casi gritó ama. Ama llevó a Martxel del brazo al salón. Les seguí. «No puede dormir en esta casa una amiga tuya joven y con esos labios. No quiero saber de dónde la has sacado», dijo ama. «Como te interesa, te contaré que la conocí no hace mucho en una casa de amor de Bilbao y nos hicimos felices y la invité a formar parte de nuestra familia», dijo Martxel. «¡Dios mío!», gritó ama. Mi estómago reventó y no me dio tiempo a huir. Oí gritar a ama: «¡Traed toallas y una palangana!». «No la puedo despedir, ha venido a quedarse», dijo Martxel. «Estás equivocado si crees que voy a meter en mi casa a una mujerzuela con toda esa pintura en la cara», dijo ama. «Se la quitaré», dijo Martxel. «¡Es a ella a quien debes quitar de mi vista!», dijo ama. «Yo la invité y se ha molestado en venir hasta aquí para quedarse», dijo Martxel. «¡Nunca consentiré que se vuelva a pecar entre estas paredes como lo hizo vuestro padre!», dijo ama. «Sabes que estamos dispuestos a vivir en cualquiera de tus caseríos para hacer nuestra vida», dijo Martxel. «¿Y quedarme sin hijos? ¡Una madre no puede aceptar ese destino! ¿Qué pensaría la gente si me abandonaran mis tres hijos? ¡Pensaría que soy una mala madre que se merece el desamor de su marido!», dijo ama. «Sólo queremos vivir nuestra vida, que nos dejes vivirla», dijo Martxel. «¿Qué vida?, ¿una hija que me dice: "Ama estoy embarazada, pero no de mi esposo"?, ¿un hijo que pretende hacer guarradas con una cualquiera en mi propia casa?, ¿un hermano y una hermana que están arrastrando a la perdición a su hermano inocente con sus desnudeces impúdicas? ¡Jamás se habían cometido pecados semejantes en un hogar vasco!», dijo ama. Se acercó a mí, cogió una toalla de manos de una criada y me limpió los labios y la cara y la pechera de la sábana y dijo: «Ven conmigo, Jaso, ayúdame a pensar en lo que esta familia debe hacer para volver a ser lo que era». Y me tomó de la mano y quiso conducirme con ella fuera del salón al tiempo que ordenaba a la criada que no dejara ni rastro de mi vómito sobre la alfombra.

Y entonces bajaba Fabi por las escaleras mirando a todos y especialmente a Julieta, que seguía en el recibidor con la maleta a sus pies. «¿Quién es esta guapa chica?», dijo Fabi. La voz de Martxel vino de mi espalda: «Se llama Julieta, es mi amiga y se queda con nosotros». «¡Qué bien!», dijo Fabi. De un tirón desprendí mi mano de la de ama y le lancé la mirada que reservo para ella, la bruja. «¿No comprendéis que estoy sola?», dijo ama. Fabi se llegó hasta Julieta y le dijo: «¿Sabes que estoy embarazada?». Julieta sonrió. «¿Qué diría la gente, mi santa casa convertida en un lupanar?», dijo ama. «Haces un océano de un vaso de agua», dijo Fabi. «¿Vaso de agua?, ¿vaso de agua?», dijo ama. «Tu sociedad practica estas cosas, sólo que a escondidas. Y si no las practica es por cobardía, pero ganas no le faltan», dijo Fabi. «¡Eso se llama temor de Dios!», dijo ama. Somos tres los que vestimos sábana: Martxel, Fabi y yo. «No lo puedo consentir… Te ruego, Martxel, que despidas a esta mujer», dijo ama. «No tiene importancia que se quede o no», dijo Fabi. «¡Estás hablando de mi casa!», dijo ama. «¡Y yo estoy hablando de su vida, la de Martxel!», dijo Fabi. Ama se cubrió la cara con las manos y rompió a llorar y empezó a subir las escaleras, murmurando entre sollozos: «No podré convivir con el pecado ni me atreveré a presentarme ante la gente… ¿Qué será de mí y de mi casa? ¡Llamaré a los guardias!». Martxel la alcanzó y le dijo: «Diremos que has tomado nueva criada». «¿Y qué pensarán cuando se marche de pronto? Dirán que la mala de la señora la ha despedido antes de darle tiempo a ponerse el delantal», dijo ama. «Si nos aguanta a todos nosotros se quedará mucho tiempo», dijo Martxel. «Esto es una pesadilla, el destino no puede ser tan cruel conmigo. ¿Cómo debo interpretar estas señales que me envía Dios? ¡Me siento la mujer más sola del mundo!», dijo ama. Desapareció escaleras arriba sin dejar de gemir como una coneja. «No puedo quedarme», dijo Julieta. «No se trata de si puedes o no puedes sino de si quieres. ¿Quieres?», dijo Martxel. «Sí», dijo Julieta.

No veíamos a ninguna criada, estarían atisbando por las rendijas. Martxel me miró, apinó mi pensamiento y salió del salón, fue hasta la puerta de la cocina, la abrió de golpe y casi derribó a las dos allí apostadas. Le quitó a una la cofia, regresó y la puso en la cabeza de Julieta. Martxel rió, Fabi rió y Julieta rió y yo también reí. En la cena de aquella noche Julieta nos sirvió por primera vez el primer plato, cosa que haría en todas las comidas y cenas del año y medio siguiente. Servía el primer plato con la cofia puesta y luego se la quitaba y se sentaba a la mesa junto a Martxel. Tardó semanas en decidirse a cambiar sus ropas por la sábana, y cuando lo hizo, servía el primer plato con sábana y cofia y luego se quitaba la cofia.

En aquella primera cena aita estaba en Madrid y Fabi habló para Román, pero sin mirarle: «Ésta es Julieta, nuestra amiga», y lo había hecho igual un par de meses antes al decirle: «Estoy embarazada, pero no de ti». En ambas ocasiones Román siguió comiendo sin mirar en un caso a Fabi y en el otro a Julieta. Al término de la cena en que Fabi presentó a Julieta, Martxel, yo, Fabi y Julieta salimos del comedor, los hermanos siempre lo hacíamos en los últimos tiempos, cuando Martxel vestía la sábana. Sólo cuando Martxel vestía la sábana. Porque al hablar de últimos tiempos no me refiero a los que arrancan del mismo día del regreso de Martxel, porque regresó ya con sábana, pero hizo cosas que más tarde sólo haría cuando no llevaba sábana; la mañana del mismo día de su regreso fue a Altubena a pedir la mano de una Andrea ya casada y que sostenía en brazos a su primera hija, y sólo horas después empezó a comportarse en casa de aquella horrible manera; en un mismo día saltó de Andrea a lo otro y esto otro nada tenía que ver con Andrea; aunque tres días después hubo algo más del color de lo de Andrea, y fue también como regresar al tiempo en que Martxel aún no había huido de la bruja: «Saldremos en busca de la neskita del cuadro», me dijo; «¿Eh?, ¿eh?», dije; «¿Ya te4ras cansado? No lo puedo creer. ¿No piensas en la alegría que le daremos a ama?», dijo.

Estábamos en mi cuarto y de pronto me di cuenta de que Martxel no vestía la sábana con la que había regresado tres días antes y que tanto terror me infundía; de nuevo le vi con sus ropas de siempre, que la bruja había guardado envueltas en periódicos entre bolitas de alcanfor; «Es que acabo de tener una idea nueva, una idea estupenda», dijo; supe que yo estaba sujetando mi cabeza con las manos porque Martxel me dijo: «¿Qué haces agarrándote la cabeza como si fuera a salir volando?». «¡Tus cartas, las cartas que me enviabas desde aquel sitio! ¡Tus cartas, tus cartas, las guardo todas y las releo! ¡Dios mío!, ¿qué me estás diciendo ahora?», dije; «Ni siquiera a ama se le había ocurrido esta idea», dijo Martxel; «¡Ella ya no es ama!», dije; «¿Por qué no está el cuadro de Aurken donde ha estado siempre, a la cabecera de tu cama?», dijo Martxel; «¡Tus cartas, tus cartas no las he soñado!», dije; «Si no está aquí sólo puede estar en un sitio», dijo Martxel saliendo al pasillo y abriendo la puerta del cuarto del fondo, el de la bruja; yo sabía dónde estaba el cuadro, yo mismo lo había cambiado de cuarto; había una criada haciendo la limpieza y salió; Martxel subió a una silla y descolgó el cuadro de la pared; «A su sitio, donde lo quiso ama», dijo; salió con él y yo detrás; en ese momento llegaban la bruja y la misma criada por el pasillo; «¿Qué hacéis con mi Aurken?», dijo; se acercaba con sus brazos lanzados hacia delante, en uno de sus gestos histéricos; «Tranquila, ama, que tú y nosotros queremos lo mismo. ¿A qué viene tanta alarma?», dijo Martxel; la bruja llegó a él y primero cogió el cuadro con ambas manos y lo bajó al suelo y apoyó su borde superior en su cuerpo y miró fijamente a Martxel; «Lo íbamos a utilizar para buscar a la neskita», dijo Martxel; «¡Martxel, Martxel!», pensé; «¡Martxel, Martxel!», dijo ama y lo abrazó con el cuadro entre ambos; Martxel me miró asombrado por encima del hombro de ella, sin rechazarla, soportando incomprensiblemente el contacto repugnante de su cuerpo; «¡Martxel, Martxel!», pensé; «La encontraremos», dijo Martxel dejándose acariciar; «¡Es un milagro, mi hijo regresa a la verdad!», dijo la bruja sin apenas voz; «La encontraremos», dijo Martxel dejándose acariciar; «¡He recuperado a mi hijo!», dijo la bruja; «¡Martxel, Martxel!», pensé, y llegué incluso a colocarme a su espalda y tirar de su brazo hacia mí para salvarlo, pero él no me ayudó y permaneció en sus garras hasta que dijo: «El propio cuadro lo solucionará todo», y entonces se apartó, aunque no para huir de ella sino para coger otra vez el cuadro y echar a andar con él pasillo adelante hacia las escaleras, y antes de alcanzarlas se volvió y me dijo: «¿Por qué te quedas ahí, Jaso?», y después a la bruja: «Tráele, ama, a tu pequeño Jaso», y en un solo segundo todos los pensamientos entraron y salieron de mi cabeza y en ninguno de ellos encontré ni la más oculta burla en las últimas palabras de Martxel.

Volví a pensar en sus cartas, reteniéndolas dentro de mí y confrontándolas con el rostro actual de Martxel; la escena se desarrollaba con excesiva velocidad, yo sabía que ellos no permitirían que las cartas permanecieran dentro de mí el tiempo preciso para poder confrontarlas con el rostro de Martxel; la bruja tomó mi mano con sus dedos; «Mi pequeño Jaso», dijo; ¿por qué Martxel seguía sonriendo?; nos esperó; «La cruzada es de todos, pero un poco más tuya», dijo, haciendo que yo tomara el cuadro; y como la bruja interviniera también en la operación posando sus manos en el cuadro, hubo unos instantes en que fue como si éste nos tuviera a los tres a un mismo tiempo; ni viviendo este peligro desapareció la sonrisa de Martxel; ¿acaso no veía lo que estaba ocurriendo? «¡Abre los ojos, Martxel: la bruja vuelve a ofrecernos su mejor cara para destruirte de nuevo!», pensé; ¿por qué no se lo dije?; me hicieron bajar las escaleras por delante de ellos portando el cuadro, pues Martxel nos acababa de revelar qué nuevo método seguiríamos para encontrar a la modelo, desechando el antiguo, el de ir por los pueblos preguntando a ciegas si vivía allí la niña-muchacha cuyo rostro el pintor Aurken trasladó al lienzo: ahora, mostraríamos el propio cuadro, preguntando: «¿La conocen ustedes?»; la bruja pareció entusiasmada con la idea y nos despidió en la puerta del jardín; besó a Martxel y él se dejó; al volverse hacia mí para hacer lo mismo, la realidad que barrió todas mis resistencias fue que Martxel se había dejado besar; el beso de la bruja exprimió la vida de mis labios; fue un beso largo y absorbente, que concluyó cuando quiso; y luego se me quedó mirando y sé que pensaba: «Pobre tonto», ni siquiera con el estruendo provocado por la exultación del triunfo, sino con sordina, como uno de esos acontecimientos que de tan absolutamente esperados sólo causan desprecio; luego dijo: «¡Esperad!», y llamó a una criada y le dio una orden y la criada desapareció en la casa y salió con una funda de tela, en la que la bruja introdujo el cuadro. «Cuidadlo bien», nos dijo, entregándoselo a Martxel; yo aún confiaba en que, de un momento a otro, Martxel despertara, arrojara el cuadro al suelo y me dijera: «¡Jaso, huyamos de esta trampa!», pero soportó un segundo beso y yo mismo soporté también un segundo, y antes de dejarnos ir la bruja nos abrazó y estrechó contra su cuerpo un tiempo larguísimo, y sollozaba, tratando de convencernos de que era la madre más feliz del universo por sentirnos con ella, cuando la verdad es que era la bruja más feliz del universo por habernos atrapado de nuevo; lo último que nos dijo fue: «Rezaré para que tengáis suerte esta vez», y su última despedida fue con la mano.

Y yo no podía dejar de pensar en las cartas de Martxel; hablaba y creí entenderle que nos dirigíamos a la Campa del Roble, pero siguió hablando y creí entenderle que no a la Campa del Roble sino a la plaza de Algorta, por ser más frecuentada; ¿cómo habíamos podido volver a caer Martxel y yo en aquel infantilismo de la neskita del cuadro, él, el hermano poderoso que fue capaz de escribir aquellas cartas tan poderosas, y yo, el que las leyó?; ¡las cartas, las cartas!; a mi lado iba él llevando el cuadro y hablando, y lo que decía nada tenía que ver con las cartas; luego extrajo el cuadro de la funda y lo levantó sobre su cabeza, preguntando: «¿Quién de vosotros conoce a esta muchacha?», porque ya estábamos en el centro de la plaza de Algorta; Martxel me pidió que yo también lo preguntase, y le dije que sí y pregunté: «¿Quién de vosotros conoce a esta muchacha?»; Martxel me preguntó: «¿Estás contento, Jaso?»; «Sí», le dije; y él dijo: «Creo que mi idea es la más brillante que se me ha ocurrido en mi vida. Alguien habrá tenido que ver alguna vez esta carita en algún sitio». «Sí, Martxel», dije; «¡Vaya pareja de chorlitos!», oí decir a algunos que pasaban ante nosotros.

Un año después desperté en mi cama y vi sobre mí el rostro de Martxel; «Acompáñame a pedir la mano de Andrea», me dijo; «Pero… ¿por qué?… Ha pasado mucho tiempo… Ocurre que…», dije; «Tanto tiempo. Tienes razón, he dejado transcurrir demasiado tiempo sin dar este paso que ella espera tanto como yo, aunque jamás lo ha mencionado. Es una Altube y jamás lo haría. ¡El conmovedor recato de la mujer vasca!», dijo; «¿Por qué te acuerdas de ella después de…?», dije; «¿Acordarme? ¡Siempre está en mi pensamiento! Hoy he soñado con ella. Estaba en el portalón de Altubena, esperándome. Estaba sentada en una de esas banquetas bajas que tienen, cosiendo, tarareando por lo bajo una melodía que sonaba a campo verde, fresco y silencioso», dijo; «¿Y es porque has soñado con ella…?», dije; y fuimos; era la primera vez en un año que se quitaba la sábana; «¿Qué buscas?», le dije, viéndole revolver en su armario; «Mi ropa», dijo; sobre su cama estaba su sábana; «¿Qué ropa buscas?», dije; encontró unos pantalones, una camisa y una chaqueta y se los puso; cogí la sábana de la cama y la miré por todas partes por si estaba sucia o rota; nada; la mantuve en alto para que la viera cuando acabara de atarse las correas de unos zapatones que ahora ahogarían unos pies que en el último año se movieron descalzos por todos lados; acabó, se puso en pie y ni se fijó en la sábana; «Vamos, vamos, no te entretengas, que es tarde», dijo después, cuando regresé a mi cuarto a vestirme pantalones, camisa y chaqueta, y zapatos, y así salí al pasillo a ver qué me decía Martxel al verme sin sábana; ni una palabra.

En nuestro camino a Altubena quise hacerle desistir, pero no me salían las palabras y menos las de la gran verdad; asistí en el portalón a la espantosa escena de la tercera pedida de mano de Andrea; sólo al acabar preguntó Martxel: «¿Dónde está ella?, ¿por qué no sale ya?»; Zenon, Bixenta y Mari Benita le habían escuchado sin saber qué hacer y así siguieron; fue Juan quien se adelantó hasta Martxel; «No está aquí, no vive aquí, lleva dos años casada en Torretxea», le dijo; esperé ver aMartxel caer muerto sobre las losas, pero sonrió y dijo: «No seas bromista, estamos en algo muy serio»; y momentos después: «¿Qué me has dicho?», y era verdad que no sabía o no se acordaba de lo que le acababan de decir, porque dejamos Altubena y no fuimos a Torretxea; su último gesto en el portalón fue una carantoña al pequeño Marcos, en brazos de Mari Benita, diciéndole: «Dile a tu tía que la espero mañana en el cañaveral».

Encontramos en casa nuestros cuartos ya arreglados. Me asomé al de Martxel por saber dónde había puesto la criada la sábana; no estaba a la vista; ¿quién la había guardado y por qué?; resultó ser cosa de la bruja; no sé cómo supo que fuimos a Altubena, es decir, que fue Martxel, y escondió o destruyó no sólo su sábana sino también la mía, pues la busqué inútilmente; ¿era aquello malo para Martxel?, ¿o bueno?; las cartas habían existido, ¿o no?; la sábana había existido, ¿o no?; Martxel había sustituido mis ropas de siempre por la sábana, ¿o no?; para creer en las cartas me ayudaba mucho creer en la sábana; había dos Martxel y yo no sabía cuál era mi Martxel; o a lo mejor no había dos sino uno, el de siempre, y era mía la culpa por no entender lo que ocurría.

Después de buscar afanosamente las sábanas sin encontrarlas, miré a Martxel para advertirle que la bruja nos había hecho otra de las suyas, pero lo vi, inmóvil, contemplando el cuadro de Aurken devuelto a la cabecera de mi cama; dijo: «La palabra raza es femenina. Nuestra raza vasca son nuestras mujeres». «Sí, Martxel», dije.

A lo largo de los dos meses siguientes salimos con frecuencia a apostarnos con el cuadro en las plazas de los pueblos a hacer la pregunta; no era raro que la gente se nos acercara queriendo saber para qué buscábamos a la chica, si había huido de casa o había sido raptada, o era simplemente un familiar desconocido al que había que entregar la herencia de un tío de América; más de unos padres nos trajeron a hijas con más o menos parecido con la del cuadro, pero Martxel las rechazaba a todas; una anciana nos aseguró que estaría raptada en tierra de moros; en días y horas distintas regresábamos a las mismas plazas a intentarlo con gentes diferentes; hasta la mañana en que, de pronto, Martxel apareció de nuevo con sábana; ¿cómo supo que al día siguiente llegaría aquella Julieta que conoció tiempo atrás en un… un… un burdel?; no se trataría de saberlo sino de intuirlo; pero ¿cómo iba a intuir el Martxel de Andrea lo que pertenecía al Martxel de la sábana?

Aquel día me sorprendió la hora de comer acurrucado tras el último seto del jardín, sollozando; la familia me buscaba por todas partes; Martxel me encontró; lo sentí a mi lado, pero no me atreví a abrir los ojos; «Jaso», me llamó; la brisa llevó hasta mi oreja las ondulaciones de su sábana; «¿Otra vez, otra vez? ¡No, no, no!», grité; «¿Qué te ocurre, Jaso?», dijo Martxel; la sábana se la había proporcionado Fabi; no es que Fabi anduviera suplicándole a todas horas que volviera a ponérsela; cuando la bruja destruía nuestras sábanas, Fabi salía inmediatamente a comprar otras nuevas, aunque, en vez de entregárnoslas, las guardaba en su armario bajo llave y se limitaba a decirnos: «Cuando cambie la luna os estaré esperando con vuestras túnicas»; Fabi nunca se quitó la suya, la bruja nunca se la destruyó; la llevó desde el primer día del regreso de Martxel; cuando transcurre un tiempo y él se quita la suya, se limita a decirle: «¿Ya estamos?»; nunca trata de convencerle de lo contrario, no llora, no se desespera; y lo mismo conmigo; aún no sé si quiero ser como ella, tampoco sé si puedo elegir; aunque Martxel se olvide de su sábana, Fabi no se quita la suya; no es que la lleve siempre puesta, si sale sola a la calle viste su ropa anterior, pero ni cuando no la lleva es lo mismo que cuando no la lleva Martxel, porque Fabi nunca cambia con respecto a la bruja y Román, tanto si lleva sábana como si no; y la explicación estará en que es como si Fabi hubiera estado esperando durante toda su vida una sábana como la que se trajo Martxel; supongo que también contará lo dentro que se le había metido la cosa del sindicalismo desde bastante antes del regreso de Martxel; se le metió tan fuerte en el cuerpo que le hizo falta nada menos que tener un hijo para olvidarse para siempre del sindicalismo; la pequeña Flora fue para Fabi como la sábana para Martxel; a veces pienso que la desventaja de Martxel consiste en que no ha de elegir entre una persona y otra sino entre personas y cosas, es decir, entre Andrea y ama, por un lado, y eso que yo no comprendo que encierra la sábana, por otro; Martxel se debate entre personas que puede ver y tocar y ese misterio de la sábana, que le volverá loco y me volverá a mí si no lo desentraña; durante un tiempo creí que el problema de Fabi era el mismo, que se apartaba de ama y de Román para tratar de descubrir si el sindicalismo le aportaba felicidad; pero luego supe que el sindicalismo no era una cosa sino una persona, el Roque Altube de Altubena; la puta de Fabi no descansó hasta que el Roque le hizo un hijo, cuando su deber era seguir con su marido; de modo que la pequeña Flora fue la sábana de mi hermana, con la diferencia de que ella no tiene que desentrañar ningún misterio). No nos apetecía quedarnos a la sobremesa, quiero decir que no le apetecía a Martxel, creo que necesitaba de todo su tiempo para darle vueltas al misterio de la sábana. Tampoco a Fabi le apetecía. Además, aquel día estaba la recién llegada Julieta, tan mal recibida por ama. Tardé unos momentos en seguir a Martxel, Fabi y Julieta a nuestras habitaciones, y aquel retraso me permitió escuchar las palabras que cruzaron ama y Román. «¿Cómo sigo viva viendo esto en mi propia casa? ¿Qué puedo hacer?», dijo ama. «Usted, simplemente, sufre las consecuencias de una falta de disciplina», dijo Román. «Siempre fui una buena madre para ellos, los dirigí hacia la verdad», dijo ama. «Se le han rebelado, ¡y de qué modo! ¡Usted está en su casa y no debe permitir que se la mancillen! Procede un ultimátum: si no regresan al orden y a la moral… ¡a la calle con ellos!», dijo Román. «Es muy fácil hablar así no siendo su madre», dijo ama. «Le recuerdo que su hija es mi esposa», dijo Román. «¡Exacto! ¿Se puede saber qué clase de disciplina empleas con ella?», dijo ama. «Se trata de otra cosa y usted lo sabe», dijo Román. «Yo no sé nada, nunca he querido saber nada de vuestros problemas de alcoba. Vuestro matrimonio por la Iglesia tiene la bendición de Dios y cuanto ocurra entre vosotros dentro de ese matrimonio pertenece a los planes de Dios. Pero lo que hace un mes te lanzó a la cara tu propia mujer había ocurrido fuera de vuestro matrimonio. ¿Qué disciplina empleaste contra ella cuando te confesó que estaba embarazada y que el hijo no era tuyo? Callaste, callaste y aún sigues callado… ¡Dios mío, somos víctimas de un destino tenebroso!», dijo ama.

Y, dos o tres semanas después, de nuevo sorprendí algo parecido, la seca conversación entre ama y aita: «Ya que no parecen interesarte los problemas de esta familia, te pondré al día: tu hijo ha traído a vivir a tu casa a una pelandusca», dijo ama. «No hace falta que me digas cuál de mis dos hijos», dijo aita. «Te enorgulleces de ello, ¿no es verdad? Sólo me faltaba que tú te enorgullecieras… ¿Te enorgulleces?», dijo ama. «Recoges lo que has sembrado», dijo aita. «¡Yo no he sembrado pecado ni suciedad!… ¿Te enorgulleces?», dijo ama. «Me asombra que te importe mi opinión», dijo aita. «No sigas renegando de las cosas profundas, como siempre… ¡Ahora se trata de que en nuestra casa se vive en escándalo!», dijo ama. «Es frase de cura», dijo aita. «¡Sí, he consultado a la Iglesia vasca!… ¿Te enorgulleces?», dijo ama. «Es tu obra: la locura y el histerismo», dijo aita alejándose de ella.

—Sólo Fiorita me podría acompañar —digo.

—Mi nena tampoco tiene traje de baño —dice Fabi riendo.

—Tiene año y medio y con año y medio… —digo.

—Según tú, Jaso, ¿a partir de qué edad se nos prohíbe mostrar nuestros cuerpos? ¿Dos años?, ¿Cinco?, ¿Siete?, ¿los ciudadanos raquíticos a los doce años y los más exuberantes al año y ocho meses? ¿Qué tamaños tienen que alcanzar nuestros penes y nuestros pechos para que se empiece a condenarlos? ¿Qué mayor inmoralidad que la convivencia con una carne impúdica a la que hay que tapar para protegerla de otras carnes impúdicas vestidas también precipitadamente, en un obsceno equilibrio entre quiero morder y no puedo morder, y la belleza sepultada bajo togas y faldones? —dice Martxel.

Sus dedos acarician delicadamente y de arriba abajo el cuerpo de Florita, toca incluso su pubis y dice: «¡Qué bello!».

—Gracias —dice Fabi.

Me levanto, cojo a Florita y la llevo en brazos playa abajo. Hay bajamar y deposito a mi sobrina en los tibios charquitos de la orilla. A pesar de estar desnuda su cuerpo es bello. Creo que ha sido agradable tocarlo. Luego se acabará, cuando crezca sólo un poco más, cuando alcance el año y ocho meses, pues no hay duda de que Martxel no ha marcado tontamente esta frontera, él lo sabe todo y lo ha dicho, aunque no para él sino para mí, y detalles así tan protectores hacen de Martxel algo tan maravilloso.

—No tengas miedo, estoy a tu lado —digo.

Fiorita me responde chapoteando como una loca y así quiere expresarme que no tiene miedo, pero ya sabemos cómo son los niños, yo sé que tiene miedo y que si se atreve a chapotear es porque me tiene a su lado protegiéndola.

—No tengas miedo, aquí está tu tío Jaso —digo.

Está desnuda, pero su cuerpo es bello. No es un cuerpo pequeño ni inofensivo, cuando lo toco o lo tengo simplemente junto a mí ocupa todo el escenario, digamos que me lo tapa, y roba demoníacamente toda mi atención. No obstante, es aún bello, pero la vigilaré cuidadosamente para averiguar en qué instante de su crecimiento deja de ser bello. Veo a Martxel, a Adolfo, a Fabi y a Dominga (pues ya es otro tiempo, se fue Julieta y enseguida vino Dominga) caminando desnudos hacia nosotros.

—¡Dios, no, no…! —digo.

Ríen los cuatro y continúan bajando.

—¡No podéis hacer eso a la vista de toda la playa! —digo.

Ríen. Son casi las nueve y la noche empieza a caer, pero el bochorno sigue tan insoportable y es seguro que en breve estallará una galerna. Por eso queda aún gente en la playa. Oigo un grito de mujer: «¿Dónde habéis dejado la vergüenza?».

Martxel, Adolfo, Fabi y Dominga caminan hacia nosotros como si estuvieran solos en la playa.

—¡Descarados! —oigo.

—¡Creen que por ser ellos les está permitido todo! —oigo.

—¡No es la primera vez que se ponen así! —oigo.

—¡A la cárcel con ellos! —oigo.

Algunos se ponen en pie para gritar:

—¡Indecentes! ¡Que alguien llame a los guardias!

El primero en llegar a mi lado es Martxel. Coge a Florita y la levanta por encima de su cabeza.

—¡Una nueva generación de dioses empieza contigo! —dice.

—¡Fuera de esta playa decente! —oigo.

—¡Que vengan los municipales a darles su merecido! —oigo.

Unas madres toman a sus pequeños y sus bártulos y se alejan. Otras llaman a sus hijos, que nos rodean con curiosidad, pero han de venir a por ellos y los arrastran propinándoles cachetes. Seis hombres se agrupan y hablan de apalearnos. Martxel, Adolfo y Dominga entran en el agua con Florita, y cuando voy a seguirles llega Fabi, me toma de la mano y me arrastra por la orilla del agua hacia el centro de la playa. «¡Puta! ¡Puta!», llaman a Fabi.

—¿Adónde vamos? —digo.

—Quiero que compartas conmigo mi felicidad. Todas las vidas tienen un comienzo y la mía empezó aquí —dice Fabi deteniéndose.

Las mínimas olas de la bajamar nos rozan los pies. Fabi clava su mirada en el mar, en un solo punto.

—Fue algo más que lo soñado… Fue el origen, fue el principio… Ocurrió ahí, ahí mismo… El mundo volvió a crearse… —dice Fabi.

—¿Qué ocurrió ahí? —digo.

—Hicieron mujer a alguien que no lo era —dice Fabi.

—¿Qué ocurrió ahí? —digo.

—¡Jaso!, ¿por qué pretendes no entender lo que te estoy diciendo? Tienes treinta y dos años… ¡treinta y dos años! ¿Cuándo dejarás de ser como ella te hizo? ¿Qué piensas de Adolfo? —dice Fabi.

—¡Esta gente de la playa está contra vosotros, no contra mí, pero a todos nos va a pasar algo! —digo.

—Se trata de nuestros cuerpos, no de los de ellos. ¿No lo comprendes, hermanito? —dice Fabi.

Sus manos húmedas acarician mi rostro y me mira con una dulzura que me haría mucho bien si su cuerpo no estuviera desnudo. «Nosotros sabremos salvarte», dice Fabi.

La gente que nos increpa se ha pidido en dos grupos, uno cerca de Martxel, Adolfo, Dominga y Florita, y otro de Fabi y de mí.

—Nos va a pasar algo —digo.

—¿Qué piensas de Adolfo? —dice Fabi.

—Huyamos de aquí antes de que nos pase algo —digo, y cuando voy a cogerla del brazo para llevármela recuerdo que su cuerpo está desnudo.

—¿Por qué no me miras, Jaso? —dice Fabi.

Retrocede dos pasos de espaldas y queda quieta con los brazos colgando y mirándome. Estoy muy seguro de que me mira porque lo único que miro de ella son sus ojos.

—Mírame del todo, Jaso. Soy tu misma hermanita niña de tres años con la que jugabas en esta playa. Estaba desnuda y tú me mirabas. Es muy importante que me mires entera. ¡Y es tan fácil! Tienes más derecho a mirarme que toda esa gente…, y, sin embargo, ellos me miran y tú no. Sigo siendo tu hermanita niña desnuda a la que incluso tocabas…, ¿o sólo lo soñé? ¡Ah, no!, sí que lo hacías, me mirabas y me tocabas, porque muchas veces me limpiaste el cuerpo de arena con delicado amor, aún siento tus dedos hurgando en todos los rincones… ¿No comprendes que te han robado la infancia? El gran Martxel regresó para que la recobráramos tú y yo. Permítenos ayudarte, Jaso —dice Fabi.

Fabi está equivocada, entonces no tendría tres años, como dice, sino menos de un año y ocho meses.

Me llega la voz invencible de Martxel: «¡Yuuuuhhhuuuu…!», al tiempo que nos hace alegres señas con el brazo.

—¿Por qué se burla de ellos? Es peor, nos atacarán antes y con más odio —digo.

—¿Cómo se va a burlar de ellos si los ignora? En este momento se siente solo en el mundo con los que ama…, tú y yo y Adolfo y Dominga somos sus amores…, y Florita. Nos ama más como amigos que como parientes. Tienes que empezar por entender esto —dice Fabi.

—Pero toda esa gente de la playa… ¿tampoco la ves tú? —digo.

—Yo no la veo. Cierra los ojos…, ¿la ves? —dice Fabi.

—¡La veo, sé que están ahí! Martxel no tenía que haberse burlado de ellos —digo.

Nos llega la voz tonta de Adolfo: «¡Yuuuuhhhuuuu…!», imitando a Martxel.

—¡Dios mío, ahora se enfurecerán todavía más! ¿Por qué está Adolfo entre nosotros?, ¿por qué lo ha traído Martxel a casa? —digo.

—¡Amor, amor, amor…! —dice Fabi.

—Pero… —digo.

—¿Qué? —dice Fabi.

—Pero… —digo.

—Habla —dice Fabi.

—… es un hombre —digo.

—¿Se atreve a diferenciar hombres de mujeres quien no se atreve a mirar sus cuerpos? —dice Fabi riendo.

Fabi tampoco colma el amor de Martxel, porque se trajo primero a Julieta y luego a Dominga. Yo tampoco colmo el amor de Martxel, por eso Adolfo está aquí. ¡Maldito, maldito! «Martxel quiere ayudarte, Jaso», sigo oyendo a Fabi. De modo que estoy esperando desde el mes de febrero a que Adolfo venga a mí como vino Julieta… Entró en mi cuarto de casa de ama y se metió en mi cama antes de poder impedírselo. Bajo las mantas, su cuerpo a dos palmos del mío. En ese momento yo leía La isla del tesoro (Martxel me había dicho: «¿Por qué te gusta tanto La isla del tesoro?, ¿porque no hay mujeres?… No te pongas colorado, sólo era una pregunta») y hube de dar un salto de la línea en la que John Silver estaba diciendo «El chico tiene más agallas que todos vosotros juntos» al cuerpo desnudo que entraba a saltitos en el dormitorio… Jim Hawkins sintió en su costado el roce de la cadera de ella. «Estas sábanas tan frailunas nunca habrán tapado a una mujer, pero soy muy curiosa y me gustaría saber si Josafat ha estado con una mujer bajo otras sábanas», dijo ella, y su único error fue no haber pronunciado Jim Hawkins en lugar de Josafat, porque para entonces yo ya había descubierto que podía soportarla tendida a mi lado. «¿Quieres que me quede?», dijo ella. Jim Hawkins se preguntó si deseaba que se quedara. Sólo eso: si no le importaba tenerla a su lado, porque en ese momento se había apartado de los piratas para descansar y estaba seguro de que incluso podría dormir aunque ella no dejara de hacerle preguntas. «Tengo sueño», dijo Jim Hawkins. Y era natural, después de tanto ajetreo como se traía en la isla. «Ya me esperaba algo así. Martxel también se lo esperaba… Bueno, no me ofendo», dijo ella. Pero no permaneció quieta. Cogió la mano de Jim Hawkins y se la puso sobre un pecho. Jim Hawkins cerró su mano, pero ella se la abrió y Jim Hawkins sintió la carne enemiga, la masa blanda, el trocito de cuero correoso y punzante y se dijo que era tan repulsiva como se lo había imaginado. Jim Hawkins. Jim Hawkins. Ella puso su mano libre sobre las partes secretas de Jim Hawkins, por encima de la tela del camisón, una mano abierta cubriéndolo todo, y Jim Hawkins se preguntó qué habría hecho Martxel en su lugar, y luego prefirió preguntarse qué habría hecho Camilo Baskardo, el gran cazador de leones en África, pero ella no le dio tiempo a conocer ninguna respuesta, pues giró hasta ponerse de costado, y ahora Jim Hawkins pasó de la sospecha de que las manos que le agredían las impulsaba un cuerpo agazapado, a sentir el aplastamiento de centímetros cuadrados de su cuerpo por idéntico número de centímetros cuadrados del cuerpo que sí existía a todo lo largo de ambos, dos cuerpos sin frontera entre ellos. Sin embargo, enseguida descubrió Jim Hawkins que entonces aún pudo hablarse de frontera, porque la mujer remontó un muslo por encima del cuerpo de Jim Hawkins, y al momento puso más cosas de su cuerpo, y abrazó y besó a Jim Hawkins en la boca y le dijo: «Ya tienes edad de hacerlo, pobre Josafat. ¿No te gusto? Martxel dice que te gusta todo lo que le gusta a él y yo le gusto mucho. Luego será estupendo que entre los dos se lo contemos». La luz seguía encendida y alcé la mirada en busca del cuadro de Aurken, Jim Hawkins lo buscó por entre los brazos de la mujer, pero en esa época no estaba colgado a mi cabecera, y «¡Ama, ama!», oí gritar a Jim Hawkins, y luego a la mujer: «¡Socorro, venid corriendo!», y se abrió la puerta y alguien entró y oí a Martxel: «Bueno, lo volveremos a intentar en otra ocasión», y no se reía mucho, pero se reía, y oí a Fabi: «Las cosas no se hacen así. Le seguiremos ayudando hasta que él mismo…». «¡Cómo ha puesto la cama! Ha devuelto todo el guisado de la cena», oí a Julieta…

—Adolfo juega con ventaja porque no es hermano de Martxel —digo.

Fabi da unos saltitos, ríe y levanta los brazos por encima de su cabeza y se pone a palmear como una niña enloquecida.

—¡Es maravilloso! ¡Tienes celos de no poder gozar del cuerpo de Martxel y él del tuyo! —dice.

—Y antes Julieta y ahora Dominga también jugaron con ventaja porque no son hermanas de Martxel —digo.

—¡Oh, oh, oh! ¿Te das cuenta, Jaso, de tus progresos hacia la perfección? Pero, escucha: yo nunca tuve celos de Julieta ni ahora de Dominga. ¡Qué tontería! Aún te falta algo para entender la libertad —dice Fabi.

Fabi y yo regresamos por la orilla a donde están Martxel, Florita, Adolfo y Dominga, y toda esa gente apartada de nosotros nos increpa y nos dice cosas terribles, y de pronto por la bajada a la playa veo a dos figuras de uniforme y boina roja precedidas del hombre y la mujer que les han ido a buscar. Llegamos junto a Martxel y Adolfo cuando están saliendo del agua con Florita.

—Vienen contra nosotros la cruz y la espada —dice Martxel.

Fabi recoge a Florita de manos de Martxel, diciendo: «¡Qué horror de calor bajo esos uniformes!».

Son dos municipales, que ahora se acercan por la arena seguidos de toda esa gente.

—Son Pacho «Tranquilo» y Antón Basurto. En la cara se les ve que desearían no haberse levantado hoy de la cama —dice Fabi.

Martxel, Adolfo, Fabi y Dominga no tienen a mano sus sábanas para cubrirse, pero estoy seguro de que no desean hacerlo. Ríen. ¡Dios mío, van a enfurecerles más y será peor!

—No tengas miedo, Jaso, que tú has sido bueno y no te has quitado el bañador —dice Fabi tomando mi mano.

Pacho Tranquilo y Antón Basurto se detienen a varios pasos de nosotros, mirándonos.

—¡Agárrenlos antes de que huyan! —dice la gente a sus espaldas empujándolos hacia delante.

Pacho Tranquilo y Antón Basurto salvan sólo a medias la distancia.

—Les vamos a llevar a la comisaría, así que cúbranse con algo —dice Pacho Tranquilo.

Ha hablado mirando hacia otro lado. Es alto y gordo, muy grande, y por su cara roja caen gruesos hilos de sudor que finalmente se le meten por el cuello cerrado de la chaqueta. Antón Basurto es flaco y pequeño y tampoco sabe adónde mirar.

—No tenemos nada a mano —dice Fabi.

—No se les habrá ocurrido cruzar el pueblo con esa pinta —dice Pacho Tranquilo.

—¿Pinta? —dice Martxel riendo.

—¿Pinta? —dice Fabi riendo.

—¿Pinta? —dice Adolfo riendo.

Dominga no dice nada.

—Está prohibido andar desnudo por ahí, es escándalo público —dice Pacho Tranquilo.

—¡A la perrera con ellos! —dice la gente.

—Las únicas personas desnudas que se han visto en Getxo son los ahogados —dice Antón Basurto.

—Si todo el mundo se desnudara es como si nadie fuera desnudo —dice Fabi.

—Eso se lo cuentan al alcalde. Coge la ropa de estos señores —dice Pacho Tranquilo a Antón Basurto.

—¡No les llame señores y que ellos se molesten en coger sus disfraces! —dice la gente.

—Qué disgusto van a dar a su madre —dice Pacho Tranquilo.

Como siempre se dirige a mí porque soy el único al que se atreve a mirar, es como si todo el peso del castigo fuera a caer sobre mis espaldas. Regresa Antón Basurto con las túnicas blancas, la bolsa de playa y las alpargatas.

—Vístanse —dice Pacho Tranquilo.

—Si me promete fusilarme sin venda en los ojos —dice Adolfo.

Pacho Tranquilo se encara con él:

—¡A callar la boca! —dice.

—Eso, nada de bromas —dice Antón Basurto.

Todo el mundo está esperando a que nos vistamos, la gente de la playa y los municipales. Los municipales están sobre ascuas. Con gusto abandonarían su misión para meterse en una tasca del pueblo, porque se encuentran entre dos fuegos: por un lado, la gente de la playa exigiéndoles la muerte de los pecadores, y por otro, el apellido Oiaindia. Por eso arremeten contra Adolfo, que no es Oiaindia.

—¿Cómo se llaman las dos forasteras? —dice Pacho Tranquilo.

—Diga usted al alcalde que le compre gafas. Una no es forastera sino forastero —dice Fabi.

—¡Por San Periquito! Es tan… tan… guapa, digo guapo —dice Pacho Tranquilo.

—¡Mariquita! —dice la gente.

—¡En marcha! —dice Pacho Tranquilo. Y espera a que pasemos delante—. Usted queda libre, puede irse —dice, señalándome con la porra.

—¿La niña también? —dice Fabi.

Martxel, Adolfo, Fabi y Dominga se están pirtiendo mucho, no paran de reírse para sus adentros. Son unos suicidas.

—La niña no tiene por qué ir a la comisaría —dice Pacho Tranquilo.

Fabi me pasa a Fiorita. Se forma un desfile con Martxel, Adolfo, Fabi y Dominga a la cabeza, después los municipales y en la cola un par de docenas de curiosos. No es agradable ver cómo se llevan a Martxel, a Adolfo, a Fabi y a Dominga, pero ellos siempre han sabido lo que les podía pasar. Me hacen señas con las manos, despidiéndose. ¿Los volveré a ver?

Estoy en Oiarzena con Fiorita. Sólo transcurre una hora y ahí llegan Martxel, Adolfo, Fabi y Dominga. Alguien avisó a ama y Román se puso la chaqueta a toda prisa y corrió a hablar con el alcalde.