Entro en La Venta y voy al mostrador.
—¿Has visto por aquí a Lander Bukua? —digo.
—No —dice Joseba Ermo, el hijo de Zacarías Ermo.
—¿Dónde está tu padre? —digo.
—Dentro, contando botellas vacías —dice Joseba Ermo.
—Que salga —digo.
Joseba Ermo me mira y no se mueve.
—¿No me has oído? —digo.
—Perdería la cuenta de las que lleva contadas —dice Joseba Ermo.
Grito:
—¿Has visto por aquí a Lander Bukua? —digo.
—No —oigo a Zacarías Ermo desde dentro.
Grito:
—¿Has visto a alguno de ellos?
—A nadie, a nadie —dice Zacarías Ermo.
—Saca una botella de vino, pero llena —digo.
—Dos reales —dice Joseba Ermo.
Cojo la botella y el vaso y me voy a la mesa del fondo, me siento y lleno el vaso hasta el borde y lo vacío de un trago, y lo vuelvo a llenar y a vaciarlo. Sale Zacarías Ermo al mostrador.
—¿Seguro que no has visto por aquí a Lander Bukua? —digo.
—Seguro —dice Zacarías Ermo.
—¿Y a alguno de ellos? —digo.
—¿Quién es alguno de ellos? No me busques líos, Roque Altube, yo no sé nada ni quiero saber nada. Si tienes una banda, allá tú, a mí que nadie me meta en compromisos, en mi establecimiento puede entrar toda clase de gente, pero ellos siempre a ese lado del mostrador y yo a este otro, yo no me entero de lo que pasa a ese otro lado, ni siquiera oigo lo que dicen. Y si tú andas metido en trifulcas que no están bien vistas por el cura ni por la gente de bien, que el pueblo no crea que sé algo de tus cosas ni que soy uno de los vuestros. De modo que si me preguntas por alguien con nombre y apellido yo te contestaré sí o no, pero si me preguntas por alguno de ellos no te contestaré ni que sí ni que no, no te contestaré nada, pues yo no quiero saber si ellos son una banda o un equipo de sokatira —dice Zacarías Ermo.
Los del sindicato de Getxo tenían que estar aquí en un día como hoy. Sin apalabrarnos antes. Y no ha venido ni uno. Como la Hermandad no ha preparado nada para el Primero de Mayo, pues tenían que estar en La Venta para pensar en hacer algo. Como antes. Les diría: «¿Creéis que lo volvería a hacer? Os juro que quiero volver a hacer cosas con vosotros en el sindicato de Getxo». Pero ya no quieren nada conmigo. A ver qué coño hago yo ahora.
—Otra botella —digo.
—Alguien sí ha venido. Fabiola Baskardo —dice Zacarías Ermo.
Sale del mostrador y se me acerca con la botella en la mano. La señorita Fabiola está loca, pero si a los del sindicato de Getxo les diera por confiar en una mujer…
—Vino a pedirme una cosa —dice Zacarías Ermo.
—¿Te pidió una cosa? —digo.
Deja la botella en la mesa, coge la vacía y dice:
—Eso he dicho, me pidió una cosa… ¿Qué te parece este vino de la nueva barrica?
—¿Qué te pidió? —digo.
—Estaba presente el carretero Juanón Lecumberri y se quedó de un aire. El te podrá decir que no miento —dice Zacarías Ermo.
—¿Qué coño te pidió? —digo.
—Entró, puso sus manos de gallina en el mostrador y me preguntó: «¿Tiene usted una caja vacía de jabón, por favor?». —dice Zacarías Ermo.
—¿Eso te pidió?, ¿una caja de jabón? —digo.
—Juanón Lecumberri fue testigo —dice Zacarías Ermo.
—¿Y tenías tú una caja de jabon? —digo.
—Sí —dice Zacarías Ermo.
—¿Vacía? —digo.
—Sí —dice Zacarías Ermo.
—¿Y se la diste? —digo.
—¿Por qué no? Yo estoy aquí para servir a la gente siempre que esté en mi mano, aunque sea la hija de Camilo Baskardo —dice Zacarías Ermo.
—¿Estás seguro de que te pidió una caja de jabón? ¿No te pediría cualquier otra caja, de sardinas arenques, de quesos…? —digo.
—No, fue de jabón —dice Zacarías Ermo.
—Vacía —digo.
—Sí, vacía. Me la pidió vacía. Una caja de jabón vacía —dice Zacarías Ermo.
Le miro a los ojos y se me revuelven las tripas.
—¿Se la cobraste? —digo.
—Me entraron dudas de qué hacer… Si le cobraba podría pensar que lo hacía sólo por ser hija de condes y marqueses con pudientes, y si no le cobraba podría pensar que la ponía a la altura de cualquier vecino pobre de Getxo —dice Zacarías Ermo.
—Todos sabemos que nunca ha salido nada de La Venta, ni siquiera una caja vacía de jabón, sin que lo cobres —digo.
—¿No te digo que dudé? Lo que pasa es que no quise ofenderla —dice Zacarías Ermo.
Le miro y se me revuelven más las tripas. La señorita Fabiola es la única que hace algo por el Primero de Mayo. Sigo bebiendo hasta terminar la segunda botella. La señorita Fabiola siempre sabe lo que hay que hacer. Me levanto y voy al mostrador.
—¿Qué camino tomó Fabiola Baskardo? —digo.
—No me fijé, no soy chismoso… ¡Eh, Roque!, la segunda botella no te la había cobrado mi hijo —dice Zacarías Ermo.
En diez minutos llego a Aigorta, a las cocheras del tranvía. Todo está tranquilo. La cochera está abierta y la gente trabaja. Ni rastro de la señorita Fabiola. A lo mejor la han echado de aquí y se ha ido a la plaza, otro buen sitio para hablar encima de una caja de jabón. Pero tampoco está. Vuelvo a San Baskardo y a La Venta para ver si después de haber sido echada de todos los sitios se le ha ocurrido soltar su mitin al pie del Roble de nuestra plaza. No está. Pregunto y nadie la ha visto. Empiezo a dar vueltas por un lado y por otro, por Alango, Fadura, Aiboa y hasta Las Arenas. No está ni ante el Puente Colgante ni ante la iglesia de Las Mercedes. De vuelta a San Baskardo ya tengo la noche encima.
Me llega el ruido a bajamar de la playa… Aquella noche…, aquella noche… la bajamar fue también sobre esta misma hora. En las ruinas del Castillo empiezo a oír un ruido distinto. Son voces, alguien habla. Desde esta altura podría ver la playa de punta a punta si fuera de día. Serán pescadores, pero los pescadores no hablan así. Además, esa voz no habla sino que grita.
—¡Joder! —digo.
Desciendo la pendiente de tierra hasta la arena. La voz, su voz, viene de la izquierda, de la parte donde estuvimos aquella noche.
—¡Es imposible! —digo.
Su voz no calla, grita y grita. Me descalzo. Mis pies se van hundiendo en la arena seca y fría. Y de pronto puedo entender algunas palabras.
Ahora mis pies pisan arena más fría y mojada, y enseguida más dura y con charcos.
—¡Trabajadores, en este sagrado día del Primero de Mayo debéis tomar más conciencia que nunca de la explotación a que os someten los poderosos del mundo y más conciencia de vuestra propia fuerza si os unís como os veo ahora! ¡Por la superficie del mar se deslizarán mis palabras hasta las costas más remotas y ni uno solo de los que sufren hambre e injusticia dejará de vibrar con mi mensaje de este día glorioso y buscará a sus hermanos para fundirse con ellos en miles y miles de abrazos proletarios que les conducirán a la victoria final revolucionaria! —dice la voz.
Hay una figura blanca de pie al borde de la bajamar. ¿Quién es? Hasta ahora la he llamado señorita Fabiola, y si llevo preguntándome hace tiempo quién es en realidad la señorita Fabiola, ahora me lo pregunto una vez más y con más miedo que nunca, porque ahora me acerco y noto que la figura es demasiado alta y me acerco más y veo que está subida sobre algo y me agacho y es una caja de madera y sé que es la caja vacía de jabón que alguien pidió hace unas horas a Zacarías Ermo y se la pagó, y si ese alguien fue la que llamamos señorita Fabiola, a la figura que está encima habrá que seguir llamándola señorita Fabiola hasta que me atreva a pensar que no lo es.
Al tocar con mis manos la caja también he tocado un trapo. Es blanco. Y cuando levanto la cabeza y veo que la señorita Fabiola o quien sea está desnuda, sé que el trapo es la sábana blanca con que se disfraza.
—Mi voz esperanzada os convoca a todos, los ofendidos y humillados, los hambrientos, los que viven en cuevas, los que rechazan las cadenas que les ponen al nacer y buscan la explosión de los sentidos y de todas las libertades de sus cuerpos desnudos… ¡la revolución social como preámbulo de la revolución de la carne! O al revés, la nueva Humanidad purificada de hipocresías y de ese lenguaje que nunca toca nuestras profundidades inventado por los malditos dioses que nos ordenan mantenernos en la ceguera y en lo que no es, el retorno a las fuentes de lo que fuimos cuando no sabíamos que lo éramos y que ahora lo podríamos ser sabiendo que es la felicidad que nadie nos prometió, pero que se nos debe. Ofrezco mi cuerpo al amigo mar que me entrega su enormidad y extiende mi voz hasta los más escondidos y míseros rincones donde habitan los humildes que abrazarán mi desesperado anhelo —dice la señorita Fabiola o quien sea.
Su cuerpo es menudo y puedo sentir sus bultos de mujer. Me alejo caminando de espaldas.
—¡Estoy celebrando el Primero de Mayo como nunca te lo enseñaron a celebrar en las minas! ¡Qué poco sabíais ella y tú de las profundidades de este día! —dice la señorita Fabiola o quien sea.
No se ha vuelto, no me mira, no me ha mirado ni al llegar, pero sabe quién soy.
Me paro.
—Eres el único que podría dar el siguiente paso —dice la señorita Fabiola o quien sea.
Me acerco otra vez, cojo la sábana y se la echo por encima. Se la quita de un tirón rabioso y el trapo cae en la arena encharcada.
—No es asunto mío, pero ¿para qué se desnuda usted? —digo.
—¡Claro que es asunto tuyo! ¿Acaso no estamos celebrando tú y yo el nuevo Primero de Mayo? —dice la señorita Fabiola o quien sea.
—Es la primera vez que veo desnudarse a alguien para celebrar el Primero de Mayo. Mejor si se tapa las carnes —digo.
—¿No comprendes que he empezado a hacer la revolución, y tú también? ¿Acaso has venido a la playa a hacer otra cosa? —dice la señorita Fabiola o quien sea.
—He bajado a la playa lo mismo que podía haber subido al Serantes —digo.
—¡La brisa que acaricia mi cuerpo desnudo es la respuesta del mar anunciándome los nuevos tiempos!…, respuesta vedada aún para ti. ¡Nunca había amado tanto a esta playa como desde que Martxel regresó y a Jaso y a mí nos trajo aquí y él mismo nos quitó las ropas sin dejar de susurrarnos palabras esplendorosas que no entendíamos!…, pero le entendimos al quedar los tres desnudos sobre esta arena —dice la señorita Fabiola o quien sea.
—¿También Txirulo? —digo.
—Jaso también, también… Había dejado de ser el niño de mamá y se rebeló contra todo con la misma fuerza que nosotros. ¡Esta playa fue nuestra segunda cuna! ¿A qué otra criatura le ha sido concedido el saborear los Orígenes?… Contando un año, ama impidió que los hermanos nos contempláramos unos a otros desnudos. ¡Es terrible, pero yo no recordaba cómo eran los cuerpos de Martxel y de Jaso! ¡Un cuarto de siglo sin conocer a mis propios hermanos y ellos sin conocerme a mí, hablándonos sin conocernos, amándonos sin conocernos! —dice la señorita Fabiola o quien sea.
—¿Con qué se va a cubrir para ir a casa? La sábana ya la tiene empapada —digo.
—¡Déjame, aún no ha terminado el Primero de Mayo!… Y tú, ¿qué haces interponiendo el muro de tus ropas entre la brisa liberadora y tú? —dice la señorita Fabiola o quien sea.
—La brisa de la mar siempre nos ha dado a los de aquí sólo en la cara —digo.
—¿Por qué dices la mar y no el mar? —dice la señorita Fabiola o quien sea.
—No sé, aquí siempre se ha dicho la mar —digo.
—¡Si tú dices la mar y yo el mar es que la playa nos está pidiendo que formemos un todo con las dos mitades! Aunque no tengo ni idea de cómo se diría después… Qué tontería, ¿verdad? —dice la señorita Fabiola o quien sea.
¿Por qué no me largo? La tengo desnuda delante de mis narices. Desnuda, enseñándome todo. La llamamos la Rota pero no está rota por ningún lado. No puedo seguir aquí.
—¿Adónde vas? —dice la señorita Fabiola o quien sea.
¿Cómo sabe que he empezado a irme si estoy a su espalda?
—¿Quién es usted? —digo. Me he parado.
—¡Te ocurre lo mismo que a mí, que tampoco sé quién eres tú! ¡Qué maravilla, hemos sido engullidos por la playa, somos de ella, somos menos que estos granitos de arena! ¡Y qué suerte que sea así! Ven, no te vayas…, no podrías irte aunque quisieras…, la playa te reclama —dice ella.
Por Dios, no… Es lo mismo que entonces…, es imposible que esté ocurriendo otra vez. ¡Si, al menos, supiera quién es! La misma cosa no ocurre dos veces de la misma manera.
—¿Quién es usted? ¿O tengo que decir quién eres tú? ¿Quién eres tú? —digo.
Ella baja de la caja, viene hacia mí, me coge la mano y me lleva hasta la caja.
—Sube, el trono es tuyo, yo te lo había arrebatado injustamente —dice ella.
Su voz sonó aquí mismo. Subo a la caja.
—No, espera, así no… Siento reparo en enseñar a quien tanto me enseñó, pero tú y yo somos dos mitades de un todo y ahora debo enseñarte la parte que yo sé de la revolución —dice ella.
Me baja de la caja y empieza a quitarme la ropa. Es imposible que esté ocurriendo otra vez.
—¿Quién eres tú? ¿Eres…? —digo.
Nunca antes estas partes de mi cuerpo supieron cómo era la brisa de la mar. La madre decía en casa lo que siempre decía don Eulogio en el pùlpito: «¡Que no coja yo con mi garrote a esos pequeños demonios que se bañan en la playa de noche y a escondidas sin ni siquiera un moquero encima y luego no se confiesan!». Era una pandilla del Puerto Viejo, los del barrio del Castillo nunca nos mezclábamos con ellos, nunca me bañé desnudo. La brisa sabe qué partes no me ha tocado nunca y me las raspa con su cuchilla. Ella me empuja para que suba a la caja y subo y ahora habla tan tranquila como si no hubiera tenido que tocar mis carnes con sus dedos:
—¡Habla, oh criatura recién nacida, y que el mar transmita tu mensaje revolucionario a las ciegas masas! La revolución que me enseñaste era sólo media revolución: hablando así desnudo eres la revolución completa. ¡Habla, háblales, no pierdas la gran ocasión de ser el oráculo del mundo! He leído que alguien ha escrito libros sobre cómo deberá hacerse la próxima revolución, y creo que se llamaba Marx… ¿Se llamaba Marx? —dice ella.
—¿Eh? —digo.
—¿No te hablaron de Marx en las minas? —dice ella.
—Aquéllos hablaban demasiado y no me acuerdo de todo —digo.
—Si Marx no escribía desnudo sus libros, la revolución fracasará —dice ella.
¿Por qué sigo haciendo el tonto encima de esta caja?
—¡Habla, háblales a los que lo esperan! —dice ella.
Si fuera la señorita Fabiola yo reventaría de una vez porque lleva demasiado tiempo diciéndome lo que tengo que hacer, pero a lo mejor no es la señorita Fabiola.
—Baja, les hablaré yo un poco más, para inspirarte —dice ella.
Me empuja y sube. Pasa rato y rato y no habla ni se mueve. Luego deja de mirar a la mar y se vuelve a mí. Ni encima de la caja me llega a la cara. Pero se pone de puntillas y me besa en la boca. Es imposible que aquello esté ocurriendo otra vez.
—No soy la señorita Fabiola —dice ella.
—¿No es usted la señorita Fabiola? ¿Está segura? —digo.
—No soy nadie. Soy la brisa. Soy la mar —dice ella.
—¿La mar? —digo.
Baja de la caja sin despegarse de mí y coge mi mano y me lleva y nuestros pies entran en el agua de la bajamar. Es imposible que esté ocurriendo aquello otra vez. Miro a la mujer. La toco.
En Getxo siempre se ha dicho que si los Baskardo de Sugarkea encuentran de noche a una mujer en la playa, y ella, en vez de escapar, se queda, no andan con remilgos, no le preguntan de qué caserío es ni cómo se llama. No andan con remilgos y se meten con ella en el agua y luego adiós muy buenas y ella también chitón.
Cojo a la mujer en brazos y entro en la mar.
En Getxo siempre se ha dicho que los Baskardo de Sugarkea lo primero que hacen con la hembra es nadar juntos. Nadamos. ¿Cuándo aprendió ella a nadar? Si se lo preguntara y me lo dijera yo sabría de una vez quién es.
En Getxo siempre se ha dicho que los Baskardo de Sugarkea hablan con sus hembras cuando nadan en la mar, pero no con palabras. Hago ruido con mi boca y ella hace ruido con la suya. Nos entendemos a la primera, ella y yo hacemos lo mismo. Nos zambullimos y nos hablamos tocándonos las carnes con las manos. En Getxo siempre se ha dicho que entre los vascos de otros tiempos los machos y las hembras se montaban dentro de la mar, como lo siguen haciendo los Baskardo de Sugarkea.
Mis manos están diciendo al cuerpo de ella que la quiero montar y ella me está diciendo con sus manos que la monte. La mar entra conmigo en este cuerpo que creo que ya sé de quién es.
Salimos a la arena como si no nos conociéramos, uno detrás del otro, ella cuatro zancadas por delante de mí.
—Sé que me llamaban la Rota y que me lo seguirán llamando, porque, ¿quién de nosotros dos les revelará que ya no estoy rota?
—¿Eh? —digo.
—Hablabas, pronunciabas un nombre… Se llamaba Isidora, ¿verdad?
—¿Eh? —digo.