Para olvidarme de los criados que me sirven pienso en la charla que acabo de tener con el sindicato en La Venta para preparar el Primero de Mayo. Los criados son cosa de Efrén, no de mi suegra. ¿Por qué la llamo suegra si no sé lo que es? Desde hace un par de años Efrén ha empezado a ganar dinero como un buen hijo de Ella, con su compañía de seguros, su funeraria y su otra chapuza, esa colección de barcos medio hundidos con los que, en enero pasado, ha montado una naviera. Desde entonces tenemos en casa más criados que gorriones en un maizal, y comemos comida de ricos. Allá él, pues yo no pienso echar más al bote común. La primera condición que puse al entrar en esta casa fue que la alimentación de mi familia correría de mi cuenta. Lo dije cuando aún creía que ellos comían como ricos. Y lo dije a pesar de esos 46.734 reales que la mujer se llevó al salir de Altubena y que yo no quise ni tocar, ni le pregunté qué iba a hacer con ellos, ni le preguntaré nunca a quién se los entregó, de manera que esos 46.734 reales andarán por aquí, por la casa, por algún lado. «A ella le parece bien que alimentes a tu familia de tu propio bolsillo», me dijo la mujer. «Ah, le parece bien», dije yo.
Creo que con mi aportación ellos empezaron a comer mejor, quiero decir que sus comidas no sólo mejoraron porque la mujer empezó a cocinar sino que ahora había más dinero para la cocina. Hasta entonces habían dependido de la cocinera contratada por mi suegra sólo para el tío Santiago y a la que le había pasado las recetas de sus guisos moros o judíos o lo que fueran. La cocinera no hacía otra cosa en todo el día que preparar para el tío platos diferentes de los que hacía para el resto de la familia. Todo su tiempo era para el tío y sólo algún rato perdido para los demás, y ella misma servía a la mesa los dos menus. Pero a mi suegra no le importaban los comistrajos que le ponía delante, pues, de otro modo, ella misma se habría metido en la cocina a recordar otros tiempos, o habría traído a una segunda cocinera, o habría enseñado el oficio a la mujer. Las cosas estaban así porque había negado a la casa dos presupuestos para comida, uno para el tío y otro para los demás; sólo había uno y se lo llevaba el tío. ¿Dónde mete todo lo que roba a los obreros de sus minas y sus fábricas? ¿Y dónde están mis 46.734 reales?, ¿metidos en una media debajo del colchón? Sigue siendo una gitana. Me dijo la mujer que no era tacañería, o no sólo tacañería. Me dijo: «Ella se gastó mucho en esta casa y se sigue gastando, y en ropa, y en el coche de caballos». «En lo que sé ve», le dije. «Ella cree que si no olvida no corre peligro de regresar a aquel agujero, y de entre todo ha elegido la comida como forma de no olvidar. Ella es así», dijo la mujer. «¿Qué agujero?», dije. Pero la mujer puso la cara de lela que puso en las tres o cuatro veces que le he preguntado lo mismo.
Ni cuando mister Efrén regresaba los veranos de Inglaterra mi suegra mejoraba la comida. Hubo un cambio al llegar yo, porque resultaba que la familia del tranviario comía mejor que los ricos de aquel palacio, si dejamos fuera al tío Santiago, y con mi presupuesto mejoraron las comidas, sin contar con que yo tenía ordenado a la mujer que nosotros estaríamos allí como si viviéramos solos y que ella habría de ser nuestra cocinera, la mía y la de mis hijos, y quien llevara y quitara los trastos de la mesa. Pero, un día, me dijo: «Esto es un lío, haré una sola comida para todos». De modo que ella la hacía y ella la servía, y de mi presupuesto también comían mi suegra y mister Efrén, y eso salieron ganando. Así, hasta que mister Efrén tuvo sus propios negocios y un día me contó la mujer que había dicho a su madre: «O somos o no somos», o algo parecido, y trajo a la segunda cocinera y hubo más dinero para comida, quiero decir, para ellos, porque la familia y yo seguimos igual, la mujer cocinando la comida que compraba con nuestro presupuesto y trayéndola a la mesa para nosotros, con lo que volvió a haber dos comidas y dos servicios, aunque ahora a ellos ya no les servía la cocinera del tío sino dos criados con polainas rojas, como Dios manda.
Es que mister Efrén pronto empezó a recibir en casa a señorones y debía ponerse a su altura. Apenas me dirigía la palabra, ni yo a él. Nunca tuvimos nada que decirnos. Era muy raro, muy suyo. Es el que más me hace sentir que sobro en esta casa. No hace ni dice nada especial contra mí, se diría que ni me ve, pero yo sí le veo a él moviéndose con el cuidado de los que están pensando en otra cosa. Entré en esta casa cuando él tenía nueve años, y ya era igual que hoy, me refiero a que entonces ya era tan mayor como ahora. Ha crecido en altura, y no demasiado, pero los ojos de lagarto ya los tenía a sus nueve años.
Durante algún tiempo trajo a esos señorones sólo para hablar; se encerraban en el salón y durante horas le daban bien a la lengua, al coñac y a los cigarros. Hasta que un día me llevó aparte y me dijo: «¿Tienes algo contra nuestras comidas?». «No tengo nada contra tus comidas. Bueno, que son caras para un tranviario», le dije. «Supongo que te gustaría que tus hijos tomaran más carne y otras cosas que no comen», dijo. «Sí, cuando la Oiaindia me suba el jornal», le dije. «No tienes que esperar a viejo. Te propongo comer desde hoy como nosotros. Todos comeremos igual. Es ridículo el régimen que ha regido hasta ahora. No lo pienses, es bueno para ti. Para no herir tu orgullo, aportarás el precio que hasta ahora te costaba tu comida. Yo pagaré la diferencia. Te comprometes a sentaros a la mesa, en ciertas ocasiones, con ropa mejor, no la vuestra de diario, que pagaremos a medias, para no herir tu orgullo», dijo. Sin más, dio media vuelta, pero a los dos pasos se volvió. «Tienes muchos hijos y todos comen mucho. ¿Cuántos más piensas tener?», dijo, y un momento después desaparecían sus ojos de lagarto.
No me quejo. Empezamos a comer mejor por el mismo precio. Y la ropa elegante que nos teníamos que poner cuando venían invitados nos la poníamos también los domingos para ir a misa. Sólo me quejo de que ahora en mis comidas hay unos criados con polainas rojas que meten sus dedos con guantes en mi sopa y en mis salsas. Se me acercan por la espalda tan silenciosos como pulpos y me dicen: «¿Desea de esto el señor?», y como siempre deseo, me ponen en el plato una ración para un pajarito y he de decirles que deseo repetir y ellos me sirven más. Antes, mi mujer dejaba el puchero en el centro de la mesa y con el cazo llenaba nuestros platos hasta arriba y no había que repetir y nadie mojaba sus guantes en mis platos. Servía la mujer porque es mi mujer y la madre de mis hijos. Estos hombres vestidos de colorines no tienen por qué meterse en mi vida. Y están malcriando a mis hijos y convirtiéndolos en unos inútiles al recogerles del suelo las servilletas que se les caen y acercándoles la silla cuando se sientan. También me quejo de esa duda que me entra cuando estoy acostado con la mujer: mi octava hija, Anastasi, nació con tres años de distancia del anterior, Poncio. ¿Tendrán la culpa los ojos de lagarto de mister Efrén recordándome lo mucho que come mi tribu?
—¿Qué quiere usted, Narciso? —oigo a mi suegra.
Miro. El mayordomo está en la puerta del comedor, tieso como una estatua, abriendo y cerrando la boca sin que le salga una palabra.
—¿Quiere decirme algo? —dice mi suegra.
Todos los de la mesa estamos mirando al mayordomo.
—Si no quiere decirnos nada, ¿por qué no nos deja seguir cenando? —dice mi suegra.
—Está ahí —dice el mayordomo.
—¿Quién está ahí? —dice mi suegra.
—Ella —dice el mayordomo.
—¿Y quién es ella? —dice mi suegra.
—La de la otra casa —dice el mayordomo.
Primero es mi suegra la que se pone en pie y luego la mujer.
—Fabiola —dice el mayordomo.
—Que no entre en mi casa —dice mi suegra.
—No quiere entrar. Quiere ver a don Roque, y que salga —dice el mayordomo.
—¡Que se vaya de mis tierras! —dice mi suegra.
—¿De qué tiene que hablar ella con mi marido? —dice la mujer.
Yo también me levanto.
—Está loca —digo.
—¡Todos los de la casa de enfrente están locos! —dice mi suegra.
—¿De qué tiene que hablar esa loca contigo? —dice la mujer.
—Ahora lo sabré —digo, dejando la mesa.
—¿Es que no lo sabes? —dice la mujer.
Nos miramos. Sabe que la señorita Fabiola viaja mucho en tranvía, demasiado, y siempre en el que conduzco yo, y sabe que no anda lejos de mí los primeros de mayo. Pero nunca había tocado el asunto.
—Le cogeré el recado y le diré que se marche —digo.
—Y que no vuelva más —dice la mujer.
—Y que no vuelva más —digo.
Ahí está, al pie de las escaleras de piedra.
—Baja —dice.
Bajo.
—¿Estabais cenando? —dice la señorita Fabiola.
—Sí —digo.
—Te alimentan bien en tu casa, no hay más que verte —dice la señorita Fabiola.
—Bueno… ¿qué pasa? Aún no es el uno de mayo y éstas no son las cocheras —digo.
—Se trata de algo relacionado con eso. Hace sólo unos minutos que ama me ha dicho que qué pena que no lo sepa Roque Altube —dice la señorita Fabiola.
—Saber… ¿qué? —digo.
—Eso mismo le pregunté yo: «¿Qué tiene que saber?», y ella me lo explicó: «Mañana tienen reunión los del sindicato vasco y debería ir Roque Altube». No pongas esa cara, Roque. A ti te gustan mucho las cosas de sindicatos. Tienes uno y ama dice que ahora hay otro y que es mayor que el tuyo y se llama Hermandad de Obreros Vascos —dice la señorita Fabiola.
—¿Otro sindicato? —digo.
—¿Por qué pones esa cara? ¿No te gusta que haya otro sindicato? No te preocupes, que nadie te quitará la gloria de haber inventado el primero. Te han copiado, eso es todo. ¿Y sabes por qué te han copiado? Porque era una idea buena, porque tu sindicato ha abierto los ojos a mucha gente —dice la señorita Fabiola.
—Parece que ha abierto los ojos a demasiada gente —digo.
—¿A quién? —dice la señorita Fabiola.
—A doña Cristina —digo.
—A ama le irrita todo lo que vaya contra su santa voluntad. Por eso me gusta a mí tu sindicato —dice la señorita Fabiola.
—Lo estamos preparando muy bien para que este primero de mayo ganemos la huelga. Esta vez no falla —digo.
—¿Qué vais a hacer? ¡Por Dios, necesito saberlo! Dimelo, para que me empiece a reír desde ahora —dice la señorita Fabiola.
Me siento en el primer escalón.
—¿En qué piensas, Roque? —dice la señorita Fabiola.
—¿Doña Cristina le ha hablado a usted de otro sindicato? ¿No le habrá hablado de la Guardia Civil? —digo.
La señorita Fabiola se sienta a mi lado.
—¿Puedo sentarme a tu lado? —dice.
—Doña Cristina siempre ha echado pestes de mi sindicato… ¿Por qué ella tiene ahora uno? —digo.
—Ama no me ha dicho que tiene un sindicato, sólo que mañana tienen reunión los del sindicato vasco y que Roque Altube debería ir —dice la señorita Fabiola.
—¿Por qué cree doña Cristina que Roque Altube debe ir a ese sindicato vasco? —digo.
—Supongo que para ver si te gusta más que el tuyo y te quedas en él —dice la señorita Fabiola.
—Uno no cambia de sindicato como de alpargatas, sobre todo si no entiende por qué la dueña de la Compañía del Tranvía que echa pestes de mi sindicato quiere ahora que entre en otro, y entonces Roque Altube tendría dos sindicatos y ganaría mejor todas las huelgas —digo.
—Ama es muy… —dice la señorita Fabiola.
—¡A su ama le tendría que quemar en la boca la palabra sindicato! ¿Sabe usted lo único que tenía que haber dicho su ama? Que Roque Altube no tiene que enterarse de que anda por ahí otro sindicato, para que no se me ocurra meterme en él. Doña Cristina tendría que estar pidiéndole a Dios que el demonio se llevara todos los sindicatos —digo.
—Todos menos el de ella —dice la señorita Fabiola.
—¿Cómo va a tener doña Cristina un sindicato? ¿Cómo unas gallinas pueden tener un zorro en su gallinero? ¿Sabe usted para qué sirve un sindicato? —digo.
La señorita Fabiola me sigue mirando, ahora sin hablar. Me mira y sonríe.
—¿Para qué le han servido a usted tantos unos de mayo en las cocheras si aún no sabe para qué…? —digo.
—Estás muy gracioso cuando te enfureces —dice la señorita Fabiola.
Me pongo en pie.
—Me quedaba el postre —digo.
—Está en Bilbao, en la calle Correo —dice la señorita Fabiola. Aún no se ha levantado.
—¿Qué está en Bilbao? —digo.
—El local de ese otro sindicato. Vosotros sois cuatro gatos y ellos son muchos. Debes ir —dice la señorita Fabiola.
Se levanta y dice:
—Debes ir, Roque.
—Yo y los otros estamos preparando como nunca el Primero de Mayo —digo.
—Llevad vuestras ideas al otro sindicato y ellos os hablarán de las suyas y las juntáis todas y nos saldrá el mejor Primero de Mayo —dice la señorita Fabiola.
—¿A usted también le saldrá? A doña Cristina no le gustaría saber que le ha salido una hija sindicalista —digo.
—Así le doy otra razón para prohibirme algo… Vete, Roque, y amárgale la vida a mi ama —dice la señorita Fabiola.
Así como cuatro brazos hacen más que dos, dos sindicatos harán más que uno.
—¿Es gente de Getxo la de ese sindicato? —digo.
—De Getxo y de otras partes. ¡Ay, Roque, el mundo no se acaba en Getxo! —dice la señorita Fabiola.
—Bueno, buscaré esa calle Correo —digo.
—Te vendré a recoger en mi coche a las diez. Tú no sabes andar por Bilbao —dice la señorita Fabiola.
—Llevaré conmigo a Lander Bukua —digo.
—Otro que tal baila. ¡Vaya par de aldeanos! Os recogeré a los dos —dice la señorita Fabiola.
—Pero en ese sindicato usted se queda en la puerta —digo.
—Sí, como los perritos bien educados —dice la señorita Fabiola. Le diré a Lander Bukua que está loca. Doy media vuelta y subo las escaleras.
—Hasta mañana —dice la señorita Fabiola.
Dentro de casa me sale al paso la mujer y me dice de qué hemos hablado y yo le digo que de sindicatos.
A las siete de la mañana me presento en el tranvía a pedirle a Damas Elorriaga la mañana libre. Me la da. Luego voy a Bukuena a decir a Lander Bukua que me acompañe al otro sindicato y sólo cuando pone ojos de mochuelo y dice «¿Qué sindicato?» caigo en que no sabe nada. Se lo cuento.
—¿Cómo han tenido la misma idea que tú? ¿Es que el inventor de ese sindicato ha estado también en la otra margen, como tú? —dice Lander Bukua.
—Yo qué sé dónde ha estado —digo.
—¿Para qué queremos otro sindicato si ya tenemos el nuestro? —dice Lander Bukua.
—¿El nuestro? En seis años no hemos podido ni siquiera quitarle el mostrador a Zacarías Ermo, ni siquiera sacar una huelga como Dios manda, y ni siquiera tenemos un nombre —digo.
—Y ellos, ¿lo tienen? —digo.
—Sí, la Hermandad de Obreros Vascos —digo.
—Coño —dice Lander Bukua.
No tiene que ir a la fábrica de azulejos donde trabaja porque ha tenido un accidente y anda cojo.
—No me gusta meterme en un agujero donde no conocemos a nadie —dice.
—No es un agujero, es un sindicato, y la señorita Fabiola dice que con mucha más gente que el nuestro —digo.
—Esa niña rica ha encontrado un buen tiovivo —dice Lander Bukua.
Irune nos mira marchar desde el portalón con cara de pocos amigos. Tampoco vamos a mi casa, por no aguantar las preguntas de la mujer mientras esperamos a la señorita Fabiola, sobre todo cuando vea quién nos recoge. No quiero ocultarle nada, sólo ahorrarme sus preguntas durante dos horas. Si quisiera ocultárselo —¿qué tengo que ocultarle?—, Lander Bukua y yo nos pondríamos al socaire del robledal frente a la casa de la marquesa y embarcaríamos en el carricoche de su hija sin ser vistos, pero no quiero ocultarle nada —¿qué tengo que ocultarle?
Vamos a La Venta a matar la espera, y es como si Zacarías Ermo nos estuviera esperando detrás del mostrador.
—¿Qué os sirvo? —dice.
—Vino —dice Lander Bukua.
—¿Dos? —dice Zacarías Ermo.
—Es pronto para mí —digo.
Tenemos que charlar y cogemos la mesa del rincón.
—Aquí no se puede estar sin hacer gasto, y menos en una mesa —dice Zacarías Ermo.
—¿Qué quieres, que yo me quede dentro y que Roque salga y que hablemos a gritos? —dice Lander Bukua.
—Las normas son las normas —dice Zacarías Ermo.
No se mueve del mostrador, no trae el vaso de Lander Bukua.
—¡Qué normas ni qué cojones! Si ahora le pides a Roque que beba algo, ¿por qué cuando bebe mucho no le dices que beba menos? Vaya lo uno por lo otro. Es como si alguien entrara sólo a mear y tú le cerraras el retrete y él te dijera: «Sí, hoy sólo entro a mear, pero otros días entro a beber y no meo». —dice Lander Bukua.
—Que yo recuerde, pocas veces bebe de más Roque Altube —dice Zacarías Ermo.
—Y te recuerdo que ese mostrador no es tuyo y que yo te puedo soltar que no apoyes en él tus codos ni los vasos ni las jarras ni las botellas, porque es de Etxe o de Larreko cuando las Juntas digan de una vez de quiénes son las cosas encontradas en la playa, si de quien las ve primero o de quien las sube con sus bueyes —dice Lander Bukua.
—Se admiten apuestas. Apostando por Etxe o por Larreko es otra forma de que Roque se pueda quedar sin beber —dice Zacarías Ermo.
Es que últimamente el muy judío ha inventado el quedarse con una comisión por adelantado de las apuestas que se crucen en La Venta. Han entrado tres o cuatro en el momento en que Zacarías Ermo decía «apuestas» y se ponen a apostar, unos por Etxe y otros por Larreko, y seguro que hoy no llegan a sus trabajos. También apuesta Lander Bukua. Yo no, porque me toca sostener la apuesta que un Altube cruzó no sé cuándo con un Murua, mi pariente poniendo el campo de mijo que había en Altubena y el Murua el que había en Muruena, y esta apuesta yo la heredé de mi padre Zenon y él del tío Santiago y éste del abuelo Satordi… ¡y yo qué sé cuántos más hacia atrás! Ellos y yo apostamos por Etxe, porque madrugar a las cuatro de la mañana para encontrar un mostrador o lo que sea en la playa es algo que lo hace uno mismo, pero subir un mostrador o lo que sea de la playa lo hacen unos bueyes, y pienso que entonces habría que apostar por Etxe o por los bueyes, en vez de apostar por Etxe o por Larreko. Bueno, la apuesta la tendría que estar aguantando mi hermano Juan el de Altubena porque yo dejé de ser su propietario, pero se negó, diciendo que ya echaba bastante carga sobre sus espaldas como para aguantar encima un campo de mijo, y yo le dije que, en vez de perder, a lo mejor ganaba un campo de mijo, y él me miró y su mirada me convenció de que le seguiría sin acompañar la suerte. Lo que yo me digo es a ver de dónde saco un campo de mijo, si pierdo, y a ver de dónde lo saca el Murua, si pierde, porque ya nadie siembra mijo por aquí.
Falta poco para las diez y hago una seña a Lander Bukua, que está en el galimatías de las apuestas, con Zacarías Ermo haciendo cuentas y sacando sus comisiones y recordando a todos que le tienen que pagar antes de una semana, y tan ciego está en el asunto que ni se ha acordado de decirme que me marche. Lo peor es que Lander Bukua y yo habíamos venido a La Venta a hablar de sindicatos. Lo saco a empujones.
El birlocho de la señorita Fabiola es puntual. Nosotros y ella llegamos a una ante la casa. Lander Bukua se sienta junto al cochero y yo junto a la señorita Fabiola.
—Sigue —dice la señorita Fabiola.
El birlocho arranca. Yo nunca había montado en un coche de ricos. Tampoco Lander Bukua. Mi suegra tiene uno, también con cochero, pero en trece años nunca he embarcado en él.
—Voy en el escaparate —dice Lander Bukua.
A mí me verá menos la gente, pero es que me veo a mí mismo. Yo sé quién no hubiese ido a hablar de huelgas en un coche con cochero. Sé muy bien quién no hubiese ido. Lo sé muy bien. No hay duda de que lo sé.
La señorita Fabiola no para de hablar. Con su cacareo de gallina lo estropea todo aún más. ¿Por qué no se calla? ¿Qué hace aquí? Con ella, esto parece un circo. Y estamos en algo serio. Los del otro lado la habrían echado hace, tiempo. Pero aquí la tengo. Y Lander Bukua también la tiene. Aunque sólo me preocupa que yo la tengo.
—Roque, ¿me ves como una mujer triste o alegre? —dice la señorita Fabiola.
Vuelvo la cabeza para mirarla.
—Parezco alegre, pero soy una mujer triste. Quiero que lo sepas —dice la señorita Fabiola.
Ni caso.
—Es uno de los mejores caballos que he visto —dice Lander Bukua.
—Sí, sí, corre lo mismo con el coche lleno —dice el cochero, que lleva polainas rojas.
—¿Qué le dais de comer? —dice Lander Bukua.
—Habas —dice el cochero.
—¡Con habas cualquier caballo subiría al Serantes con una sola pata! —dice Lander Bukua.
Entramos en el Casco Viejo de Bilbao y enseguida la señorita Fabiola le dice al cochero «pare» y estamos ante el portal de una casa de pisos. Baja el cochero y espera al costado del coche, supongo que para ayudar a bajar a la señorita Fabiola. Lander Bukua y yo ya estamos pisando el suelo de Bilbao y el cochero sigue esperando a la señorita Fabiola.
—Yo me quedo aquí —dice la señorita Fabiola.
En eso habíamos quedado. Lander Bukua y yo entramos en el portal.
—Es en el tercer piso —oímos a la señorita Fabiola.
Le he leído en los ojos que le gustaría venir. Estamos ante la puerta cerrada del tercer piso. Falta el aire en esta escalera. Lander Bukua pega un golpe contra la madera con su mano abierta. Se oyen pasos al otro lado y la puerta se abre. Hay un hombre pequeño de unos cuarenta años, cara roja y ojos saltones.
—¿Qué hay? —dice.
—Aquí estamos —dice Lander Bukua.
—Bueno —dice el hombre.
—Somos de Getxo —digo.
—De Getxo —dice el hombre.
—¿Quién es? —se oye al fondo del pasillo.
—Dos de Getxo —dice el hombre.
—¿Qué quieren? —se oye al fondo del pasillo.
—Bueno, el caso es que… —dice Lander Bukua.
—Bueno, es que resulta que nosotros tenemos en Getxo un sindicato y… —digo.
—Que pasen —se oye al fondo del pasillo.
El hombre hace una seña y entramos y cierra la puerta. Hay un ruido, un tac-tac como cuando se pica una guadaña, y las tablas del suelo del pasillo crujen como en los caseríos. Pasamos ante un cuarto abierto y veo a un hombre sentado ante una máquina que tiene en la mesa y haciendo ese ruido. Llegamos a un cuarto más grande y con gente alrededor de una mesa. Recuerdo aquel día en que… yo… llegué… por primera vez… a… a…
I… si… do… ra.
Todos los hombres nos miran.
—¿Qué sindicato? ¿Cómo demonios se llama vuestro sindicato? ¿Un sindicato en Getxo? —dice uno, y es la voz que nos llegaba del fondo del pasillo.
—¿Que cómo se llama? —digo.
—¿Un sindicato en Getxo? —dice el de esa voz.
Lander Bukua me mira.
—¿Cómo se llama nuestro sindicato? —dice.
—Se nos olvidó ponerle un nombre —digo.
—¿Sois socialistas? Si sois socialistas ya os podéis volver por donde habéis venido —dice el de esa voz.
Lander Bukua me mira.
—¿Somos socialistas? —dice.
—Tranquilo —digo.
—Los vascos no son socialistas, así que vosotros no sois socialistas. Aún no nos habéis dicho lo que queréis —dice el de esa voz.
—El caso es que… —dice Lander Bukua.
—Nosotros tenemos en Getxo un sindicato —digo.
—Y habéis venido creyendo que nosotros estamos haciendo otro sindicato… Pues no. Y si sois vascos, ¿por qué llamáis a lo vuestro sindicato? —dice el de esa voz.
—Porque es un sindicato —digo.
—Sindicato o no sindicato, ¿para qué estáis aquí? —dice el de esa voz.
Miro a Lander Bukua y él me mira a mí.
—Tendrá que subir la señorita Fabiola —digo.
—¿Ella? —dice Lander Bukua.
Nos seguimos mirando.
—En realidad, no sé para qué estamos aquí. Habrá que llamarla, porque ella sí lo sabe —digo.
Lander Bukua sale al pasillo y le oigo salir del piso. En el cuarto hay ocho hombres. Tienen la mesa llena de papeles. Ahora hablan en voz tan baja que no les oigo.
—No sé quién es esa señorita, pero aquí no entra ninguna mujer —me dice el de esa voz.
—Ella sabe… —digo yo.
—Aquí no entra ninguna mujer. Sería la primera vez desde que nosotros ocupamos este piso. ¿Para qué la necesitamos? Sólo nos tenéis que decir a qué habéis venido —dice el de esa voz.
Todos me siguen mirando y maldigo a la señorita Fabiola porque ella sí sabría decirles a qué hemos venido, y yo no, y no está aquí.
—Esa mujer ya vendrá escaleras arriba —dice otro.
—Cirilo, sal a la puerta y que no pase —dice el de esa voz.
Cirilo es el hombre que nos abrió la puerta. Se levanta de la mesa y sale. Enseguida se oyen cuatro golpes de mano contra la puerta y sé que es Lander Bukua. Cirilo ya está allí, pero no abre.
—Mejor si sales tú también y os vais los tres —dice el de esa voz.
Se oyen por segunda vez los golpes contra la puerta. Cirilo no abre.
—¡Estamos aquí! —se oye a Lander Bukua.
—Lo más tonto de esta vida es ir a un sitio y no saber a qué se ha ido —dice un hombre grande.
Se oye por tercera vez los golpes contra la puerta. Cirilo no abre.
—Vete, iros y podremos seguir con lo nuestro —dice el de esa voz.
—Lo más tonto de esta vida es ir a un sitio y no saber a qué se ha ido —dice el hombre grande.
—¡Soy Fabiola, la hija de Cristina Oiaindia! —se oye a la señorita Fabiola.
—¿La hija de doña Cristina? —dice el hombre de esa voz poniéndose en pie de golpe.
—¡Hostias! —dice otro.
Todos se han ido levantando.
—¿Le abrimos, Juan? —dice otro.
El hombre de esa voz se llama Juan. Sale al pasillo.
—¡Abre, abre! —dice a Cirilo.
Cirilo abre la puerta y enseguida tenemos en el cuarto a Lander Bukua y a la señorita Fabiola.
—No sabíamos que era usted. ¿Quién iba a pensar que la hija de doña Cristina iba a venir a este sitio? —está diciendo Juan a la señorita Fabiola.
—Buenos días —dice la señorita Fabiola. Me mira. La veo contenta de estar aquí. No deja de mirarme. Luego mira al grupo de la mesa.
—No encontrarán personas que encajen mejor en su Hermandad de Obreros Vascos —dice.
—Ellos dicen que ya son de un sindicato de Getxo —dice Juan.
—Precisamente por eso —dice la señorita Fabiola.
—¿Quiere usted sentarse? —dice Juan acercándole una silla.
La señorita Fabiola se sienta.
—Mis amigos pueden sentarse a la mesa, con ustedes —dice.
—¿Sus amigos? —dice Juan.
—Llevamos años luchando juntos en el sindicato de Getxo —dice la señorita Fabiola.
—¿Juntos en…? —dice Juan, pero no acaba, porque ya está haciéndonos señas a mí y a Lander Bukua para que nos sentemos en dos sillas vacías de la mes^. Todos los demás también se sientan, incluso Cirilo. El último en sentarse es Juan. La silla de la señorita Fabiola está a dos pasos de la mesa.
—Muy bien. Los dos son de confianza. Uno se llama Lander Bukuay el más alto Roque Altube. De total confianza y con mucha experiencia. Es difícil poner algo en marcha partiendo de cero y más sin noticias de cómo lo han hecho otros. Mis dos amigos conocen al dedillo todo lo referente a sindicatos y vienen a ayudaros. Además, Roque ha vivido las luchas del otro lado de la ría, en las minas y todo eso. En Getxo tiene un gran prestigio en cosas de sindicatos. Es el hombre que ustedes necesitaban —dice la señorita Fabiola.
—¿Es cosa de doña Cristina?, ¿así le gustaría a ella? —dice Juan.
—Ama no sabe que estamos aquí, no me pidió que trajera a Roque para que ustedes lo acepten. Sólo lo comentó en casa, fue un simple comentario a los postres. Dijo: «Se está fundando la Hermandad de Obreros Vascos». Yo le pregunté que qué era eso, y ella contestó: «Una asociación, una cooperativa de trabajadores o algo así. El mundo vasco del trabajo se tenía que defender». Le pregunté si tenía que defenderse de patronos vascos, como ella, y ella exclamó: «¡No, defenderse contra el socialismo antivasco! A Roque Altube le convendría apuntarse en la Hermandad en vez de andar revolviendo por aquí con sus cuatro sindicalistas. Roque vale y ocuparía un puesto en la junta directiva». Lo dijo sin mirarme, sin mirar a nadie, con los ojos metidos en la taza de café y en el tono descuidado con que se comenta la caída de un botón. Y añadió: «Si no temiera verme acusada de jugar a dos barajas, yo misma le acompañaría».
—Ahora lo comprendo todo —dice Juan mirando a los otros de la mesa.
—Ahora está claro —dice un hombre de pelo rojo.
—¿Conocéis a doña Cristina? —digo.
—¿Quién no conoce a la marquesa? —dice Juan.
—De modo que me quedo aquí porque ella quiere. Si no quisiera, no me quedaría. Y si os manda bailar sobre la mesa, bailaríais. Y si… ¡Una patrona no puede mandar en un sindicato y ella es una patrona! ¡Nuestro sindicato de Getxo lleva diez años pinchando a doña Cristina porque es un sindicato como manda el Papa de Roma! —digo.
—¡Aquí no se blasfema! —dice el hombre grande.
—Roque no ha querido ofender, lo que pasa es que no entiende que… —dice la señorita Fabiola.
—¡En la Hermandad de Obreros Vascos no se insulta a la religión! —dice el hombre grande.
—No ha pasado nada, Enrique. Calma, calma… —dice Juan.
—Te juro, Roque, que ama no sabe que os he traído, quiero decir que no me ordenó tienes que hacer esto y lo otro… Fue decisión mía, pensando que a nuestro sindicato de Getxo le convendría aliarse con otro, y más si este otro era más fuerte —dice la señorita Fabiola.
—¿Cuántos afiliados tenéis? —dice Juan.
—¿Afiliados? —dice Lander Bukua.
—¿Afiliados? —digo.
—Gente apuntada en vuestros libros —dice Juan.
—¿Libros? —dice Lander Bukua.
—¿Libros? —digo.
—Creo que son nueve. Tienen sus nombres en la cabeza —dice la señorita Fabiola.
—¿Nueve? —dice Juan.
—¿Sólo nueve? —dice Cirilo.
—Nuestros afiliados son trescientos treinta y siete, y en sólo dos meses —dice Juan.
—Diez. Somos diez —digo.
Los ocho hombres de la mesa nos miran a mí y a Lander Bukua como mirarían a dos gorriones mojados.
—¿Le habéis pedido permiso a doña Cristina para ser trescientos treinta y cuatro? —digo.
—Calma la sangre —dice Juan.
—Entre todos sumaréis ahora trescientos cuarenta y siete —dice la señorita Fabiola.
—Todavía estábamos en trescientos treinta y siete… Muchos sí que sois, pero las arenas de la playa también son muchas y las olas las andan para arriba y para abajo. Lo que hace no es el número sino… la calidad. Calidad —digo.
—¿Quieres decir que vuestra cuadrillita es mejor que nuestra Hermandad? —dice Juan.
—Nuestro sindicato no tiene detrás a una patrona que nos ande chu, chu, chu… —digo.
—Pues punto y raya y cada uno a su casa. Y usted le advierte a su madre que no nos envíe más ayudas —dice Juan.
Se ha levantado, se mete las manos en los bolsillos y va a una ventana y se queda en ella mirando hacia fuera y dándonos la espalda. Tiene una espalda como un frontón, aunque no es alto, es cuadrado. La señorita Fabiola también se levanta y llega hasta él.
—Ése es el camino: ¡independencia! ¡No permitiré que ella se entrometa también en esto! ¡Juro por la sagrada palabra Libertad que nunca más me prestaré a sus manejos! —dice.
—¿De modo que estoy aquí porque ella lo ha querido? ¿No me dijo usted que…? —digo.
—¿Es que no entendéis su juego? ¡Los sindicatos le dan miedo y quiere enfrentaros para que os destruyáis mutuamente! ¡Es un demonio! —dice la señorita Fabiola.
—Todo esto me huele mal —digo.
Agarro el brazo de Lander Bukua y lo saco al pasillo. Pero la señorita Fabiola corre más y nos corta el paso.
—¿Quieres que ella se salga con la suya? —dice.
—Que alguien me diga por qué estos agacharon las molleras al oír el nombre de doña Cristina —digo.
—¡Es que tú, Roque, llevas años en estas luchas y ellos empiezan ahora, no saben, les tienes que enseñar! —dice la señorita Fabiola.
Su mano toca la mía y me agarra dos dedos y me mete de nuevo en el cuarto y Lander Bukua nos sigue. Juan no se ha movido de la ventana.
—Se queda —dice la señorita Fabiola.
Juan se vuelve y nos mira a los tres y luego sólo a mí.
—Soy el presidente de la Hermandad de Obreros Vascos y quiero saber si sientes la causa —dice.
—¡Pues claro que la siente! —dice la señorita Fabiola.
—Se lo pregunto a él —dice Juan.
—¿La causa? —digo.
—Bien. Los mejores son los que luchan por algo sin saber qué nombre tiene ese algo… ¿Cuántos apellidos vascos tienes? —dice Juan.
—Todos —dice la señorita Fabiola.
—¿Son vascos los cuatro primeros? —dice Juan.
—Y los demás —digo.
—Bien. ¿Hay en tu sindicato gente no vasca? —dice Juan.
—Todos somos del pueblo —digo.
Los de la mesa carraspean y cuchichean entre sí.
—¿Eres del partido? —dice Juan.
—¿Partido? —digo.
—No, no está afiliado al Partido Nacionalista Vasco —dice la señorita Fabiola.
Los de la mesa siguen cuchicheando. Juan mueve la cabeza.
—Nos gustan más los que están en el partido —dice.
—Tiquismiquis —dice la señorita Fabiola.
—¿Cómo sabe usted que no estoy en el Partido? —digo.
—Se lo he oído comentar alguna vez a ama. Dijo: «Roque Altube es el único empleado mío que no está afiliado. Le hablaré un día de estos». Pero estoy segura de que le gustaría tenerlo en la Hermandad. Estoy completamente segura, a pesar de no ser del partido —dice la señorita Fabiola.
—Eso se arregla fácil —dice Juan.
—Será mejor que sigamos con lo nuestro —dice Enrique, y su mano abierta da un golpe en la mesa.
—Estudiaremos el caso de Roque Altube —dice Juan. Ya en la calle, digo a la señorita Fabiola:
—¿Sabe usted por qué me gusta entrar ahora en esa Hermandad de Obreros Vascos? Porque ya tenemos encima el Primero de Mayo y ellos son muchos y podremos sacar un Primero de Mayo con mucho ruido.
Estoy sentado con ellos alrededor de la mesa. Estamos unos veinte. La mayoría ha venido a verme la cara.
—El otro día os hablé del nuevo. Pues ahí le tenéis a Roque Altube. Roque, teniendo en cuenta que tienes un prestigio de años como defensor de los obreros, y por otras razones, hemos decidido ponerte en la junta para llevar la sección de fallecimientos —dice Juan.
—¿Os matan a mucha gente? —digo.
—¿Matarnos? A la gente no hace falta matarla para que se muera. Y como los entierros cuestan dinero, la Hermandad ayuda a las familias de los socios difuntos a pagarlos. ¿Quieres encargarte de la sección? —dice Juan.
—Yo no entiendo de números —digo.
—No tendrías que llevar muchos números porque ya hay quien se encarga de eso. Tú te encargarías de hacer un arreglo con una funeraria para tener descuento —dice Juan.
—Yo en mi vida he hecho cosas así —digo.
—Te hemos elegido porque lo tienes más a mano que ninguno de nosotros —dice Juan.
Le miro, miro a los demás, pero todos los ojos están puestos en la mesa.
—Es más fácil hablar de negocios con un cuñado —dice Enrique.
Sí, claro, Efrén. Nunca le he pedido ni un guisante y no voy a pedírselo ahora. Además…
—Esa persona no es mi cuñado. ¿Quién os ha hablado de esa persona y de mis asuntos? —digo.
—No solemos meternos en lo que no nos importa, pero no te conocíamos y había que enterarse un poco —dice Juan.
—Los entierros son muy caros —dice Enrique.
—Yo aún no sé si esa persona es mi cuñado o no es mi cuñado —digo.
—Si estás casado con su hermana eres su cuñado —dice Enrique.
—Es que aún no sé si esa persona y mi mujer son hermanos —digo.
—Nunca había oído nada semejante —dice uno.
—No estamos aquí para hablar de tus cosas sino para que la Hermandad haga un arreglo con una funeraria —dice Juan.
—Me paso meses sin hablar con esa persona —digo.
—¿Y vivís bajo el mismo techo? —dice el de antes.
—Sí —digo.
—¿Y coméis juntos? —dice el de antes.
—Sí —digo.
—¡Por San Periquito! —dice el de antes.
—A lo mejor os pasa que no tenéis nada de qué hablar, a lo mejor a él sólo le gusta hablar de funerarias —dice otro.
—Los entierros son muy caros —dice Enrique.
—Con un poco de ganas por tu parte harías un gran bien a nuestra gente pobre de la Hermandad —dice Juan.
Toda la mesa espera mis palabras.
—Bien —digo.
Se quedan tranquilos, pero yo no.
—Ahora vamos a hablar de cosas importantes —digo.
—Bien —dice Juan.
—¿Qué tenéis preparado para el uno de mayo? —digo.
¿Por qué me miran de golpe todos como fieras?
—Sólo faltan dos semanas para el uno de mayo —digo.
—No sé por qué nos hablas del uno de mayo —dice Juan.
—Porque es el día del obrero y cuando se hacen manifestaciones —digo.
—Ya sabemos lo que es el uno de mayo para los socialistas —dice Juan.
La gente cambia de postura en las sillas y mormojea.
—Se protesta y se pide más jornal y menos horas de trabajo. Nuestro sindicato de Getxo también metía ruido los primeros de mayo. Y la Hermandad de Obreros Vascos debe preparar algo para el uno de mayo, porque somos obreros —digo.
—Pero no socialistas —dice uno.
—Yo tampoco soy socialista, pero sí soy obrero, y los obreros debemos tener nuestro día —digo.
—¿Seguro que no eres socialista? Los de la Hermandad ya tenemos nuestro día, el treinta de noviembre, San Andrés, el día del trabajador vasco. ¡Que se pudra el uno de mayo de los socialistas! —dice uno.
—Bueno, Ambrosio, bueno… —dice Juan.
—¡Acaba de llegar y ya está diciéndonos lo que tenemos y lo que no tenemos que hacer! —dice Ambrosio.
—¡El uno de mayo es el día de los obreros de todo el mundo! —digo.
—Este ha estado demasiado tiempo con los mineros —dice otro.
—No sé qué hace en nuestra Hermandad —dice otro.
—¡Parece mentira que sea vasco! —dice otro.
Juan se levanta, me hace una seña para que le siga, y le sigo. Me lleva al cuarto de la máquina de escribir y cierra la puerta. Estamos solos. Se sienta detrás de una pequeña mesa y me hace una seña para que me siente al otro lado, y me siento.
—Aclaremos la cuestión de una vez, Roque: ¿eres o no eres socialista? —dice.
No abro la boca.
—¿Te lo has preguntado a ti mismo alguna vez? —dice.
Silencio.
—Yo sé que no eres socialista. Quieres ayudar a los trabajadores, pero eso también lo queremos nosotros y no somos socialistas —dice.
—¿Cómo sabes que no soy socialista? —digo.
—Porque un vasco no es socialista y tú eres vasco —dice Juan.
Aquella gente no era vasca. Isidora no era vasca.
—Pero un hombre tiene derecho a pedir justicia a los amos —digo.
—¡Claro que tiene ese derecho! —dice Juan.
—Aunque sea vasco —digo.
—¿Cómo que aunque sea vasco? ¡Un vasco tiene más derecho que cualquiera a pedirlo! —dice Juan.
—Pues hasta que conocí a los socialistas yo nunca había oído en el pueblo decir ni pío —digo.
—Para eso se acaba de fundar la Hermandad de Obreros Vascos —dice Juan.
—¿Un sindicato sin Primero de Mayo? —digo.
—Nuestro Primero de Mayo es el treinta de noviembre, un día más vasco por recordarnos la batalla de Arrigorriaga —dice Juan.
—Lo mejor sería un mismo día para todos. La unión hace la fuerza. Y el Primero de Mayo fue antes que el treinta de noviembre como día de lucha —digo.
—Eso es lo que nunca será el treinta de noviembre, día de lucha —dice Juan.
—Nadie te da nada por tu cara bonita —digo.
—Nosotros no hablamos de no luchar sino de hacerlo de otra manera. Jesucristo también luchó y nosotros seguimos sus doctrinas. Nosotros no tenemos nada que ver con lo que piensan y hacen los socialistas, que son ateos, inmorales, blasfemos y no respetan las tradiciones. Tú, Roque, no eres así —dice Juan.
—Jesucristo siempre estaba con los pobres y no con los ricos, y a lo mejor lo de los doce apóstoles ya fue un sindicato, y entonces los socialistas estarían más cerca de Jesucristo que vosotros porque fundaron un sindicato antes que vosotros. No me extrañaría que Jesucristo hubiera nacido el uno de mayo —digo.
—Buena perra has cogido con el uno de mayo.
—Ahora vengo —digo a la mujer. He esperado a que meta en la cama a los más pequeños para decírselo. Me mira, porque a estas horas yo no suelo ir a ninguna parte de la casa.
Mister Efrén está sentado en el porche.
—Quería decirte algo —digo.
—Oh, siéntate y disfruta de esta noche de primavera —dice.
Mister Efrén tiene un vaso de agua sobre la mesita de hierro pintada de blanco y pide al criado una copa de coñac para mí.
—Sólo bebo vino —digo.
—Vino —dice mister Efrén al criado.
Me siento.
—Puedo traerte muchos muertos a la funeraria —digo.
No se esperaba eso. Iba a coger su vaso, pero se le olvida.
—¿Piensas desenterrarlos de un cementerio? —dice.
—No, porque esos muertos ya pagaron su entierro. Hablo de muertos que aún viven —digo.
Ahora sí coge su vaso y bebe un sorbo. El criado trae mi copa y echo un trago. Hasta vivir en esta casa yo siempre había bebido vino en vaso.
—Si quieres, voy mañana al empleado de tu funeraria con mi encargo —digo.
—Habla conmigo. ¿Cuál es tu encargo? —dice mister Efrén.
—Un descuento para los muertos de Getxo que sean de la Hermandad de Obreros Vascos —digo.
Oigo pasos y es Ella. Saludar, sí acostumbro a saludarla. «Hola», digo. Se sienta junto a mister Efrén. «Hola, Roque. ¿Ya habéis acostado a los niños?», me dice. Sus ojos pasan de la cara de mister Efrén a la mía.
—He oído hablar de esa Hermandad de Obreros Vascos —dice.
Madre e hijo se miran y así sé que entre ellos ya han hablado alguna vez de la Hermandad de Obreros Vascos. De pronto empiezo a ver claro que ellos son patronos y no pueden ver con buenos ojos un sindicato como la Hermandad, y además, como ya se habrán enterado de que a la marquesa sí le parece bien la Hermandad, pues ellos ya tienen otra razón para que no les guste, sobre todo Ella.
—Me voy a la cama —digo, levantándome.
—¿Por qué no terminas tu encargo? —dice mister Efrén.
—Yo lo había empezado para terminarlo —digo.
—Siéntate, Roque. Hablad los dos y a ver si llegáis a un acuerdo en esta tontería —dice Ella.
Me siento.
—Precisamente, estoy extendiendo los servicios funerarios. Si crece la demanda en este mercado, abriré otra oficina en Algorta —dice mister Efrén.
—Juego de niños —dice Ella.
—¿Qué descuento nos harías? —digo.
—Sea el que fuera, vosotros ganaréis el descuento, ¿y qué ganaría yo? —dice mister Efrén.
—Los muertos. Todos los muertos serían para ti —digo.
—Es poco. Así como yo os garantizaría un descuento, vosotros tendríais que garantizarme que todos los muertos se morirían de una vez, al menos en grupos. Esta sería mi compensación. En vez de tener que hacer un viaje por muerto, en cada viaje el coche podría transportar seis u ocho féretros —dice mister Efrén.
—¿Cómo vamos a decirles a los muertos que se mueran el día que a ti te convenga? —digo.
Primero se ríe Ella y luego se ríe mister Efrén.
—Cuando se mienta a los muertos hay que andar con más respeto —digo.
—Era una broma —dice mister Efrén.
—Después de luchar un día entero contra ellos mi hijo necesita relajarse —dice Ella.
Les miro a los dos y me entran ganas de marcharme, no por la burla que me han hecho sino porque ahora me doy cuenta de que aún no conozco a la madre y al hijo con los que vivo bajo el mismo techo.
—Vamos, no ha sido nada, seguid negociando sobre ese juego de niños —dice Ella.
—Los muertos no son cosa de juego —digo.
—Claro que no, Roque, pero esta madre mía llama juego a mi funeraria. Un juego suele costar dinero y, en cambio… —dice mister Efrén.
—Sólo te falta subir al pescante y guiar tú mismo el coche de los entierros —dice Ella.
No sólo es que hablen más que de costumbre, sino que han dejado de estar tiesos. La verdad es que en doce o trece años es la primera vez que los busco, para hablar o para lo que sea. Yo llevo mi vida, y ellos, la suya. Incluso mi mujer se aparta de ellos, o a mí me lo parece. Preferiría que se apartara de ellos porque le saliera así y no porque a mí me gusta. No soy ningún ogro, haría de tripas corazón para hacer buenas migas con ellos, pero me frenan con sus silencios y su andar por la casa como estatuas de piedra con ruedas y sus cabezas siempre muy levantadas sin mirar a las personas, como recordándonos que ellos son los amos, los ricos, y nosotros los de abajo. Pero aunque yo no los viera así, queda lo otro, lo que nos hicieron a los Altube. Quisiera estar seguro de que lo que nos hicieron a los Altube no me obliga a verlos así. Y si después de doce o trece años viéndolos así, de pronto los veo como ahora, a lo mejor es que la culpa es mía por no buscarlos para hablar o para lo que sea.
—Tienes unos hijos muy guapos, Roque —me dice Ella.
Me lo dice a pesar de que ella y yo vemos todos los días a mis hijos y de que ella es su abuela o qué sé yo lo que ella es de ellos. ¿Qué es?, ¿su tía?, ¿su abuela?, ¿o sólo su conocida? El caso es que nunca me había dicho lo de tienes unos hijos muy guapos, Roque, y me lo dice cuando he buscado a la madre y al hijo y ellos me han invitado a sentarme en su tierra particular que es el porche.
—La pequeña Anastasi es una muñequita —dice Ella.
¿Cómo es Ella? ¿Cómo lo voy a saber si ni siquiera lo sabe la mujer, a pesar de que ambas llegaron juntas a Getxo? ¿O lo sabe y no me lo quiere decir? ¿Por qué anda la mujer con tantos secretos? ¿Por qué la llamo la mujer y no la llamo por su nombre? ¡Porque no lo sé! El saber dos nombres de una persona es como no saber ninguno. Madia. Magda. Siempre la llamo mujer. «Mujer, ¿todo bien? Mujer, ¡qué frío hace en esta casa tan grande!». Y ella no echa de menos su nombre. A todas las mujeres les gusta oír su nombre, que su hombre le diga su nombre. A la mujer, no. Una noche, en la cama, después del zorriburu, pego mis labios a su nuca y le digo: «¿Cómo es, Madia o Magda?». «¿Qué?», me dice. «Quiero llamarte como a una cristiana. ¿Madia o Magda?», le digo. Esperé. Pero no habló. No hubo manera de hacerla hablar. Yo le seguí haciendo cosquillas en la nuca. Ni así. Cuando ya me había dormido, me despertó su voz. «No quiero conservar nada de aquello», dijo. No me dio pena lo que me dijo, sino su voz. Sonó como salida de un pozo de agua podrida. «Mañana le preguntaré qué me ha dicho», me dije. Pero llegó mañana y no se lo pregunté, porque recordaba cómo había sonado su voz. Le seguí llamando mujer. Alguna vez le pregunté si la otra era su madre, y se echó a llorar y se metió en el cuarto. Me quedaría tranquilo sabiendo que la mujer, al menos, sabe cómo es Ella.
—Sí, sí, es un negocio, pero pequeño. Un negocio tan de principiantes que ninguno de ellos lo explotaría. ¿Me escuchas, hijo? Su soberbia ya se lo habría quitado de la cabeza. Eres demasiado sentimental —dice Ella.
Pero mister Efrén no la mira. Me mira a mí, sonriendo.
—Tú verás lo que haces. Ellos siguen al acecho y te desprestigiarán en cuanto te descuides. Piensa en lo que ellos te pueden hacer. Ellos dirán: «Es un mercachifle de tres al cuarto, que no pretenda subírsenos a las barbas». —dice Ella.
Mister Efrén no deja de mirarme y de sonreír.
—¿Desde cuándo te preocupa lo que ellos piensen? —dice, sin volver la cabeza.
Ella suelta una carcajada.
—¿Quién es ahora la que juega? —dice mister Efrén.
—Roque está esperando —dice Ella.
—Veinticinco por ciento de descuento —dice mister Efrén.
—¿Qué? —digo.
—Os descontaré la cuarta parte. Se me tendrá que demostrar que pertenecen a la Hermandad. ¿Tienen carné los afiliados? ¿Con foto? Quiero un contrato. Ante notario. Firmado también por el presidente de la Hermandad. Cubrirá al cabeza de familia, su esposa, los hijos que vivan con él, los abuelos que vivan con ellos, nada de tíos o tías, de hermanos o hermanas, de parientes pegados… Mi coche sólo cogerá cadáveres del domicilio de los beneficiados. Si muere en otro domicilio, en otro país, otra ciudad, otro barrio, otra calle, otra casa, el traslado al domicilio en ningún caso correrá a cargo de mi funeraria. Si el cadáver de un pariente que habría sido legal si hubiese muerto en el domicilio legal, es llevado fraudulentamente al domicilio legal, será motivo de anulación del contrato y se me indemnizará con el importe de un entierro sin descuento, como penalización. Todos los entierros serán de tercera clase, como corresponde a la gente afiliada a la Hermandad. Si alguien se salta las fronteras y quiere entierro de segunda, de primera o especial, una categoría que no le corresponde por contrato y otras razones, no regirá el descuento del veinticinco por ciento. Sin que ello sea óbice para que los futuros muertos regresen a la clase tercera. Si los familiares desean introducir en el féretro, junto al muerto, objetos de su uso, recuerdos o cosas de esta naturaleza, esos artefactos no podrán superar el peso de diez kilos ni abultar más de la cuarta parte de lo que abulta el cadáver, pues se originarían problemas de personal para el transporte del féretro y con su tamaño, y habría que llamar a un cargador adicional y disponer de un féretro de mayores dimensiones, con los perjuicios consiguientes de pérdida de tiempo e incremento de gastos, en cuyo caso la familia habría de aprobar los nuevos costos en el momento de la aparición del problema, antes de proceder al traslado del féretro al coche, y sin que este incremento en el precio se beneficie del descuento del veinticinco por ciento. La familia se compromete a facilitar la labor de los empleados de la funeraria, siendo así que deberán tener vestido el cadáver a la llegada de estos empleados, o haber avisado con cuarenta y ocho horas de antelación del modelo de mortaja con que desean vestirlo, sin que ningún tipo de prenda disfrute del descuento del veinticinco por ciento. Si dos miembros legales de una misma familia mueren dentro de los mismos tres días, podrán beneficiarse de un único servicio funerario para ambos, pero este servicio no disfrutará del veinticinco por ciento. Si los cadáveres son de poco peso y volumen, podrá intentarse meter a ambos en una misma caja, cobrándose el precio de una sola caja sin el descuento del veinticinco por ciento —dice Efrén.
Lo ha dicho de una tirada, sin tomar aliento ni pensárselo. ¿En qué parte de su cabeza tenía guardados tantos tiquismiquis, como si supiera que yo le vendría algún día con esta embajada de la Hermandad?
—Y si un muerto resucita cuando se le está enterrando, ¿al morirse luego de verdad tendrá derecho a un segundo entierro, con descuento o sin descuento? —dice Ella.
Madre e hijo no tienen que mirarse para entenderse tan bien. Ahora se quedan callados, pensando, siempre están pensando, o a mí me lo parece, y así se explica que de pronto te salgan con un chorro de palabras tan largo y tan bien pensado. Ahora son dos a marearme con condiciones para cerrar el contrato entre su funeraria y la Hermandad.
La señorita Fabiola es la primera viajera que sube al tranvía. Son las siete de la mañana. No ha podido esperar para decirme lo que tiene que decirme.
—Buenos días, Roque.
—¿Qué hay?
—¿Estáis preparando algo? Sólo falta una semana. ¿Les has propuesto alguna acción?
Esto es lo que tenía que decirme. ¿Por qué viene a machacarme si yo ya me machaco bastante con este asunto?
—Son tranquilos. Viven tranquilos con su sindicato. Hacen listas de gente, a unos los ponen como afiliados de primera y a otros de segunda. No paran de hacer listas. Que si uno es del gremio de la madera, que si el otro es del gremio del metal. Y más listas para apuntar quiénes han pagado la cuota y quiénes no. Y para saber a qué enfermos hay que pasar la ayuda y quiénes han muerto y si hay que avisar a la funeraria…
—¿Saliste airoso de tu gestión con Efrén? —dice la señorita Fabiola.
—El veinticinco por ciento —digo.
—¿Qué les pareció a los de la Hermandad?
—Bien. Bien. Tranquilos. Lo apuntaron en un papel, todo lo apuntan en papeles. De vez en cuando, ya les digo: «¿Cuándo vamos a las fábricas a hablarles?». Y ellos me dicen: «¿Hablarles?, ¿a quiénes?». «¿A quiénes va a ser? ¡A los obreros! ¿Cómo, si no, vamos a sacar la huelga?». Juan, que es el presidente de la junta directiva, me suele coger de los hombros, me lleva a un cuarto y me dice: «Roque, creo que eres un buen vasco, sólo que un poco contagiado. En todas las partes del mundo hay pobres, obreros que ganan poco y sus familias pasan hambre, y aquí también. No eres el único que les quiere ayudar, la Hermandad de Obreros Vascos se fundó para eso. ¡No iban a ser los socialistas los únicos en tener sindicato!». Yo le digo: «¿Para qué sirve un sindicato si se cruza de brazos el Primero de Mayo?». Y él me dice: «Nosotros no sólo somos obreros sino obreros vascos, y te digo que nuestro día del trabajador vasco es el de San Andrés. No queremos hacer las cosas como las hacen los socialistas». Y yo: «Ya estuve con ellos». Y él: «Lo sé. De esto te viene la perra del uno de mayo». Y entonces yo le digo: «No hables mal del uno de mayo. No hables mal».
La señorita Fabiola me mira y sé que le gustaría saber mis pensamientos. El tranvía está en marcha y yo manejo los mandos y no aparto la mirada de las vías y a ella la tengo de pie a mi lado, y aunque no la veo sé que su mirada está fija en mi media cara. Le gustaría saber qué me ocurrió allí, aparte de ir a las manifestaciones del Primero de Mayo. A ella le gustaría saberlo y yo prefiero no saber por qué le gustaría. Y a mí me gustaría olvidar lo que me pasó allí.
—Pues habrá que hacer algo —dice la señorita Fabiola.
—A lo mejor no hay que hacer nada —digo.
Calla durante un rato.
—¿Por qué? —dice luego.
—No sé por qué hay que hacer ni por qué no hay que hacer —digo.
—¿Qué te pasa, Roque? —dice la señorita Fabiola.
—A Roque no le pasa nada. Y a ver si va usted a sentarse porque está prohibido hablar con el conductor —digo.
Se mete por el pasillo hasta el fondo del tranvía y se sienta; lo sé por el ruido de sus pisadas y el roce de sus ropas.
—¿La cobro? —me dice por lo bajo Arano Martierto, el cobrador.
—Sí, el doble —digo.
—Es la hija de la dueña —dice.
—A ver si no viene más —digo.
Conduzco tranquilo hasta Bilbao. Pero cuando cambio el trole y cambio de pescante y subo al de proa con las manivelas de los mandos, allí está ella.
—¿Puedo hablar con el conductor ahora que el tranvía está parado? —dice.
—Los sindicatos no son sitio para una mujer —digo.
—De modo que era eso. Pues no pertenezco a ningún sindicato —dice la señorita Fabiola.
—Pero anda revoloteando por todos. Los sindicatos son cosas de hombres —digo.
—Me limito a dar alguna idea de vez en cuando para ayudar a los amigos que luchan por una causa justa —dice la señorita Fabiola, y se seca un par de lágrimas con el pañuelo.
Estoy en lo mío. No abro la boca. Pero ella no suelta su patín.
—He leído que en América sí hay mujeres en los sindicatos —dice.
No hay que ir a América para ver eso, yo lo vi aquí.
—Creo, Roque, que te ha sentado mal conocer a los de la Hermandad. No pareces el mismo de hace seis años, cuando creaste tu sindicato y te enfrentaste a mi madre con tu huelga. ¡Fue maravilloso! —dice la señorita Fabiola.
—La huelga de todos —digo.
—¡Tú fuiste el alma! ¿Dónde está aquel Roque? Me arrepiento de haberte llevado a la Hermandad —dice la señorita Fabiola.
—¿Vamos ya? —digo a Arano Martierto.
—Cuando quieras —dice él, empezando a cobrar a los viajeros.
—Lo comprendo… Emprendiste una guerra muy dura. En Getxo nunca se le había ocurrido a nadie unir a los trabajadores contra los patronos. Estoy segura de que pasarás a la historia del movimiento obrero, Roque. Creaste de la nada un sindicato. ¿Y qué te ocurre pocos años después? Que ves que no has conseguido nada y que otro sindicato que no le llega al tuyo ni a la suela del zapato cuenta ya con un ejército de afiliados a poco de nacer…
—Y pueden morirse con un veinticinco por ciento de descuento —digo.
—¡Conseguido también por ti! —dice la señorita Fabiola.
—Sin manifestaciones —digo.
—Pero tu sindicato es el mejor. ¿Y sabes por qué? Pues porque los de la Hermandad se conforman con limosnas y tú y los tuyos lucháis, exigís como hombres en vez de pedir. Vosotros no extendéis la mano suplicando una limosna —dice la señorita Fabiola.
Coño.
—¿Has comprendido por qué no debes desanimarte? A otro menos fuerte que tú no se lo pediría, pero tú eres tan fuerte, tan fuerte… —dice la señorita Fabiola.
—Está prohibido hablar al conductor —digo.
Oigo sus pasos camino del asiento. Está loca: viaja a Bilbao y, sin bajar del tranvía, de vuelta a Getxo. Se me acerca Arano Martierto.
—No sé qué me da cobrarle a la hija de la marquesa —me dice.
—A ella, la primera. Que no sean ricos —digo.
No pasa mucho tiempo sin que oiga de nuevo sus pasos, ahora muy rápidos. No sólo se me pone al lado sino que me agarra de la manga del uniforme.
—Además, ¿dónde han quedado tus ideales? ¡No se empieza una empresa tan imposible sin estar inspirado por profundos ideales! ¡No desfallezcas, no les des a ellos la satisfacción de haberte vencido! ¡En esos pueblos mineros te empapaste de sus ideales! ¡Aprendiste a amar a la pobre gente humillada! ¿Verdad que amaste, Roque? Yo vigilaré que no traiciones su memoria… —dice la señorita Fabiola.
—¡Quítenmela de aquí! ¡Que se calle!
Viene Arano Martierto y se la lleva a su asiento.
Dos días antes del 1 de mayo entro en el cuarto de Juan y le pregunto si no ha pensado nada para el 1 de mayo.
—La funeraria de tu cuñado Efrén ya nos ha enterrado a uno de la Hermandad —dice Juan.
—No es mi cuñado —digo.
—El uno de mayo no es nuestro. ¿Cuándo lo vas a entender? Es como si te hubieran clavado una banderilla. ¿Ya lees el Bizkaitarra? —dice Juan.
—¿Qué es el Bizkaitarra? —digo.
—El periódico que leen todos los vascos —dice Juan.
—¿Habla de huelgas y de manifestaciones? —digo.
—No. Habla de la Hermandad de Obreros Vascos —dice Juan.
—Yo conocí libros y papeles donde se hablaba de huelgas y manifestaciones —digo.
—No, no vamos a hacer nada de eso el uno de mayo. Queremos ayudar a los trabajadores, no convertirlos en salvajes —dice Juan.
—¿Qué le queda por hacer a un hombre que pide más jornal y menos horas de trabajo y no se los dan? Pues hacer huelgas y manifestaciones —digo.
—Jesucristo no predicó la violencia y nosotros somos cristianos. Predicó el amor. Tanto los patronos como los trabajadores hemos de tener buena voluntad para llegar a entendernos. En nuestra sociedad vasca nunca ha habido guerra entre ricos y pobres, pues unos y otros, por encima de todo, siempre se han sentido vascos. Y sé que tú también lo sientes así, pero no sé qué te pasa —dice Juan.
Los del sindicato hemos quedado citados en La Venta. Elegimos la mesa de siempre, al fondo, y nos sentamos. Zacarías Ermo nos trae una jarra de vino y diez vasos, pues estamos todos.
—Este vino huele cada vez peor —dice Antón Basurto.
—Será para que no te entrompes —dice Martín Larreko.
Algo ya les hemos contado Lander Bukua y yo sobre la Hermandad de Obreros Vascos.
—El nombre no es feo, aunque parece puesto por un cura en un sermón —dice Bertol Sangroniz.
—Lo peor es que es un sindicato de Bilbao. Si fuera de Getxo… —dice Martico.
—En Getxo ya está el nuestro. ¿Cómo va a haber dos sindicatos? —dice Andolin Picavea.
—Yo creo que en Getxo no hay ninguno —dice Deunoro Etxe.
Todos callan. A éstos les pasa algo.
—Lander Bukua y yo fuimos a la Hermandad por curiosidad, a ver cómo era ese sindicato. Nada más —digo.
—¿Nada más? —dice Bertol Sangroniz.
—Uno de los dos sí que ha podido ir por curiosidad, pero no el otro —dice Deunoro Etxe.
Todos callan. Lander Bukua y yo nos miramos.
—A alguien ya le han dado un premio por cambiar de sindicato —dice Bikendi Aberasturi.
—Nadie ha cambiado de sindicato. Precisamente estoy aquí con vosotros para preparar el Primero de Mayo —digo.
—¿Es que este año vas a tener dos unos de mayo? —dice Bikendi Aberasturi.
—La Hermandad no hace nada el uno de mayo. Por eso estoy aquí —digo.
—Y si no hace nada el uno de mayo, ¿por qué estás con ellos? —dice Bikendi Aberasturi.
—Estoy con vosotros. ¿Por qué no empezamos a…? —digo.
—Si el que la marquesa te haya subido el jornal no es estar con ellos… —dice Bikendi Aberasturi.
—¿A quién le han subido el jornal? —digo.
—¡A ti! ¡Dos reales! Damas Elorriaga nos lo dijo ayer. Te han hecho jefe de conductores. ¿Qué dices a eso? —dice Bikendi Aberasturi.
Todos me miran, incluso Lander Bukua.
—Es mentira. A mí nadie me ha dicho nada —digo.
Me siguen mirando.
—Parece que a la marquesa le gusta que estés en el sindicato de Bilbao —dice Santio Ganesoro.
—También sabemos que te han hecho de la junta —dice Andolin Picavea.
—Estoy aquí para preparar con vosotros el Primero de Mayo. Haremos huelga, como siempre. A la marquesa se le quitarán las ganas de subirme el jornal —digo.
—Ya te lo ha subido —dice Lander Bukua.
El también.
—Yo no sabía nada. Tampoco lo esperaba —digo.
En cuanto me tropiece con la señorita Fabiola le daré un par de sopapos, porque ella está detrás de esto.
—Mejor si nos vamos todos a casa —dice Lander Bukua.
—He venido a preparar con vosotros la huelga de mañana —digo.
—Me gustaba darle en los morros a la marquesa aunque sólo fuera una vez al año —dice Martín Larreko.
—¿Nunca se os había ocurrido que todas las cosas deben tener un nombre y que nuestro sindicato no tiene un nombre? Pues lo he aprendido en el sindicato de Bilbao. Y también que debemos tener muchos afiliados en vez de ser cuatro gatos como nosotros, y que debemos tener un seguro de entierro y un seguro de paro, y que debemos pagar una cuota, porque, si no, ¿de dónde se iba a sacar para tanto gasto? Nosotros no tenemos nada de esto, pero lo podemos tener. ¿Por qué nosotros no podemos tener un nombre y muchos afiliados pagando un real a la semana, como pagan ellos, y todo lo demás? Pues estas cosas las he aprendido en el sindicato de Bilbao. Y también tenemos que comprar lapiceros y mucho papel para apuntar todo esto —digo.
—Y tú, ¿les has enseñado algo? —dice Santio Ganesoro.
—Sí, les he dicho que un sindicato debe hacer huelgas y manifestaciones —digo.
—¿Sabéis lo que yo me pregunto? Pues me pregunto por qué las hacíamos nosotros —dice Lander Bukua.
—¡Porque somos un sindicato como Dios manda! —digo.
—Pero al final todo ha acabado en lo que ha acabado —dice Lander Bukua.
—¿Acabado? ¿Acabado? ¡Nada ha acabado, la lucha sigue! ¡Mañana no saldrá ningún tranvía a la calle! —digo.
—Nunca entendí muy bien por qué había que armar tanto ruido con los tranvías —dice Andolin Picavea.
—Roque Altube tampoco creía en las huelgas —dice Martín Larreko.
—En cuanto la marquesa le ha subido el jornal, si te he visto no me acuerdo —dice Bertol Sangroniz.
—¿Qué mosca os ha picado? —digo.
—Me marcho —dice Bertol Sangroniz levantándose.
Le empujo de los hombros hacia abajo y lo siento.
—Lo peor que le puede ocurrir a la clase obrera es la desbandada. ¡Los obreros hemos de estar unidos, luchar unidos! Mientras haya ricos y pobres, los ricos explotarán siempre a los pobres. ¿Por qué unos hombres han de vivir en palacios y otros en chozas? ¿Por qué unos hombres han de comer carne y otros patatas y castañas? Ningún hombre debe ponerse por encima de otro hombre, todos los hijos de Dios nacemos con la boca abierta. Pero si un hombre tiene dinero y pone una mina o una fábrica, pues ya empieza a explotar a los otros hombres que trabajan para él para ganarse el jornal. ¿Quién saca el mineral de las minas y quién hace los clavos? ¡Las manos del obrero! ¿Quién vende el mineral y los clavos y saca la tajada mayor? ¡El patrono! ¡Los obreros reciben los ondakines! Si somos obreros, si somos hombres… ¡nos ha llegado la hora de la revolución!
I… si… do… ra.
—Ya está bien, me marcho —dice Bertol Sangroniz levantándose.
Se levantan todos.
—¡Esperad! ¡Os estoy hablando de lo que os puede salvar!
Se marchan.
He pasado la noche sin pegar ojo y pensando en si ir o no ir hoy al trabajo. Ahora es media mañana y estoy en La Venta. No me he atrevido a presentarme a mi gente en las cocheras.
—Un vaso grande de aguardiente hasta arriba —digo.
—¿Así celebras ahora el Primero de Mayo? —dice Zacarías Ermo.
Vacío el vaso de un trago.
—Salud —dice Zacarías Ermo.
—Otro —digo.
Me siento, pero en los bancos de la mesa del fondo, la del sindicato. He hecho todo lo que estaba en mi mano. Nadie me podrá echar en cara que no he hecho todo lo que estaba en mi mano…
Los cuatro gatos que hay en La Venta a estas horas se asoman a la puerta y miran hacia donde mira Zacarías Ermo, que ha salido del mostrador y también ha ido a la puerta.
—¡Lo que me faltaba por ver! —dice Zacarías Ermo.
—¡La Rota se ha echado una prole de novios! —dice Braulio Apraiz, el carnicero.
—¿Por qué no vienes a ver este circo, Roque? —dice Zacarías Ermo.
Voy. Por la carretera sube la señorita Fabiola al frente de la plantilla entera de la Compañía del Tranvía Bilbao-Algorta. Miro bien y, sí, no falta ni uno. Incluso está Damas Elorriaga, el encargado. Bueno, todos no, falto yo. Gritan: «¡Huelga, huelga, huelga!». La que más grita es la señorita Fabiola. Arrastra a los demás: ella grita y ellos le hacen coro.
Me ha visto y corre hacia mí.
—Nadie te va a culpar de nada, Roque —dice la señorita Fabiola.
—Que me escupan si quieren —digo—. Aquí no podemos quedarnos porque antes nuestro sindicato tenía una mesa…, pero ya no hay sindicato.
—¿Adónde vamos entonces? —dice la señorita Fabiola.
—¡Al cementerio! —digo.
—Han sido cinco vasos de aguardiente, Roque. Te los apunto en mi libreta —dice Zacarías Ermo.
—Cinco vasos… ¡qué horror! —dice la señorita Fabiola.
Nos sentamos contra la tapia de babor del cementerio, al socaire.
—La brisa huele a mar más que nunca… ¡qué delicia! —dice la señorita Fabiola.
—¿Cómo va a oler a mar si sopla de tierra? —digo.
Esta mujer es lo más tonto que he visto en mi vida. Ahora se sienta junto a mí antes de que me dé cuenta.
—¡Lo mejor que han hecho los hombres en toda su historia lo han hecho al aire libre, en contacto con la Naturaleza! —dice.
—¿A qué hemos venido hasta aquí? —digo.
—A hablar —dice Santio Ganesoro.
Veo a Damas Elorriaga liar sin prisa un cigarro y colgárselo de la boca y prenderlo con la mecha.
—Yo he venido a hablar de algo serio. Vosotros, no sé, con vuestro sindicato de Roque arriba y abajo. Yo quiero hablar de algo muy serio para mí —dice—. Un hombre debe pensárselo muy bien antes de dar un paso en esta vida. Yo nunca había hecho huelga, ni ocurrírseme, y entonces vosotros os preguntaréis: «¿Por qué está Damas Elorriaga en la huelga de la señorita Fabiola?». —La señorita Fabiola mueve la cabeza diciendo que no y me señala poniendo varias veces su dedo en mi pecho—. Hablé con la señorita Fabiola, no lo niego, y le dije: «El encargado de esta Compañía no puede andar por ahí dando mal ejemplo, y antes de hacer algo que nadie espera de él, y menos su señora madre de usted, debe asegurarse de que quien menos puede esperar de él algo semejante esté al corriente de que le guían las mejores intenciones finales, así que diga usted de mi parte a su señora madre de usted que si, por un lado, no me vendría mal ese aumento de jornal que nunca le había pedido hasta ahora…, suponiendo que lo que estoy haciendo sea pedir un aumento de jornal…, por otro lado, estoy dispuesto a llevar las cosas como a usted parece que le gusta que se lleven, a juzgar por lo bien que ha tratado usted a Roque Altube, el conductor, subiéndole el jornal a pesar de que en estos momentos pertenece no a un solo sindicato sino a dos, y ello después de haber hecho huelga muchas veces a lo largo de años, huelgas contra los intereses de usted, y no él solo sino arrastrando a personal del tranvía. De modo que si a usted le ha parecido bien cómo ha hecho Roque las cosas, también le parecerá bien que otro, aunque no se llame Roque Altube, siga sus pasos y empiece haciendo huelga y acabe en la Hermandad de Obreros Vascos». Esto le dije a la señorita Fabiola que le dijera a doña Cristina, y que ella me deje por mentiroso si no es verdad —dice Damas Elorriaga.
—Damas quiere decir que os conviene ingresar en la Hermandad de Obreros Vascos. Y yo os sugiero que vayáis todos o ninguno, porque si no vais todos no podríais imponer a los de la Hermandad la personalidad del sindicato de Roque —dice la señorita Fabiola.
—¿Hacer lo mismo que el traidor de Roque? —dice Bikendi Aberasturi.
—No le llaméis traidor. Nos ha abierto un nuevo camino. La clase obrera no triunfará si no lucha unida. Hagamos de la Hermandad y del sindicato de Roque un solo sindicato. Y además, otra condición para que triunfe la clase obrera es el número, la masa…, y la Hermandad acaba de constituirse y ya son casi una masa —dice la señorita Fabiola.
El rebaño, la clase obrera en marcha hacia la conquista del poder. I… si… do… ra.
—Todas las cosas de este mundo hay que hacerlas con tranquilidad y educación. Creo que esa Hermandad es un sindicato muy educado. En nuestra tierra los problemas entre amos y criados siempre se han arreglado hablando con buenos modos. A doña Cristina no le importa que le vayamos con quejas siempre que nos quitemos la boina ante ella —dice Damas Elorriaga.
Primero me dijo que vaya a hablarles a los otros seis y cuando yo le dije que no, que no me quieren ni ver, me dijo que les hablará ella.
—Dame veinticuatro horas, Roque —me dijo.
Y no sé qué les habrá dicho, pero ahí la vemos llegar con Bertol Sangroniz, Antón Basurto, Martico, Deunoro Etxe, Martín Larreko y Lander Bukua. Han llegado a tiempo a la salida de las siete de la tarde. Todos los demás estamos ya en el tranvía, en los asientos de delante. En los de atrás hay unas mujeres con niños que han pasado el día en la playa y regresan a Bilbao. También están los dos panaderos que trabajan en Bilbao. Y dos monjas visitadoras que van a su convento. Nos oyen hablar.
—¿Son ustedes socialistas?
—Somos vascos —dice Damas Elorriaga.
—¿Qué hace una señorita como usted entre tanto hombre, aunque no sean socialistas? —dicen las monjas.
—Trabajamos juntos por el bien de los pobres —dice la señorita Fabiola.
—Los pobres son cosa nuestra —dicen las monjas.
Llegamos a San Nicolás y todos bajan del tranvía.
—Os esperaré en un banco del Arenal —dice la señorita Fabiola, tan triste como si la fueran a ahorcar.
—Aprisa. ¿De qué hay que hablar? —digo.
—Pasó en blanco este Primero de Mayo, pero dentro de un año habrá otro. Hemos de conseguir que la Hermandad se olvide de su San Andrés y acepte nuestro día del obrero y vaya preparando una gran manifestación para celebrarlo. Hay que estar al tanto de todas las protestas que surjan en talleres, fábricas y minas contra los patronos y averiguar si en esos centros de trabajo hay socios de la Hermandad, para organizar la huelga correspondiente. Y rápido, pues ya sabréis que ahora mismo en los muelles de Bilbao los cargadores, carreteros y gabarreros piden un quince por ciento de aumento de jornal y mucho más para las horas extraordinarias y, como no se lo dan, se han producido ya violencias y han paralizado el puerto en varias ocasiones. Una gran ocasión para que la Hermandad haga acto de presencia y dirija y se ponga al frente de las huelgas. No debemos limitarnos a los problemas en nuestro tranvía, porque el sindicalismo es solidario, es grande, es universal, y la Hermandad tiene un hermoso nombre para comprometerse en todo ello, comprometernos… —dice la señorita Fabiola.
Damas Elorriaga tose y mueve la cabezota.
—Ya veremos, ya veremos cómo ruedan las cosas —dice.
Echamos a andar hacia la calle Correo. La señorita Fabiola se nos queda mirando.
—¿Recuerdas qué portal era? —dice.
Le hago una seña con el brazo, sin volverme.
Las escaleras atruenan como si trepara una tropa de muías.
—No sé si cabréis todos —dice Cirilo al abrir la puerta.
—Venimos a apuntarnos —dice Lander Bukua.
—Muy bien. Poneos en el pasillo y entrad al cuarto de uno en uno —dice Cirilo.
Es el cuarto de la máquina de escribir. Sale una voz:
—¿Traen el bautismo?
—¿Traéis el bautismo? —dice Cirilo.
—¿El bautismo? —digo.
—Si no, ¿cómo vamos a saber si sois cristianos y tenéis un apellido vasco entre los cuatro primeros? —dice el del cuarto.
—¿Está Juan el presidente? —digo.
—Reunido. Junta —dice Cirilo.
—Tenemos que hablarle —digo.
Luego se abre la puerta del fondo y sale Juan el presidente y dice:
—Buenas noches, señorita Fabiola. Hola, Roque. Hola a todos. Parece que han traído mucho movimiento, ¿no?
—La Hermandad de Trabajadores Vascos cuenta con dieciséis nuevos nombres —dice la señorita Fabiola.
—Es una buena noticia… ¿Incluido el suyo, señorita Fabiola? —dice Juan, y yo diría que se ríe un poco hacia dentro.
—Oh, no, yo no trabajo —dice la señorita Fabiola.
—Pues se diría que sí trabaja. Éste no es sitio para usted —dice Juan.
—Seguramente me asiste más derecho que a nadie a estar aquí por tener una madre como la que tengo —dice la señorita Fabiola.
—Con perdón… Un sindicato no está para arreglar problemas familiares —dice Juan.
—Con mi madre también tengo problemas de justicia social que atañen a un sindicato… Necesito que me entienda: ¿no sabe que estoy aquí para que mi madre no siga explotando a mis hermanos? Y mis hermanos son, primero, los trabajadores de la Compañía del Tranvía y luego los de Astilleros Vascongados, los de Vasca de Navegación y otras guaridas de tortura de ella, y luego los trabajadores explotados de nuestra tierra y luego los de todas las tierras del mundo —dice la señorita Fabiola.
Juan la mira en silencio y estoy seguro de que piensa que está loca, porque él nunca antes oyó hablar así a persona que no estuviera loca.
—Nos hemos quedado para hablarles a ustedes de estas cosas —dice la señorita Fabiola.
—¿De qué cosas? —dice Juan.
Entramos en el cuarto donde está reunida la junta y Juan cierra la puerta.
Alrededor de la mesa sólo hay una silla vacía, la de Juan, y ahora la coge para llevársela a la señorita Fabiola, que no quiere sentarse.
—Hemos quemado nuestras naves para venir aquí —dice la señorita Fabiola.
—¿Naves? —dice Enrique el hombrachón.
—Hemos cerrado el sindicato de Getxo. Era un buen sindicato, pero la Hermandad tiene más tripulación —digo.
—No sólo hemos traído a la Hermandad diecisiete nuevos afiliados sino también ideas. ¿Les asustan a ustedes las ideas…, me refiero a las ideas nuevas? —dice la señorita Fabiola.
—Las ideas no son viejas ni nuevas sino buenas o malas —dice Juan.
—Nuestras ideas son las mejores. Roque Altube ya les habrá hablado de ellas y les hablará más. Sabrá empaparles de ese espíritu que es la gran luz que saciará la gran sed de justicia de los pobres del mundo…
—¿Qué hace una mujer en una sesión de nuestra junta? —dice Enrique.
—Sí, ¿qué hace? —dice otro de la mesa.
—Ni siquiera está afiliada —dice otro de la mesa.
—Digamos que es nuestra invitada. Ella y los otros querían hablarnos —dice Juan.
—¿Qué preparáis para San Andrés? —digo.
—A las doce, misa en San Antón, y luego comida de confraternidad en un chacolí de Archanda con txistu y tamboril —dice Juan.
—¿Eso es todo? —dice la señorita Fabiola.
—La misa será cantada y no hay chuletas como las que sirven en Archanda —dice Enrique.
—¡Pero el día de San Andrés fue un día de guerra! —dice la señorita Fabiola.
—La batalla de Arrigorriaga fue en otro siglo, ahora hay paz —dice Juan.
—¿Paz? ¿Qué dices tú a eso, Roque? —dice la señorita Fabiola.
—Tranquila, tranquila —digo.
—¡Sólo habrá paz cuando haya justicia! ¡La guerra de hoy se hace con huelgas y manifestaciones! —dice la señorita Fabiola.
Los de la mesa empiezan a mormojear y algunos hablan en voz alta y algunos se levantan y uno dice:
—¿Van a venir de fuera a decirnos lo que tenemos que hacer?
Y otro:
—Si quieren quedarse que se queden, pero que nos oigan a nosotros, que aún no hemos terminado la reunión.
Y otro:
—No queremos socialistas.
Juan levanta los brazos para callarlos y dice:
—Señorita Fabiola, me gustaría saber de dónde ha sacado usted esas ideas. Seguro que no de su madre. Este no es su sitio. Regrese a casa.
—Queremos marcharnos sabiendo con certeza dónde nos hemos metido —dice la señorita Fabiola.
—Usted no se ha metido en ninguna parte. Usted no ha venido a saber sino a revolucionar —dice Juan.
—¿Y por qué se entendieron con Roque?, ¿porque saben que lo acabarán embaucando? —dice la señorita Fabiola.
—¿Quién me va a embaucar a mí? —digo.
—¿A qué llaman los socialistas justicia social?, ¿a la igualdad entre los hombres? Si Dios lo hubiese querido, nos habría hecho iguales, pues Él ha creado todas las cosas. Dijo: «Amaos los unos a los otros». Si fuéramos iguales no sería sacrificio amarnos y Dios se habría ahorrado sus palabras. Nos hizo desiguales para probarnos —dice Juan.
—Hablas como un cura —dice Lander Bukua.
—Le faltó un pelo para cantar misa, se salió de seminarista —dice Enrique riendo y dando un manotazo en la espalda de Juan.
Bueno, y ahora estamos en la calle rodeados de la gente del sindicato de Getxo. Está oscuro y no veo bien los ojos de la señorita Fabiola, aunque hace un momento aún los vi llenos de lágrimas.
—No se preocupe usted, lo seguiremos haciendo a nuestro modo —digo.
—¡Oh, sí! No esperaba menos de ti, Roque. Gracias, gracias… —dice la señorita Fabiola.
—Nunca se me olvidará que tengo que hacerlo —digo.
—Asuntos así no necesitan ser recordados, se sienten. No hables de acordarte. ¿Por qué no me miras cuando dices que nunca se te olvidará? —dice la señorita Fabiola.
—¿Eh? —digo.
—¿Por qué no me miras a los ojos? —dice la señorita Fabiola.
—¿Cómo sabe usted que no la miro si la noche no nos deja ver las caras? —digo.
—Lo sé, lo sé —dice la señorita Fabiola.
A Imanol Gorrea le han puesto a cobrar las cuotas de los afiliados remolones, y a Geraldo Lasa y a Arano Martierto les han puesto de ayudantes de Lucio Iturmendi, el encargado del almacén de comida imperecedera. Cuando me lo contaron les pregunté qué era comida imperecedera y me llevaron al cuarto-almacén y me enseñaron un saco de alubias y unos chorizos.
—Esto es comida imperecedera —me dijeron.
Pero yo los seguí llamando alubias y chorizos.
Trabajan en la Hermandad cuando el tranvía les deja libres, lo mismo que los demás que andan por el piso arriba y abajo y que viven de otros oficios y sólo aparecen por la Hermandad a echar una mano en vez de ir a la taberna. Creo que los únicos que cobran un jornal del sindicato son Juan el presidente y Vicente el secretario. Hay varias mujeres que vienen a limpiar, entre ellas Austiñe Icazarre. Aparecen a cualquier hora, cuando pueden. Creo que es ella la única mujer que está afiliada, a los de la Hermandad no les gusta trabajar con mujeres al lado. Creo que han hecho una excepción con ella porque vino con la señorita Fabiola.
De todos los que nos apuntamos yo soy el que más gasta los suelos del local. Me llaman a junta cada dos por tres y en ningún sitio me encuentro mejor que alrededor de esa mesa. Y me encuentro todavía mejor si cierro los ojos y recuerdo. Enseguida empezaron a decirme: «¿Tienes sueño?, ¿no te importa lo que tratamos aquí?», pero sólo algunas veces les hago caso. Cierro los ojos para recordar mejor aquella otra mesa, más pequeña y con menos gente. A los de ahora les entiendo mejor y no sólo porque hablan menos. Hablan de cosas que se pueden tocar con la mano, cosas de toda la vida: que si Fulano no tiene trabajo y hay que darle pantalones y jerséis para sus hijos, que si Zutano ha caído con tuberculosis y hay que llevarle cien pesetas, que si la operación de estómago de aquel otro cuesta doscientas cincuenta pesetas, que si al de más allá hay que meterle en una fragua…
Como me tiene a mano, mi cuñado o lo que sea me pasa sin retraso todos los principios de mes la cuenta de los entierros y yo se la llevo a Vicente el secretario y siempre hay una diferencia a favor de Efrén y por la noche le llevo a casa las dos cuentas y a veces por un par de reales nos pasamos discutiendo hasta la madrugada, y aún está por llegar el día en que él dé la razón a la Hermandad y pierda esos dos reales.
Llevo un mes sin saber nada de la señorita Fabiola. No aparece ya por el tranvía ni por ninguna parte. Pero como no han enterrado a nadie en casa de Camilo Baskardo, sé que no se ha muerto. Nunca arranco el tranvía sin mirar bien si ella se acerca corriendo por la calle, y cuando visito la Hermandad lo primero que hago es mirar por los cuartos a ver si está ella. Es mejor que me haya dejado en paz. No hay duda de que es mejor. Era una mujer demasiado cargante.
En este último mes no he preguntado ni una sola vez a los de la Hermandad qué vamos a preparar para el Primero de Mayo ni cuándo vamos a hablar a los trabajadores para hacer una huelga. Sin embargo, voy al piso un par de veces por semana, o tres. En Getxo sólo hacía sindicalismo un día o dos o tres al año, me pasaba el año entero sin hacer sindicalismo. Si todavía parecen los de la Hermandad monjitas de la caridad es porque están empezando. Pero aquí estoy yo para enseñarles lo que hay que hacer. Aunque no entiendo por qué llevo un mes sin preguntarles qué vamos a preparar para el Primero de Mayo ni cuándo vamos a hablar a los trabajadores para ir a la huelga. En Getxo hacíamos sólo una huelga al año, pero la hacíamos. Los del otro lado hacían más huelgas y más manifestaciones al año, no paraban: ella subía a una caja de jabón y hablaba y arrastraba a diez mil mineros a la guerra. Nadie puede negar que yo también me he subido a una caja de jabón y he hablado, lo que pasa es que en Getxo no hay diez mil mineros.
Por fin se le vio el pelo a la señorita Fabiola. Fue hace un mes. La vi aparecer a lo lejos corriendo y haciéndome señas para que la esperara. Subió sin aliento a la plataforma y me sonrió triste y se me quedó mirando. «Al menos, te alegras un poco de verme», dijo. No sé de dónde sacó que yo me alegraba. «Sí, te alegras de verme. A los buenos se les apinan sus sentimientos», dijo, pero estaba más bien mustia.
Desde entonces ha vuelto a sus viajes en tranvía, en mi tranvía, viajes de ida y vuelta sin desembarcar. Se pone a mi lado y me habla, pero no es como antes, porque ahora la señorita Fabiola es como de la familia del tranvía. Damas Elorriaga la ve dando la lata al conductor y se nos junta a charlar, de modo que ya no me la puedo quitar de encima como antes diciéndole que se prohíbe hablar al conductor. Lo que no hace es subir al piso de la Hermandad, es la primera vez que la veo estarse en su sitio. Aparece una vez por semana por el tranvía a saber cómo van las cosas y me dice: «¿Ya propones en la junta sumarnos a la huelga de los trabajadores del puerto?», y yo le digo: «Sí», y ella dice: «¿Y cómo reaccionan?», y yo le digo: «Que eso es cosa de socialistas, que nosotros no somos bárbaros», y ella dice: «¿Y tú qué les replicas, Roque?», y yo digo: «¿Eh?», y ella dice: «¿Te sientes incluido en ese nosotros?, ¿por qué nosotros tenemos que dar la nota en la marcha irreversible de la Historia?, ¿acaso somos más guapos? ¿Ya les recuerdas que cada vez está más próximo el Primero de Mayo? ¡Que se olviden esos aldeanos de su San Andrés!».
Aquella misma tarde le dije a Juan:
—¿Qué vamos a hacer el Primero de Mayo?
Y él me dijo:
—¡Vaya, hombre, hacía mucho que no nos dabas la murga con tu Primero de Mayo!
Al día siguiente tuve de nuevo a la señorita Fabiola en el tranvía y me dijo: «¿Ya les acosas?», y yo le dije: «¿Cree usted que no sé lo que tengo que hacer?», y ella me dijo: «Quiero ayudarte. No es fácil sostener día tras día un idealismo», y yo le dije: «¿Idealismo? Usted es la que me aprieta», y entonces a ella le temblaron los labios y se quedó muda. Nada faltó para que el tranvía atropellara al burro de Ceferina cargado de cantimploras de la leche. Le dije a la señorita Fabiola: «No me olvido, lo recuerdo bien, hago todo lo que está en mi mano», y ella me dijo: «¿Estás seguro? No te echo nada en cara, la verdad es que me estoy culpando a mí misma por haberos llevado a la Hermandad de Trabajadores Vascos, pues creo que con el cambio has perdido aquella magnífica pujanza revolucionaria tan emocionante», y yo le dije: «Les hablo, les doy la lata, me paso los días pensando en cómo convencerles, hago todo lo que está en mi mano», y ella me dijo: «Te creo, te creo…, pero es como si tú mismo no te dieras cuenta de las cosas, como si necesitaras que alguien te empujara… En vez de empujar iba a decir inspirar, pero me ha dado vergüenza porque estoy pensando en mí… Qué tonta, ¿verdad?», y entonces la señorita Fabiola metió la barbilla en su pecho, cerró los ojos y se quedó larri. Me saca de quicio. Simplemente me saca de quicio y no quiero pensar en eso.
Estoy en mi huerta de un rincón del jardín quitando las cañas a las vainas secas y oigo a Efrén:
—Ven, acércate.
Está a un lado del porche vestido para salir y mirándome.
—Acérquese usted —le digo.
Su cara no cambia. Se queda donde está. Con la mano izquierda se arregla el bombín y con la derecha aprieta el bastón contra el suelo.
—He advertido que algunos días llevamos el mismo camino, yo en mi coche y tú en el tranvía, y creo que hoy sería uno de esos días y te podría llevar. ¿Tardarás mucho en salir para la calle Correo? —dice.
—¿La calle Correo? —digo.
—Tu sindicato y mis oficinas están en esa misma calle. Sé que lo ignorabas. Es uno de los defectos que no entiendo de ti: tu inocencia. No eres tonto, pero tu inocencia es atroz —dice.
—¿En la misma calle? —digo.
—Sí, mi Marítima Bilbao. Desde que abrí allí mis oficinas no las he movido. Tengo tripulantes de mis barcos afiliados a vuestra Hermandad de Trabajadores Vascos. ¿Vienes? —dice.
—¿Eh? —digo.
—Que si te llevo a Bilbao —dice.
—Estoy con esto —digo.
—Estás acabando, te espero —dice.
—Me meteré con otra cosa —digo.
Nada se mueve en su cara y se diría que ha hablado sin mover los labios.
—Nadie se muere por viajar con un pariente —dice.
No le hago caso y él camina hacia la puerta del jardín. Se para y se vuelve.
—Si te has cansado del tranvía yo te ofrezco un buen trabajo conmigo —dice.
—Cuando atropelle a un niño y me despidan —digo.
Oigo sus pasos en la grava. Como he vuelto a mis cañas, ya no le miro. Me levanto cuando me llega el golpe de la puerta del coche al ser cerrada por el chófer vestido de negro como la limusina. Allá se van los tres levantando una nube de polvo de la carretera y echando gallinas a un lado y a otro y enseguida espantarán a los caballos de los coches y de los carros.
De modo que cuando Juan me dice: «Tendrás que hablar con ese Efrén que vive contigo, a ver si le parece bien subir un poco los jornales a sus obreros», yo le digo: «Ya no hace falta que sea yo quien le hable porque cualquiera de aquí lo tiene a mano porque antes yo no sabía que teníamos su oficina a dos pasos. Que vaya otro que no esté tan cansado como yo de verle la cara», y él me dice: «¿No sabías que su Marítima Bilbao estaba ahí mismo? Desde enero… ¿De qué habláis tú y Efrén en casa?», y yo le digo: «No hablamos», y él me dice: «Bueno, pero sois parientes, vivís bajo el mismo techo y estás en ventaja sobre cualquiera para hablarle de algo tan delicado», y yo le digo: «En mi caso no es ventaja vivir bajo el mismo techo, ya te digo que sólo cruzamos palabra cuando se hunde el mundo, y si a los patronos no les gusta hablar de jornales, a éste menos que a ninguno, y menos en casa, pues cómo le digo yo al postre del café que a ver cuándo sube esos jornales», y él me dice: «Hombre, Roque, un pariente siempre es un pariente», y yo le digo: «El y yo no somos parientes, creo que no somos parientes, nadie sabe si somos o no parientes, porque primero habría que saber si Ella y la mujer son parientes y eso nadie lo ha sabido nunca porque a lo mejor ni ellas mismas lo saben», y él me dice: «Pero tú estás todos los días tan cerca de él como un pariente y eso es lo que cuenta, y aunque ni seas pariente ni tengas mucha confianza con él, si te comparas con cualquiera de nosotros eres un pariente; aunque no le hables, al menos le puedes hablar cuando quieras. Y en cuanto a que los asuntos laborales han de tratarse en horas de trabajo, estoy contigo, y por eso debes ir tú a su oficina… Se ha aprobado por unanimidad en junta que seas tú el que vayas en representación de la Hermandad», y yo le digo: «Fue a mis espaldas, cuando yo no estaba», y él me dice: «Así, en adelante no faltarás a ninguna junta», y yo le digo: «¿Y qué le digo?», y él me dice: «Mira, hemos estrenado una nueva forma de ayuda a nuestra gente. Hemos empezado a conversar con algunos patronos. Conversar, no guerrear. Les tocamos el corazón y a ver cómo responden», y yo le digo: «¿Y si no responden?», y Juan se encoge de hombros.
Hoy he pedido libre para ir a hablar a Efrén y de mañana me tropiezo en el tranvía con la señorita Fabiola. Son las nueve. Hace un rato, Efrén me invitó otra vez a hacer el viaje en su limusina y le dije que no, como siempre, pero él, terco, me lo suelta cada dos o tres semanas. Es Bartolo Lubelza quien lleva hoy el tranvía. Me siento entre los viajeros y la señorita Fabiola se sienta a mi lado.
—Hoy tienes fiesta, ¿no? Me pregunto por qué, entonces, vas a Bilbao tan temprano —dice.
—¿Temprano? Las gallinas ya llevan horas poniendo huevos —digo.
—¿A qué vas…, si no es impertinencia? —dice la señorita Fabiola.
—¿Eh? —digo.
—Déjalo, déjalo, soy una entrometida —dice la señorita Fabiola.
Se le han puesto rojas las orejas. Ha dejado de mirarme a mí para mirar el Casino de Algorta, ante el que ahora pasamos.
—Voy a empezar la revolución —digo.
—¡Oh, oh! ¿Y cuándo? —dice la señorita Fabiola.
—Pues, hoy. Dentro de un rato voy a pedir a un patrón que suba los jornales y si no quiere lo tiro por la ventana —digo.
—¡Ojalá no quiera! ¡Su vuelo por la ventana sería la señal que esperan los oprimidos para ponerse en marcha! —dice la señorita Fabiola.
Nos miramos.
—Me estás tomando el pelo —dice la señorita Fabiola.
—No. Esta mañana voy a hacer sindicalismo del bueno y además en nombre de la Hermandad de Trabajadores Vascos. Voy a meterle en cintura a Efrén Baskardo. Todo el mundo sabe que usted y Efrén son hermanos de padre —digo.
—Oh, sí, ¡ja, ja!, pero nadie se atreve a decirlo. Y menos a la interesada. Nunca, jamás a nadie le había oído pronunciar algo semejante. ¡Eres único! Tenías que ser tú el primero, quizá porque me conoces mejor que nadie… ¿me conoces mejor que nadie, Roque?…, y sabes que no le concedo la menor importancia a una anécdota tan irrelevante hallándose el mundo repleto de auténticas tragedias humanas, sin contar con que, si me considero hermana de mis semejantes, con más razón habría de sentirme hermana de ese hermano que, por añadidura, comparte conmigo la sangre de un común hermano-padre —dice la señorita Fabiola.
En el resto del viaje hasta Bilbao ella es casi la única que habla, y entre una matraca y otra repite: «¡Es admirable, es admirable!», y cuando el tranvía llega a Bilbao lo primero que hago es saltar del asiento a la calle y escapar de ella. Primero paso por la Hermandad, por si hay cambio de planes. No hay.
Bueno, pues si no hay más remedio, a la calle. Busco el portal de la Marítima Bilbao. Sé qué portal es antes de ver la chapa porque ahí está la limusina, y sobre todo ahí está la señorita Fabiola, justo debajo de la chapa. La cara que le pongo le obliga a decirme:
—¿Por qué no voy yo también? ¿Por qué no participar de la gloria?
—¡Pero es que usted…, usted y él…! —digo.
—En Getxo os asustáis por nada… Los hechos que ocurren por primera vez ocurren porque tienen que ocurrir —dice la señorita Fabiola.
—¡Pero es que usted y él nunca se han hablado, ni siquiera habrán estado nunca a menos de un tiro de piedra el uno del otro! ¡Es que sus familias…, Ella y los Baskardo…, una Baskardo contra Efrén…, es decir, un Baskardo contra otro Baskardo…! ¡Si se le ha metido entre ceja y ceja no me obligue a verlo! ¿No comprende que nadie de Getxo debe verlo? —digo.
—Estoy segura de que una necia rivalidad familiar como la nuestra no te apartará del maravilloso destino histórico que vas a protagonizar —dice la señorita Fabiola.
—Usted me dijo que me bastaba para hacer estas cosas… ¿Por qué se pega a mi camisa? —digo.
—No quiero perderme la ocasión de ver combatir a un dios contra las fuerzas del mal —dice la señorita Fabiola, mordiéndose los labios.
Está loca, es como oír a don Eulogio en misa. Me la quedo mirando.
—¿Por qué no sube usted sola y luego me lo cuenta? —digo.
—¡Qué tontería! —dice la señorita Fabiola empujándome hacia el portal.
Subimos unas escaleras. La cueva está en el primer piso. Estamos ante una puerta con una brillante chapa de cobre con las palabras: MARÍTIMA BILBAO.
Ella levanta el brazo, coge la aldaba reluciente y golpea. Está delante y yo detrás. Al abrirse la puerta veo al chófer de la limusina. De modo que para esto lo tiene en Bilbao todo el día.
—Buenos días —dice la señorita Fabiola.
Se llama Max. Bueno, así le llama Efrén, porque Ella le llama Maximiliano. Está con su uniforme negro lleno de botones, aunque a pelo, sin gorra. No sé de dónde lo sacó: él y la limusina aparecieron en Getxo a un tiempo. Se ha quedado de piedra al ver a la señorita Fabiola y supongo que también al verme a mí, pero sobre todo a la señorita Fabiola.
—¿Está el señor Baskardo? —dice la señorita Fabiola.
Max me mira como pidiéndome permiso para hablar. ¿Qué tengo yo que ver con las cosas de su amo, con los líos entre las dos familias?
—Vamos, vamos, tiene que estar… ¿Quiere avisarle que Roque Altube solicita una entrevista? —dice la señorita Fabiola.
Max me sigue mirando. Hasta ahora yo lo tenía por un hombre seguro de sí. Incluso en casa me mira por encima del hombro y si nos cruzamos no me habla, aunque yo tampoco tengo ninguna gana de hablarle. Ahora le doy la primera orden desde que le tengo en casa: le hago un gesto como diciéndole: «Ya no hay remedio y como además no es asunto tuyo pues dile a tu amo que a veces ocurren estas cosas en la vida». Y Max da media vuelta y se mete en el piso, no por un pasillo sino por un cuarto grande con mesas pequeñas y personas, dos muchachos sentados escribiendo a máquina, otros dos escribiendo a mano en unos librotes, una muchacha sentada ante varios teléfonos, otra mirándonos de pie tras un mostrador y un hombre detrás de una mesa y de montones de papeles que le tapan hasta los ojos.
—¡Qué chapuza! Si esto es una naviera que baje Dios a verlo —dice la señorita Fabiola.
—Se ha hinchado de tirar paredes —digo.
—Paredes y reglas y normas y buen gusto. Al menos, su madre controla sus negocios desde su casa, le estorban las oficinas y los despachos… No me gusta lo que hacen mis padres, pero lo que hacen lo hacen bien. Quisieron ser ricos, poderosos y todo eso y lo han llevado a cabo a lo grande, a lo inglés. A veces, me sorprendo odiándolos. Pero son perfectos. ¡Tendrías que ver los despachos papales que tienen la señora Cristina Oiaindia y el señor Camilo Baskardo…, cada uno por su lado, naturalmente! Observa estas paredes… ¡ni un cuadro de barcos o una miserable maqueta! Hace daño. ¡Si no sabe hacer una naviera que no se meta en camisa de once varas! —dice la señorita Fabiola.
—Está empezando, a lo mejor no le ha dado tiempo de poner marco a los cuadros. A lo mejor le ha dado vergüenza poner en cuadros unos barcos que todos sabemos que son pura chatarra —digo.
Max sale de un cuarto del fondo y se acerca. Los empleados de Efrén han dejado de trabajar y esperan a ver qué hace su amo con nosotros. Llega Max con su cara de palo, cierra a nuestra espalda la puerta de la escalera, dice «Por aquí» y nos mete en otro cuarto, dice «Esperen», sale y cierra la puerta.
—¿Es esto una sala de espera, cuatro sillas de segunda mano y una mesa apolillada con una hojita con los servicios de la parroquia de San Antón en vez de periódicos y revistas? —dice la señorita Fabiola.
—A lo mejor lo hace para que la gente que le viene a pedir dinero como nosotros vea lo pobre que es y se marche —digo.
—¡Es un naviero, cualquiera puede leerlo en la placa! —dice la señorita Fabiola.
—A lo mejor se gastó todo el dinero en los barcos y no le quedó nada para la sala de espera —digo.
Se abre la puerta, Max asoma la cabeza y dice: «Pasen ustedes por aquí», y le seguimos y nos mete en el otro cuarto. Nos ha llamado de usted, a mí también. Cuando sale y cierra la puerta me encuentro en medio de Efrén y de la señorita Fabiola.
—Siéntense ustedes —dice Efrén.
Se había levantado al entrar nosotros y espera a que nos sentemos para sentarse él. En casa no anda con tantos remilgos con la mujer ni conmigo. Naturalmente es por ella, por la señorita Fabiola, lo más importante de esta visita de familia no soy yo con mi embajada sindicalista, sino ella. Estoy sentado en un sillón viejo de cuero negro y la señorita Fabiola en otro y Efrén detrás de una mesa grande llena de libros, papeles, tinteros, secantes, ceniceros y plumas. Su sillón tiene el respaldo más alto pero no es mejor que los nuestros. En un perchero de la pared están su bombín y su bastón.
—Ustedes dirán —dice Efrén.
Ustedes no soy yo sino la señorita Fabiola, así que es ella la que tendrá que hablar. Sin embargo Efrén no aparta sus ojos de mí. Dice «Ustedes dirán» y me mira a mí.
—Roque Altube viene como representante del sindicato Hermandad de Trabajadores Vascos a conseguir de usted una mejora para un sector de la explotada clase obrera —dice la señorita Fabiola.
—Supongo que ustedes han venido para algo, ¿no? ¿Por qué no se deciden a hablar y me exponen la razón de su visita? Ustedes dirán —dice Efrén sin dejar de mirarme.
Está claro que ha sido el mismo «Ustedes dirán» del principio. ¿Se ha quedado sordo?, ¿no ha oído a la señorita Fabiola?, ¿o es que ella aún no ha hablado? Empiezo a oír un pequeño ruido del lado de Efrén, como cuando un ratón roe madera. Se está riendo hacia dentro. Pero su cara no ríe, nadie diría que este hombre se está riendo si no fuera por ese ruido. Miro a la señorita Fabiola y está mirando a Efrén. Y ahora me mira a mí.
—Ustedes dirán —dice Efrén sin dejar de hacer ese ruido. Y dice—: Ustedes tenían que haber empezado por presentarse.
Me levanto, voy hasta la mesa y apoyo mis manos abiertas sobre libros y papeles.
—¡Hay que subir los jornales de la gente de tus barcos! —digo.
—Usted es Roque Altube, ¿verdad? Me alegro de que se haya decidido, por fin, a trabajar conmigo. Puede elegir el puesto que más le agrade en mi naviera —dice Efrén.
—No he venido a pedir trabajo —digo.
—¿Por qué, entonces, empieza por hablarme de jornales? —dice Efrén.
—No son jornales para mí sino para ellos —digo.
—¿Qué le importan a usted los jornales de ellos? Está arrugando estos documentos —dice Efrén sacando papeles de debajo de mis manos.
La señorita Fabiola se levanta, me coge de una manga, me aparta de la mesa y me dice:
—Descúbrele que en el mundo existe algo que se llama solidaridad. Y le hablas de usted, como él hace contigo.
—¿Sabe usted lo que es solidaridad? —digo.
Sé que me va a costar reconocer que en este cuarto estoy mejor con la señorita Fabiola.
—¿Cómo voy a hablar de jornales con quien no es mi empleado, cuando ni siquiera hablo de ellos con los que lo son? —dice Efrén.
—Dile que los jornales deberían controlarlos por igual tanto patronos como obreros —dice la señorita Fabiola.
Espero a que hable Efrén, pero me sigue mirando como si aquí no estuviera la señorita Fabiola.
—Los jornales no son de nadie y son de todos —digo.
Con ella se aprende mucho sindicalismo.
—Los únicos jornales a considerar son los que cobra cada uno y mis empleados aún no se han quejado —dice Efrén.
—Dile que desde que el mundo es mundo todos los jornales han sido de hambre y los únicos satisfechos fueron y son los que los dan —dice la señorita Fabiola.
Aguanto la mirada de Efrén y le digo:
—¡Huelga!
Ni moverse.
—Dile que sabemos que, como patrono, ha de estremecerle una huelga como las que se hacen en algunos sitios —dice la señorita Fabiola.
—¿Por qué no han empezado ustedes por presentarse? Si sus huelgas son tan defectuosas como sus relaciones sociales… —dice Efrén.
Miro a la señorita Fabiola, se le han puesto ojos de gata rabiosa. Me coge de la manga, me arrastra hacia la puerta, la abre y salimos. Nos miran los ocho empleados, Max incluido.
—¡Háblales como tú sabes, Roque! ¡Prepárales para la huelga del Primero de Mayo y luego para la revolución! —dice la señorita Fabiola.
—¿Eh? —digo.
Si estos empleados vieran que su amo venía contra nosotros nos atacarían y nos sacarían a la escalera, pero como no mueve un dedo pues ellos tampoco, y como su amo nos mira desde el fondo de su cueva, pues ellos también nos miran. Lo peor es que uno y otros nos dejan en paz y parece que esperan que yo hable. De modo que algo falla, porque en el otro lado las cosas no eran tan fáciles.
—¡Adelante! ¡Adelante! —dice la señorita Fabiola.
—¿Dónde me subo? —digo.
—¿Eh? —dice la señorita Fabiola.
Suena un timbre y Max corre al despacho de Efrén y ahora la señorita Fabiola y yo y los empleados miramos a ver qué pasa. Max sale corriendo del despacho, sale del piso y oímos sus pasos escaleras abajo y no tarda en volver con algo en las manos que deja a mis pies. Es una caja de jabón. ¿Es que Efrén sabe hasta esto de nosotros, de mí? Cosas así no ocurrían en el otro lado.
—¡Arriba, arriba! —dice la señorita Fabiola.
—Algo funciona mal, en el otro lado nos atizaban los guardias y aquí… —digo.
—¡Ahora no estás allí sino aquí! ¡Arriba! ¡Arriba! —dice la señorita Fabiola.
Subo. Abro la boca pero no me sale nada. Todos me miran. ¿Todos? Vuelvo la cara y Efrén tiene en la mano una pluma y escribe. Se ha olvidado de nosotros. Le importa un comino lo que está pasando en su propia oficina. Para él soy una colilla.
—Hermanos, sudáis todo el día y al abrir el sobre del sábado lo encontráis casi vacío, son otros los que sacan tajada de vuestro sudor, y estos otros son los menos y vosotros sois los más. Hay que sacar el genio, hay que hablar, hay que pedir, hay que protestar hasta que os hagan caso, hay que decirles que habéis dejado de ser tontos, que el tiempo de los esclavos se fue, y si no os dan lo que es justo, ¡látigo, huelga!, manifestación en la calle, asustar un poco, no de uno en uno sino de muchos en muchos, y muchos ya hay juntos en el sindicato la Hermandad de Trabajadores Vascos y si vais vosotros habrá más, así hasta formar un ejército que ponga pálidos a los patronos. La Hermandad la tenéis a un paso, está abierta cuando acabéis aquí —digo.
La señorita Fabiola me coge una mano y me la besa, noto sus lágrimas sobre mi piel. De pronto los empleados de Efrén se ponen a trabajar, pero yo sigo hablándoles. Ahora ni uno solo levanta la cabeza. Hablo hasta que oigo a mi lado:
—No le hacen caso, no se canse.
Casi pegados a mí, un poco abajo, tengo los ojos de Efrén.
—No les echo a ustedes yo sino ellos —dice.
—Roque, dile que tiene aterrorizados a sus trabajadores, que si no hubiera aparecido ante ellos tú te los habrías llevado en este momento al sindicato —dice la señorita Fabiola.
—¿Por qué no empezaron ustedes por presentarse? Si me visitan otra vez, háganlo. Se marcharán y yo no sabré a quiénes he atendido —dice Efrén.
Bajo de la caja de jabón y él se empina sobre las puntas de los pies y me dice al oído: «Tú no eres así, Roque. ¿Qué mosca te ha picado? Siento curiosidad por saberlo y alguna vez lo sabré».
—¡Los patronos ganan las batallas, pero los obreros ganarán la guerra! —dice la señorita Fabiola.
Yo, Efrén y la señorita Fabiola vamos hacia la puerta. Max nos sigue con la caja de jabón. La señorita Fabiola se seca las lágrimas con el pañuelo. Nos sacan a la escalera con la caja de jabón a mis pies.
—En la próxima ocasión deberán presentarse debidamente —dice Efrén.
Él mismo empieza a cerrar la puerta empujándola desde dentro. No la cierra del todo. Cuando sólo queda una rendija y hemos dejado de verle, oímos una voz que no parece la suya: «Desistid, imbéciles. Mi naviera acaba de perder un peso en hierro de treinta y cinco minutos. Sólo yo he perdido, porque vuestro amor, hermandad, solidaridad no pueden perderse porque no existen, ni siquiera existe el odio, sólo existe el hierro. Que los débiles no vengan jamás a lloriquear al insobornable hierro. Desistid, imbéciles: sólo existe el hierro». Y la puerta se cierra del todo.
—¿Era él? Un hombre no puede transformarse tanto en un segundo —dice la señorita Fabiola.
Nos quedamos mirando la caja de jabón.
—Tendremos que llevárnosla —dice la señorita Fabiola.
—¿Llevarnos una caja de jabón? —digo.
—¿No lo comprendes? Es como tu mascota. Seguro que Efrén espiará desde una ventana nuestra salida a la calle y verá que llevas la caja de jabón y sabrá que no te ha vencido.
—¿Y dónde la meto? —digo.
—¿Dónde mejor que en un sindicato obrero debe depositarse una tribuna de la revolución? —dice la señorita Fabiola.
Una mirada me ha bastado para cortar a la señorita Fabiola sus ganas de subir a la Hermandad. La dejo en la calle.
¿Qué traes ahí? —dice Cirilo Garmendia.
—Ya lo ves —digo.
—¿Es para meter algo? —dice Cirilo.
—Quiero guardarla —digo.
Sale Juan al pasillo.
—¿Qué vas a hacer con esa caja? —dice.
—Es mía —digo.
—Bien —dice Juan.
—Métela en el almacén de comida imperecedera —dice Cirilo.
—No, que Lucio la usaría —digo.
—Ponía en el trastero hasta que te la lleves —dice Juan. La mira por arriba y por abajo como buscándole un misterio. La meto en el trastero y salgo.
Juan se nos queda mirando a mí y a la puerta cerrada del trastero.
—¿Cómo te fue con tu pariente? —dice.
—Ya le reclamé —digo.
—¿Y…? —dice Juan.
—Que no —digo.
—Vaya… ¿Se puso como una fiera? —dice Juan.
—Más bien se rió —digo.
—Coño —dice Juan.
—De nosotros —digo.
—¿De nosotros? —dice Juan.
—De la señorita Fabiola y de mí —digo.
—¿Tenías miedo de ir solo? —dice Juan.
—¿Cómo voy a tener miedo de un capitalista con el que casi duermo desde hace trece años? —digo.
Juan me mira. No entiende lo de la señorita Fabiola. Si al menos lo entendiera yo…
—Bueno, lo hemos intentado… Roque, ya que estás aquí, llegará un carro con veinte sacos de patatas y ayuda a descargarlo —dice Juan.
—¿Y qué de la Marítima Bilbao? —digo.
—La Hermandad ya le ha pedido que suba los jornales —dice Juan.
—Pero ha dicho que no —digo.
—Es lo que suele pasar —dice Juan.
—¿Y fin de la función? —digo.
—¿Qué más se puede hacer? —dice Juan.
—¿Que qué más se puede hacer? ¡Incendiarle a Efrén el bigote! Les prometí a sus trabajadores que la Hermandad organizaría huelgas y manifestaciones para defender sus derechos —digo.
—¿Les hablaste? —dice Juan.
—Encima de la caja de jabón. Es la costumbre en el otro lado —digo.
Juan me coge del brazo y me mete en su cuarto. Parece que en Bilbao todos los que mandan tienen un cuarto para ellos solos. Se sienta detrás de la mesa. En la pared, sobre su cabeza, hay un cuadro de la Virgen de Begoña. Aquí no hay sillones de cuero sino sillas desnudas y Juan me indica con la mano que me siente en una.
—Escucha. Te lo repetiré. Nosotros no somos como ellos. No empezaremos ninguna guerra. Seguimos la doctrina social de la Iglesia, la que Sabino Arana nos dejó en sus escritos. ¿Por qué no lees al Maestro y olvidas para siempre lo que viste en el otro lado? —dice Juan.
—¿Olvidarlo? —digo.
—Tú no eres del mundo socialista, tú eres como nosotros. Los socialistas son ateos y han venido a destruir nuestras creencias, nuestras tradiciones. ¿Crees que nos pueden enseñar justicia social y democracia?
¡Desde el comienzo del mundo nunca existió en ningún pueblo de la tierra una democracia como la vasca! Aquí nunca hubo grandes señores explotadores de pobres siervos. ¡Y a estas alturas los socialistas pretenden denunciarnos! Los vascos sabremos arreglar los nuevos conflictos a nuestra manera. Antes que patronos y obreros somos patriotas vascos. Es lo que nunca entenderán los socialistas… Olvida, Roque, lo que viste en el otro lado —dice Juan.
—¿Olvidarlo? ¿Olvidarlo? —digo.
Es martes y libro en el tranvía. He dormido mal esta noche. Es media mañana. Tengo que ver a Cristina Oiaindia.
—Voy a la casa de enfrente —digo a la mujer.
—¿Qué se te ha perdido a ti en esa casa? —dice ella.
Como sé que está pensando en la señorita Fabiola, lo digo:
—Voy a cantarle bajo su balcón a la señorita Fabiola.
Cruzo la carretera y tiro de la campanilla de la puerta. Se acerca por el camino de guijo un criado con polainas rojas como los que hay en mi casa puestos por Ella.
—¿Qué desea usted? —dice.
—Ver a la ama —digo.
—Si me dice usted su nombre… —dice.
Me conoce, sabe de sobra quién soy, pero los criados de polainas rojas son así.
—Roque Altube —digo.
—Espere —dice.
Va hacia la casa. A los señorones que suelen llegar en coche sí que les abre sin más esta puerta. Vuelve y me dice: «Sígame».
Estoy en el salón donde hace cuatro años estuve con Bertol Sangroniz, Bikendi Aberasturi y Santio Ganesoro. Y la que aparece no es la marquesa sino la loca.
—¡Hola, hola, hola! —dice la señorita Fabiola entrando a saltitos y dando palmadas. Su vestido es la sábana blanca de indio que lleva en casa desde la vuelta de su hermano Moisés, aunque también se les ha visto por las noches a los dos con «Txirulo», el otro hermano, los tres con sábanas haciendo cosas raras en la playa y otros sitios, e incluso sin sábanas, es decir, desnudos. No hace ningún ruido porque además anda descalza.
—He venido a hablar con su madre —digo.
—¡Qué desilusión! Creí que venías a transmitirme algún mensaje revolucionario urgente. ¿Tienes noticias de los empleados de Efrén?, ¿cuándo van a la huelga? —dice la señorita Fabiola.
El nombre de Efrén lo ha dicho por lo bajines porque llega la marquesa.
—Qué sorpresa, qué sorpresa —viene diciendo la marquesa.
Es justo lo mismo que dijo hace cuatro años.
—Roque quiere hablar contigo, ama —dice la señorita Fabiola mirándome y haciendo muecas a espaldas de su madre.
—Estas puertas siempre están abiertas para Roque Altube y él lo sabe… ¿Qué tal estás? ¡Qué dolor!, no puedo mirar esa horrible casa de vampiros de enfrente sin compadecerme de ti. ¡Un buen vasco del campo encerrado ahí con la monstruosa mujer que comerció con las tierras y las gentes de Altubena y te apartó de tu destino de Altube! —dice la marquesa.
—¡Ama, olvida por una vez tu eterna canción! —dice la señorita Fabiola.
—¿Qué sabe de la tragedia de nuestro pueblo una muchacha frivola que se cubre a todas horas con esa túnica de las Quimbambas y camina descalza como las gallinas? ¿Es decente, Roque, que una hija mía vaya así disfrazada? —dice la marquesa.
—Cada uno va como quiere —digo.
La señorita Fabiola me sonríe pero no para de hacerme muecas para que empiece a hablar: no puedo estar aquí más que para una cosa.
—Eduqué a mis tres hijos en la fe en Dios y en la fe en Euskadi y hoy he de ver mi propia casa invadida por el mal. Si he cumplido con tus leyes, Señor, ¿por qué me castigas tan cruelmente? Sin embargo, quieres alegrarme el día trayendo a este buen Altube a mi casa —dice la marquesa.
—Quien conozca a Roque no puede dejar de creer en el mejor de los destinos para todos nosotros —dice la señorita Fabiola.
—¡Los Altube volverán a la tierra, yo haré que sea así! —dice la marquesa.
—¡No es la tierra, es él! ¡Ha tenido ocho hijos fuera de la tierra! ¡Está haciendo por la Humanidad más que cualquier otro vasco! —dice la señorita Fabiola.
—Yo sólo he venido a decir una cosa —digo.
—Habla, ama te escucha —dice la señorita Fabiola.
—¿Y tú no? ¿Me dejas sola, como tus dos hermanos? —dice la marquesa.
—¡Martxel, llamaré a Martxel, le alegrará mucho ver a Roque! —dice la señorita Fabiola.
Sale corriendo del salón hasta el pie de la escalera y se pone a dar gritos: «¡Martxel! ¡Martxel!», mirando hacia arriba. Nadie contesta. «¡Está aquí Roque Altube! ¡Baja!». Vuelve al salón dando tironcitos a la sábana para arreglársela.
—Bajará, estoy segura, le conozco —dice.
—Estuviste por aquí hace mucho…, hace… —dice la marquesa.
—Cuatro años —digo.
—Desde entonces han cambiado las cosas, ¿verdad? Buen disgusto me diste con aquel tema tan feo —dice la marquesa.
—Vengo a lo mismo —digo.
Oigo a mi lado la risita de la señorita Fabiola. A la marquesa se le cae la sonrisa.
—Es una broma —dice.
—Yo no bromeo con las subidas de jornales —digo.
—Sentémonos —dice la marquesa.
Nos sentamos uno enfrente del otro. La señorita Fabiola también se sienta, a mi lado, y no quita ojo de la cara de su madre, que ha empezado con tosecitas.
—Supongo, Roque, que continúas en la Hermandad de Trabajadores Vascos —dice la marquesa.
—Sí —digo.
—Bien, entonces, a ver qué es eso que tienes que transmitirme —dice la marquesa.
—Para empezar, la gente del tranvía sigue con el mismo jornal que hace cuatro años y hay que subirlo —digo.
—¿He oído bien? —dice la marquesa.
—Sí, ama, has oído bien —dice la señorita Fabiola.
—Pero… ¿no acabas de decirme que continúas en la Hermandad? —dice la marquesa.
—Sí —digo.
—Entonces te has vuelto loco y por partida doble, porque si no recuerdo mal la Compañía del Tranvía te subió el jornal hace sólo unos meses —dice la marquesa.
—Yo no vengo a que me suban a mí sino a ellos —digo.
—¿Te vas enterando, ama, de cómo es Roque Altube? —dice la señorita Fabiola.
La marquesa levanta los ojos al techo y resopla.
—Pongamos las cosas en claro… No te han mandado ellos… —dice.
—Primero me mandaron a la Marítima Bilbao y luego aquí —digo.
—¿Aquí? ¿Aquí? ¿Te lo dijeron expresamente: «Visita a doña Cristina Oiaindia»? ¿Te lo dijeron así de claro? —dice la marquesa.
—No me tienen que decir las cosas así de claras, no soy tonto… Después de la Marítima Bilbao había que seguir con los demás amos que tienen obreros y no les suben los jornales —digo.
—¡Señor, Señor, comparar mi Compañía del Tranvía con la Marítima Bilbao del maldito bastardo! ¡Ni por lo más remoto a la Hermandad de Trabajadores Vascos se le ocurriría manchar el nombre de doña Cristina Oiaindia poniéndolo junto al de ese bastardo de Efrén! ¡No, nunca, jamás!… De manera, Roque, que todo ha sido una confusión tuya —dice la marquesa.
La señorita Fabiola se levanta, llega hasta su madre, se inclina sobre ella hasta casi juntar sus caras y le dice:
—Ama, Roque no se equivoca, está siguiendo los dictados de su conciencia sindicalista y nada ni nadie le podrá desviar de su camino. ¿Lo comprendes, ama? Es un alma libre y fuerte. Te advertí que está haciendo por la justicia más que cualquier otro vasco.
Se sienta en un sillón aparte y parece que llora.
—Bueno, al menos, no ha sido cosa de la Hermandad —dice la marquesa.
—Si a usted no le importa me gustaría saber si va a subir o no los jornales del tranvía —digo.
La marquesa palmea sus dos muslos con ruido y dice:
—¡Mecachis con el Roque! ¿Es que aún no te ha explicado Juan qué es la Hermandad de Trabajadores Vascos?
—Y ya de paso también me gustaría saber si usted va a subir los jornales a la gente de sus otros negocios, sus astilleros, sus barcos, sus minas y demás —digo.
—¿Sabes lo que te digo, Roque? Que no te veo, que no te oigo, pues como no te ha enviado la Hermandad es como si no estuvieras aquí… Y es el mayor favor que te puedo hacer… ¡Eres imposible! ¿Por qué te empeñas en darme un disgusto tras otro? ¡Sé que detrás de todo esto están los socialistas! ¡Lagarto, lagarto!… ¡Y no pronuncies nunca ante mí la palabra sindicato! —dice la marquesa.
—Mal que te pese, ama, la Hermandad es un sindicato. Y aunque su primer espíritu no haya sido el de un verdadero sindicato, su presencia en él de Roque Altube lo convierte en sindicato —dice la señorita Fabiola.
No se ha movido de su sillón.
—Otra que no sabe en qué mundo vive. Sois tal para cual —dice la marquesa.
—Pues habrá que hacer algo —digo.
—La clase obrera… —empieza la señorita Fabiola.
—¿La clase obrera? ¿Dónde está en Euskadi la clase obrera? Si mi hija leyera la historia de los vascos en vez de leer El Liberal y El Socialista sabría que desde tiempo inmemorial todos los vascos somos hidalgos, iguales ante la patria común. Lo que importa no es cada uno de nosotros sino Euskadi. Lo único que importa es nuestra patria Euskadi —dice la marquesa.
Suena muy bien y me pregunto si las cosas son así y no de otra manera. Los del otro lado hablaban de clase obrera y la señorita Fabiola también habla de clase obrera, pero la señorita Fabiola parece estar más bien loca. Y también me pregunto si aquellos del otro lado habrían hablado de clase obrera si hubieran sido vascos. Miro a la señorita Fabiola y me está mirando.
—¿Cuál es tu respuesta, Roque? —dice.
—¿Eh? —digo.
Me sigue mirando con unos ojos que echan chispas, y ahora parece que las chispas se han mojado y sus labios se mueven como si quisiera decirme algo.
—¿Mi respuesta?, ¿mi respuesta? —digo.
—Dijiste que habría que hacer algo… —dice la señorita Fabiola.
Es hija de una marquesa pero tenía que haber sido hija de minero.
—Pues habrá que empezar con huelgas y manifestaciones —digo.
—¡Señor, Señor, ten paciencia con tu desviado siervo Roque Altube! —dice la marquesa.
—¡Roque, transmite a la junta de la Hermandad la respuesta de esta señora! —dice la señorita Fabiola.
—¡Señor, Señor, de una hija disfrazada así se puede esperar cualquier herejía! —dice la marquesa.
—¡Martxel! —dice la señorita Fabiola.
Miro hacia donde ella mira y está Moisés. Sé que ha vuelto hace un año de su viaje, pero aún no le había visto, de modo que llevo sin verle desde que se marchó hace siete años. Sigue tan alto, fuerte y rubio, pero por su cara han pasado muchos más que siete años. Le conocí de niño, cuando la marquesa llevaba a sus tres hijos de visita a Altubena al ir o venir de la playa y la madre les daba de comer y yo me avergonzaba de la berza y el talo y las castañas que les sacaba, porque ellos eran del palacio de los Oiaindia donde comían a diario chuletas y pasteles, pero lo tragaban todo como si llegaran con hambre y era porque la marquesa decía que nada como la comida de aldea, pero ellos chuletas y pasteles en su casa. A los tres críos los traía vestidos como príncipes, y ella también iba como una reina, con grandes sombreros, tan grandes que en la playa a la familia le habría sobrado el toldo para sombra. Cada verano me los solía encontrar alguna vez en bajamar en las peñas y yo enseñé a Moisés a pescar, no a Josafat, que no se atrevía a seguirnos a las últimas peñas, ni a Fabiola, que era tan tonta como Txirulo.
—¡Roque! —dice Moisés.
—Estaba segura de que bajaría a verte —dice la señorita Fabiola.
—¡Roque! —dice Moisés, ahora tocándome los brazos.
—¡Te has vestido, Martxel! ¿Por qué?, ¿por Roque? —dice la señorita Fabiola.
—¡Qué alivio verle de nuevo sin su ridículo disfraz! —dice la marquesa.
—¡Roque! —dice Moisés mirándome a la cara. Es como si se acordara de mí sólo a medias.
—¡Y te has vuelto a poner las olvidadas botas de monte! —dice la señorita Fabiola.
Moisés lleva chaqueta y pantalón de pana y los bajos de sus pantalones están metidos en las polainas que se hacen enrollando una tira de tela fuerte alrededor de las pantorrillas. Y lleva, sí, botas de monte, de clavos.
—¿Dónde está Jaso? —dice Moisés.
—Aita se lo llevó esta mañana a Bilbao. Tú hablaste con él cuando subía al coche, ¿no te acuerdas? —dice la señorita Fabiola.
—Lo necesito para que me acompañe, perderemos un día —dice Moisés.
—¡Martxel, hijo mío! ¡Dios ha regresado a esta casa! —dice la marquesa corriendo hacia él y echándole los brazos al cuello.
—¡No te acerques a él, bruja! —dice la señorita Fabiola metiéndose entre los dos y colgándose de un brazo del hermano—. ¡Otra vez no, Martxel! ¿Qué te ha pasado? Aquello se acabó para siempre, ocurrió hace mucho, cuando no eras el de hoy… ¡Por Dios, Martxel, no, no…! —dice. Empezó con un grito de fiera y acabó como un rezo sólo para el oído de Moisés.
Aunque a la marquesa la ha apartado la hija de mala manera, no ha vuelto a atacar y no por ello la veo cabizbaja. La cara que aplasta entre sus dos manos abiertas es alegre.
Moisés me dice:
—Roque Altube… Andrea Altube… Roque, el hermano de Andrea. He de ir a Altubena a verla a ella y a sus padres, sobre todo a sus padres… Roque Altube, espero verte entre ellos cuando yo vaya, muy pronto, en cuanto regrese Jaso, ella lo está esperando tanto como yo, no sé por qué no he ido antes a…
De pronto sé lo que va a decir antes de que lo diga.
—… a pedir su mano. Se estará preguntando por qué tardo tanto… ¡Roque, mi futuro cuñado!… Todo en ti me la recuerda… Desde mi cuarto de arriba he oído tus pasos, tu voz, tu presencia vasca… Sobró la llamada de Fabi.
—¡No, Martxel, no, no, no…! ¡No regreses a ella, Martxel! —dice la señorita Fabiola.
—¡Es un maravilloso milagro! —dice la marquesa.
—¡Olvida, Martxel! ¡Olvida, olvida…! —dice la señorita Fabiola. Da pena verla. Llora, es como si la estuvieran partiendo por la mitad.
Estoy de más aquí, sé que lo que veo y oigo nunca lo deberé contar y es lo que me hace pensar que no debería estar aquí. Esta familia parece estar jugando a algo secreto alrededor de Moisés, porque si ya una vez disgustó a mi gente presentándose en Altubena a pedir la mano de mi hermana Andrea ya casada, y no cuento su petición de mano de cuando estaba aún soltera, ahora quiere volver a presentarse a lo mismo y sería demasiado como juego y si no le atizo un sartenazo en la cabeza no es por la marquesa sino por la señorita Fabiola. Miro su cara rota por el histérico y se me quitan las ganas no sólo de arrearle a Moisés sino de decirle: «Párate, tú, porque mi hermana ya me ha dado un cuñado y se llama Anselmo Delatorre».
Estamos en la Hermandad.
—Doña Cristina me anunció algo importante. Creo que tu visita fue la excusa para llamarme, porque acababa de tomar una resolución. Subirá sueldos y jornales en todas sus empresas, no sólo en el tranvía. Los subirá por encima de cualquier otro patrón y en adelante siempre serán más altos que ninguno. ¿Qué te parece, Roque? —dice Juan.
—De algo sirvió mi visita —digo.
—No nos hagas reír… Doña Cristina está por encima de esas locuras. ¿Sabes por qué quiere que sus empresas se distingan por ser las más generosas con su gente? Porque todos sus trabajadores son vascos, sólo acepta a vascos en sus empresas y quiere demostrar a los socialistas que los vascos, tanto los de arriba como los de abajo, somos distintos, que entre nosotros nunca ha habido lucha de clases ni la habrá. Doña Cristina no espera a la revolución socialista para alcanzar la justicia social —dice Juan.
—Algo ya le habrá asustado mi huelga —digo.
—Anda, mejor si te ocupas de vigilar la funeraria de Efrén, que mañana entierra a uno de nuestros afiliados… Ahí tienes: si esa familia tuviera que pagar el entierro, se empeñaría hasta las cejas y pasaría hambre todo un año. No somos los vascos tan malos, ¿verdad? —dice Juan.
—¿Qué dijo ella? —digo.
—¿Doña Cristina? —dice Juan.
—No, la hija —digo.
—Entraba y salía muy nerviosa mientras hablábamos. Cuando me despedía, entró por última vez y gritó: «¡Nunca le venceréis con vuestras engañifas!». —dice Juan.
—¿Eso dijo? —digo.
—Ya sabes cómo es —dice Juan.
—Sí, ya sé cómo es —digo.
Ahí viene la señorita Fabiola. Sube al tranvía y se queda de pie a mi lado. No abre la boca ni siquiera para saludarme. Rato después aún sigue sin decir nada. Debes de estar enferma.
—¿Le duele a usted algo? —digo.
—El alma —dice.
Está de morros contra alguien. No es del todo fea.
—Tenías que haberla visto dirigir el mundo. Preguntó a Juan si se consideraba un buen presidente permitiendo que uno de la junta se saliera de madre. Juan le prometió que no volvería a ocurrir. Luego ella salió con lo de la subida de jornales —dice la señorita Fabiola.
—Las huelgas hacen milagros con sólo mentarlas —digo.
—Coitao —dice la señorita Fabiola.
Vuelve la cara y nos miramos por primera vez hoy.
—Ha conseguido dejarte solo, ni siquiera los del sindicato de Getxo te seguirán cuando desertes de la Hermandad y vuelvas a tus magníficos discursos revolucionarios, porque con su nueva táctica de dar algo antes de que le pidan os engaña a todos ofreciéndoos unas relaciones laborales entre patronos vascos y obreros vascos en las que está de más la revolución, donde los patronos vascos aparecen como padres amantísimos de su gran familia de asalariados… Y como a todos los vascos…, a ti, al otro y al de más allá…, os gusta creer que sois diferentes del resto del mundo… ¡lo sé, sé que es así!…, pues en el fondo les agradecéis a vuestros patronos vascos el gran favor de demostraros que, en verdad, sois diferentes… Y toda la malvada trampa se apoya en esa diferencia de jornal a vuestro favor sobre los jornales de los pobres obreros socialistas que han de luchar con huelgas y manifestaciones para conseguir lo que vosotros ya creéis tener sin mover un dedo… ¿Y sabes lo que llegó a mencionar? Miró a Juan fijamente y le dijo: «Soy una Pariente Mayor, no lo olvidéis: Oiaindia Kordaberatz Enderona Muñaierro y Sugarte… Éstos son mis primeros apellidos. Simplemente, os lo recuerdo». ¡Le echó a la cara que era una rancia Pariente Mayor! ¡Qué ridículo, Dios, qué ridículo! —dice la señorita Fabiola.
—Pero yo la visité y ella de la misma sube los jornales —digo.
—¡Eso no es una revolución sino una limosna! —dice la señorita Fabiola—. Martxel se ha despojado de la sábana y ha vuelto a vestir la coraza incomunicadora —y la señorita Fabiola da tirones rabiosos de su propio vestido—. Regresó hace un año y desde entonces todo fue distinto… Me enseñó la vida que yo nunca había vivido y me llenó del valor que me faltaba para vivirla. ¿Qué había sido durante tantos años de nuestros cuerpos secuestrados? Proclamó la inocencia de la carne y nosotros, Jaso y yo, gozamos de un segundo nacimiento… Pero ahora Martxel ha regresado al maldito tiempo oscuro, ha vuelto a ama… ¡y a tu hermana Andrea!… Se transformó en minutos, yo le había visto un momento antes pasearse desnudo por el piso… Y ocurrió estando tú allí… ¿Qué le llegó de ti? Pudo haberle llegado el fragor de tu carne pujante…, pero le llegó el hedor de lo viejo. Pudo elegir entre la luz y la oscuridad y eligió la oscuridad. ¿Por qué, si desde que regresó era la luz? Le recordaste lo viejo, los orígenes, el apellido Altube… y Andrea, su otra vida… ¡Y ama, ama, ama!… ¡Dios, ya ha visitado Altubena con Jaso a pedir otra vez la mano de Andrea!
—¿Nadie le ha dicho todavía que se ha casado? Tendré que ir a decírselo yo de malas maneras —digo.
—Y ha reanudado con Jaso los viajes en busca de la modelo de aquel viejo cuadro del pintor Aurken… ¡Es el fin del mundo! Los vascos presumís de saber cómo sois sin haber desnudado nunca vuestros cuerpos ante vuestros hermanos… ¡pobres frailes ignorantes! ¿Sabes de qué estoy hablando, Roque? —dice la señorita Fabiola.
La veo con el ala tan caída que no me atrevo a decirle que no he entendido nada de lo que me viene diciendo desde hace mucho rato.
La víspera de San Andrés mandé a mis hijos Leonardo y Eladio, los gemelos, a casa de la marquesa a decir a la señorita Fabiola que la Hermandad va a hacer algo por San Andrés. Les dije que no hablasen con nadie más que con ella y que le pasaran bien el recado. Les esperé en el jardín, escondido tras unos arbustos para que no me vieran espiarles los de enfrente. Los gemelos tienen doce años y son unos críos más listos que el hambre. No hablan mucho con los demás, sí entre ellos, y yo les he visto entenderse sin palabras, como las ardillas. Que yo sepa nunca habían tirado de esa campanilla, pero tiraron tranquilamente, primero Eladio y luego Leonardo. Salió un criado de polainas rojas. Hablaron con él con la verja de por medio. Se marchó el criado. Apareció la señorita Fabiola. Hablaron los tres, mucho más ella que los gemelos, sin dejar de mirar hacia la otra casa y acariciando las cabezas de mis hijos a través de los barrotes.
Llevo un mes entero sin la señorita Fabiola. Estoy a punto de arrancar el tranvía, y ahí llega. La Hermandad de Trabajadores Vascos celebró ayer su San Andrés y yo estuve con ellos.
—Hola —dice la señorita Fabiola.
—Hola —digo.
Sube y se queda a mi lado en la plataforma.
—Ayer tembló el mundo. ¡Ya pueden criar así barrigas gordas! ¿Les explicaste bien claro cómo eran tus Primeros de Mayo? —dice.
—Yo no puedo hacer más. ¿Cree usted que no discuto con ellos y que no me echan broncas por decirles lo que les digo? —digo.
—A ver, cuéntame la revolución de ayer —dice la señorita Fabiola.
—Nos juntamos muchos en la iglesia de Begoña y oímos misa mayor cantada por el principal y nos contó la batalla de Arrigorriaga de los vascos contra el enemigo que quería quitarnos la libertad y le hicieron correr y fue en el día de San Andrés —digo.
—¡Ocurrió hace mil años!, y ¿qué sabía San Andrés de la lucha de clases? Vamos, sigue contando —dice la señorita Fabiola.
—Después de la misa bajamos a Somera a tomar txikitos. Todos, la mayor cuadrilla de txikiteros que se había visto, no cabíamos en veinte tascas —digo.
—El vino desataría las lenguas y, como buenos sindicalistas, hablaríais de la clase obrera… —dice la señorita Fabiola.
—No, hablamos de pelota. Luego, a comer al txakolí de La Peña. Mucho y bueno. Cantamos y salieron bertsolaris. Luego discurso en un cine de Bilbao. Juan y otros vigilaban que no se les marchase nadie porque al discurso la gente no había puesto buena cara después de comer tanto, y la modorra… Pero en el cine ya estuvo la mitad de la gente. Habló un señor muy elegante y en euskera y dijo que la fundación de la Hermandad ha sido uno de los hechos más importantes para los obreros vascos. Dijo que muchos patronos católicos vascos habían traído a obreros de fuera del país pagándoles menos que a los vascos para enriquecerse más y que recibieron su castigo porque esos obreros de fuera trajeron el socialismo y pidieron al patrón más jornal y menos horas y el patron tuvo que ceder de mala manera haciendo tratos con quienes no debía. Dijo que hay explotación en minas y fábricas, pero que el remedio no es el socialismo sino la asociación de los obreros vascos entre sí. Dijo que para traer la igualdad y la justicia no hace falta el socialismo porque la igualdad y la justicia llevan mucho tiempo en la historia de nuestra raza. Y dijo que si todos los patronos vascos siguieran el ejemplo de doña Cristina Oiaindia el problema social se arreglaría pronto —digo.
—¡Tenía que salir su nombre! ¿Y no mencionó también a algún Papa? —dice la señorita Fabiola.
—Sí —digo.
—¡Claro, a León XIII y su doctrina social de la Iglesia! Estoy preocupada por Martxel y por Jaso. Creo que hoy tienen salida. No quieren que les acompañe, y no sólo porque emprenden recorridos de cincuenta kilómetros diarios. Los siento lejos de mí. Yo sigo llevando en casa la túnica de la libertad, y ellos ya no. Martxel me mira como si no me conociera y me dice: «Una hija de familia como la nuestra no debe dar escándalo vistiendo como una bacante». Le miro, confiando en que me esté hablando en broma, pero me agrede su fanática expresión de viejo jauntxo. ¡Y él fue quien me inició en la absoluta libertad! ¿Le habré perdido para siempre? —dice la señorita Fabiola.
Estamos en la Hermandad, en junta.
—Roque aún no sabe lo que ha ocurrido esta mañana en el Ayuntamiento… Se debatía en la sesión municipal la forma de cubrir unas plazas vacantes y uno de los concejales nacionalistas, Torre, propuso que, en igualdad de aptitudes de los candidatos, primero se dieran las plazas a los de Bilbao, luego a los vizcaínos, luego a los vascos y finalmente a los españoles. Entonces el concejal socialista Laiseca pidió la palabra y dijo que los obreros vascos son inferiores en aptitud y mentalidad a los obreros españoles. Así lo dijo… ¿Vamos a encogernos de hombros? —dice Juan.
—Ante eso, la mejor protesta es una manifestación en la calle —digo.
—Una manifestación es cosa de socialistas —dice Vicente.
—Nosotros nunca hemos hecho una manifestación —dice otro.
—Todo es empezar —digo.
—¿Se aprueba o no la manifestación? —dice Juan.
—Se aprueba —digo.
—Espera a que se vote. Que levanten la mano los que votan sí —dice Juan.
Todos levantan la mano conmigo.
—El Partido ya sabe que vamos a hacer manifestación —dice Juan.
—¿Cómo lo sabes si acabamos de votar? —digo.
Todos me miran, también Juan, que sigue:
—Una buena fecha podría ser el treinta y uno, domingo, fin de año, al mediodía. Es una fecha que ni hecha de encargo para reunir a miles de vascos. Pondremos en el escrito que rechazamos con la mayor energía los insultos de Laiseca e invitamos a expresarse en la calle a todos los vascos que deseen sumarse a este acto público de reparación; que nunca consentiremos con nuestro silencio que en el municipio más importante de Vizcaya se pronuncien palabras despreciativas para los hijos de esta tierra; que el proletariado vasco rechaza esas opiniones pronunciadas en público y las condena unánimemente; que emprenderemos contra el concejal Laiseca las acciones civiles y judiciales que nos da la ley; que nuestras autoridades deben proteger a los naturales vascos a fin de que no se vean obligados a abandonar su país para buscar trabajo en otro sitio y que, en igualdad de condiciones, se dé trabajo a los vascos… El escrito no será egoísta ni político sino de sentido común —dice Juan.
A las doce del mediodía en la calle del Correo no se puede dar un paso. Desde el balcón de la Hermandad veo las cabezas de un rebaño como de los más grandes que vi en el otro lado. La única diferencia es que las caras del de aquí no son tan negras. Y como es domingo, pues han venido con ropas de ir a misa, y en cambio los mineros iban con sus ropas de trabajo aunque fuera domingo.
—Roque, ¿qué te parece esta manifestación? —dice Juan.
Está conmigo en el balcón y ha puesto una mano en mi hombro.
—Gente, sí, ya hay, pero éstos más parece que van de romería —digo.
Bajamos toda la junta. Al salir del portal la gente nos aplaude.
—Están de todos los pueblos de Euskadi —dice Juan.
La Hermandad se pone al frente de la manifestación, echamos a andar y todo el rebaño nos sigue. Lo primero que veo es que hay guardias abriéndonos paso. En el otro lado cuando aparecían los guardias era para tirarnos tiros. Salimos al Arenal en el momento en que llega a San Nicolás el tranvía de Aigorta y viene hasta los topes con más gente y en primera fila la señorita Fabiola. Corre hacia mí porque me ha visto.
—Roque, vas en el lugar que te corresponde en este ensayo de manifestación —dice.
Se ha puesto a mi lado, entre los demás de la junta.
—Este no es sitio para una señorita como usted —digo muy bajito.
—¿Por qué no?, ¿porque tengo la desgracia de ser la hija de una marquesa? —dice la señorita Fabiola.
—Yo nunca he visto en una manifestación a mujeres tan elegantes como usted. ¡Mire qué abrigotes y qué sombreros! ¡Elegantes!… Las buenas manifestaciones las hacen los pobres. Me hace daño ver mujeres en esta manifestación —digo.
—Pues hay muchas. ¿No iban en las de las minas? Pero, claro, aquéllas eran mujeres de obreros…, aunque buena parte de las de aquí son mujeres de obreros.
—¿Por qué no se calla? ¡No me molestan las demás mujeres sino usted! —digo.
Se traga sus lágrimas y me dice:
—¿En las manifestaciones de las minas nunca llevaste a tu lado a una mujer?
—¿Quiere callarse? ¿Por qué no calla la boca? —digo.
Todo marchaba hasta que la señorita Fabiola se ha puesto a mi lado.
—Lo hemos hecho bien, Roque, ha venido incluso doña Cristina —dice Juan.
—Sí, allí está ama —dice la señorita Fabiola.
Miro. Allí están los dos, la marquesa y el Roto.
—¡Esto no es una manifestación ni es nada! —digo.
—Sólo es el principio, Roque —dice la señorita Fabiola.
—¡Y está llena de curas! ¡Por ahí andará también el obispo! —digo.
—Es el pueblo vasco —dice Juan.
—Debí venir con la sábana —dice la señorita Fabiola.
Los de la Hermandad vamos como pastores guiando el gran rebaño. No me gustan los rebaños de personas, tampoco me gustaban los del otro lado. Los vascos no somos para ir en rebaño. Sin embargo, lo que tengo a mi espalda es un rebaño de vascos. Tranquilos sí que vamos, sólo algún grito que otro. Y nadie se mete con nosotros, es como ir en una procesión de Semana Santa. Desde el Arenal tiramos hacia el Ayuntamiento siguiendo la ría. Ya estamos ante las grandes escaleras.
—Subiremos seis a entregar el escrito al alcalde —dice Juan.
—¿No lo ha leído todavía? —digo.
—Sí, naturalmente —dice Juan.
—¿Y nos vamos a molestar en subir para darle algo en lo que está de acuerdo? También estará de acuerdo con esta manifestación… —digo.
—Está de acuerdo en todo —dice Juan.
—Entonces, ¿para qué hemos armado todo este lío? —digo.
—Los vascos nunca luchamos entre nosotros —dice Juan.
Juan quiere que yo también les acompañe. Y allá vamos. Por fuera y por dentro el Ayuntamiento es como un palacio de ricos. Los techos son tan altos que se podrían soltar cometas. Hace frío. La única ventaja de las casas de los pobres es que tienen una cocina en la que la familia se puede calentar con cuatro leños. Porque los grandes cuadros en las paredes y los bronces brillantes no dan calor. Nos meten en el despacho del alcalde. Aquí, un pueblo entero podría celebrar su romería, pero sólo estamos veinte personas.
—Están todos menos los concejales socialistas —nos dice Juan por lo bajo.
—Pasen, pasen —dice uno de los hombres.
—Es el señor Moyúa, el alcalde —dice Juan.
Juan da unos pasos y pone el papel en manos del alcalde.
—La Hermandad de Trabajadores Vascos ha cumplido con su deber al convocar esta manifestación de protesta por el insulto al mundo vasco del trabajo, insulto que yo, como alcalde vasco, he sentido también en propia carne, de modo que me sumo a vuestra expresión multitudinaria de denuncia, que ha sido modelo de respeto y sensatez, y con ella la Hermandad de Trabajadores Vascos ha dado clara muestra de a quién defiende y de qué manera civilizada lo defiende. Presentaré en el pleno municipal vuestro mensaje y me preocuparé muy seriamente de que no se vuelvan a pronunciar frases tan ofensivas en esta casa —dice el alcalde.
Al salir, desde lo alto de las escaleras veo que el rebaño es mayor de lo que creía.
—¿Qué tal? —dice la señorita Fabiola.
—Los de las minas no sabían hacer las cosas. A este lado sí que hay manifestaciones bonitas, van juntos amos y criados y todos contentos —digo.