El sindicato avanza de noche camino de las cocheras. Nos encerraremos y nadie podrá sacar los tranvías, nadie podrá trabajar. El sindicato ha crecido con Santio Ganesoro, Bikendi Aberasturi y Andolin Picavea, aunque creo que a éste le ha obligado a entrar su jefe Bikendi Aberasturi. Lander Bukua lleva un año diciéndome: «Que se te meta en la cabeza que teníamos que haber volcado el tranvía de los cojones. Todo el mundo vuelca algo en las huelgas y tú lo sabes». Hacia navidades, le dije: «Estoy haciendo memoria de algo que hacían ellos. Dame tiempo para que lo recuerde». «¿Mejor que volcar un jodido tranvía?», dijo Lander Bukua. «No lo sé, creo que sí. Déjame que siga recordando», le dije. «Es difícil que sea mejor que volcar ese jodido tranvía», dijo él. Hasta que un día lo recordé y se lo dije y por eso ahora marchamos a las cinco de la madrugada hacia las cocheras con paquetes de comida.
—¿Traes la llave para cerrar bien la puerta por dentro? —dice Lander Bukua.
—Primero habrá que abrirla, ¿no? —digo.
—¿Traes la llave para abrir la puerta? —dice Lander Bukua.
—Sí —digo.
Llegamos a las cocheras, abro la puerta con la llave, entramos y cierro por dentro, también con el cerrojo.
—No hacía falta saltar de la cama tan temprano —dice Martín Larreko.
—Había que andar a lo seguro para llegar antes que nadie. Aquí podrás dormir todo lo que quieras —dice Lander Bukua.
—Aquéllos también se encerraban en las fábricas para que no entrara nadie —digo.
—Los que viajan en tranvía que usen hoy los pies —dice Santio Ganesoro.
—De todas maneras, yo sigo pensando que no hay nada como un tranvía de los cojones volcado —dice Lander Bukua.
Nos sentamos en corro a desayunar lo que hemos traído.
Ahora llaman a la puerta.
—¡Los esquiroles! —dice Bertol Sangroniz.
—¡A casa! —dice Lander Bukua.
—¡A casa! —dice Martico.
Seguimos comiendo el talo con chorizo. Hemos traído, talo con chorizo para más de una semana. Agua, en el grifo. Llaman de nuevo a la puerta.
—¡A casa! —decimos todos a coro, y nos echamos a reír.
—Soy Fabiola —nos llega la voz de la señorita Fabiola.
—¡San Cristo! —dice Lander Bukua.
Todos me miran.
—Que se canse de esperar y se marche —digo.
Seguimos comiendo y enseguida nos llega de nuevo la voz de la señorita Fabiola:
—Tengo que hablar con Roque.
—¡Esto es una huelga y no podemos andar con recaditos! —dice Bertol Sangroniz.
—Si yo fuera el capricho de la hija de la jefa le abriría la puerta de par en par —dice Lander Bukua.
—Calla, calla —digo.
—¿No quieres verla? —dice Lander Bukua.
—No. Ya la veo bastante todo el año. Haré un cartel más grande de «Se prohíbe hablarle al conductor». —digo.
—Vamos, vete a que te lo cuente por una rendija —dice Lander Bukua.
—Es como una mosca de caballo —digo.
—¿Lo sabe tu mujer? —dice Martín Larreko.
Todos ríen.
—Saber ¿qué? ¿Hay algo que saber? ¿Qué haríais vosotros si os dijeran tengo que hablar con Martín o con Lander o con Bertol? —digo.
Voy a la puerta y abro a medias.
—Como era uno de mayo… —dice la señorita Fabiola.
—¿Qué quería usted decirme? —digo.
—Hace una semana vi a tu octavo hijo… Bueno, es una niña… La llevaba tu mujer en brazos por Algorta. Le di los buenos días y me detuve un momento para besar a la niñita. ¡Qué sana y hermosa es! Has de sentirte muy orgulloso, Roque: ¡ocho hijos y cada vez más preciosos! Quería felicitarte, dice la señorita Fabiola.
—¿A estas horas?… Le hemos puesto Anastasi… Bien, vuelvo a lo mío —digo.
—Tengo algo más que decirte —dice la señorita Fabiola.
Espero con la mano en el picaporte. Veo en la oscuridad su carita de conejo.
—Que decirte a ti y a los demás. Les gustará saberlo… ¡Oh, sí, te felicito por haber hecho madre a tu esposa por octava vez! ¿Qué siente ella? Sé perfectamente lo que siente… ¡Oh, sí!, lo sé muy bien —dice la señorita Fabiola empujando la puerta, empujándome a mí y entrando. Vuelvo a echar el cerrojo, pero ya la tengo dentro.
La reciben en silencio. Todo el sindicato me mira.
—Tiene que decirnos algo —digo.
—Buenos días —dice la señorita Fabiola.
—Buenos días —dicen algunos.
—Si estabais deliberando y he venido a interrumpir, pues me siento y espero —dice la señorita Fabiola.
—Sólo comíamos —dice Bertol Sangroniz.
—Habéis cerrado por dentro. Me siento como secuestrada —dice la señorita Fabiola.
—Es un nuevo invento de huelga —dice Lander Bukua.
—Mi madre va a hacer un sindicato —dice la señorita Fabiola.
—¿La marquesa quiere hacer un sindicato? —dice Lander Bukua.
—Los sindicatos sólo los hacen los trabajadores —digo.
—La señorita Fabiola nos ha contado un chiste —dice Lander Bukua.
—No, no es ningún chiste. Se lo he oído comentar estos días en casa —dice la señorita Fabiola.
—¿Es ella la que le manda a usted con esta embajada? ¿Es para romper nuestra huelga? ¡Un sindicato…! ¿Cómo va a hacer la marquesa huelgas contra ella misma? —dice Lander Bukua.
—Está claro que somos alguien, que nuestra huelga le hace daño —dice Martín Larreko.
—Creo que quiere hablar con Roque —dice la señorita Fabiola.
—Si su madre quiere hablar con el sindicato que lo diga claramente —dice Lander Bukua.
—Repito que ella no me ha enviado, no sabe que estoy contando esto. Nunca he venido a romper vuestras huelgas —dice la señorita Fabiola.
—Doña Cristina no quiere parlamentar… todavía. Porque las otras huelgas no salieron y no sabe que ésta es diferente —digo.
Llaman a la puerta.
—¡A casa, a la cama a criar pulgas! —dice Bertol Sangroniz.
La señorita Fabiola es la que más cerca está de la puerta y se mueve para abrirla.
—¡Quieta! ¡Esa puerta no se abre! ¿No veis como nos quiere romper la huelga? —dice Lander Bukua.
—¿Cuánto tiempo permanecerán ustedes encerrados? —dice la señorita Fabiola.
—Semanas, meses. Hasta que nos den un real de más y media hora de menos —digo.
Siguen aporreando la puerta.
—Mi madre es muy terca —dice la señorita Fabiola.
—Pues aquí nos tendrá hasta que se seque el mar. Cuando acabemos con los paquetes, comeremos tuercas. Y si nos cortan el agua, beberemos aceite de máquinas —dice Lander Bukua.
—¡Es maravilloso! —dice la señorita Fabiola.
—Vaya con la niña rica… —dice Martico.
—¡Chist! —digo.
Se oyen voces al otro lado de la puerta. Siguen aporreándola. Están llegando los esquiroles.
—¡Abrid, abrid, abrid! ¿Creéis que los tranvías son vuestros? —oímos.
—¡Meses! ¿No es maravilloso, Roque? —dice la señorita Fabiola.
—Usted no debería estar aquí, pensarán que le estamos haciendo algo malo —digo.
—¡Estoy viviendo!, ¿no lo comprendes? —dice la señorita Fabiola.
—Esto no es un juego, entérese —dice Bertol Sangroniz.
—Usted no debería estar aquí —digo.
La señorita Fabiola se sienta en un rincón a llorar. Sólo nos faltaba esto. Que la entienda su madre. Todo el sindicato me mira.
—¿Qué miráis? —digo.
Los del otro lado de la puerta meten más ruido que cien truenos.
—¡Que sepan lo que es una huelga con cojones! —dice Lander Bukua.
—¡Abran a la Guardia Civil! —dicen desde fuera.
—¡Por San Dios! —dice Bikendi Aberasturi.
—¡Estos nos queman! —dice Deunoro Etxe.
—Tranquilos —dice Lander Bukua.
—Tranquilos —digo.
Es de noche. La puerta de la cochera no se ha abierto ni una sola vez en todo el día, ni siquiera cuando Santio Ganesoro quiso salir al mediodía para sacar al sol a su mujer inválida, ni siquiera cuando vino don Eulogio del Pesebre y nos dijo: «¿Qué es esto?, ¿qué es esto? ¡Las huelgas son cosa del demonio! ¡Os ordeno, en nombre de Dios, que salgáis de ahí inmediatamente! ¡Estáis perturbando la paz del pueblo! ¿Cómo os atrevéis a ir contra la voluntad del Señor que ha dispuesto que las cosas sean tal como son, y contra la voluntad de doña Cristina Oiaindia? ¡En las Sagradas Escrituras ni se mientan las huelgas!», ni siquiera cuando Damas Elorriaga, el encargado, nos amenazó con despedirnos y otras cosas peores si no abríamos la puerta y poníamos en marcha los tranvías. La gente del sindicato lo aguantó todo. Pero ahora me miran con caras de txiotxus porque al otro lado de la puerta está la Guardia Civil.
—¿Qué nos va a pasar? —dice Martico.
—Nos meterán en chirona —dice Martín Larreko.
—Tranquilos. Aquí nadie se va a comer a nadie. Tranquilos —digo.
—¡Abran o echamos la puerta abajo! —dice la Guardia Civil.
—¡Qué emocionante! —dice la señorita Fabiola.
—Yo no sabía que esto podía acabar así. Una cosa es ir contra la marquesa y otra ir contra la Guardia Civil —dice Bikendi Aberasturi.
—Inocente. Si pides un real de más y media hora de menos no te ayudará la Guardia Civil, pero si la marquesa dice que no, a ella sí que le ayudará la Guardia Civil —dice Lander Bukua.
—¿También iba la Guardia Civil contra los del otro lado? —dice Antón Basurto.
—No les dejaban ni alentar, pero ellos no bajaban la cabeza —digo.
—¡Qué emocionante! —dice la señorita Fabiola.
—¿Mataron a alguien? —dice Antón Basurto.
—Ya os dije que sí. Pero, tranquilos, que estamos en Getxo —digo.
—La Guardia Civil es igual en Getxo que en Pekín —dice Lander Bukua.
—Abramos la puerta, que ellos entren y nosotros nos vayamos a casa —dice Martico.
—Aguantemos un poco más, hasta las doce, hasta que acabe el uno de mayo —digo.
—¿Qué te pasa? —dice Lander Bukua.
—¡Por última vez, abran o tiramos la puerta abajo! —dice la Guardia Civil.
—¿No veis que se ha acabado todo, no lo veis? —dice Bikendi Aberasturi.
—¡Abramos esa puerta! —dice Santio Ganesoro.
—¡Es mejor acabar por las buenas! —dice Martín Larreko.
—Con esa gente no hay que andar con bromas —dice Deunoro Etxe.
—¿Cómo os atrevéis a hacerle esto a Roque? ¿Cómo os atrevéis? —dice la señorita Fabiola.
—Es el primero que quiere dejar la huelga —dice Lander Bukua.
—¡No, no! ¿Verdad, Roque, que no abrirán esa puerta hasta haber ganado? —dice la señorita Fabiola.
—Pues, yo… —digo.
Se oyen tres disparos de mosquetón.
—¡Dios! —dice Martico.
—¡Nos matan! —dice Antón Basurto.
—¡Aguantar! ¡Aguantar con cojones! —dice Lander Bukua.
La señorita Fabiola coge la escalerilla de cuatro peldaños, que se usa para limpiar las ventanillas de los tranvías y se sube a ella y mueve su brazo derecho como cazando moscas y dice:
—¡Aguantar, no! ¡Atacar! ¡Junto a Roque nos debemos sentir fuertes! ¡Atacad! ¡Atacad! ¿Quién sabe alguna canción de libertad? ¿Por qué no nos las enseñan desde niños? ¿Es que no existe entre nosotros ninguna canción de libertad? ¿Por qué no la inventamos ahora?
—¡Está loca! —dice Andolin Picavea.
—¡Fuera las cadenas! ¡Libertad! ¡Libertad! ¡Sólo pedimos vivir! ¡Me uno a vosotros, hombres de un futuro en libertad! —dice la señorita Fabiola.
—¡Cállese! —digo.
—Déjala, nos ayuda —dice Lander Bukua.
—¡Ella, no! ¡Otra, no! —digo.
Entra un montón de guardias civiles pisando como un camión.
—¡Atrás, atrás, a ese rincón, contra la pared! —dicen.
—Éstos nos fusilan —dice Martico.
—¿Con permiso de quién entran ustedes? ¿Saben que este local es de mi familia y que a mí me parecía bien que esa puerta estuviera cerrada? ¿Es que no hay en nuestra tierra un solo lugar libre? —dice la señorita Fabiola.
Los guardias nos han puesto a empujones en un rincón de cara a la pared.
—¡Suélteme, soy la dueña de todo esto! —dice la señorita Fabiola.
—Sí, es la hija de doña Cristina —dice Damas Elorriaga, que ha entrado con los guardias.
—Retírese a su casa —dice un guardia con galones.
—¡Soy libre de estar donde quiera! —dice la señorita Fabiola.
El guardia con galones no sabe qué hacer. Dice:
—¿Quién es el cabecilla de toda esta revuelta?
—Roque Altube nos calentó los cascos —dice Deunoro Etxe.
—¿Quién de vosotros es Roque Altube? —dice el guardia con galones.
—Yo soy Roque Altube, del caserío Altubena —digo.
—Esposadle —dice el guardia con galones.
—¡No! ¡Este hombre no ha hecho más que luchar por su dignidad, por su libertad! —dice la señorita Fabiola cubriéndome con su cuerpo.
Los guardias la apartan y me ponen las esposas.
—Al cuartelillo con todos —dice el guardia con galones.
—¡A mí me han arrastrado, yo no quería venir! —dice Deunoro Etxe.
—¡Llevadme a mí también! —dice la señorita Fabiola.
—Váyase a su casa, señorita. Este no es su sitio, nunca lo ha sido —dice Damas Elorriaga.
La señorita Fabiola vuelve a subirse a la escalerilla.
—¡Ayuda, ayuda! ¡Van a sacrificar al mejor hombre de Getxo y nadie hace nada! ¡No se debe perseguir a quien lucha por la justicia y por la libertad! ¡El mundo está necesitado de hombres como él! ¡Es el primero entre nosotros que se rebela contra los ogros que nos rodean! ¡Soy una mujer destruida, pero ellos, los pobres empleados del tranvía, aún están vivos! ¡Piden tan poco…, un real y unos minutos menos de jornada! Y es Roque quien lleva años enfrentándose no sólo a la marquesa sino a las gentes de un Getxo que temen quejarse, que han hecho del silencio una virtud, resignados a que nadie jamás les oiga proferir el grito de «¡Quiero ser libre!», ¡que se llevarán a la tumba! ¡No encadenéis a Roque Altube porque será como encadenaros a vosotros mismos! —dice.
—¡Cállese! ¡Cállese! —digo.
—Si quieres que me calle, me callo. Sé que no necesitas ayuda de nadie. ¡A un hombre que tiene ocho hijos no se le aplasta así como así! —dice la señorita Fabiola.