Roque Altube
1 de mayo de 1908

Al llegar a las cocheras ya están Santio Ganesoro poniendo un poco de orden aquí y allá, Imanol Gorrea baldeando los cristales y Austiñe Icazarre fregando los coches. Bueno, también estaba fuera la señorita Fabiola, esperándome.

—Ahí tienes a tu novia —me dijo Bertol Sangroniz por lo bajo.

—¡Vaya por Dios, otra vez el sindicato! —dijo Austiñe Icazarre al vernos.

No estamos toda la gente del sindicato, sólo yo, Bertol Sangroniz y Lander Bukua. Yo lo he querido así, por no hacer tanto bulto como el año pasado. Ahora llegan Bikendi Aberasturi y su ayudante Andolin Picavea.

—¡Vaya perra que habéis cogido! —dice Bikendi Aberasturi.

—Pues el año pasado bien que viniste con nosotros a pedirle a la marquesa —dice Bertol Sangroniz.

—Una cosa es pedir y otra hacer huelga —dice Bikendi Aberasturi.

—«Señora ama, ¿nos da las migajas que le sobran?». ¡Gallinas! Al pedirles algo a los ricos hay que ir con la cabeza bien alta y sólo se va con la cabeza alta si llevamos la huelga metida en la cabeza. ¡Gallinas! —dice Bertol Sangroniz.

—Sin insultar —dice Imanol Gorrea.

Bertol Sangroniz y Lander Bukua me miran para empezar el mitin.

—Falta gente —digo.

—Parece mentira que un Altube ande metido en estos fregados. ¿Ya lo sabe tu madre? —dice Austiñe Icazarre.

—Roque ya es un hombre —dice la señorita Fabiola.

Se calla Austiñe Icazarre y se callan todos porque la señorita Fabiola no tenía que estar aquí. Durante todo el año la he solido tener en el tranvía, hablándome en el viaje de Algorta a Bilbao o a la vuelta, y a veces a la ida y en el mismo día también a la vuelta. Se ponía a mi lado y sólo ella hablaba. Cuando había muchos viajeros y apreturas, la tenía tan encima que no me dejaba manejar los mandos. Yo lo único que le decía de tarde en tarde era: «Se prohibe hablar al conductor». Inútil. No callaba. Viajaba en el tranvía no tantas veces como las lecheras y las vendejeras, pero sí muchas, demasiadas. Bueno, no muchas para una viajera normal, pero sí muchas si se piensa que su familia tiene coches de caballos y hasta ahora ella siempre los había usado. A lo mejor es que le gustan mucho los tranvías y su madre no le recala uno. «No he olvidado el uno de mayo, Roque. Sabía que también vendrías», me dijo hace un momento ante las cocheras. Y aquí la tengo, como una lapa.

—Voy en busca de una caja vacía de jabón —digo.

—¿Caja de jabón? ¿Para qué coño…? —dice Lander Bukua.

—Los del otro lado se subían a una caja de jabón para soltar el mitin y les salía bien —digo.

—¿Y no puede ser una caja que no sea de jabón? —dice Bertol Sangroniz.

—Ellos siempre se subían a una caja de jabón —digo.

I… si… do… ra.

—Tú te quedas, que te vean, la traeré yo —dice Bertol Sangroniz saliendo.

En la puerta se cruza con cuatro: Bartolo Lubelza, Iñaki Foruria, Geraldo Lasa y Arano Martierto, estos dos últimos cobradores.

—Ya me parecía que hoy era uno de mayo. He visto a gente revuelta por ahí —dice Bartolo Lubelza.

—Ya veréis cuando venga Damas —dice Iñaki Foruria.

—¿Sabéis lo que ocurrió en las Américas un uno de mayo de hace tiempo? ¿Sabéis lo que significa para los trabajadores el uno de mayo? Pues que un uno de mayo mataron allí a varias trabajadoras por hacer huelga —digo.

—Si hubieran estado en sus casitas como las demás mujeres… —dice Imanol Gorrea.

—¿Lo viste tú? —dice Iñaki Foruria.

—No, pero lo contaban los del otro lado. Desde entonces el 1 de mayo de todos los años es el día de los trabajadores —digo.

—El día de los trabajadores es el domingo porque es el día puesto por Dios para no trabajar —dice Bartolo Lubelza.

Se oyen risas.

—¿Harías tú huelga para pedir que todos los días fuesen domingo? —digo.

—¡Esa sí que sería una huelga… porque irían hasta los amos! —dice Bartolo Lubelza.

Se oyen risas.

—Eso no sería una huelga, porque una huelga hay que hacerla contra alguien. Por ejemplo, contra doña Cristina —digo.

De pronto no se oye ni una risa.

—Sí, soy su hija, pero no os importe, porque yo también hago huelgas contra la marquesa —dice la señorita Fabiola.

—Usted no necesita huelgas, lo tiene todo —dice Lander Bukua.

La señorita Fabiola, que estaba a mi lado, se aparta de mí y va a un rincón y saca su pañuelo y se lo lleva a los ojos.

—¿Por qué está usted aquí? —dice Lander Bukua.

—No molesta a nadie —digo.

—¡No sé por qué estoy aquí! —dice la señorita Fabiola.

No se ha movido de su rincón, no ha dejado de darnos la espalda. Dice otra vez:

—¡No sé por qué estoy aquí!

En la cochera no se oye ni el vuelo de una mosca. Ahora sí se vuelve, al oír el ruido de los trabajos. Porque todos han vuelto a lo suyo, al trabajo.

—Os pisan y dais las gracias —digo.

—Cualquier día el ama nos da ese real y nos quita esa media hora. Nadie ha hablado con ella otra vez. Ha pasado un año desde que se le pidió. A lo mejor ha cambiado de idea. ¿Se lo has pedido después, Roque? —dice Bikendi Aberasturi.

—No —digo.

—Yo misma se lo recordé ayer y volvió a negarse. ¿Quieren sus propias palabras? Exclamó: «¡Qué tontería! Como si no les diera ya lo suficiente, como si los patronos tuviéramos que vivir pendientes de las injustas quejas de un par de revoltosos». Eso dijo —dice la señorita Fabiola con la cara vuelta hacia nosotros.

—No le gusta que protestemos —dice Geraldo Lasa.

—Nos pondríamos a la altura de esos mineros —dice Arano Martierto.

—Es voluntad de Dios que entre los vascos no haya peleas —dice Austiñe Icazarre.

—¿Quiere usted decir que Dios no quiere para nosotros ese real de subida y esa media hora de bajada? —dice Lander Bukua.

—No sé lo que Dios quiere o no quiere. Sólo sé que, hasta ahora, las cosas han sido así y que hay que tener resignación. Una huelga es como cantarle las cuarenta a la señora y yo no hago eso —dice Austiñe Icazarre.

Por fin llega Bertol Sangroniz con una caja de madera.

—¿Es de jabón? —digo.

La huelo y es de jabón. La pongo en el suelo, en el centro de la cochera, y me subo.

—Somos hombres y los hombres debemos defender lo nuestro, porque el hombre que no defiende lo suyo no puede ir con la cabeza alta —digo. Es como si se hubieran vuelto sordos. No dejan de trabajar, ni siquiera me miran—. Los ricos viven en palacios y los pobres en casas con goteras. Los ricos comen angulas y los pobres talo. Y eso no está bien. ¡Y si tienen palacios y angulas es porque los pagan con nuestro trabajo! Los pobres trabajamos dos horas para nosotros y ocho para los ricos… ¡y somos muchos los pobres!

—La media hora que pedís los del sindicato… ¿se quita de las horas nuestras o de las de los ricos? —dice Iñaki Foruria y la cochera se llena de carcajadas.

—Respeto, respeto… —dice la señorita Fabiola. La veo a mi lado, junto a la caja de jabón.

—No te pares, que los estás convenciendo —dice Bertol Sangroniz.

—Tú sigue, a ver qué hostias pasa —dice Lander Bukua.

—Lo estás haciendo muy bien, tu fuerza los arrastrará —dice la señorita Fabiola.

—Los del otro lado hacen huelgas y les dan cosas. Hacen grandes desfiles en la calle y les dan cosas… Y nosotros, ¿somos tontos? ¿Por qué no hacemos huelgas y desfiles como ellos? ¿Es que somos menos pobres que ellos? —digo.

Alguien aplaude y es la señorita Fabiola.

—Eres un Altube y no puedes creer lo que dices —dice Bikendi Aberasturi.

—Mejor si te callas. El año pasado bien que estabas con nosotros —dice Bertol Sangroniz.

—En su casa manda la mujer —dice Lander Bukua.

—¿Ya le has dicho a tu mujer que si lloras a lo mejor le llevas un real más al día? —dice Bertol Sangroniz.

—Yo sé lo que pasa cuando ellos salen a la calle: que salen también los guardias —dice Geraldo Lasa.

—Eso es verdad y un día mataron a un amigo mío que se llamaba José. Se llamaba José y lo mataron los guardias, y él no era capaz de matar a una mosca —digo.

—Seréis menos hombres si el miedo os mete en casa —dice Lander Bukua.

—¿Hablaban los de allí de matar a los ricos? —dice Imanol Gorrea.

—Yo no recuerdo haberles oído nunca esa barbaridad. Gritar, sí, y juntarse en rebaño como si fueran a comerse el mundo, pero matar, no —digo.

—¿Os dais cuenta de que los guardias están para defender a los ricos? Nunca defienden a esos mineros. Los ricos no hablan de matar, pero matan —dice Lander Bukua.

—El ama nunca nos mataría a nosotros —dice Iñaki Foruria.

Todos miran a la señorita Fabiola, y la verdad es que yo hago lo mismo.

—A mí también me gustaría saber lo que haría ella. En casa siempre la veo con el misal en la mano, pero no me fio, porque ha hecho cosas que… —dice la señorita Fabiola.

—Salid a la calle y veréis cómo os machacan —dice Lander Bukua.

—Yo no quiero ir contra las leyes que hemos tenido siempre. Los vascos nos vamos arreglando bien con ellas —dice Arano Martierto.

—Si nuestras costumbres han durado tantos años es porque así las quiere Dios —dice Santio Ganesoro.

Lander Bukua abre la boca para hablar, pero yo me adelanto.

—Los del otro lado decían que todas las leyes las habían hecho los ricos en contra de los pobres —digo.

—Son ganas de liar las cosas. ¡A buena hora nos vienen a descubrir esos listos que la vida de los pobres es dura! ¡Claro que es dura, ya lo sabíamos! Lo primero que me dijo el padre de pequeño es que la vida es dura, que no hay que pasar el día mirando los gorriones, que hay que trabajar como un burro para sacar a la familia adelante… Así es. Y los vascos tiramos siempre palante, que no se os olvide —dice Geraldo Lasa.

—Ricos, pobres… ¡pamplinas! Aquí, los pobres se van a tomar txikitos con sus patronos, porque todos somos vascos. Nosotros también iríamos a tomar txikitos con la marquesa si a ella le gustase el trinqui —dice Arano Martierto.

Mis ojos recorren toda la cochera y sin querer los detengo en la cara de la señorita Fabiola. Me sigue mirando y me dice con sus ojos que hable. Lander Bukua abre la boca para hablar, pero yo me adelanto, no por la señorita Fabiola sino porque de pronto me acuerdo de algo importante:

—¿Queréis saber una cosa? Abrid bien las orejas: a lo mejor todavía no os habéis enterado de que sois pobres.

—Yo no soy pobre. Tengo un caserío, tengo tierras y salud para trabajarlas. Un vasco que trabaja su tierra no es pobre —dice Bartolo Lubelza.

—Tu caserío tiene goteras y se cae de viejo, toda la semana andas con ropas sucias, cagas en la cuadra, donde tus vacas, tus hijos crecen aldeanos porque no puedes mandarlos a Inglaterra. Eres un jodido pobre, como yo. Todos somos pobres —dice Lander Bukua.

—Esto quería deciros: que los pobres somos de una clase y los ricos de otra. Así se lo oí muchas veces a los del otro lado. Y que la clase de los pobres está en lucha contra la clase de los ricos. Y no olvidéis otra cosa que también decían los del otro lado: decían que todos los de la clase de los pobres eran hermanos y que algún día los hermanos de todo el mundo se juntarían para hacer la revo… —estoy diciendo, pero en esto que se rompe la caja de jabón bajo mis pies y caigo al suelo. La cochera se llena de carcajadas, incluso a Lander Bukua le veo abrir su bocaza y agarrarse las tripas. Me pongo en pie y pienso: «Se acabó la revolución».

I… si… do… ra.

La señorita Fabiola me mira con un poco de agua en sus ojos.