Roque Altube
1 y 2 de mayo de 1907

Tiro de la campanilla y un criado sale de la casa y viene a la puerta.

—Quiero ver a la señora —digo.

—No son horas —dice el criado.

—La señora sabe quién soy —digo.

—Yo también sé quién eres. Y también sé que estáis borrachos —dice el criado.

—Tú sólo avisa a la señora —digo.

—¿Para qué la queréis molestar a estas horas? —dice el criado.

—Tú sólo avisa a la señora —digo, y le miro y quiero que coja mis palabras, pero él sólo coge mi mirada, del modo que me mira no le queda sitio más que para mi mirada. Y nos da la espalda y se va.

—¿Nos recibirá? —dice Bertol Sangroniz.

—Por la cuenta que le tiene —digo.

—Es muy justo lo que le venimos a pedir, ¿verdad? —dice Bikendi Aberasturi, mecánico del tranvía.

—Sí, no hay duda de que es muy justo lo que le venimos a pedir —dice Santio Ganesoro, cobrador del tranvía.

Aquí está otra vez el criado. Abre la puerta y pasamos. Ni ellos ni yo habíamos cruzado nunca esta puerta. Miran la casa y el jardín sin levantar apenas la cara. La puerta de la casa está abierta y allí hay otro criado disfrazado también de criado. Nos meten en el salón. Entran la marquesa y «el Roto».

—¡Qué sorpresa, qué sorpresa! Tú eres Roque Altube, ¿verdad? ¡Hace tanto tiempo que no te veía…! —dice la marquesa.

—No la molestaremos mucho, señora marquesa —digo.

—Nada de cumplidos… ¡por Dios! Me gusta hablar con la gente de nuestra tierra. Roque, te habría reconocido por la nariz… ¡es una nariz de Altube! ¿Qué tal anda la familia? —dice la marquesa.

—Tiesos —digo.

—¿Cuántos hijos tienes? —dice la marquesa.

—Siete: Cenobia, Eladio, Leonardo, Pelayo, Aurelio, Felipe y Poncio —digo.

—Euskadi necesita muchos hijos de buena sangre… ¿Y tu tío Santiago?, ¿anda fuerte? —dice la marquesa.

—Sí, fuerte, fuerte. Demasiado. Pesa más de doce arrobas —digo.

—Pero… sentaos, sentaos… Donde queráis, es vuestra casa —dice la marquesa.

Nos sentamos. Ella también se sienta, frente a nosotros. ¿Cuánto tiempo le durará la sonrisa? El que no se sienta es el Roto. Pasea de punta a punta fumando un gran puro y mirándonos, unas veces torciendo el cuello a la izquierda, otras torciéndolo a la derecha.

—¿Y la demás familia?, la tuya, la de Altubena —dice la marquesa.

—Bien, con los trabajos —digo.

—Cuando mis hijos eran pequeños os visitábamos con frecuencia. ¿Te acuerdas, Roque? Las gentes de caserío representáis lo mejor de nuestro pueblo y mis niños lo tenían que ver con sus propios ojos. Ahora ya no vives de la tierra, las cosas están cambiando. Pero yo seguiré defendiendo lo nuestro, lo viejo, lo que no debe morir. ¿Echas de menos la tierra, Roque? ¡Claro que sí!, ¡qué pregunta! Yo te devolveré a ella, a la tierra, porque eres una de las víctimas. Todo será como antes. Yo me encargaré de ello. Debes salir de donde estás. No es tu sitio, no es el sitio de ningún buen vasco. Somos perseguidos, vivimos bajo el signo de la maldición… —dice la marquesa, pero el Roto le corta:

—Supongo que estos caballeros han venido a algo —dice.

—Oh, no les llames caballeros, son como de la familia…, incluso los que no conozco. Salta a la vista que son de aquí… ¿Os apetece tomar algo?, ¿café?, ¿vino? —dice la marquesa.

—Nos vamos enseguida, no queremos molestar —digo.

—Qué tontería —dice la marquesa. Coge una campanilla de plata, hace ¡plin, plin, plin!, y viene una criada—. El vino especial y cinco copas.

—Yo paso —dice el Roto.

—Cuatro copas —dice la marquesa.

—Sólo veníamos a hablar —digo.

El Roto se para.

—¿De qué? —dice.

La marquesa le mira y el Roto vuelve al paseo.

—¿De qué? —dice, la marquesa.

—De los jornales del tranvía —digo.

Santio Ganesoro tose, y él y Bikendi Aberasturi y Bertol Sangroniz no levantan los ojos del suelo.

—¿De los jornales? ¿Cómo se os ocurre venir a hablar de eso? En mi Compañía los jornales son más altos que ninguno —dice la marquesa. Se le ha ido parte de la sonrisa de la cara.

—No venimos a hablarle de los jornales de los demás sino de los nuestros. Hace mucho tiempo que no se mueven —digo.

La marquesa nos mira uno a uno.

—¿Sois los cuatro de la Compañía? —dice.

—Bertol Sangroniz no, pero es del sindicato —digo.

—¿Sindicato? —dice la marquesa. Se le va del todo la sonrisa de la cara.

El Roto se para.

—Conque sindicato, ¿eh? —dice.

—¡Dios bendito, un sindicato! ¿A quién se le ha ocurrido? —dice la marquesa.

—A mí —digo.

—Es imposible, nunca lo creeré. Tú eres un Altube —dice la marquesa.

—Los Altube no le hacemos ascos a una subida de jornal de vez en cuando —digo.

—No me podías haber dado mayor disgusto, Roque. ¡Un sindicato entre nosotros! ¿Para qué? ¿No comprendes que nosotros no hacemos las cosas como ellos? Los vascos nos sentimos hermanos unos de otros, nunca nos enfrentamos, nuestras diferencias las solucionamos sin guerras, con buena voluntad. Debajo de los sindicatos hay odio y rencor… ¡Y tú vienes a mi propia casa a hablarme de un sindicato! —dice la marquesa.

—Alguien tenía que empezar a mover lo del nuevo jornal —digo.

—¿Acaso olvidas que soy como una madre para mis empleados? No necesito que vengan de fuera a recordarme que debo pagar jornales justos. Sé muy bien cuál es mi obligación. Soy una buena cristiana, cumplo la ley de Dios, soy justa. Las puertas de mi casa están abiertas para ti o para quien desee reclamarme algo. Has venido: bien, pero sobraba el sindicato —dice la marquesa.

—¿Qué es eso? —dice la señorita Fabiola, que es la Rota, entrando con una bandeja con copas y una botella. Cierra la puerta y deja la bandeja en una mesita de cristal. Hay más gente, pero no aparta sus ojos de mí mientras echa vino en las copas.

—Bien, pues no he traído el sindicato. Hablemos sin el sindicato —digo.

—¿Un sindicato? ¿Qué es eso? —dice la señorita Fabiola. Se pone a arrastrar un sillón y el Roto quiere ayudarla, pero ella le aparta. Lo deja justo frente a mí—. Creo que tú eres Roque Altube. ¿Es verdad que tienes siete hijos?

—No interrumpas, Fabi —dice la marquesa.

—Tengo siete hijos —digo.

—¡Dios mío, siete! —dice la señorita Fabiola.

—Así está mejor, Roque. Pero me duele tu desconfianza. Creo que podré perdonarte —dice la marquesa. Coge una a una las cuatro copas con vino y nos las va pasando y Bikendi Aberasturi, Santio Ganesoro y Bertol Sangroniz las cogen con las dos manos y en vez de beber las miran como si nunca hubieran visto vino y no beben hasta que yo no doy el primer sorbo.

—¡Siete hijos! —dice la señorita Fabiola.

—Para tener un sindicato hay que saber usarlo y eso no está al alcance de cualquiera —dice el Roto. Deja de pasear y se medio sienta en un brazo del sillón de la señorita Fabiola.

—¿Lo oyes? ¡Siete hijos! —le dice la señorita Fabiola.

—¿Qué os pasó hace dos o tres años con Zacarías Ermo, el de La Venta? Vuestro sindicato le reclamó el mostrador y… ¿qué pasó? Quisisteis hundirle el negocio apostándoos en la puerta para no dejar entrar a los clientes, pero él envió a uno de sus hijos a llamar a los forales y os echaron con viento fresco. Al año siguiente…, ¿por qué esperasteis todo un año?…, al año siguiente vuelta a empezar, pero para dejarlo otra vez nada más aparecer de nuevo los forales. El mostrador sigue con Zacarías Ermo y el ridículo con vuestro sindicato. Un sindicato… —está diciendo el Roto cuando le corta la señorita Fabiola:

—¿Qué es eso? —dice.

—… un sindicato significa haber dado un paso en una dirección muy peligrosa… —está diciendo el Roto.

—¿Qué es un sindicato? —dice la señorita Fabiola.

—¿Quién os ha calentado los cascos? —dice el Roto.

—Con el sindicato o sin el sindicato, hemos venido a hablar poco para molestar poco —digo.

—¡Un sindicato! ¡Qué cosas tiene que oír una! —dice la marquesa.

—Si usted quiere, dejamos de hablar del sindicato y hablamos del jornal —digo.

—¡Hablar del jornal! Roque Altube, veo la guerra en tus ojos, tienes el sindicato demasiado metido y ya nunca podrás hablar como un vasco —dice la marquesa.

—Usted, Cristina, retírese, que yo me entenderé con ellos —dice el Roto.

—Es mi gente —dice la marquesa.

—Roque, ¿no te sientes orgulloso de tener siete hijos? —dice la señorita Fabiola.

—Los hijos vienen de por sí —digo.

—¡No, no, no! ¡Hay maridos que sólo tienen hijos si los pintan! —dice la señorita Fabiola.

—Sal, Román, que a mí me corresponde hablar con Roque —dice la marquesa.

—Tendrías que estar orgulloso, Roque —dice la señorita Fabiola.

—¿Orgulloso? —digo.

—¡Sí, orgulloso! ¡Siete hijos! —dice la señorita Fabiola.

—Me los pondré colgados de la nariz —digo.

—Sal conmigo —dice el Roto a la señorita Fabiola, pero la señorita Fabiola ni le mira y el Roto sale y cierra la puerta.

La marquesa me mira como a un bicho raro.

—De modo que no estamos de acuerdo… ¡Esto es lo doloroso! Nunca me había ocurrido con mis empleados —dice la marquesa.

—Sólo es un real de más y media hora de menos —digo.

—¡Me niego a discutir con un sindicato! —dice la marquesa.

—Sólo es un real, ama… ¡y lo que podría hacer Roque con media hora más en la cama! —dice la señorita Fabiola.

—Ahora ya no soy un sindicato sino Roque Altube —digo.

—¡Eres un sindicato! ¡Esa mirada que te veo es la de un sindicalista y este grupo que has metido en mi casa no es otra cosa que un sindicato, y es lo que no puedo soportar! —dice la marquesa.

—Salid, pero quedaos en la puerta —digo a Santio Ganesoro, a Bikendi Aberasturi y a Bertol Sangroniz, y ellos se levantan y salen del salón y de la casa—. Ahora, Roque Altube le pide un real de aumento y media hora de rebaja para toda la gente del tranvía —digo.

La marquesa suspira y también se levanta. Da una vueltecita por el salón y vuelve. Habla, pero es como si no me hablara a mí.

—Jamás en toda mi vida se me había echado en cara mi comportamiento como persona y como cristiana —dice.

Ahora sí que me señala con el dedo.

—¿Y sabes por qué? ¡Porque yo siempre he dado las cosas antes de que me las pidan! ¡Porque yo las he dado! —dice.

—Ama, todo el mundo necesita pedir alguna vez —dice la señorita Fabiola.

—No en mis empresas. Soy cristiana, soy generosa, soy justa. Nadie sabe mejor que yo lo que necesitan mis empleados, ni nadie sabe mejor que yo lo que necesitan mis empresas, porque patronos, empresas y empleados son una misma cosa entre los vascos —dice la marquesa.

—Ahora sé que no tenía que haber venido a pedir nada —digo.

—¡Oh, Roque, cómo te agradezco tu comprensión! —dice la marquesa, sentándose.

—Sólo tenía que haber esperado un poco a que usted nos diese ese real y esa media hora —digo.

—Cuenta con ello, Roque. Tu mujer será más feliz de lo que ya es —dice la señorita Fabiola.

—Yo tenía que haber apinado que usted ya tenía eso en la cabeza —digo.

La marquesa me mira y no habla. Me mira tan quieta como una lapa en bajamar.

—¿Qué dices, ama? —dice la señorita Fabiola.

—Esta entrevista empezó con mal pie. ¡Venir a mi propia casa con un sindicato! Si accediera a esas pretensiones parecería que me estoy doblegando ante ese sindicato —dice la marquesa.

—Yo, ahora, no soy un sindicato sino Roque Altube —digo.

—¡Él te lo asegura y este padre de siete hijos nunca miente! —dice la señorita Fabiola.

—¡Yo he visto con mis propios ojos su sindicato y estoy viendo en este mismo momento su mirada de sindicalista! —dice la marquesa.

Resopla y se frota las manos como si quisiera sacarles chispas. La señorita Fabiola alarga el cuello y su cara se acerca a la mía y me mira fijamente a los ojos.

—No sé cómo es la mirada de un sindicalista, pero me gusta la mirada de Roque —dice.

—¿Por qué hablas de lo que no entiendes? —dice la marquesa.

—Roque, ¿dónde has tenido escondidos tus ojos que no te los he visto hasta ahora? —dice la señorita Fabiola.

No termina de mirarme con su cara a dos palmos de la mía. Y no me sirve volver la cabeza, porque ella alarga el brazo, coge mi barbilla con su mano y me pone la cara de frente. Daría cualquier cosa por no haber venido. Es que parece que los sindicatos sólo funcionan bien en la otra parte de la ría. Me levanto.

—¿Te vas? ¿Te vas sin conocer la respuesta de ama? —dice la señorita Fabiola, levantándose también.

—Sobraba mi visita. Doña Cristina ya tenía pensado subirnos el real y bajarnos la media hora —digo.

—¿De veras? Yo no se lo he oído. ¿Qué dices, ama? —dice la señorita Fabiola.

—No puedo quitarme de la cabeza que estoy ante un sindicato —dice la marquesa.

—No se preocupe, ya me voy. Si me sigue viendo se estropea todo. No vendré más, a usted no hace falta que nadie le recuerde lo que necesitan sus empleados —digo.

Voy hacia la puerta y la señorita Fabiola me sigue y me dice:

—Te juro, Roque, que no te llevas nada. Nada.

—¿Eh? —digo.

—Ama, no le despidas engañado, dile que nunca habías pensado en ese real ni en esa media hora —dice la señorita Fabiola.

Me agarra del brazo y me para en la misma puerta y hace que me vuelva a mirar a la marquesa.

—Díselo —dice la señorita Fabiola.

—No puede. Tiene que dejar de verme —digo.

—Lo que te tiene que decir te lo puede decir ahora mismo —dice la señorita Fabiola.

—Ella ha dicho que… —digo.

—¡Díselo! —dice la señorita Fabiola.

—La Compañía del Tranvía no puede atender la demanda de ese real ni de esa media hora. Ya te avisaré, Roque Altube, cuando decida otra cosa —dice la marquesa.

En el jardín esperan Santio Ganesoro, Bikendi Aberasturi y Bertol Sangroniz.

—Huelga —digo.

—¡Bravo! —dice la señorita Fabiola.

La tengo a mi lado.

—¿Por qué bravo? —digo.

—Porque es la respuesta que espero de un hombre —dice la señorita Fabiola.

—¿Cómo se hace una huelga? —dice Bikendi Aberasturi.

—Se hace —digo.

Me pongo a recordar. I… si… do… ra.

—Esta misma noche os reunís para convocar la huelga. Sorprenderles con vuestra fortaleza —dice la señorita Fabiola.

—¿Cómo es que entiende usted de estas cosas? ¡Dios! ¿Quién habla dentro de usted? —digo.

—Te has puesto pálido, Roque. Te has puesto tan pálido como un muerto —dice la señorita Fabiola.

—¿Con quién está usted? —digo.

La señorita Fabiola me sonríe.

—¿Cómo se hace una huelga? —dice Bikendi Aberasturi.

—Ya tenéis lo más difícil, el grupo primero. ¡Lo conseguiréis! —dice la señorita Fabiola.

—Usted no sabe nada de huelgas… ¿Quién le hace hablar así? —digo.

—¿Estás enfermo, Roque? —dice la señorita Fabiola.

De la casa llega la voz de la marquesa llamando «¡Fabi, Fabi!».

—Estoy segura de que las huelgas no se hacen de otro modo —dice la señorita Fabiola.

—¡Fabi, entra inmediatamente! —dice la marquesa.

No la vemos, sólo oímos su voz. La señorita Fabiola retrocede hasta la puerta de su casa, la cierra y regresa a mi lado.

—Vámonos —dice.

Santio Ganesoro, Bikendi Aberasturi y Bertol Sangroniz me miran y yo les miro a ellos.

—Conviene no perder tiempo para prepararlo todo esta noche —dice la señorita Fabiola echando a andar.

—Usted…, usted no… —digo.

—¡Vamos, vamos! —dice la señorita Fabiola sin pararse.

La alcanzo y le corto el paso.

—A casa —digo.

Ella me sonríe.

—No soy una niña —dice.

—Usted no es de los nuestros, usted no puede andar de noche con tanto hombre —digo.

—Quiero ir —dice.

No sé si me lo ordena o me lo pide.

—Su madre le armará un cisco, nos lo armará a nosotros —digo.

—Así que me dejas ir contigo —dice la señorita Fabiola.

—¡No! ¿Qué pinta una mujer en una guerra de hombres? Y usted no sólo es una mujer, sino la hija de la…, de doña Cristina —digo.

—Mi madre no es un hombre y es nuestra enemiga en esta guerra —dice la señorita Fabiola.

También en aquella otra guerra había mujeres, había una mujer…

—¡Pero usted se equivoca de bando! —digo.

—No sabes qué inventar para perderme de vista —dice la señorita Fabiola.

—Usted se aburre, ¿verdad?, se aburre y le ha salido una persión. Escuche: ¡aquello fue un asunto muy serio! ¡Por San Ros, fue muy serio! ¿Por qué hace usted esto? ¡La niña rica va a una romería! ¡No se burle de algo tan serio! ¡Dios, aquello fue muy serio! —digo.

—Aquello, aquello… ¿Qué fue aquello? —dice la señorita Fabiola.

Hago una seña a Santio Ganesoro, a Bikendi Aberasturi y a Bertol Sangroniz y echamos a andar los cuatro. Los pasos de la señorita Fabiola son tan cortos que ha de dar tres por cada uno de los nuestros y aun así no nos alcanza.

—No os detengáis por mí —dice.

Santio Ganesoro, Bikendi Aberasturi y Bertol Sangroniz me hacen gestos diciéndome que está loca. Ahí la tenemos, a nuestra espalda y con la lengua fuera. No la hablaré, ni la miraré, como si la hubiera olvidado, a ver si se larga con viento fresco.

—Hay que sacar de la cama a los demás del sindicato —digo.

Nos separamos para ir a una casa y a otra, y la señorita Fabiola no se aparta de mí. Nos juntaremos en las mismas cocheras. Me sigue hasta Bukuena, y algo de angustia sí que me da oyendo su respiración. Pero es terca, no se rompe. Llego al portalón de Bukuena y ella detrás. Me mira.

—Estaba segura de que tú no te cansas nunca —dice.

He llamado a la puerta sin mucho escándalo y es el propio Lander Bukua el que sale.

—Sindicato. Huelga —digo.

—No hubo trato, ¿eh? —dice.

—Se cerró en banda —digo.

—Me pongo la camisa y salgo —dice.

Y en esto que ve a la señorita Fabiola y me mira, y ahora también se asoma su mujer y ve a la señorita Fabiola y mira a su marido.

—¿Qué pasa aquí? —dice Irune.

—Nada —digo.

—Pues yo creo que sí pasa algo —dice Irune.

Nos mira a su marido y a mí, pero yo me encojo de hombros, no quiero saber nada de la señorita Fabiola, y que los demás hagan lo mismo. Pero Irune no quita los ojos de ella.

—Si hay fiesta yo también voy —dice Irune.

—Esto no es ninguna fiesta —dice Lander Bukua.

—Me río yo con estos señoritos del sindicato —dice Irune.

Me acerco a ella.

—Te la regalamos —digo, bajito.

—No, gracias, que en esta casa no tenemos cubiertos de oro para la Rota —dice Irune, también bajito.

Nos vamos los tres. O los dos y la señorita Fabiola a remolque. Pasa mucho tiempo antes de que oiga a Irune cerrar la puerta. Lander Bukua vuelve una y otra vez la cabeza para mirar de reojo a la señorita Fabiola.

—No le hagas ni caso —digo.

—Pero se nos ha pegado —dice Lander Bukua.

—Ni caso —digo.

—¿Por qué hostias nos sigue? —dice Lander Bukua.

—Ahí la tienes, pregúntale —digo.

—¿No lo sabes tú? —dice Lander Bukua.

—Todos los de esa familia están locos —digo.

—La hostia en que andamos no es para mujeres —dice Lander Bukua.

—No dirías eso si hubieras visto lo que yo vi —digo.

Cuando llegamos a las cocheras ya están esperándonos Bertol Sangroniz, Antón Basurto, Bikendi Aberasturi, Martico y Deunoro Etxe. Pero después de que abro la puerta con mi llave, pasamos dentro y encendemos dos bombillas, llegan Santio Ganesoro y Martín Larreko. No he podido evitar cruzarme con la mirada de la señorita Fabiola al cerrar la puerta y dejarla fuera.

—Ese tranvía de ahí es el más cómodo, es el primero al que han puesto asientos de pana —digo.

Subimos al tranvía y nos sentamos.

—Ha llegado el momento. Hasta ahora sólo hemos hablado en La Venta —digo.

—Algo más ya hicimos, le pusimos las cosas difíciles a Zacarías Ermo —dice Martico.

—¿Eso? Teníais que haber visto una lucha de verdad —digo.

—Roque, tú sí que sabes de esto —dice Bikendi Aberasturi.

—Sí, salí de este agujero y he visto mundo —digo.

—Yo soy el más pobre de todos vosotros y espero que tú me ayudes —dice Deunoro Etxe.

—No estoy aquí para ayudar a nadie sino para que os ayudéis a vosotros mismos… Recuerdo que cosas así decían los del otro lado. No recuerdo todo lo que decían, pero algunas cosas sí que las recuerdo bien. Recuerdo que decían que el mundo no está bien hecho y que alguien tenía que arreglarlo. Decían que unos hombres explotan a otros hombres y que esos hombres que explotan nunca arreglarían el mundo —digo.

—Tú, como no explotas a nadie, puedes arreglar el mundo —dice Deunoro Etxe.

—Tú tampoco explotas a nadie —digo.

—Yo sólo soy pobre —dice Deunoro Etxe.

—¡Todos somos jodidos pobres! —dice Lander Bukua.

—Ellos decían que un pobre no debe ser un perro que lame al de arriba —digo.

—¿Qué más cosas decían? —dice Martico.

—¡Qué sé yo…! Hablaban mucho y se calentaban enseguida, pero no creáis que eran de los que sólo le daban al pico. ¡No, por cierto! Soltaban sermones más largos que los de don Eulogio, pero, de la misma… ¡látigo! —digo.

Deunoro Etxe baja del tranvía y abre un poco la puerta de la cochera.

—Sigue ahí, encogida de frío —dice.

—Ya se marchará —digo.

—Si en nuestro sindicato puede entrar cualquiera no sé por qué no puede entrar ella con la afición que parece que le tiene —dice Deunoro Etxe.

—¿Ella en nuestro sindicato? ¿Estás loco? ¡Ella sólo puede estar en el sindicato de los ricos! —digo.

—A nadie se le debe cerrar una puerta en las narices —dice Deunoro Etxe.

—¡Su madre es la dueña de esta Compañía del Tranvía y se ha cerrado a las peticiones de nuestro sindicato! —digo.

—No puedo pensar con una mujer helándose de frío ahí fuera —dice Deunoro Etxe.

—Los del otro lado nunca tenían moscones en sus asambleas —digo.

—¡Me iré de un sindicato que deja a las mujeres al relente! —dice Lander Bukua.

Miro a los demás. Se encogen de hombros.

—Que entre —dice Martín Larreko.

Deunoro Etxe abre la puerta y entra la señorita Fabiola. Sobre su vestido lleva un jersey que le sobra por todas partes. Entra con la misma postura que tenía fuera, con los brazos cruzados sobre el pecho.

—¿Molesto? Os aseguro que sólo me sentaré a escuchar —dice.

Nadie le dice que suba al tranvía en que estamos, pero sube. Nadie le dice que se siente, ni dónde, pero se sienta a mi lado. Lander Bukua regresa a su sitio en medio de un gran silencio, porque todos están mirando a la señorita Fabiola y nadie abre la boca. Yo no la he saludado, ni siquiera mirado.

—La marq…, la Compañía del Tranvía nos ha dicho que no —digo.

—¿Ha dicho que no? —dice Antón Basurto.

—Claro… Nadie les ha acostumbrado a decir que sí —digo.

—Ni que sí ni que no… Nadie les ha acostumbrado a decir nada, porque nadie organizado como nosotros les ha pedido nunca una leche —dice Lander Bukua.

—Los padres dicen que a los de arriba nunca se les debe pedir, que ellos dan cuando lo quiere Dios —dice Martico.

—Y te mueres esperando —dice Lander Bukua.

—Llevo trece años en el tranvía y sólo me han subido el jornal una vez, y eso porque a mi tía Muskilda se le apareció la Virgen cuando cogía percebes en La Galea —digo.

—Fue hace unos siete años, lo recuerdo. La gente se cura en el chorrito de aquel manantial que sale del monte —dice Santio Ganesoro.

Siento removerse a la señorita Fabiola y la veo asentir con la cabeza.

—La Virgen se le apareció más veces a mi tía, pero ya no hubo más subidas —digo.

Oigo un ronroneo y veo que la señorita Fabiola ríe por lo bajo.

—Las alubias suben y nosotros no subimos —dice Martín Larreko.

—No le pedimos un palacio, sólo un real. No es mucho pedir —digo.

—La señora nos habría negado incluso un céntimo, sólo por ir a pedírselo —dice Bikendi Aberasturi.

—Tenemos que ir a la huelga. ¿Qué decís? —digo.

—Yo no entiendo, tú eres el que entiende —dice Deunoro Etxe.

—Pero tienes que votar, para eso estás aquí, para eso eres del sindicato. Aquella gente siempre estaba votando —digo.

—Una mañana, despierto y digo: «¡Coño, soy del sindicato de Roque!», y la mujer me dice: «¿Qué es eso del sindicato de Roque? Alguna porquería de tu borrachera de ayer». Se pasa bien en La Venta hablando del sindicato y de lo que tendríamos que hacer, pero lo de la huelga ya es otra harina. Las huelgas son para los del otro lado. Yo no tengo nada gordo contra la señora —dice Deunoro Etxe.

—¡La señora es una explotadora! —dice Bikendi Aberasturi.

Todos miran a la señorita Fabiola, y yo también, y Bikendi Aberasturi resopla y se rasca la cabeza.

—Por favor, no os contengáis por mí. Conozco a mi madre y comparto cuanto decís sobre ella —dice la señorita Fabiola.

Nadie habla ni se mueve, así que dice también:

—Seguid, seguid con lo vuestro…

—Huelga, huelga, huelga —digo.

—Es lo que harían los del otro lado en nuestro caso, ¿verdad, Roque? Tú viviste entre ellos… ¿Cómo son? —dice Lander Bukua.

—Algo más pequeños, algo más oscuros. Y agrios. Siempre andan a la gresca porque no están contentos con lo que tienen —digo.

—Nadie está contento con lo que tiene —dice Lander Bukua.

—Yo estoy bien en Getxo —digo.

—Entonces, ¿para qué pides ese real? —dice Bikendi Aberasturi.

Todos me miran y yo no sé qué decir. Bueno, sí sé qué decir, pero no quiero decirlo. La verdad es que no puedo decirlo, no encontraría las palabras. Aunque quisiera decirlo.

Todos me siguen mirando esperando que abra la boca. La señorita Fabiola también me mira, pero a ella no me importaría mentirle. Los ocho me miran, esperando que les suelte un mitin o algo parecido.

—Hoy es uno de mayo —digo.

—¿Qué pasa el uno de mayo? —dice Martín Larreko.

—Que es el día de los obreros. Para aquella gente era un día muy importante —digo.

—No hace falta que sea uno de mayo para pedir un real —dice Bertol Sangroniz.

—A lo mejor sí. Roque sabe mucho de estas cosas. ¿Hace falta que sea uno de mayo para pedir un real, Roque? —dice Santio Ganesoro.

—No, no hace falta —digo.

—Menos mal, porque dentro de un rato ya estamos en el dos de mayo —dice Bikendi Aberasturi.

De modo que esta misma noche se acaba el 1 de mayo. Me levanto y voy a la otra punta del tranvía.

—¿Te marchas? —dice Bertol Sangroniz.

—Estoy pensando —digo.

—¿Te echas atrás? —dice Bikendi Aberasturi.

—No puede marcharse, él nos ha metido en esto —dice Santio Ganesoro.

—¿Por qué no le dejáis en paz? No os abandonará, estoy segura. ¿Es que no puede tomarse un descanso? —dice la señorita Fabiola. Se ha levantado.

—No sé por qué, pero me parece que lo quiere dejar —dice Martín Larreko.

—Está pensando, ¿no le habéis oído? Si quisiera dejarlo os lo diría —dice la señorita Fabiola.

—¡Estoy recordando! —digo. ¿Por qué se mete ella en lo que no le importa? ¿Qué hace aquí?

—Está recordando —dice.

—¿Qué estás recordando, Roque? —dice Lander Bukua.

—Hasta hace un momento nos hablaba muy seguro de la huelga… ¿Por qué, de pronto, tiene que ponerse a recordar? ¿Y por qué no habla él mismo y nos saca de dudas? —dice Lander Bukua.

Es mentira que yo esté recordando. Sé cómo se hace una huelga. No estoy recordando.

—Dadle tiempo. Roque nunca os traicionará. Si os ha prometido una huelga, os la dará —dice la señorita Fabiola.

—¿Es que esta noche no hay buena luna para ir de huelga? —dice Deunoro Etxe.

—Si Roque lo deja, a mí tampoco me importaría dejarlo. Mañana tengo que madrugar —dice Santio Ganesoro.

—Eres más tonto que una berza: si hacemos huelga no tendrías que trabajar —dice Bikendi Aberasturi.

—Eso también es verdad —dice Santio Ganesoro.

—Hay que ser más formal: si hay huelga, pues huelga —dice Bikendi Aberasturi.

—¿Habéis oído decir a Roque que os va a dejar sin huelga? Hay que confiar más en personas como él —dice la señorita Fabiola.

De dos zancadas Bikendi Aberasturi llega ante mí.

—¡Habla de una vez, Roque! —dice.

De pronto veo a la señorita Fabiola a mi lado.

—Por favor, respetad su silencio. Está meditando, es la primera vez que organiza una huelga —dice.

Se enfrenta a Bikendi Aberasturi, está entre él y yo. ¿Qué hace aquí esta mujer?

—Respetadle, está sufriendo —dice.

Se hace el silencio en el tranvía. La señorita Fabiola vuelve a su sitio y se sienta sin dejar de mirarme. El grupo no sabe qué hacer, aparte de estar callado. No está bien que yo les haga lo que les hago, pero es que creí que el 1 de mayo no acabaría tan pronto. Todo sería más fácil si yo no tuviera dentro del tranvía una voz de mujer.

I… si… do… ra.

Me siento junto a la señorita Fabiola.

—La gente empezará a llegar a la hora del trabajo y les hablaremos de la huelga —digo.

No hemos callado en toda la noche y me han llovido las preguntas sobre las luchas de obreros y mineros del otro lado de la ría.

—¿Por qué nunca hemos tenido aquí esos zipizapes tan gordos? —dijo Martico.

—Todo es empezar —dijo Bikendi Aberasturi.

No se enteraban mucho de lo que les decía. La verdad es que yo tampoco me enteraba. Me rompía la cabeza tratando de recordar. ¡Si no tuviera a mi lado una voz de mujer ya estaría en casa!

—Los hombres fuertes como tú siempre acaban lo que empiezan —ha dicho varias veces la señorita Fabiola con su voz de mujer. Seguimos sin hacerle caso, pero nos hemos acostumbrado a ella. ¿Por qué me he acostumbrado yo también a ella? Ni es del tranvía ni es del sindicato. Sé que tampoco es una espía de la marquesa. ¡Si, al menos, no tuviera voz de mujer! Hemos pasado la noche sentados el uno junto al otro.

Eran los ojos de la señorita Fabiola los que me hacían contar cosas que ni siquiera recordaba, que las iba recordando a medida que las decía. Fue como si alguien dentro de ella me vigilara. ¡Dios, si fuera un hombre!…, pero tiene voz de mujer. ¿Por qué pienso que éste no es sitio para una mujer si los hombres no hacen nada para echarla y yo mismo me dejo vigilar por ella? No parece tener sueño. Sus ojos no me sueltan y sería gracioso que fuera la única a la que le interesara la huelga. Pero esto tampoco me atrevo a pensarlo.

—¿Es verdad, Roque, que en menos de diez años de matrimonio has tenido siete hijos? —dice de pronto la señorita Fabiola.

Se abre la puerta y entra Imanol Gorrea. Ve lo que hay dentro y la cierra muy despacio.

—¿Qué pasa? —dice.

Imanol Gorrea es el encargado de baldear los coches por fuera antes de que entren en servicio.

—Hoy, descanso, porque estamos en huelga —digo, asomando la cabeza por una ventanilla.

—¿Huelga? —dice Imanol Gorrea.

—¡Huelga, sí, huelga! ¿Sabes lo que es una huelga? —dice Antón Basurto dejando el rincón donde echaba una cabezada.

—¡Claro que sé lo que es una huelga! —dice Imanol Gorrea.

—No has estado en ninguna, no puedes saberlo. Ahora aprenderás —dice Antón Basurto.

Imanol Gorrea se ha parado en medio de la cochera, mirando a su alrededor, a todos los que empiezan a moverse, mirándome a mí, que bajo del tranvía con algún otro y con la señorita Fabiola detrás.

—Por la cara que os veo habéis pasado aquí la noche. ¿Os han echado de la cama las mujeres? —dice.

—Estamos en huelga —dice Martico.

—Mientras no me manchéis los tranvías… —dice Imanol Gorrea.

Va al rincón donde tiene los cubos, las escobas y el jabón y viene con sus trastos.

—¿Ves como no sabes lo que es una huelga? —dice Antón Basurto.

—Los tranvías tienen que salir limpios a la calle —dice Imanol Gorrea.

—¿Ves como no sabes lo que es una huelga? —dice Antón Basurto.

Luego aparecen Andolin Picavea, Iñaki Foruria y Bartolo Lubelza, y éste dice: «¿Hay romería, o qué?».

—Hay huelga —dice Imanol Gorrea.

Andolin Picavea mira a Bikendi Aberasturi porque es su ayudante.

—Si hay huelga, volveré a casa a sallar los maíces —dice.

—Tú, quieto parao —dice Bikendi Aberasturi.

Iñaki Foruria es conductor y Bartolo Lubelza también, como yo. Se me acercan y subo al pescante de un coche.

—El sindicato ha pedido un real de más y media hora de menos y la marquesa ha dicho que no. Las huelgas son para estas ocasiones —digo.

—¿El sindicato? ¿Qué sindicato? —dice Bartolo Lubelza.

Hago señas con las manos para que Martín Larreko, Deunoro Etxe, Martico, Antón Basurto, Lander Bukua y Bertol Sangroniz se agrupen frente a la proa del tranvía, a mis pies.

—Yo y éstos somos el sindicato —digo.

—¿Y qué? —dice Bartolo Lubelza.

—¡Y qué! ¡Y qué! ¡Que había que subir el jornal y bajar la jornada! —dice Bikendi Aberasturi.

—¡Ya tengo lengua, no necesito que ningún sindicato hable por mí! ¿Qué le ha dicho la marquesa al sindicato?… ¡que no! ¿Para eso necesito yo un sindicato? —dice Bartolo Lubelza.

—Los del otro lado de la ría tienen sindicato y hacen huelgas y los patronos les dan lo que piden o algo parecido. Pregúntaselo a Roque, él sabe bien —dice Bikendi Aberasturi.

—A ésos no les importa armar cristos porque son de fuera. ¿A que no los armaban en su tierra? —dice Bartolo Lubelza.

—¿Tú qué dices, Roque? —dice Iñaki Foruria.

—¡Yo qué sé si los armaban! —digo.

Oigo roce de telas a mi lado. Es la señorita Fabiola. ¿Cuándo ha subido al pescante?

—¿Estás cansado, Roque? —dice.

—¿Eh? —digo.

—Creo que esta gente te está mareando —dice la señorita Fabiola.

—¿Mareando? —digo.

—Los de aquí no queremos guerras. Yo no puedo pedir nada a doña Cristina, pensaría que no estoy a gusto en su Compañía. Le faltaría al respeto —dice Bartolo Lubelza.

—Yo tampoco —dice Imanol Gorrea.

—Bartolo está haciendo méritos de la leche para que le suban a encargado —dice Lander Bukua.

—Cuidado con tu lengua. Sólo digo lo que pienso —dice Bartolo Lubelza.

—Doña Cristina ha puesto aquí una paloma mensajera que le contará todo —dice Lander Bukua.

Miro a la señorita Fabiola y veo que no se está enterando de nada de lo que pasa. No tiene que mirarme porque ya me estaba mirando.

—Esa señorita no tiene por qué estar aquí asustando a la gente —dice Lander Bukua.

—Sí, que se marche —dice Santio Ganesoro.

Miro otra vez a la señorita Fabiola.

—No es una espía —digo.

—¿Por qué ha venido a las cocheras? —dice Bertol Sangroniz.

—No sé, quería venir —digo.

—Roque, pregúntale tú a qué ha venido —dice Lander Bukua.

—¿Por qué no se lo preguntas tú? —digo.

—¿Me das tu permiso para preguntárselo? —dice Lander Bukua.

Oigo alguna risa.

—¿Permiso? —digo.

—¿Se refieren ustedes a mí? —dice la señorita Fabiola.

—De momento, usted es la única señorita que tenemos aquí —dice Lander Bukua.

Oigo más risas.

—Nunca había estado en estas cocheras, nunca me había preguntado dónde se guardarían los tranvías. ¡Pero hacía una noche tan maravillosa, tan distinta…! Nunca imaginé que Roque me traería algún día —dice la señorita Fabiola.

—¿Traerla? —digo.

—¿Traerla? —dice Bartolo Zubelza.

Oigo risas.

—No sé lo que pasa hoy aquí ni me importa, pero que salga todo el mundo de los coches para limpiarlos —dice Austiñe Icazarre.

Acaba de llegar. Se quita el chaquetón azul de marino, coge sus trastos de limpiar, sube al tranvía en el que estamos yo, la señorita Fabiola y Martico y nos baja a los tres a escobazos.

—Hoy no se trabaja, Austiñe. Estamos en huelga —dice Santio Ganesoro.

—Calla, calla… —dice Austiñe Icazarre.

—Hoy no salen los tranvías, así que no se canse —dice Lander Bukua.

—Los tranvías siempre salen, incluso cuando se muere un Papa —dice Austiñe Icazarre.

—¡Bien dicho! —dice Iñaki Foruria.

—A lo nuestro, Austiñe —dice Imanol Gorrea, baldeando por fuera los cristales de un coche.

—Roque, tienes que hablar a la gente —dice Antón Basurto.

—¿Por qué no lo dejamos para el uno de mayo del año que viene? —digo.

—¿Dejarlo para el año que viene? ¿Estás loco? —dice Lander Bukua.

—Háblales, Roque, tú sabes qué decirles —dice Bikendi Aberasturi.

—¿Para qué, si no, estamos aquí? —dice Martico.

—Los empleados de la Compañía del Tranvía pedimos un real más y media hora menos y hacemos huelga para que nos lo den —digo.

—¿Y qué más? Eso ya lo has dicho antes —dice Iñaki Foruria.

—No trabajaremos ni mecánicos ni limpiadores ni cobradores ni conductores hasta que nos den un real más y media hora menos, y los tranvías se quedarán aquí dentro y la gente tendrá que ir andando —digo.

—Yo no quiero que la madre vaya andando a vender la vendeja a Portugalete —dice Andolin Picavea.

—Pues que también haga huelga con nosotros —digo.

—Ella no es de la Compañía del Tranvía —dice Andolin Picavea.

—No le podemos hacer eso a la marquesa. Sería traición. La marquesa nos trata bien por navidades, siempre nos regala un queso —dice Iñaki Foruria.

—Hablas así porque está aquí su hija —dice Lander Bukua.

—¡Es la primera vez en trece años que entra una mujer en estas cocheras! —dice Austiñe Icazarre.

—¿Y qué eres tú? —dice Santio Ganesoro.

Se oyen risas.

—Es la hija de doña Cristina —dice Bikendi Aberasturi.

—¡Como si es la hija del Papa! Es un escándalo ver de noche a una mujer entre tanto hombre. Señorita, será mejor que se marche o nos comprometerá a todos —dice Austiñe Icazarre.

—Qué tontería —dice la señorita Fabiola.

—Yo digo muchas tonterías, señorita, pero esto no es una tontería. Ya oirá mañana las lenguas del pueblo —dice Austiñe Icazarre.

—Estamos aquí para hacer cosas serias —digo.

—¿También ella está aquí para hacer cosas serias? —dice Austiñe Icazarre.

¿Por qué nadie le pregunta a la señorita Fabiola para qué está aquí? La tengo a mi lado y, de pronto, me dice:

—Debes hablar, Roque. No lo dejes para el año que viene.

La miro y me sonríe. Vuelvo la cara y la dejo de mirar. Imanol Gorrea ha terminado con un coche y empieza a baldear el segundo.

—Los trabajadores debemos abrir los ojos para ver que trabajamos por una miseria para unos patronos que se llevan la tajada mayor —digo.

—¡Eso! —dice Santio Ganesoro.

—¿Lo habéis oído bien? —dice Lander Bukua.

—¡Los únicos que se quejan de su trabajo son los vagos como mi marido! ¡Al trabajo no hay que atacarle con huelgas sino con trabajo! —dice Austiñe Icazarre.

—Dios quiere más a los pobres —dice Iñaki Foruria.

—La solución de los pobres no son las huelgas sino las Américas —dice Bartolo Lubelza.

Bartolo Lubelza e Iñaki Foruria han ido a coger los mandos de sus coches y ya están en sus plataformas montándolos.

—Si no nos unimos nunca haremos nada. Los del otro lado repetían una y otra vez que si los explotados se unían harían temblar a los explotadores —digo.

—Los vascos no queremos guerra sino paz —dice Imanol Gorrea sin parar de limpiar.

Se abre la puerta y entra Damas Elorriaga, el encargado. Nos mira uno a uno y después cierra la puerta de un portazo.

—¿Qué hace aquí tanta gente? ¡Fuera todos los que no sean de la Compañía! —dice.

—Somos del sindicato de Roque y hemos venido a sacarles a éstos a la huelga —dice Lander Bukua.

—¡Ni huelgas ni huelgos! ¡A trabajar! ¡Vamos, vamos, que los tranvías ya tenían que estar en la calle! ¡Santio, Bikendi, moveos! ¡Aire, aire! —dice Damas Elorriaga yendo de un lado a otro. Se para frente a la señorita Fabiola y la mira.

—Aún no he acabado —digo.

—Acabado… ¿el qué? —dice Damas Elorriaga sin dejar de mirar a la señorita Fabiola.

—El mitin —digo.

—¿El mitin? —dice Damas Elorriaga sin dejar de mirar a la señorita Fabiola.

—Los esclavos tenemos que hacer una huelga de vez en cuando —digo.

—¿Quién la ha traído aquí, señorita? —dice Damas Elorriaga.

—Yo me he traído sola —dice la señorita Fabiola riendo.

—No son horas para andar fuera de casa. ¿Ya lo sabe su madre? —dice Damas Elorriaga.

—Con una huelga nos darían lo que pedimos —digo.

—La Compañía del Tranvía es como si fuera mi casa, ¿no? —dice la señorita Fabiola riendo.

—¿Qué hablas tú de huelga cuando aún no han salido los coches a la calle? —dice Damas Elorriaga.

—No es justo que le interrumpa —dice la señorita Fabiola.

—¿Y dejar que me revolucione al personal? Mi deber es sacar los tranvías a la calle… Los que no sean de la Compañía… ¡fuera!…, y que no os vea más por aquí. Los demás, ¡a trabajar! A mí con huelgas… —dice Damas Elorriaga.

—No has acabado —me dice la señorita Fabiola.

Bueno, ya he cumplido. Ni el más loco del otro lado me pediría más.

—¡Fuera, fuera, no estorbéis a mi gente! —dice Damas Elorriaga.

Martín Larreko, Deunoro Etxe, Martico, Antón Basurto, Lander Bukua y Bertol Sangroniz me miran y van hacia la puerta, y yo hago lo mismo.

—¿Por qué no sigues hablando, Roque? —dice la señorita Fabiola.

Los del sindicato nos juntamos en la puerta y nos miramos.

—¿Por qué no sigues hablando, Roque? —dice la señorita Fabiola.

—¿Por qué no se calla?, ¿por qué no se calla? ¿Qué le importa a usted todo esto? —digo.

—Ella ha vuelto a ganar —dice la señorita Fabiola llegando a mi lado.

—Hemos perdido la huelga —dice Bertol Sangroniz.

—Estamos aprendiendo. El año que viene saldrá mejor —digo.

—¿El año que viene? —dice Lander Bukua.

—¿El año que viene? —dice la señorita Fabiola.

Salimos todos y cerramos la puerta. El día ya ha arrancado. Yo estoy aquí fuera porque hoy libro.

—Los tranvías tenían que estar ya rodando, ¿no? —dice la señorita Fabiola.

—Sí, hace media hora —digo.

—¡Pues ha habido una huelga de media hora! —dice la señorita Fabiola.

Ahora nos quedamos solos ella y yo.

—Después de haber tenido siete hijos aún te quedan fuerzas para luchar por lo que nadie lucha —dice.

Gruño algo sin abrir la boca, me doy la vuelta y me voy.