—Andrea no tardará en bajar —oigo a Martxel.
Estamos en el cañaveral de Altubena.
—No puede bajar porque no sabe que has vuelto —digo.
—Ella tiene que saber que estoy en nuestro cañaveral. Siempre lo ha sabido —asegura Martxel.
—¿Cómo lo va a saber si no sabe que has vuelto? Yo sí sé que has vuelto.
Toco la camisa arremangada de Martxel y me gustaría tocar su brazo, su carne.
—Martxel —susurro.
—¿Qué? —pregunta Martxel.
—Martxel —susurro.
Yo soy el único que sabe que ha vuelto, aunque ni siquiera a mí me avisó de cuándo llegaba su barco. Hace un par de horas alguien arrojó piedrecillas a los cristales de mi dormitorio y me asomé y era él. Bajé, crucé el jardín y… «¿Adónde vas, Jaso?», me llegó la voz de la bruja. Ni volví la cabeza. Ya en la carretera, me metí en el bosque de enfrente y esperé, temiendo haber visto a Martxel sólo en sueños. Luego caminé en arco para acercarme a casa por la fachada lateral, la de mi ventana. Miré entre los matorrales. Nada. Habría llamado muy bajito «Martxel, Martxel…», pero era de tontos hacerlo si Martxel no estaba, pues si estaba ya tenía que haberme visto. Así que no estaba y yo tenía que seguir esperándolo y no podría contarle lo mucho que tengo que contarle.
—Nuestra tierra huele a sangre ultrajada —oí a Martxel. Era su voz. Pero las voces también pertenecen a los sueños.
Dije «¡Maldita sea!», y deseé que Martxel me hubiera oído y di una patada contra el suelo y oí a Martxel:
—¿Así tratas a tu hermano?
Miré hacia abajo porque mi pie no había tocado el suelo sino algo más blando. Martxel estaba tendido largo y boca abajo. Apartaba yerbas con las manos y metía las narices en el hueco.
—Éste soy yo —dijo Martxel—. Nuestra tierra nunca pierde su olor. Nuestra tierra y yo somos uno.
—¡Martxel! —exclamé.
Se puso en pie y su mano frotó mi pelo y luego lo olió.
—Es el mismo olor que la tierra —dijo.
—¡Martxel! —exclamé.
—Siempre a tu lado y hasta hoy no supe que tu pelo huele como nuestra tierra —dijo.
Y aún no me había mirado a los ojos.
—¡Martxel! —exclamé. Le tomé las manos—. ¡Martxel!
—¿Qué te pasa? Parece que estás viendo a un fantasma —dijo.
—¡Estás aquí, te puedo tocar, no estoy soñando! —exclamé.
—No sé por qué lloras por mí, pero si lloras por mí es que lloras por nuestra tierra —dijo Martxel—. ¿Por qué lloras, Jaso?
—¡Oh, perdóname, Martxel! Te juro que tu carta me enseñó a no llorar. Ya no lloro… ¡te lo juro! ¡Jaso no es el mismo Jaso que dejaste! ¿Quieres que te cuente todo lo que no sabes que ha hecho de bueno tu hermano Jaso desde que te fuiste? —le pregunté.
Entonces me miró por primera vez. No sé lo que vi en sus ojos. Solté sus manos y retrocedí.
—Puedes llorar. Siempre te he conocido llorando o a punto de llorar, y no quiero que cambies, porque ocurren cosas tristes… ¿Por qué no viene Andrea? Hoy es domingo —dijo Martxel.
—No puede venir porque no sabe que has vuelto. ¿O ya se lo has dicho? —dije. Me miró y retrocedí otro paso.
—Decirle… ¿qué? —preguntó.
—Si no se lo has dicho no te quejes de que no venga —dije.
—Decirle… ¿qué? —peguntó.
—Que has vuelto —dije.
—He vuelto porque es domingo —dijo.
Estamos en el cañaveral de Altubena y tengo mi mano casi sobre la carne del brazo de Martxel. Estamos en la cabaña de paredes de cañas que nadie ha pisado en seis años. No parece la misma cabaña de antes. Sus paredes están ahora tan cerradas que no parecen paredes sino cañaveral. Martxel, Andrea y yo construimos la cabaña y la cuidábamos, tapando con cañas los huecos entre las cañas, cortando las que se metían en el interior y nos cortaban las manos, aplastando las púas del suelo hasta dejar una alfombra de yerba. Martxel quería que nuestra cabaña fuera la mejor. Luchábamos día a día contra el cañaveral que no cesaba de crecer. Ahora, después de seis años de abandono, es casi como si no hubiera cabaña y todo fuera cañaveral.
—Andrea nunca ha tardado tanto —dice Martxel.
No sé si quiero tocar la carne del brazo de Martxel.
—Andrea no puede venir porque no sabe que has vuelto —digo.
No quiero chocar con su mirada, pero él ahora busca la mía y yo no la escondo, porque quiero saber qué le pasa a Martxel.
—Andrea siempre sabe cuándo estoy en nuestro cañaveral —dice.
—Pero hoy no es lo mismo —digo.
—¿Por qué hoy no es lo mismo? —dice Martxel.
Me lanza esa mirada nueva que no me gusta.
—¡No me mires así, no tengo la culpa de que hoy no sea lo mismo! —grito.
—Sé por qué hoy no es lo mismo —dice Martxel. Empieza a andar por la cabaña pegado a las paredes, haciendo resbalar un palo por las cañas, y el ruido de carraca convierte en atronador el regreso de Martxel. Aún no hemos vivido el gran reencuentro con el que sueño desde hace seis años, pero no por ello debo olvidar que Martxel ha vuelto. ¿Qué es lo que ocurre?—. ¡Maldita sea! —dice Martxel—. ¿Quién se lo ha dicho si yo no se lo he dicho a nadie?
—Te equivocas, Andrea no sabe que has vuelto, por eso no está aquí —digo.
—Hoy le iba a anunciar que nos casamos. ¿Cómo lo ha sabido? —dice Martxel.
Me tapo los oídos con las manos.
—¿Qué te pasa, Jaso? —pregunta Martxel.
No puedo mirarle. Al menos, que no diga eso otra vez. Da vueltas y vueltas por la cabaña, ahora sin el palo, sólo arrastrando su hombro por las cañas, girando su cabeza para no dejar de mirarme ni un segundo.
—No te preocupes por mí, Jaso. Soy feliz. Ahora ya sé por qué Andrea no viene. ¿Cómo demonios ha apinado mi pensamiento? ¿Qué importa cómo? Me gusta que lo haya apinado. Soy feliz, Jaso. No sufras tú tampoco —dice Martxel.
—No sufro. Soy fuerte, como tú querías. Voy con aita a cazar a África y he cazado más leones que tú tigres en Ceilán. Es una de las muchas cosas que te tengo que contar, Martxel. Aita me dice: «He recuperado a mi hijo Jaso, de la noche a la mañana tus músculos se han hecho de acero y tu alma de hierro. Jaso, entre tú y yo enseñaremos a esos herreros traficantes de cuello duro cómo se deben hacer las cosas». Tú venciste a ama y yo también la he vencido, y aita lo sabe y me dice que soy más fuerte que él y que casi soy el hombre de la casa y que le sucederé en todos sus despachos porque tengo madera de triunfador —digo, y no sé cómo seguir, por lo mucho atrasado que tengo para contarle a Martxel, se me amontona en la boca, y es que las cosas deben hacerse por orden y todavía Martxel y yo no hemos vivido el gran reencuentro al cabo de seis años de espera—. Martxel —digo. No sé si no quiero tocar la carne de su brazo—, Martxel —digo.
—En cuanto venga Andrea, todo se arreglará —dice Martxel—. Sabe que estoy aquí porque es domingo.
Se ha sentado en el suelo para pensar mejor en ella. Como lo hacía antes. Y yo también, como antes, me siento junto a él.
—Martxel —digo—, Martxel.
—La verdad es que no sé por qué no viene —dice Martxel—. Si tarda un poco más subiré a buscarla y… ¡Claro, es lo que está esperando de mí! ¿Cómo no caí en ello? ¡Ha apinado mi pensamiento y con su ausencia me está diciendo que suba a Altubena a hablar con los suyos!
Me arrastro sobre la yerba hasta el otro extremo de la cabaña, lejos de él. Sus dedos golpean las cañas de la pared como si contara los segundos que faltan para ir a Altubena.
—Tengo que decirte algo —digo.
—¿Qué te pasa, Jaso? ¿Por quién estás sufriendo ahora? Guarda todo tu sufrimiento para nuestra tierra —dice Martxel.
—Una de las cosas que te tengo que decir es que ya no sufro por nada —digo.
—Nuestro pueblo no cesa de reclamar nuestro sufrimiento. ¿Para qué, si no, crees que hemos sido puestos aquí? —dice Martxel.
¡Oh, Dios!, todo es porque no lo estamos haciendo por orden. Nos hemos olvidado de celebrar como se debe nuestro reencuentro. Tenía que haber sido lo primero. Todo ha de llevar su tiempo y su orden. Las cosas han de ir unas detrás de las otras. Si hoy no fuera domingo y Martxel pudiera pensar en otra cosa que no sea su cita con Andrea, se acordaría de que hoy nos hemos reencontrado y…, bueno, nos… nos… abrazaríamos. Y yo tocaría su carne.
—Martxel —digo.
Nos separa el ancho de la cabaña. No comprendo por qué me mira y luego se queda quieto. Si me mira es porque se acuerda de mí. Aunque piensa en su cita con Andrea, puede darse cuenta de que estoy con él en la cabaña, y si él fuera capaz de abrir bien los ojos (como antes, cuando en las bajamares era quien veía el primero las eskarras en sus cuevas, o cuando comprendió enseguida, mucho antes que yo, que si Andrea no quería verle era porque la bruja había hablado con quien tenía que hablar para separarlos para siempre), si fuera capaz de abrir bien los ojos, sabría que él y yo aún no hemos celebrado su regreso y que le correspondía preguntarme si ha ocurrido algo importante en su ausencia y yo entonces le podría decir lo que le impediría visitar Altubena.
—Tendremos que empezar a mover los pies —dice.
Pero no se levanta. Le miro y no sé lo que está pensando. Su expresión es de felicidad. El sí que parece saber lo que está ocurriendo. Lo único que no sabe es que aún no hemos celebrado debidamente nuestro reencuentro.
—Tengo algo que decirte, Martxel —digo.
—Pero no me lo digas con esa cara —dice.
Todo sería más fácil si, al menos, le apinara que sabe que tenemos pendiente nuestro reencuentro, por algún gesto, alguna señal, alguna mirada especial que me dirigiera de vez en cuando. Pido mucho menos que un abrazo de reencuentro, sólo saber que sabe que lo tenemos pendiente.
Se levanta.
—Espera, Martxel… Tengo que decirte una cosa… Tengo que decirte dos cosas —digo.
Vigilo su expresión, pero nada en él me ayuda.
—¿Qué te pasa, Jaso? No es más que una visita que teníamos que hacer un día u otro —dice Martxel.
Echa a andar.
—¡No! —grito.
—Andrea me está esperando —dice Martxel.
Ha salido de la cabaña y está bordeando el cañaveral. Silba por lo bajo. Me hace señas con la mano para que le siga. ¿Por qué él no lo sabe si yo lo sé?
—¡Dios mío, Martxel! —grito.
—¿Qué te pasa, Jaso? —dice Martxel.
Pienso: «Se lo diré si se para. Le diré las dos cosas». Pero sus piernas no dejan de moverse, y yo le sigo a duras penas. Ahora ya tenemos el cañaveral a nuestra espalda, y al siguiente paso ya estamos en el sendero que conduce a Altubena, en lo alto. El maizal que atravesamos es tan alto como nosotros y es posible que los Altube aún no nos hayan visto, y si yo agarrara a Martxel de su chaqueta podría obligarle a detenerse y le hablaría y después de oírme lo único que él haría sería desandar el camino y ya no me importaría quedarnos en la cabaña hasta el fin del mundo.
—¡Espera, Martxel, espera! —digo.
—Calla, que ya estoy viendo a nuestra nueva familia —dice Martxel.
Deja el maizal y pisa el portalón de Altubena. Yo me escondo.
—Buenos días —oigo a Martxel.
Aún es tiempo. Que no pronuncie una palabra más. Que huya de aquí.
—¿Dónde estás, Jaso? Ven —dice Martxel.
Salgo, pero me da miedo ponerme a su lado. Allí están Zenon Altube y Juan Altube, su hijo, como esperándonos.
—Lo comprendo, no debe estar presente la novia —dice Martxel.
Debo gritarles a Zenon y a Juan que se tapen los oídos. ¿Es que no sospechan a qué ha venido Martxel? ¡Por Dios, tápense los oídos, que va a hablar!
—He venido a pedirles la mano de Andrea —dice Martxel.
Ni ellos ni yo nos hemos tapado los oídos. No es lo mismo saber lo que va a decir Martxel que oírlo. Creo que he gritado «¿Qué?» porque Zenon y Juan, en vez de mirar a Martxel, me miran a mí.
—¿Qué te pasa, Jaso? —dice Martxel, y viene a mí y me sostiene, y yo aprovecho para decirle por lo bajo: «Marchémonos. Te hago una carrera hasta la plaza. ¡Marchémonos de aquí! ¡Yo no te lo he dicho, pero ellos sí te lo dirán!». Pero Martxel vuelve la cabeza hacia ellos.
—Les he pedido la mano de Andrea. ¿Es que no me van a contestar? —dice Martxel. Su brazo derecho no me abandona, y es con su mano izquierda con la que se mesa los cabellos—. Creo, Jaso, que no hemos hecho bien las cosas. Nos hemos saltado la costumbre. Nos tenían que haber acompañado aita o ama, o los dos. Pero yo soy quien se casa con Andrea, y esta visita podrían tomarla ustedes como un simple adelanto de…
—Andrea lleva un año casada —dice Juan.
—Andrea y yo llevamos toda la vida medio casados —dice Martxel.
—¡Sácala, que la vea! —dice Zenon, y se lo dice a Juan y éste entra en el caserío y sale empujando a Andrea, que lleva en brazos a una niña de meses y su vientre anuncia otro hijo. No me atrevo a mirar a Martxel. Detrás de Andrea han salido su cuñada Mari Benita y la abuela Bixenta. Andrea está llorando. Sujeto a Martxel con las dos manos por si se cae.
—Andrea —dice Martxel—, Andrea —dice Martxel, y empieza a moverse hacia ella, y pierdo su brazo y es como perderle a él, pues sé que Martxel se va a morir. Ya no hace falta que nadie le diga la verdad y me siento libre de ese deber de hermano. Ya no puedo hacer nada por Martxel porque se va a morir. Pronuncia el nombre de Andrea en ese tono celestial que emplean los moribundos al despedirse. A la maldita bruja le ha salido redonda su maquinación. El pobre Martxel se morirá ahora mismo, y si no se muere se irá para morirse lejos, pero esta vez yo iré con él al fin del mundo y moriremos juntos. Se ha parado ante Andrea y no sé cómo puede seguir sosteniéndose él solo. Me empapo de su espalda aún viva, y, por lo menos, Andrea llora, y ahora las manos de Martxel se apoyan en sus hombros, y ahora la abraza, cuidando de no aplastar ni su vientre ni a la niña que lleva en brazos.
—¿Qué…? ¿Qué…? —grita la abuela Bixenta, separando a Martxel de Andrea—. ¡Por Jaungoikoa!
—Perdóneme. De pronto ha sido como si no la hubiera visto en años. Pero como mañana mismo volveré con ama a pedir su mano… —dice Martxel.
—¿Por qué no lo coge y se lo lleva de aquí? —dice Juan. Choco con su mirada y así descubro que me lo está diciendo a mí. Me cuesta mover los pies hacia Martxel, pero cuando pongo una mano en su brazo y le digo que debemos irnos, sé que tenía que haberlo hecho antes. Pero antes Martxel no lo sabía.
—Vámonos —digo.
—Tienes razón, Jaso. Lo he hecho mal y debo retirarme avergonzado. ¿Por qué no me advertiste que me precipitaba? He violado nuestras viejas y santas costumbres. En adelante, me dejaré guiar por tu buen juicio. ¿Era esto lo que me querías decir? ¿Por qué no acabas de decírmelo cuando me quieres decir algo? —dice Martxel.
Llega de nuevo ante Andrea y la toma por segunda vez de los hombros. Todos los Altube del portalón se quedan como estatuas, porque saben que es su última despedida de los vivos antes de morirse.
—Volveré —dice Martxel a Andrea.
Andrea llora sabiendo que Martxel no volverá porque se va a morir.
—Volveré con ama —dice Martxel a Andrea. No sabe lo que dice. ¡Pobre Martxel! Se aleja caminando hacia atrás, por no dejar de mirar a Andrea, y finalmente queda frente a la abuela Bixenta y se disculpa sin apenas voz.
—No te merecías esto, Martxel —le digo—. Siempre es doloroso que a uno le traten así, pero es terrible si viene de gente de la propia tierra, empezando por la propia madre de uno… Lo soportarás, ¿verdad, Martxel? Eres fuerte. Creo que yo también lo soportaría. Porque ahora también soy fuerte. Tu carta me hizo fuerte. Aita me lleva a África a cazar leones. Al maldito bastardo le arreo todos los años una paliza de muerte. Soy capitán del mayor barco de la Naviera Cantábrica de nuestro padre. La bruja ya no se atreve a enfrentarse conmigo. Casi yo solo abatí a las veintiocho bestias sanguinarias que aterrorizaron a Getxo hace tres años… Tienes un hermanito de cuidado, ¿eh, Martxel?… Nunca dejaré de estar a tu lado y así no te morirás. Podrás apoyarte en mí. No llores por Andrea. Tanto ella como la bruja son dignas de lástima, pertenecen a esta débil y ruin tierra que nos vio nacer y que tú y yo hemos repudiado. Resiste, Martxel. No te mueras, Martxel…
—¿De qué me estás hablando, Jaso? ¿Quién es la bruja? —dice Martxel.
La bruja grita: «¡Martxel, Martxel, hijo mío!» y corre hacia él y lo abraza. Es una escena repugnante. Martxel parece asombrado, se deja, y me dan ganas de decirle: «¡Apártala de ti!». Yo sabía que la bruja se precipitaría a cumplir con su papel en cuanto viera a Martxel, pero me ha sido imposible evitar que le viera, porque de pronto me vi caminando junto a Martxel hacia casa, como si fuera posible que no se encontrara con su familia. Tampoco miraba a un lado y a otro, no buscaba las cosas que no había visto en tantos años de ausencia. Yo no sabía qué decirle. No entendía por qué pasaba indiferente ante personas y cosas, como si las hubiera visto poco antes. Algunos le reconocían y saludaban y le miraban como esperando algo más de él.
«Creo que la hija que Andrea llevaba en brazos se llama Koleta», no me atreví a decirle. «Andrea está en su segundo embarazo, como pudiste ver», tampoco me atreví a decirle.
Y todo ello sin olvidar que nos dirigíamos a casa y sin atreverme a preguntarle por qué su expresión no era como la de los que regresan a su tierra después de muchos años de ausencia.
—No estoy enfermo —dijo Martxel, sonriéndome.
—¿A qué viene eso? —dije.
—Me pides que no me muera —dijo él, sin dejar de sonreírme.
Perdí la gran ocasión de decir lo que no me atrevía, porque sí que fue la ocasión de decirle: «Regresaste a tu tierra, pero has perdido a Andrea para siempre. ¿Podrás resistirlo?, ¿qué será de ti ahora?, ¿sientes que te vas a morir?». Sin embargo, unos pasos más adelante ya no estuve tan seguro de ello. ¿Por qué sonreía?, ¿qué significaba su sonrisa?, ¿buscaba tranquilizarme?
—Demos la vuelta —dije.
—Estamos ya en casa —dijo Martxel.
—Por favor, demos la vuelta —dije.
Allí estaba Ella, en su terraza, vigilando nuestra llegada. Martxel no miró hacia la otra casa ni una sola vez. Ella estaba bajo la gran sombrilla blanca que da sombra a la mesa y a las sillas de hierro, también blancas. Nos miró descaradamente, pero, al mismo tiempo, como si le diera igual el mirarnos o no.
—Bienvenido, señorito Moisés —dijo el jardinero.
—Bienvenido, señorito Moisés —dijo el mayordomo.
—Bienvenido, señorito Moisés —dijo un criado.
—Bienvenido, señorito Moisés —dijo una doncella.
Yo lo habría podido resistir si Martxel no hubiera saludado a la servidumbre con el mismo gesto que cuando lo teníamos en casa, levantando a medias su mano semiabierta. Y ahora hizo lo mismo, sin añadir nada, pues hasta su sonrisa había desaparecido; sólo la mano, y los criados esperaban algo más de él, no porque el gesto de la mano les pareciera poco sino porque así era también su saludo cuando les veía a diario. Pero ahora ellos sabían que llevaba seis años sin verles.
Martxel se ha dejado llevar al salón por la bruja y yo les he seguido. Ella lo ha sentado a su lado en el pán y le toca por todas partes, como si temiera que le faltara alguna pieza. Yo he respetado a Martxel desde que lo vi esta mañana, y ella no lo respeta. Ahora los tengo delante, ellos sentados y yo de pie. La bruja no respeta a Martxel. Le habla y le habla, le censura el que abandonara a la familia sin despedirse siquiera, el que ni su propia madre supiera apenas de él en tanto tiempo. No lo respeta, porque Martxel no quiere que le hablen de eso. Yo no le hablé.
—Andrea Altube se casó al poco de tu marcha —suelta la bruja.
¡Maldita! ¿Por qué no respeta a Martxel?
—Es una buena chica —añade la bruja—, limpia y trabajadora y bastante mona, pero no te habría hecho feliz. El amor no lo es todo, hijo. Además, ¿la querías tanto como creías? El enamoramiento pasa y habrían aparecido vuestras diferencias. Sí, Martxel, el amor pasa, yo te lo digo. Hay que contar con las diferencias naturales entre dos personas que proceden de distintos…
¡Maldita!, ¿no lees en su cara que no quiere que le hables de eso? Dios mío, su cara. ¿Qué está diciendo realmente su cara? Martxel. Martxel.
—¿Tienes hambre?, ¿quieres tomar algo? —pregunta la bruja derritiéndose de solicitud.
—No, no —dice Martxel.
—Llevarás demasiadas horas sin probar bocado por la emoción del regreso… ¡Oh, Martxel, siento que he recuperado a mi hijo!… ¿De dónde has sacado estas ropas que llevas?
No me había fijado en ellas hasta ahora. Con lo raras que son y no me había fijado en ellas. No se parecen en nada a nuestras ropas. Una especie de sábana blanca envuelve sus hombros y le cae hasta media pierna dejando ver unos pantalones viejos. Qué ropas y yo sin verlas.
—Estás moreno, pero no es como nuestro moreno. El que traes de fuera es sucio —gruñe la bruja—. Nuestro sol te limpiará… ¿De verdad que no quieres tomar nada?, ¿una sopa caliente?, ¿unas morcillas fritas? ¿Te alegra el regreso de Martxel, Jaso? ¿Qué haces ahí parado como un muermo? ¿Por qué no abres la boca?
Martxel no es el mismo. Sé que está pensando en Andrea y, sin embargo, soporta a la bruja. ¿Me está queriendo decir algo Martxel? Oigo los pasos precipitados de Fabi bajando las escaleras. Alguien le ha avisado de quién ha venido.
—¡Martxel! ¡Martxel! —grita Fabi.
Entra en el salón como una tromba y detiene su carrera ante Martxel. Lo mira, sofocada. Martxel no se levanta, sólo la mira desde abajo. La loca de Fabi rodea con sus brazos la cabeza de Martxel y la aplasta contra su cuerpo. Llora y acaricia su pelo.
—Martxel ha regresado con los suyos —dice la bruja.
Fabi me mira, no puede hablar y me llama con la mano. Me acerco y un brazo suyo rodea mi cintura.
—Necesitaba teneros así a los dos —dice—. ¿Te ocurre algo, Martxel?
—Está cansado, sólo eso —dice la bruja—. Cuando descanse, bajaremos los cuatro a la playa, como entonces. Esta familia se salvará si regresa a aquel tiempo. ¡Qué felices fuimos en el pasado!
Ni siquiera al oír esta nueva falsedad de ella retira Martxel su mano de las que se la sujetan.
—Ninguna playa hará olvidar a Martxel su dolor, ni a mí el mío —dice Fabi.
—No puedo respirar —dice Martxel.
La sonrisa de Fabi es triste. Ahora que ella y Martxel están muy juntos me parece verla por primera vez en los últimos años. Su sonrisa es triste y yo apenas lo sabía.
—¿Necesitas algo de mí, Fabi? —le digo. Si aún no se hubiera casado con Román yo podría seguir pasándoles cartas a espaldas de la bruja—. ¿Cómo te puedo ayudar ahora, Fabi?
—Soy feliz. A esta casa ha llegado un hombre —exclama Fabi sin soltar a Martxel—. ¡Mirad cómo reviven las flores moribundas!
El salón está lleno de flores. Lo primero que hace Fabi cada mañana es cortar flores en el jardín y llenar la casa de ellas. No permite que lo hagan las criadas. Levanta el rostro y aspira aire.
—La carne del dolorido Martxel aún puede transmitir a la carne de la dolorida Fabi el escalofrío de la vida —exclama.
—Deja que le veamos los demás —se interpone la bruja apartando a Fabi de Martxel—. Tendrá muchas cosas que contarnos. ¡Qué delgado estás, hijo!
—¿Qué importa el aspecto? —protesta Fabi—. Hay hombres que brillan como dioses y no tienen por dentro ni la llama de un candil.
—Ya está bien —gruñe la bruja.
—¿Qué me queda si ni siquiera puedo reírme de mí misma? —exclama Fabi.
—¿También de eso se me echa la culpa a mí, cuando bien sabes que me opuse con todas mis fuerzas? —berrea la bruja.
—Si disfrutas ensañándote conmigo, adelante —dice Fabi—. No seré yo quien prive a mi propia madre de ese placer.
—Es, simplemente, la verdad —dice la bruja.
—Ya sé que eres perfecta —dice Fabi. Se sienta al otro lado de Martxel y lo estudia de arriba abajo—. En cuanto te cambies de ropa y te afeites seguirás siendo guapo.
—Entre todos le haremos feliz —gruñe la bruja. Es como si se lo disputara a Fabi. Las dos manos de Martxel siguen entre las suyas—. ¿Por qué no te acercas a nosotros, Jaso? Aún podemos ser otra vez una familia.
—Sí, he vuelto a casa —dice Martxel.
—No acabo de creerlo —suspira Fabi—, ¿Cómo es aquella tierra? Por favor, mueve los labios y cuéntanos algo de allí.
—¿Por qué no le dejáis en paz? ¿No veis que está cansado? —creo que grito.
—Haré que preparen su dormitorio, el de siempre —dice la bruja levantándose—. Pero, antes, comerá algo. ¿Qué comías allí, Martxel? Porquerías, estoy segura. ¡Lo mejor es lo de casa! Espero que no nos dejes nunca más.
Me entran ganas de arrastrarla de los pelos. ¡Pobre Martxel! Él también se levanta y queda quieto ante la bruja.
—Quiero pedirte algo —dice Martxel.
—Claro, hijo, lo que quieras —dice la bruja.
¡No, Martxel, no le pidas eso a ella! ¡No, Martxel, por lo que más quieras! ¡Nunca más debemos volver a Altubena! ¡Olvida eso y olvida todo! ¡La verdad estaba en aquella carta hablándome de los tigres y riéndote de cuanto dejaste aquí!
—Quiero pedirte algo —creo que repite Martxel, parado ante la bruja.
¡No, Martxel, no!
La bruja le sonríe, esperando. Es tan zorra que sonríe sabiendo cuál será su cruel respuesta cuando Martxel le pida lo que ya sabe que le va a pedir. Por suerte, él no se arranca a hablar. No puede. ¡Martxel, olvida lo que dejaste aquí! Quizá necesitaba ver a Andrea para olvidarla. Quizá su confusión proceda de que aún le falta poco para olvidarla. Lo saco a empujones del salón y así me lo llevo escaleras arriba. «¿Te has vuelto loco, Jaso?», berrea la bruja. Y Fabi exclama: «¡Un soplo de vida recorre nuestra casa!». Y yo ordeno a la primera criada que se nos cruza: «¡Prepare inmediatamente el baño para mi hermano!».
Meto a Martxel conmigo en su viejo dormitorio y cierro la puerta. «¿Cómo estás?», le pregunto. «No he hablado a ama de Andrea», murmura Martxel. «Desnúdate para que te des un buen baño y te olvides de todo», le medio ordeno. Sin embargo, para que las cosas vayan bien no debe olvidarse de todo, hay cosas que le conviene tener bien presentes, como su larga ausencia de seis años y, especialmente, la maldita razón que le hizo huir. Tampoco debe olvidar que la Andrea que acaba de ver no es la Andrea de hace seis años. Entonces, ¿por qué le estoy pidiendo que lo olvide todo, si él mismo lo olvida? Hasta ahora creía ayudarle respetando sus olvidos. ¿Tendrá razón la bruja al no respetar los olvidos de Martxel? ¡Por Dios, Martxel, dime qué debo hacer para ayudarte! Me mira. Está sentado en el borde de la cama, probando los muelles, los muelles de su cama de toda la vida. ¿Tendré que pedirle que los olvide o que no los olvide?
«Desnúdame», oigo a Martxel, y se pone en pie. «¿Qué?», digo. «Estoy pidiendo a mi hermano que me desnude». De manera que le he oído bien. Martxel me pregunta: «¿Qué te pasa?». Se mueve, viene hacia mí. «Si tú te sabes desnudar, también sabes desnudar a tu hermano. Todos somos iguales», dice. Toma mis manos y las pone sobre sus ropas. «Desnúdame tú. Ellos me desnudaban y me gustaba. ¿A qué esperas?». «¿Quién te desnudaba?», le pregunto. «Ellos», dice. «¿Dónde?», le pregunto. «No sé, quizá en un sueño. Pero aún los siento. Venían, se quedaban, se iban, todos jóvenes y bellos. Me desnudaban y yo a ellos. Nos bañábamos en el gran río. Nos limpiábamos unos a otros los cuerpos. Nos amábamos. Éramos como hermanos». Martxel no ha dejado de mirarme. Me mira, sin dejar de retener mis manos sobre sus ropas. Me mira. Me mira. Mis dedos tiran del borde de la tela, y ahora Martxel dirige mis manos a otras prendas suyas y toco su carne. Y sólo cuando ya no queda ninguna ropa sobre su cuerpo puedo dejar de tocar su carne. «¿Qué te ocurre, Jaso? Contémplame como si yo fuera un niño y tú otro», dice Martxel. Saca sus pies de las prendas caídas en el suelo y viene hacia mí. Desnudo. Su sexo es grande. Lo que mejor recuerdo del Martxel niño es que su sexo también era grande. Empieza a desnudarme. «Martxel, no», digo. Me despoja de todo, incluso se arrodilla para quitarme los zapatos. A mi izquierda está el gran espejo del armario, pero no quiero mirar. Martxel se levanta, retrocede un paso y me mira de la cabeza a los pies. Ahora clava sus ojos en los míos y sonríe. ¿Cuándo he cruzado mis manos sobre mi sexo? Martxel me besa en las mejillas y me llama hermano. «Mi pequeño Jaso, mi infancia», dice, y me acaricia los hombros y el cuello y su mano empieza a descender por mi pecho. «Eres hermoso», dice, «pero estás solo». Es como si su mano me estuviera descubriendo mi propio pecho. «¿Por qué te sube a la cara ese rojo de amapola? Me piertes y me entristeces, Jaso. Huye conmigo a la infancia de los cuerpos». Su mano es una gran gota de fuego resbalando por mi piel. «Andrea y tú sois la misma cosa para mí. Y cuando encontremos a la modelo del cuadro ella será también la misma cosa para mí. Ayer, en el valle de Arrieta, llegamos a creer que ya la teníamos, ¿eh, Jaso?». «¿Ayer?», digo. «La verdad está en el principio», dice Martxel. «Regresemos, Jaso, a la patria». «¿Con la bru…, con ama?», creo que grito. Su mano ha bajado hasta chocar con las mías. «¿No le permites a tu hermano tocar su infancia?», pregunta Martxel.
Estoy tendido boca arriba. Desnudo; lo compruebo. «Hola, Jaso», oigo a Martxel. Su mano acaricia con suavidad mi frente. El y yo estamos en su cama. «Te desmayaste y te puse aquí. Mi pobre Jaso…», dice Martxel. Y: «¿Quieres que llame a ama?». «¿Ama?», exclamo. «Tus labios murmuraban ama, ama, ama…», dice Martxel. «¿La llamarías? ¿Serías capaz de llamarla?», creo que grito. «La necesitamos para que pida a los Altube la mano de Andrea», dice Martxel. ¡Dios mío!, ¿cómo se lo diría yo sin decírselo? Quiero morir. ¿Qué le pido a Martxel, que recuerde o que no recuerde? Martxel, ¿por qué no me ayudas? Lo mejor es acabar con todo esto, morirnos, es seguro que nos vamos a morir. Sin embargo, si Martxel vuelve a ama las cosas pueden seguir siendo como al principio. ¿No habló Martxel de un principio? Quiere recoger las cosas en el punto en que las dejó cuando eran buenas. Toma mi mano y me saca al pasillo. Algunas criadas se meten en un cuarto dando gritos. «Martxel, no», le pido. Martxel marca el paso y siento que avanzamos flotando por el pasillo. Entramos en el cuarto de baño y yo he de cerrar la puerta. Martxel se mete en el agua de la bañera y me hace entrar a mí. Suelta mi mano, coge una esponja y jabón y me los da. «Purifica mi cuerpo», dice. Coge otra esponja y otro jabón y se pone a limpiar mi cuerpo. «Mi patria», dice. «¿A qué esperas, Jaso?». Al otro lado de la puerta está ama golpeando la madera con los nudillos y diciendo: «Que alguien me explique lo que está pasando aquí». «Es ama. No está bien andar desnudos por casa», digo. «Purifícate lavándome», me pide Martxel sin dejar de frotar mi cuerpo con su esponja enjabonada. «¡Martxel, Jaso, no me hagáis esto!», oigo a ama. «¿Verdad que es como cuando éramos niños? Límpiame, purifícame, ¡vamos, vamos!», exclama Martxel. «No me obliguéis a entrar», oigo a ama. «Debimos ir a la playa», dice Martxel. «¡Habladme!», oigo a ama. «¡Fuera!», grita Martxel, pero su expresión es apacible, sólo se preocupa de lavarme bien. «¿Por qué no le hacéis caso a vuestra madre?», oigo a ama, y sus nudillos no dejan de golpear la puerta. «¡Fuera!», exclama Martxel. «No le debes gritar así a ama», digo. «¿Ama?», sonríe Martxel. La puerta no tiene echado el pestillo, ama la podría abrir, pero no la abre. Martxel aparta con la esponja mis manos cruzadas. «No ocultes mi infancia», dice. «Espero que no volváis a corretear desnudos por el pasillo. ¡Qué vergüenza! Ya no tenéis cinco años», oigo a ama. «Es verdad que no tenemos cinco años, Martxel», digo. «La patria no tiene edad», dice Martxel. «No tenemos cinco años, lo ha dicho ama. No tenemos cinco años», digo. «Haré que tú también recobres la infancia, Jaso. Nuestra tierra se lo merece», dice Martxel. Su mano-esponja abrasa mi… mi… Nunca imaginé que otro pudiera conocer así mi… Ni siquiera Martxel, o menos Martxel. «¡Ama, ama, ama!», grito.
Estoy en mi cuarto y ama me está vistiendo. No habla. Sólo llora. No me mira a los ojos. Si no fuera por sus manos que me atienden pensaría que ni siquiera me ve ni sabe que estoy aquí. Empezó por entrar en el cuarto de baño con dos albornoces, echó uno sobre Martxel y me envolvió a mí en el otro y, ya cubierto, me ayudó a meter los brazos en las mangas y anudó el cinturón, y así me sacó al pasillo y me trajo a la alcoba. Martxel se quedó allí. «Ama», digo. No puede hacer más que llorar. A veces, con una mano se quita las lágrimas que no le dejan ver. «Ama, ama», digo, o sólo pienso, porque ama no parece haberme oído. Hasta que tropiezo con sus ojos y, mientras dura el brevísimo encuentro, la oigo murmurar: «Seis años. Seis años». Y otra vez el silencio de sus ojos huidos, como si temiera mirarme por si, de pronto, dejara de verme a su lado.
Martxel se ha quedado en la bañera. Arrojó al suelo el albornoz que le llevó ama y continuó desnudo. Lo arrojó con demasiada violencia. Martxel ha regresado después de seis años y desprecia el albornoz que le ofrece ama. Unas manos suaves me anudan la corbata y me ponen la chaqueta y terminan de vestirme. Unos brazos temblorosos rodean mi cuello y me estrechan contra un cuerpo olvidado. «Ama», digo, o pienso. Es a Martxel a quien ama tendría que abrazar así, pues es él y no yo quien ha regresado después de seis años.
Salimos de la alcoba, ama llevándome del brazo. «Seis años», la oigo murmurar. No busca mis ojos ni mi cara, y es por sus lágrimas, que podrían engañarla impidiéndole ver que estoy con ella. Me llega la tonada que Martxel tararea en su baño, y ama también la estará oyendo, pero sigue avanzando conmigo como si Martxel no hubiera regresado hoy después de seis años. Al pasar frente a la puerta del dormitorio de ama, la abro. Llevaba seis años sin hacerlo. Me asomo, buscando el cuadro de Aurken. Ahí lo veo, colgado sobre el tocador. A mi espalda tengo la respiración entrecortada de ama; es un ronroneo de felicidad, como el de los gatos. Entro y me paro ante el cuadro. Sé que ahora estoy haciendo feliz a ama porque antes la hacía desgraciada al repudiar este cuadro de la neskita.
—Yo misma lo devolveré a tu dormitorio —oigo a ama—. Tenía que ocurrir así, tenía que llegar este día.
Martxel también lo quiere así. Ama y Martxel quieren lo mismo. Pero Martxel despreció con demasiada violencia el albornoz que le ofrecía ama.
—¿Servimos la comida, señora? —oigo a una criada.
—¿Ha llegado don Román? —pregunta ama.
—Sí, señora —contesta la criada.
—Pues ya se puede servir la comida —dice ama—, ¿Adónde vas, hijo?
Ahora se ha atrevido a mirarme, a pesar de sus ojos húmedos.
—A llamar a Martxel para comer —digo.
Golpeo con los nudillos la puerta del baño.
—Sal, Martxel, o te dejamos sin comida —digo.
Sigue cantando. Hasta que calla y me dice:
—Jaso, ¿acaso dejaste el baño porque te sentías purificado?
Abre la puerta y está desnudo, chorreante, y veo el albornoz en las baldosas del suelo. Pone en mis manos una toalla marrón.
—Sécame —dice.
Le seco allí mismo, en el umbral. Tocar el cuerpo de Martxel con la toalla no es lo mismo que tocárselo con las manos.
—A mí me secó ama —digo.
—Teníamos que haber salido los dos al jardín a secarnos —dice Martxel. Está furioso—, ¿Por qué no hemos salido al jardín a secarnos? En mi sueño nos tendíamos en claros de la selva al salir del río.
Cojo el albornoz del suelo y cubro con él a Martxel antes de salir al pasillo. Veo a ama al fondo, cerca de las escaleras.
—No tardéis —dice, cuando Martxel está abriendo la puerta de su cuarto.
—He visto a la neskita. Está en el cuarto de ama, pero pronto estará en el mío —digo.
—Yo he visto a Andrea —dice Martxel.
Pone en mi mano su túnica, sábana o lo que sea, se quita el albornoz y se me queda mirando. Tapo su cuerpo desnudo con el trapo.
—¿Así bajas a comer? —digo.
—Es lo que me preguntarán ellos, ¿verdad? Pero no tú, no tú —dice Martxel—. De ayer a hoy me han sido reveladas cosas importantes para nuestro pobre pueblo.
—¿Ayer? —digo.
—Ayer las ignoraba. Ha sido en ese sueño de esta noche —dice él.
—¿Ayer? ¿Sueño de esta noche? ¡Pero no ha pasado ninguna noche desde que llegaste, no has dormido en casa desde…! Tengo que decirte algo urgentemente, Martxel —digo.
—Escucho a mi hermanito —sonríe él.
—¿Ayer? ¿Ayer? —digo.
—¿No ibas a decirme algo? —pregunta Martxel.
Abajo, la primera que se acerca a nosotros es Fabi. Se cuelga del brazo de Martxel y le come con los ojos.
—¡Pareces un dios griego! —exclama.
—Sólo un estrambótico romano —oigo a Román. Ya estaba sentado a la mesa y se levanta. Abraza a Martxel, pero no lo aprieta como cuando Fabi lo abrazó antes—. Realmente, una buena experiencia para un hombre, supongo…, aunque hayas traído como único botín el pingo que te cubre. ¿Qué tal estás, pariente?
Le palmea el hombro. Su voz gruesa de mando retumba tan antipática como un trueno. ¿Por qué simula alegrarse con el regreso de Martxel? Fabi conduce a Martxel al otro lado de la mesa. Fabi nunca se sienta junto a su marido.
—Bien, empieza a asombrarnos con tus aventuras —dice Román—. Realmente, en esta casa necesitamos un poco de aire.
—¿Para enfriar qué? —Fabi suelta una suave carcajada. Se ha sentado a la derecha de Martxel y no aparta la mirada de él—. Tus ojos, tus ojos, ¿qué has traído en tus ojos? Este es el secreto que nos tendrías que contar.
Le hago señas a Fabi para que no mencione la larga ausencia de Martxel.
—¿A qué estás jugando, Jaso? —dice Román.
Necesito a ama, ella me ayudará a defender a Martxel.
—¿Qué calzas?, ¿sandalias? —ríe Román.
Fabi mira bajo la mesa.
—¿Por qué llevas los pies descalzos, Martxel? —pregunta Fabi—. ¿Cuál es tu secreto? ¡Habla, habla!
—¿Ni siquiera llevas sandalias como los romanos? —ríe Román.
—No descalzos sino desnudos —dice Martxel.
—¡Es maravilloso! —exclama Fabi—. Sé que no le comprendo del todo… ¡pero es maravilloso!
Le hago más señas para que no mencione la ausencia de Martxel.
—Martxel ha cambiado desde ayer —digo, mirando a Fabi fijamente.
—Es seguro que le parecemos pueblerinos —ríe Román partiendo un trozo de pan y llevándoselo a la bocaza.
—¿Desde ayer? —exclama Fabi.
—Yo no he dejado de ver a Martxel ni un solo día —digo, sin dejar de mirar a Fabi fijamente.
—¡Oh, sí! —exclama Fabi—. Nadie ha dejado de acordarse de ti ni un solo día. Te queremos, Martxel, te queremos mucho —y le besa en la mejilla—. Y tú, ¿nos quieres?
—¿Qué ha sido eso? —pregunta Martxel.
—Realmente, nada, cazadores, aldeanos presumiendo de valientes —dice Román.
—Aita, Román y yo cazamos en África —digo, mirando a Martxel.
Martxel se pone en pie y sale del comedor.
—¿Adónde vas? —pregunta Fabi.
Yo voy tras de Martxel. Le sigo fuera del comedor hasta la puerta de casa y luego por el jardín hasta la puerta de hierro. Martxel la abre. Siguen sonando descargas de escopetas, aunque no se ve a nadie. Aparecen tres figuras por la curva del camino, cada una con una escopeta y pequeñas aves colgando de sus cinturas.
—A estos héroes les quisiera yo ver ante nuestros leones de África —digo.
Las tres figuras han dejado de hablar al vernos. Sólo nos miran. Llegan, murmuran un saludo y, antes de que pasen, Martxel les dice:
—No sois más vascos con armas.
Sus espaldas se alejan sin replicar. Creo que les ha sorprendido el toparse con un Martxel de regreso.
—Un pueblo que se agrede a sí mismo —dice Martxel.
—Hace tres años, aita, Román y yo, solos, mantuvimos el tipo frente al rebaño de llamas, todos los demás huyeron como conejos. ¡Tenías que haber visto aquello! ¡Acabamos en un santiamén con los veintiocho monstruos! Yo me decía: «Se lo contaré a Martxel, se lo contaré a Martxel». Es así como querías a tu hermano, ¿verdad, Martxel? —digo.
No cierra la puerta y desandamos el jardín.
—En casa también hay traidores —dice Martxel.
—Débiles y románticos —digo—. Yo ya no soy débil. Los débiles y los románticos pertenecen a un tiempo que se ha ido. Tú y yo ya no somos nada de eso, ¿verdad, Martxel?
Le sigo hasta el comedor, ocupa la misma silla y, cuando voy a sentarme junto a él, entra ama y me aparta suavemente y es ella la que se sienta junto a Martxel.
—Siempre ha habido cazadores en Getxo y siempre los habrá. Realmente, no sé por qué te asombra —dice Román mirando a Martxel.
—Aún no me he hecho a la idea de que estamos todos juntos —dice ama. Me siento junto a ella. Hace una seña a los criados para que empiecen a servirnos—. Me cuesta creerlo, pero hoy he recuperado a mis dos hijos —y vuelve la cabeza a un lado y a otro para mirarnos a Martxel y a mí. Ama sabe hacer las cosas, es única, con qué delicadeza expresa su pensamiento sin por ello arrojar al rostro de Martxel que ha estado ausente tantos años. Es una lástima no poder pedir a Martxel que nos hable de sus cacerías de tigres en Ceilán, porque luego Román y yo le contaríamos largamente la batalla contra las feroces llamas y así se sentiría más a gusto en una familia que piensa como él. No me importa que ama se haya sentado entre Martxel y yo, quiero decir que prefiero que entre Martxel y yo se encuentre ama. Yo también he regresado tras una separación de seis años. Ama posa una mano en la mano de Martxel y otra en la mía.
—Mis dos pequeños —susurra.
No sé qué hay en la mirada de Martxel. Me gusta ver cómo ama mantiene su mano sobre la carne de Martxel.
—Las llamas invadieron nuestra casa, pero les dimos su merecido, ¿verdad, Román? —digo.
—¡Fue espantoso! —gime ama—. ¡Horribles bestias en nuestras propias estancias, pasillos y escaleras…! ¡Una manada entera persiguiéndonos para devorarnos! Gastamos un dineral en arreglar todos los destrozos.
—¡Fue una explosión de vida! —exclama Fabi.
—Calla, que a veces parece que tengo una hija loca —dice ama.
—Fui la única en llorar su muerte porque fui la única en escuchar la voz de su sangre —dice Fabi.
Román hace un gesto de aburrimiento.
—Tonta, tonta… —suspira ama.
—¿Llamas? —pregunta Martxel.
—Sí, las que invadieron nuestra casa, las fieras a las que nos enfrentamos aita, Román y yo —digo.
—¡Nos las envió Ella! —exclama ama.
—Se las enviaron a un tal Saturnino Altube desde América —dice Román—, Realmente, una broma de mal gusto.
—¡Pero Ella las metió en nuestra casa! —exclama ama—. ¡Compró con engaños aquel maldito setter que era de vuestro padre para regalárselo a su bastardo sabiendo que las llamas perseguirían al perro cuando éste buscara refugio en su verdadera casa, que no era la de ahí enfrente sino la nuestra!
—La compra del setter ocurrió semanas antes de la aparición de las llamas —dice Román.
—En cualquier caso, esa mujer se alegró de nuestra desgracia. Estos oídos míos oyeron sus carcajadas —dice ama.
—No hay duda de que se alegró —digo, y noto más fuerte la presión de su mano sobre la mía—. Y también que el bastardo recibió luego su merecido de mis propias manos, ¿verdad, ama? Y no sólo eso, Martxel, sino que le reto una vez al año y le atizo hasta dejarle casi muerto, a ver si se entera de quién es el león y quién la hiena.
—No me gusta la violencia, a ninguno de nosotros nos gusta la violencia, pero ¡Señor, Señor!, esa mujer siempre fue demasiado lejos. ¿Debo o no alegrarme de que Jaso se haya convertido en nuestro paladín? A veces, los vascos hemos de defendernos con la violencia —dice ama.
¿Qué hay en la mirada de Martxel? Veo cómo su mano se desliza por debajo de la de ama hasta librarse de ella.
—Jaso es una caja de sorpresas. ¡Te quiero, Jaso! —exclama Fabi.
—No le quieras por eso —dice Martxel.
—¡Era el único vivo en esta casa hasta que llegaste tú y ahora sois dos! —exclama Fabi.
Cada vez que habla Martxel tiembla la mano de ama que cubre la mía.
—¿Supones que yo estoy vivo? —pregunta Martxel.
—¡Tú siempre estuviste vivo! —exclama Fabi—, Y, ahora, ¿qué nos están diciendo tus ojos? Me gusta tu manto, me gustan tus pies descalzos…, ¿desnudos?…, incluso me gusta tu mirada…, ¿también desnuda? ¿Qué significan aquí unos pies desnudos y una mirada desnuda? ¡Soy feliz de tenerte de nuevo en esta casa!
Alargo el cuello para poder mirar fijamente a Fabi y ordenarle que no mencione lo del viaje de Martxel, pero ella se agita en su silla y de pronto salen volando de debajo de la mesa sus dos zapatos y llegan casi hasta la pared de enfrente.
—¡Qué alivio! —exclama Fabi—. ¡Ya somos dos con los pies desnudos! ¡Qué estupendo tocar el suelo con la planta de los pies! ¡Nunca nadie había pisado este suelo con los pies desnudos!
Me siento mejor con ama entre Martxel y yo.
—Es de mala educación sentarse a comer sin calzado —dice ama. Detiene con un gesto a una criada—. Felicitas, recoja esos zapatos y entrégueselos a la señorita Fabiola.
—Estoy muy bien así, ama. Lo que se usa al comer no son los pies sino las manos, y además nadie ve mis pies desnudos debajo de la mesa y prometo no sacarlos —dice Fabi.
—Por Dios, luego me hablas de tus pies todo lo que quieras, no ahora —dice ama.
—Fabi, ¿por qué no obedeces a ama? —digo.
—Déjala, que se saldrá con la suya, como siempre —dice ama.
—Aquí tiene sus zapatos, señorita —dice la criada.
—¡Por Dios, Felicitas, no levantes tanto esos dichosos zapatos, que estamos en la mesa! —exclama ama.
—Estoy muy bien sin zapatos —dice Fabi.
—¡Al menos, cógeselos a la chica! —exclama ama.
—Déjalos en el suelo —dice Fabi a la criada.
Todos, en silencio, masticamos el guisado de cordero. Martxel es el que come más despacio. Recuerdo que antes de ir a Ceilán comía más que cualquiera y más deprisa. Y hablaba más. Nos mira a todos de vez en cuando, pero al que más mira es a mí. Noté que le gustó que Fabi se quitara los zapatos. En ese momento me miró más que nunca, como esperando o pidiéndome que yo hiciera lo mismo. En el comedor siempre hemos comido con los pies calzados. También, siempre, nos hemos bañado solos, uno cada vez en el cuarto de baño cerrado por dentro. En nuestra casa jamás nadie ha andado desnudo por los pasillos ni se ha metido desnudo en el cuarto de otro. Martxel ha traído algo en la mirada. Fabi también lo ha advertido. Ama ya no retiene mi mano en la suya, la retiró al empezar a comer. Me pregunta por qué estoy nervioso.
—¿Por qué tiembla tu tenedor, Jaso?
Dios, que a Martxel no se le ocurra quitarse aquí la sábana. Está descalzo. Fabi le ha imitado y también está descalza. Me encuentro mejor con ama entre Martxel y yo.
Fabi habla y habla. Dice: «¿Existen destinos tan insignificantes que ni siquiera figuren en el gran libro del destino? Creo que Martxel ha traído muchas respuestas en el fondo de esa mirada. ¿Acierto? Espero que no permita que yo muera sin saber si un destino insignificante puede ser alterado por alguien que regresa a su familia con los pies desnudos». Dice: «Incluso en el aire de este comedor se respira ahora el cambio esperado». Dice: «Permitidme que diga cosas en las que no me atrevo a creer». Dice: «Martxel me trae sonidos de otras tierras y de un pasado en el que todo era posible». Dice: «Aunque el destino me anunciara: "Tu destino está a punto de cambiar", no le creería, excepto si me anunciara también: "Tu otro destino está a punto de cambiar", aunque tampoco le creería, pues ahí sigue, con sus pies metidos en sus zapatones», y Fabi se agacha para mirar debajo de la mesa. «¿Tendrá pies?», dice.
—Nos está dando la comida —dice Román.
—No le conviene alterarse, y el regreso de Martxel… —dice ama.
—Realmente, ella no necesita del regreso de nadie para… —dice Román.
Martxel come despacio, mastica mucho cada bocado y, aunque no mantiene baja su mirada y mira, es como si no mirara a nadie. No sé si sólo me lo parece o me observa más que a ninguno.
—Hoy es domingo, no tenemos prisa y tomaremos el café en el salón —dice ama levantándose.
Nos levantamos todos, excepto Martxel.
—Quiero aprovechar que estamos solos para hablar de un asunto importante de la familia —dice ama—. Debes venir, Martxel, tú no puedes faltar.
Ha dicho que estamos solos porque no está aita. Yo también estaría comiendo con aita en el club si Martxel no hubiera regresado. Se levanta Martxel y se le une Fabi. Ambos van con los pies descalzos.
—Qué extravagancia —susurra ama al cogerme de la mano. Vuelvo la cabeza y veo a Román mirando nuestras manos entrelazadas. Román no caza con aita ni conmigo desde que ama le puso al frente de sus negocios. Martxel y Fabi se sientan juntos en el salón. Ama se sienta al otro lado de Martxel. Román se sienta solo—. Estoy tan contenta que no sé por dónde empezar. ¡Ha sido todo tan repentino! Estaba segura de que ocurriría alguna vez, pero hoy, a la hora del desayuno, no estaba Martxel, y de pronto cae entre nosotros al mediodía. Es demasiado para una madre.
—Sonríe, ama. Estamos viviendo un gran día —le digo.
—¡Oh, Jaso, y tú es como si también hubieras regresado! —dice ama echándome sus brazos al cuello y besándome en la frente, porque estoy sentado a su lado—. ¿Qué ha sido de todos nosotros durante estos seis terribles años? Negras fuerzas intentaron destruir nuestra familia, la misma negra maldición que amenaza a Euskadi. ¿Somos tan pecadores como para merecer esto? Sólo pedimos que nos permitan ser como somos.
Entra una criada con el servicio de café.
—Nos ibas a decir algo, ama —dice Fabi.
—¡Os lo estoy diciendo! —exclama ama.
—Creí que sería algo nuevo —dice Fabi.
—A veces pienso que no corre por tus venas ni una gota de sangre Oiaindia —dice ama—, ¿Ha podido formarse en mi vientre una hija con tal desinterés por la suerte de su patria?
—¿Por qué no vas al grano, ama? —dice Fabi.
—¡No debes decir a ama lo que tiene que hacer! —digo.
—¿Desde cuándo mi hermanito Jaso…? —empieza Fabi, pero se para porque Martxel dice:
—No te metas con él.
Fabi le mira, luego me mira a mí y sus ojos se humedecen.
—¡Buen café! —exclama Román chasqueando su lengua y con la tacita en la mano.
—Han sido años difíciles, pero mantuve encendida la llama. Me encontré sola en la lucha, enfrentándome sola a vuestro padre, abandonada por mis dos hijos…
—Ama —digo.
—Me comprendes, ¿verdad, Jaso? —dice ama—. Dejemos ahora las equivocadas razones que os llevaron a portaros como malos hijos, porque sé que no lo sois… ¡Sí, Jaso, estamos viviendo un gran día! Es la ocasión para que la familia vuelva a unirse…
En medio del silencio que sigue oigo un ruidito, como el de las cigarras en las noches de verano, y es Fabi, riéndose por lo bajo.
—Lo siento, lo siento —murmura—. Pero es que cuando oigo hablar de nuestra familia como de una familia… —En un momento su cara se cubre de tantas arrugas que parece la de una vieja, y se pone en pie y exclama—: ¡Por Dios!, ¿y quién piensa en mí?, ¿acaso yo no soy de esta familia tan unida?
Sale a la carrera del salón, tropezando en el umbral con la criada que entra.
—Ve a preguntarle qué le pasa —dice ama a Román.
—No le pasa realmente nada nuevo —dice Román.
—¿Por qué dices siempre realmente? —dice ama.
—Realmente, no lo sé —dice Román.
¿Por qué le aguanta ama? Que vuelva con aita y nos deje solos. Martxel se levanta y sale.
—Martxel, has de escuchar lo que debo decirte —dice ama.
—Ya verás como vuelve enseguida —digo.
—Jaso, sólo tú comprendes la importancia que tiene para mí esta reunión familiar —dice ama.
—Se os enfriará el café —dice Román. Hace una seña a la criada para que le sirva de nuevo. Ama y yo bebemos a un tiempo mirándonos por encima de nuestras tazas. Aquí regresan los de los pies descalzos. Entran uno al lado del otro y no hay duda de que Martxel ha convencido a Fabi para traerla con el. En los labios de Fabi aparece una suave sonrisa al mirarme. Sin dejar de andar, Martxel desabrocha la blusa blanca de Fabi.
—¿Qué haces? —exclama Fabi.
Martxel sólo desabrocha la botonadura de la blusa.
—¿Qué haces con ella? —dice Román.
—Mi marido es el que menos derecho tiene sobre mi cuerpo —dice Fabi.
—¿Cómo se te ocurre decir eso?, ¿acaso estamos en un burdel? —dice ama.
—Sé que te sientes mejor con los pies desnudos. Como hace calor, te sentirás aún mejor si desnudas tus senos —dice Martxel.
—¡Qué emocionante! —exclama Fabi.
—¡Por Dios! ¡Por Dios! —exclama ama—, ¿Es ésta la educación religiosa que he dado a mis hijos? —Se levanta, pues Martxel ya ha soltado todos los botones, aunque ahora Fabi retira sus manos y es ella misma la que se abre la blusa y se la quita. Yo nunca había visto a Fabi cubierta tan sólo por eso que llaman sostén.
—¡Fabiola! —exclama Román.
—¿Estás seguro de que soy yo? Me asombra que me reconozcas —dice Fabi, disponiéndose a soltarse el botón de su espalda.
Ama no puede hablar. Abre su boca, pero no le sale ni un sonido. Sus ojos sin pestañear no se apartan del cuerpo de Fabi. Las manos de Fabi abandonan el botón de su espalda y caen muertas a sus costados. Mira a Martxel y sonríe. La blusa que cubría su busto está en el suelo. Yo nunca había visto a Fabi cubierta tan sólo por eso que llaman sostén. Se levanta Román y de dos zancadas llega ante ella y la coge del brazo y quiere sacarla del salón, pero Fabi le mira con una expresión tan dura que no parece Fabi. La mano de Román suelta el brazo.
—Está realmente loca —dice, volviendo a su sitio—. ¡Coñac! —pide, y la criada le sirve una copa y él la vacía de un trago y hace una seña para que se la llene otra vez—. Su hija está loca, Cristina, ¿lo sabía usted?
—Nunca se había visto en mi casa un espectáculo semejante —puede decir, por fin, ama, y estoy seguro de que también incluye mi rescate del cuarto de baño, los pies descalzos de Fabi y de Martxel y la túnica de éste. Fabi, sin dejar de mirar a Román, de un tirón rabioso se arranca eso que llaman sostén—. ¡Dios mío! —grita ama—. ¡Jaso, no mires a tu hermana!
Fabi parece asustada de ella misma. Pero mira a Martxel y ya está sonriendo. Se sienta y Martxel lo hace a su lado. Sé que están ahí los senos de Fabi, pero si no bajo la mirada no los veo.
—Nuestra salvación está en el regreso a la inocencia —dice Martxel.
—No puedo creerlo… ¡Jesús, María y José! —exclama ama santiguándose. Su rostro blanco se ha cubierto de grietas negras. Sufre tanto que se va a morir—. Ama —digo.
Se pone en pie respirando como un fuelle atascado.
—¡Este es un hogar vasco y no permitiré…! —y coge el tapete bordado de la cabecera de un sillón y quiere cubrir con él a Fabi, pero Fabi lo rechaza con suavidad, como en un juego—. ¿Qué haces ahí mirando como una tonta? ¡Fuera, fuera y cierra la puerta! —y la criada sale corriendo cerrando la puerta.
—Este no es un hogar vasco —dice Martxel.
—¡No, si a tu hermana le da por pecar bajo nuestro viejo techo! —grita ama—. Me esforcé durante toda una vida por mantener a esta familia en el seno de la Iglesia católica y seguir siendo el pueblo elegido de Dios…
—Los vascos fueron antes que la Iglesia católica y que todas las Iglesias —dice Martxel.
—¡Qué tontería! —exclama Román—, Dios ha existido siempre.
—La criada ha visto este escándalo y pronto lo sabrá todo el pueblo… ¡Qué vergüenza, Señor, qué vergüenza! —suspira dolorosamente ama—, Román tiene razón… Hay que admitir que Dios es más antiguo que nosotros.
—Este no es un hogar vasco —dice Martxel.
—¡Martxel, no le digas eso a ama! Ella es… —digo.
Ama se para ante el gran retrato de Sabino Arana que preside el salón, levanta la cara y se santigua.
—Sólo una loca se pondría así delante de los suyos —dice Román.
—¡Fabi, cúbrete inmediatamente! —grita ama.
—Estamos en familia, ama, y me encuentro muy a gusto así. El único que no es de la familia es Román Pérez de Angulema, aunque dicen que es mi esposo —dice Fabi.
—¿No merece tu familia un respeto? ¡La culpa es de esas revistas francesas que compras en Bilbao! ¿No gritas por las noches que alguien te está haciendo una monja? Pues las monjas no enseñan sus pechos —dice ama.
—Estoy viva, aún no soy una monja —dice Fabi.
—¡No aguanto más! —exclama Román levantándose.
—Te necesito, no te vayas. Lo que he de contarle a Martxel te afecta también a ti —dice ama.
Román se sienta y ahora él mismo se sirve coñac.
—Te escuchamos, ama —dice Fabi.
Ama regresa a su asiento en el sofá, a mi lado. Intenta calmarse, pero la mano que acaricia la mía tiembla. Respira hondo una y otra vez, sin apartar su mano de la mía, mientras los demás esperan, y cuando parece que va a hablar, se cubre la boca con su pañuelito y exclama:
—¡No puedo, no puedo! ¿Cómo voy a hablar de algo tan importante teniendo a mi propia hija ahí delante como una pelandusca? ¿Qué ocurre en mi casa? ¿Quién me puede decir qué ocurre en mi casa? ¡Dios mío, es una señal del Apocalipsis!
—Todo se arreglaría con un par de tortas bien dadas —dice Román.
—¡Pensar que pude morir sin probar lo maravilloso que es estar así ante la gente! —exclama Fabi.
—¿Serías capaz de mostrarte desnuda a los borrachos de La Venta? ¡No me digas que sí! —dice ama—. ¿Por qué todos lo tomáis con tanta tranquilidad? ¿Qué dirá don Eulogio cuando se entere?
Me quitaría mi chaqueta y me acercaría a Fabi para tapar su desnudez, pero tendría que verle sus senos. Ama, ¿qué podemos hacer tú y yo contra este pecado que nos ha traído Martxel?
—Creería que hemos sido dejados de la mano de Dios si esto hubiera ocurrido cualquier otro día —dice ama parpadeando—, pero es que ha ocurrido hoy, precisamente hoy, cuando voy a entregar a Martxel el mando de mis empresas y el apellido Oiaindia dirigirá con juvenil patriotismo la lucha contra nuestros enemigos…
Román suspende en el aire el viaje de su copa de coñac.
—¿Cómo? —dice.
—Colocaré a Martxel al frente de mis industrias —dice ama—. Así debe ser, Martxel. Es el lugar que te corresponde… No te inquietes, Román, que nada cambiará para ti: seguirás siendo mi brazo derecho. Martxel personificará el espíritu que alienta mi obra, mi Obra. Será mi otro yo, más joven y rápido, más próximo a las tareas. Y Jaso, junto a él. ¡Ahora sé que mi esfuerzo de estos años fue para que mis hijos se pusieran al frente de la sagrada misión! —Román deja la copa, sin probarla, sobre el grueso cristal de la mesita, tan lentamente que no hace el menor ruido—. No podía ser de otro modo —dice ama.
—No me perderé el verle presidir con su túnica y sus pies descalzos los consejos de administración —dice Román.
—¡Qué tontería! —dice ama—. La túnica y los pies descalzos sólo fueron para impresionarnos el primer día, ¿verdad, Martxel?
—¿No comprendéis que no estamos jugando? —exclama Fabi.
Desde hace rato la mano de ama está cerrada sobre la mía. Martxel nos ha traído el pecado a la familia.
—He vivido un largo sueño en el que conocí a hombres ingenuos que iban con los pies desnudos —dice Martxel.
—En nuestra tierra no se pueden llevar los pies sin calcetines ni zapatos porque se cogen pulmonías —dice ama—. Si de niños no os calcé un millón de veces no os calcé ninguna.
Voy a decir «Lo recuerdo bien, ama», pero Román dice:
—Tu madre te ha ofrecido la batuta, Martxel… ¿La cogerás?
—Aquellos hombres ingenuos eran felices y yo sonreía con ellos —dice Martxel.
—¡Qué gloria vivir con todos los problemas resueltos! —dice ama—. ¿Quiénes eran esos afortunados, si puede saberse?
—Y amaban —dice Martxel.
—¡Oh, oh!, ¿quiénes eran y dónde están? —exclama Fabi.
—Escucha, Martxel —dice Román—: Por mí, puedes hablar sin reservas. Si quieres ser el jefe, dilo y se acabó. Eres el hijo de Cristina y yo no. Te aseguro que me estaba desbordando tanta responsabilidad, aunque habría gozado de ese poder hasta la muerte… Sí, hoy están lloviendo sobre nosotros muchas sorpresas, pero esto tenía que llegar más tarde o más temprano. Lo esperaba. Más de una vez hablé de ello con tu madre. Yo sé hacer frente a las realidades.
—Amaban los ríos y las montañas y las plantas y los animales, y sus propios cuerpos libres eran una prolongación de la Naturaleza —dice Martxel.
—¡Amaban, amaban! —exclama Fabi.
—Ama, ¿por qué me miras así? —dice Martxel.
—¿Cómo te miro? —dice ama.
—Vayamos al grano… ¿Cuál es tu respuesta, Martxel? ¿Necesitas pensarlo hasta mañana? —dice Román.
—Ella ya sabe cuál será mi respuesta —dice Martxel.
—¿La sabe? —dice Román.
—Yo también la sé —dice Fabi.
Román mira a ama, que se aferra a mi mano casi hasta hacerme daño. Una sombra negra cubre su rostro. Sus ojos están muy abiertos y levantados, pero no mira a nadie.
—Puedo mirar a todo el mundo con la cabeza muy alta —dice.
—Traición —dice Martxel.
—¿Qué te pasa, ama? —digo.
—No hemos perdido la ingenuidad. No ha habido traición. El propio Sabino Arana aprobaría lo que hacemos —dice ama.
—¿De qué traición se habla aquí? —dice Román.
—No soy una mujer perfecta, pero siempre he hecho lo mejor para mi pueblo —dice ama. Ahora coge mi mano con las dos suyas y me mira de tal modo que me siento hundir en sus ojos demasiado abiertos. Ni siquiera soy capaz de preguntarle qué le pasa.
—Martxel ha pronunciado traición —dice Fabi.
Ama, ama.
—Martxel está llorando —dice Fabi.
Martxel, Martxel.
—Nos hemos reunido para resolver algo importante y concreto, no para seguir el juego a los locos —dice Román.
—Mi pobre hermano —dice Fabi abrazando a Martxel y estrechándolo contra su cuerpo.
—¿Cuál es tu respuesta, Martxel? Tanto a tu madre como a mí nos gustaría pasarte todas las responsabilidades de… —dice Román.
—¿Quieres callarte de una vez? ¿No veis que os está respondiendo que no? —exclama Fabi.
—No bromees con esto. No metas las narices en lo que no entiendes —dice Román.
—¡Os está diciendo que no! —exclama Fabi.
—¿Cómo lo sabes? ¡Que lo diga él! —dice Román.
—Su cuerpo me está hablando —dice Fabi. Acaricia la frente de Martxel y luego la besa. Acaricia su cara, sus dedos le recogen las lágrimas.
Román adelanta su cuerpazo.
—Martxel, ¿le has dicho algo a Fabi que no hayamos oído los demás? ¿Le has dicho que no quieres tomar el mando de…? —dice, pero Fabi le corta:
—¡No puede, no puede!
Dice ama:
—Los Oiaindia pertenecieron siempre al grupo dirigente de nuestro pueblo. Fue nuestra responsabilidad. Es la misma responsabilidad que me lleva a hacer lo que hago. No podíamos consentir que un poder nuevo nos desplazara. Los verdaderos vascos teníamos que recuperar el viejo poder.
—¿Sabes, ama, lo que me dice Martxel con su cuerpo? Me dice traición —dice Fabi.
—¡Esto es el colmo! ¿Cómo se lo consentimos? Está coaccionando a su hermano, lo utiliza contra nosotros —dice Román.
—¿Yo también le hago llorar? —Fabi acaricia frenéticamente la pelambrera de Martxel.
—Hice lo que habría hecho el propio Sabino Arana —dice ama.
—Usted se está justificando ante sí misma y no sé de qué. No les haga caso. Que no la mezclen en sus malditos juegos de hijos resentidos —dice Román.
—Soy inocente —dice ama.
—¡No hable así, por favor! ¡No les dé más bazas! —dice Román.
Miro las lágrimas de Martxel, pero creo que estoy bien junto a ama. Sin embargo, Martxel está llorando, no es una invención de Fabi. Hace dos años Fabi tuvo un gato siamés al que estrechaba entre sus brazos, como ahora estrecha a Martxel, y le besaba, como ahora le besa a él. Martxel no ha podido traer el pecado. Entonces, ¿qué ha traído Martxel para que yo me encuentre tan bien junto a ama?
—Su cuerpo sigue diciendo traición, traición, traición —dice Fabi.
—¿Y por qué no lo dice su lengua? —dice Román.
—Porque no sabe que lo está pensando —dice Fabi.
—Y tú sí sabes lo que está pensando él —dice Román.
—¡Lo sé, lo sé, lo sé! —exclama Fabi—, Nunca he sabido algo con tanta certeza. Es como si Martxel y yo estuviéramos dentro de un mismo cuerpo. Ahora pienso cosas que nunca había pensado… y las tenía ahí. ¡El pobre Martxel, cargando él solo con todo! —Vuelve los ojos hacia mí—, Y tú con él, Jaso… ¡Oh, perdóname, qué cruel he sido olvidándote! Ambos sois lo mismo. ¿Por qué te olvidé? ¿Será porque tus pies no están desnudos? Tu sitio está al lado de tu hermano.
Si yo quisiera, podría retirar mi mano de la de ama. El cuerpo de Martxel tapa los senos de Fabi. No hay duda de que el cuerpo de Martxel presiona los senos desnudos de Fabi. Recuerdo cómo consiguió Martxel dejarme desnudo, pero no sé cómo ha conseguido que Fabi desnudara sus senos. Antes, Martxel nunca lloraba. Antes, los ojos de Martxel estaban siempre secos y llenos de fuerza. ¡Pero él no ha traído el pecado, a pesar de que yo me sienta tan seguro con ama!
—Estamos en camino de hacernos con el viejo poder y entonces Euskadi será como la queremos los vascos —dice ama.
—Martxel amaba y tú, ama, destrozaste su sueño —dice Fabi.
—Mis hijos nunca me han comprendido —dice ama.
Andrea… Sí, Andrea… ¡Dios!, ama lo hizo… No debo olvidar algo que he recordado bien hasta esta misma mañana. Pero, Dios, ¿por qué Martxel no lleva zapatos?
—Si ellos están cambiando el mundo con sus chimeneas, tú, ama, haces lo mismo —dice Fabi.
—Mis hijos nunca me han comprendido —dice ama.
—¡Las chimeneas de aita, qué escándalo! ¡Ah, qué escándalo! ¡Y ahora están las chimeneas de ama! —dice Fabi.
—¿Quién habla ahora?, ¿tú o Martxel? —dice Román.
—Yo también quiero saber quién habla, tú o Martxel —digo.
—Mi pequeño Jaso, tú nunca dejarás de ser de tu ama, siempre fuiste mi niño, ¿recuerdas? En ti me apoyaba para enfrentarme a ese hombre. Ahora que has vuelto conmigo me siento otra vez llena de fuerza —dice ama.
Si yo quisiera podría retirar mi mano de las de ama. Estoy bien así. Martxel me desnudó. Martxel desnudó a Fabi. Fabi ha dicho, o lo ha dicho Martxel, o lo han dicho los dos, que ama es una traidora.
—Será mejor para todos que nos des mañana tu respuesta. Piénsalo tranquilamente en tu cuarto —dice Román.
—¿Aún no comprendéis que lo que Martxel quiere es otra cosa? —dice Fabi.
—Pues déjale que hable él mismo —dice Román.
Ama siempre ha dicho que aita es un traidor.
—El pobre Martxel ha venido buscando la inocencia y se encuentra con vosotros —dice Fabi.
Martxel se pone en pie muy lentamente. En sus ojos ya no hay rastro de lágrimas; es como si nunca las hubiera habido y fueran un invento de Fabi. Cruza el salón, se detiene ante un ventanal y mira hacia fuera. Fabi, Martxel o los dos han dicho que ama es una traidora.
—Los Baskardo de Sugarkea —dice Martxel—. ¿Recuerdas, Jaso, cuando los espiábamos por las noches? ¿Qué piensas de ellos, ama?
—¿Qué tiene que ver esa gente con lo que estamos tratando aquí? No nos dispersemos —dice Román.
Ama suelta mi mano sin que yo apenas advierta el roce y se levanta y acaricia mi mejilla y va hacia Martxel y toca su sábana.
—Me cuesta reconocer a mi hijo bajo este disfraz —dice—. Pero no hay duda de que eres tú. Tu pelo huele igual. —Le coge de un brazo por encima de la sábana y se apoya en él—. Hoy es un gran día.
—¿Qué piensas de ellos, ama? —pregunta Martxel.
—¿De quiénes? —pregunta ama.
—Lo sabes bien, los Baskardo de Sugarkea —dice Martxel.
—Ah, ésos… Pienso lo de siempre, que ni se lavan ni van a misa —dice ama.
—¿Has oído alguna vez su voz?, ¿has hablado con ellos? Son tus vecinos —dice Martxel.
—Sólo saben gruñir. No es raro que nos lleguen hasta casa sus bufidos de fiera. Olvidémoslos —dice ama.
—¿Acaso puedes olvidarlos tú? No, no puedes —dice Martxel.
—¡Qué tontería! —dice ama.
—Te has puesto nerviosa —dice Fabi.
—Que existan o no me tiene sin cuidado. No me preocupan. ¿Acaso os he hablado alguna vez de ellos? —dice ama.
—¿Por qué les temes, ama? —dice Fabi.
—¡No consiento que unos hijos como vosotros acosen así a su propia madre! —dice Román.
—Nunca nos hablaste de ellos —dice Martxel, sin dejar de mirar por el ventanal—. Nunca nos hablaste de ellos.
En la cacería de llamas, aita también cambiaba de color cuando tenía delante a los Baskardo de Sugarkea. Ama ya no se cuelga del brazo de Martxel y se aparta de él, y de pronto a mí me gusta ver esa distancia de por medio entre ambos.
—¿Miedo? —dice ama, volviendo sólo un poco la cabeza hacia Fabi—. ¿No os acabo de decir que me tienen sin cuidado? Lo que me confunde es por qué la familia trae ahora aquí a esa gente.
—Impóngase a sus hijos, Cristina, o la desollarán —dice Román—. Vamos a ver: ¿por qué esgrimes a esos Baskardo contra tu madre? Te lo pregunto a ti, Fabiola.
—Es cosa de Martxel. Y como él y yo formamos un solo cuerpo… —Fabi abandona el sofá y va hasta Martxel y su brazo rodea su cintura. En su desplazamiento sólo le ha mirado los pies—. Debe de ser porque andan descalzos…
—¡Se están burlando de nosotros! —exclama Román.
—Niños, a ver si os entra la formalidad y hablamos de cosas serias —dice ama.
Martxel me desnudó y acarició mi cuerpo y hasta entonces yo llevaba seis años llamándole bruja a ama. Tampoco debo olvidar que si en los últimos seis años aita y yo hemos sido uña y carne, porque si ama llamó siempre traidor a aita y ahora Fabi, Martxel o los dos llaman traidora a ama, y si tampoco debo olvidar que Martxel y yo formamos siempre un solo hermano hasta hace unas horas, como ahora Fabi dice que forma con Martxel un solo cuerpo, y si Martxel no ha traído el pecado, a pesar de que Fabi no sólo se ha descalzado, como él, sino que ha desnudado sus senos, pues entonces debo pensar que con la llegada de un nuevo Martxel debo volver a pensar que Martxel me desnudó y acarició mi cuerpo, pero hasta entonces yo llevaba seis años llamándole bruja a ama…
Entonces le dije al pequeño imbécil que no. Ahora no sé lo que le diría. Ocurrió hace un par de semanas. Yo estaba en las peñas de la Galea espantando a los remolcadores llegados para desencallar el César, mi barco, regalo de aita, mi barco, el barco estrella de la Naviera Cantábrica. Bien supo aita en manos de quién lo ponía. Me dijo: «Jaso, ya eres un hombre y sólo en manos de un hombre se puede dejar un barco así. Un ejército puede ser puesto bajo el mando de cualquier general, porque a un ejército se le puede castigar para que obedezca. Pero a un barco no se le puede castigar, y menos a un barco como éste. La única manera de doblegar al César es hacerle sentir que en su puente hay un hombre más fuerte que él mismo, un hombre con cojones».
Aquella madrugada de junio había niebla y el timonel se durmió, por eso encallamos en La Galea. No se puede perder de vista a la gente cuando uno es responsable de un barco como el César por ser su capitán. Mi propio padre admitió su culpa por no haber sabido entregarme una tripulación como Dios manda. «Te he dado un buen barco y he hecho de ti un buen capitán, pero se me olvidó advertirte que rociaras tus órdenes con tacos de los más gordos», me dijo. Si yo, al retirarme por la noche del puente, hubiera soltado al timonel alguna blasfemia, no se habría descuidado y no habríamos encallado, porque mi palabrota lo habría puesto derecho como una vela durante toda su guardia. «Pero yo no sé blasfemar ni…», le dije a aita. «¡Pues aprende! ¿No os enseñan eso en la Escuela de Náutica? Habrás de aprender por tu cuenta. Y pronto», me dijo. «Es que yo nunca…», le dije. «Ya ves lo que ha sucedido por no…», me dijo. «No podré», le dije. «¡Arráncate a tu madre del todo y podrás! ¿No quieres ser un hombre, no quieres ser un cazador sin miedo, no quieres ser un capitán con cojones? Algunos aún creen que los barcos andan con carbón, pero andan con tacos de los gordos», me dijo. Luego me miró largamente moviendo la cabeza, suspiró y gruñó: «¡Qué calamidad!», o así me pareció, y le dije: «¿A quién llamas calamidad?», mirando a mi alrededor y no viendo a nadie, y aita lanzó un último suspiro, me cogió del brazo y me sentó a su lado. «Escucha», me dijo, «los rifles son para cazar, no para gobernar barcos». «Eso ya lo sé», le dije. Se dio en el muslo una palmada, que sonó como un cañonazo. «¿Entonces por qué coño el otro día en el puente echaste mano del rifle y no de los tacos?», me dijo. «No se obedecían mis órdenes, era un motín», le dije. «¡Hasta los motines se aplastan con tacos!», me dijo. «Pero es que yo no…», le dije. Y creo que él dijo algo y este algo creo que fue: «¡Qué cruz!», aunque no estoy muy seguro.
De acuerdo, los cargueros no andan con carbón sino con blasfemias, pero… ¿y los remolcadores? Cuando corrí a la costa a recordarles que el César era mío, no debí llevar un rifle, aunque también llevé algunas blasfemias, por si me atrevía a soltarlas. Pero no las pude soltar, pues los altos del acantilado estaban llenos de gente con las orejas bien abiertas. Habría preferido hacer huir a los remolcadores a tacos y no a disparos, pero no me van los tacos, principalmente porque me los oigo yo, porque leería en la cara de los demás que el primero en oírlos he sido yo.
Si el César es mío nadie sino yo decidirá sobre él y cuándo. Ni siquiera aita. Me lo dio y lo que se da no se quita. Tengo documentos que demuestran que soy su propietario. Aita envió los remolcadores sin consultarme y corrí a las peñas con el rifle a demostrar a todo el mundo quién mandaba allí. ¡Yo diré cuándo se saca mi barco de las peñas! Si a los barcos les van más los tacos que el carbón, perdí una buena ocasión de saber si a los remolcadores les ocurre lo mismo. Me lié a tiros y me dejaron en paz. Y, desde entonces, en cuanto aparecen… ¡gatillo!
Al pequeño imbécil le dije que no. «No». Primero me reí en sus barbas cuando me dijo: «Se lo compro», y cuando yo le pregunté qué quería comprarme y me dijo: «El barco. ¿Cuánto vale?», me pregunté si me estaría tomando el pelo. Pero no, porque se había atrevido a acercarse a mí y a preguntarme eso a pesar de saber que yo tenía un rifle y sabía usarlo. Porque al pequeño imbécil yo lo solía ver muy temprano rondar por allí todos los días. No le hacía caso, ni le miraba. Como tampoco les hacía caso ni los miraba a los otros imbéciles del monte. Días después me lo volvió a decir: «Se lo compro. ¿Cuánto vale?», y yo me reí otra vez en sus barbas. Llegué a sospechar que me lo enviaban Ella y Efrén, para humillarme, para arrojarme a la cara que no era preciso ser un hombre para mandar un barco, incluso como aquél, que podía ser mandado por un niño como el que me lo quería comprar, y que me lo enviaban en venganza por las palizas anuales que yo le propinaba al maldito bastardo. Agarré al pequeño imbécil por la camisa y le dije: «¡Pequeño imbécil, no te pases de listo! ¿Ves este rifle? Ha matado en África muchos leones y en Getxo puede matar a imbéciles como tú. Te podría vender este barco, porque es mío, pero a lo mejor sólo lo quieres para jugar sobre él a guardias y ladrones con tu banda de piroleros. Este barco no es para mocosos sino para hombres, hombres como yo. ¿Sabes quién soy yo? ¡Josafat Baskardo, el hijo de Camilo Baskardo! ¿Te enteras, imbécil? ¿Y sabes quién es Camilo Baskardo? El hombre más poderoso del país, el que me regaló el César para que lo defienda con cojones…».
Justo con esta palabra me dio un ataque de tos que casi me ahoga.
… y si tampoco debo olvidar que yo llevaba seis años llamándole bruja a ama…
—Jaso, te haré para el invierno un jersey con mis propias manos —dice ama. Es la misma voz de cuando yo era niño. Pero no debo olvidar que llevo seis años llamándola bruja—. Guardo varias madejas de una lana gruesa gris y estoy segura de que me llegarán. No necesito tomarte las medidas, las sé muy bien —dice ama.
Es el atardecer. Martxel y Fabi están frente al ventanal, pero ahora no de pie sino sentados. En el suelo, con las piernas recogidas hacia dentro. Miran fijamente la bola del sol, ya muy baja. No hablan. Están muy próximos el uno del otro. Román pasea desde hace rato por el otro extremo del salón fumando el tercer puro de la tarde. Todos parecen cansados o aburridos después de tantas horas de charla. Román deja la colilla de su puro en el cenicero de la mesita y dice:
—Me retiro. Creo que mi presencia impide que Martxel se exprese libremente… Convendría dejar hoy aclarado este asunto, Cristina: recuerde que la próxima semana firmamos la fusión de tres empresas. —Se dirige a la puerta y la abre. Se vuelve—. Que no se os enfríe el culo.
Sale, riéndose, y cierra la puerta a su espalda.
—Así os veía yo muchas veces de niños jugando a cromos. Aquel tiempo pasó —dice ama.
Lamenta que pasara porque a ella le gusta todo lo falso y aquél fue un tiempo falso. Nos tenía engañados como a chinos. He desenmascarado a la bruja.
—No quiero que me hagas ningún jersey —digo.
—Cuando lo veas ya verás cómo te gusta —dice ama.
Aita no le habría quitado Andrea a Martxel, pero la bruja lo hizo. ¿El que ha regresado es el mismo Martxel de antes?
—No quiero que me hagas ningún jersey —digo.
—Cuando te lo pongas te gustará tanto que no te lo quitarás en todo el invierno —dice ama.
—¡No quiero que me hagas ningún jersey! —exclamo o grito.
Más claro no se lo puedo decir, pero a ella no es fácil vencerla. Viene hacia mí.
—¿Por qué no, hijo? —dice.
¿Cómo es el nuevo Martxel?
—¿No comprendes, Jaso, que necesito hacerte ese jersey? —dice ama, sin dejar de acercarse—. Te he recuperado y necesito…
Sabe ponerse la máscara de dolor que tanto me impresiona. Pero no debo olvidar que es una bruja. ¿Y Martxel?, ¿cómo es el nuevo Martxel? La bruja se me sigue acercando y yo retrocedo.
—Dile que no necesitas jersey porque usarás túnica, como tu hermano —dice Fabi riendo y sin mirarnos.
—Jaso no está tan loco como vosotros —dice ama.
Retrocedo, pero no hacia Martxel sino hacia Fabi.
—Tendrás que empezar por desnudarte —dice Fabi riendo y sin mirarnos.
—¿Desnudarse? —dice ama.
—¿Desnudarme? —digo.
—Los pies —dice Fabi.
¿Por qué esa manía de Martxel y de Fabi de desnudarse algo? Antes, Martxel no era así. No me detengo junto a la espalda de Martxel sino de Fabi.
—Quítate esos estorbos de los pies y te sentirás otro —dice Fabi.
La bruja se encuentra tan cerca de mí que extiende la mano y me roza la cara con sus dedos.
—Ven, Jaso, y ayúdame a desenmadejar la lana para tu jersey, como lo hacías antes —dice.
Me siento en el suelo junto a Fabi. ¿Cómo es el Martxel que ha regresado?
—¿Por qué se queda Martxel así tanto tiempo y sin hablar? —digo muy bajito.
—Ponte como él y lo sabrás —dice Fabi, desatándome los zapatos.
—¿Tú lo sabes? —digo.
—Martxel es maravilloso —dice Fabi.
Siento sobre mi cabeza la mano de ama. Muevo el brazo y la aparto.
—¿No quieres venir, Jaso? —dice ama.
Sólo me preocupo de estirar el cuello para mirar el perfil de la cara de Martxel.
—Lo dejaremos para otro momento —dice ama.
—Vamos a salir a darnos un baño en la playa —dice Fabi.
—¿Un baño cuando es casi de noche? —dice ama.
—Así lo quiere Martxel —dice Fabi.
—¿Cómo sabes que lo quiere?, ¿cuándo lo ha dicho? —digo.
—Sé lo que piensa porque estoy en contacto con su carne —dice Fabi.
—¡Tonterías! —dice ama.
Fabi me ha quitado los zapatos y los calcetines y me hace gestos para que recoja mis piernas, como las tienen ellos.
—¿Cómo sabes que Martxel quiere ir ahora a la playa? —digo.
—Acércate más a mí y lo sabrás —dice Fabi.
Es más pequeña que yo y es mi brazo y no mi hombro el que toca su hombro.
—¿Lo sabes ahora? —dice Fabi.
—No —digo.
—Quítate la chaqueta —dice Fabi.
Me la quito y la voy a dejar en el suelo, pero ama me la quita de las manos y la deja sobre una silla.
—¿Lo sabes ahora? —dice Fabi.
—No —digo.
—Quítate la camisa —dice Fabi.
Me la quito y ama se apresura a cogérmela para dejarla sobre la misma silla en que está la chaqueta.
—¿Lo sabes ahora? —dice Fabi.
—No —digo.
—Quítate la camiseta —dice Fabi.
Me la quito y ama se apresura a cogérmela para dejarla sobre la misma silla en que están la chaqueta y la camisa.
—¿Lo sabes ahora? —dice Fabi.
—No —digo.
Mi torso ha quedado desnudo. La carne de mi brazo roza la carne del hombro de Fabi. No miro abajo por no ver sus senos desnudos.
—Apriétate más contra mí —dice Fabi. Me aprieto más contra su hombro y ella también hace esfuerzos para apretarse más contra mí. Lo está pasando tan bien que se ríe—. ¿Lo sabes ya? Si yo lo sé tú también lo tienes que saber.
—¡Podéis comportaros como los tontos del pueblo, pero no tratéis de engañarme! —exclama ama—. Ni ahora ha dicho Martxel que quiere ir a la playa ni antes que rechaza ponerse al frente de mis empresas. ¡Fabi, eres el mismo diablo! —Ama da unos pasos y se queda en pie junto a Martxel—. Martxel, tu madre te pide por favor que hables. Necesito conocer tus intenciones ahora mismo. Deseo con toda mi alma que te incorpores al proyecto que nos salvará a todos, porque eres Martxel, ¡porque eres Martxel, mi hijo! ¡Respóndeme, por Dios! ¡Habla!
Veo unas gotitas de agua en los ojos de Martxel.
—Martxel me está diciendo que quiere ir ahora a la playa —digo.
Ama nos persigue hasta el jardín con el sostén y la blusa de Fabi y la camisa y la camiseta mías.
—¡Que no se os ocurra salir desnudos de casa! —exclama.
—Tenemos prisa por bañarnos en la playa —dice Fabi, muy impaciente, dando saltitos como si quemara el suelo.
—¡Vestíos como Dios manda! —grita ama sordamente, para no ser oída desde la otra casa.
Es noche oscura y hace calor. Fabi arranca de un tirón todas las prendas de manos de ama y nos vamos.
—¿Y el calzado? —dice ama.
—¡Viva la vida! —exclama Fabi. Enseguida le oigo gemidos ahogados—. ¡Uy, cuánta piedra! ¡Se clavan en los pies!… ¡Pero qué bien vamos tan libres!, ¿verdad, Jaso?
—Si, al menos, fuera de día para pisar sin miedo… —digo.
—Ya nos acostumbraremos. Yo sufro con gusto y tú también debes sufrir con gusto. Mira a Martxel, qué bien pisa descalzo. Estamos aprendiendo de él. Martxel es maravilloso. Nos ha traído el sol —dice Fabi.
Martxel no parece sentir las piedras. Yo nunca había paseado de noche con medio cuerpo al aire. Nos cruzamos con dos personas y por su saludo sé que no han advertido que Fabi y yo vamos medio desnudos. Pienso que ama no quiere que vayamos así, y por eso me alegro de pensarlo. Ahora estamos a la vista de La Venta. Hay un pequeño grupo de gente fuera, tomando la fresca. Cojo a Fabi su blusa y le tapo los senos.
—¿Qué haces? —dice Fabi.
Creo que no se habrían dado cuenta de cómo va, pero quiero estar seguro. Pasamos y Fabi me aparta, diciendo:
—Qué tonto eres… Es mejor que el pueblo se acostumbre cuanto antes a nosotros.
Enseguida nos da de lleno la brisa del mar procedente de La Galea.
—¡Vida, vida, vida! —exclama Fabi, abriendo los brazos y respirando profundamente, y yo no puedo dejar de pensar en sus senos desnudos recibiendo de lleno la brisa del mar.
—Hemos olvidado los trajes de baño —digo.
Fabi lanza la carcajada más fuerte de hoy. Descendemos la cuesta del monte. Al pisar la arena de la playa me agacho a mirar los pies de Fabi. Están sangrando. Miro los míos: también están sangrando. Los únicos que no sangran son los de Martxel.
—No somos como él —digo.
—Nos lleva seis años de ventaja. El ya está en el Edén —dice Fabi.
—Querrás decir que él tiene más callos en los pies —digo.
—¿No es lo mismo? —dice Fabi.
—¿Qué tiene que ver el Edén con los callos? —digo.
Martxel se vuelve y se acerca a nosotros. Apoya una mano en el hombro de Fabi y la otra en el mío. Y nos mira. Gira su cara hacia uno y hacia otro.
—Así lo soñé. Con mis hermanos. Mi hermana también es maravillosa —dice.
No sé cómo lo hace, pero, de pronto, su túnica cae junto a las ropas que trajo Fabi en la mano.
—Hemos olvidado los trajes de baño —digo.
—¡Vida! —exclama Fabi, soltándose los botones de su falda, que cae sobre la arena. Sus dedos siguen soltando cierres y botones y cae nueva ropa sobre la arena. Da saltitos y apoya una mano en mi hombro y otra en el hombro de Martxel—. ¡Vida, vida! —exclama.
—Jaso —oigo a Martxel.
—¿Eh? —digo.
—Jaso —dice Martxel.
—¿Eh? —digo.
—¿No te pesa tanta ropa sobre el cuerpo? —dice Fabi—. Recuerda que hemos venido a bañarnos.
—Hemos olvidado los trajes de baño —digo.
—¡Pero, Jaso!, ¿cuándo vas a espabilar? —dice Fabi.
Las manos de Martxel y de Fabi recorren mi pecho y luego bajan hasta mi cintura y desabrochan la bragueta de mi pantalón y me lo bajan y me lo quitan y luego hacen lo mismo con mis calzoncillos.
—Hasta hoy, nuestra playa no había sido nuestra —dice Martxel.
—Tengo frío —digo.
—Tienes miedo —dice Fabi—. ¡Estás llorando! —Me toma de los hombros y se pone de puntillas para quitarme las lágrimas a besos—, ¡A ver si me coges! —y echa a correr playa abajo hacia el agua. Quiero pensar que es la niña Fabi de aquel tiempo, pero no puedo, pues he visto y sigo viendo su cuerpo desnudo alejándose. Además, ni siquiera cuando niña vi a Fabi desnuda. Entonces no lo sabía, pero ahora sé que era cosa de ama. «La carne es pecado», decía. ¿Cómo es el Martxel que ha regresado? ¿Cómo es Fabi ahora? Mi mano es tomada por la mano de Martxel. No necesita tirar de mí para llevarme, porque cuando su carne y la mía se tocan… Fabi regresa sin haber tocado el agua, corre torpemente hacia arriba, no cesa de reír, y me coge de la otra mano y ahora me llevan entre los dos. La marea está alta y enseguida alcanzamos la orilla. No sé si el agua está caliente o fría, no sé si hay olas grandes o no. Metidos los tres hasta la cintura, Martxel y Fabi chapotean frente a mí.
—¡Hemos perdido media vida bañándonos con trapos! —exclama Fabi.
—Así lo soñé —dice Martxel.
—¡Vida, vida, vida! —exclama Fabi, chapoteando como una loca.
Luego se juntan los dos y se huelen el uno al otro los cuerpos, y Martxel dice: «No nos conocíamos hasta hoy», y Fabi dice: «Oh, oh, no nos conocíamos hasta hoy. Conozcamos a Jaso». Me rodean. Me huelen. No cesa la risa de Fabi. Dice: «Siempre junto a Jaso y no sabía que le quisiera tanto». Martxel me besa en la boca y Fabi hace lo mismo, y dice: «¿Por qué nunca había besado a mi hermano en los labios?», riendo, no como Martxel, quien tiene una expresión tan dolorida como la de Cristo. Me dejo manosear por ellos, y ellos toman mis manos una y otra vez y las ponen sobre sus cuerpos.
—¡Alguien llega! —exclama Fabi.
—¡Ama! —digo, y huyo del agua y echo a correr playa arriba.
—¡No es ella, es gente que baja por la falda del monte! —dice Fabi.
No es ama. Me detengo y me vuelvo hacia La Galea. Sí, baja gente por el acantilado casi en vertical, por el que, se dice, sólo se atreven a bajar los…
—¡Tienen que ser los Baskardo de Sugarkea! Aún me acuerdo —dice Martxel, y sale del agua y empieza a caminar hacia ellos. Fabi le sigue y me llama por señas. Voy.
—¿Por qué llamaste a ama? —dice Fabi.
—¿Llamé a ama? —digo.
—¡Martxel es maravilloso! —exclama Fabi—, ¡Nuestra playa es otra playa!
Coge mi mano y seguimos a Martxel. Ahora ya podemos ver que son seis las sombras negras que bajan como cabras por la pared. Martxel se detiene. Fabi y yo llegamos a su lado.
—¿Por qué te paras? A mí no me importa que me vean —dice Fabi.
—No se trata de eso… Ya nos han visto… Resulta que van vestidos —dice Martxel.
—Les he visto pocas veces, pero siempre iban vestidos —dice Fabi.
—Es distinto, ahora están en la playa, como nosotros —dice Martxel.
—Quizá se desnuden al pisar la arena —dice Fabi.
Vienen a pescar. Son, con mucho, los mejores pescadores de toda la costa. Cuando los demás sólo pescan en las peñas en bajamar, a estos Baskardo de Sugarkea les da lo mismo pleamar que bajamar, porque siempre llenan sus sacos. Eso se dice. Martxel está tan quieto que seguramente ni respira, sólo hace que mirarlos. Fabi dice: «¡Qué emocionante!», y yo me oculto tras ellos para que no me vean desnudo esos Baskardo. Martxel dijo que ya nos habían visto, aunque no lo parece, pues sólo están a lo suyo, aunque yo no juraría que no nos hayan echado ya alguna reojada. Y también se dice que tienen mejor vista que nadie, como lo prueba el que ahora no lleven carburos para alumbrarse. ¿Cómo pueden pescar de noche sin carburos?
—No se desnudan —dice Martxel. Y lo repite varias veces: «No se desnudan, no se desnudan…», al ver que se alejan con sus trastos por las peñas de los bajos del acantilado. «No se desnudan, no se desnudan».
—¡Allá ellos! Tampoco se desnudan los demás, sólo nos desnudamos nosotros —dice Fabi.
—¡Es que nosotros teníamos que desnudarnos porque ellos también se desnudan! —exclama Martxel.
Cae a plomo sobre la arena, y allí se queda, largo, inmóvil. Fabi se arrodilla a su lado.
—¿Qué te hace sufrir, Martxel? —dice. Le obliga a levantar la cabeza y yo me acerco y así puedo ver el rostro de Martxel lleno de arena, su nariz, su boca, sus ojos. Fabi le limpia cuidadosamente con sus dedos—. Yo me desnudo porque tú me has enseñado y me gusta… ¡me entusiasma! —Abraza la cabeza de Martxel y la estrecha contra su pecho—. ¡Cómo lo necesitaba, cómo te agradezco el que me descubrieras que lo necesitaba! ¡Estaba muerta y ahora me siento viva!
—¿Por qué no se comportan con la inocencia de los orígenes? —dice Martxel.
—Es de noche, no les distinguimos bien, quizá estén desnudos… ¿Orígenes? —dice Fabi.
—No están desnudos. Puedo jurar que no están desnudos. No están desnudos —digo.
—En la playa siguen llevando la misma ropa con la que viven —dice Martxel.
—¿Orígenes? ¿Orígenes? —dice Fabi. Acaricia el rostro de Martxel, le besa en la frente—. ¿Inocencia? ¡Oh, sí, claro, inocencia!
—No están desnudos —digo.
—¡Inocencia! ¡Inocencia! —exclama Fabi.
—La redención de los vascos —dice Martxel—, En mi sueño creí haber encontrado el camino de la redención de los vascos. Pero acabo de saber que ni siquiera ellos lo siguen.
—Martxel, Martxel… —dice Fabi, quitándole las lágrimas a besos.
—Los Baskardo de Sugarkea no se desnudan —digo.
—¿Cómo fueron realmente los Orígenes, el tiempo al que debemos volver? —dice Martxel.
—¡Mira a tus dos hermanos y mírate a ti! ¡Estos son los Orígenes! —exclama Fabi.
Ahora, Martxel aparta suavemente a Fabi y se pone en pie y echa a andar hacia el otro extremo de la playa. Fabi también se ha levantado y lo acompaña unos pasos, nada más que para limpiarle la cara de los últimos restos de arena. Luego, lo deja ir solo.
—Tenemos que esperarlo —dice Fabi.
Está desnuda.
—Los Baskardo de Sugarkea no se desnudan —digo.
Fabi está desnuda. Martxel también está desnudo, pero se aleja. Únicamente quedamos aquí Fabi y yo desnudos.
—¿Adónde va Martxel? —digo.
—No hablemos de él en un rato. Necesita creer que está solo en la playa, y si hablamos sabrá que no está solo —dice Fabi.
Yo tampoco puedo pensar teniendo ahí desnuda a Fabi. Voy en busca de nuestra ropa, y cuando regreso ella está tendida en la arena. La cubro con su falda y su blusa.
—¿Qué haces? —dice Fabi.
—Los Baskardo de Sugarkea no se desnudan —digo.
—Pues yo sí —dice Fabi.
—Martxel se ha ido porque no puede pensar viéndote desnuda —digo.
—¡Él está desnudo! —dice Fabi.
—Los Baskardo de Sugarkea no se desnudan y Martxel se ha marchado —digo.
—¡Y qué me importa a mí que los Baskardo de Sugarkea no se desnuden y que Martxel…! —exclama Fabi. Coge su ropa y la arroja lejos.
Me aparto de ella con mis pantalones y mis calzoncillos y busco por la playa el resto de mi ropa. Casi he dejado de ver a Fabi en la noche. Me pongo la camiseta, los calzoncillos y el pantalón, y la playa vuelve a ser la de siempre.
—El culpable es el reúma —oigo a Martxel.
Despierto y está a mi lado, cubierto con su túnica. Fabi también está a su lado, pero desnuda.
—Vístete —dice Martxel a Fabi.
De nuevo se aleja de nosotros, esta vez hacia el extremo de la playa en que están los Baskardo, suponiendo que no hayan terminado ya de pescar y no estén en Sugarkea. ¿Cuánto tiempo he dormido?
—¿No has oído a Martxel que te vistas? —digo a Fabi.
—Le hemos entendido mal, es imposible que haya dicho eso —dice Fabi.
Mirando la espalda de Martxel veo también, a lo lejos, las pequeñas sombras de los Baskardo moviéndose sobre las peñas.
—Martxel quiere que te vistas. Él también se ha vestido —digo.
—No puede ser —dice Fabi.
Le doy la espalda, pero de modo que yo pueda seguir viendo a Martxel. Ahora, su sombra tiene el mismo tamaño que las sombras de los Baskardo.
—Martxel dijo algo sobre el reúma y es el que tú vas a coger si no te vistes —digo.
—Siento como si ya hubieras dejado de ser mi hermano —dice Fabi.
Por fin, Martxel está a nuestro lado. Me ha gustado ver cómo se acercaba tapado con su túnica. «Martxel se ha vestido», dije a Fabi.
—No les ha importado que les observe desde tan cerca. Fue como si no me vieran, o me despreciaran. Me resultaba difícil aceptar que no eran como los hombres y mujeres de mi sueño. Y no, no iban desnudos. Sin embargo, son nuestra inocencia perdida —dice Martxel.
—¡Ellos nunca me enseñaron lo que tú me has enseñado! —exclama Fabi.
—Porque los vascos somos diferentes por culpa del reúma. Si en este clima húmedo nos hubiésemos desnudado, todos nuestros hijos habrían nacido con reúma. Eso es todo. Así es. Está muy claro. No puede ser de otro modo —dice Martxel. Se acerca a Fabi—. Vístete, que hace fresco y se está echando la niebla.
—¡No se trata de reúma sino de que aquí todos somos monjes y monjas! ¡Euskadi es un gran convento de clausura! —dice Fabi.
—Los Baskardo de Sugarkea son los verdaderos padres de nuestro pueblo y he descubierto que no necesitan desnudarse para serlo. Ahora que lo pienso, tampoco me gustaría que Andrea paseara desnuda por la plaza —dice Martxel.
—¡Andrea se ha casado! ¡Olvídala! —grita Fabi. Le hago señas para que se calle. Es un demonio. Su furia hace que la tome con el pobre Martxel. Es un demonio. Le sigo haciendo señas.
—En invierno usan pieles gruesas de oso, y me gustaría saber de qué animal son las pieles finas que llevaban hoy —dice Martxel.
—¡Son otros frailones, nada tengo que ver con ellos! ¡Nadie conseguirá que me vista! —exclama Fabi.
—Los vascos debemos regresar al tiempo en que nos cubríamos con pieles —dice Martxel.
—¡Te odio! ¡Te odio! —exclama Fabi.
—Dios mío, ¿por qué hemos dejado de ser ellos? —dice Martxel.
—¡No conseguirás quitarme lo que me has dado! —exclama Fabi.
—Me siento responsable del reúma que vas a coger —dice Martxel, agachándose para tomar de la arena las ropas de Fabi y entregándoselas.
—¡No! —exclama Fabi, dando un salto atrás.
—¿Te visto yo mismo? —dice Martxel.
—¡No nos conviertas en lo que éramos antes! —exclama Fabi.
Pero se deja abrazar por él y que comparta con ella su túnica y se la lleva playa arriba. Fabi llora.
—No quiero volver a esa casa —dice.
Hay una sombra en la carretera, frente a nuestra casa, paseando. Es aita. Se acerca.
—¡Martxel! —dice.
Le abraza. Martxel sigue cubriendo a Fabi con su túnica.
—¡Me alegro de verte de nuevo, hijo! Supe que habías vuelto y te esperaba. ¡Cuánto tiempo, cuánto tiempo! —dice aita.
Me acerco a él, a su oído: «No le recuerdes que ha estado fuera», le susurro. Me mira como si no supiera quién soy y exclama: «¿Eh?», y vuelve la cabeza.
—¿Le ha ocurrido algo a Fabi? —dice.
—Venimos de la playa —digo.
—¿Por qué venís sin ropa? —dice aita.
—Es la última vez que se desnudan —digo.
—Parecéis gitanos —dice aita forzando una risa.
—Es la última vez que se desnudan —digo.
—¿No tienes ninguna palabra para tu padre, Martxel? —dice aita.
—Tú eres aita —dice Martxel.
—¡Claro que soy aita! ¿Quién iba a ser? ¿Tan mal andas de la vista que no reconoces ni a tu propio padre? Acerquémonos a este farol a que me dé la luz en la cara… ¿Me recuerdas ahora? ¿Qué te sucede?, ¿no te encuentras bien? —dice aita.
—En esta casa nadie se encuentra bien —dice Fabi.
—Estoy hablando con Martxel, no contigo —dice aita.
Se pone junto a Martxel y así recorremos el camino de guijo hasta la casa oscura, sólo con una ventana iluminada, la del dormitorio de ama. Voy detrás de Martxel, de Fabi y de aita.
—Me gustaría saber a qué jugáis los dos cubiertos con ese trapo —dice aita.
—No les pidas que se lo quiten —digo.
—No subas aún, Martxel, quédate un momento a hablar conmigo. Sé que estarás cansado, pero sólo te pido… ¿Sabes ya quién soy? —dice aita.
—Sabe perfectamente quién eres —dice Fabi.
—¿Qué le pasa a mi hijo? ¿Por qué no habéis llamado a un médico? —dice aita, tomando a Martxel de los hombros y mirándole fijamente a los ojos—. Tú y yo no hemos conversado mucho en los últimos años, pero la realidad de hoy es ésta: primero, mi hijo ha estado fuera mucho tiempo y es justo que a su regreso intercambie con su padre, al menos, el mismo número de palabras que intercambiaría con el jardinero; segundo, este padre necesita tratar con su hijo asuntos importantes que debían haber sido resueltos hace muchos años… Fabi, ¿crees que tu hermano necesita un médico?
—Si quieres curarle, ofrécele otra familia —dice Fabi.
—Martxel ya está en casa y pronto se sentirá perfectamente. Lo único que necesitaba era encontrarse en su hogar y con los suyos, ¿eh, hijo? —dice aita—, ¿Por qué no pasamos tú y yo al salón?
Y le toma del brazo por encima de la túnica y quiere llevárselo.
—El pobre no aguantaría una repetición de la misma matraca —dice Fabi.
—¿Repetición? ¿Matraca? —dice aita.
—Ha sido un día muy duro para él y desea quedarse a solas con su crisis. Iré con él arriba —dice Fabi.
Pero aita no suelta a Martxel.
—He expuesto la situación con claridad. Creo que tengo ciertos derechos. Hoy no podría dormir sin saber qué planes tiene Martxel para el futuro. Me bastarían cinco minutos a solas con él. Luego, me lo arrebatáis, como de costumbre —dice aita.
Fabi va a hablar, pero Martxel se le adelanta:
—Ama y tú os disputáis mis despojos. No contéis conmigo —dice Martxel a aita.
—¡Yo nada tengo que ver con ella! —exclama aita.
Martxel no sabe lo que dice, no se da cuenta de que está hablando con aita y no con ama.
—¿Está claro? No contéis con él —dice Fabi.
—¡No me hables en plural!… Martxel, sólo te pido cruzar cuatro palabras contigo en el salón. Un padre tiene derecho a estar a solas con su hijo, después de años sin verle ni saber nada de él —dice aita.
—No contéis conmigo para seguir destruyendo a Euskadi —dice Martxel.
¡Es aita, Martxel, es aita!
—¡Destruyendo a Euskadi…! Os alimentáis de vuestro propio tono apocalíptico. Si no fuera por la industria, seguiríamos siendo una tribu de destripaterrones, estaríamos a la cola del mundo… Pasemos tú y yo al salón, Martxel. Ven, ven… —dice aita.
—Perderíamos el tiempo, mi respuesta es que no —dice Martxel.
¡Por Dios!, ¿quién habla por ti, Martxel? ¿Quién me escribió aquella carta? ¿Dónde están aquellas cacerías de tigres de que me hablabas y que me llevaron a cazar leones con aita? ¡Oh, Martxel, me estás volviendo loco!
—Jaso ha sido mi gran apoyo en estos años. Resultó ser más hombre de lo que yo había imaginado, ¿eh, Jaso? Me dije: «Es mucha suerte para un padre tener un hijo como él». Y esto ocurrió cuando se liberó de la maldita influencia que lo estaba convirtiendo en una nena. ¿Verdad, Jaso, que cuando te acercaste a tu padre…? ¡Maldita sea!, ¿qué hacemos en el recibidor, como extraños a esta casa? ¡Pasemos al salón y todos oiréis lo que voy a proponer a Martxel! —dice aita.
No se mueven ni Martxel ni Fabi.
—A lo largo de una vida de esfuerzo he creado en esta tierra algo importante, que es despreciado sistemáticamente en mi propia casa. ¡Mi imperio merece, cuando menos, que nos sentemos si vamos a hablar de él! —dice aita.
—Es tarde para seguir hablando. Es tarde para todo —dice Martxel.
—¡No me lo digas de pie! Permanecemos de puntillas, como tontos, como si estuviéramos aquí de visita —dice aita.
¡Hazle caso, Martxel por favor!
—Sé que puedo contar con uno de mis hijos: Jaso… ¡Pero es que también tengo otro hijo y en mi proyecto caben los dos! Quiero decir que prefiero que estén los dos, Martxel y Jaso, y no sólo Jaso… Bueno, Jaso no me tendrá eternamente a su lado y él está acostumbrado a tenerme a su lado, pero no soy inmortal… Conviene que sean dos jóvenes los que se apoyen mutuamente… Quiero decir, que sea Martxel quien apoye a Jaso… porque, ahora, si Jaso no me apoya a mí no puede apoyar a nadie…, lo que no significa que Jaso apoyará a Martxel cuando entre a formar equipo con él… El caso es que si Jaso se quedara solo, nadie le podría ayudar…, y aquí entra Martxel, para apoyar a su hermano cuando yo falte… Y no estoy diciendo que Jaso no sea capaz de apoyar a nadie, pero es que ahora estamos él y yo al frente de nuestro imperio y soy yo quien le apoya a él, de modo que luego ha de ser Martxel quien le apoye… Sin olvidar que Jaso ha rematado brillantemente una etapa a mi lado… y nadie duda de que la habría rematado con la misma brillantez de encontrarse solo, ¿eh, Jaso? ¡Qué gran hijo tengo! —dice aita, moviéndose con lentitud y sin ruido, como un gato, cogiéndome del brazo y llevándome hacia el salón, pero sin dejar de mirar a Martxel, esperando su reacción.
—¿Qué habéis hecho de este pueblo? —dice Martxel.
—¿Eh? —dice aita.
—Ama y tú habéis trabajado a fondo para arrebatar a Martxel y a Jaso su inocencia, pero no lo habéis conseguido —dice Fabi.
—Deja fuera a Jaso… ¿Inocencia?, ¿de qué me hablas? Sólo Jaso me comprende. Estoy ofreciendo a mis hijos un trono en el mundo —dice aita.
—¿Qué habéis hecho de este pueblo? —dice Martxel.
—Preguntadle a Jaso qué he hecho yo de este pueblo. Él lo sabe —dice aita.
—Me retiro, estoy cansado —dice Martxel.
¡No te vayas, Martxel!
—¿Es mucho pedir a un hijo que se siente a hablar con su padre? —dice aita—. Lo destinaba para mucho y huyó de nuestra casa. Ni una noticia de él en seis años. Tampoco estuve seguro de la verdadera razón de su huida. Siempre intenté poner algo de razón en esta casa de locos… Acompañadme al salón, sentémonos, quiero hablar con vosotros de muchas cosas… ¡quiero hablar con mis hijos! Siempre hubo demasiado silencio entre nosotros. Esta noche es la ocasión de hablar… Ahora mismo… Solos los cuatro…, sin la maldita influencia… Llevamos la misma sangre, sólo necesitamos hablar —dice aita.
—Para comprender a Martxel tendrías que descalzarte —dice Fabi.
—¿Descalzarme? —dice aita.
No se había dado cuenta de que Martxel va descalzo.
—Yo también estoy descalza —dice Fabi.
—¿Qué coño…? —dice aita.
Se fija en que yo también estoy descalzo.
—¿A qué coño estáis jugando? —dice aita.
—Queremos pisar nuestra tierra tal como se pisaba antes —dice Fabi.
Aita nos mira a los tres, pasa su mirada de uno a otro.
—¡Oh, sí!…, entiendo…, sí… Una acusación muy sutil… Vuestro padre ha manchado una tierra sobre la que antes era posible caminar descalzo… ¡La eterna canción! ¡Volvería a hacer mil veces lo que he hecho! ¡Tierra ensuciada! ¿Cuándo había más suciedad entre nosotros, antes o ahora? ¿Quién ha traído el agua corriente a los retretes? ¡La ha traído el sucio progreso! Pero vosotros rechazáis este progreso y preferís caminar como los burros…
Martxel y Fabi giran hacia las escaleras.
¡No te vayas, Martxel!
—¡No he dado por terminada esta conversación! Te buscaré mañana, Martxel, y nos sentaremos a hablar. Los sueños son para soñarlos, no para vivirlos. Te estoy ofreciendo el puesto más glorioso en una realidad que acepta nuestro pueblo. Incluso una histérica como vuestra madre ya la ha aceptado. Sin embargo, aunque nos dejarais solos a Jaso y a mí, nos las arreglaríamos, ¿eh, Jaso? Estamos trayendo la civilización a esta selva de burros, ¿eh, Jaso?… ¿Sabías, Martxel, que tu hermano tiene novia, que está comprometido con una señorita de la aristocracia madrileña?
«—Ponte derecha la corbata —me dijo aita.
»El Club Marítimo estaba lleno de gente.
»—¿Quién es el rey? —dijo aita.
»—Aquél —dijo uno.
»—¿Qué te parece el rey, Jaso? Tiene cara de gustarle nuestras angulas. Vamos —dijo aita.
»—Espere, señor Baskardo. Póngase en esa fila —dijo alguien a aita.
»—Quédate a mi lado, Jaso. Enseguida nos tocará estrechar la mano del rey. ¿Ha venido sin su gente? ¿Dónde coño se habrán metido las chicas casaderas de su familia? —dijo aita.
»—Señor Baskardo, ¿no le acompaña la señora marquesa? —dijo uno que estaba junto al rey.
»—Está cotorreando, déjela —dijo aita.
»—El marqués don Camilo Baskardo y su hijo Josafat —dijo el que estaba junto al rey.
»Aita y el rey se estrecharon las manos.
»—Mi hijo, Josafat Baskardo. Soltero. El mejor partido de por aquí. ¿Qué tal retiene usted los nombres? Josafat Baskardo, no lo olvide —dijo aita.
»Recuerdo que moví mi mano hacia el rey y que, de pronto, empecé a pasar un mal rato, porque todos en el club se habían quedado como de piedra, todo se estancó, me refiero al tiempo, y yo sabía que tenía que hacer algo con mi mano, pero qué, y cómo, si el rey no dejaba de mirarme ni de mirar mi mano. Hasta que alguien me la agarró y me la llevó, quizá aita, quizá el rey, y miré a aita, mientras el rey y yo nos estrechábamos las manos, y aita sonrió y me llevó al otro lado del salón.
»—Le has causado una gran impresión, hijo. Vete preparando para contraer matrimonio con una hembra de sangre real —dijo aita.
»Alguien le dijo entonces:
»—Al rey no se le trata de usted sino de majestad.
»—Qué tontería, si vamos a ser parientes —dijo aita.
»Cinco días después, aita consiguió que el rey visitara sus fábricas, íbamos aita y el rey y yo con muchos acompañantes.
»—Usted es el amo allá, y yo soy el amo aquí, Majestad. Jaso, invita al rey a nuestra próxima cacería africana. Debe saber usted…, debe saber, Majestad, don Alfonso, que mi hijo Josafat será dueño del mayor imperio industrial conocido en esta parte del mundo. He ordenado fundir para usted un relieve en hierro de un metro de lado y un peso de media tonelada. Aquí siempre hacemos las cosas a lo grande —dijo aita.
»Otro día, el rey comió en nuestra casa.
»—¿Es usted viudo? —dijo el rey, con la boca llena de angulas.
»—Estoy casado con el hierro —dijo aita.
»—Je, je —dijo el rey, torciendo la boca.
»Aita y ama se habían pasado la noche discutiendo. Que si tienes que dejarte ver en la mesa, que si yo no recibo en mi casa al mayor de nuestros opresores… "Me encerraré en mi habitación", dijo ama, "y te las arreglas como puedas. No haberle traído." "¡Se trata del rey!", oí a aita a través del tabique. "¡Del tuyo, no del mío!", dijo ama.
»—El hierro y los vascos, ¡dos epopeyas juntas! —dijo el rey.
»—Dos… ¿qué? Bueno, sí, el hierro y los vascos fabricamos hijos de la mejor calidad, como salta a la vista con mi Josafat. ¿Qué me dice usted de él? Una buena pieza, ¿eh?, absolutamente garantizada con la firma personal de su fabricante… ¡Cien por cien de pureza! ¡Lista para ganar el primer premio en cualquier exposición! —dijo aita.
»Y entonces se lo dijo, se lo propuso. En el comedor se hizo el silencio. Nunca se había sentado tanta gente a nuestra mesa, y durante largo rato nadie respiró. Luego, alguien empezó a hablar de otra cosa. Cuando pasábamos al salón a tomar el café, uno de los del rey se acercó a aita y le dijo: «Las hembras reales sólo se casan con varones reales. Dadas las circunstancias, señor marqués, Su Majestad lo pasará por alto».
»Todo esto fue antes de lo de la señorita Adela, la hija de los condes de Cerroalto. Estuvieron, también, en nuestra casa. Esta vez, ama no se encerró en su habitación. Apenas habló, ni siquiera con la condesa. Cuando aita me dijo que por qué no enseñaba el jardín a la señorita Adela, ama me miró, me miró, dándome en silencio la orden de que no me moviera, y entonces supe por qué no se había encerrado en su habitación, y entonces me apresuré a salir al jardín con la señorita Adela.
»El viaje a Madrid lo hicimos aita, Fabi y yo. Yo nunca había estado en un gran hotel, nunca había estado en Madrid. «Jaso, ¿qué te parece Madrid? Más vale que te guste. Yo te enseñaré las puertas a que deberás llamar para arreglar nuestros asuntos. El hierro está en Vizcaya, pero las trapacerías se hacen en Madrid», me dijo aita. Supe que encontraría a la señorita Adela tan tonta como siempre.
»—No hay duda de que están enamorados —dijo aita.
»—¡Se devoran con los ojos! —dijo la condesa de Cerroalto.
»—Quiero enseñarte una cosa —me dijo la señorita Adela.
»Y me tomó de la mano y me llevó a un cuarto. La carne de su mano era como hígado repelente. Abrió un armario y sacó unos trapos.
»—He empezado a hacer mi ajuar. No encargué que me lo hicieran sino que lo estoy haciendo con mis propias manos. ¿Te das cuenta, Jaso? Yo lo corto y yo lo bordo. Las cosas muy nuestras no deben ser… —dijo la señorita Adela.
»—¿Se va a casar usted, señorita Adela? —dije.
»Me miró y se echó a reír.
»—¿Dónde escondías tu humor de vasco? «¿Se va a casar usted, señorita Adela?». ¡Y lo dices con esa cara de palo! —dijo la señorita Adela.
»Salió del cuarto y corrió por el pasillo hacia donde estaban los otros y oí cómo les contaba lo que le había hecho tanta gracia y oí las carcajadas de los otros. Luego regresó al cuarto. Me cogió de nuevo de la mano y me sentó a su lado en un sofá.
»—Tenía muchas ganas de verte —dijo.
»Me miraba como una tonta.
»—¿Y tú? —dijo.
»—Yo qué… —dije.
»—¿Tenías ganas de verme? —dijo.
»—Es a Martxel a quien tengo ganas de ver —dije.
»—Tu hermano. Tu querido hermano. ¿Por qué no me revelas cómo consiguió que le quieras tanto? —dijo.
»—El es Martxel —dije.
»—¿Cuándo regresa… de donde sea? Tengo tantos celos de él que desearía que no regresara nunca —dijo.
»Me miraba como una tonta. Me levanté.
»—Llevamos más de un año sin vernos y ahora que, por fin, vienes a Madrid y podemos estar aquí solos, te apartas de mí. En tres años nosotros hemos ido a Bilbao en tres ocasiones. Vosotros es la primera vez que venís a Madrid. Pero nos hemos escrito cartas, yo te he escrito cartas, no menos de una al mes. Quería escribirte más… ¡pero tú me escribes tan poco! ¡Y qué cartas! Otra novia ya te habría plantado. Sólo me hablas de leones, elefantes y barcos. ¿Eres tan tímido o es que yo lo estoy haciendo mal? ¿Qué esperas de mí? Dímelo y estoy segura de que podré cambiar. ¿Pero cambiar en qué? Te aburres a mi lado. ¡No hay duda de que te aburres! ¿También te aburrían mis cartas en estos cuatro años? Sé que no valgo mucho, que no estoy a la altura de un hombre tan fuerte y emprendedor como tú. ¿Qué puede enseñar una mujer que escribe poesías a un hombre fraguado en el realismo de los del norte? ¡Y yo que creí que con mis poesías te enviaba una imagen enriquecida de mí! ¡Qué vergüenza! ¿Por qué no cortaste mis envíos? ¡En algunas de mis cartas no había más que poesías! ¿Qué sitio puede haber en tu mundo del hierro para una tonta como yo? Sin embargo, estaba dispuesta a ser la patita fea. En realidad, todavía lo estoy… —dijo la señorita Adela.
»—No entiendo lo que usted me quiere decir, señorita Adela —le dije.
»—¡Señorita Adela! No es momento de burlas, ¿no lo crees? Si me lo pides, no volveré a escribir un solo poema en mi vida… ¿Tan malos son, Josafat? Si mis malos poemas te han explicado perfectamente cómo soy…, ¿por qué has venido a pedir mi mano? ¿O es otra de tus bromas? —dijo la señorita Adela.
»—¿Pedir su mano? —dije.
»—¡No seas tan cruel, Josafat! Y si has venido a pedir mi mano es que mis poemas no son… «Aquella madreselva llorosa sobre el muro»…, ¿recuerdas, Josafat? Así empezaba uno. Yo estaba muy orgullosa de él. ¿Qué te pareció? Y aquel otro: «Mi corazón no es sordo, pero no oye tus…» —dijo la señorita Adela.
»—¿Esas cosas escribía usted, señorita Adela? —dije.
»—Sí, para ti, y te las enviaba —dijo la señorita Adela.
»—¿Me las enviaba? —dije.
»—Sí, claro. ¿Es que no…? —dijo la señorita Adela.
»Se levantó. Me miró como una tonta.
»—¿Adónde vas? —dijo.
»—Con los otros —dije.
»—Y seguramente desearás regresar mañana mismo a tu tierra —dijo.
»—Pues, sí —dije.
»—¿Hay otra mujer? —dijo.
»—¿Otra mujer? ¿Otra mujer? ¡Ninguna mujer! —dije.
»—Me tranquilizas. Es que yo te guardo fidelidad desde hace cuatro años, ¿sabes? Y estoy segura de que tú también me la guardas. Lo que pasa es que…, ¿me permites decírtelo?…, es que eres un poco raro. Cualquier otra no te aguantaría. Te estoy conociendo. Eres, eres… un gran tímido, un tímido de lo más encantador —dijo.
»Se me acercó. Me rozó la parte delantera de su cuerpo. Mi mano fue cogida por un trozo de hígado repelente.
»—Jaso —dijo la señorita Adela.
»—Qué —dije.
»Me miraba como una tonta. Se me acercó más.
»—La fase en que está nuestro noviazgo ya nos permite… —dijo.
»Me miraba como una tonta.
»—No veo nada en el fondo de tus ojos —dijo.
»—¿Así empezaba otra de sus poesías? —dije.
»—¿Te estás burlando de mí? —dijo la señorita Adela. Mi mano se libró del hígado repelente cuando ella retiró su mano—. Paciencia, paciencia… Te estoy conociendo. ¿Comprendes siquiera un poco por lo que está pasando tu pobre Adela? Si no puedes de otra forma, hazlo con los ojos cerrados…
»—Hacer ¿qué? —dije.
»La señorita Adela suspiró y su mano volvió a coger la mía. El hígado repelente.
»—No me importa que me… beses —dijo.
»Y cerró los ojos. Ya no tenía cara de tonta, porque no tenía ninguna cara, sólo labios, del mismo hígado.
»—Adiós —dije.
»—Son ya cuatro años y habéis venido a pedir mi mano —dijo la señorita Adela, sin abrir los ojos.
»—Adiós —dije, pero ella no me soltaba la mano. Y entonces grité—: ¡Aita!
»Fabi me ayudó a huir de aquella casa. Aita se quedó. Quería que yo también me quedara, pero Fabi me arrastró a la puerta y salimos y atrás quedaron los gimoteos de la tonta.
»—No está bien cambiar de idea en el último momento —dijo Fabi.
»—¿Cambiar de idea? —dije.
»—¿Es que nunca pensaste en casarte con ella? —dijo Fabi.
»—¿Casarme? —dije.
»Durante muchos pasos por aquella calle de Madrid, Fabi no paró de reírse. Luego me dijo:
»—Sólo lo siento por Adela. Aunque, por otro lado, ha sido mejor para ella. No todas tienen la suerte de descubrirlo a tiempo. Te amo y te odio, Jaso. ¿Cómo permitiste que la cosa fuera tan lejos? Has esperado al último momento para confesarte que no querías a Adela. No se puede jugar así con la vida de las personas —dijo Fabi.
»—Yo no he jugado con nadie —dije.
»—Entonces, ¿qué ha ocurrido? ¿Quién es el culpable de este malentendido? ¿Ha sido cosa de aita? —dijo Fabi.
»—Yo siempre estoy con aita —dije.
»—¿Qué quieres decir con eso de que «Yo siempre estoy con aita»? —dijo Fabi.
»—Voy a cazar con aita a África, mando tanto como él en nuestras fábricas, entre él y yo matamos todas aquellas llamas a las que nadie se atrevía a matar, soy el capitán del barco mayor de la Cantábrica… —dije.
»—Bien…, ¿y qué? —dijo Fabi.
»—Aita está orgulloso de mí —dije.
»—Sí, sí, pero… —dijo Fabi.
»—Enseguida supe que a ama no le caía bien la señorita Adela y sí le caía bien a aita —dije.
»—Y por eso te acercaste a ella, porque a aita le caía bien. ¿Y a ti?, ¿te caía bien a ti? —dijo Fabi.
»—Es tonta —dije.
»—¿Tonta porque se ha enamorado de ti? No te pongas rojo, porque es la verdad. Después de cuatro años, todos pensábamos que había algo entre vosotros… ¡Adela también lo pensaba! Al menos, ¿sabías que estabas jugando con ella? ¿O te imaginabas que también era cosa de aita, que él te reemplazaría en la cama? ¿Por qué te pones como un tomate? —dijo Fabi.
»De regreso en el tren, el único que habló fue aita:
»—Lo he podido arreglar. Les he tenido que explicar muchas cosas… "Soy el padre de ese muchacho y lo conozco bien", les he dicho. "Yo, su padre, también soy muy realista. Nosotros, los vascos, no perdemos el tiempo contemplando la luna o escribiendo versos…, escribiendo cualquier cosa que no hable de algo que se pueda tocar…, o escribiendo cartas a la novia de uno. Conozco bien a Jaso y sé que está dispuesto a casarse con la hija de ustedes… Quiero decir, que le gusta Adela. A pesar de la distancia, de las pocas veces que se han visto, es la chica que ha tenido más cerca y más veces en toda su vida. Les juro que esto es así. Conozco bien, pero que muy bien, a mi hijo. No es dado ni a sentimentalismos ni a ñoñeces de jovenzuelos enamorados. Jaso es un hombre, hace sus cosas seriamente, como buen vasco. No le juzguen ustedes por lo que le han visto hoy. Está dispuesto a casarse con su Adela para unir a nuestras familias… Quiero decir, que se casa a gusto con ella… Me refiero a que le interesa la chica. Con ninguna otra se habría relacionado porque con ninguna otra conseguiría el emparentamiento de nuestras familias, y esto es muy importante para él porque también lo es para mí, y supongo que también para ustedes… Mi muchacho es serio y atiende con seriedad la parte seria de este asunto, que es la unión de nuestras familias, sin que desatienda la otra, la de la luna y las poesías…, aunque ahí está la buena de Adela para hacer de cigarra por los dos… No me entiendan mal, no piensen mal de Jaso, que está muy dispuesto a casarse con su hija, pero ¿qué culpa tiene él de ser tan tímido y avergonzarse de escribir poesías…, suponiendo que las escribiera? No piensen que tiene por costumbre escribirlas ni que se las escribe a Adela. Conozco bien a mi hijo y les juro a ustedes que nunca ha escrito poesías, jamás ha escrito una sola poesía. Pero no tiene nada contra Adela. Jaso es muy serio, no es uno de esos picaflores que saben endulzar los oídos de las ingenuas. A Jaso le falta práctica en eso de agradar a una chica. El va a lo serio con el menor número de palabras, sin luna y sin poesías. Si Adela ha llorado es porque no lo conoce… todavía. Jaso es tímido y se ha sentido ahogado", y la señora condesa de Cerroalto me dijo: "No le echamos la culpa de lo sucedido, preferimos a los jóvenes poco o nada desvergonzados. Es natural su timidez, perteneciendo a un pueblo…, se llama Getxo, ¿no? ¡Lejos de mí el llamarle pueblerino!, pero lo que ha hecho el pobre muchacho no lo había hecho nadie. Adela se ha llevado un gran disgusto y ahora creerá que no quiere casarse con ella. Yo la convenceré. No permitiré que un malentendido arruine nuestro proyecto familiar. ¡Pero la huida de su hijo, señor Baskardo, ha sido de lo más…, lo más increíble!".
»Y yo les volví a repetir cómo era Jaso. Les dije: "De ningún modo ha pretendido ofender a nadie, y menos a Adela. Jaso es rudo, porque allí arriba se mueve en ambientes rudos. En su puesto de capitán de barco no se domina con blanduras a una tripulación de brutos. En mis fábricas, tanto la gente de abajo como la de arriba es tan bruta como la de los barcos, y Jaso ha de bregar con todos. Por no hablar de los consejos de administración, donde tampoco faltan los brutos. ¿Y sabían ustedes que es uno de los mejores cazadores africanos blancos? ¡No se puede ser un triunfador como mi hijo si no se es rudo! Una vez casados, la dulce Adela lo suavizará, no tengan ustedes la menor duda". "No tenemos la menor duda", dijo la condesa de Cerroalto… De modo, Jaso, que prepárate en adelante para hacer mejor las cosas. Lo primero, borrar de Adela la mala impresión que le has dejado. Le escribirás varias cartas seguidas, y pronto la visitaremos, no para formalizar el compromiso, que ya está formalizado, sino para que convenzas a Adela de tu firme propósito de casarte con ella. Porque no hay duda de que deseas casarte con ella, ¿verdad? Bueno, ya sé que quieres casarte con ella. ¡Cómo no voy a saberlo, conociéndote tan bien! Fabi te ayudará…, ¿no es cierto, Fabi? Su instinto de mujer sabrá decirte cómo debes comportarte para…
»Lo único que dijo Fabi fue:
»—No cuentes conmigo para cerrar otro negocio tuyo».
—Jaso, ¿por qué te vas con tus hermanos? —dice aita.
—Yo también estoy descalzo —digo.
—Entre tú y yo tenemos que convencer a tu hermano de… —dice aita.
—Martxel y yo estamos descalzos —digo.
—¡No te burles de mí! ¿De qué te ríes? —dice aita.
—¿De qué te ríes? —dice Fabi.
—¿Sabes por qué me río, Martxel? ¡Va a explotar una bomba a los pies de aita! ¡Se me acaba de ocurrir! ¡Y yo, Josafat, voy a ponerle esa bomba! —digo.
Es el día siguiente. Ayer, durante mucho rato, aita estuvo llamando a mi puerta, pero no le hice caso. También me hablaba: «No te comprendo, Jaso. Mañana te arrepentirás de lo que estás haciendo y vendrás a mí con toda la cara roja, como de costumbre. No te creas que no oigo tus carcajadas. ¿Qué mosca te ha picado?», decía aita. ¡Qué bomba le espera!
Bajo muy temprano a las peñas y ya está allí Ángelo «Boniato», sentado al pie del casco negro.
—¡Te lo regalo! ¡Llévatelo bajo el brazo! ¡Llévatelo lejos, que nadie lo vuelva a ver! —digo.
Boniato saca los ciento veinticinco duros de su bolsillo y me los enseña.
—Siempre pago lo que me llevo —dice.
Me pongo a tirarle piedras al barco negro.
—¡Maldito! ¡Maldito! ¡No mancharás más! —digo.
Los golpes de mis piedras contra el casco negro suenan como gritos roncos de arpía.
—Si no lo pago es como si no fuera mío —dice Boniato.
—¡Si te lo regalo será igualmente tuyo! —digo.
—Alguien me lo podría quitar después con los guardias —dice Boniato.
—¿Qué quieres?, ¿un papel? ¡Aquí lo tienes! ¡El César ya es tuyo! —digo.
Pero Boniato no coge el documento que he sacado de mi bolsillo. Sólo lo mira, clava sus ojos en él y no los aparta.
—Los papeles no valen nada si no se ha pagado por ellos —dice.
Le ofrezco junto al documento mi otra mano extendida y abierta. Pone los ciento veinticinco duros en mi mano y sólo después coge el documento. Lo mira por todas partes.
—¿Pone aquí su nombre? —dice.
—Es el certificado de propiedad. Me lo regalaron, pero está a mi nombre, el barco es mío. Si yo te lo regalo con este papel, también será tuyo. Coge tu dinero —digo.
—Ponga «vendido a» en esta esquina del papel. Y, debajo, mi nombre —dice.
—Parece que entiendes mucho de estas cosas…, pero no tengo pluma —digo.
No sé cómo aparece en su mano un lapicero. Lo cojo.
—¿Por qué se ríe usted? —dice.
—No te molestes. Lo estoy pasando muy bien… ¿Cómo te llamas? —digo.
—Ángelo —dice.
Escribo «Ángelo».
—¿Cómo te apellidas? —digo.
—Altube —dice.
—¿Altube? Claro, Altube. Saturnino. Creo que caíste por aquí poco antes que sus llamas. ¿No serás tú mismo otra llama, a pesar de que pareces un mocoso? —digo.
—¿Por qué se ríe usted? —dice.
Escribo: «Vendido a Ángelo Altube por ciento veinticinco duros».
—Ya está, incluidos los ciento veinticinco duros. Ahora sí que puedes quedártelos —digo.
—¿Quedármelos? —dice.
—¡Claro, ya están en el documento! ¿Quién se va a enterar de que te los devuelvo? —digo.
—Yo —dice.
Ta-rí, ta-rí, ta-rí. Las huellas frescas del birlocho de aita me dicen que acaba de partir. Le gusta presentarse a primera hora en sus oficinas, sobre todo los lunes, para controlar a su gente. El otro birlocho está en la puerta, esperando a Román. Martxel y Fabi están sentados en el césped, envueltos en sábanas y descalzos. Fabi se pone en pie y corre hacia mí. Ta-rí, ta-rí, ta-rí. «¡Regresaremos a la tierra! ¡Viviremos en un caserío! ¡Martxel y yo lo hemos decidido! ¡Y tú, con nosotros, Jaso!», dice Fabi, .abrazándome. Ta-rí, ta-rí, ta-rí. «¿Dónde has estado? Sonríes. Pero no nos acompañarás», dice Martxel. «¡Sí, ya nunca nos separaremos! ¡Nunca tres hermanos han estado tan unidos! Martxel, ¿cómo te atreves a decir que Jaso no vendrá con nosotros?», dice Fabi.
Su brazo rodea mi cintura y me lleva hasta Martxel. «¿De dónde vienes?», dice Martxel. Ta-rí, ta-rí, ta-rí. «Pareces muy feliz», dice Martxel. «¡Porque también ha vuelto a nacer!», dice Fabi. «Nunca romperá con su ama y su aita», dice Martxel. Ta-rí, ta-rí, ta-rí. «Sé muy bien lo que me digo. Quizá lo desee, pero no puede. Sencillamente, no puede. Es demasiado buen hijo», dice Martxel. Ta-rí, ta-rí, ta-rí. «Sólo te perdonaré si estás intentando picarle. ¿No vino con nosotros a la playa? ¿No se descalzó?», dice Fabi. «Sé muy bien lo que me digo», dice Martxel. Ta-rí, ta-rí, ta-rí. «Iremos los tres a vivir al caserío o no iremos ninguno. ¿Verdad, Jaso, que saldrás de esta casa y regresarás con nosotros a la tierra? ¿No sientes en tu carne, como lo siento yo, el mensaje de libertad que nos ha traído nuestro hermano? ¿Por qué no hablas?», dice Fabi. «Porque no se atreve a confesarnos que seguirá con ellos», dice Martxel. Ta-rí, ta-rí, ta-rí. «¿Verdad, Jaso, que no hace falta que te provoque?», dice Fabi. «Sé lo que me digo. Se asustó. Está asustado. Habrá que tener paciencia con él y esperar. ¡Mira qué sonrisa feliz hay en su cara!», dice Martxel. «¡Nada de esperas! ¡Huirá con nosotros de esta casa!», dice Fabi. «¡Qué tontería!», dice ama.
Está en el porche, esperando a Román, con un papel escrito en la mano. «Iré con vosotros», digo. «¡Lo sabía! ¡Lo sabía! ¡Jaso ha hablado! ¿Le has oído, Martxel? ¿Te convences ahora?», dice Fabi. «Palabras», dice Martxel. «No te canses provocándole más. Jaso lo tiene decidido. ¡Regresaremos los tres hoy mismo a la tierra!», dice Fabi. «¿Qué tonterías estoy oyendo?», dice ama. Sale Román de casa. No sé por qué miro, pero veo cómo ama le entrega el papel escrito. Román apenas se detiene para leerlo. A veces, ama le transmite así las órdenes para el día. «¿Y a éstos no se les saca de aquí ni con aceite hirviendo?», dice Román, echando a andar por el sendero del jardín, pasando ante nosotros sin mirarnos y subiendo al birlocho, que parte. Ta-rí, ta-rí, ta-rí. «Sólo estáis jugando a algo», dice ama. Ta-rí, ta-rí, ta-rí. «Entrad en casa, que no os vea esa demonio vestidos como gitanos», dice ama. Se refiere a Ella. «Además, se os está enfriando el desayuno», dice ama, y se mete en casa.
Fabi se aparta dos pasos de mí y se abre de brazos, como un Cristo, de cara a la otra casa. «¡Adiós para siempre, enanos! ¡Quedaos con vuestros miserables tiquismiquis!», dice Fabi. Y dice: «No sé por qué no nos vamos ahora mismo. ¿Qué nos retiene aquí?». «Os acompaño. Nos aguarda una gran misión, ¿verdad, Martxel?», digo. «¡Oh, sí! ¡Cambiaremos el mundo, le devolveremos la pureza! ¡Lo sabía, Jaso! ¡Lo sabía!», dice Fabi, y desanda los dos pasos para abrazarnos. «Palabras. Que nos dé una prueba de que cree en sus propias palabras», dice Martxel. Ta-rí, ta-rí, ta-rí. «Jaso sabe lo que dice», dice Fabi. «Sé lo que me digo», diceMartxel.Ta-rí, ta-rí, ta-rí. Saco del bolsillo los ciento veinticinco duros y los enseño, y Martxel y Fabi los miran y luego me miran a mí. «He vendido el César. Era mío y lo he vendido. Era el mejor barco de la Naviera Cantábrica. Ya no es de aita. Ya no traicionará a Euskadi», digo. «¿Cuánto dinero tienes ahí? ¿Ciento veinticinco duros? ¿Y qué dices de ese César?, ¿que lo has vendido?», dice Martxel. «Sí», digo. «No será un barco sino una barquichuela», dice Martxel. «¡El César desplaza once mil toneladas! Era el barco estrella de la Cantábrica, pero ha dejado de serlo. ¡Je, je!», digo. «¿Y qué pintan en esto esos ciento veinticinco duros?», dice Martxel. «Era el precio», digo. «¿El precio de qué?», dice Martxel. «¡Del barco, del César! ¿No está claro?», dice Fabi. «No está claro», dice Martxel. «¿Aún no te has acostumbrado a las cosas de Jaso? Jaso ha vendido un barco de once mil toneladas por ciento veinticinco duros. ¿De qué te asombras? Nunca llevaría conmigo al Jaso que no vende barcos por ciento veinticinco duros. ¡Ha roto con aita! ¡Y de qué manera!», dice Fabi. «¿A quién se lo has vendido?», dice Martxel. «A Ángelo Boniato», digo. «¿Y quién demonios es Ángelo Boniato?», dice Martxel. «Un chaval de Getxo», digo. «Lo que me preocupa es que ese maldito barco aún siga siendo nuestro. ¡Comprado por un chaval y me imagino que sin papeles, sin documentos, sin recibos!», dice Martxel. «Yo le pasé a Ángelo Boniato el documento y puse en él mi firma», digo. «¿En el despacho de qué notario?», dice Martxel. «¿Despacho? Se lo di en las peñas de La Galea», digo. «Este es nuestro hermano Jaso», dice Martxel.