Me quedé mirando fijo el cuadro que colgaba de la pared. Jamás, en veinte años que llevo acostándome en ese diván, pude descifrar su significado. Es más, me parece un cuadro espantoso, aunque jamás me animé a hacer el menor comentario. Después de todo, cada uno decora su consultorio como más le gusta. El mío, por ejemplo, tiene piso de madera y paredes blancas, con los sillones y la poltrona en cuero negro. Una mesa baja, una lámpara de pie con luz tenue que ilumina desde uno de los rincones y el Guernica en la pared del diván. Nada más. Como dice un paciente decorador de interiores: un ambiente minimalista.
Estaba en ese desvío de asociaciones cuando la voz de Gustavo, mi analista, me trajo a la realidad.
—¿Qué piensa hacer?
—No lo sé. Estoy confundido. En la charla telefónica que tuve con él no supe bien qué decir. Creo que estuve torpe. Usted sabe que a lo largo de estos años he tratado a personas con características muy diferentes. Hombres, mujeres, adolescentes, ancianos, bisexuales, neuróticos, psicóticos e, incluso, algún que otro perverso. Y no sólo todo tipo de edades e identidades sexuales, sino también pacientes que realizaban actividades muy distintas: profesionales, artistas, empleados, comerciantes… Toda la gama posible de sujetos y ocupaciones. Pero «esto» no me lo esperaba.
—Bueno, pero le llegó «esto». ¿Qué piensa al respecto?
—No lo sé. Estará de acuerdo conmigo en que la situación es un poco extraña. Estoy perplejo, me siento como un principiante…
—Sí, me imagino que debe de ser algo extraño para usted. Pero piense que también debe de serlo para él.
—Eso me dijo.
—Cuénteme qué le dijo.
—Que no sabía si estaba haciendo lo correcto. Que si alguien de su entorno llegaba a saber que vio a un psicólogo podría ser grave.
—¿Es para tanto?
—Gustavo, estamos hablando de un ámbito muy conservador. Fíjese el impacto que ha tenido en mí, e inclusive en usted. Imagine entonces lo que pasaría con sus pares, y ni le digo con sus superiores. Sería visto casi como una herejía.
—Mire, Gabriel, la situación es novedosa para usted. Le confieso que también lo sería para mí, no voy a engañarlo. Pero supongo que si él se comunicó con usted y le pidió una consulta habrá sido por algo. Le está pidiendo ayuda.
—¿Entonces?
—Entonces, ¿por qué se la va a negar?
—Es que estoy convencido de que en algún punto vamos a entrar en conflicto.
—El conflicto, licenciado, es inherente a la psiquis humana. ¿O no lo aprendió todavía?
—Obvio que sí —me sonrío—. Con eso trabajamos.
Se hace un silencio.
—Gabriel, «esto» que tiene por delante es, antes que nada, una persona que está sufriendo y, además, un desafío. Pero no va a ser el primero que enfrente en su vida, ¿o sí?
—No.
—Y, como todo desafío, puede salir bien parado o puede que sea demasiado grande para usted y, en ese caso, deberá enfrentar la frustración de haber fracasado. Decida si quiere o no correr el riesgo.
—No estoy seguro de tener éxito. Y no puedo engañar a este hombre.
—Lo felicito. Acaba de decir dos estupideces en una sola frase. La primera, que no está seguro de tener éxito. Gabriel, uno nunca puede estar seguro de conseguir el éxito en ningún tratamiento. Y la segunda es que no puede engañar a este hombre. ¿Acaso a alguno sí? Usted, como analista, no debe engañar a ningún paciente, no sólo a éste. Yo sé que usted es un profesional experimentado pero, si no le molesta, ¿me permite que le dé una sugerencia?
—Se lo ruego.
—Propóngale algo. Ofrézcale pactar una cantidad limitada de encuentros… digamos siete, que es un número bastante bíblico y eso le va a caer bien. —Sonrío—. Yo sé que por lo general las entrevistas preliminares son tres o cuatro, pero esta vez es probable que necesiten más. Si al cabo de ese número de entrevistas ven que el trabajo es productivo, siguen adelante. Y si no, interrumpen. Comprométase y comprométalo sólo a esas entrevistas y veamos qué pasa con él y qué pasa con usted.
—Me parece bien. Yo también necesito ese tiempo de prueba. Ya le dije que no estoy convencido de lo que estoy haciendo. Así que su propuesta me resulta más que válida. Creo que es un tiempo prudencial para que nos conozcamos y determinemos si sirve o no que emprendamos un análisis juntos.
—Entonces vaya, haga lo que tenga que hacer y le deseo mucha suerte —me siento en el diván—, pero eso sí, ¿puedo pedirle algo?
—Por supuesto.
—Tengo unos cuantos años más que usted, en la vida y en la profesión. —Asiento con la cabeza—. Si esto avanza prométame que me va a contar cómo le está yendo —me río—. No, no se ría. Usted es el primer psicólogo que conozco que analizará a un cura.
—Yo tampoco he conocido uno antes.
—Por eso mismo le deseo suerte. —Ya me retiraba cuando deslizó—: Ah, Gabriel. Y que Dios lo ayude.
Me reí y salí decidido del consultorio. Al menos iba a intentarlo.
Le hice a Antonio la propuesta que había trabajado en mi análisis y aceptó gustoso. Así que nos pusimos a trabajar de inmediato para ver hasta dónde podían conducirnos aquellas siete entrevistas.
PRIMERA ENTREVISTA
—Disculpe si me cuesta empezar, todo esto es muy raro para mí.
—Lo comprendo.
—No sé ni cómo se hace… digo, esto de analizarse.
—Hable libremente, de lo que quiera, y recuerde que aquí nadie va a juzgarlo.
Sonríe.
—Ése es ya todo un cambio para mí.
—Lo imagino. Pero, veamos… Podría empezar por contarme algo de usted y, de ser posible, decirme qué es lo que lo movilizó a pedir estas entrevistas conmigo.
—¿No sería mejor empezar por lo que creo que he hecho mal para que usted pueda decirme si es o no es así?
—Antonio, yo no soy quién para decir lo que está bien y lo que está mal.
—Bueno, a ver… Le cuento. Tengo cincuenta y tres años y vengo de una familia acomodada de la provincia de Buenos Aires. Mi padre, Ubaldo, tiene ochenta y cinco años y es ingeniero agrónomo. Siempre tuvimos campo, así que me crié en una estancia, escuchando los pájaros y mirando la inmensidad de la pampa. Es increíble cuánto uno puede conectarse consigo mismo y sentir la presencia de Dios en ese paisaje. Tan grande, tan silencioso. No sé si usted comprende de lo que le hablo.
—Sí.
¿Cómo no voy a comprenderlo? Yo mismo viví algo similar durante mi infancia en un pueblito cercano a Chivilcoy. Aún recuerdo aquellos atardeceres en los que miraba la distancia sentado en la tranquera. Me quedaba horas, hasta ver a mi papá que volvía de trabajar y corría a su encuentro. Claro que sé de qué me está hablando. Sólo recordarlo me emociona. Pero no estamos aquí para pensar en mis emociones sino en las de mi paciente. De modo que no le digo nada de esto. Él continúa hablando de su padre.
—Ahora está internado en un geriátrico. Lo traje aquí, a la ciudad, para ocuparme personalmente de él. No fue una decisión fácil. Él no estuvo de acuerdo, y a lo mejor tenía razón. Tal vez debería de haber dejado que se quedara en su lugar hasta que Dios dispusiera llevárselo.
—¿Y por qué lo trajo?
—Pensé que era lo mejor.
—¿Para él o para usted?
—Tal vez para los dos. Pero el hecho es que no puedo dejar de sentir culpa por esto.
Silencio.
—¿Y su madre?
—Mi madre murió cuando yo tenía diecisiete años.
—¿Tiene recuerdos de ella?
—Sí. La recuerdo hermosa, dulce… un sol. Pero vio usted cómo son los recuerdos.
—¿Cómo son?
—Engañosos. A veces el tiempo y la memoria cambian un poco las cosas.
—Cuénteme cómo era.
—Mi madre era muy religiosa. Su frase de cabecera era: «Nada escapa de la mirada de Dios». Supongo que de allí proviene gran parte de mi fe.
Nuevamente nos quedamos callados. Yo siento que, si bien es una persona muy agradable, culta e inteligente, estamos un poco nerviosos y nos cuesta lograr un diálogo fluido. Salta a las claras que ninguno de los dos vive esto como algo natural.
—Antonio, necesito hacerle una pregunta.
—Diga.
—¿Por qué está aquí hablando conmigo en un consultorio psicológico y no en un confesionario con algún sacerdote?
Piensa un poco antes de responder.
—No lo sé. Yo también me lo he preguntado. Pero no encuentro respuesta. Tal vez usted me ayude a encontrarla.
—Le prometo que voy a intentarlo.
—De todos modos, debo decir que me provoca mucha culpa estar aquí.
—¿Por qué?
—Porque es como si renegara de mi fe.
—¿De qué manera?
—Pensando que mi angustia deviene de un problema psicológico y no de un problema espiritual.
—Bueno, a lo mejor no son cosas tan distintas, ¿no?
—Puede ser.
Hablamos un poco más y así transcurrió la primera de las siete entrevistas. La verdad es que al principio me sentí algo tenso, pero poco a poco ambos fuimos relajándonos y hacia el final nos permitimos, inclusive, intercambiar algunas bromas.
SEGUNDA ENTREVISTA
El tema de nuestro segundo encuentro fue la culpa que le generaba su comportamiento agresivo en el último tiempo.
—No sé qué me pasa, pero estoy enojado todo el tiempo. Ya le dije que mi congregación está compuesta por gente muy humilde, de poca cultura y escasas posibilidades.
—¿Es usted lo que se llama un «cura tercermundista»?
—Podríamos decirlo así. La verdad es que siempre me importó estar cerca de los que sufren, ver si puedo hacer algo por ayudar a los que han sido condenados por la sociedad a la marginalidad y la exclusión, y también a los que han perdido la huella, muchachos que se drogan o que delinquen.
—Ya veo. Más que las grandes catedrales le interesan los desheredados y los pecadores.
—Sí.
—Eso me parece muy noble y muy cristiano. No es un trabajo fácil, y requiere de mucha templanza. Lo felicito.
—Es mi deber. Siempre sentí que para eso había sido llamado por Dios. Y toda mi vida he experimentado una gran felicidad al cumplir con mi misión.
—¿Y ahora?
—Ahora no estoy bien. No tengo paciencia para nada. Estoy susceptible, me enojo por cualquier cosa. Y un sacerdote que no es capaz de tolerar las debilidades de los fieles no sirve para nada.
—¿Y cómo se siente usted con esto que le está pasando?
—Culpable.
Silencio.
—Antonio, usted experimenta esta sensación de culpa con demasiada asiduidad.
—¿De verdad?
—Sí. Dijo sentirse culpable por haber traído a su padre a la ciudad e internarlo en un geriátrico, culpable por estar consultando a un psicólogo, culpable por tener que ocultar este hecho a sus superiores y culpable porque en este último tiempo cree haber perdido su tolerancia de siempre. Sólo hemos hablado en dos oportunidades y fíjese cuántos motivos de culpa han aparecido ya. ¿No le llama la atención?
—No lo sé. ¿Tiene usted alguna opinión al respecto?
—Al menos una hipótesis.
—Me gustaría oírla.
—Antonio, la experiencia me ha mostrado que cuando alguien se siente culpable por tantas cosas diferentes, es posible que haya una culpa más profunda, más grande y difícil de tolerar y que, al no poder hacerse cargo del motivo de su «gran culpa» —por llamarlo de alguna manera—, se la desplace a hechos que están más a mano y generan culpas más pequeñas, más tolerables, pero muchas, demasiadas. Entonces uno empieza a sentirse culpable por todo. Y así es muy difícil vivir.
—¿Qué debería hacer para averiguar si algo así ocurre conmigo?
—Podríamos empezar por el tema puntual que trae hoy y ver a dónde nos conduce.
—¿Así nomás?
—Sí, así nomás. —Sonríe.
—Es raro esto de analizarse.
—Comprendo que le resulte extraño, no es su mundo habitual, pero le pido que confíe.
—¿Que tenga fe en usted, quiere decir?
—No, que confíe en que en su interior están las respuestas al porqué de su angustia. Yo intentaré ayudarlo a llegar hasta ellas.
—Voy a intentarlo.
—Gracias. ¿Entonces?
—Bueno, le decía que hace un tiempo que estoy enojado, intolerante, casi furioso.
—¿Con quién o con quiénes?
—Con los chicos que vienen a la parroquia.
—¿Con todos?
—Bah, en realidad no con todos, pero sí con muchos de ellos.
—Ajá. ¿Con cuáles?
—Con algunos.
—¿Y que hay de común entre ellos?
—Nada.
—¿Seguro?
—Seguro. Hay varones, mujeres. Pertenecen a diferentes familias… no se me ocurre nada que los una.
—Algo debe de haber.
—Veo que los psicólogos son más insistentes de lo que creía.
—¿Entonces? —Se toma unos segundos.
—Bueno, ahora que lo pienso, sí. Algo tienen en común.
—¿Puedo saber qué? —noto su resistencia. Creo que aún no confía del todo en mí—. Antonio, usted debe estar acostumbrado al secreto de confesión ¿verdad?
—Por supuesto.
—¿Usted contaría algo que algún feligrés le hubiera confesado confiando en ese secreto?
—Jamás.
—Bueno. Nosotros, los psicólogos, también tenemos con nuestros pacientes un compromiso similar. Le cambiamos un poco el nombre. Lo llamamos: secreto profesional —lo miro fijo—. Hable sin temores. Lo que diga no va a salir de acá.
Suspira y, luego de una breve espera, me dice lo siguiente:
—Lo que tienen en común es la persona que los coordina.
—¿Quién es esa persona?
—Mary, una chica.
—¿Chica, de qué edad?
—Veinticinco.
—Ah, no es una chica. Es una mujer.
—Sí, es que yo la conozco desde hace mucho, y siempre la vi como a una nena.
—¿Y ahora, Antonio?, ¿la ve de un modo diferente?
Me mira con furia.
—¿Qué está insinuando?
—Nada, sólo pregunto.
—Licenciado, no se haga el estúpido. Yo sé que para ustedes todo tiene que ver con la sexualidad. Pero esta vez está apuntando al lugar equivocado. Nunca me he fijado en ninguna de las mujeres que han venido a mi parroquia. Ni chicas, ni grandes. Jamás. Son mujeres que sufren por falta de alimento, de cariño, que son maltratadas, marginadas. ¿Cómo se le ocurre que yo podría aprovechar mi investidura para sacar provecho de eso? Se ve que no me conoce. No sabe con quién está hablando. —Silencio—. Creo que me equivoqué al venir a verlo.
Se ha generado una gran tensión entre nosotros. Siento necesidad de pedirle disculpas por haberlo ofendido. Sé que estoy hablando con un hombre que cree plenamente en lo que hace y que ha dedicado su vida a ayudar a los necesitados. Con un hombre que podría andar paseando tranquilamente por su estancia y sin embargo anda en una villa ayudando a la gente. Me siento culpable por lo que acabo de decirle. Debería pedirle perdón. Pero… un momento. ¿Qué dije? «Me siento culpable», «debería pedirle perdón». ¿Por qué Antonio me ha generado estas emociones? ¿Son realmente mías? ¿Debo hacerme cargo de esto que me pasa, o mi paciente ha proyectado sobre mí una serie de sentimientos que en realidad le pertenecen? Él cree en su Dios, yo confío en mi técnica. Hasta ahora me ha servido para ayudar a mucha gente. ¿Por qué no habría de servirme ahora? Si en vez de sacerdote fuera abogado o empleado de banco, ¿le pediría disculpas o pondría a trabajar su enojo y trataría de analizar la emoción que me ha producido? Vienen a mi mente las palabras de mi analista al comentarle mi primera entrevista con Antonio: «Gabriel, no se olvide de que ahora, para usted, ya no es un cura, es un paciente. No le niegue la oportunidad. Analícelo como lo haría con cualquier persona».
—Antonio, se ha enojado mucho ante mi pregunta.
—Es que usted me acusó de mirar con interés sexual a una mujer de mi congregación.
—Yo no hice eso. Hágase cargo de cómo interpretó mi pregunta. Yo solamente le pregunté si seguía viendo a esa mujer como a una nena. Porque ya no lo es y eso es algo que debe admitir.
—Por supuesto.
—Y en algún momento usted se debe haber dado cuenta de este cambio.
—Seguramente.
—¿Cuándo?
—No lo sé —contesta inmediatamente.
Por lo general, cuando un paciente se saca una pregunta de encima con tanta rapidez conviene desconfiar de la respuesta.
—Creo que sí lo sabe.
—¿Ahora también me acusa de mentiroso?
—No, sólo de no saber que lo sabe. Pero ya son dos las ocasiones en que se ha sentido acusado por mí. Ya se lo dije: no estoy aquí para juzgarlo. Sólo para ayudarlo a pensar. Quiero que dejemos aquí y que reflexione en todo lo que ha ocurrido en nuestra charla de hoy.
Se levantó del sillón, lo acompañé hasta la puerta y, al despedirlo, sentí que era la última vez que venía a mi consultorio.
Por suerte, me equivoqué.
TERCERA ENTREVISTA
—Qué bueno verlo —le dije al hacerlo pasar—. Después de nuestra última charla pensé que no vendría.
—Licenciado, quedamos de acuerdo en tener siete encuentros. Me comprometí a eso y no suelo faltar a mi palabra.
—Muy bien. ¿Y de qué quiere hablar hoy?
—Estuve pensando mucho en lo que ocurrió el otro día, en nuestra última charla.
—¿Pudo asociar lo que conversamos con algo?
—Sí.
—Cuénteme, por favor.
—Usted preguntó en qué momento me había dado cuenta de que Mary era ya una mujer.
—Lo recuerdo.
—Bien. Como le dije, la conozco desde niña. Y siempre nos peleábamos porque a ella no le gustaba cómo yo la llamaba.
—Creo que no estoy entendiendo.
—Claro. Yo siempre le dije Mary, y ella se enojaba conmigo: «Me llamo Mariana» —me decía enojada—, pero yo seguía llamándola Mary. De hecho soy el único que la llama así. Cada tanto bromeábamos con el tema y ella fingía que seguía enojándose como cuando era una nena.
—¿Y por qué la llamaba usted por un nombre que a ella no le gustaba?
—Porque Mariana no me gustaba a mí. No es que no me agradara el nombre, pero me parecía que no tenía que ver con ella. En cambio Mary me remitía a otras cosas.
—¿A qué?
—A María, por ejemplo.
—Por lo tanto a la pureza.
—Sí, puede ser. Era un nombre que reflejaba mejor su inocencia.
Silencio.
—Continúe, por favor.
—El tema es que hace más o menos dos meses estábamos hablando después de una misa y le dije: «Mary, ¿podrías venir mañana a darme una mano?». Y ella me respondió: «Por supuesto, padre. Pero ¿hasta cuándo me va a llamar así? Sea bueno. Llámeme Mariana».
Hace un nuevo silencio. Percibo que le cuesta hablar de este tema.
—¿Entonces qué pasó?
—No lo sé, pero me sentí muy enojado. Yo la había rebautizado de esa manera y ella lo estaba rechazando. Además, me miró de un modo raro al decirlo.
—¿Qué tenía de raro su mirada?
—No lo sé. Pero no era la mirada de siempre.
—A lo mejor es la mirada que tiene desde hace mucho, sólo que usted no podía darse cuenta. Y, como usted asocia este episodio a mi pregunta acerca del momento en que percibió por primera vez que ella se había transformado en mujer, me parece que lo que usted sintió en ese momento es que Mariana —la llamo así ex profeso— lo miró como mira una mujer. Y a usted, por algo que desconozco, eso lo enojó.
—Puede ser.
—Aunque en realidad no creo que el enojo sea el afecto primario.
—¿Qué quiere decir con eso?
—Que me parece que el enojo fue el modo en el cual usted pudo exteriorizar, sacarse de encima, otro afecto más fuerte: la angustia. Y me pregunto, ¿por qué esta situación lo habrá angustiado tanto?
Durante el resto de la entrevista seguimos trabajando sobre esto. Me dejó en claro que no se había sentido movilizado sexualmente por la situación y, agregó, que no creía que Mariana lo hubiera mirado provocativamente. Era una gran persona, respetuosa, creyente y colaboradora. De todos modos, convinimos en que algo le había pasado con esta cuestión de la pérdida de la inocencia.
Suele ocurrir que los psicólogos supervisemos con algún colega de confianza aquellos casos en los que nos sentimos un poco perdidos. Por lo que a mí respecta, desde siempre, los pacientes que me resultaron complicados me han generado revoluciones emocionales internas muy fuertes. Por eso, preferí supervisarlos en mi propio análisis, porque si yo no podía avanzar es porque algo de lo que ocurría con el paciente me involucraba de alguna manera personal.
El caso de Antonio fue motivo de conversación en todas mis sesiones desde que realizamos aquel acuerdo de siete entrevistas. Así fue que le conté a mi analista la última charla con el sacerdote.
—¿Y usted qué cree?
—No lo sé, Gustavo, no le encuentro la vuelta.
—Piense, algo ha de haber.
—Yo creo en lo que Antonio me dice. No me parece que esté ocultando un deseo prohibido por esa chica. Él me dijo que…
—Ahí está el problema —me interrumpió. Yo permanecí expectante—. Usted está escuchando «qué» le dijo su paciente y no «cómo» se lo dijo. Gabriel, está capturado por el sentido del relato. Pero usted es analista. No trabaja con el sentido, con el significado de las palabras, sino y simplemente, con las palabras —otro breve silencio—. Quiero que se vaya y se quede pensando en esto. Mi consejo profesional es que repita en su mente una y otra vez la conversación con Antonio y ponga especial énfasis en las palabras que utilizó para contarle las cosas.
Mi analista tenía razón. Y estaba tan al alcance de la mano, era tan sencillo, que me sorprendí mucho de no haber podido escuchar antes lo que tan claramente me había dicho Antonio. Pero ahora que lo había hecho, tenía una pregunta fundamental que hacerle.
CUARTA ENTREVISTA
—Antonio, ¿cuál era el nombre de su madre?
—Antonia. —Me quedo mudo. No puedo creerlo. Su respuesta ha derribado todas mis hipótesis—. De ella heredé el nombre. Pobre mamá, murió tan joven. Todo lo hizo rápido. Se casó con mi papá a los quince años. En aquella época y por aquellos lares era frecuente que la gente se casara joven. Acaso el paisaje es demasiado inmenso para soportarlo solo. Y el amor, créame, es la mejor medicina para la soledad.
Va a continuar pero se detiene. Es un hombre perceptivo y acostumbrado a leer en el interior de la gente. Sabe que algo me ha ocurrido, aunque no sepa qué. Me mira extrañado.
—Perdón, licenciado, ¿le pasa algo?
—Discúlpeme, estoy un poco decepcionado.
—Bueno —se sonríe—, Antonia no será el nombre más hermoso del mundo pero ¿tanto como para decepcionarlo?
—No, no es eso. No tiene que ver con que me parezca lindo o feo, pero pensé que su nombre sería otro.
—¿Ah, sí, y cuál había pensado? —me pregunta casi divertido.
—Ana.
Antonio se puso pálido, serio, como si en lugar de pronunciar un nombre lo hubiera abofeteado. Ahora soy yo el que sabe que él está conmovido. Me siento como un boxeador que ve que su contrincante ha sentido un golpe, y allí voy, a arrinconarlo.
—Antonio, ¿quién es Ana? —le cuesta reaccionar—. Hábleme de ella, por favor.
—¿Pero cómo es que sabe de Ana?
—Porque usted me lo dijo.
—¿Yo? Si ni siquiera me acordaba de ella.
No es momento para explicaciones. No puedo permitir que el recuerdo y la emoción se diluyan en aclaraciones teóricas. Debo insistir.
—¿Quién es Ana? —reitero.
Apoya la cabeza en el respaldo del sillón, mira hacia arriba y respira profundamente antes de hablar.
—Le doy mi palabra de que ya no recordaba esa historia. Pero al nombrarla la ha traído usted a mi mente y a mi alma con una fuerza inesperada. Ana era una compañera del bachillerato. La hija de un comerciante de la ciudad. Si bien allá todos nos conocíamos desde siempre, ella y yo nunca tuvimos una relación de amistad. Es más, pasamos los cinco años sin que hubiera entre nosotros ni siquiera una charla profunda.
—Entonces, ¿qué es lo que la hace tan particular para usted?
—Lo ocurrido el 21 de septiembre de 1967.
Me asombra la precisión del recuerdo. Debe de haber sido algo muy fuerte.
—¿Qué ocurrió ese día?
—Habíamos salido a festejar la llegada de la primavera con los compañeros del colegio. Ya sabe. No muy distinto de lo de ahora. Guitarra, canto, fútbol y mucha seducción entre adolescentes. El tema es que ese día yo me iba a quedar a dormir en lo de Roberto, mi mejor amigo. A eso de las siete de la tarde, más o menos, se terminó el picnic y nos fuimos a su casa Alicia, Ana, él y yo. No crea que en aquel tiempo los jóvenes desconocíamos lo que era el sexo.
—Sé que es así.
—Bueno, estábamos solos porque los padres de Roberto no estaban. Comenzamos a jugar de manera peligrosa —dejo pasar el término sin intervenir—. La cuestión es que Alicia y él se fueron a un cuarto y Ana y yo a otro. —Le cuesta hablar. Esto no es fácil para él—. Empezamos a besarnos, a tocarnos… Por Dios, se me hace muy difícil.
—Lo comprendo, Antonio. No es un tema fácil.
—La cuestión es que… no pude.
—¿Qué no pudo?
—Tener relaciones. Fue una sensación muy fea. Ana estaba desnuda, entregada. De la habitación de al lado nos llegaban los gemidos de Roberto y Alicia que estaban haciendo el amor. Recuerdo que la cama de madera crujía todo el tiempo. Ana esperaba y yo no podía.
Silencio.
—A ningún adolescente le es fácil la iniciación sexual. Esto es algo que suele ocurrir.
—Sí, lo sé. Hablo con jóvenes todo el tiempo. Pero esto es diferente.
—¿Por qué considera que en su caso fue diferente?
Silencio.
—Licenciado, ¿sabe por qué recuerdo con tanta exactitud la fecha de lo ocurrido?
—Supongo que porque era el día de la primavera.
—No.
—¿Por qué, entonces?
—Por dos hechos fundamentales que ocurrieron en mi vida al otro día, el 22 de septiembre de 1967.
—¿Cuáles?
—Ese día, a las seis de la tarde, tomé la decisión de ser sacerdote. —Asimilo la importancia de lo que acaba de decirme.
—¿Y qué más?
Se muerde un poco el labio inferior, aprieta los puños y se le humedecen los ojos.
—Cuatro horas antes había muerto mi madre.
QUINTA ENTREVISTA
—De modo que por eso iba a quedarse aquel día en la casa de Roberto.
—Claro, porque mi madre estaba muy grave y mi papá no quería que yo estuviera presente cuando llegara el desenlace. En aquellos años la gente se moría en su casa.
—¿También por eso estaban solos?
—Sí. Porque los padres de Roberto habían ido a acompañar al mío.
—Antonio, ¿cómo terminó aquel episodio?
—Bueno, Ana se vistió y se fue. Supongo que debe de haberse sentido muy mal. No lo sé, porque jamás hablamos del tema. Yo me vestí y me quedé en la cama.
—¿Y después?
—Alicia se fue sin que yo la viera. Roberto vino al cuarto y nos quedamos charlando.
—¿Le preguntó algo?
—Sí.
—¿Usted qué le dijo?
—Que no había podido. Él no dramatizó la cosa y dijo que otro día se iba a dar. Me quiso contar su parte de la historia pero le dije que no hacía falta, que había escuchado todo. Y nos reímos. Al otro día fui a mi casa. Mi mamá estaba agonizando. Pedí que me dejaran quedar a su lado y así lo hice. El resto de la historia ya se lo conté. No puedo creerlo. Le juro que había borrado todo esto de mi memoria.
—Se llama represión. Es un proceso por el cual…
—Espere, licenciado. Bastante esfuerzo hago al venir aquí. No me pida además que estudie la teoría freudiana —bromeó.
—Tiene razón.
Continuamos conversando sobre aquella época de su vida. Como buen hombre de fe, Antonio no veía nada tremendo en la muerte de su madre. Para él, eran distintos momentos dentro de una misma existencia. Realmente creía en lo que decía. Pero sobre el final de la entrevista lo notaba intranquilo, nervioso, algo angustiado.
—¿Qué es lo que está pensando?
Su respuesta, diría Borges, fue «fatal como la flecha»:
—Siento que fui el culpable de la muerte de mi madre.
Supe entonces que, si bien habíamos sacado a la luz una parte importante de su historia, algo había quedado sin decir. Algo muy importante. Yo lo sentía y él también. Tan sólo nos quedaban dos entrevistas más y debíamos aprovecharlas al máximo.
SEXTA ENTREVISTA
Ese día Antonio estaba inquieto. Hablaba mucho pero decía poco. El reloj nos jugaba en contra. De modo que al cabo de unos veinte minutos lo interrumpí.
—Lo noto intranquilo, ¿le ocurre algo?
—Sí… Esa sensación de la que hablamos el otro día, la de sentirme culpable por la muerte de mi madre, me ha tenido angustiado toda la semana.
—Lo imagino.
—Es que no entiendo por qué ahora me ha invadido esa idea.
—Antonio, esa idea que le genera tanta culpa y tanta angustia no es de ahora. Lo que ha ocurrido es que recién ahora usted la pudo poner en palabras, y con ellas darle un sentido a una emoción que lo viene acompañando desde hace años y a la que no podía identificar. ¿Recuerda que hablamos de la «gran culpa» que se desplaza hacia diferentes situaciones?
—Sí. Usted cree que ésta es mi «gran culpa».
—No. Creo que hay algo más. —Nos miramos un momento. Continúo—: Dígame ¿qué relación encuentra entre esta idea y lo ocurrido aquel día en casa de Roberto?
—No lo sé. Podría decirle que el hecho de que mi mamá se estuviera muriendo y yo anduviera por ahí tratando de acostarme con Ana puede ser una causa que justifique mi sensación de culpa pero, la verdad, es que me suena muy traído de los pelos.
—¿Por qué?
—Porque lo que hicimos con Roberto esa vez no tuvo nada de grave.
La frase me impactó. En el momento no supe por qué, pero el consejo de mi analista vino a mi mente: «No escuche lo que le dice. Escuche cómo se lo dice». En un segundo repasé la frase tratando de develar algo de este misterio.
—Antonio, espere un segundo. Usted ha dicho que lo que hicieron con Roberto «esa» vez no tuvo nada de grave ¿no?
—Sí.
—Dígame, ¿«qué otra vez» hicieron algo que sí considera usted que fue muy grave?
Me mira sorprendido. Con estupor. Después bajó la mirada y su rostro empezó a mostrar señales de que algo le estaba ocurriendo. Meneó la cabeza, se movió inquieto en el sillón. Fueron casi cinco minutos en los que ninguno de los dos abrió la boca.
—¿Sabe? —dijo luego de ese prolongado silencio—. Acabo de recordar algo, aunque en realidad no sé si es un recuerdo o una sensación. —A veces, en estos casos, se hace difícil para el paciente discriminar la veracidad de lo que viene a su mente—. Me viene la imagen de una tarde, allá en el campo. Estábamos jugando con Roberto. Tendríamos… no sé, cinco o seis años. Andábamos con las gomeras, cazando pájaros, haciendo puntería en alguna lata que colocábamos sobre una tranquera. En fin, haciendo lo de siempre. En un momento nos pusimos a correr y nos metimos entre los maizales. No sé cómo, pero empezamos a mostrarnos el pito —él usa esa palabra—, compararlos y cada uno se lo tocó al otro. Yo me asusté porque sentí que aquello no estaba bien. Le dije que alguien podría descubrirnos. Pero él dijo que no, que allí nadie podía vernos. Me sentía raro, no encuentro el término.
—¿Excitado?
—¿A esa edad?
—Sí, Antonio, a esa edad.
—Le digo que era apenas un nene, ¿es eso posible?
—Sí. Y si quiere después lo hablamos, pero ahora continúe, por favor. —No puedo permitir que esta vivencia se diluya.
—El tema es que en un momento decidimos penetrarnos. Yo lo hice primero. No recuerdo haber sentido nada. Después yo me puse boca abajo. Todavía puedo sentir el gusto de la tierra en mi boca, y él me penetró a mí.
Se queda callado.
—¿Qué pasa, Antonio?
—Pasa que ahí sí recuerdo un placer enorme. Yo no quería que él dejara de hacerlo. Tenía que pararlo para que no pensara que yo era un maricón, pero no quería. Me encantaba.
Otro breve silencio.
—¿Qué pasó entonces?
—En un momento di vuelta la cabeza hacia un costado y vi que un rayo de sol se filtraba entre los maizales. Y me angustié, no sé por qué, pero me angustié. Me lo saqué de encima, me subí los pantalones y salí corriendo. Lo esperé fuera del maizal y seguimos jugando. A él no parecía haberle pasado nada. Pero yo me sentía desgarrado, condenado.
Le doy un minuto para reponerse.
—Dígame, ¿cómo se siente?
—No lo sé. Es muy fuerte recordar esto. No puedo creer cómo un recuerdo tan fuerte, tan patente se me había olvidado.
—La represión, ¿recuerda? Pero no se asuste, que no se la voy a explicar. —Sonríe—. Creo que por hoy es suficiente. Sigamos en la próxima entrevista.
—La última.
—Puede ser.
SÉPTIMA ENTREVISTA
Se sienta frente a mí y me mira. Se lo nota tranquilo, calmado. Ya no es el hombre angustiado e inquieto de otras veces.
—Gabriel, quiero decirle que he decidido que no voy a continuar con nuestro tratamiento. —No digo nada—. Pero en esta última entrevista me gustaría que me acompañara a reflexionar sobre todo esto que hemos estado trabajando. Y después, al final, me gustaría pedirle algo, ¿está de acuerdo?
—Por supuesto.
—Entonces, primero explíqueme cómo dedujo la existencia de Ana.
—Yo no lo deduje, usted me lo dijo.
—¿En qué momento?
—Antonio, usted no podía llamar a esta colaboradora suya, la catequista, por su nombre. Entonces, ¿qué hizo? Descompuso el nombre Mariana en dos: Mari-ana. Mary quedó asociado a la ternura, a la pureza y «Ana» se quedó adherido a algo angustiante y peligroso. Usted, como ve, me estaba diciendo que había que buscar por el lado de «Ana», que allí había algo que asociaba con lo impuro y pecaminoso. Por eso le pregunté quién había sido ella en su vida.
—Entonces yo tenía razón. No se trataba de que hubiera deseo carnal entre Mariana y yo.
—Tenía razón, pero esta situación lo remitía inconscientemente a donde sí hubo un deseo carnal. Aunque tampoco la verdadera protagonista era Ana. Ella sólo fue un dedo que señalaba el camino.
—¿A qué se refiere?
—A que la culpa no estaba relacionada con su intento fallido de acostarse con ella. Dígame, después de todo lo que hablamos, ¿no se preguntó por qué no pudo tener sexo con Ana aquella tarde?
—Sí.
—¿Y?
—No hallé respuesta.
—Le pido que volvamos a esa escena. Usted está en una pieza, desnudo con una mujer por primera vez. Tiene diecisiete años. Seguramente la situación le genera mucho miedo pero a la vez lo excita. Todos los estímulos son nuevos para usted. Pienso en el contacto de su piel con la de Ana, la visión de su cuerpo desnudo, su olor, el sabor de sus besos. ¿Sabe qué me llamó la atención?
—No.
—Que usted no hizo ningún comentario de lo que percibía, en un momento inaugural tan importante, con ninguno de sus sentidos. Excepto con uno.
—¿Con cuál?
—Con el oído. ¿Recuerda lo que me dijo que escuchó en aquel momento?
—No.
—Los gemidos de Roberto y Alicia. Y yo me pregunté qué de aquello que había escuchado había sido tan fuerte como para inhibir todo lo demás.
—¿Y?
—Y la respuesta también me la dio usted.
—¿Cómo?
—Cuando me dijo que «esa vez» Roberto y usted no habían hecho nada de malo, me confirmó que lo que aquella tarde lo angustió tanto como para volverlo impotente fue escuchar los gemidos de Roberto. Los de Alicia poco importaban, pero los de él sí, porque remitían a otra cosa, más antigua, más profunda y traumática. A algo que tenía que ver con un deseo homosexual y que lo hizo sentir tan impuro y pecador como para ser castigado con la muerte de su madre. Esa tarde, al escuchar los gemidos de Roberto seguramente volvió a usted, aunque lo reprimiera, el recuerdo infantil y con él, un deseo homosexual. Algo para usted inaceptable, terrible y que merecía un castigo. Al otro día de que usted «pecara» con ese deseo, su madre muere. He ahí el castigo que creía merecer. Y de allí su sensación de haber sido el causante de esa muerte.
—Todo por aquel juego infantil.
—Sí. Pero aquello, para usted, no fue un simple juego infantil. Fue una «vivencia sexual infantil y traumática vivida con placer». Y ese tipo de vivencias dejan como saldo una profunda sensación de culpa. Una culpa tan enorme que nos acompaña toda la vida y tiñe todos nuestros actos. Antonio, aunque no queramos reconocerlo, la sexualidad está con nosotros desde que nacemos. Más aún, a esa edad supuestamente inocente, es cuando más se nos impone y cuando más nos angustia. Porque no estamos psíquicamente preparados para poder responder a tanta excitación. Eso llegará con la adultez. Pero ya desde muy chicos todos comienzan a desarrollar su sexualidad con juegos como los que usted tuvo con Roberto.
—Y entonces, si todos pasan por eso, ¿por qué en mí produjo semejante efecto?
—Yo también me lo he preguntado. Y al hacerlo me detuve en algo que usted me contó y que, nuevamente, se le impuso desde los sentidos. Esta vez desde la vista.
—¿Qué?
—Aquel rayo de sol que se filtró entre los maizales.
—No entiendo.
—Piense, Antonio. ¿Qué decía siempre su madre?
Silencio profundo.
—«Nada escapa de la mirada de Dios».
—Exacto. Y creo que ese rayo de sol representó para usted la mirada de Dios que todo lo ve.
Silencio.
—¿Sabe qué pienso ahora?
—¿Qué?
—Que yo dije que no quería que Mariana creciera para que no perdiera su inocencia. Pero que en realidad, lo que me angustiaba era «mi» inocencia perdida.
—Puede ser. Pero eso ya nos abre otros caminos. Y no quiero abrirlos si no voy a acompañarlo a recorrerlos. De modo que espero que esto le haya servido de algo. Para mí, se lo juro, ha sido un placer trabajar con usted.
—Créame que sí me ha servido. —Nos miramos un instante—. Gabriel, usted me preguntó cuando yo llegué a verlo por qué no hablaba con mi confesor en lugar de venir a su consultorio, ¿se acuerda?
—Sí.
—Bueno, creo que no lo hice porque al haber borrado de mi memoria todos estos hechos no sabía qué cosa era la que tenía que confesar. Ahora lo sé. Y es por eso que decido no continuar. Sigo creyendo en mi fe y voy a utilizar las herramientas que mi religión me da para resolver esto que llevo en mi alma.
Empiezo a incorporarme pero me detiene.
—Antes de despedirme me gustaría hacerle dos preguntas.
—Lo escucho.
—¿Usted cree que mi decisión de ser sacerdote ha sido una forma de escapar de la sexualidad?
—Puede ser, no lo sé. Pero todas nuestras decisiones han sido condicionadas por algo. Y lo que sí sé es que usted ama lo que hace. De modo que me parece que debe disfrutar de su ministerio sin ninguna culpa.
—Y la última y más difícil. —Breve silencio—. ¿Soy homosexual?
Me quedo callado unos segundos. Viene a mi memoria una frase que Antonio dijo en la segunda entrevista: «Nunca me he fijado en ninguna de las mujeres que han venido a mi parroquia. Ni chicas, ni grandes. Jamás». Pero la verdad es que desconozco la respuesta. Y no es el momento de ponerse a indagar. Él ha decidido llegar hasta aquí y debo respetar su deseo.
—No necesariamente —le respondo—, pero ésa es una verdad que no hemos llegado a descubrir. Sigue siendo, de todos modos, su verdad y si le interesa la respuesta, recuerde que es usted quien la posee, no yo. Lo único que puedo decirle es que usted es un hombre con todas las letras. Alguien noble que se sacrifica por los demás y que se acerca al dolor de los que sufren. Es usted una gran persona y un sacerdote ejemplar, padre Antonio.
Sonríe y nos ponemos de pie. Nos miramos a los ojos y estrechamos nuestras manos.
—Gabriel, le agradezco mucho todo lo que ha hecho por mí. Pero déjeme decirle algo. Yo también soy un hombre que entiende de la angustia del alma humana —me mira con mucha comprensión—, y creo percibir que hay en usted un dolor muy profundo y una gran soledad. Y siento que no es verdad que usted no crea en Dios. Creo que está enojado con Él, que hay cosas que no le perdona. Y sepa que lo comprendo. A veces no es sencillo para nosotros entender el porqué de sus decisiones. Y aquí viene mi pedido.
—Dígame.
—Usted me ha enseñado que a veces, por mucho que uno crea en algo, es necesario estar abierto a recibir ayuda de otros lados. Por eso, si alguna vez el análisis no le basta y siente la necesidad de probar algo diferente, prométame que va a venir a verme. —Sonrío y asiento con mi cabeza—. Sería un placer enorme poder ayudarlo.
No digo nada, pero confirmo mi sospecha: el padre Antonio es un gran sacerdote, y vaya si conoce del alma humana.