—¿Yo? ¿Te volviste loca? Este caso no es para mí.

Ésa fue mi primera reacción cuando Marcela Díaz, coordinadora general de mi equipo terapéutico y encargada de las entrevistas de admisión y derivación, vino con la ficha de Natalia.

—Pero esperá un poco —me dijo—. ¿Por qué no querés tomar el caso?

—Porque no es para mí.

—Pero no te cierres. A ver, decime: ¿por qué te parece que el caso no es para vos? —Me dice con su tono habitual a la vez comprensivo y convincente. Sonrío algo molesto.

—Mejor contestame vos: ¿desde cuándo soy un especialista en terapias breves?

—No, ya lo sé. Pero, escuchame…

—No. Escuchame vos a mí. ¿Está embarazada, no?

—Sí.

—El marido vive en una provincia del Norte.

—Sí. En Salta.

—Y ella se va a ir a vivir allá ni bien nazca su hijo.

—Sí, pero…

—¿De cuántos meses está?

—Recién está de seis semanas, lo que pasa es que…

—Si hacemos números rápidos, y descontamos las dos semanas previas al parto en las que probablemente no pueda venir, me deja siete meses de trabajo real, veintiocho sesiones. Bajemos el diez por ciento promedio de sesiones que por una causa u otra no podamos tener. ¿Sabés cuántas sesiones son? A ver, decime ¿cuántas?

—Veinticinco.

—Correcto, Marcela. Veinticinco. En ese encuadre sólo se podría trabajar seriamente en el marco de una terapia breve y focalizada. En el equipo tenemos muy buenos especialistas en ese tipo de técnicas, y yo no soy uno de ellos. Soy psicoanalista, ¿te acordás? Diván, asociación libre, esas cosas.

—Gaby, no seas irónico.

—Bueno, pero es que no te entiendo.

—Miralo así. Natalia te conoce de la radio. Confía en vos. Le gusta tu estilo.

—Pero si no sabe cómo soy adentro del consultorio.

—No importa, confía en vos.

—Sí, pero se va en siete meses.

—Por eso. No hay tiempo para que genere un vínculo con otro terapeuta. Con vos ya lo tiene.

—…

—Es una chica con experiencia analítica, una paciente para el psicoanálisis. Yo entiendo la dificultad del tiempo, pero excepto por eso, reúne todas las características de los pacientes con los que trabajás a gusto.

—…

—Gaby, dale una oportunidad a este análisis.

—Terapia breve, querrás decir…

—No seas jodido. Confiá en mí.

Resoplo y me doy por vencido.

—Está bien, dame la ficha que la llamo.

Me doy vuelta y me dirijo a mi consultorio.

—Gaby.

—¿Qué?

—Vas a ver… Te va a gustar trabajar con ella.

Ay, Marcela, cuánta razón tenías.

Así empezó la historia de este análisis. Apremiado por el tiempo. Con futuro incierto. Pero como si ambos estuviéramos conscientes de ello, al contrario de lo que ocurre en la mayoría de los casos, aquí no hubo tiempo para charlas preliminares ni comentarios de ocasión. Se sentó frente a mí el primer día y, desde su primera frase sentí que entrábamos en análisis. Pactamos una vez por semana. Cara a cara (porque supuse que en un par de meses el diván sería incómodo para ella).

Natalia es pediatra y se especializa en la prevención de las enfermedades en la niñez. Trabaja desde siempre con chicos carenciados, que según sus propias palabras, son los más desprotegidos, los más necesitados. Está casada con Raúl, un hombre que la ama tanto —según ella misma dice—, que hasta se banca que viva en Buenos Aires para desarrollar mejor su vocación. Se ven, como mucho, una vez por mes.

La noticia del embarazo la conmovió. Porque la obligó a rever sus planes, a considerar la necesidad de dejar todo lo que estaba haciendo aquí e ir a vivir con su marido. Y es lo que ha decidido. Pero aun así, se niega a admitir que debe abandonar su trabajo en Buenos Aires. Como consecuencia de semejante situación, está angustiada y ha perdido todo interés libidinal. La sesión que voy a relatar tuvo lugar tres meses después de comenzado el tratamiento. Raúl, su esposo, estaba en Buenos Aires.

—Hoy quiero hablar de mi tema con el sexo.

—¿Te referís a este momento un poco asexuado por el que estás pasando?

—¿Un poco? Hace meses que no tengo relaciones.

—No parecía tenerte tan preocupada la semana pasada. ¿Por qué hoy sí?

—Porque mi pareja está acá, llegó ayer. Y bueno, sale el tema y me pongo muy… no sé cuál es la palabra…

—Pero necesitás encontrarla, ¿no?

—Sí. Porque es un tema con el que no me puedo hacer la boluda. Y para poder resolverlo tengo primero que definirlo de alguna manera, porque no sé de dónde viene, no sé a qué se debe esto de mi falta de deseo. Y cuando viene Raúl quedo entre la espada y la pared. No es una pavada, me parece. Es un tema fundamental en toda pareja.

—Y más en una pareja que, como ustedes, viven a distancia. Lo cual quiere decir que, lo más probable, es que no bien llegue…

—Y, sí, me va a querer coger.

—Obviamente.

—Y a mí me pasa que no solamente siento una abulia con respecto al sexo, sino que ahora, además, no quiero ni que me toque. Es muy feo esto que me pasa.

—¿Feo para quién?

—Para los dos, para mí y para él, porque a mí, en algún punto, me da pena por él.

—¿Por él?

—Sí, claro. Esto debe resultarle una porquería. Yo trato de que no se note demasiado. Lo recibo cariñosamente, le pregunto por sus cosas y le cuento acerca de las mías.

—Todo esto en la cocina, lejos de la cama, ¿no?

—Sí. Pero a veces, aunque intente escapar de la situación, no puedo evitarla.

—¿Intentás evitarla?

—La verdad es que sí, pero no siempre puedo escaparme.

—¿Y qué pasa en esos casos?

—¿Y qué va a pasar?

—No sé, decime vos.

—Y… que me pongo en un papel horrible, espantoso.

—Explicame.

—Claro, me pongo a pensar en todas las mujeres que por ahí tuvieron que acostarse siempre con el marido y jamás tuvieron un orgasmo. Esa cosa histórica de la mujer de ser un instrumento de la sexualidad del hombre. Un objeto sin decisión, sin aspiraciones.

—Perdón que te interrumpa, pero ¿vos te ponés en ese rol? ¿Vos un objeto sin decisión, sin aspiraciones?

—Sí, me pongo en ese rol.

—Me sorprende.

—Sí, ya sé que no tiene nada que ver que una mujer supuestamente independiente, que logró un montón de cosas, que hizo siempre lo que quiso con su vida, se ponga en esa situación. Pero es así.

—¿Y cuál es tu sensación al verte en ese lugar?

—Horrible, la sensación de que… —Piensa un segundo y niega con la cabeza.

—¿Qué pasa?, ¿qué ibas a decir?

—No, no tiene nada que ver.

—De todos modos decilo y pensemos juntos si tiene o no algo que ver. ¿Cuál es la sensación?

—Es la sensación de que usan mi cuerpo.

—¿Podrías explayarte un poco más acerca de esto?

—No te voy a decir que lo vivo como si fuera una violación, pero sí una vejación, una palabra que nunca supe concretamente qué significa. Pero lo siento así, siento que es una vejación hacia mi cuerpo.

¿Una vejación?

Sí. Así lo siente. Así lo vive y así me lo trasmite. Con bronca, con mucha convicción.

—Ajá. Una vejación. ¿Que te inflige quién?

—En este caso, Raúl. Pero Raúl como un representante.

Creo que no se está escuchando. No toma conciencia de la importancia de lo que dice.

—Esperá, Natalia. Esperá un poco. —Intento detener esa catarata de palabras para abrochar algún sentido. Pero es inútil. No me escucha. Sigue absorta con su discurso.

—Me pongo en el lugar de esas mujeres que siempre se aguantaron a un marido y tuvieron, no sé, ocho hijos: mi vieja, mi tía, no sé, muchas. Y me da miedo ser igual. Pero a veces creo que no queda otra, que hay que entregarse, porque es muy difícil decirle al otro: «Mirá, no me toques porque no te deseo». Es muy duro. Y yo no puedo hacer lo que me dicen mis amigas que haga.

—¿Y qué te dicen tus amigas que hagas?

—Que abra las piernas, que piense en otra cosa y que cuando vea que es el momento… nada, que finja un orgasmo y listo. Total es un ratito y todos contentos.

—…

—¿O me vas a decir que no tenés ninguna paciente que mienta un poquito en estas cosas? Es más: ¿creés que a vos nunca te mintieron un orgasmo? —Se ríe—. Mirá que afuera, para las mujeres que no se atienden con vos, sos nada más que un hombre como cualquier otro.

—Seguro. Pero como sea, eso no te ayuda de mucho. Porque tus amigas pueden fingir un orgasmo, y esas mujeres que según vos me mintieron también pudieron. Pero vos, Natalia, vos no podés.

—Es cierto, yo no puedo. ¿Y entonces?

—Mirá. A mí lo que me parece interesante rescatar tiene que ver con dos cosas que vos dijiste hoy.

—¿Cuáles?

—En primer lugar, cuando hablamos de esta sensación de vejación, yo te pregunté ejercida por quién, y vos me dijiste: «En este caso» por Raúl. La otra cuestión que me parece interesante tener en cuenta es que una cosa es decir: «Bueno, yo no tengo muchas ganas», y otra es decir: «Yo no quiero ni que me toque». Parece una cuestión de asco. Son dos puntos en los que me gustaría que nos detuviéramos. Vayamos al primero. Esta frase tuya: «En este caso por Raúl»… Si en este caso es Raúl, yo pregunto: ¿en qué otro caso no fue Raúl?

Silencio.

—No sé, porque nunca me pasó, por ahí fueron palabras que utilicé casualmente.

Me sonrío. Es una paciente analizada. No necesito decirle demasiado.

—Mirá vos, así que casualmente —digo irónicamente.

—Bueno, no. Está bien. A ver… No sé si viene a cuento o no, pero, tengo una situación de la adolescencia que mucho tiempo después, te diría que hace apenas dos o tres años, la resignifiqué de un modo diferente.

—Contame, por favor.

—Bueno, tuve un abuso sexual, aunque no lo viví así en su momento.

Carajo. Me va a contar acerca de un abuso y lo dice así, de un modo tan liviano. Ésta es la palabra: como si no tuviera peso. Y creo que hay que darle una importancia relevante a este relato. La miro fijo y me pongo serio.

—Contame cómo fue. Y quién fue.

—Bueno, no te pongas tan serio que no es para tanto.

—…

—Mirá, fue con un tipo más grande. Él tendría, que sé yo, a ver… treinta o treinta y cinco años, y nosotras éramos adolescentes.

—¿Nosotras?, ¿quiénes eran nosotras?

—Ah, sí, porque no fui yo sola.

—¿No?

—No —sonríe—. Mario nos cogió a casi todas las chicas del pueblo. —Bromea.

—¿A casi todas?

—Bueno, en realidad, solamente a las que participamos en sus grupos. Pero te diría que la mayoría de ellas debutaron con él. No fue mi caso —sonríe otra vez—. Todas teníamos entre 13 y 15 años.

—Pero, Natalia, por lo que me estás contando, la cosa fue grave.

—No sé, porque dicho así suena muy fuerte. Pero fue todo mucho más suave, muy disfrazado. Lo cierto es que yo no lo viví de un modo traumático. En realidad, nosotras…

—Nosotras, no —la interrumpo—. Vos. Contame cómo fue tu historia.

—A ver… Dejame pensar. En realidad Mario era un seductor de tiempo completo. Era nuestro profesor de coro, un tipo recopado. —La miro en silencio—. Con él nos divertíamos mucho. Cantábamos, aprendíamos a tocar instrumentos. Creábamos muchas cosas. Y una vez se nos ocurrió armar una comedia musical.

—¿Y qué pasó entonces?

—Empezamos. Nos reuníamos, tirábamos ideas, había una gran energía entre nosotros. Y así la fuimos escribiendo, sobre todo las letras, las escenas. Después él componía la música.

—Ajá.

—Y comenzamos a ensayarla.

—¿Cómo era el régimen de ensayos?

—Primero hacía ensayos generales. Después venían los ensayos individuales con los personajes principales.

—¿Vos eras uno de ellos?

—Sí, yo hacía de «La Muerte».

—¿Vos elegiste ese papel?

—No. Los papeles los daba él. Al azar.

—Si él los daba, entonces no era al azar.

—Tenés razón. La cuestión es que un día fui a ensayar y me dijo que me relajara, que La Muerte era un personaje muy importante porque representaba algo inevitable y que había que saber tenerla como una consejera. Para no olvidarnos de vivir intensamente, sin represiones. Y bueno —vuelve a sonreír—. ¡Qué bien que la hizo el tipo!

—Puede ser que la haya hecho muy bien, pero no le veo la gracia. Parece que vos sí —me mira—. Te escucho, seguí por favor.

—Ya está, nada, tuve sexo con él. Fue esa vez y nunca más, porque yo no quise más y Mario nunca me obligó. Era un buen tipo.

Miro su cara. Está como extasiada hablando de este hombre.

—Perdoname, Natalia, pero ¿qué de todo esto que me estás contando te parece tan atractivo?

—Que a pesar de todo, creo que haber hecho los talleres corales con él fue una experiencia interesante, casi de vida. Era un tipo muy profundo.

Habla de un modo totalmente desaprensivo.

Necesito que se escuche. Que pueda ligar la angustia que, estoy convencido, debe de haber sentido en aquel momento con la situación que me está contando.

—Esperá. Volvamos a ese día.

—¿Qué día?

—El día del abuso —digo y remarco la palabra abuso.

—¡Ah! En realidad fue una tarde, y ya te dije, empezamos hablando de la muerte, la vida, qué harías si éstos fueran tus últimos instantes. Me enroscó y listo. Yo ni disfruté, ni acabé, ni nada de eso.

—Es decir que no tuviste un orgasmo.

—Ni ahí.

—Tampoco lo fingiste —le digo con ironía.

—No, tampoco. Ya sabés que no me sale.

—¿Cuál fue la sensación que tuviste en aquel momento?

Hace un breve silencio.

—No lo sé. Fue todo muy confuso y me cuesta acordarme. No te podría decir que me violó, porque no me violó. Pero yo tenía en claro que no era parte de eso. Él se jugaba en la situación, yo no. Simplemente no hice nada.

—Es decir, que lo dejaste que utilizara tu cuerpo.

—Sí, de alguna manera, sí.

—Bueno y aquí surge algo que se liga con lo que me dijiste hace unos minutos aludiendo a Raúl: dejar que «use» tu cuerpo.

—Puede ser.

—Pero con una diferencia.

—¿Cuál?

—Con Raúl, que es tu marido y que te ama, vos te enojás. En cambio con Mario, no. ¿Puedo saber por qué?

—Lo que pasa es que por ese tiempo Mario me daba mucho. A pesar de todo, puedo decir que fue uno de mis primeros maestros de vida.

—Te cobró caro las clases, ¿no?

Silencio.

—¿Sabés que no lo sé?

—Depende cuánto valga para vos que usen o no tu cuerpo.

—Tal vez no valía tanto mi cuerpo en comparación con todo lo que él me había dado. Por eso hace recién dos años, hablando con Lorena, mi mejor amiga, que también formaba parte del coro, nos pusimos a recordar lo que vivimos con Mario y me cayó la ficha. La miré y le dije: «Loca, sufrimos un abuso sexual».

—Al menos tomaste conciencia de lo que te pasó. Natalia, vos sos una profesional acostumbrada a trabajar con chicos. Sabés que estas cosas dejan marcas graves, ¿no?

—La verdad es que no sé si puede haber dejado alguna huella.

—Natalia…

—Bueno… Perdoname lo que te voy a preguntar, pero ¿no es normal en la naturaleza humana esto del abuso sexual? Porque, como vos dijiste, yo trabajo con chicos y la verdad es que lo veo todo el tiempo.

—Es probable que sea más común de lo que la gente cree. Pero eso no quiere decir que sea algo normal «en la naturaleza humana». Es una perversión terrible, imperdonable. Natalia, los analistas no solemos emitir juicios de valor, pero éste es un tema con el que no puedo ser tibio ni permisivo. Tiene que ver con la ley, con la protección de los más chicos o cualquier otra persona indefensa y con la obligación de no relativizar un tema que es capaz de causar un daño que puede llegar a ser muy grave.

—Pero yo no siento que me haya marcado tanto.

—A ver, pensemos un poco en esto que decís. Yo creo que, por el contrario, es posible que tal vez el trauma haya sido tan grande, que la única manera de convivir con él haya sido despojarlo de angustia. —Hago un breve silencio—. A veces, cuando algo es tan fuerte que nos quiebra emocionalmente y sentimos que no lo podemos tolerar, nos defendemos de esto despojando al recuerdo de lo vivido del sentimiento que tuvimos en ese momento. De modo tal que el recuerdo puede estar en nuestra mente, casi sin molestarnos porque lo separamos de la angustia.

—¿Y qué pasa con esa angustia? ¿Desaparece como por arte de magia?

—No, de ninguna manera. Allí está el punto. Por lo general se deriva hacia otra cosa.

—No sé si te entiendo mucho.

—Puede ser que desplacemos esa angustia fuera y la asociemos a otra cosa. Supongamos, a la presencia de un animal, aunque fuera insignificante y poco peligroso, a una cucaracha, por ejemplo. Entonces, en vez de angustiarnos con lo que pasó, lo que ocurre es que esa angustia aparece cada vez que vemos una cucaracha.

—Pero eso parece una fobia…

—No parece una fobia: es una fobia.

—¿Y en mi caso? Porque yo no le tengo miedo a ningún animal.

—Ya lo sé, Natalia. Era sólo un ejemplo para mostrarte cómo la angustia puede desplazarse hacia otros lugares.

—¿Y vos creés que en mi caso pasó algo de eso?

—Estoy seguro.

—Es decir que cuando yo «viví» ese abuso…

—Esperá. Llamemos a las cosas por su nombre. Vos no viviste un abuso. Vos «sufriste» un abuso.

—Bueno, está bien, puede ser. Pero tampoco fue una violación.

—Es probable. A lo mejor te ayuda a pensar mejor en lo ocurrido si podemos diferenciar la violación del abuso.

—A ver.

—Pensémoslo así. Para vos la violación supone el uso de la violencia o de la fuerza para acceder sexualmente al otro. Y, en ese sentido, vos sentís que Mario no te violó. ¿Correcto?

—Sí.

—Planteémonos, entonces, el abuso como algo diferente, como un acto que implica, no necesariamente el uso de la violencia, pero sí del poder. De un manejo psíquico ejercido sobre alguien que está en una situación de desprotección o de desventaja, que no tiene los medios para defenderse y no puede elegir. Vistos desde esta óptica, compartirás conmigo que ambos —el abuso y la violación— son situaciones dolorosas y traumáticas.

Silencio.

—Pero Mario era un buen tipo…

—No, Natalia. Mario era un psicópata que te manejó, que te hizo sentir partícipe de una situación armada y digitada para su propio placer, y que además te dejó la sensación de que no podías decir nada, ni putearlo, ni denunciarlo, ni siquiera enojarte, porque no te había obligado a nada. Al contrario, te trató dulcemente, con comprensión, incluso con ternura. Y eso es lo más siniestro de este caso. Que este tipo, este psicópata, este… quiero decir que este hijo de puta te dejó con la sensación de ser un partícipe activo, necesario y voluntario de la situación.

—Pero yo ya no era ninguna estúpida y sabía lo que hacía.

Sigue resistiéndose. No quiere verlo. Tal vez no pueda verlo en sí misma. Quizá si…

—Decime, tu sobrina, Aldana, ¿qué edad tiene?

—Trece. —No digo más. Se hace un largo silencio. Muy largo. Lo necesita. Y yo se lo doy—. ¡La puta madre! Entonces… yo era una nena —dice y se quiebra. Las lágrimas aparecen y el dolor también.

—Natalia, vos sabés lo importante que es el cuidado de los chicos. Siempre lo supiste. De hecho te dedicaste al cuidado de ellos. Como vos misma dijiste: lo tuyo es la prevención. Y yo, llegado a este punto, me pregunto: ¿de qué querés prevenirlos? ¿De qué riesgos, de qué peligros?

—¿Vos querés decir que hasta mi vocación estuvo marcada por esto?

—Mirá, a veces es interesante ver cómo uno repara afuera, en otros, lo que no puede reparar adentro. Porque recién, el solo hecho de imaginar que tu sobrina pasara por algo así, ¿sabés qué te generó? —no responde—. Angustia y asco.

Silencio.

—Uff —suspira—. Qué bardo. Y yo ni siquiera sé cómo me trajiste hasta este tema.

—Ah, no, hacete cargo.

—Es que no me acuerdo cómo terminamos hablando de esto.

—Si querés te lo recuerdo. Vos empezaste a hablar y me contaste que sentías que tu marido te estaba vejando. Lo dijiste tan enojada, tan angustiada, siendo tu marido como es un tipo tolerante, noble y que te adora. Entonces yo te pregunté: «¿quién te está vejando en realidad?». Porque me pareció que esta carga venía de otro lugar. Y vos, casi con una sonrisa, me decís: «Bueno, una vez, cuando era adolescente…». Y me contás toda esta historia de Mario. Entonces…

—¿Yo debo de tener algo que ver con esto, no?

—¿A vos qué te parece? —le pregunto—. Mirá, Natalia, esto no quita que tu pareja actual sea conflictiva para vos, pero vamos a tener que trabajar, y mucho, sobre esta escena de tu infancia. Yo sé que a vos te cuesta ahora toda esta cuestión de tu falta de deseo, de placer y de orgasmos. Pero al menos, con este tema, en algún momento vas a tener que acabar.

Se ríe. Para eso se lo dije. Necesitaba terminar la sesión de un modo más relajado. No se había angustiado mucho. Pero en algún momento —al menos así lo pensaba yo—, iba a caer.

Pasaron ocho meses desde aquella sesión. Natalia tuvo una nena y se fue a vivir al Norte. Raúl apostó fuerte a esta familia e intenta contenerla, a la vez que, sanamente, ha podido reclamar más lo que desea y no conceder todo con tal de complacerla. Ella también se está jugando por este nuevo presente. Aún le cuesta adaptarse a esta nueva vida. No abandonó su vocación. Por el contrario, ya se ha contactado con algunos centros de salud de frontera para seguir trabajando en lo que más le gusta: la prevención de enfermedades en niños en riesgo. El tema del abuso que sufrió en su pubertad volvió a tocarse en sesiones posteriores. Al principio, con las mismas resistencias emocionales. En las últimas, Natalia pudo derribar las barreras que había levantado y la angustia contenida brotó a mares. Se enojó, insultó, me dijo que era injusto que le hubiera ocurrido esto, que no puede ser que «este tipo» siga dando clases y teniendo a su cargo a «un montón de chicos». Y así como en un primer momento intenté contactarla con el dolor de esa escena, traté después de estar a su lado y contenerla. Había llegado a asumir una verdad dura, dolorosa: había sido abusada sexualmente. Y le di la razón: era una injusticia. Pero suele ocurrir. La vida no siempre es justa.

Natalia me escribe casi todas las semanas y, en las dos ocasiones en las que vino a Buenos Aires, hemos tenido sesiones. ¿Sesiones una vez cada dos meses? Sí. Suena raro, poco ortodoxo. Pero desde el comienzo, este análisis ha sido poco ortodoxo. Vive a más de mil kilómetros, la veo una vez cada dos meses. Sin embargo, ella sabe que aquí estoy y que sigo siendo su analista. Y yo sé que ella, a pesar de la distancia, sigue siendo mi paciente.