Miro mi reloj. Las nueve y cuarto de la noche. Hace quince minutos que Darío debería haber llegado a sesión. Es muy raro, se trata de un paciente puntual, jamás faltó sin avisar, sería la primera vez. A ver, acá está su historia clínica. ¿De qué estuvimos hablando en el último encuentro? Veamos si hubo algo que pudo haber motivado esta demora y…
Timbre.
Debe de ser él.
—Hola. Sí, Darío, subí.
Abro la puerta y me quedo esperando a que llegue el ascensor. No más de un minuto. Ya está acá.
—Pasá, por favor.
Está desencajado. Se lo ve nervioso. Vamos hasta mi consultorio. Cierro la puerta, deja su portafolio apoyado contra la pared y se tira en el diván. Me siento en mi sillón y espero a que hable. Pasan unos minutos.
—Tocamos fondo, Gabriel.
—No sé a qué te referís.
—Hoy llegué tarde porque me quedé haciendo algo.
—¿Qué te quedaste haciendo?
—¿Viste eso que estuvimos hablando de mis diferentes disfraces, mis personajes?
—Sí.
—Bueno, apareció uno nuevo. Pero éste no me gusta nada, no puedo justificarlo desde ningún punto de vista.
—¿Y de qué te disfrazaste esta vez?
Toma aire y suspira.
—De detective privado.
Detective privado. Eso implica que estuvo hurgando en la privacidad de otro, tal vez revisando una agenda, un correo electrónico u observando escondido detrás de un árbol. ¿Qué habrá hecho? Sólo tengo una manera de saberlo.
—Bien, Darío. Te escucho.
Darío comenzó a analizarse conmigo hace dos años. Me lo derivó Andrés, otro paciente que era su amigo. Yo lo conocía por dichos de Andrés, quien lo describía como un ganador, un tipo seductor, «entrador» era la palabra que utilizaba. Alguien que se convertía de inmediato en el centro de la escena en cualquier lugar y en cualquier circunstancia. Un docente con una altísima capacidad, que lograba llegar a los alumnos con una facilidad envidiable.
—Mi amigo Darío me pidió tu teléfono. ¿Se lo puedo dar?
—Sí, claro.
—La verdad es que no me imagino para qué quiere ver a un psicólogo, si todo le sale bien.
A veces es extraño ver cómo la gente se confunde y genera una imagen de alguien que tan poco tiene que ver con la realidad.
Darío era, efectivamente, un joven muy simpático, agradable, gracioso y seductor. Su ingenio, su buen humor, eran tan excesivos que su conducta me parecía algo maníaca.
Cuando lo conocí tenía treinta años. Era profesor de música, egresado del Conservatorio Nacional, y además tocaba el piano y componía maravillosamente bien.
Trabajaba en el mismo colegio secundario en el que Andrés daba clases de matemática. Como suelo hacer, en las primeras entrevistas indagué un poco en su historia y pregunté por su familia de origen. Darío es hijo único.
—Mis padres tuvieron siempre la mejor relación del mundo —me dijo—. En mí eso de que la culpa es de los padres no se aplica ni un poco. Debo ser la excepción que confirma la regla. Mis viejos tienen una pareja hermosa. Siempre han sido muy compañeros, jamás los he visto pelearse. Por supuesto que han tenido alguna discusión tonta por cosas sin mucha importancia, pero nada de consideración. Es más, yo siempre soñé con llegar a tener algún día una pareja como la de mi padre… Bueno, como la de mis padres debí decir.
Debió decir, pero no dijo. Dijo que siempre soñó tener una pareja «como la de su padre». Y la pareja de su padre, es su madre. Si no hubiera sido una entrevista preliminar yo habría marcado el lapsus y lo hubiera puesto a trabajar, pero debía resistir la tentación. El análisis aún no había empezado. De todas maneras lo había escuchado. En algún momento, seguramente, lo que Darío había dicho nos iba a ser de gran utilidad. El motivo de la consulta era su relación con Silvina, su novia. Una chica que por esos días tenía veintiséis años, y que trabajaba como profesora de educación física en el mismo colegio que Darío.
—Es hermosa, tiene un cuerpo… Si la ves te morís ahí mismo donde estás sentado. Acá tengo una foto, pero no te la voy a mostrar porque si no «vos también» me la vas a codiciar —bromea.
—¿Yo también… y quién más te la codicia?
—Todos.
—Eh, ¿no será mucho?
—Te juro que no. Tiene un culo infernal. Es increíble.
—Bueno, te felicito. Tenés una novia que te encanta. ¿Puedo saber cuál es el problema entonces?
—Y, que no sólo me encanta a mí. Como te decía, todos mueren por ella, todos la miran. Ella prepara a las alumnas para las competencias de gimnasia artística del colegio, y cuando ensayan va con la mallita de baile y con las medias que se le meten bien en la cola, y los babosos de los padres y los otros profesores no dejan de mirarla. Se les cae la baba.
Lo primero que me llama la atención es la fuerza que la mirada tiene en el discurso de Darío: «Si la ves te morís», «todos la miran», «aquí tengo una foto» (que sólo mira él, siendo de alguna manera dueño de lo que yo puedo o no mirar). Nuevamente decido guardar este dato y no marcarlo por ahora. Prefiero que me siga contando qué le pasa a él con la atracción que Silvina parece tener sobre los demás que «no dejan de mirarla».
—Y eso te molesta.
—¿Si me molesta? Me pone loco. Es el motivo de todas nuestras discusiones.
—¿Discuten seguido?
—Todo el día, todo el tiempo.
—¿Quién de los dos empieza las discusiones?
—Ella, o no, en realidad yo… Bah, no sé.
—Disculpame, pero no entiendo. ¿Ella, vos, o no sabés?
—Bueno, ella empieza cuando decide ponerse esos pantalones que le marcan todo, o unas minifaldas que son ya una provocación.
—Esperá un poquito. ¿Vos me estás diciendo que considerás que cada vez que ella se viste está iniciando una discusión?
Se ríe.
—Suena medio boludo ¿no?
—Al menos un poco raro. ¿Querés que hablemos del tema?
—Mirá, Gabriel, yo estoy seguro de que ella no provoca a nadie voluntariamente y de que es una mujer de una integridad tal que sería incapaz de engañarme. Lo sé acá, en mi cabeza, pero acá —se toca el pecho— no puedo evitar sentir lo contrario. Sentir que sí quiere provocar a los demás. No quisiera sentirlo, pero esto de los celos es incontrolable, se me escapa, no lo puedo evitar.
Pues bien, ha hecho aparición el síntoma.
Cuando un paciente reconoce «que no lo puede evitar» está diciendo: «lo sé, lo entiendo, pero no puedo, es más fuerte que yo». Y es allí cuando nos convoca a ayudarlo.
—Darío, te comprendo. —Muchas veces hacerle saber al paciente que uno lo entiende, que puede hablar de lo que le pasa sin vergüenza, que no lo vamos a tomar como un bicho raro, ya ejerce una influencia tranquilizadora—. Y si vos querés me comprometo a intentar ayudarte con este tema y a ver qué podemos hacer con eso que tanto te molesta y que no podés evitar.
Estuvo de acuerdo e hicimos el contrato analítico. Vendría a sesiones una vez por semana y trabajaríamos con la técnica del diván. Y así empezó nuestro análisis. Durante el primer tramo me dediqué a escucharlo mucho e intervenir poco, cosa que no era sencilla porque Darío siempre me preguntaba acerca de lo que debía hacer, cómo íbamos a seguir o me solicitaba algún consejo.
Trabajamos mucho el tema de sus celos y la relación con su autoestima. Le expliqué que los celos se encuadran en el marco de una relación triangular. Que en esta problemática hay tres elementos en juego: él, su amada y «el otro», y que el temor que tiene el celoso es que la persona que él ama le dé a «ese» otro (que suele ir cambiando con el tiempo) lo que sólo le debería dar a él. ¿Y por qué se lo va a dar a otro? Allí se le impone inconscientemente el siguiente razonamiento: se lo da a otro porque lo quiere más que a él. Y lo quiere más porque seguramente el otro es mejor y más valioso.
Vimos cómo entraban en juego la inseguridad y la baja autoestima. Esta manera de relacionarse tiene mucha incidencia en lo que respecta al tabú de la virginidad, tema con el cual Darío tenía muchos problemas, ya que Silvina había tenido relaciones con dos hombres antes que él. Llegamos a la conclusión de que no era la mera falta del himen lo que lo acongojaba, porque no era ese objeto lo que a él le importaba. Lo que a Darío le molestaba era que hubiera existido alguien al cual Silvina le entregó algo que a él no. Esto se agudizaba por tratarse de un objeto irrecuperable. Algo que no podía darse dos veces.
Las sesiones en las que trabajamos sobre todo esto para él fueron muy angustiantes. En el tiempo dedicado a aquella temática aparecía muy seguido en su discurso la siguiente frase: «Necesito ser el centro de todo». Yo seguía guardando en mi mente estos datos esperando el momento preciso para usarlos en favor del tratamiento. Honesto es decir que, muchas veces, esos momentos no llegan nunca. Pero ésa es la apuesta del analista. Esperar y confiar en que el trabajo va a ir abriendo puertas que nos permitan acercarnos a la verdad del paciente.
En una sesión hablábamos con Darío acerca de su relación de pareja y surgió el tema del amor.
—Obvio que la amo. ¡Mirá lo que me preguntás!
—Yo no lo veo tan obvio. El amor es algo mucho más complejo de lo que uno cree.
—Explicate.
Como buen docente, Darío amaba las explicaciones. Yo solía no dárselas, pero esa vez me pareció oportuno introducir una visión nueva sobre el tema para que pudiera pensar en lo que le pasaba.
—Podríamos decir, aunque suene esquemático, que hay tres momentos en el desarrollo de un amor maduro: enamoramiento, desilusión y aceptación de la realidad. En el primer momento, el amado es alguien maravilloso, no tiene defectos, nadie es mejor que él, está terriblemente idealizado, casi endiosado. El amado se ve engrandecido y en cambio uno se va empequeñeciendo, hasta el punto tal de no poder entender cómo alguien tan perfecto se ha fijado en uno. En el segundo momento comenzamos a percibir algunas imperfecciones en la persona amada. Vemos que ante determinadas situaciones su carácter no es el mejor, que en algunas cosas se equivoca, y esos rasgos, que ya estaban pero que el enamoramiento nos impedía percibir, nos producen pena y desilusión y así como en el primer momento ya queríamos casarnos y estar juntos para toda la vida, en este segundo momento es probable que queramos que se vaya para siempre.
—Entonces, ¿qué se debe hacer?
—Reconocer que ambos momentos son engañosos, y que ninguno de los dos es el amor.
—¿Y qué es el amor, entonces?
—El amor sería un tercer momento en el cual vemos al otro como es. Ni tan idealizado ni tan degradado. No es ni Dios ni el demonio. Disfrutamos de sus virtudes y aceptamos sus faltas. Y a pesar de ellas lo aceptamos y podemos ser felices a su lado. Recién ahí podemos hablar de un amor maduro con posibilidades de proyectarse en el tiempo de una manera sana. Porque la clave del amor, como me dijo alguna vez mi analista, está en reconocer los defectos del otro y preguntarse sinceramente si uno puede tolerarlos sin estar todo el tiempo protestando, y ser feliz a pesar de ellos.
Silencio.
—No sé si me gusta lo que me decís.
—¿Por qué?
—Y, porque para mí Silvina sigue siendo maravillosa e incomparable. Siento que ella hace todo bien y yo todo mal y, a partir de lo que hablamos, yo ubicaría mi manera de amarla en esa primera etapa.
—¿Entonces?
—Entonces eso querría decir que lo que yo siento por ella no es un amor maduro.
—A lo mejor es así. Yo creo que en tu caso, efectivamente, parecería que tu modo de amarla ha quedado atrapado en el plano del enamoramiento. Silvina permanece en el lugar de la idealización. Ella es la valiosa, vos no. Ella está con vos porque es generosa y no porque la merezcas. Es como si en el fondo pensaras que ella te hace un favor estando a tu lado. Y seguramente no sea así. Algo tendrás para que alguien tan especial como Silvina te elija como pareja. ¿No te parece?
—Bueno, a lo mejor no está conmigo por lo que tengo, si no por lo que hago.
—Explicate, por favor.
—Es que yo hago mucho para que me quiera.
—A ver, contame. ¿Qué cosas hacés?
—La paso a buscar todos los días para llevarla al colegio, aun cuando yo no tenga que dictar clase, acomodo mis horarios. Le regalo cosas todo el tiempo, le cocino lo que a ella le gusta, le hago los trámites, le pago las cuentas para que no tenga que molestarse. ¿Querés que siga?
—Como quieras. Pero antes dejame preguntarte algo. ¿Vos disfrutás de hacer todo eso?
—No, qué voy a disfrutar… Eso no tiene nada que ver conmigo, pero lo hago para que me quiera.
—Es decir que sos un farsante, un simulador.
—¿Qué?
—Claro. Dejame ver. ¿Cómo podríamos decirlo? —Pienso unos segundos—. Veamos, creo que esta imagen puede servirte. Vos te disfrazás, te enmascarás para agradarle.
—No entiendo.
—Es sencillo. Te disfrazás de chofer y la pasás a buscar para llevarla a todos lados, te disfrazás de Papá Noel y aparecés todos los días con el regalito bajo el brazo, te disfrazás de cocinero —o de chef, si te parece más fino—, para agasajarla, te disfrazás de gestor gratuito y le pagás las cuentas. Pero vos no sos, según me decís, ninguno de esos personajes. Y es allí donde me pregunto ¿cómo va a hacer Silvina para amarte a vos si no te conoce, si siempre estás escondido detrás de alguna máscara que a vos te parece que a ella le va a gustar? —Llegado a ese punto, algo vino a mi mente: «La importancia que para Darío tiene la mirada»—. Y me pregunto —continué— ¿por qué usás tantos disfraces? ¿Para que ella vea algo que le guste?, como decís vos, o, y esto es lo que creo yo, ¿porque hay algo que necesitás ocultar a la mirada de los demás?
La siguiente sesión, Darío trae un sueño.
—Yo estaba en una fiesta de casamiento. No sabía bien quiénes se casaban, pero era una fiesta muy grande. Habría unas doscientas personas. Yo iba caminando por el salón con Silvina de la mano. En un momento, me doy cuenta de que todo el mundo nos está mirando. ¿Qué pasa, me pregunto? Giro la cabeza hacia ella y veo que está con malla de baile. ¿Qué hacés —le pregunto—, todas de largo y vos te venís así? Pero ella no me hace caso, ni me mira. Me suelta la mano y va hacia el centro del salón donde se pone a bailar de modo provocativo. Todas las miradas están puestas en ella. La gente empieza a acercarse y hacen una ronda a su alrededor.
Allí Darío hace un chiste.
—Como en el tango: «Se formaba rueda pa’ verla bailar». Silvina era Mireya.
Éste es un momento decisivo. Darío me está ofreciendo, no una puerta de entrada a su inconsciente, sino dos. Un sueño y un chiste al mismo tiempo. Y además, me convoca a escuchar algo allí, en ese relato. Pero no puedo esperar, porque su convocatoria es urgente y clara: Mireya… Mire-ya. Es decir: Mire (escuche) ya (ahora) que estoy diciendo algo importante. ¿Qué es lo que quiere que mire ya, antes de que se nos escape?
En el psicoanálisis así como el paciente debe decir todo lo que se le venga a la mente, sin evaluar si le parece relevante o no (ésa es la asociación libre) los analistas tenemos un equivalente en nuestras intervenciones: la «atención flotante» que nos compromete a darle importancia a las ideas que se nos cruzan por la cabeza. Y así lo hago. Tomo la primera idea que se me ocurre e intervengo.
—Decís que «todas las miradas están puestas en ella». ¿Preferirías que estuvieran puestas en vos?
¿Qué dije? Al escucharme sentí que mi pregunta no tenía demasiado sentido, que había interrumpido su relato de manera torpe. Pero para mi sorpresa, Darío se quedó mudo unos segundos y, con gran esfuerzo de su parte me devolvió una respuesta inesperada. Algo que jamás pude sospechar.
—Gabriel, me da mucha vergüenza esto que voy a contarte. Resulta que yo, a veces, muy de vez en cuando… —Suspira. Se toma un tiempo más—. Obligo a la gente a que me mire.
Silencio.
—¿Darío, podrías ser un poco más preciso?
—Ufa, qué difícil —protesta—. Vos sabés que yo vivo en un country de zona norte. Bueno, a veces, antes de volver a casa, suelo ir con el auto hasta algún barrio humilde del conurbano. A esa hora hay muy poca gente y empiezo a recorrer las calles.
—¿Buscando algo?
—…
—¿Buscando a alguien?
—Sí.
—¿A quién?
—A una mujer.
—¿Cuál?
—A cualquiera.
—¿Y qué hacés?
—Gabriel, vos no me vas a querer atender más después de saber esto.
—Darío, hagámonos cargo de que eso es posible, si es que estás por contarme que cometés algún delito. Pero recordá que yo no estoy aquí para juzgarte, sino para ayudarte. Y para que yo pueda hacer eso, vos tenés que confiar en mí.
—Bueno, alguna vez tenía que ser.
—Te escucho.
—Paro en alguna calle oscura y empiezo a masturbarme. Pero sólo hasta excitarme, y una vez que estoy así, caliente, empiezo a dar vueltas con el pene afuera. Y cuando veo a una mujer que me parece adecuada me acerco, bajo la ventanilla y le digo algo. A veces, una pregunta cualquiera para que se arrime. No sé, le pregunto por una calle o algo así, y entonces, ella mira y me ve, con el pene erecto… Y ahí sí, le digo algunas cosas.
—¿Y?
—Y me voy.
Se hace un silencio bastante incómodo. Percibo su angustia y, por qué negarlo, también la mía. Él teme que yo no quiera seguir atendiéndolo después de lo que estamos hablando, y yo no sé si quiero seguir escuchando lo que tiene para decirme. Por un momento no pude evitar imaginar a Darío, por las noches, dando vueltas en su BMW, llevándose la mano a su pene erecto, acechando con su mirada, buscando una víctima. Su auto caro circulando con las luces apagadas y adentro sonando, como en una enorme paradoja, la música sublime de Chopin, su músico favorito. No puedo evitar sentir asco por lo que hace. Pero no debo permitir que mis emociones se entrometan en la sesión. Así es el análisis. Muchas veces, no sólo el paciente debe continuar a pesar de sus resistencias.
—Darío, yo creo que no se trata de «cualquier mujer», porque vos decís que das vueltas hasta encontrar: «una mujer que te parece adecuada». ¿Adecuada para qué?
—Para llevar adelante ese acto.
—¿Y qué características debe tener esa mujer?
—Mirá, yo puedo estar loco pero no soy un degenerado. Yo no jodo a nenas ni a adolescentes. Por lo general, tienen que ser mujeres a las que no pueda hacerles demasiado mal con mi actitud. Mujeres ya hechas.
—¿Mujeres grandes, querés decir?
—Sí. —Darío mira su reloj e intenta una huida—. Nos pasamos del tiempo de sesión.
—¿En qué momento convinimos nosotros que la sesión tenía un tiempo predeterminado? Sigamos. —Se quiere escapar. Pero necesitamos aún algunos datos más—. ¿Esas mujeres tienen alguna característica en particular?
—No entiendo.
—Pregunto si tienen que ser rubias o morochas o muy lindas o…
—No, qué va. Al contrario, por lo general son feas. No tienen lindo cuerpo ni linda cara, no están vestidas para salir sino que vienen de trabajar, se las ve cansadas, mal vestidas a veces. No tiene nada que ver con nada, ¿no?
Sí que tiene que ver. ¿Pero con qué? Aún no lo sé.
—¿Y cómo terminan generalmente estos episodios?
—Y… me putean, o le pegan una patada al coche. Yo arranco a toda velocidad y me voy. Siempre vuelvo a mi casa. Voy al baño, me masturbo, me lavo las manos y, como vuelvo a la hora de la cena, me siento a la mesa a comer con mis viejos.
—Y en esos momentos, ¿pensás algo en particular?
—Sí, en que ni mi papá ni mi mamá saben lo que hago. Y por dentro es como si les gritara: «¿Cómo carajo no se dan cuenta, tan poco me conocen? ¡Miren lo que hace su hijito!».
«Miren» lo que hace su hijito. Parece que Darío necesita de esa mirada de sus padres. Pero ¿para qué?
—Darío, creo que esto que me contás tiene mucho que ver con el tema de tus celos con Silvina.
—¿Qué? ¿Qué puede tener que ver ella con esto?
—No ella, si no tu actitud con ella.
—No entiendo.
—Lo que te estoy queriendo decir es que deberías preguntarte si no estás proyectando en Silvina la culpa que te generan tus actos exhibicionistas.
—¿Querés decir que yo muestro y después me enojo con ella?
—Sí, pero hay un mecanismo previo.
—¿Cuál?
—El de proyectar en ella tus deseos.
—¿Y cómo funcionaría eso?
—Fácil. Vos decís que ella se viste con mallas que se le meten en el culo, con minifaldas que muestran todo, con remeras que le marcan los pechos. Es decir, que la estás acusando de desear que los demás «la miren todo el tiempo». Y yo me pregunto: ¿es ella o sos vos el que necesita «ser el centro de las miradas»? Pensémoslo. Porque, a lo mejor, enojarse con Silvina es una manera patológica de llevar tu atención afuera, y si es así, sería bueno volver esa energía que gastás en ella hacia vos. Tal vez podamos descubrir algo que nos ayude.
Silencio.
—¿Vas a seguir atendiéndome?
—Darío, pensá en lo que hablamos. Nos vemos la próxima.
La sesión siguiente trajo otro sueño.
—Subo las escaleras de una mansión. Sé que no debería estar allí y que quisiera no estar, pero no sé cómo terminé en esa casa. Llego a la planta alta y me detengo ante la puerta de una habitación. Escucho el llanto de un chico, un nene de unos cinco o seis años. Quiero entrar a ayudarlo, pero el miedo me paraliza. No sé qué pasa en el medio, pero de repente me veo ante la puerta de otra habitación. Adentro hay una pareja peleando. Yo no puedo verlos, pero escucho cómo el hombre maltrata a la mujer, la insulta, le pega. Otra vez quiero intervenir, y otra vez no puedo. Estoy realmente paralizado. De repente, ella grita y yo me despierto.
La gente piensa que los analistas tenemos el poder de descifrar los sueños ajenos. Pero no es así. Son los pacientes los que conocen, aunque no lo sepan, lo que sus propios sueños quieren significar. Nosotros sólo los ayudamos a traducir lo que ellos dicen en un idioma que les es desconocido. Somos como modernos «champolliones», pero para poder descifrar el sentido oculto de un sueño hay que trabajar mucho y en conjunto. De modo que comienzo este trabajo, como no puede ser de otro modo, pidiéndole a Darío que hable acerca del sueño para ver si puedo escuchar algo de lo que él inconscientemente sabe pero conscientemente no puede decir.
—Te escucho. Decime qué se te ocurre con respecto a este sueño.
—Lo que sé es que yo sentía mucha bronca y mucha impotencia.
—¿Por qué?
—Por no poder hacer nada. Por tener que contentarme con escuchar y no poder intervenir.
—¿Y cómo sentís que deberías haber intervenido?
—Por empezar, ayudando al pibe. Ese chico está escuchando todo, está asustado, está… abandonado.
—¿Y quién lo abandonó?
—No sé.
—¿Los padres?
—No sé —eleva la voz—. Perdoname. Pero de repente me angustié.
—Como el chico.
—Sí.
—La pareja que está en la habitación, ¿son los padres?
—Sí —contesta seguro.
—¿Y son los que lo abandonaron?
—Sí.
Está terriblemente resistente. Debo preguntar todo el tiempo. Pero si utiliza tanta energía en defenderse, es porque lo que está detrás del sueño debe de ser algo muy importante para él. De modo que continúo mi asedio.
—¿Y por qué pensás que lo abandonaron?
—No lo sé.
—Decime lo primero que se te venga a la mente.
—Porque tenían algo que hacer.
—¿Qué?
—No sé.
—Vamos. ¿Qué creés que tenían que hacer?
—¡Tenían que coger! —grita y se pone a llorar. Llora desconsolado. Y yo, llegado a este punto, lo dejo. Hago silencio y le permito estar a solas con sus pensamientos y con su dolor. Minutos después retomo la palabra.
—Darío, sé que no es fácil entender cómo funcionan los sueños, pero voy a tratar de ser lo más claro posible. Para armar un sueño, la psiquis necesita algunos elementos. Uno de ellos son los restos diurnos. Es decir, todas aquellas cosas que ocurrieron en el día o que vienen ocupando nuestros pensamientos durante la vigilia. El otro elemento, el fundamental, el que funciona como energía para generar un sueño, está constituido por deseos inconscientes que van a intentar una satisfacción, ya que no pueden lograrlo en la realidad, a través del sueño. ¿Me entendés?
—Sí. Pero si ese deseo está reprimido es por algo.
—Por supuesto.
—¿Por qué?
—Porque es el deseo de algo tan fuerte y, por lo general, tan prohibido que no podríamos soportar ni siquiera saber acerca de él.
—Pero en el sueño aparece.
—Sí, pero aparece disfrazado. Por eso cuando uno cuenta un sueño dice frases del estilo de: «estaba vestido como mi padre, pero no era mi padre».
—¿Y para qué se disfraza?
—Para eludir la represión. La misma represión que no lo deja surgir durante la vigilia.
—Comprendo.
—Bueno, además, suele ocurrir que en el sueño se revivan situaciones traumáticas que no han podido resolverse y que, por eso, reaparecen en la vida onírica buscando encontrar, justamente, esa resolución.
—Seguí, por favor.
—Ocurre que a veces, en este trabajo de armar el sueño, la psiquis no consigue disfrazar lo suficiente el deseo real o el hecho traumático.
—¿Y qué pasa en esos casos?
—En esos casos uno se despierta, generalmente angustiado. Es lo que los psicólogos llamamos un «sueño de angustia».
—Mi sueño, entonces, fue un sueño de angustia.
—Sí.
—¿Querés decir que lo que vi en el sueño se parece demasiado a algo que deseo inconscientemente o a algo que viví?
—O que creíste haber vivido. Pero sí. Eso quiero decir.
—¿Entonces?
—Dale. Hagámoslo juntos. ¿Quién es el chico?
—Soy yo. ¿No?
—Creo que sí.
—¿Y entonces quién es el protagonista del sueño, el que recorría la casa?
—Vos también. Los sueños permiten esas cosas, que uno vuele, que uno atraviese tiempos y espacios o, como en este caso, que uno se desdoble.
—¿Entonces yo soy ambos?
—Sí, y por eso me parece importante registrar las emociones de los dos. Sabemos que vos «no deberías haber estado allí». Decime entonces: ¿dónde deberías haber estado?
—En cualquier otro lugar.
—En cualquiera menos ése, y en ese momento.
—Sí.
—¿Por qué?
—No sé.
—A lo mejor porque «ese pibe está escuchando todo». Pero ¿qué está escuchando, Darío?
—Lo que pasa en la habitación de al lado.
—¿Y qué es lo que pasa allí?
—No sé.
—Darío, no te hablo del sueño ahora, sino de tu pasado. ¿Qué pasó en la habitación de al lado que vos no deberías haber escuchado?
—Gabriel, en el sueño a la mujer le pegan. Mi papá nunca le pegó a mi mamá.
—¿Le pegan? Para la psiquis de un chico lo que pasa en esa habitación podría ser interpretado como algo violento. Pero analicémoslo a los ojos del adulto que sos hoy. Lo que me dijiste es que desde afuera se escuchaban ruidos, un hombre que la insulta, ¿qué le dice? ¿Puta, perra? Él parece ejercer un dominio. ¿De qué manera? ¿Vení, tomá, ponete así, hacé esto o aquello? Y una mujer que se queja. ¿Tal vez gime? Hasta que llega un momento en el cual pega un grito, ¿podríamos decir que tiene un orgasmo? Y vos te angustiás y te despertás. ¿Estás seguro de que a esa mujer le están pegando y no es que está teniendo sexo? —Silencio—. Dejemos aquí.
Se levantó, salimos del consultorio, fuimos hasta el ascensor, atravesamos el hall y salió a la calle sin decir ni una sola palabra.
Volvió a la semana siguiente, y a la otra. En ninguna de esas dos sesiones retomó el tema que habíamos trabajado. La tercera sesión posterior al análisis del sueño faltó. De modo que lo vi quince días después.
—El otro día estaba acostado en mi cuarto y me acordé de lo que hablamos hace como un mes, ¿te acordás? A raíz de mi sueño…
—Me acuerdo. Contame qué pasó.
—Pasó que tuve un recuerdo.
—¿Qué recuerdo tuviste?
—Me acordé de una noche cuando yo tendría seis o siete años. Me vi acostado boca abajo, poniéndome la almohada en la cabeza para no escuchar lo que pasaba en la pieza de al lado. Entonces recordé que no fue la única noche en la que ocurrió eso… que fueron muchas. Vos tenías razón: yo era ese chico que abandonaban en su cuarto y al que obligaban a escuchar lo que no debía escuchar. Y me resonaban los gemidos de mi vieja. Es horrible.
—¿Qué cosa?
—Tener una madre a la que le guste tanto coger.
—Darío, eso no es horrible. Al contrario. Te diría que una mujer que disfruta del sexo seguramente estará más satisfecha, más sana y podrá llevar adelante sus roles, incluso el de madre, con mayor sanidad. Sólo que los hijos no tienen por qué saber, ni deben participar de ningún modo de la sexualidad de los padres. Eso es lo terrible, «lo siniestro». Porque, justamente, si algo está excluido entre padres e hijos es la posibilidad de compartir la sexualidad. Porque eso es algo incestuoso. Y por eso la angustia. Aunque, seguramente, también te excitaba, lo cual también te generaba un profundo sentimiento de culpa.
Silencio breve.
—Y pensar que yo te dije que mi familia era un ejemplo, la excepción que confirmaba la regla.
—Darío, vos nunca me dijiste que tu familia era un ejemplo. Me dijiste que la pareja de tus padres era un ejemplo. Y es posible que eso sea cierto. Pero a lo mejor, digo a riesgo de equivocarme, es posible que de tanto ser pareja no se ocuparon de ser padres. Por eso lo del chico «abandonado» de tu sueño. Abandonado porque estaba solo en su pieza, y abandonado porque como con vos, su mamá no supo deserotizarse ante sus ojos. ¿Te acordás de que me dijiste que te gustaría algún día tener una pareja como la de tu papá? Bueno, creo que eso ha tenido que ver con tus episodios de exhibicionismo.
—¿De qué manera? —me pregunta sorprendido.
—De dos maneras diferentes. La primera, es que creo que en cada exhibición vos actuás de modo activo lo que tuviste que padecer de un modo pasivo. Con una pequeña modificación.
—¿Cuál?
—A vos te obligaban a escuchar. Vos, a esas mujeres, las obligás a mirar. Pero salvando esa diferencia, vos les hacés lo que te hicieron.
—No entiendo bien.
—Es un mecanismo que se arrastra desde la infancia y que sirve para aliviar la angustia proyectándola afuera. Pensá en una nena a la que acaban de ponerle una inyección. Es muy probable que vaya a su habitación y juegue a que ella es la doctora que le pone inyecciones a sus muñecas.
—Comprendo. ¿Y la segunda manera?
—La segunda tiene que ver con la búsqueda de concretar ese deseo de «tener a la pareja de tu padre», es decir…
—Acostarme con mi mamá… Es terrible, estoy loco.
Éste es un momento muy complicado. El análisis de los sueños develó una problemática edípica sin resolver que ha arrojado a Darío a las puertas mismas de su propio infierno. Es necesario que intente detener su descenso antes de que la angustia sea inmanejable.
—Darío, tranquilizate. Hablemos un poco de esto.
—¿Qué querés que diga? Soy un enfermo.
—Esperá un poco. Supongo que escuchaste hablar del complejo de Edipo.
—Sí, claro. Pero esto…
—Calmate. Mirá, todos los seres humanos nacemos unidos, y no sólo físicamente, a nuestra madre. De ella depende nuestra vida en los primeros meses. Nos da alimento, nos da ternura, nos da amor, nos da sentido decodificando cada uno de nuestros llantos para saber si lloramos por hambre, por frío o por sueño. Estamos casi desesperadamente unidos a ella. —Utilizo intencionalmente el «nosotros» para hacerle sentir que estoy hablando de algo que nos ocurre a todos. Es menester que no se sienta un bicho raro—. Pues bien, en estas condiciones es inevitable que se convierta en nuestro objeto de amor más preciado. Es más, es la primera en tocarnos y acariciarnos cuando nos duerme o nos baña. Nos abraza mientras nos da la teta. Por ende, tampoco es raro que sea quien desarrolla nuestra sensibilidad y, con ella, nuestro erotismo. ¿Me entendés?
—Sí.
—El tema es que al crecer vamos dejando de depender de ella y poco a poco esa relación erótica se va sublimando.
—¿Sublimando?
—Sí. Quiere decir que va dejando de tener un fin sexual y el erotismo se transforma en otra cosa, por ejemplo, en ternura.
—¿Y cuándo se da este proceso?
—Alrededor de los seis años más o menos. Pero para que esto suceda, son necesarias dos condiciones. Una, que aparezca el padre para «separar» al hijo de la mamá y la segunda, que la madre esté dispuesta a renunciar a su imagen sexuada y se deje transformar en un ser cariñoso y tierno.
—Y en mi caso…
—En tu caso, a los seis años te estabas defendiendo solo de la sexualidad de tu mamá, tapándote la cabeza con la almohada. Darío, todos pasamos por esto, sólo que a vos no te permitieron desarrollar los mecanismos para sublimar ese deseo y, cuando esto ocurre, suelen aparecer efectos sintomáticos. A vos no te quedó otra opción que desplazarlo hacia otras mujeres. Y pensá un poco en las características de aquellas mujeres «adecuadas». Mujeres grandes, dijiste. Mujeres que podrían ser tu madre.
—Sí, pero feas. Mi vieja es hermosa. Además eran mujeres descuidadas, cansadas de trabajar, no como mi mamá.
«Eran». Por primera vez las ubica en el pasado.
—Exacto. Esas mujeres no son como tu mamá, sino como vos hubieras querido que fuera tu mamá. Mujeres que uno ve grandes y carentes de erotismo. Están cansadas, vienen de trabajar y no de coger por ahí. Además, tenías que alejar la imagen lo más que se pudiera de tu madre real, para no levantar tus propias sospechas. Y, como corolario, te diría que también todo esto ha tenido una determinación fundamental en tu personalidad celosa.
—¿Cómo?
—Creo que vos les has hecho a tus parejas un reclamo que, verdaderamente, iba dirigido a tu mamá: «¿Por qué le das a otro lo que yo deseo que me des a mí?». Y esa realidad, sana realidad de que tu mamá eligió a otro como partenaire sexual, se transforma en el terror de que tus mujeres, en este caso Silvina, hagan lo mismo. Ya que si tu mamá, la mujer más importante de tu vida, fue capaz de hacerte esto, ¿por qué no las demás, que son simples mujeres?
Nos quedamos callados unos instantes.
—Pero en el Edipo es entonces importante el rol del padre, ¿no?
—Sí. Importantísimo.
—¿Y mi papá de qué jugó en todo esto?
—No lo sé. Casi no hablamos de él en todo este tiempo. Tu conflicto inconsciente con tu mamá acaparó todo nuestro análisis hasta ahora. Sería interesante y productivo empezar a hablar un poco de él, ¿no te parece?
—Creo que sí.
Un año después de trabajar sobre estos temas, Darío tomó la decisión de irse de su casa. Con unos ahorros que tenía se compró un departamento pequeño en Capital y se mudó.
La relación con sus padres es buena y menos conflictiva que antes.
Rompió con Silvina y está solo desde hace meses. No quiere tener pareja estable hasta que no pueda superar su problema de celos que, si bien ha mejorado mucho, aún sigue estando muy presente en nuestras charlas.
A veces se siente muy solo y pelea duro contra el deseo de volver a casa de sus padres, a cobijarse en aquella habitación en la cual de niño se tapaba la cabeza para no oír cómo ellos mantenían relaciones sexuales.
Desde aquella última charla, Darío no volvió a cometer actos de exhibicionismo.