El grupo estaba reunido como cada martes a las ocho de la noche. Los había hecho pasar al consultorio casi sin dirigirles la palabra. Inclusive alguno me había preguntado si me ocurría algo, a lo que respondí diciendo que después, cuando estuviéramos todos, íbamos a hablar.

A las ocho y diez miré el reloj. Decidí esperar cinco minutos más hasta que hubieran llegado todos, sin darme cuenta de que, en realidad, ya habían llegado todos.

Entré en el consultorio sin saber muy bien cómo enfrentarlos. No siempre los terapeutas sabemos qué decir. Me senté en mi lugar y me quedé callado. El grupo siguió conversando hasta que, poco a poco, se fueron apagando las voces y se hizo un silencio algo pesado.

Jorge, el más impaciente, el más agresivo de todos, fue el primero en preguntar.

—¿Pasa algo?

Levanté la mirada del piso y recorrí sus rostros uno por uno. Recordaba la historia de todos, cómo habían llegado, por qué, en qué momento del proceso terapéutico se encontraban. Y así continué, hasta que di con la silla vacía.

—Evidentemente —insistió Jorge— algo no anda bien. ¿Podés decirnos de qué se trata?

—Tengo que comunicarles algo… Algo que ojalá nunca hubiera tenido que decirles.

Miryam se tapó la boca y empezó a sollozar.

Noelia me miró casi suplicante:

—No, no, por favor…

Asentí con la cabeza.

—Muchachos, tengo que informarles que… Majo ha muerto.

Se hizo un largo silencio.

—Su padre —continué— me avisó por teléfono y me pidió que les dijera que…

Seguí hablando, pero sólo para mí, porque ya nadie me escuchaba. Jorge se levantó, dio una vuelta alrededor de su silla y le pegó una patada. Eduardo se tomó la cabeza y apretó los ojos. Noelia y Miryam se abrazaron desconsoladas y Raúl se reclinó en su asiento y se quedó mirando el techo.

Yo me quedé callado. Traté de decirles algo, pero ninguna palabra me pareció mejor que el silencio.

Además, tampoco tenía demasiadas ganas de hablar.

Miré hacia el piso y esperé. Cada uno se desahogaba a su manera, hacía su catarsis como podía.

Y en ese momento me di cuenta de que yo también necesitaba hacer mi propia catarsis. Sentí como una erupción emocional que me subía desde el estómago, me mordí los labios y no pude contenerme.

Y allí, delante de mis pacientes, sin poder siquiera disimularlo, me puse a llorar.

Conocí a Majo un sábado a la tarde, en la puerta de un shopping de la avenida Rivadavia. Yo había ido a encargar unas tarjetas personales y, al salir, escuché a una chica que me llamaba.

—Eh… ¿Rolón, no? —me preguntó.

Es común que la gente me salude por la calle, ya sea porque escucha o ve alguno de los programas en los que trabajo en radio o televisión. Por lo general, son saludos afectuosos, pero rápidos y superfluos. Los retribuyo con verdadero agradecimiento y trato de ser cortés. Pero generalmente no me detengo a hablar.

—Sí —respondí sonriendo—. Chau.

—No, no te vayas —me detuvo—. Mi nombre es Majo, y él es mi novio, Sebastián.

Yo no me había dado cuenta de que estaba acompañada.

—Hola, encantado.

—¿Te puedo pedir algo?

—Sí, claro.

Supuse que iba a pedirme que, como suelo hacer, saludara a alguien por la radio. Pero no.

—¿Vos atendés pacientes en forma privada, no?

—Sí.

—Bueno, yo voy a ser paciente tuya. ¿Me das tu teléfono así te llamo y arreglamos?

Me sorprendió el modo como me lo dijo. Así nomás, con tanta espontaneidad, con una sonrisa…

«Yo voy a ser paciente tuya». Me causó gracia. No me preguntó dónde atendía, ni si tenía horarios disponibles, ni cuánto cobraba. Nada. Simplemente me informó que a partir de ese día yo tenía una paciente nueva.

Me despertó mucha ternura su desenfado. Y, aunque no soy especialista en adolescentes, he tenido alguna experiencia en el tema, de modo que decidí acceder a su pedido. Aunque ahora que lo pienso bien no sé si fue un pedido. Porque Majo era pura energía, un torbellino que, cuando quería algo, iba y lo tomaba.

—Mirá, no tengo tarjetas encima. En realidad ya no me quedan. Casualmente vine a encargar algunas aquí.

—¿Al negocio del shopping?

—Sí.

—Listo. Yo ahora entro y le pido los datos.

Me reí.

—Bueno, te acompaño, si no, no te los van a dar.

—No, no te molestes. A mí vas a ver cómo me los dan.

Sonrió de un modo travieso, me dio un beso y entró al shopping. Me quedé mirándola un segundo, y sonreí también.

El lunes, alrededor del mediodía, me llamó.

—Hola, soy Majo. Te acordás de mí, ¿no?

—Sí, me acuerdo. ¿Cómo estás?

—Bien…

—Veo que te dieron mis datos en el negocio.

—Te dije que me los iban a dar.

—…

—¿Y?

—¿Y qué?

—¿Cuándo empezamos?

Cuánto empuje, cuánta fuerza contenía aquella mujercita. Recuerdo haber pensado: «Esta piba va a conseguir todo lo que quiera en la vida».

Y fue así como el día convenido, a la hora convenida, Majo entró en mi consultorio por primera vez.

Tenía dieciocho años. Era hermosa, pelo castaño claro, ojos color miel, muy vivos. Su sonrisa era maravillosa y el cuerpo bello, aunque a ella no terminaba de gustarle.

—Quisiera ser más delgada. Porque soy bailarina.

—Ah, qué bueno. ¿Baile clásico?

—No. Clásico estudié de chica, sí, pero ya estoy vieja para eso. Quiero hacer hip-hop. Y me encanta la comedia musical. Por eso también estudio canto.

—¿Cantás también?

—Más o menos. Bailando soy buena, pero cantando… mmmm… me falta mucho todavía.

—Me gustaría escucharte algún día.

Con los adolescentes suelo utilizar esta técnica de invitarlos a mostrarme las cosas que hacen, o compartir charlas sobre cine, o libros. Según el gusto de cada uno. Me ha resultado una buena puerta de entrada a sus vidas.

Majo pareció sorprenderse por mi invitación a escucharla.

—¿De verdad?

—Sí, claro.

—Bueno, el día que me anime, traigo una pista y canto. Pero me tenés que dar tiempo.

—Todo el que quieras. Pero ¿te da vergüenza cantar delante de la gente?

—Y, sí. Un poco de miedo me da.

Caí en la cuenta de que, a pesar de su osadía, Majo no dejaba de tener dieciocho años. Obviamente tenía miedo. La adolescencia es una etapa difícil. Los chicos suelen sentirse muy desprotegidos. La imagen omnipotente de los padres ha caído y aún no han desarrollado la confianza en sí mismos. De modo que el mundo es un lugar demasiado peligroso para ellos. Por eso es que se unen para enfrentarlo. Y surgen así los «grupos de pares».

Cada adolescente tiene el suyo, y el que no lo consigue, está en problemas. Son sus «mejores amigos», sus compañeros de aventuras, los que más aman, sus confidentes, sus iguales. Ésta es una de las características principales del grupo de pares, que se eligen por similitud. Les gusta la misma música, se visten de la misma manera, disfrutan de las mismas cosas. Como si se estuvieran eligiendo a sí mismos en el cuerpo de otros. Es, en realidad, una manera de reforzar su propia imagen, su narcisismo que se siente amenazado en esta etapa. Pero es un paso necesario para que puedan salir a la vida y encontrar afectos fuera de la familia de origen. A esto le llamamos los psicólogos «salida exogámica».

Le pregunté a Majo por su grupo de pares.

—Bueno, están las chicas del colegio… Pero no es lo mismo desde que terminamos. Con algunas nos seguimos viendo, por suerte. Y con otras, por suerte, no —se rió—. Pero mi mejor amiga es Valeria. Es como mi otro yo. Sabe todo de mí. Hablo con ella lo que no me animaría a hablar con nadie más… bueno, no te pongas celoso… espero que con vos sí se dé la posibilidad de hablar de todo.

—Ojalá, Majo. Ojalá.

Conversamos un poco más. Era muy agradable escucharla. Mechaba frases típicas de su edad con cuestionamientos realmente graves, casi filosóficos. Al término de la entrevista traté de explicarle cómo era esto del análisis.

—Majo, te cuento un poco cómo trabajo yo. Acostumbro a pautar tres o cuatro entrevistas preliminares antes de aceptar a alguien como paciente. Para conocernos, para estar seguro de que puedo ayudarte, y para que vos me conozcas a mí y veas si te sirve lo que te digo y cómo te lo digo. Porque cada terapeuta es diferente de los demás, como cada paciente es único, y tenemos que ver si nos elegimos uno al otro, yo a vos como paciente y vos a mí como analista. ¿Te parece bien?

—Mirá, vos tomate el tiempo que quieras para conocerme, yo no lo necesito. Porque ya te elegí hace rato. Sólo necesitaba esperar el momento propicio para empezar mi análisis. Te escucho todas las noches. Y siempre supe que, cuando quisiera hacer terapia, la iba a hacer con vos. Y bueno, no sé si vos creés en esas cosas, supongo que no porque sos psicólogo, pero cruzarme con vos el otro día fue la señal de que había llegado el momento para empezar. Así que preferiría no perder tiempo en entrevistas preliminares, pero si ésas son tus reglas, está bien. Voy a aceptarlas. Con una condición.

—¿Cuál?

—Ni se te ocurra no elegirme como paciente.

Nos reímos los dos, y así terminó nuestra primera entrevista.

En nuestra cuarta entrevista formalizamos lo que se conoce como «Contrato analítico». Se trata de un acuerdo que se realiza entre el paciente y el terapeuta previo al comienzo del análisis, en el cual se pautan horarios, honorarios y otras cuestiones que hacen al encuadre de la relación. Yo no suelo trabajar con diván en el caso de pacientes adolescentes, dado que ellos suelen sentirse más cómodos con la técnica cara a cara.

Sin embargo, con Majo pauté que íbamos a utilizarlo.

—¿Te molesta la idea? —le pregunté.

—No, para nada, me parece divertida.

Así empezamos el análisis propiamente dicho. Llevaríamos unos cinco meses trabajando juntos al momento de darse la siguiente sesión. Majo traía problemáticas típicas de su edad. En su caso un problema vocacional, ya que no estaba convencida de lo que estudiaba.

—A veces siento que la carrera la hago para los demás, no para mí.

—¿Y quiénes son los demás?

—Básicamente mis padres. Yo sé que voy a llegar con lo mío, quiero decir con la música, el canto y el baile. Pero para ellos es importante que tenga un título… No sé, creo que les da miedo mi futuro.

—¿Y a vos no te da miedo tu futuro?

—No, no hay tiempo para tener miedo en la vida —dijo gravemente.

—Puede ser, sin embargo todos le tememos a algo.

Se quedó un rato en silencio. Suspiró. Tenía la cabeza apoyada sobre las palmas de sus manos. Las retiró y se acercó un almohadón que había dejado al costado. Empezó a mover los pies y creí percibir un cierto nerviosismo.

—¿Pasa algo, Majo?

—Mirá, hay un tema que está en mi cabeza desde que era muy chiquita… pero no es que le tenga miedo, más bien es… deseo de saber.

«No es que le tenga miedo».

Los analistas sabemos que muchas veces la negación, ese «no es que…», es el camino que toman ciertas ideas o emociones inconscientes para hacerse presentes en el análisis. Según consejo de Freud, debemos sacar la negación y dar por válida la afirmación que le sigue.

—¿Y cuál es ese tema?

—¿No te vas a reír?

—No.

—La muerte.

Me impactó su respuesta. ¿Cómo iba a reírme? Esta chica de dieciocho años me está diciendo que desde niña la persigue el tema de la muerte y cree que puedo reírme de algo tan serio.

—Contame qué te pasa con esto de la muerte.

—Y, mirá. Yo era muy chiquita cuando murió mi abuela. Fue un golpe muy fuerte para mí.

—¿La querías mucho?

—Mi abuela era lo más. Le gustaba peinarme mientras yo cantaba. Era de esas abuelas de las historias, de las que cuentan cuentos, pero real. Me hablaba de todo, de las cosas a las que debería enfrentar cuando fuera más grande…

—¿Y cuáles eran esas cosas, según tu abuela?

—La responsabilidad, el trabajo, el amor, el sexo…

—Así que tu abuela te hablaba de sexo. Qué bueno que hayas podido contar con ella para hablar de ese tema. Porque todos los chicos sienten curiosidad pero, por lo general, a los mayores les cuesta mucho hablar con sus hijos del tema. Ni te digo a los abuelos.

—Sí, ya sé. De hecho con mis viejos no hablé nunca de sexo. Pero ya te dije que mi abuela era lo más. Entre mis amigas yo era la que más sabía de la vida. Y todo porque compartía mucho tiempo con mi abuela…

—…

—…

—Bueno, es un lindo recuerdo. ¿Por qué te detuviste?

—Porque me vino a la mente la parte fea de la historia.

—¿Y cuál es esa parte, Majo?

—La muerte de mi abuela.

Se está angustiando. Seguramente es un tema muy doloroso para ella. Pero así debe ser, así que…

—Contame cómo fue.

—Me cuesta hablar de esto. En realidad no me acuerdo de casi nada. Tené en cuenta que era muy chica. Pero sí recuerdo que quise verla.

—¿Y?

—Y la vi. Mi mamá me alzó, yo la miré dentro del cajón, le miré las manos que asomaban de la mortaja, le miré la cara que parecía de porcelana. Acerqué mi boca y le di un beso en la frente. Estaba fría, rígida…

—¿Recordás cuál fue tu sensación en ese momento?

—Sí. Pensé que estaba hermosa.

—¿Hermosa?

—Sí… Bueno, en realidad su imagen era hermosa, porque ella no estaba allí. Me di cuenta en el momento de besarla que ella ya no estaba allí. Y me pregunté dónde estaría, adónde habría ido y…

—Seguí, por favor.

Suspira.

—Y sentí la necesidad de saber lo que era la muerte.

—¿Qué edad tenías, Majo?

—Seis años.

Nos quedamos ambos en silencio. Un silencio tan largo que me alegré de haber optado por el diván. Es común que los niños sientan una gran angustia ante la idea de la muerte. Sobre todo la muerte de los padres. Angustia que se reedita en la adolescencia. Pero, por lo general, la disfrazan dirigiéndola hacia otras cosas, o tienen temores nocturnos que no pueden explicarse. Pero Majo, en cambio, a los seis años ya había experimentado en su interior aquella sensación que don Miguel de Unamuno denominara «El sentimiento trágico de la vida», es decir, la conciencia de vivir sabiendo que vamos a morir. Y no soportaba no saber qué cosa era la muerte.

—¿Y ahora? ¿Qué te provoca hoy por hoy este tema?

—Lo mismo de siempre. El deseo de saber qué es, cómo será esto de morirse, si uno se dará cuenta de que se está muriendo.

Silencio.

—Gabriel, hoy no, pero otro día vamos a hablar de algo.

—¿Por qué no hoy?

—Porque no. Hoy quiero quedarme con esto que hablamos al principio. Me puso bien recordar mi infancia con mi abuela.

—Pero eso de lo que no querés hablar ahora… se trata de algo importante para vos ¿no?

Se dio vuelta poniéndose boca abajo en el diván. Colocó sus manos sobre el almohadón y apoyó su mentón en ellas. Me miró fijo. Seriamente.

—Sí. Pero hoy no. —Era inapelable.

Nos miramos a los ojos largo rato. De a poco se fue relajando y apareció su hermosa sonrisa.

—Dale. ¿No te vas a enojar, no?

—No, Majo, claro que no me voy a enojar.

—Ah, bueno. Entonces sigo.

Volvió a ponerse boca arriba y continuó hablando. A mí me costó seguir escuchándola. Había aparecido ese aspecto grave, profundo, casi fatal que Majo llevaba en su interior.

Un rato después, la joven alegre había tomado nuevamente las riendas. Pero yo sabía ya que esa otra parte tenía algo que contarme y sólo estaba seguro de tres cosas: que era algo importante, que tenía que ver con la muerte y que a Majo la angustiaba.

Una de las mayores virtudes de un analista es la paciencia. Lo sabía. Pero aun así me costaba relajarme ante la cercanía de un tema semejante. Lo había tenido a tiro y se me había escapado. Pero ya iba a volver. Estaba seguro. Así son las vivencias traumáticas: siempre vuelven. Y ésta no fue la excepción.

Una tarde, dos meses después de aquella sesión, Majo llegó al consultorio con una sonrisa pícara. Su mirada brillaba y se la notaba nerviosa.

—Hola —le dije—. ¿Pasa algo?

Casi no podía contener la risa.

—Sentate en tu sillón y cerrá los ojos.

—¿Qué? —pregunté sorprendido.

—Dale, sentate y cerrá los ojos.

—Majo, mirá que…

—Por favor, quiero hacerte un regalo.

La miré un segundo, buscando en mi interior una respuesta adecuada a su pedido. Pero tenía que pensar rápido. Estaba frente a mí y exigía una respuesta. Si, como ocurre con muchas pacientes, ella hubiera tenido una transferencia de carácter erótico conmigo, nunca hubiera aceptado. Pero no se sentía atraída por mí. Su afecto era puro, tierno, con mucho de idealización y admiración, pero no de erotismo. De modo que, no sé muy bien por qué, accedí. En más de una oportunidad, los analistas debemos tomar decisiones rápidas, de cuya pertinacia nos enteramos con el tiempo. En esa ocasión yo decidí aceptar el pedido de Majo, así que me fui hasta mi sillón, me senté y cerré los ojos.

Percibí que ella abría su cartera, caminaba hacia mi equipo de música y lo encendía. Colocó un CD y empecé a escuchar una introducción que me sonaba más o menos conocida. Traté de pensar qué era, sí… eso es, un aria de Miss Saigon. Era evidente que Majo me había traído el disco de regalo. Al menos eso creí al principio. Hasta que me di cuenta de que no era ése su obsequio. Cuando terminó la introducción, empezó a cantar. Yo recibí su voz con gran sorpresa. Involuntariamente giré mi cabeza para mirarla, pero ella me había pedido que no lo hiciera. Seguramente así le costaba menos. De modo que me recliné y decidí disfrutar de su regalo.

La voz de Majo era suave, dulce. Realmente cantaba muy bien. Claro que no era la voz de una profesional, tenía algunas imperfecciones, algunos vicios, pero era encantadora. Terminó de cantar y esperé algunos segundos antes de abrir los ojos. La encontré de pie delante de mí. Estaba avergonzada, pero feliz.

—Bueno, ya está.

—…

—¿Y?

—¿Qué puedo decirte? Que te agradezco este obsequio. Gracias, de verdad.

—Pero… ¿Te gustó?

—Sí —le dije, y no mentía—, me gustó mucho.

Fue un momento hermoso. Me miró, sonrió y se ubicó en el diván.

—Me costó mucho hacerlo.

—Lo sé. Pero…

—No, dejame, hoy vine valiente. Y hay algo de lo que te quiero hablar.

—Me parece bien. Te escucho.

No era su canto lo único que Majo había decidido regalarme aquella tarde.

—Fue hace dos años. Después de una discusión con mi novio. Me sentía deprimida, angustiada. Estaba en mi cuarto y lloraba. Entonces pensé en cuánto necesitaba a mi abuela, cuánto la extrañaba. Me puse a pensar en ella con mucha fuerza, tratando de encontrar su recuerdo en mi interior.

—¿Y?

—Y el recuerdo que me venía era el de aquella última imagen, el de su cuerpo frío, duro como el mármol. Y sentí que eso no me servía, que debía contactarme con ella de otra manera, más real. Que ella seguía viva de alguna forma que yo desconocía y que tenía que encontrarla allí donde estuviera. Y entonces lo hice.

—¿Qué cosa hiciste?

—Fui hacia la muerte.

Lo que me estaba contando era muy fuerte para ella y para mí, pero ya no podíamos detenernos.

—¿Cómo lo hiciste?

—Fui al baño y agarré una caja de pastillas para dormir que había en casa. Las conté y las fui tomando una por una. Sin apuro.

Silencio. Respira profundo.

—Pasaron los minutos. Me fui relajando. Sentía que me iba quedando dormida. Pero yo no quería eso. Necesitaba estar consciente, porque en definitiva, si no lo hacía me iba a morir, y yo no quería morirme… No al menos sin saber lo que era la muerte.

Yo no emitía el menor sonido. No quería que nada perturbara su recuerdo y su relato. Dejaba que ella dispusiera a su antojo de la sesión, de los momentos de silencio y de los tiempos de su narración. Estaba seguro de que Majo no había hablado de esto con nadie más hasta ahora, ni siquiera con Valeria, su mejor amiga. Y es más: tal vez ni siquiera con ella misma.

—Entonces me di cuenta de que era inútil, que de esa manera no iba a encontrar la respuesta para mis dudas. Fue en ese momento que hice un esfuerzo enorme. Me levanté como pude. Todo me daba vueltas. Salí de mi habitación, mi hermana estaba en su pieza, la escuchaba hablar por teléfono con alguien, me llegaba como una voz muy lejana, pero yo tenía que alcanzarla. Abrí la puerta y le dije: «Ayudame…».

Silencio.

—¿Y qué pasó después?

—No sé. Me desperté en la habitación de un sanatorio. Bueno, vos ya sabés: lavajes de estómago y esas cosas, la cara de mis viejos… no entendían nada.

—¿Y vos? ¿Entendías algo?

—No. Me dio pena por ellos, porque siempre me dieron todo, y yo los amo. De poder elegirse, éstos son los padres que hubiera elegido para mí, pero bueno, necesitaba saber. ¿Tan mal está querer saber?

Me convoca con su pregunta a darle algún sentido a esta escena. A ponerle algún límite a este deseo tan fuerte y a la vez tan peligroso para ella. Me está pidiendo ayuda. Ese «ayudame» hoy no está dirigido a su hermana, sino a mí.

—Majo, claro que no está mal tener el deseo de saber. De hecho, nuestro mundo tal como lo conocemos se forjó a partir de ese deseo de conocer. Pero hay ciertas cosas con las que tenemos que aprender a vivir. Y una de ellas es que no podemos saberlo todo: jamás vamos a encontrarle una explicación a la muerte.

Le doy unos segundos para que piense en lo que le estoy diciendo.

—No estás sola con esta duda, es algo que nos perturba desde que existimos como género humano. Y toda cultura ha buscado la manera de responder a este interrogante como pudo. Así surge la mitología y más tarde la religión. Vos podés creer o no, no estoy cuestionando eso. No estoy diciendo que Dios no exista, eso lo dejo librado a tu conciencia y a tu fe. Pero, independientemente de eso, Dios ha sido una de las respuestas que la humanidad ha encontrado para calmar la angustia ante el desconocimiento acerca de la muerte. Fijate, vos decís que tu abuelita en algún lado está. Eso me indica que creés que hay algo más, pero la escena que me contaste me muestra que las respuestas de los libros no te alcanzan. Por eso fuiste a buscar más allá. Pero, Majo, más allá no debemos ir… Porque más allá está el aniquilamiento de nuestro propio ser.

—¿Qué hago entonces?

—A lo mejor, aprender a vivir con la duda. Todo no se puede saber. Nadie puede saberlo todo. Nadie, excepto Dios, si es que vos creés en él. Pero vos, Majo, vos no sos Dios. Entonces, vas a tener que vivir como lo hacemos la mayoría de los mortales comunes.

—¿Y cómo es eso?

—Con la duda, a veces con la angustia de no saber qué hay más allá de esta vida. Pero ir en busca de certeza en este tema es ir en busca de la propia destrucción. Porque en lo referente al misterio de la muerte no hay certeza posible: sólo teorías, pensamientos, dudas… Y a veces angustia. Pero bueno, no está mal angustiarse ante algunas cosas, ¿no?

Silencio.

—¿Y mi abuelita?

—Vas a tener que aprender a vivir sin su presencia real. Buscala en tus recuerdos, en los momentos compartidos, y si no te alcanza, aprendé a vivir sin ella.

Silencio.

—Gabriel.

—¿Qué?

—¿Me vas a ayudar?

—Por supuesto. Aquí estoy mientras me necesites.

De alguna manera mis palabras la calmaron. Me estaba convocando a aplacar su angustia. Si se quiere, me pedía que ocupara el lugar de la abuela muerta. Y bueno… no siempre el lugar del analista es el mejor de los lugares.

Trabajamos con Majo tres años más. Poco a poco fue realizando el duelo por su abuela muerta. Cada tanto la lloraba, se enojaba, decía no entender. Pero lo decía. Y esto era bueno. Porque ponía palabras a su angustia. Hay una máxima que todo analista debe conocer: «Lo que no se pone en palabras, se pone en acto». Majo ya había llevado adelante un acto. Y fue la imposibilidad de nombrar lo que la angustiaba la razón que la indujo. Ahora podía hablar y en nuestras sesiones le dedicábamos mucho tiempo a la charla, a la vez que íbamos trabajando sobre sus proyectos de vida. Quería bailar, quería cantar. Majo quería vivir, y eso era lo importante. Pasó el tiempo, y Majo dejó de obsesionarse con el tema de la muerte. Hasta que un día el tema volvió a nuestro consultorio. Recuerdo aquella sesión con una claridad dolorosa. Había ido a hacerse unos estudios de rutina por razones de exigencia universitaria. Ni siquiera me lo había comentado, porque no era más que un trámite. En esa sesión había estado hablando de una pelea con su novio. Nada extraño. Y de repente, faltando diez minutos para terminar la hora, casi sin darle importancia, me lo dijo.

—Tengo leucemia. No sé si se lo voy a decir a Sebastián. Porque si él ni siquiera es capaz de…

—Majo, pará. ¿Qué dijiste?

Se dio vuelta en el diván y me miró. Con una carita tierna. Se encogió de hombros y volvió a acomodarse.

—Sí. Tengo leucemia.

—¿Estás segura?

Hice esta pregunta porque no es raro que los adolescentes fantaseen y exageren las cosas hasta volverlas dramáticas. Pero no era el caso. Éste sí era un drama. Entonces me contó lo de los exámenes y cómo se había enterado. Le dije que quería comunicarme con el oncólogo a cargo de su caso y con sus padres. No sólo aceptó, sino que casi agradeció que yo me ocupara de introducir al espacio analítico a su médico y a su familia.

Me entrevisté con los padres, llamé al médico y decidí proponerle a Majo la posibilidad de vernos dos veces por semana y además sumarla a un grupo terapéutico. Aceptó todo. Quería pelear y confiaba en mí.

—Juntos vamos a poder —me dijo.

Yo quise decirle que sí. Pero mi compromiso con ella era el de ser siempre sincero y no ocultarle jamás la verdad. Y sabía, como se lo había dicho a ella, que a veces en la vida hay cosas que no se pueden. Por eso al despedirnos le di un abrazo enorme (ella lo necesitaba y yo también) y le dije:

—Te juro que lo vamos a intentar. Y que pase lo que pase, voy a estar a tu lado siempre.

—¿Tenés miedo?

—¿Vos no?

—No. Yo descubrí que quiero vivir. Y voy a vivir. Tal vez…

—¿Tal vez qué?

—Sea ésta la oportunidad de averiguar cómo es la muerte.

No dije nada. Nos despedimos con los ojos llenos de lágrimas. Recuerdo que entré en el consultorio, me senté en el diván, respiré profundamente y pensé: «No puede ser». Pero era y tenía que aceptarlo. En ese instante decidí que iba a trabajar con todo el arsenal de mis conocimientos, de mi tiempo, de mi energía para ver si podíamos revertir la situación. Pero no sólo Majo no era Dios. Yo tampoco.

Cuando planteé al grupo la posibilidad de incorporarla a las sesiones, aclaré que podía ser muy duro aceptar a un miembro con una enfermedad posiblemente terminal. Pero —agregué— pensaba que ese grupo podía ayudarla mucho y que a su vez, y así lo creía realmente, ella podía ser de gran utilidad terapéutica al grupo.

Dos miembros me pidieron una semana para pensarlo, a lo que accedí, por supuesto. En la próxima sesión dieron su consentimiento. La entrada de Majo en escena no pudo ser más impactante para el grupo.

—Hola —se presentó—. Soy Majo. Canto, bailo y estudio en la carrera de Recursos Humanos. Gabriel me dijo que creía que mi incorporación podía ser favorable para ustedes y para mí. Y bueno, aquí estoy para averiguarlo.

No dijo nada de su enfermedad. Y la sesión transcurrió en medio de un aire algo enrarecido. Preferí esperar para ver cómo el grupo manejaba el tema. En la mitad de la sesión Jorge, el más conflictivo, decidió abordarlo. A su manera.

—Gabriel, me parece que aquí hay algo que nadie dice, y yo siento la necesidad de hacerlo. Porque me angustia y porque no sé si puedo servir de algo a una persona que se va a morir.

Se hizo un profundo silencio. Y fue Majo quien lo interrumpió inmediatamente.

—¿Te referís a vos?

—¿Qué?

—Sí. Pregunto si te referís a vos. Porque vos también sos una persona que se va a morir. Y tenés treinta y cinco años, no tenés novia, te llevás mal con tu familia y estás más solo que un perro. Por lo que escuché, hace dos años que no cogés y no tenés amigos. Así que si a alguien tenés que tenerle lástima no es a mí, que tengo veintidós años, estoy rodeada de gente y anoche tuve una sesión de sexo inolvidable. Es cierto, yo tengo un problema, pero vos también tenés el tuyo. Así que hagámonos cargo cada uno del suyo y veamos si podemos ayudarnos.

Majo se convirtió en el centro del grupo. Era la que más opinaba, la que tenía más coraje y pasó a liderar el funcionamiento de la dinámica grupal. Un día, más o menos un mes después, se presentó rapada a la sesión individual.

—¿No me queda hermoso?

—Sí —le dije.

Y era realmente así. Cuando las sesiones de quimioterapia resultaban muy fuertes no podía venir. Yo iba a su casa. Tomábamos un café en la cocina y obviamente prescindíamos del diván. Dado que los resultados de la terapia oncológica no eran buenos —el médico me dijo que casi no había esperanzas para ella— se decidió hacerle un autotrasplante de médula. La acompañé en cada momento. No sólo por ella. También yo lo necesitaba. Recuerdo una sesión en que hablamos por teléfono uno a cada lado del vidrio de su habitación aislada. Estaba neutropénica (es decir, sin defensas) y no podía tener contacto con nadie. Sin embargo, se encontraba animada y me aseguraba, decía todo el tiempo, que la enfermedad no la iba a vencer. Cada vez que me lo decía yo pensaba: «Ojalá, Majo, ojalá».

Compartí con ella todos esos momentos. Horas de charla, sesiones individuales, grupales y salas de espera en terapia intensiva con su familia, a la cual llegué a querer profundamente. Es más, aún hoy, cada vez que nos cruzamos, nos damos un abrazo emocionado.

Una mañana de domingo pedí permiso a la guardia de terapia intensiva para verla. No era horario de visita, pero la familia estaba desesperada, de modo que me presenté como el terapeuta de Majo y pedí autorización para verla y un informe médico. Aceptaron ambas cosas. Cuando la vi acusé el golpe. Desgraciadamente tengo experiencia en visitas a terapias intensivas por cuestiones profesionales y también personales. No me gustó verla así. Me acerqué. Ni siquiera sabía si me escuchaba, creo que no, pero necesité acariciarle la cabeza, darle un beso y le dije:

—Aquí estoy, Majo. A tu lado, como te lo prometí.

El médico de guardia que me había acompañado se quedó mirándome.

—Licenciado —me dijo—, usted sabe que esto es imposible de remontar, ¿no? A no ser que crea en los milagros.

No me lo dijo de mal grado, sino de profesional a profesional. Como corresponde, con respeto pero con la verdad por cruel que pueda ser.

—Doctor —le respondí—, no tengo el don de la fe, ni creo en los milagros. Pero si alguien en el mundo lo merece es esta chica que usted ve aquí, peleando por su vida.

Me miró a los ojos.

—Haremos todo lo posible.

Tomé la mano de Majo y le dije:

—Nosotros también.

Su energía y sus ganas de vivir eran tantas que por momentos yo confiaba en revertir la situación. Es más, si bien hablábamos de su enfermedad, jamás fue el centro de nuestras sesiones. Majo soñaba un futuro y habíamos empezado a trabajar, desde poco antes, un tema que ella quería resolver. Por suerte pudo hacerlo y estaba feliz cuando me lo contó.

—Lo logramos —me dijo radiante.

Ésa fue nuestra última sesión.

Tuvo una recaída y la internaron de urgencia. Hablé con ella por teléfono al mediodía y quedé en pasar a verla a la mañana siguiente. Se la escuchaba como dentro de un túnel a causa de la máscara de oxígeno. Y bromeamos con eso.

—Te espero —me dijo.

—Mañana nos vemos —respondí.

Ésta fue la única promesa que no pudimos cumplirnos el uno al otro.

A la noche, su padre me dio la triste noticia. Corto, breve, sencillo, trágico.

—Majo acaba de morir.

No supe qué decir.

Corté y lloré mucho. Me sentía culpable. Sabía que ese tipo de enfermedades tienen un componente psicosomático. Tal vez podría haberlo hecho mejor. El dolor me partía al medio. No podía creerlo. Fui hasta mi consultorio, me senté en mi sillón y me quedé mirando el diván. Nunca, jamás en mis años de profesional, había sentido un dolor igual. Majo ya no vendría más a sesión. No volvería a acostarse en mi diván y sentí, como Saint-Exupéry, que jamás volvería a escuchar aquella risa cristalina. A la noche fui al velatorio. Permanecí a su lado, acompañándola hasta el último momento, como se lo había prometido, mirándola, y me identifiqué con la imagen de aquella niña que miraba cautivada a su abuela muerta. Majo era su abuela y yo era ella. Tal vez quería rescatarla y traerla otra vez a mi lado.

Supe que murió en brazos de su madre, una de las personas más fuertes que conocí en mi vida. Nos despedimos esa noche con un abrazo fuerte y sincero. Todos, incluida Majo, habíamos hecho lo posible. Pero todo no se puede.

Y así fue mi historia con Majo.

Muchas veces siento, como ella lo sentía con su abuela, que en algún lugar está. Hoy ya no atiendo en el mismo sitio. Sin embargo, cada día, cuando termino mi trabajo, antes de cerrar el consultorio, siento su presencia. Tal vez sea sólo una necesidad mía. No lo sé.

Majo siempre se sintió atraída por el deseo de saber lo que era la muerte, aunque quería vivir con todo su corazón. Por eso dejo para cerrar este relato algo que dijo su mamá. Como analista de Majo, me interesaban sus palabras. Todas. Incluidas las últimas de su vida.

—Vicky —le pregunté—, ¿Majo dijo algo antes de morir?

—Sí —respondió—. Me miró y me dijo: «Así que esto era la muerte».