—¿Cómo estás?

—Más o menos… un poco angustiada.

—¿Pasó algo que quieras contarme?

—Sí. Fui a ver a mi mamá.

—Ajá. Hace mucho que no ibas, ¿verdad?

—Más de dos años. Pero con todo esto que estamos trabajando… no sé… tuve la necesidad de ir a verla.

—¿Y cómo fue?

Silencio.

—Difícil… Serían ya las seis de la tarde. Hacía frío. Entré sin saber cómo me iba a sentir. Me arrimé, tomé el florero para cambiarle el agua, vi su foto en la lápida y…

—¿Y qué?

—Y le hice mierda el florero contra la tumba.

Cecilia entró por primera vez a mi consultorio hace dos años. Me había contactado para tener una entrevista, según dijo, porque estaba muy angustiada. Le di turno para dos días después y entonces nos conocimos. Se presentó de manera amable, con un lenguaje llano y claro. Tenía treinta y ocho años, estudios terciarios y un trabajo en relación de dependencia —«el que me da de vivir», me dice— y otro, más ligado al placer, a lo creativo, a lo vocacional.

Cecilia es decoradora de interiores y hace trabajos de ambientación de locales y residencias para fiestas.

—Contame un poco qué te está pasando —fue el inicio de la entrevista.

—Bueno, yo te escucho siempre en la radio. Me parecés un tipo abierto y… en fin… yo soy homosexual.

Hace silencio. Como si quisiera ver el efecto que sus palabras causaron en mí. La miro y le hago un gesto instándola a que continúe.

—Pero todo bien con ese tema. Lo tengo totalmente asumido. Lo que en realidad me preocupa es otra cosa.

—¿Y cuál es esa cosa? —le pregunto.

—Bueno, en realidad son dos. Una es mi sobrepeso.

—¿Estás con mucho sobrepeso?

—¿Me estás cargando? ¿No me ves? ¿A vos que te parece?

—No sé, no importa lo que me parece a mí. Decime vos cómo te ves y cómo te sentís con lo que ves.

Éste es un tema fundamental que trato de tener en cuenta cuando trabajo. Tal vez estuviera excedida de peso, tal vez no. Pero frases del estilo de: «Ya veo» o «No es para tanto», no suelen ser un buen comienzo. Trato de ver cuál es el registro que la persona tiene de sí misma. Porque suele ocurrir muchas veces, que tenemos una idea de nosotros mismos que difiere de la realidad. Por eso siempre intento ver qué pasa con ese paciente en particular, con su autoestima, con la forma en cómo se ve y cómo piensa que los demás lo ven.

—Yo me veo gordísima —continúa—, nunca estuve tan gorda. Me veo fea y me siento como el culo. Creo que así no voy a volver a encontrar pareja y me voy a quedar sola toda mi vida.

—Decís volver a «encontrar» pareja. ¿Acaso perdiste alguna?

—Sí. Y ése es el otro tema. Mi pareja, Mariel, me está abandonando. Se va del país. Y yo me quedo sola.

—¿No podés irte con ella?

—Sí, pero no quiero. Para mí la familia es muy importante. Y no voy a irme nada más que porque a ella se le dieron las ganas de rajar.

—Entonces, de algún modo, Mariel no te está abandonando. Vos estás decidiendo no ir con ella y, a partir de esa decisión, sos vos la que corta la relación.

—Ah, bueno… hablás como ella. Me dice lo mismo que vos. ¿Y qué hago, entonces? ¿Tiro todo lo que tengo a la mierda y me voy?

—No sé. Yo no voy a decirte lo que tenés que hacer. No es mi vida. No es mi dolor. Es el tuyo. Lo único que puedo hacer es preguntarte qué querés hacer vos.

De esa manera comenzamos a trabajar juntos con Cecilia. La fui conociendo con el tiempo. Supe que su madre había muerto, que a su padre lo protegía de un modo casi maternal y que vivía con un amigo, Nacho, un «amigo de verdad». Me habló de su hermana, de su familia, tan unida, «tan gallega», de sus hermanos-hermanos y de su hermana-tía. Recuerdo la sesión en que hablamos de ese tema. Me estaba contando acerca de un almuerzo familiar.

—Yo estaba sentada al lado de mi tía… bah, mi hermana, y entonces…

—¿Perdón? —la interrumpí—. ¿Tu tía o tu hermana?

Hizo un breve silencio. Sólo algunos segundos. Se acomodó en el diván y continuó hablando.

—Es que no sé si es un tema importante para mí. Por eso no te lo dije nunca.

—Bueno, pero ya que hoy sale y, como la verdad es que no entiendo nada, si no te molesta, podrías ponerme al tanto.

—Mirá, el tema es así. —Vuelve a quedarse en silencio. Demasiado para ser un tema que no le importa mucho—. Mi mamá, de jovencita, muy jovencita —siento que la está justificando— tuvo una hija. Y bueno, imaginate. En esa época era una vergüenza, todo un drama social para la familia. Entonces mis abuelos la reconocieron como suya y para mi mamá fue como una hermana más. Y yo siempre le dije tía. Y para mí es una tía.

—¿Pero ella sabe la verdad?

—Todos la sabemos. Pero es un tema del que decidimos no hablar. Y en definitiva, así lo llevamos bastante bien. Yo sé que es una mierda, pero bueno… así funciona. ¿Ahora entendiste… puedo seguir?

Así nomás.

Se sacó el tema de encima como si hubiera hablado de una pavada. No se mostró afectada en lo más mínimo. Realmente pareció darme el gusto al relatarme esta parte de su historia. Pero cargar con semejante «secreto» familiar no podía no tener consecuencias emocionales para ella. Estaba seguro de ello, aunque aún no supiera cuáles.

Mariel se fue a Europa y a las pocas semanas Cecilia empezó una relación con Sofía, alguien un poco mayor que ella y con dos hijos.

—Bueno, después de todo no era tan difícil «encontrar» pareja.

—Sí… pero no es lo mismo.

—Dale tiempo. Ya se va a construir algo tan bueno como lo que tenías con Mariel.

—No, si para mí ya es mejor que lo que tenía con Mariel. Sobre todo sexualmente. Es bárbaro.

—¿Entonces?

—Es que a Mariel la conocía ya toda mi familia, venía conmigo a las reuniones y estaba integrada. Era una más de nosotras —siempre que habla de su familia lo hace en femenino, como si su padre y su hermano no existieran.

—Y ahora a tu familia le cuesta la idea de que tengas otra pareja.

Sonríe.

—No, si nunca supieron que Mariel era mi pareja. Para ellos siempre fue mi amiga, nada más. Con el tiempo se hizo también amiga de mis primas, de mis hermanos, de todos.

—¿Nunca nadie sospechó nada?

Se da vuelta en el diván y me mira.

—Gabriel, somos grandes. Obvio que estaban al tanto de todo. Pero ya te dije que entre nosotras hay cosas de las que no se habla.

—Claro, y como ella, según tus dichos, ya era «una más de nosotras», supongo que se adaptó a los códigos de funcionamiento de la familia, ¿no?

—Exacto. En cambio Sofía es muy diferente. Es tan complicado todo.

Seguimos adelante con el tratamiento, trabajando mucho, y si bien su actividad como decoradora ha hecho que muchas veces debamos suspender las sesiones a causa de la superposición de nuestro horario con alguna reunión, Cecilia ha sido una paciente dedicada y cumplidora. Esta ocupación es algo muy sano para ella, la hace feliz y la reconforta, razón por la cual decidí aceptar estas justificadas ausencias. Por otra parte, ella jamás faltó sin avisar y nunca ninguno de los dos protestó por estos breves distanciamientos. Pero hace poco, después de dos semanas sin venir, ella misma se quejó del tema y empezó a desplegarse la más importante, tal vez, de nuestras sesiones en lo que va del análisis.

—Habíamos quedado en que yo iba a pensar en el motivo por el cual no podía hacer dieta. Bueno, estuve pensando. No te ilusiones, ninguna genialidad. Pero la verdad es que es una recagada cuando yo no puedo venir, porque me voy pensando y después, en el tiempo que pasa entre una sesión y otra, lo que estuve elaborando se me pierde. —Se detiene un instante—. Yo no me acuerdo cómo, pero había llegado a la conclusión de que al final cae todo en lo mismo, porque yo relacioné mi gordura con mi homosexualidad.

—¿Con tu homosexualidad? —pregunto. Es la primera vez que le da al tema un valor sintomático.

—Sí. No me preguntes cómo carajo hice porque no me acuerdo. Pero a veces siento que es la traba de todo.

—¿Qué cosa?

—El ocultamiento. Ya no me lo banco más.

—¿Me estás diciendo que sentís la necesidad de hablar del tema?

—Y… me parece que sí. No quiero decir con esto que yo saque un aviso en el diario que diga «Me gustan las mujeres» y a partir de allí se me vaya la ansiedad. No creo que sea tan así, ¿no?

—Tenés razón. Por lo general no es tan lineal ni tan sencillo.

—Me lo temía —sonríe—. Pero el tema es que me fui pensando, y no sé cómo pero llegué a la conclusión de que yo estaría más aliviada, no con todo el mundo, pero al menos con algunas personas, si pudiera mostrarme tal cual soy. Y me empieza a pesar un poco la sensación de que las personas necesitamos…

—¿Qué personas? —está hablando de ella. No puedo dejar que se escape en un discurso generalizador.

—Está bien, tenés razón. Yo necesito que la gente sepa quién soy. Es raro, porque por mí que cada uno haga de su culo un pito. Yo no pido ni suelo dar explicaciones de mi vida en ningún aspecto, ni aclarar mucho por qué hago lo que hago. Pero cuando es algo tan… a ver… tan importante en la vida de uno, tengo esa impresión. Necesito que la gente sepa quién soy. Si no, las cosas se me confunden. No sé para qué, a lo mejor no aporta nada, no tengo muy claro por qué me surgió esa necesidad. Porque si a mí me gustaran los hombres yo no tendría la necesidad decir: «Oigan, me gustan los tipos».

—Bueno, a lo mejor lo tendrías que decir si ellos te trataran como gay. Si ellos pensaran que vos sos quien no sos tal vez sí tendrías ganas de decirles «esperen, no me gustan los tipos». Digo esto porque si no te estás poniendo en el lugar del «raro» y, me parece, te estás enojando por tu condición homosexual. Y, al menos hoy, me gustaría más que entrar en la queja y el enojo, que siguieras hablando más acerca de esto que te está pasando.

—¿Sabés qué pasa? Es que hablás con la gente y todo el mundo trata de minimizar que es algo raro y distinto. Pero inevitablemente, tenés que dar explicaciones, y de lo que no es raro o enfermo uno no tiene por qué dar explicaciones.

—A ver. Creo que deberíamos pensar un poco en esto que decís. Porque lo que vos llamás explicación a veces no es una explicación sino una aclaración. Lo diferencio porque dar explicaciones remite a tratar de justificar algo, mientras que aclarar no es defender nada, si no develar una verdad.

—Tenés razón. Pero la gente en general no espera que uno sea gay, y creo que tiene mucho que ver con eso. Como verás, no es algo que llevo por la vida con mucha tranquilidad ni orgullo. De todas maneras, si mi imposibilidad de hacer dieta tiene que ver con eso, es algo totalmente estúpido, porque nada resuelvo con comer todo el tiempo.

—¿Entonces?

—Creo que por ahí me enganché con el tema de comer por ansiedad y me pregunté: «¿De dónde proviene esa ansiedad?».

—¿Y a qué conclusión llegaste?

—Bueno, lo estuve pensando bastante y me dije: «¿Qué otra cosa querría yo hacer y no puedo que me genera ansiedad?». —Un largo silencio—. Y sí… yo tengo ansiedad por contarlo.

—Y si tenés tanto deseo de contarlo, ¿qué es lo que te frena?

Un nuevo silencio.

—La vergüenza. Esto de no ser lo que «debería ser», a mí me da vergüenza, no lo vivo como algo normal: la gente esperaría otra cosa de mí.

—Tenés razón. A lo mejor es poco esperable. Pero no todo el mundo va a reaccionar igual. Para algunos será rarísimo, casi enfermo, para otros será solamente inesperado y para un último grupo será algo natural. Pero ¿en cuál de estos grupos ubicarías a las personas que a vos te importan? —Reflexiona un segundo.

—Creo que en el primero. Sí, seguro. Mi familia pensaría que estoy enferma. Me imagino hablando de esto con mi prima Martha, por ejemplo, y no puedo ni pensarlo. Pero la cuestión es más profunda, va más allá. Yo no sé si tiene que ver con mi homosexualidad o con la sexualidad en general. Porque con ella, que es alguien muy importante para mí, jamás hablamos de sexo. Nunca. Y no había reparado en eso. En mi familia nunca se habló de sexo. Igual, por suerte esto no repercutió demasiado en mi forma de vivirlo.

—¿Qué querés decir con eso?

—Que con mis parejas siempre me comporté de manera desinhibida. Ni con mi pareja hombre, porque también salí con un hombre, ni con las mujeres tuve jamás problemas para sentirme sexualmente plena. Pero en el momento de hablar del tema, a mí me incomoda. Me molesta hasta que Martha me hable de su marido.

—Y decime… ¿esa incomodidad no provendrá del temor a lo que puede pasar si ella abre la puerta a este tema?

—No te entiendo.

—Digo, por ejemplo, si tu prima te dijera que le gusta ir arriba porque siente más el pene de su marido que estando abajo… A lo mejor te asusta que después te pregunte cómo te gusta a vos. —Se ríe—. ¿Por qué te reís?

—Porque a mí no me gusta ya de ninguna manera. Bah… nunca me gustó, ésa es la verdad. Pero lo loco es que esto de no poder hablar de sexo me pasa nada más que con mi familia. Porque con mis compañeras de trabajo no me pasa, ni me molesta. Si se habla de sexo no me rajo.

—¿Y qué hacés?

—Sin hablar de femenino o de masculino, doy mi opinión. Pero con mi prima no puedo. No sé por qué me pasa, pero no quiero ni saber del tema. No sé si a ella le pasará lo mismo. Es una de las cosas que más me frena. Y mirá qué loco, es a quien más necesito contárselo.

—Ya veo. Necesitás contárselo, pero te estás conteniendo.

—Ésa es la palabra. Yo siempre fui una persona con mucha garra, y ahora tengo la sensación de tener todo contenido acá —señala su garganta— y no puedo disparar para ningún lado.

—Bueno —le digo—, a lo mejor no es tan malo esto de que no puedas disparar para ningún lado. Tal vez es momento de plantarse, y no de correr.

Silencio.

—En estos últimos meses me estoy sintiendo muy mal, con muchas ausencias. Con mi pareja no me siento bien. Nacho es divino pero ya no quiero vivir en donde vivo. No encuentro la forma de tener satisfacciones, cosa que siempre tuve. Y creo que sí. Que el tema es poder parar de alguna forma. A veces siento que van a pasar los años y yo voy a seguir cuestionándome la vergüenza que me da este tema, y voy a aumentar veinte kilos más, y sería una cagada, poco inteligente. No me gustaría no poder defender lo que soy. Pero bueno… las mochilas familiares que uno trae a veces son más pesadas de lo que uno cree.

Se angustia mucho. Y yo la dejo. Está llegando a un punto muy importante para su vida. Un minuto, dos, y no habla. Creo que se está angustiando demasiado. Entonces pregunto.

—¿Y de dónde creés vos que viene toda esa cuestión con la culpa y la vergüenza?

—No sé. Seguramente de mi vieja. Ella y su vergüenza, ella y la culpa… ella y mi dolor.

Sigue en silencio. Ahora tengo que ayudarla a salir de allí, porque si no, no puede pensar y seguir avanzando en este tema.

—¿Sos la única persona gay de todo el entorno familiar? —Se ríe nuevamente—. ¿Qué pasa? —pregunto.

—Y… que ahora que lo decís, el asunto en mi familia es bastante delicado porque no soy la única. Tengo una tía, Mabel, y una sobrina. Tres generaciones, tres gays —larga una carcajada—. Mi familia parece una repostería. Me causa gracia. Yo también me río.

—Y estas mujeres, a lo largo de tu historia ¿estuvieron cerca de vos?

—Sí, muy cerca, sobre todo mi sobrina —sonríe de un modo travieso. Me está abriendo la entrada a una pregunta por sus inicios sexuales, seguramente algunos juegos compartidos entre ambas. Es tentador, pero no. Decido no seguir por ahí. Ya fue demasiada angustia para una sola sesión. No hoy.

—¿En tu familia se sabe esto de las tres generaciones gay?

—No porque lo hayan dicho. Como te decía, en mi familia de estas cosas no se habla, todo se sospecha. Pero nunca se habla.

—¿Y qué edades tienen?

—Mi sobrina tiene casi mi misma edad. Y mi tía es grande. Tiene cincuenta y seis años —se interrumpe—, la puta madre.

—¿Qué pasa?

—Pasa que si sigo como hasta ahora, a mí me va a pasar lo mismo que a ella. Voy a estar dentro de veinte años cuestionándome si le digo o no y a quién que soy gay… Gabriel, yo no quiero eso para mí. —Ahora sí la angustia es producto de un cuestionamiento subjetivo, profundo y necesario. Tengo que hacer silencio. Dejarla con esta convicción dolorosa—. Pero es así —continúa—: en mi familia las cosas importantes siempre se ocultaron aunque todos las supiéramos. De la adopción de mi sobrino nunca se habló y todos sabemos que es adoptado. Que tengo una hermana que durante años fue mi tía nunca se habló tampoco. Y te nombro nada más que algunos de los temas que a mí me parecen importantes. De mi abuelo gallego que vino de un pueblito que nunca supimos ni el nombre, ni si teníamos familia por ese lado, tampoco nadie pudo nunca decir nada. Y bueno, así se manejan…

—Me parece que el modo correcto sería decir «así nos manejamos», ¿no?

—Totalmente, porque yo participo de este estilo y corro con todas las posibilidades de mandarme las mismas cagadas. Y cargar siempre con culpas, porque me imagino que para mi vieja andar escondiendo una hija no debe de haber sido fácil. Pero es así, todos sabemos y nadie dice nada. Y eso que somos muy unidos: nos juntamos, nos morimos de risa, bebemos, comemos hasta reventar… y así estoy de gorda. Estamos todos gordos, todos llenos…

—Sí, pero no sólo de comida —la interrumpo—. Además, están llenos de secretos.

—Sí. Y en algún punto esto es algo compartido, ¿no? Debemos estar todos en lo mismo.

Ésta es una sesión particular, muy fuerte, está trabajando como nunca, y creo que es momento de devolverle una intervención dura y movilizante que sé que puede angustiarla aún más. Lo pienso un segundo y luego decido hablar.

—Mirá, esto que pasa en tu familia, en la temática inherente al duelo se llama «pacto de silencio». Los psicólogos lo llamamos así. Y hace referencia al pacto que se hace, suponete, entre un tipo que tiene cáncer y su familia. Un acuerdo por el cual el enfermo no habla del tema, la familia no lo saca tampoco y todos hablan como si no pasara nada… «que bueno… que te sentís mal hoy, pero ya vas a ver que mañana vas a estar mejor… ya vas a salir… dijo el médico que…». Todos sabemos. Pero de esto pactamos que no hablamos. En ese caso hay en juego un tema muy importante, que es el de la muerte, y hay un pacto de silencio que es lo primero, que como analista, intento desarmar. Pero no es fácil. Porque el tema de la muerte es un tema que no se puede simbolizar, es decir, del cual casi no se puede hablar. —Hago un breve silencio y continúo—. Bueno, el otro tema en el cual se suele hacer un pacto de silencio, es la sexualidad. Porque justamente los dos temas que angustian y pueden llegar a conflictuar y desbordar a una persona son la muerte y la sexualidad. Son los dos pilares básicos que estructuran y pueden desestructurar la psiquis humana. Todo gira alrededor de esto. La muerte y la sexualidad. En el inconsciente de la gente no hay mucho más. —Me escucha con atención—. Cecilia, cuando uno crea, cuando uno escribe, cuando uno pinta o, como en tu caso, decora, ¿sabés qué está haciendo? Sublima energía sexual. Cuando uno arma un proyecto, ¿qué hace? Simple… Pone algo entre la muerte y uno. Hoy voy a hacer tal cosa, mañana voy a hacer tal otra. Y esto es algo fundamental. Porque si no hiciera nada tendría que pensar todo el tiempo en que me voy a morir. Por eso en las personas que se quedan sin proyectos aparece la depresión. ¿Y qué hacemos los psicólogos para sacarlas de ese estado? Les preguntamos qué les gustaría hacer, de qué tienen ganas. Es decir, buscamos un «deseo de hacer». Un proyecto. —Hago un breve silencio para que asimile lo que estamos hablando—. Bueno, la muerte y la sexualidad son los dos temas en los que, por angustia, uno pacta situaciones perversas de silencio. Y depende de uno sostener, o no, estos pactos. Porque como se trata de un acuerdo perverso, algunos pueden resistirlos y otros no, porque no les da la personalidad para cargarlos si no al costo de mucha angustia. Vos decís que para tu mamá negar una hija debe de haber sido difícil. Seguramente ha sido así. Pero, en definitiva, ¿de qué estamos hablando, Cecilia?

—De sexualidad.

—Exactamente. De ocultar un tema que tiene que ver con la sexualidad.

—Claro, con haber cogido antes de casarse…

—Correcto. Pero a veces alguien no sabe cómo enfrentar estos temas, entonces no los habla, y los demás tampoco. Pero vos querés enfrentarlo, querés resolverlo.

—¿Cómo estás tan seguro?

—Porque vos me dijiste que tenés miedo de que pase el tiempo, de volverte vieja y seguir igual. Es decir que tenés miedo de morirte sin haberlo resuelto.

—Y por eso me quejo de este pacto de silencio que hemos hecho en mi familia…

—Creo que sí. Fijate. Siempre que encuentres estos pactos los vas a ver ligados a la muerte y a la sexualidad, y estos pactos son siempre enfermizos. De hecho, a vos te está enfermando. A mí me parece, te diría, hasta una buena noticia que, aunque sea por momentos, este tema te desborde. Porque así la angustia te obliga a prestarle atención, a no llevarlo como si nada y, de alguna manera, a ver cuál es la salida posible. Si vos siguieras tu vida respetando ese pacto… perdimos. —Breve silencio—. Digo, desde aquí, desde donde intentamos sostener una cierta evolución saludable, nos ganó el síntoma. Si, en cambio, con esta angustia podemos movilizarte para que vos rompas el pacto, y no digo poniendo un pasacalle o un aviso en el diario, si no al menos develando algo del orden de tu verdad, le ganamos un round a la enfermedad.

Se hace, ahora sí, un silencio prolongado. Ya he dicho lo que quería decir. Es su momento.

—A veces, cuando estamos reunidos, me voy con el pensamiento. Empiezo a mirar a cada uno y me pregunto: «¿éste querrá que le cuente, éste sí, éste no? ¿Éste vive tranquilo dentro de esta familia tan linda y a la vez tan chota?». Y me entro a colgar y ahí no más pegaría el grito.

—Lo que pasa es que a lo mejor habría que pensarlo diferente. Fijate la pregunta que vos te hacés: «¿Éste querría que yo le contara?». ¿No te parece que la pregunta deberías formularla al revés? Es decir: «¿A éste yo le querría contar?».

—Es que yo les querría contar a todos. No discrimino en eso.

—Pero no está mal hacer una discriminación, al menos al comienzo, para hablar de algo tan íntimo y profundo. —Se acerca el final de la sesión. Ha sido muy movilizante. Abordo entonces un cierre un poco más relajado, casi humorístico—. Ojo, tampoco está mal si en esas reuniones, entre ensaladas y asado, entre un chorizo y el otro, vos hacés callar a todos y decís: «Un momento, señores. Les quiero decir algo».

Risas.

—Claro y digo a los gritos: «ladies and gentlemen, me muero por la almeja».

Me río.

—Pero, independientemente de esto, a lo mejor sí deberías discriminar y pensar que no todas las personas son igual de importantes para vos. Seguramente, algunos están más cerca, o tenés más confianza con ellos que con otros, ¿no?

—Obviamente que hay prioridades. Pero si por mí fuese querría poder decírselo a todos.

—Sí, te entiendo. Pero hay que diferenciar lo ideal de lo posible. Porque todos, es igual a ninguno.

—Es cierto. En definitiva los platos se lavan de a uno, ¿no?

Estamos terminando. Su última frase es casi un corte. Pero fue muy importante. Quiero que se lleve lo más claro posible la idea de lo que trabajamos en esta sesión.

—Me gustaría que pensaras mucho en lo que estuvimos hablando hoy. Aquí hay un pacto de silencio, ¿sí? —Asiente—. Y cuando uno está sometido a un pacto perverso, existen dos posibilidades: o es perverso y lo transita sin problemas o, como en tu caso, no es perverso y entonces se angustia. Es como vivir con alguien que te pega.

—Qué horror.

—O formás parte de esto de una manera sadomasoquista, o si no, te quebrás. Bueno… hasta acá llegamos por hoy. Dejemos instalado el tema y, mientras tanto, tratemos de ver qué podemos hacer con la angustia. Señorita, nos vemos la próxima.

Había sido una sesión movilizante, fuerte, dura. Creo que Cecilia se había ido muy conmovida. Más de lo que yo pude comprender en aquel momento. Suele pasar que, muchas veces, uno debe dejar rápidamente lugar en su mente para poder trabajar con el próximo paciente, o por qué no, para pensar en sus propias cosas. Y así sucedió conmigo. Casi había olvidado los lugares tan profundos a los que nos había llevado el relato de Cecilia hasta que, una semana más tarde, volvió a sesión.

—Bueno —comenzó apenas se acostó en el diván—. Te quería contar que el martes pasado, después de salir de la sesión, me pasó algo rarísimo. Te acordás que habíamos hablado de que yo tenía pensado contarle lo mío a algunas personas…

—A ver… recordame un poco el tema.

—Bueno, me pasó algo rarísimo. En cuanto me subí al auto tuve una sensación rara…

—¿Rara?

—Sí. No podía dejar de llorar. De acá hasta Liniers, adonde tuve que ir a buscar algunas telas para un trabajo, me lo pasé llorando. Y cuando llegué no me podía bajar del auto. No podía dejar de llorar, no podía y no podía. Vos sabés que no es muy común que a mí me pase algo así.

—Pero así fue esta vez.

—Sí. Y en el trayecto tuve la necesidad, o el impulso, no sé qué, y la llamé a Agustina, mi cuñada. Le mandé un mensajito de texto para decirle que necesitaba hablar con ella. Fueron una seguidilla de mensajes hasta que al final me llamó. Y bueno, por una cuestión de tiempo todavía no pude concretar la charla pero, al menos de mi parte, de alguna manera es como si ya la hubiese tenido, porque ya sabe que de algo le quiero hablar.

—La sesión pasada dijimos que era importante discriminar con quién era mejor hablar primero. ¿Por qué elegiste a tu cuñada?

—Porque es y no es de la familia, porque es inteligente y creo que va a entenderme y porque es una buena mina, me inspira confianza.

—¿Y cómo te sentiste después de esas llamadas?

—No sé si puedo explicarlo. Fue algo raro, porque la necesidad de llamar me venía como desde el cuerpo, era todo muy impulsivo. Pero por otro lado, sentía que, o lo hacía en ese momento o si no, no sé cuánto tiempo más iba a pasar. —Silencio—. Y si bien no hablé con ella, el solo hecho de haberle mandado el mensaje y que sepa que tengo algo que decirle, para mí ya es importante.

—Claro. Lo que vos sentís es que la primera parte, la más difícil, la más importante, ya la pasaste.

—Sí. Pero tampoco sé durante cuánto tiempo se puede sostener la importancia de un hecho como éste. Porque cuando paso por estas situaciones, ahí vuelvo a darme cuenta de qué poco registro tengo de lo que me sucede con algunas cosas. —Su discurso me resulta confuso.

—A ver, aclarame por qué decís esto último.

—Claro, porque yo misma me sorprendía de cómo me estaba poniendo. Yo sé que para mí es un tema jodido, pero realmente no podía dejar de llorar. Era una mezcla entre angustia, dolor y alegría de poder hacerlo. Me faltaba pegar un grito. Fue un momento muy raro, una mezcla de euforia y miedo. Y me dije: «Bueno, loco, tampoco es que les voy a decir, no sé, algo tan jodido como que maté a alguien». Pero para mí sí fue importante.

—Es importante. «Importantísimo» —le remarco. Le ha costado mucho llegar a este momento. Años. Se merece darse el gusto de disfrutarlo.

—Sí. Y la manera también fue rara. Porque me voy de acá, después de hablar con vos, bueno, chau, algún chiste final, unas risas, pero nada extraño. Y de pronto, en el trayecto de acá hasta donde había dejado el auto, me empezó a pasar algo que hasta me dificultaba la respiración. Y cuando subí al coche dije: «No, yo le mando un mensaje ya. Porque además, sabiendo lo ansiosa que es, no me va a dejar en paz hasta que hablemos». —Hace silencio por unos segundos y sigue hablando—. Pero la verdad es que para mí no fue algo fácil. Porque enseguida me dijo: «Dale, mañana mismo vamos a tomar un café a algún lado». Y yo, te imaginarás, ni loca puedo ir a hablar de esto en un café. Porque voy a parecer una enferma mental, llorando a los gritos en medio de una confitería. Me parece mejor ir a su casa, o a un lugar privado, porque en un bar no estaría cómoda. Pero, bueno, fue importante…

—Y está muy bien que lo reconozcas. ¿Ves? Ahora sí estás hablando desde un lugar de sanidad. Porque el tuyo es un movimiento hacia la verdad y hacia una relación más sincera, y por ende más sana, con las personas que querés. Aunque pueda resultar doloroso esto de hablar y comprobar si sos querida, aceptada y amada por lo que realmente sos, y no por lo que ellos hubieran querido que fueras.

—Gabriel, ¿te puedo pedir un favor?

—Sí, claro. —Me pregunto qué querrá.

—Creo que una de las cosas que más me movilizó para empezar a pensar esto, y por lo que yo me fui como me fui, fue ese relato que me hiciste de la muerte y el sexo. Me partió al medio. Si no te jode, ¿me lo podés contar de vuelta? Porque, vos ya me conocés: a mí me queda la idea, pero olvidate de que me acuerde lo que dijiste.

Su pedido me toma por sorpresa. No sé de lo que me está hablando. A veces suele pasar y lo mejor, como siempre en un análisis, es la verdad.

—Cecilia, perdoname, pero…

Se ríe.

—Vos tampoco te acordás, ¿no? —Yo también me río—. No sabés ni lo que me dijiste.

—Y, la verdad es que no me acuerdo qué te dije o cómo te lo dije, pero contame y, si para vos fue tan importante, lo reconstruimos juntos.

Fue así, a partir de su pedido, que fuimos armando la sesión anterior, la que acabo de relatar, la más importante en todo este tiempo de tratamiento. La que llevó a Cecilia a destrozar el florero en la tumba de su madre. La que ojalá nos abra la puerta de entrada a un presente más comprometido con el respeto hacia ella misma y a su verdad.