Amalia es una mujer fuerte, a la que le ha tocado enfrentar cosas muy difíciles en su vida. Sin embargo, hoy se dejó caer sobre el sillón destruida, como si le hubieran arrancado de golpe su energía vital.

—Amalia, cuénteme por favor qué ha ocurrido.

Me mira con los ojos llenos de lágrimas. Le cuesta hablar, casi balbucea entre sollozos.

—Mi hija, Romina.

—¿Qué pasa con ella?

—Le han descubierto un cáncer —dice, y estalla en un llanto angustiado.

Quiero mucho a esta paciente. No quisiera causarle ni el más mínimo dolor. Pero no puedo evitarlo. Ha llegado el momento. Junto coraje y, muy a mi pesar, sabiendo que la voy a lastimar, le digo:

—La felicito. Debe de estar usted muy contenta.

Levanta los ojos y me clava la vista. Yo le sostengo la mirada. Para mí es un momento muy incómodo. Amalia se queda en silencio un rato largo. Me parece que no puede creer lo que le dije. De a poco su actitud va cambiando. Ya no me mira con asombro, sino con odio.

—Rolón, usted es un hijo de puta.

Tiene razón. Pero a veces, al analista, no le queda otra opción.

La muerte es incomprensible, injusta, y el dolor que ocasiona a los que sufren la pérdida de un ser querido es, siempre, tan grande y tan profundo que la propia vida parece haberse ido con la persona muerta. El mundo se ensombrece y nada de lo que nos importaba tiene ya valor. Recuerdo que siendo yo muy chico mi padre intentaba prepararme para enfrentar su muerte.

—Algún día me voy a morir y vos vas a tener que seguir viviendo —me decía.

Yo tendría seis o siete años, y no recuerdo un dolor más grande que el que sentía en aquellos momentos. Un dolor vivido totalmente en vano, porque mi padre no pudo —nadie hubiera podido— prepararme para que cuando llegara el instante tan temido, yo sufriera un poco menos. La muerte de un ser amado nos arroja a ese territorio del sin sentido, allí donde no habita palabra alguna que pueda explicar, aunque más no sea de un modo torpe e incompleto, lo que ha ocurrido. Saber que no vamos a escuchar más su voz, que no lo vamos a ver nunca jamás, que nos vamos a despertar llorosos al tomar contacto con la vigilia y comprender que, haber estado a su lado, no fue más que una ilusión nocturna, que el día ha llegado y con él la realidad más cruel: la persona amada no está. Como decía Borges: «Ya no es mágico el mundo, te han dejado». En nuestra práctica clínica el duelo es algo de todos los días. Se nos instala en el consultorio de un modo inapelable y deja a nuestros pacientes, y a nosotros mismos, con una sensación de impotencia que es muy difícil de manejar. El duelo se adueña de todo el ser de nuestros pacientes y de lo que ocurre en nuestro análisis. Por ende, se adueña también de nosotros. Cuando estudiaba leí, no menos de veinte veces, en diferentes materias, el texto «Duelo y Melancolía», de Sigmund Freud. Creía saberlo casi de memoria. Sin embargo, mi práctica clínica me enseñó que ni toda la literatura del mundo puede dar cuenta del impacto que sentimos al tenerlo frente a nosotros. Y aprendí, además, que no todos los duelos son iguales. Que no deberíamos hablar del duelo, sino de los duelos. Diferente para cada paciente y, aun en la misma persona, diferente para cada pérdida.

Esta historia empieza en Buenos Aires. Más precisamente, en Avenida de Mayo al 800. Eran casi las doce de la noche de un martes caluroso del mes de diciembre de 1998. Yo me preparaba para empezar el programa radial en el cual trabajaba. Estaba apoyado en la barra del Gran Café Tortoni, lugar desde el cual transmitíamos, hablando con uno de los mozos. De pronto se me acerca una mujer de baja estatura, morocha, muy elegante y me pide un minuto para hablar conmigo. Accedo y mantenemos un breve diálogo.

—Rolón, disculpe que lo moleste, sé que ahora tiene la cabeza puesta en otra cosa. Pero quisiera hacer una consulta profesional con usted.

—Cómo no.

Empecé a hurgar en mis bolsillos buscando una tarjeta. Encuentro una y se la ofrezco.

—Gracias, pero prefiero anotarlo en mi agenda si no le molesta.

—De ninguna manera —le respondí amablemente y le pasé el número.

—En enero me voy de vacaciones, pero a la vuelta lo llamo para arreglar un encuentro.

—Cuando quiera —respondí sonriendo.

Algo en aquella mujer me cayó bien. Si bien se la notaba un poco nerviosa, se había acercado con decisión y mucho respeto. Detrás de ella, a unos cinco metros de distancia, dos jóvenes miraban la escena. Después me enteraría de que eran sus hijos. Se quedó a ver el programa y a la salida nos saludamos.

—Mire que lo llamo —me dijo a modo de despedida.

—Bueno, la espero entonces.

Pero la verdad es que no estaba seguro de que fuera a llamarme. Llegado a este punto me siento en la obligación de confesar algo. También los psicólogos, o al menos yo, corremos el riesgo de caer en pensamientos prejuiciosos. Así como la gente tiene un estereotipo del psicoanalista, a veces también nosotros tenemos un estereotipo del paciente y, en el caso particular del psicoanálisis, imaginamos a una persona de entre veinticinco y cincuenta años, estudiante o profesional, con algunas características que reafirmen la imagen del «buen analizante».

Amalia no encajaba en ese modelo. Por el contrario, parecía un ama de casa más dedicada a su esposo y a sus hijos que a la disposición analítica. Me equivocaba. Y qué grande iba a ser la sorpresa que, como paciente, esa mujer iba a darme. Habían pasado casi dos meses cuando me llamó a mi consultorio.

—Hola, ¿Rolón?, soy Amalia.

Silencio de mi parte. Ni siquiera le había preguntado el nombre aquella noche, casi ocho semanas atrás, de modo que busqué infructuosamente en mi memoria tratando de unir el nombre y la voz. Pero, como en muchas futuras ocasiones, ella me lo hizo fácil.

—¿Me recuerda? Le pedí su teléfono hace unas semanas en el café Tortoni.

—Ah, sí, claro. Discúlpeme. ¿Cómo está?

—Bien, gracias. Llamo para ver si podemos concretar una entrevista.

—Sí, por supuesto. Déjeme ver en la agenda. A ver… ¿qué le parece el miércoles a las diez de la mañana?

—A la hora que usted diga.

Firme. Con determinación. Con un estilo claro y concreto. Esas características de su personalidad que tan bien yo llegaría a conocer con los años.

—Bueno, nos vemos el miércoles entonces.

—Gracias, Rolón. Allí estaré.

Suele ocurrir, al comienzo, que la gente me llame por mi apellido, pero por lo general esto cambia a partir de la primera entrevista y salen del consultorio llamándome por mi nombre. Pues bien, no es éste el caso de Amalia. A pesar de los años que llevamos trabajando juntos y del gran cariño que nos hemos tomado el uno al otro, ni una sola vez ha dejado de llamarme por el apellido.

Incluso, cuando no concuerda con alguna de mis intervenciones, una de sus frases preferidas es: «Déjeme de joder, Rolón». Amalia tocó el timbre de mi consultorio exactamente a las diez. Según me dijo, había llegado unos minutos antes, pero esperó la hora convenida para llamar a mi puerta. Traía un libro en la mano. Intenté ver de qué se trataba. Siempre ayuda saber cuáles son los intereses de un posible paciente. Ella captó mi mirada y al sentarse frente a mí lo colocó de manera tal que yo pudiera ver claramente la tapa del libro que estaba leyendo. Era un libro sobre historia argentina.

—¿Le gusta la historia? —le pregunté.

—Sí, claro. No dejan de asombrarme las cosas por las que ha pasado nuestro país. Y no entiendo cómo hay tipos a los que en vez de incinerarlos públicamente para que todo el mundo sepa lo que hicieron, encima los honramos poniendo sus nombres en las calles.

Insinué una sonrisa y empecé a hacerme una idea de su personalidad. Temperamental. Apasionada. Es increíble cuánto nos sirven las primeras impresiones que recibimos de los pacientes. Por eso, siempre estoy especialmente atento a estos contactos iniciales.

Cuando recibo por primera vez en mi consultorio a una persona, lo que tengo delante es un enigma. Debo tratar de tener la mente abierta, de estar receptivo, de no influir demasiado sus dichos con mis intervenciones, e incluso de cuidarme de qué y cómo digo lo que digo.

Es sabido que los analistas no proponemos un tema, y menos en la primera entrevista. Dejamos que los propios consultantes (aún no hablamos de pacientes) desplieguen lo que traen. Pero no es menos cierto que hay muchas maneras de hacerlo. Algunos profesionales simplemente los miran y esperan en silencio. Otros los invitan a hablar con frases asépticas que no lo condicionen: «Muy bien», «Usted dirá» o «Lo escucho», por ejemplo.

Yo prefiero, aunque sin proponer tema alguno, demostrarle inmediatamente que me importa lo que le ocurre y que estoy atento y con la mejor voluntad de ayudarlo. Prefiero, entonces, frases que no conduzcan el diálogo, pero que sí le transmitan a la persona, desde el comienzo, un compromiso de mi parte. Que sepa que no es un número, que registro su nombre, que para mí es una persona única y que me importa y mucho ayudarla.

—Bueno, Amalia, cuénteme por favor lo que le está pasando.

Así comencé mi primer encuentro con ella. Y si bien, como dije, la mente está abierta para escuchar lo que el otro quiere comunicar, a veces es inevitable hacerse una idea anticipada a partir de lo que la persona nos transmite en la primera impresión. En este caso, esperaba escuchar cuestiones que hicieran a la crisis generacional con sus hijos, o el conflicto interno de «no saber qué hacer» ante una posible jubilación y, por qué no, algún estado depresivo generado por esta situación. Otra vez me equivocaba. Amalia tomó el libro, lo puso a un costado sobre el escritorio, me miró a los ojos, y comenzó a relatarme una hermosa y triste historia de amor.

—Conocí a Julio siendo muy chica. Tendría catorce o quince años y él era ya un hombre de treinta. Delgado, elegante, hermoso y extremadamente mujeriego. —Me mira—. No sabe cómo le gustaban las minas. Pero claro, yo era una nena en ese momento. Como su familia estaba ligada a la mía por cuestiones de amistad solía verlo en distintas reuniones sociales: cumpleaños, Navidad, Año Nuevo… Jamás lo vi acompañado por alguna mujer, nunca presentó una novia —se sonríe—. No se comprometía con ninguna para poder salir con todas.

—¿A qué edad empezó a gustarle Julio?

—Desde el primer día. Lo vi, y supe que ése sería mi hombre. Lo sentí acá, en el pecho. —Le cuesta hablar por la emoción—. Me lo presentaron y me puse pálida. Me sentí impactada, conmovida. Casi ni pude saludarlo.

—¿Y él?

—Años después me confesó que al verme pensó: «Qué linda la morocha. Lástima que sea tan chica». Y efectivamente, yo era muy jovencita.

—Bueno, pero como dice el refrán: «la juventud es una enfermedad que se cura con el tiempo».

—Sí. Y para qué se curará uno, ¿no? Con lo lindo que es ser joven. —No lo dice como una frase hecha. Me doy cuenta de que hay algo en este tema que la moviliza.

—La verdad es que sí. Pero también es cierto que en todas las edades uno puede encontrar cosas que lo gratifiquen, ¿no cree?

—¿Usted me está hablando en serio?

—Sí, por supuesto.

—Déjeme de joder, Rolón. ¿Para qué quiere uno llegar a viejo? Andar dando lástima por ahí. Siendo una carga para los hijos. De ninguna manera. Por eso yo digo: «Qué bien que la hizo Julio». Vivió hasta que quiso y se fue. Joven, fuerte, sin pasar por toda la degradación de la vejez. Fue tan inteligente…

—Pero se podría haber quedado un poco más a su lado, ¿no?

Se le llenan los ojos de lágrimas.

—Él está a mi lado. No se va ni un segundo de mí. Ése es mi problema. Por eso vengo. Porque necesito dejar de ser tan egoísta.

—¿Egoísta?

—Sí. Porque él hizo lo que quería. Pero yo me siento mal por extrañarlo tanto y todo el tiempo. Y —se interrumpe por el llanto— odio que me pase esto, pero no puedo ni nombrarlo sin quebrarme y ponerme a llorar. Y no sé por qué. Si yo sé que donde está ahora, está mejor.

—Bueno, a lo mejor la que no está mejor es usted.

—Seguro. Pero dígame, ¿no es eso un acto de egoísmo?

—Y si fuera así, ¿qué tendría de malo?

—…

—Amalia, ¿está mal querer que la persona que amamos esté a nuestro lado todo el tiempo posible?

—No. Pero hay que saber aceptar las elecciones de los demás. Yo lo necesito cada día de mi vida, pero de todas maneras sé que él hizo lo correcto.

—¿Muriéndose?

—No, no llegando a viejo. ¿Para qué? Siempre me decía: «Amalita, hay que morirse joven».

—Y cagarse en los demás, ¿no?

—¿Por qué me dice eso?

—Dígame: ¿qué edad tenían sus hijos cuando su esposo murió?

—Romina once y Sebastián diez.

—Muy chiquitos para quedarse sin papá, ¿no le parece?

Adrede utilizo el diminutivo para referirme a sus hijos y la palabra «papá» en lugar de padre. Trato de conectarla con el vacío de protección que deben haber experimentado al morir Julio.

—Sí, pero él sabía que yo iba a poder. Siempre pude.

No hay caso. Es muy difícil lograr que alguien se enoje con un muerto querido. La pérdida parece agrandar aún más su figura, hasta volverlo intocable, inmaculado. Yo quería que ella pudiera lograr ese enfado, y tan empecinado debo de haber estado que no escuché lo que Amalia dijo: «Siempre pude». ¿Qué quería decir con «siempre»? ¿A qué remitía esa palabra? Seguramente a algo anterior a la pérdida de su marido. Pero así son las cosas. Cuando un analista se deja invadir por una idea fija, pierde la capacidad de escuchar. Y esa vez me tocó a mí. Me equivoqué. Sólo después descubrí mi error.

Tomé a Amalia como paciente sin dudarlo. Era inteligente, sensible, de carácter fuerte, a veces demasiado, y trabajar con ella se convirtió para mí, de inmediato, en algo muy placentero.

Sin embargo, me costaba escucharla. Solía ocurrirme que cuando ella dejaba el consultorio y me ponía a revisar lo acontecido me enojaba conmigo mismo: «¿Cómo no me di cuenta?» —me reprochaba. Y tuve que asumir que, seguramente, algo de su historia entraba en relación con la mía. Por eso no podía ver con claridad aquello que sus palabras me mostraban. Pero ¿qué era? La respuesta me llegó poco tiempo después. Ella estaba hablando de Julio y, como casi siempre, la había desbordado la angustia.

—Muchas veces lo extraño tanto que creo que no voy a poder soportar su ausencia. Necesito su piel a mi lado, anhelo recostarme en su pecho, quiero volver a sentir su olor. Jamás volví a experimentar esa sensación de éxtasis que me generaba tocarlo, amarlo. Rolón, yo quedé viuda muy joven, pero nunca más salí con ningún otro hombre. No puedo ni siquiera imaginar tocar otra piel que la de Julio. Sé que voy a morirme sola y que no volveré a ser una mujer jamás. Pero creo que es el precio que debo pagar por haber amado tanto y haber sido tan feliz.

La miré y comprendí todo: No tenía a Amalia delante de mí. Todo este tiempo, sin saberlo, había estado hablando con mi madre. Por eso mi impotencia, mis ganas de sacarla a cualquier precio de ese dolor, de ese duelo inacabable, de ese llanto permanente por el marido muerto tan joven. Eso era lo que no me permitía escuchar.

Ella había actualizado en mi consultorio mi propio drama familiar, y yo no había sido realmente su analista. Todo ese tiempo la había escuchado como si fuera su hijo. Comprender eso fue algo muy fuerte para mí. A punto tal de que no pude continuar con la sesión.

—Amalia, voy a serle sincero. Voy a pedirle que dejemos aquí, pero no por usted, sino por una necesidad mía.

—¿Le pasa algo, Rolón?

—Sí, me pasa que escuchándola no pude menos que pensar en mis padres. Y eso hizo que me angustie y que me enoje mucho. Y en esta condición no puedo serle útil. Así que le pido disculpas, pero prefiero que nos veamos la próxima semana.

—Por supuesto, está bien. Pero ¿puedo saber con quién se ha enojado?

—Con los dos. Con mi padre por morirse tan joven y con mi madre por no haber podido superarlo y dejar que su vida fuera un duelo eterno. Pero no corresponde que le cuente más. Ojalá pueda entenderme y sepa disculparme.

—Faltaba más. Los psicólogos también son humanos y todos tenemos una historia, ¿no?

—Así es —dije, y la acompañé hasta la puerta.

En la sesión siguiente, al recibirla, intenté una nueva disculpa, pero me detuvo.

—Al contrario. El otro día, cuando usted me habló de su papá, caí en la cuenta de que yo nunca le había hablado del mío. —Era cierto. Yo tampoco le había preguntado sobre el tema. Y no era extraño. Al haber quedado capturado por su imagen de madre no pude imaginármela siendo hija—. Mi papá —continuó— también como Julio, murió muy joven. Era operario en una fábrica y sufrió un pico de presión. Se fue una mañana al trabajo y, cuando volví a verlo, estaba en un cajón.

—¿Qué edad tenía usted?

—Cinco.

Amalia no tenía de su padre más que dos o tres recuerdos. Uno de ellos era el recuerdo de una mañana en la cual su padre, a quien ella veía enorme, la alzaba tiernamente y le daba un beso. Su papá se estaba afeitando, razón por la cual le llenó la cara de jabón.

—Debo de haber estado muy graciosa, porque estalló en carcajadas. Aún recuerdo la sensación de humedad en mi cara. Fue un momento feliz.

Había llorado mucho por Julio en el tiempo en el que nos conocíamos, pero jamás tanto ni tan angustiosamente como ahora. Yo podía imaginarla como una nena desprotegida y supe que algo en mi interior se había destrabado. Ahora sí, tal vez, podría ayudarla de verdad. Y, no casualmente, aquella frase «siempre pude» volvió como por arte de magia a mi cabeza.

—¿Qué pasó a partir de ese momento?

—Nos quedamos los tres solos, mi mamá, mi hermano menor y yo. Y sentí que iba a tener que hacerme cargo de la familia.

—¿A los cinco años?

—Le juro que lo sentí así. Mi hermano apenas caminaba y a mi mamá la veía tan débil, tan vulnerable, que comprendí que yo debía ocupar el lugar de mi papá. Y así fue que me convertí «en el protector de mi familia».

Amalia lloraba desconsoladamente.

—Es decir que cuando su esposo murió usted volvió a vivir una experiencia que le era conocida. —Asintió con la cabeza—. Creo que por eso usted no puede enojarse con Julio, porque en realidad si lo hiciera estaría reconociendo que también tiene derecho a enojarse con su papá. Y me parece que eso es lo que usted no puede permitirse.

—A mi papá sólo lo tuve cinco años de mi vida, Rolón. Sin embargo, es lo más importante que he tenido jamás.

Es muy fuerte lo que acaba de decir.

—Vamos a interrumpir acá —le digo.

—¿Le pasa algo?

—No, Amalia, nada. Esta vez es por usted.

A partir de esa sesión pudo hablar de Julio sin llorar y fuimos recorriendo juntos su apasionada historia con él. El llanto aparecía ahora cuando hablábamos de su padre. Sin embargo, seguía sosteniendo que era inteligente morirse joven. Y no es para menos. Los dos hombres más importantes de su vida lo habían hecho y ella aún no estaba en condiciones de ver que no había sido una «decisión inteligente», sino una tragedia, que estos hombres tan idealizados no habían sido dueños de su destino sino víctimas de las circunstancias. En esa época aparecieron en ella dos síntomas que tuvimos que trabajar. Uno, no quería que su hijo que se había ido a vivir solo, la visitara. El otro, un enojo con su madre.

—Sebastián dice que yo no quiero que venga a casa. Que lo castigo por haberse ido. Y no es así.

—¿Seguro?

—Sí, Rolón. Es cierto que no tengo muchas ganas de que venga. Pero en realidad lo que no quiero es que se moleste. Trabaja todo el día, llega cansado, ¿para qué va a venir hasta casa si yo puedo ir a la de él? Vamos con Romina, le llevamos la comida, le acomodo un poco el departamento y así, cuando terminamos de comer, ya se puede acostar y descansar. En esta época está agotado. Usted sabe que hay fechas del mes en que los contadores trabajan como locos. Bueno, yo quiero ayudarlo, nada más.

—¿Cuánto hace que no lo invita a su casa?

—No sé, no llevo la cuenta.

—Amalia, déjese de joder usted, ahora. ¿Cuánto?

—No sé. Tres meses más o menos.

—¿No le parece mucho?

—Y, ahora que lo pienso, sí. Pero le juro que yo no estoy enojada porque se fue a vivir solo. Al contrario. Yo quiero que mis hijos hagan su vida y se independicen. Ya sabe cómo pienso. En cualquier momento yo me voy a morir y ellos deben estar preparados. De modo que, le juro, no me enoja que viva solo. Pero no sé por qué no quiero que venga —admite sin darse cuenta.

Trabajamos algunas sesiones sobre esto hasta que en una de ellas, hablando del tema, Amalia tuvo un lapsus.

—Me peleé con Romina.

—¿Por qué?

—Usted sabe que está muy unida a su hermano. Bueno, me dijo que lo invitara a cenar, pero como yo estoy con esto de que «no quiero que se vaya» le dije que mejor fuéramos a comer a algún restaurante.

Y entonces…

—Amalia, ¿escuchó lo que dijo?

—¿Qué cosa?

—Que no quiere que su hijo «se vaya».

—No, yo dije que no quiero que venga.

—No, Amalia, eso fue lo que quiso decir, pero dijo exactamente lo contrario. Así que dígame, ¿por qué no quiere que su hijo se vaya?

Fueron dos sesiones muy fuertes en las que hablamos de muchas cosas y llegamos a una conclusión: en realidad, lo que a Amalia la angustiaba no era que su hijo la visitara, sino el momento en el que él se iba.

—Amalia, su papá se fue y volvió muerto. Julio se fue y la llamaron del hospital porque tuvo el infarto. Pero eso no quiere decir que cada vez que alguien se vaya usted no va a volver a verlo con vida. Esto es diferente. Usted siente que el que se va no vuelve y por eso no quiere que su hijo venga a su casa, porque después se va a tener que ir. Y cada vez que lo despide, inconscientemente, lo está haciendo para siempre. Creo que sería bueno que lo invitara más seguido y comprobara que hay personas que se van, pero no mueren.

Amalia es una gran paciente. Se mete de manera valiente en los territorios del inconsciente y enfrenta a sus fantasmas con la misma decisión que enfrentó siempre la vida. Pudo superar la inhibición que tenía con su hijo y estábamos analizando los posibles motivos del enojo con su madre, cuando nos enteramos de la enfermedad de Romina.

—La felicito. Debe de estar usted muy contenta.

—Rolón, usted es un hijo de puta.

Silencio.

—¿Por qué?, ¿no era usted la que decía que había que morirse joven, que eso era de gente inteligente? Bueno, dígame ahora: ¿tiene ganas de que su hija se muera tan joven? —Llora—. Acéptelo, Amalia, su padre y Julio no fueron inteligentes. Tal vez no se cuidaron lo suficiente, quizá fue una fatalidad, no lo sé. Pero lo que sí sé es que no murieron por un acto de libre albedrío. Les sucedió algo terrible. Como lo que le pasa ahora a Romina. Pero ella está viva, ¿me entiende? Y, al menos aquí, no vamos a velarla antes de tiempo. Su hija la necesita del lado de la vida. ¿Qué va a hacer usted?

—Pelear con ella en todo lo que haga falta. Luchar por su curación.

Me acerco y le acaricio la cabeza.

—Entonces este hijo de puta la va a acompañar en todo lo que pueda.

Fue un período muy duro en la vida de Amalia. Su madre anciana le peleaba a los años, se iba apagando pero no se entregaba. Su hija tampoco. Hablamos mucho de su «histórica» idea acerca de la muerte y pudo cuestionarse muchas cosas. Admitió su ambivalencia de amor y enojo con su padre y su esposo, porque ambos la habían abandonado siendo ella tan joven y pudo, internamente, reconciliarse con su madre y agradecerle el hecho de haber sido la única que se había quedado a su lado durante toda la vida.

—Amo a mi mamá, Rolón.

—Ya lo sé. Siempre lo supe y usted también.

—Sí. Me enojaba porque contrariaba mi ideal de no envejecer. Pero creo que no. Que en realidad lo mío no era enojo sino angustia. Una angustia que me surge de saber que muy pronto me va a dejar.

—Es cierto, Amalia. Pero eso es la vida. Además, reconozcamos que ya la ha acompañado un largo tramo de su camino.

—Así es. Yo misma soy ya una mujer grande. Debo agradecer haber podido tenerla tanto tiempo.

Asentí con la cabeza y no dije nada.

Un día llegó con los ojos llenos de lágrimas y una sonrisa emocionada.

—Rolón, nos dieron los análisis de Romina —me abrazó y se puso a llorar—. Están perfectos. ¡Mi hija se curó!

La abracé fuerte. Yo también estaba conmovido.

Diez días después su madre murió.

—La extraño mucho. ¿Qué quiere que le diga? Yo sé que era muy mayor, pero era mi mamá.

Me gusta escucharla hablar así. A pesar del dolor. Así son los duelos.

Dos meses después tuvimos la siguiente conversación.

—Rolón, yo quiero comentarle algo. Sé que a lo mejor lo pongo en un compromiso, pero bueno, es lo que siento.

—Dígame, Amalia.

—El sábado cumplo años. Setenta. No sé si está bien o mal a tan poco tiempo de la muerte de mi mamá, pero quiero festejarlo. ¿Está mal?

—Para nada. Me parece una buena idea.

—Algo chiquito, íntimo, para mis seres queridos. —Me sonríe—. Sé que no es lo más común, pero… usted es alguien muy importante para mí. Y, ¿qué quiere que le diga? Será un hijo de puta pero yo lo quiero mucho. —Nos reímos—. Me gustaría que estuviera esa noche conmigo.

La miré sin saber qué responder. ¿Qué debía hacer, qué sería lo correcto? Entonces, al ver sus ojos sentí unas ganas enormes de estar en esa fiesta junto a ella.

—Cuente conmigo —le dije.

Me devolvió una mirada agradecida.

El sábado fui a su reunión, nos sentamos juntos y charlamos distendidamente durante toda la noche. Fui uno más de sus invitados. Estaba emocionada. Seguramente pensaría en su madre ausente, pero también en su hija presente, pues hasta hace poco no sabía si estaría viva para esa fecha. En un momento sentí que debía retirarme. Ya habíamos compartido el tiempo que ambos necesitábamos. Me acerqué para despedirme.

—Espere. Antes… un brindis.

—Cómo no. —Sirvió dos copas. Yo levanté la mía—. Brindemos por usted, Amalia.

—No, Rolón. —Me miró profundamente y me sonrió—. Brindemos por la vida.