—No doy más. Por eso vengo a verlo. Estoy agotado. Para decirlo claramente, tengo los huevos llenos.

—A ver, cuénteme un poco qué cosas lo tienen tan… ¿Cómo definiría su estado emocional?

—No sé. Extenuado, molesto…

—Yo lo noto enojado.

—Está bien. Creo que ésa es la palabra. Sí. Estoy enojado.

—¿Y puedo saber con quién está tan enojado?

—Con el mundo.

—Mariano, el mundo es algo demasiado amplio. ¿Por qué no tratamos de acotarlo un poco?

—Era un modo de decir.

—Ya lo sé. Pero es importante cómo dice uno las cosas, ¿no cree? Porque es con palabras como uno piensa y traduce lo que siente. Y si uno siente que el enojo es contra el mundo, las cosas parecen imposibles de solucionar. Porque nadie puede contra «el mundo». En cambio, si podemos identificar las cosas que le molestan, que seguramente no serán todas, a lo mejor algo podemos hacer.

—Bueno, está bien. Estoy molesto con mi socio que es un infradotado al cual no le puedo encargar nada; con mis clientes que no entienden que yo no manejo los tiempos judiciales; con el hecho de tener que ir a tribunales; con mis viejos que se ofenden si no voy a comer los domingos; con mi hermana que me dice que no me ocupo de ellos…

—Bueno, veo que el espectro es amplio. Y en lo referente a lo emocional, digo, a su rol como hombre, ¿cómo se siente?

—No, con eso todo bien. En realidad es el único aspecto de mi vida que no presenta conflictos.

—Algo que no es poco. No es tan fácil sentirse pleno en pareja, ¿no?

—Claro, y menos en mi caso.

—¿Por qué? ¿Qué tiene de particular su caso?

—Y, que yo debo complacer no a una, sino a dos mujeres.

No esperaba esa respuesta. De todas maneras, un analista debe estar preparado para escuchar cosas que no espera, de modo que no hice gesto alguno.

—Son mi cable a tierra —continuó—, no sabría qué hacer sin ellas.

Eso dijo Mariano en la primera entrevista. Que no sabría qué hacer «sin» ellas. A lo largo del análisis cambiaría un poco su cuestionamiento, hasta el momento crucial en el cual no sabría qué hacer «con» ellas.

Conocí a Mariano justo una semana antes de que cumpliera los cuarenta años. Se había recibido de abogado hacía ya más de quince y su crecimiento profesional había sido notorio. De hecho, en el momento de comenzar su análisis conmigo, gozaba de una excelente posición económica y, poco a poco, iba haciéndose de un nombre y empezaba a llevar adelante casos importantes. Un año después de recibirse se casó con Débora, una mujer tres años menor que él con quien, en la actualidad, tenía dos hijos: Luciano de doce años y Ramiro de ocho.

Su relación con Débora era buena y tierna.

—Es una gran madre —me decía—, una gran compañera. No podría haber encontrado una mujer mejor.

La describió como una compañera bella y comprensiva. Los había presentado una pareja de amigos y, luego de la primera salida habían quedado ambos profundamente conmovidos por este encuentro.

Un año después se casaron, y al siguiente nacía su primer hijo. Cuatro años más tarde tuvieron al segundo y allí «La familia Ingalls», como Mariano mismo la denominaba, quedó conformada.

Casi todas las sesiones comenzaban de manera similar. Mariano entraba en el consultorio, dejaba el saco en el perchero, se desabrochaba el último botón de la camisa, se aflojaba la corbata, apagaba el celular y lo dejaba sobre la mesa baja que nos separaba.

El celular… cuánta utilidad tendría en nuestro tratamiento. Trabajábamos cara a cara y las conversaciones solían transcurrir en medio de las protestas permanentes de Mariano. Básicamente, se quejaba de que debía ocuparse de todo y de que no podía descansar en nadie.

—Es que no puedo delegar las cosas.

—¿Por qué?

—Porque nadie las hace bien.

—Nadie, excepto usted, por supuesto.

—…

—Mariano, ¿ésa no es una postura un poco omnipotente? ¿No es difícil que a uno lo ayuden si se para en ese lugar?

—Puede ser. Pero usted no conoce a los incapaces que me rodean —decía, y seguía quejándose.

Era un paciente muy inteligente, pero no accedía fácilmente al territorio del análisis profundo. Por lo general tratábamos temas que lo desbordaban con cierta urgencia. La mayoría de las veces, laborales, aunque por momentos traía algunas cuestiones con su familia de origen.

—Mi viejo ya me tiene harto. No me lo banco más.

—¿Qué es lo que pasa ahora?

—Mi hermana tiene problemas con su marido, parece que se van a separar, y a él se le ocurrió que yo tome cartas en el asunto…

—¿Pero qué es exactamente lo que le pide su padre que haga?

—Que hable con mi cuñado. Justo a mí me pide eso. ¿Qué puedo hacer, si casi ni lo conozco? Más allá de las reuniones familiares no hemos cruzado palabra. Es un imbécil. Ni de fútbol podemos hablar, porque él es de Platense y yo de Boca. Pero mi viejo cree que yo puedo hacerlo todo.

—Bueno, a lo mejor usted ayudó a generar esa idea.

—¿Por qué dice eso?

—Tal vez, como le ha ido en todo tan bien… tiene un trabajo bien remunerado, una profesión exitosa, una familia envidiable… No sé, a lo mejor transmite la imagen de que posee el elixir secreto de la felicidad.

Sonríe.

—Y un poco así es. Pero apenas si me alcanza para conseguir mi propia felicidad.

De esta manera pasaban las semanas y los meses. Hablando de cosas muy puntuales, de conflictos presentes, sin entrar demasiado en cuestiones profundas. Alguna vez pensé en interrumpir el análisis, ya que no podíamos ingresar en ese territorio oculto de su ser y sentía que él tiraba su dinero y yo malgastaba mi tiempo. Las sesiones me resultaban largas y aburridas, y debía hacer un gran esfuerzo para estar atento. Hasta que un día, por primera vez, me pidió disculpas por no apagar el celular. Me dijo que era probable que recibiera una llamada importante. Casi de inmediato sonó el teléfono. Miró el número desde el cual lo llamaban. Lo identificó y decidió contestar.

—Perdón, Gabriel, pero tengo que atender.

—Hágalo, entonces.

—Hola… sí, estoy en lo del psicólogo. No, no, pará, igual puedo hablar.

Valentina, de quien jamás había hablado explícitamente hasta entonces, dijo presente.

No podía entender lo que le decía, pero era evidente que la mujer estaba enojada y, aunque yo no captara sus palabras, sí podía escuchar su tono elevado. Estaba gritando.

—¿Pero, cómo iba a imaginarme que vos ibas a estar ahí?… ¿Y qué querías que hiciera?… Estaba con los nenes y… No, no… Escuchame… por favor, no me cortes… ¿Hola? ¿Hola, Valentina?

Deja el celular. Está desencajado, angustiado por primera vez desde que arrancamos con el tratamiento. Se lleva la mano a la frente, mira hacia abajo y niega con la cabeza. No pregunto nada. Un minuto después respira profundo y me mira.

—Estoy metido en un problema.

—¿Qué es lo que pasa, Mariano?

—¿Recuerda que en la primera entrevista yo le dije que tenía dos mujeres?

—Sí. —Obviamente que lo recordaba. ¿Cómo no recordarlo? Es más, yo había estado esperando que hablara de esto casi desde entonces.

—Su nombre es Valentina. Pero no es cierto que yo tenga dos mujeres. En realidad no es otra esposa, no tengo un hogar paralelo. Pero sí es una relación que arrastro desde hace seis años.

Escucho cómo lo dice. Con Valentina no tiene una relación, «la arrastra», como si fuera un peso.

—La conocí el día que nació mi hijo Ramiro. Era la secretaria de un escribano amigo con quien teníamos algunos negocios en común. Tenía veintiún años, y si bien yo no tuve nada con ella hasta un año después, me impactó desde el momento de conocerla.

—¿Le pareció bonita?

—No, bonita es Débora. Valentina era… una loba. Si bien era muy joven, tenía una mirada… experimentada.

—¿A qué tipo de experiencia se refiere?

—Sexual, por supuesto.

Su voz ha tomado un tono diferente. Por fin aparece algo del orden de la pasión en él. De modo que decido seguir por ese camino.

—Cuénteme cómo es Valentina.

Le pido que me hable de ella con esa consigna abierta, para que él elija desde qué lugar quiere presentarla, aunque debo reconocer que yo intuía desde dónde lo haría.

—Mide un metro setenta. Es una morocha impactante. Tiene un cuerpo increíble. Y una cara tan sensual, tan erótica, que la delata.

—¿Y qué es lo que delata su cara?

—Cuánto le gusta el sexo. Es una mina increíble.

—¿En qué sentido?

—En la cama. Es extraordinaria.

—Ajá. ¿Y usted qué siente por ella?

Me mira como si le hubiera preguntado una obviedad.

—La deseo. Con todo mi ser. Como nunca deseé a nadie. Me siento un cursi. Sé que parece una frase hecha, pero es la verdad. Con ninguna mujer tuve las sensaciones que tengo con ella.

—Bueno, siendo que es la primera vez que hablamos de Valentina me gustaría que me contara un poco más. Nuevamente dejo a su elección cómo quiere seguir hablando de ella.

—Me da un poco de pudor. No sé, me parece que no corresponde, pero si no lo hablo acá…

—…

—Valentina es casi colega suya, se recibe en diciembre. Tiene veintiocho años. Mi historia con ella empezó una noche en que salimos de una fiesta de trabajo. Me ofrecí a alcanzarla y cuando llegué a la puerta de la casa, me miró, me dijo que yo le gustaba mucho y me besó.

—¿Cuál fue su reacción?

—Yo no podía creer que semejante pendeja se me regalara así.

—¿Y entonces?

—Me dijo que… que me quería coger. Y bueno… yo no caía, no podía pensar. En cambio ella se veía tan tranquila. Era casi una nena y me estaba manejando.

—¿Y qué hizo usted, Mariano?

—¿Me lo pregunta en serio?

—Sí.

—¿Usted qué hubiera hecho?

—Eso no importa. Lo que importa es lo que hizo usted.

—Me la cogí. Eso hice… Y a partir de ese momento no pude dejar de estar con ella. La deseo todo el tiempo. Hasta cuando tengo relaciones con Débora trato de pensar que en realidad estoy con Valentina.

—¿Valentina sabe de su situación?

—Sí, claro. Y hasta hace un tiempo nunca tuvo problemas. Pero desde hace aproximadamente un año pareciera que el hecho de que yo sea un hombre casado le empezó a molestar. No sé qué le pasó, porque no cambió nada.

—A lo mejor sí cambió algo…

—No lo entiendo, ¿qué quiere decir?

—Que tal vez no es lo mismo tener veintiún años que veintiocho. Que las expectativas de Valentina hoy pueden no ser las mismas que las que tenía cuando usted la conoció.

—Pero, si estábamos tan bien.

—Usted estaba «tan bien». Se ve que ella no.

—Yo le doy todo lo que puedo.

—Sí, pero es posible que el problema no esté en lo que le da si no en lo que no le puede dar.

—¿A qué se refiere?

—Mariano, no sería nada extraño que una mujer de casi treinta años empezara a desear tener un esposo, hijos, en fin, una familia. Y usted no puede darle eso a Valentina. ¿O sí?

—Ni loco. Yo no tendría un hijo con ella, ni sería su esposo.

—Lo dice como si hubiera algo malo en ella.

—No es que sea algo malo. Pero una esposa debe ser diferente.

Aunque suene raro en los tiempos que corren, cuando se supone que hay ciertos paradigmas que caen, es bastante común encontrar en algunos pacientes obsesivos una marcada distancia entre el «ideal» erótico y el «ideal» familiar. Aunque debo reconocer que hasta yo mismo me sorprendí al escuchar el tema expuesto de una manera tan burda. Pero no puedo detenerme en eso: es necesario que Mariano escuche lo que está diciendo.

—No entiendo, ¿diferente en qué sentido?

—No importa —rehúye el tema—, la cuestión es que hoy al mediodía fui a comer al patio de comidas del Abasto con mi mujer y mis hijos. Y ella estaba ahí con una amiga. Casi se me para el corazón. Ninguno de los dos dijo nada. Yo me hubiera querido acercar a hablar con ella, pero no podía. Así que le dije a Débora que mejor fuéramos a un lugar más tranquilo, pero ya los chicos habían elegido una mesa, de manera que nos quedamos.

—¿Y Valentina?

—Nada. Se quedó mirando la escena unos minutos, se levantó y se fue. Y no volví a contactarme con ella hasta este llamado.

—¿Y cómo estaba?

—Enojada. Pero yo siempre le dije la verdad, ¿no?

—Sí, pero a lo mejor no alcanza con eso para que a ella no le duela lo que vio. Porque una cosa es saber algo, imaginarlo, y otra muy diferente es verlo. Quizá ser testigo de esa escena familiar fue algo demasiado duro para ella.

—Puede ser, pero…

Suena el celular. Vuelve a identificar la llamada.

—Disculpe… Hola, Valen… por favor, tenemos que hablar.

El hombre que hablaba con tanta firmeza acerca de que nunca iba a darle a Valentina lo que quería no se parecía en nada a éste que estaba escuchando ahora. Era un Mariano dulce, asustado, que buscaba hacerse perdonar.

—Dale. Yo salgo en unos minutos… Me parece bien. En una hora ahí… Un beso.

Suspiró.

—Bueno, al menos bajó un poco los decibeles. Creo que va a entender.

—Puede ser que sí. Después de todo, no es algo tan difícil de entender. Lo que no sé es si, más allá de que lo entienda o no, ella podrá renunciar a sus deseos. Y no me refiero a los sexuales, si no a los otros.

—No lo sé… ya veré… pero al menos estaba más calmada. Me parece que pasamos la tormenta.

No quiere escuchar. ¿Entonces para qué hablar? Doy por terminada la sesión, cosa que parece agradecerme. Quiere irse ya mismo para arreglar el tema con Valentina. Esta vez lo va a conseguir. Pero el equilibrio había empezado a romperse. Y ese proceso, yo estaba convencido, iba a continuar.

Dada la proverbial habilidad de Mariano para escaparse de los temas, la sesión siguiente no habló de lo sucedido, hasta que su celular vibró. Había recibido un mensaje de texto.

—Es de Valentina —me dijo.

Lo respondió y yo aproveché que él la había introducido al espacio analítico y le pregunté acerca de lo sucedido luego del conflicto de la semana anterior.

—Al final pude manejarlo.

—¿De qué manera?

—Bueno, la dejé hacer su catarsis, la escuché despotricar durante un rato y tuve que hacer algunas concesiones.

—¿Cuáles?

—No muchas. Compartir con ella algunos espacios públicos, algunos amigos.

—Mariano, ¿usted es consciente de lo que dice?

—Sí, pero no se preocupe. Yo voy a saber manejarlo.

—No, si no me preocupo. El que a lo mejor debería preocuparse es usted. Pero bueno, si está tan seguro de poder manejar la situación, no tengo nada que decir. Solamente me gustaría hacerle una pregunta.

—Dígame.

—Mariano, sería una necedad no registrar que algún riesgo de ser descubierto, por mínimo que fuera, usted está decidiendo correr. Y, si ese riesgo mínimo se concretara, estaría poniendo en juego toda su estructura familiar. Entonces, la pregunta es ¿qué es aquello tan fuerte que Valentina le da como para que usted arriesgue todo lo que emocionalmente ha construido en estos años?

Silencio.

—Gabriel, a mí me gusta mucho el sexo. Soy un hombre fantasioso, abierto.

—¿Y bien?

—Yo con Valentina puedo tener un sexo sin límites, usted me entiende.

—No sé si lo entiendo. Por qué no me lo explica…

Suspira quejoso.

—Me cuesta ser explícito. Me parece un poco morboso.

—No le estoy pidiendo detalles, pero ayúdeme a entender lo que encuentra sexualmente en Valentina que no puede encontrar en Débora.

—Son dos cosas diferentes —parece enojarse.

—Mariano… no son dos cosas, son dos mujeres. Digo, porque puede ser jodido tratar a las personas como «cosas».

—Es que allí está el tema. Yo a Valentina puedo tratarla, aunque sea de a ratos, como si fuera una cosa. Una cosa destinada a darme placer. Algo que no puedo ni quiero hacer con Débora.

—¿Y qué es tratarla como a una «cosa»?

—Y… pedirle, no sé, que se ponga un portaligas, que se masturbe delante de mí y me permita mirarla —le cuesta hablar del tema, en el fondo, es un obsesivo conservador—, que hablemos de la posibilidad de invitar a alguien más a la cama, que tengamos sexo oral… muchas cosas que se imaginará que no puedo pedirle a mi mujer.

—¿Por qué no?, ¿a ella no le gusta?

—¿Y cómo voy a saberlo? Jamás se lo preguntaría. Sería ofenderla.

—¿Por qué cree que sus deseos pueden ofenderla? Ella podrá compartirlos o no, acceder o no, pero ofenderse… ¿No es demasiado?

—Gabriel… Débora es la madre de mis hijos.

—Sí… Y supongo que los concibieron cogiendo, ¿no?

Elegí adrede esa palabra. Y el efecto en él fue claro. Me mira y no dice nada. Me mira con rabia. Como si yo estuviera agrediendo a su esposa.

—Débora es una mujer con mayúsculas.

—Claro, y Valentina es una putita con minúsculas. —Se queda callado. Me mira fijo. Dejo pasar unos segundos y continúo—. Y uno a las mujeres tiene que respetarlas, darles un hogar, hijos, cuidarlas y mantenerlas. En cambio a las putitas hay que disfrutarlas, compartirlas, degradarlas y tratarlas como si fueran cosas, ¿no?

—…

—Mariano, hay algo en lo que usted piensa que no está del todo desacertado. El amor necesita de una cierta idealización. Uno tiene que poder creer que la persona que ama es la mejor, es noble, compañera, una madre incomparable, una persona única y maravillosa. Y usted pudo idealizar así a Débora. El erotismo, por el contrario, requiere de la posibilidad de degradar a la otra persona, aunque sea de a ratos como usted decía, y convertirla en un objeto de deseo. Si se quiere, hasta parcializarla.

—¿Parcializarla? No entiendo.

—Claro, percibirla por partes. No es, como en el caso del amor, una unidad, una gran mujer. No. Es diferente. Está partida. Tiene unos pechos enormes, una cola preciosa, una boca sensual. Es decir que no la toma como una totalidad, sino como si se tratara de una zona erógena, o una suma de ellas. Y usted pudo hacer eso con Valentina. Eso que es tan necesario para poder desear a alguien.

—¿Y entonces qué es lo que está mal?

—Lo que está mal ahora es justamente todo lo que atañe a su rol de hombre, ese espacio en el cual, según me dijo en la primera entrevista, no había conflicto alguno.

—¿Pero… por qué?

—Mariano, por lo que me ha contado hasta ahora, pude deducir que, desde que Débora quedó embarazada por segunda vez, se transformó para usted en madre y representante de la imagen familiar, y ya no se la pudo coger más. Sólo pudo «hacerle el amor» de manera tierna. Y me parece que ahí está la cuestión. En el modo en el cual usted maneja su deseo. Fíjese. Para armar una familia le quitó a su relación de pareja todo contenido erótico. Separó tanto al deseo del amor que ahora la pregunta es ¿cómo puede vivir plenamente su sexualidad y tener al mismo tiempo una familia?

—No sé qué responderle.

—Veamos. Hay algunas alternativas posibles. La primera es la que estuvo sosteniendo hasta ahora, es decir, tener una mujer y una amante. Otra es ser fiel y renunciar a la sexualidad, reprimirse. Una tercera sería satisfacerse de un modo autoerótico. Pero hay una más interesante y, a lo mejor, más sana. La que consiste en erotizar su relación con Débora, o afectivizar la que tiene con Valentina. Pero yo me pregunto, ¿puede hacer esto?

—No lo sé. No me imagino cómo hacerlo.

—A lo mejor tendremos que trabajar sobre ciertos preconceptos, ciertos ideales que usted tiene y que lo han conducido a esta situación.

—Gabriel, ¿qué debo hacer?

—No lo sé. Pero me parece que el desafío que se le presenta ahora es averiguar si tiene o no la posibilidad de amar y desear a una misma persona. De idealizar y «degradar» a una misma mujer. Hasta ahora no pudo. ¿Y qué hizo? Necesitó de dos mujeres para hacer entre las dos una. Yo no sé cómo se sentirá su mujer con el hecho de que usted no pueda degradarla, pero sí le aseguro que, a la luz de lo ocurrido últimamente, deduzco que Valentina se cansó de ser solamente su objeto de deseo, su cosa, y pide ahora un reconocimiento diferente de su parte.

—Es decir que lo que me está pidiendo…

—Sí… es que la ame.

Silencio.

—¿En qué está pensando, Mariano?

—En que no sé si le dije a usted la verdad.

—Explíqueme por favor.

—Sí. Que no sé si las concesiones que acepté son tan pequeñas.

—A ver. Cuénteme.

—Antes de llegar aquí me sonó el celular —otra vez el celular—. Era Valentina. Me dijo que sus padres llegan este viernes de Tandil a visitarla. Y que quiere que salgamos a cenar los cuatro.

—¿Y usted le dijo que sí?

—Sí. Había pasado muy poco desde la pelea. Si le decía que no tal vez se iba a enojar. Pero yo no sé si quiero ir.

—Mariano, no se engañe. Usted sabe perfectamente que no quiere ir. Lo que no sabe es cómo hacerlo sin que Valentina se enoje.

—¿Entonces?

—Entonces debe decidir entre hacer lo que quiere, al costo del enojo de su amante, o pagar con su presencia un día más de calma. Y digo un día más porque sospecho que esto no acaba aquí, con este pedido.

—Pero si no voy… creo que la pierdo.

Silencio.

—¿Usted ama a esa mujer?

—No.

—Entonces piénselo muy bien, porque cada movimiento que haga en dirección a las demandas de Valentina, va a alimentar en ella la ilusión de que a lo mejor usted pueda darle algo que, según me dice, no está dispuesto a dar. Y si es así, ¿para qué ilusionarla en vano?

—Porque la deseo mucho y no quiero perderla.

—Entonces vaya y hágase cargo de las consecuencias que su egoísmo pueda tener para ella, para Débora y para usted.

Silencio.

—Me está haciendo mierda. Usted me dijo que jamás iba a juzgarme.

—Mariano, no lo estoy juzgando. Se lo aseguro Simplemente le estoy describiendo, tal vez de un modo crudo, lo admito, cuál es su realidad en este momento para que decida con madurez lo que va a hacer.

—Es que yo quiero conservar las cosas como hasta ahora.

—Ya no creo que pueda. Me parece que llegado este punto, algo va a perder. Decida usted qué.

Interrumpí la sesión y Mariano se fue.

Sé que mis intervenciones lo habían angustiado mucho. A veces los analistas debemos hacerlo.

Yo sabía que había sido muy dura la sesión para él, pero no podía evitar analizar estas cuestiones. Su vida estaba en una encrucijada. Y él tenía que resolver cuál de los caminos iba a tomar.

El viernes, tres días después, a eso de las ocho de la noche me llamó por teléfono. Estaba desencajado, con una angustia descontrolada. Me pidió si podía verme, a lo cual accedí inmediatamente. A las diez en punto dio comienzo la sesión. Se sentó frente a mí y se puso a llorar.

—Cómo pude ser tan pelotudo… por Dios… no puedo creerlo —decía entre sollozos.

—¿Qué pasó, Mariano?

—El celular… este puto celular.

—¿Qué ocurrió con el celular?

—Hoy, hace menos de cuatro horas volví a casa después de trabajar y me fui a bañar. Hoy es el día en el cual debía cenar con los padres de Valentina. Antes de entrar en la ducha dejé el celular sobre la cama… y me olvidé de apagarlo.

—Continúe.

—Cuando salí del baño fui al dormitorio a vestirme. Débora me estaba esperando. Me alcanzó el celular y me dijo: «Tomá. Tenés un mensaje. Leelo, yo ya lo hice».

—¿Era un mensaje de Valentina?

—Sí. Aún no lo borré. Mire.

Me alcanza su teléfono. Allí se leía: «Amor, mis viejos estarán en casa a eso de las diez. Tratá de llegar un rato antes. Te quiero. Valentina».

Le devuelvo el celular.

—Ya se imaginará.

—La verdad es que no. Mejor dígamelo usted, ¿qué pasó?

—Ella se quedó parada delante de mí mientras yo lo leía. La miré fijo a los ojos y pensé cómo arreglaba ese desastre. Qué excusa poner. Pero en ese momento ella habló primero. Estaba calmada, casi a punto de llorar, con los ojos rojos, pero tranquila.

—¿Y qué le dijo?

—Me pidió que pensara muy bien lo que iba a decirle. Que en el mensaje no figuraba mi nombre, con lo cual podía yo restarle importancia y decir que era un mensaje equivocado, o que era una broma. Que la verdad era que esa noche yo iba a ir a la reunión de egresados de la secundaria, tal cual le había dicho anteriormente, y que no conocía a ninguna Valentina. Que en ese caso ella iba a reflexionar si elegía creerme o no. Pero que por favor no le faltara el respeto. Que no hiriera su dignidad tratándola como a una estúpida. Que me tomara el tiempo que necesitara, pero que lo que dijera iba a ser definitivo. Se fue a la cocina y me dejó solo.

—¿Y usted que hizo?

—Me vestí, lo llamé a usted y me vine hacia aquí sin siquiera saludarla. Estuve dando vueltas esperando que se hicieran las diez y tratando de pensar.

—¿Y tomó alguna resolución?

—No. No pude decidir nada.

—Eso no es cierto.

—¿Qué quiere decir?

Miro el reloj. Han pasado quince minutos de las diez de la noche.

—Quiero decir que hace más de media hora que usted debería estar en casa de Valentina… y sin embargo está acá.

Llora. Lo dejo desahogarse en silencio unos cuantos minutos. Por fin decido hablar.

—Mariano, sé que en este momento usted siente que el mundo se le vino encima, pero ¿quiere que le diga algo? Usted generó esta situación. —Me mira asombrado—. Sí. Estoy convencido de que hace mucho que quería encarar este tema y resolverlo, pero no se animaba, entonces dejó que el celular lo hiciera por usted.

—¿Qué?

—Sí. Primero dejándolo encendido para recibir el llamado de Valentina en mi presencia, en plena sesión. Obviamente no íbamos a poder escapar del tema. Entonces, aunque de manera inconsciente, eligió esa metodología para que yo me enterara de la existencia de Valentina y de lo problemática que se estaba volviendo la situación. La sesión siguiente, a pesar de su resistencia a hablar del tema, aquel mensaje de texto volvió a traer la cuestión al análisis. Una sesión muy jugosa, debo reconocer, en la cual hablamos de su dificultad para amar y desear a una misma persona. Y por último esto que ha ocurrido hoy.

—¿Qué quiere decir… que el teléfono me lo olvidé prendido a propósito?

—Sí y no. No desde lo consciente, pero sí desde su deseo inconsciente de terminar con esto. Es lo que se llama un «acto fallido», una manera de hacer algo que conscientemente uno no puede hacer, de manifestar un deseo que va más allá de nuestra posibilidad de enfrentarlo. Usted no sólo se lo olvidó prendido, sino al alcance de Débora, después de una sesión tan movilizante como la del martes pasado y justo antes de dar un paso fundamental como el de presentarse oficialmente ante la familia de Valentina. ¿Quiere que le diga la verdad? Sí. Creo que lo hizo a propósito… ¿No opina usted igual?

Silencio.

—El tema de Valentina se me fue de las manos. Yo no quería esto… y no estoy dispuesto a perder a mi familia. Aunque tal vez ya es tarde.

—Mariano, Débora le dio tiempo. Usted decidió compartir ese tiempo conmigo. Bueno, utilicémoslo para pensar. ¿Qué va a hacer?

—No lo sé.

—¿Usted ama a su esposa?

—Con toda mi alma.

—Entonces escúchela. Ella le pidió que la tratara con dignidad. Creo que se lo merece.

—¿Y qué hago, le cuento la verdad?

—Haga lo que quiera. Pero si me permite una opinión, y aclaro que es solamente eso, una opinión.

Charlamos un poco más sobre el tema. Mariano decidió ir a su casa y hablar con su mujer. Decirle la verdad. Omitiendo, por supuesto, los detalles morbosos de la situación. Ella lo escuchó, le preguntó por qué, lloró mucho y, al final de una larga noche, decidieron darse una nueva oportunidad.

En el transcurso de ese tiempo conocí a Débora, ya que ella le solicitó a Mariano autorización para acompañarlo a algunas sesiones. Y él accedió gustoso. Era una mujer realmente hermosa, muy atractiva e inteligente. Si bien éste era el espacio analítico de Mariano, durante casi dos meses vinieron juntos. Hablaron de muchas cosas, pero sobre todo, se escucharon. Hasta que una noche ella apareció sola al horario de sesión.

—Mariano no ha llegado aún.

—Ya lo sé. Le dije que quería venir sola. Hablar con usted. —Yo iba a decir algo pero me interrumpió—. Ya sé que no es lo más común, pero él estuvo de acuerdo, de modo que si no se opone, le ruego que me permita pasar.

Así lo hice.

—Débora, imagino que usted tendrá muchas dudas, muchas fantasías, pero sepa que yo tengo un secreto profesional que mantener y no voy a poder responder a las preguntas con respecto a su marido.

Sonrió.

—No, Gabriel. No es de él de quien quiero hablar, sino de mí. Ya sé que usted no puede ser mi analista. Es más, me gustaría que después de esta charla, que será la última que tendré con usted, me derivara a alguien de su confianza. Pero hay cosas que quiero decir. Y creo que se lo debo.

—¿A su esposo?

—No. A usted.

Silencio.

—Hace tiempo que yo me di cuenta de que la relación no estaba bien. Nuestra vida sexual empezó a estar cada vez más acotada, más condicionada.

—¿Condicionada por qué cosas?

—Básicamente por Mariano. Él cada vez ponía más frenos, más peros.

—¿Me está diciendo que buscaba excusas para no tener relaciones?

—No. Le estaría mintiendo si le dijera eso. Pero más o menos. Nuestras relaciones empezaron a hacerse cada vez más previsibles, sin juegos, sin sorpresas. Yo comencé a sentir que él ya no podía verme como a una mujer.

—¿Y en qué momento esto empezó a ser así?

—Casi desde que nació nuestro hijo menor. —El día en que conoció a Valentina—. Yo también fui responsable, porque no dije nada. Y fui convirtiéndome cada vez más en la madre de sus hijos y dejando de ser su mujer.

Silencio.

—¿Y qué hizo con su deseo?

Silencio.

—Eso es lo que siento que le debo, Gabriel. Usted ha hecho mucho por nosotros. Yo ya no voy a venir más a verlo. Creo que debo iniciar mi propio análisis. Pero antes necesitaba que usted supiera toda la verdad.

—La escucho.

—Gabriel, no es Mariano el único con deseos sexuales en la familia. Yo también los tengo. A mí también me gusta coger.

Me mira a los ojos cuando lo dice. Quiere mostrarse como hembra. Y yo le sostengo la mirada. Seguramente hace tiempo que esconde esta faceta de su vida. Tiene derecho y ganas de mostrarla.

—¿Entonces?

—Hace tiempo que la mayor actividad sexual de mi vida es masturbarme. Y fantasear… siempre con Mariano. Casi parece una broma esto de tener que imaginar que tengo sexo con el hombre que duerme cada noche a mi lado. Pero ha sido así. Hasta hace más o menos un mes.

—¿Qué ocurrió hace un mes, Débora?

—Me encontré con un hombre con el cual había salido de soltera, un amigo de mi hermano.

—¿Y qué pasó?

—Al principio sólo llamados telefónicos. Largas charlas. Estoy mucho tiempo sola, de modo que puedo hablar tranquila. Y casi sin darme cuenta empezamos un juego de seducción que me hizo sentir cosas que hacía mucho tiempo no sentía. Me da vergüenza hablar de esto.

—¿Se acostó con él?

—No, pero casi.

—¿Deseaba hacerlo?

—Muchísimo.

—¿Y qué la detuvo?

—Que yo no amo a ese tipo. Yo amo a Mariano. Simplemente necesitaba sentirme deseada, saber que aún podía excitar a un hombre. Que no había dejado de ser una mujer. Pero justo cuando debía concretar… no pude.

—¿No pudo hacerle eso a su esposo?

—No. No pude hacerme eso a mí. Entonces decidí cortar eso que nunca había empezado y esperar la oportunidad para hablar con Mariano de lo que me estaba pasando.

—Y el mensaje de Valentina significó la llegada de esa oportunidad.

—Sí. Aquel mensaje me impactó, me enojó, me angustió. Pero también me dio la excusa para plantear lo que nos estaba pasando. Mariano se acostó con esa chica. Yo casi me acuesto con aquel hombre. ¿Cuál es la diferencia? Yo no soy mejor que él.

—Yo no sé cuál de los dos es mejor o peor, si es que eso puede saberse. Creo que cada uno manejó el tema como pudo.

—Así es.

—¿Y ahora?

—Ahora habrá que pelear por esta familia.

—Débora… A lo mejor en lugar de pelear por la familia, deberíamos pensar en pelear primero por la pareja, ¿no le parece?

Me sonrió.

—Ojalá tengan mucha suerte —le dije y nos despedimos.

Mariano ha seguido trabajando mucho en este tiempo de análisis. Ya casi nada queda de aquellas sesiones tediosas y superficiales. Ha cuestionado sus modelos, su familia de origen y los temores que le traía aparejado el hecho de estar casado con una mujer y no con una madre.

Débora comenzó a hacer terapia con un profesional de mi equipo.

Han pasado diez meses desde el episodio del celular, aquel que los obligó a develar una verdad dolorosa y que les dio, al mismo tiempo, la posibilidad de intentar torcer el rumbo de su pareja.

No sé si podrán o no lograrlo. Están trabajando duro para conseguirlo.

Éste es un presente difícil para ambos y lo están atravesando con esfuerzo y con dolor.

Y es que a veces, no hay otra manera de construir un destino mejor.