Asier Altube Ibarrola, paciente de cuarenta y seis años con antecedente de traumatismo pedio bilateral a los doce años con fracturas múltiples con secuelas que han ido remitiendo progresivamente. No fumador ni bebedor. Debuta hace diecisiete meses con pérdida importante de peso, sudoración nocturna y febrícula vespertina. Tras varios sangrados digestivos se le practica un enema opaco diagnosticándose una neoformación en colon descendente. Es intervenido en el Hospital de Basurto confirmándose un carcinoma diseminado de pronóstico fatal. Es dado de alta al término del período postoperatorio. Se le prescribe atención domiciliaria paliativa de su enfermedad terminal.
Al verme, sólo un mes después, en Basaon, pensé que alguien movía los hilos de una lógica fúnebre. Ahora, Roque Altube se moría. El viejo mundo se moría. La única persona de Basaon que salió a recibirme fue Madia o Magda. De los demás ni siquiera me llegó un susurro; vi cerrada la puerta de la cocina; aún no era hora de cenar, ella los había encerrado a todos allí, y a mí también me impuso su ley cortándome el paso, expresándome con una actitud seca que no vería al moribundo. «No se mueve, no conoce a nadie», me dijo. Le pedí: «Sólo quiero despedirme de él… Sí, ya he oído que no conoce a nadie, pero quizá oiga mi adiós». Madia o Magda insistió: «Es mejor que usted no le vea. Mejor para usted. La vejez ha caído sobre él de golpe, su cuerpo ha encogido, su cara es barro magullado». Estuve seguro de que sus descripciones excedían la realidad. Simplemente no quería. «Tiene vuelta la cara hacia la izquierda», añadió, «la mejilla apoyada en la almohada, sin poder cambiar de postura. Tiene el cuello como de piedra». «¿Y sus ojos?», pregunté. «Eso sí, abiertos. No los aparta de una silla». «¿Una silla?». «Al principio la miraba y miraba y creí que me pedía que la sacara del rincón y la pusiera junto a su cabecera para tener más cerca a quien se sentara. Pero no. Vino una vecina, se sentó en ella y Roque cerró los ojos y no los abrió hasta que se fue. Siguió mirando la silla el día entero, y si por la noche enciendo la luz, le encuentro mirándola. No duerme, o duerme con los ojos abiertos. Vino otro vecino, ocupó la silla y Roque cerró los ojos. No quiere ver a nadie, don Manuel, sólo la silla». Me asalta un recuerdo del pasado: la silla. «¿Cómo es, pesada, ligera?», murmuré. «Más bien ligera». La silla, el joven Roque y aquella silla. «No quiera usted verle, don Manuel: está irreconocible». Claro que le reconocería, porque Roque no está postrado en ese cuarto. Oí a Madia o Magda: «Lo único que mueve son los labios, apenas se nota que los mueve. Pronuncia una palabra». «¿Una palabra?, ¿la misma palabra?, ¿cómo sabe usted que es la misma si no se la oye?». Observé que sus dedos se tensaban al decirme: «Un nombre». «¿Un nombre?», exclamé. «No sé qué nombre, miro sus labios para recoger alguna sílaba. Nada». «Un nombre», repetí. Y entonces todo cambió, y Madia o Magda se echó a un lado para dejarme pasar. «Entre usted, quizá lea en sus labios lo que yo no… y me lo dice», me invitaba, pero yo la corté con un estremecimiento: «No, no… Debo retirarme… Siento haberla molestado… Buenas tardes». Oí su voz a mi espalda: «¿No había venido a verle?». Me despedí de él alejándome aprisa: «Adiós, Roque Altube, adiós para siempre».
Después de todo, existía Europa. En la Guerra nos abandonó a los pies de los caballos de Franco y ahora se acuerda de nosotros para la Reconversión Industrial. El caso es que vamos a tener que agradecerles a todos ellos el final de los hombres del hierro en su imagen más plástica.
Hasta la Criatura ha debido plegarse. Huérfano de abuela y de padre —también le falta su madre, Ángela, fallecida hace cuatro años, pero ella no cuenta—, le viene ancho el enorme poder caído en sus manos, se diría que no sabe qué hacer con él. La paulatina paralización de Altos Hornos del Cantábrico le está sumiendo en una dolencia sobre la que nadie sabe en el Galeón qué pensar. Algunos recuerdan su arrechucho de 1937, cuando el deliberado bajón en la producción de hierro le tuvo a las puertas de la muerte, y aseguran que esto será lo mismo, dado que también languidece el hierro. Han sido llamados docenas de médicos —ninguno de los de entonces—, que emiten diagnósticos estrafalarios. Como el desamparo de la Criatura aún es mayor al faltarle aquel médico de Neguri, el único que le acertó, un milagro le ha hecho revolverse sobre sí mismo, tomar unas riendas que nunca había tocado, adquirir conciencia de quién es él y contemplarse por primera vez desde fuera. Con inusitada violencia ha lanzado a los cuatro vientos su consigna de oxigenar Altos Hornos del Cantábrico hasta alcanzar los niveles de producción de los mejores tiempos. Pero los planes de Europa son otros. El consejo de administración en pleno de la empresa visitó a su presidente en el Galeón.
—Estamos hechos de la misma materia que usted —empezaron por asegurarle—. Y no sólo eso: Europa es de la misma materia que todos nosotros. Así que no hay que preocuparse. Lo que pasa es que han llegado nuevos tiempos.
—¡Por el hierro no pasa el tiempo! —exclamó la Criatura.
—Así es. Pero el hierro es uno y múltiple, como Dios. —El consejero que hablaba miró a sus compañeros—. ¿Lo he dicho bien?, ¿es Dios múltiple o sólo trino? Suponiendo que Dios fuera sólo trino y el hierro múltiple…, ¿qué habrá que pensar, milord Baskardo? Pues que el hierro lleva en sí mismo la eternidad, aun enterrado en un museo lo sentiríamos más vivo que…
El término «museo» devolvió a la Criatura el recuerdo de su nunca olvidado amor por aquel otro ferruginoso que floreciera en su jardín, y el mayordomo —que entraba y salía del gran salón con botellas y copas y refirió todo esto— lo vio enternecerse. Un consejero que lo advirtió lanzó una reojada confidencial a su grupo y dijo:
—No se hable más, milord. Convertiremos Altos Hornos del Cantábrico en un museo, un museo eterno, un museo vivo, con movimiento. Su producción será máxima y lucirá un letrero luminoso que diga: MUSEO. ¿Eh?
El consejero recibió muchas felicitaciones.
—El Museo del Hierro… —pronunció soñadoramente la Criatura—. Aunque me pregunto por qué ustedes lo pronuncian con despectivas minúsculas. Y por qué ni a mi padre ni a mi abuela se les ocurrió.
—¿Por qué se les iba a ocurrir? Ellos pertenecen al pasado… ¡Un museo, brillante perspicacia! Un museo es un bien cultural y Europa es muy sensible a cosas así. No se meterá con él. ¡Impecable guiño a la Reconversión Industrial!
Los consejeros eran unos cínicos, naturalmente. Mintieron como bellacos. Estaban a partir un piñón con la Reconversión Industrial, de la que Europa les resarciría con creces; no a las mesnadas de obreros, puestos de patitas en la calle. Ella y su hijo no habrían sufrido engaño. Quiero decir que habrían secundado a los hombres del hierro de aquí abajo y de allá arriba, pero conscientes de estar siendo engañados, porque perseguían el mismo beneficio adicional, porque el auténtico y último hombre del hierro era Cándido Bascardo Lapaza Puerta Garzea del pino Cuerpo del Redentor, la Criatura.
Permitieron que se recuperara con la conversión de Altos Hornos del Cantábrico en Museo, inicuo espejismo que les permitiría montar impunemente la moderna Acería, su sustituta, indigna hijuela de tan ciclópeo pasado…, si bien horneada por mano de obra tan reducida que a Neguri dejaron de abrírsele las carnes cada sábado, día del reparto de sobres por el listero.
Las suntuosas trepidaciones del Museo de Altos Hornos del Cantábrico se convertían en orgiásticas pulsaciones en las venas de la Criatura. El trasvase de poderes a la Acería fue una operación controlada muy de cerca por los consejeros. En realidad, no fue un trasvase sino una inauguración solapada. Resultaron dos industrias funcionando a pleno pulmón, pero sólo una produciendo hierro con rendimiento moderno. La otra era el más acabado ingenio de simulación emitiendo desaforadas crepitaciones en el vacío con menos fruto que un parto de los montes. Siendo el ruido su única misión, a cargo de aquella inmensa chatarrería entrechocándose no había más que tres operarios y un aprendiz.
Nunca sospecharon los consejeros que el Museo diseñado para engañar a una única persona pudiera ser visitado por ésta. Sabían que la Criatura jamás había salido del Galeón —excepto su estancia académica en Oxford y sus baños en la playa—, donde nació y donde moriría. Pero en 1980, con sesenta años cumplidos, escribió con un pizarrín en la pizarra con la que se comunicaba con el mundo: «Todo envejece a mi alrededor, incluso yo. Mi muerte está próxima. Todo envejece, menos el hierro. Quiero verlo y ver todo lo que tengo». El mayordomo, el primero en leerlo, interpretó adecuadamente los tres apartados del mensaje: si se sentía muy viejo, él lo sabría mejor que nadie; lo de que su muerte estaba próxima, mero pretexto dirigido a sí mismo para salir de casa a despedirse de las cosas que siempre contempló a través de los cristales; apartado éste, inseparable del tercero: «Quiero verlo», una orden a su mayordomo para que dispusiera un viaje por sus inmensas posesiones, es decir, por «lo que tengo». ¿Se trató de una despedida sentimental? ¿Por qué no? El diario de Aurelio nos había revelado que la Criatura tenía sentimientos. El mismo documento nos revelaba igualmente que los poseyó Efrén. ¿Y Ella? Quizá Aurelio no le prestó la debida atención. ¿Acaso desde la más negra pobreza no sudó sangre, y nos la hizo sudar a nosotros, por sacar adelante a un hijo y a un nieto hasta encumbrarlos muy por encima de todos nosotros y de los que estaban por encima de nosotros?… Yo también estoy viejo, mis sesos se ablandan. Por suerte, Asier ya no me oye.
Sí, eso fue, una peregrinación lacrimógena de despedida por gran parte de los territorios y símbolos de su disparatado poder, que duró tres meses: montes y valles, pueblos, caseríos, torres medievales, palacios, iglesias, instituciones privadas y públicas, barcos, Bancos y comercios, pantanos, centrales eléctricas, complejos industriales, la ría, ayuntamientos, diputaciones… En fin: nómbrese algo y era de él. Abrumado por el nunca visto viaje que se avecinaba, el mayordomo buscó un vehículo a la altura del acontecimiento y en los sótanos de un indiano localizó una silla de virrey de las Indias. Los criados de polainas rojas que la transportaron fueron su complemento natural. Dormían en conventos propiedad del gran viajero. Por expreso deseo de la Criatura, el periplo concluyó en sus dos huevos: las minas de hierro y los Altos Hornos. En aquéllas, examinó con ojos de entomólogo a las figuritas rojas desriñonadas, y en éstos, penetró bajo el gran cartel centelleante de MUSEO, arriesgándose a que le dejara sordo el infernal e inútil concierto chatarrero. La silla de virrey apenas se abría paso entre la masa de comparsas disfrazados de menestrales, alquilados por los consejeros para la ocasión, pues habían dispuesto para él una vuelta fugaz y auténtica al hierro secular, sin engañifas. Con todo, extrajeron de allí al viajero en cinco minutos, haciéndole pasar a la Acería inmediata a través del agujero abierto en la pared de planchas de hierro. La Criatura no advirtió el engaño. Lo único que llamó su atención fue el cegador brillo de cosa nueva de los metales de la maquinaria, tan contrario a la mierda bajo la que siempre imaginó a sus Altos Hornos del Cantábrico. «Le hacían falta un poco de sidol al cabo de tantos años de brega», le explicaron. Siguió creyendo en el engaño porque su mente ya estaba en otra cosa: se sintió clavado por remaches de hierro al centro de su intimidad en aquella atmósfera tan herrumbrosa como la venía soñando desde hacía sesenta años. Apareció entre sus dedos el rosario de cuentas de hierro y su rezo se fundió con los ritmos del dulce fragor. Contarían los consejeros, muy impresionados, que «su carne empezó a tomar la coloración del peróxido de hierro». Con lágrimas en los ojos, don Cándido Bascardo Lapaza Puerta Garzea del pino Cuerpo del Redentor pedía más y más aproximación a don Cándido Bascardo Lapaza Puerta Garzea del pino Cuerpo del Redentor, y los criados de polainas rojas estaban hechos un lío y consultaban con sus miradas a los consejeros y éstos se encogían de hombros y los criados no tenían más remedio que obedecer y acercarle al calor de las fuentes de su yo. La Criatura se levantó de su asiento de virrey y alargó el cuello por ver mejor la sangrienta lava viva y humeante a sus pies, movimiento que coincidió con el último misterio del rosario. «Amén», suspiró, sin poder apartar sus ojos del caldo fundido dentro de la gran cuchara. Entonces tropezó uno de los criados y la Criatura salió proyectada por encima de la barandilla del pasillo elevado y se hundió y fundió en la sopa de hierro.
Antes de que la noticia llegara a nuestra comunidad y nos conmocionara, hubo de resolverse en el viejo Altos Hornos una cuestión inaplazable: aquella colada recién enriquecida se enfriaba por momentos y urgía decidir si se vertía en un solo molde o en varios, es decir, si se troceaba o no el cadáver. «¿Qué cadáver?», exclamaron algunos consejeros. «Que decida la familia», se propuso. «¿Qué familia? Además, no hay tiempo». En lo único en que todos estaban de acuerdo era en que no había que desperdiciar tan cuantioso volumen de hierro, con independencia de que sir Cándido estuviera fuera o dentro de él. Se cruzaron criterios: lo que contenía la cuchara, ¿era sir Cándido, era ya únicamente hierro, o era las dos cosas? Creyeron haber encontrado una solución transigente optando por el molde único, por si resultaba que aquello, después de todo, era sir Cándido. El enorme tocho resultante planteó un nuevo problema, éste de conciencia: «¿Qué hacemos con él?, ¿dónde lo metemos?». Transcurrieron semanas antes de que en los consejeros y en otros prohombres del hierro, la casta de los chatarreros, empezara a germinar la idea de que se encontraban ante un símbolo, dictamen muy determinado por el pronunciamiento de los jesuitas: sir Cándido seguía viviendo en cuerpo y alma en el Tocho.
Lo comenté con Merche:
—Están en el camino de entender que es el fin de una Era. Con mayúscula.
—Siempre exagerando —dijo ella.
—Asier sí que me comprendería.
Un mes después, ambos paseábamos por el espigón de Arriluce hacia su faro, junto a un par de cientos de getxotarras y en su misma dirección, todos con la vista fija en lo alto del piramidal Serantes, el monte cuya cumbre remataba el Tocho.
—Ahí está, por fin lo han subido —comenté—. No hacía falta tanto endiosamiento.
—Todo esto es una pesadilla —dijo Merche, con la pantalla de su mano defendiendo sus ojos.
—Ellos han sido una pesadilla desde hace siglos.
—El cuerpo del pobre hombre penetrando en el caldo a mil grados…
—Formando con el hierro una aleación nueva. A esto se le llama sublimación de un destino. ¡Qué increíble coherencia! A Ella y a Efrén se les habría caído la baba.
—No seas monstruo.
—¿Crees que tampoco les habría complacido verlo ahora ahí arriba?
—¡Él no está ahí arriba! Me vais a volver loca entre todos…
—No por fuerza ha de verse como una elevación, quizá sea una caída. No en balde representa el final de una época. ¿Deja cenizas el hierro? Están ahí arriba.
Pero aquello aún no era el final. Las semanas siguientes contemplaron un desfile de imaginarios herederos procedentes de muchas partes, sobre todo de la propia Euskadi. Ya se sabe: madres con hijos jurando que eran de Cándido Bascardo y que demostraban conocer muy mal a la Criatura; mujeres ancianas con hijos talludos jurando que los tuvieron de Efrén, como si éste hubiera perdido su tiempo en esas cosas; incluso varones de sesenta a noventa años jurando igualmente, unos, que el hijo que traían era de Elisenda, y otros, que el nieto era hijo de Ángela, madres que los parieron y entregaron en custodia por no mancillar su honor. La primera estación de todos ellos era el Galeón, de donde los criados —que prolongaban mecánicamente sus servicios a la casa en espera de los nuevos dueños— los enviaban al albacea, el mismo que protocolizó el testamento de Ella, quien les exigía partidas de nacimiento, y ahí terminaba todo. Sólo una de esas partidas sí que lucía Bascardo como primer apellido, aclarándose pronto que la madre soltera, al carecer de apellido para su hijo, eligió el que más sonaba en el país. Algo infantil pero poco faltó para levantar la pieza más gorda. Otros reclamantes que quedaron chasqueados fueron los jesuitas de Deusto, a cuyo equipo estable en el Galeón consideraban transmisor a la familia difunta del preciado impulso de cruzados, si bien en tantos años de sutiles manipulaciones ni ellos consiguieron que Ella o Efrén o Cándido testaran a su favor.
La nube más cerrada de pajarracos estuvo formada por los innumerables Baskardo descendientes del legendario Baskardo Fundador, el primerísimo del Principio, del que Camilo Baskardo —ahora con K— era también descendiente e igual a ellos, como lo eran los Baskardo de Sugarkea; el que éstos hubieran sido tenidos por el Baskardo Fundador por únicos y privilegiados herederos de la feérica esencia incontaminada del Principio explica que ahora no se les hubiese designado como legítimos herederos de la riqueza y poder de Cándido Baskardo, entre otras razones por salvarles de la contaminación de la mercancía. Llovieron sobre el despacho notarial partidas de nacimiento, bautismo, boda y entierro, muchos con remites americanos, australianos y de las quimbambas, todas idénticas, todas esgrimiendo los mismos derechos, y era esta igualdad de tantos miles la que las invalidaba. Sin embargo, durante un tiempo, abrigamos la esperanza de que el legado omnipotente sufriera tal partición que quedara reducido a fragmentos ridículos. Hasta que alguien del despacho del albacea filtró a la calle que habían hecho aparición una mujer de cuarenta y cinco años y un chico de quince declarando con una simpleza cargada de ciega seguridad que ella era nieta de la abuela de Cándido, y el chico, bisnieto. Fue la propia Merche quien me informó.
—¿Estás segura?
—¿Por qué te has puesto pálido?
—¿Por qué nos hemos olvidado de Madia o Magda? Es ya de toda confianza para nosotros…
—¡Por Dios, Madia falleció!
—Sí, claro… Entonces, ¿por qué ninguno de los hijos que tuvo con Roque Altube ha dejado oír su voz últimamente? Si alguien ha de heredar, que sean ellos. No hay duda de que tienen más derechos que cualquiera de los otros. ¿No llegó Madia o Magda a nuestra tierra acompañando a…, o siendo acompañada por…? Sus edades rechazaban una relación madre-hija, o hija-madre. Serían hermanas, o una sobrina de la otra… La incógnita aún no aclarada. ¡Pero es hora de aclararla! Los de Basaon deben ocupar el vacío que existe, antes de que lo ocupen las dos figuras que acaban de llegar… Por cierto, ¿tienen cara de hambre, visten de negro, son lacónicas y miran a su alrededor como animales predadores?… Ven conmigo, acompáñame…
—¿Qué te pasa? ¿Por qué esos dos han de ser diferentes a la caterva de…?
—No lo sé, no lo sé… O sí lo sé: son los únicos que la han invocado a Ella. ¿No te parece bastante?
Lo más justo sería decir que la arrastré a Basaon. Tuvimos tiempo de hablar bastante durante el camino —no tanto por la distancia como por la lentitud de nuestras piernas—, y si Merche apenas se contagió de mi alarma fue porque hube de ir reconociendo que era hasta peligroso sacar conclusiones sin haber echado siquiera la vista encima a la pareja… Pero ya estábamos frente al fuego del difunto Roque. Naturalmente, no nos esperaban, aunque nos recibió la algarabía de los pájaros de Manolito. Estaban todos. Los maestros fuimos introducidos en el comedor en el que nunca se comía, pues las celebraciones podían hacerse en el portalón por caer en meses benignos. Era media tarde. Merche y yo nos sentamos frente a Cenobia, Anastasi y Antonia, tres mujeres que parecían llevarse bien dentro de la misma casa.
—Ya hemos visto a Pelayo en el maizal —dije.
—Sí, allí anda con las dos chicas —dijo Antonia—. Los otros están en la fábrica.
—Luis —dijo Merche.
—Sí, Luis —dijo Antonia.
Al abrir Pelayo la puerta arreció la música de los pájaros que Manolito criaba en el camarote.
—¿Qué hay? —dijo Pelayo sentándose—. Buen tiempo, ¿eh?
—Es la época, nadie regala nada —sonreí.
El estruendo de los pajaritos llevó al rostro redondo y rojo de Cenobia un atisbo de orgullo.
—Manolito ha llevado a vender dos machos y dos hembras de jilguero a Neguri —dijo—. Caruso le ha prohibido tener chontas porque a las chontas hay que dejarlas ciegas con un hierro al rojo para que canten. Los pájaros de Manolito se han hecho famosos.
—Sí, como Zarra —gruñó Anastasi.
—Caruso está ensayando en el coro de la iglesia —añadió Cenobia—. Dice que le van a llevar al Biotz Alai de Algorta porque…
Anastasi la cortó abruptamente volviéndose hacia Merche y hacia mí.
—Ustedes habrán venido a decirnos algo…
Nadie habló en el comedor durante unos segundos. Miré a Merche, pero no encontré ayuda.
—Quizá Cándido Bascardo no sea el único descendiente de Ella —empecé.
—Eso ya lo tenemos hablado aquí —dijo Anastasi moviendo la cabeza—. ¡Qué más quisiéramos nosotros que no tener que trabajar más!
—Pero la madre de usted…, ejem…, su madre y la de sus hermanos, presentes y ausentes… ¿Qué era la madre de ustedes de Ella?
—Nada —sentenció Anastasi.
—¿Nada? —repetí—. ¿Nada? ¿Así lo declaró ella expresamente alguna vez? Recuerden que se presentaron juntas en Getxo y nadie dudó de que les unía un parentesco…
—¡Qué más quisiéramos que no tener que trabajar más! —suspiró Cenobia—. ¿Verdad, Pelayo?
Pelayo asintió con la cabeza y daba la impresión de que el asunto no dejaba de divertirle.
—Nos lo contó una sola vez en toda su vida. Una sola vez —dijo Anastasi—. «Me preguntó si quería acompañarla», nos contó. «Y yo también quería escapar de allí». —¿De dónde? —Ahora fue Merche quien habló. Dejé de respirar para escuchar la respuesta.
—Nunca nos lo dijo. —La naturalidad con que Anastasi pronunció las cuatro palabras revelaba una larga acomodación a aquellas tinieblas.
—No lo dijo —repetí—. Lo sabía y ni siquiera se lo reveló a su familia. Porque supongo que tampoco Roque…
—Aquel lugar debía de ser muy malo —intervino Pelayo—. Callando, no le haríamos preguntas.
—De modo que la madre de ustedes quería huir de… de donde fuera…, y Ella se le adelantó y le preguntó si le acompañaría. Eso habla de que se conocían, que vivían en la misma comunidad, que eran amigas…
—No lo sabemos. Las pocas veces en que se refirió a la madre de Efrén la llamó compañera.
—Compañera… A esta compañera de su madre ustedes, como todos, la llamarán Ella, porque ignoran su nombre. ¿Tampoco se lo preguntaron?
—Nunca. Es que nunca tuvimos un interés especial por saberlo —sonrió tímidamente Pelayo.
—O sea que nada de parentesco…
—Nada. —Anastasi pareció dejar zanjado el asunto.
Pero yo no podía perder la ocasión de intentar esclarecer… ¡al cabo de más de noventa años!
—Creo que ustedes no son conscientes de la trascendencia de sus respuestas, de lo que saben y de lo que no saben, de lo que saben creyendo que no lo saben… ¿Nunca les enseñó papeles o dijo dónde los guardaba, alguna caja, envoltorio de hule o…?
—Las dos llegaron aquí para empezar de nuevo —dijo Anastasi—. Eso lo tenemos muy claro. Si hubieran traído papeles, los habrían quemado. Creíamos que todos en Getxo lo sabían.
—Si a su madre y a Ella les hubiera unido algún parentesco, ustedes lo sabrían, ¿verdad? —comentó Merche—, bien por revelación expresa o por haberlas sorprendido alguna conversación, algún comportamiento…
—Sólo eran compañeras —dijo Anastasi.
—¿Se querían? —Jamás se me habría ocurrido a mí formular aquella pregunta de Merche.
—Tenían que quererse, huyeron juntas y llegaron aquí juntas. Al casarse los padres, la madre y Ella se separaron, pero los padres sólo vivieron un año en Altubena…
—¡Yo nací en Altubena! —exclamó Cenobia dando un saltito sobre su silla.
—… la madre volvió a la casa de Ella —concluyó Anastasi—. De haberse llevado mal no habría vuelto. Se querían.
—Y acerca del Madia o Magda…, ¿cuál de los dos era su nombre? ¿O no era ninguno de ellos? —me atreví a preguntar—. Entonces, ¿cuál sería el de antes?
—Para nosotros siempre fue ama.
—¿Nunca tampoco quisieron saber…?
—Es otra cuestión más importante la que nos ha traído aquí —me cortó Merche—: Esa mujer y ese muchacho que acaban de llegar y aseguran ser descendientes de Ella… ¿Cabe que no mientan?
—¿Conocen ustedes qué clase de pasado dejó en el misterioso lugar? ¿Lo ignoran igualmente? —Por el gesto que me dirigió Merche entendí que yo no lo estaba haciendo debidamente.
—Partieron las dos del mismo lugar —me suplantó—, es natural que la madre de ustedes supiera algo de su… compañera. Comprendan que no estaríamos aquí dándoles la lata si no fuera importante para todos.
—Querían empezar de nuevo, querían olvidar. Es seguro que ni entre ellas hablaron del asunto —dijo Anastasi.
—¡Pero Ella tendría un pasado, todo el mundo tiene un pasado! —exclamé.
—Querían olvidarlo y lo olvidaron.
—¡Pero ese pasado no ha muerto en el olvido, acaba de aparecer en Getxo!
Por irónico que parezca, fue Ella quien me facilitó el entendimiento con el albacea y su confianza; me refiero a la relación que se estableció entre nosotros alrededor de aquella moneda de cinco céntimos. Desde sus distantes legalidades quedó impresionado por mi sangrante interés. Creo que le asusté un poco, que mi extemporáneo ataque pidiéndole informaciones confidenciales lo aceptó como una de esas locuras pasajeras en que suelen caer los individuos monotemáticos.
—Si me promete no pulgarlo por ahí…
Quise dar fuerza a mi promesa dibujando con el dedo una cruz sobre mis labios, sellándolos, como hacen las comadres. Supongo que el albacea esperaba ya de mí cualquier extravagancia.
—Las partidas que traen parecen auténticas. Están extendidas en Gibraleón.
—¿Gibraleón? ¿Dónde está eso?
—Es una pequeña localidad de Huelva en la que Ella dejó un hijo, fruto de su matrimonio. España abolió la esclavitud en 1886 y es posible que cuando Ella pisó Getxo aún ignorase que se hallaba libre del estigma de la esclavitud.
—¿Esclavitud? ¿De qué me está hablando?
—¿Sabe, recuerda usted en qué año llegó esa mujer a Getxo?
—En 1887. Octubre.
El albacea me miró fijamente.
—Parece no tener usted ninguna duda al respecto, tras casi un siglo. Buena memoria. Ha sido como consultar un fichero.
—¿Qué pinta la esclavitud en todo esto? Supongo que se trata de una metáfora…
—Si esa mujer llegó a Getxo en octubre de 1887, habría partido de Gibraleón siendo legalmente esclava, y no es metáfora, considerando que su penoso viaje hacia el norte atravesando España le emplearía muchos meses, pues lo haría a pie.
—Lo harían. Eran dos… Así que no es metáfora…
—Bien, aunque la otra queda fuera de nuestro asunto… Y ni siquiera sin medios para viajar a pie. Tendrían que trabajar para comer, y descansar de las caminatas y del trabajo. Un año, quizá dos. Pobres mujeres. ¿Y por qué el norte, en la otra punta, y no más cerca?
—Sí, ¿por qué el norte?, ¿por qué Getxo? —Y repetí—: ¿Por qué Getxo?
—Eran esclavas, ignorantes e iletradas, desconocedoras de a qué país pertenecía el lugar en que nacieron… ¿Por qué el norte si no sabían nada del norte? Sería cuestión de poner la mayor extensión de tierra de por medio…, y hacia abajo tenían el mar. Nada sabían del norte, de nosotros. Simplemente, llegaron.
—Con hambre.
—Sí, de eso no hay duda. Con hambre de muchas cosas.
—Es lo que pensaba Asier.
—¿Quién?
—Usted dice que eran esclavas y que Ella estaba casada y tenía un hijo…
—Sí, es lo más importante. Pero, de momento, no sé más. He de hacer un viaje en dirección contraria, hacia ese Gibraleón. He de decidir sobre esa inconmensurable herencia. Enorme responsabilidad. Por desgracia para mí, no hay parte contraria, no hay pleito, toda la competencia ha enmudecido ante tanta contundencia, no habrá juez que me exima de emitir una sentencia. He de recoger en Gibraleón la confirmación de los documentos que me ha traído la mujer de cuarenta y cinco años que asegura ser nieta de Ella… ¿Necesita usted que abra la ventana para que entre el aire?
Mi frente estaba húmeda y el pañuelo la secaba.
—Otra mujer hambrienta —murmuré—. Estamos en el segundo acto del mismo drama. Esto no lo había previsto nadie.
Durante los veinte días siguientes mi esperanza se cifró en que todo se redujera a una falsificación, a un mero trapicheo. No me resultó fácil frenar mi lengua con Merche. Pero el albacea regresó con un panorama más ennegrecido.
—Legal. Todo escrupulosamente legal, don Manuel —fueron sus primeras palabras en el mismo despacho—. Lo siento por usted…, ¡lo veo tan derrotado! A lo mejor lo tengo que sentir también por mí, no lo sé, quizá no he bajado lo suficiente a las calles de este municipio. ¿Por qué no buscamos debajo de las piedras alguna pista que nos conduzca a un argumento con cierta enjundia para pleitear?… Aunque, mire usted, suponiendo que apareciera o desenterráramos a un hijo de don Efrén, un bastardo, o de doña Elisenda, o del propio don Cándido, no serviría de nada. ¿Sabe por qué? Pues porque acabamos de descubrir que el matrimonio de Ella con ese aldeano, ese Altube…
—Santiago.
—… con don Santiago, no es válido, y su descendencia, inoperante… El único matrimonio válido es el primero, el que contrajo en 1884 en Gibraleón con quince años. Tenemos en contra, pues, un primer matrimonio como Dios manda, un hijo legítimo de este matrimonio, una línea legítima…
—1884, 1887… Así que acertamos al atribuirle dieciocho años cuando apareció en Getxo. ¿Sabe usted qué significa lo que me acaba de revelar? Que toda la actividad de Ella durante setenta y cinco años la desempeñó sobre una base falsa. También en esto nos engañó. Pudimos habernos ahorrado perfectamente infinitos dolores de cabeza. Estoy dispuesto a acomodarme a la nueva situación si usted me asegura que no hay un matrimonio anterior, que no se casó por auténtica primera vez antes de sus quince años. Uno sólo es flexible hasta cierta tensión muscular.
El albacea dejó de hablar para concederme, creo, un descanso. Pero, inmediatamente, exclamé:
—¡Por parte de padre, Efrén queda fuera de la línea familiar de Falla! Camilo Baskardo lo reconoció como hijo.
—¿Dónde prefiere situar a don Efrén, como hijo bastardo de una rama válida o como hijo legítimo de una rama inválida? Para este caso no hay futuro ni con las leyes progresistas de los socialistas en el poder… Don Efrén y doña Ángela tuvieron también una hija: ¿qué fue de ella?
—Elisenda. Huyó. Fue en…, sí, en 1944. Huyó con el soldado que la violó en la playa siete años antes.
—¿La violó un soldado?… Me parece recordar que mi padre me habló de…
—Ese hombre se retiraba con el ejército vasco y, por tanto, habría que llamarle gudari, aunque quizá no fuera vasco. ¿Qué importa ya? El tuvo que ser quien regresara a buscarla. ¿Quién, si no? Porque ella lo esperó. Tuvo un hijo de él y lo esperó esos siete años. ¿Por qué? ¿Creyó que su contacto con el soldado, su cópula, fue lo único inocente y puro que le había ocurrido en su vida? En este más que indudable pensamiento de la muchacha hemos vivido muchos de nosotros. El soldado regresó conduciendo un carro lleno de muebles y útiles de labranza, y Elisenda se desnudó de ropas y joyas, se despojó de cuanto le unía a su familia y al Galeón, desnudó también a su hijo, subieron al carro… y hasta hoy. ¿Buscarla? ¿Para qué? Rechazaría la herencia, nos miraría con la expresión atónita de un animal libre ante el regalo de tantas cadenas… Así que tampoco ella nos puede salvar.
—Pero no hay cadáver… Quiero decir que quizá esté viva y este hecho podría dar pie a un hábil abogado a retrasar el proceso. Con más tiempo por delante y con suerte podrían cambiar las cosas, ponerse arriba lo que hoy está abajo. Cosas más increíbles se han visto… Aunque debo advertirle que lo que me traje de Gibraleón es pura roca… ¿Piensa usted, don Manuel, que una mujer que se vuelca durante tantos años en proteger una moneda de cinco céntimos es realmente peligrosa? Sé lo que me va a contestar… Pero no hay que retorcer las cosas: simplemente, aún tenía mentalidad de esclava, parece que nunca le abandonó… En Gibraleón vive actualmente una pequeña comunidad de morenos descendientes de los esclavos que los negreros cazaban en las costas de África y vendían en los mercados de Andalucía. Esto era así ya antes del primer viaje de Colón. Se compraba un esclavo por cien ducados para explotarlo en los olivares, maizales, campos de palma… Los ejemplares hembra solían adquirirse para el servicio doméstico o para la cama. Se mezclaron las sangres. Hoy no se ven negros-negros; morenos, a lo sumo. Lo que no se ha olvidado es su origen, aún les llaman los negros de Colón o los del barco. Una memoria colectiva no se destiñe tan fácilmente… Bien, pues la morena Ella casó con el moreno X. Perdone que no airee sus nombres y apellidos…
—¿Se refiere también a los de…?
—Esa mujer también tiene nombres y apellidos…, es decir, los tuvo y vino con ellos. Pero los enterró, cumplió a la perfección lo de partir de cero, ¿no le parece?
Ahora fui yo quien le miró a él fijamente. Movió la cabeza.
—No, no me pida eso. Dejémoslo como está. Admita que ya no tiene la menor importancia, ni para usted ni para nadie, por mucho que hayan arrastrado tantos años deseando saberlo. Esa mujer lo quiso así y debemos respetárselo… Le estaba diciendo que casaron los morenos…, bueno, los casaron, al párroco de entonces le costó mucho llevárselos al altar, llevaban dos años amontonados detrás de la iglesia, como se dice… Todo esto me lo había contado la nieta y lo confirmé en mi viaje.
—Ella tendría sólo trece años cuando se liaron…
—Allí no son tan puntillosos en estas cosas como nosotros… Bueno, el caso es que, después de la boda, él empezó a pegarla. Le echaría la culpa de verse atrapado. Bebía y le daba palizas. La muchacha huía, pero él siempre la encontraba y la devolvía con una cuerda al cuello a la chabola donde vivían. A partir de cierto día, con esa misma cuerda la ataba al camastro por las noches. Con la última baba del revolcón en el rostro, ella se deslizaba al suelo a dormir. Ante los incesantes intentos de fuga, el hombre se dijo que la esclava sería más esclava haciéndole un hijo que la fijara. La vigiló estrechamente para que no abortara. Parece que incluso llegó a no beber para mantenerse en continua vigilia. Pero vino el niño, el padre volvió a sus borracheras y la madre se lo dejó como último regalo.
—¿Abandonó a su propio hijo?
—Era algo más que su propio hijo, era su cadena perpetua.
—¡Abandonó a su propio hijo!
El albacea dejó escapar una leve sonrisa.
—Creo que a usted no le pilla de sorpresa. No se muestre escandalizado con el único propósito de añadir más cargos a la memoria de una muerta.
Suspiré.
—Conforme. No más. Por otra parte, ya tenemos bastantes… Bueno, y ahora le toca a usted. Espero que no le parezca mal que grite que nosotros no teníamos la culpa. No, nosotros no teníamos la culpa.
Merche llevaba un mes en cama y se negaba a contarme qué le pasaba. Sufrió una caída, se rompió una cadera, la operaron y desde entonces no levantó cabeza.
—Te recuerdo que los hombres se mueren antes que las mujeres —le advertí.
Iba a verla dos o tres veces por semana. Cuanto se refería a la nueva Ella había dejado de ser un secreto para todos y, por tanto, me sentía descargado de mi palabra al albacea; además, solían ser los otros quienes sabían más que yo. Resultaba sorprendente la actividad de Anaconda al sentirse responsable de la enferma y de la casa. Digamos que multiplicó por cuatro su ritmo vital, lo que tampoco era mucho tratándose de ella. Pero tuvo mi conmovedor agradecimiento.
—Cierra la puerta —me pidió un día Merche tras la salida de Anaconda del cuarto para cumplir un encargo—. ¿Qué será de ella cuando yo falte? —Y añadió con resolución—: Sé la respuesta: tú. —¿Eh?
Confié en haberle interpretado mal.
—Que pase de uno a otro. Os necesitáis mutuamente.
—Yo no necesito a nadie, me las arreglo muy bien solo. Llevo años así y no me he muerto.
—Claro: amatxo o el convento. Pero si lo pensaras con calma me darías la razón.
Me enfurecí.
—¿Cómo se te ocurre proponerme tal cosa?
—Piénsalo.
—¿Por qué estás organizando el mundo para cuando te mueras si no te vas a morir?
—Piénsalo.
Durante un minuto estuve reuniendo todas mis fuerzas para preguntarle sin apenas voz:
—¿Y… qué… pensará… Asier?
Al levantar sus ojos al techo, es decir, al cielo, se inundaron de lágrimas. Luego se apartó de la cara una cortina de cabellos antaño pálido rojizos y ahora pálido dorados.
—No me hables de la prehistoria —susurró.
Finalmente vimos a la nueva tribu instalada en el palacio Galeón. Ha transcurrido tiempo y sigo sin digerirlo. No es que prefiera a sus antiguos habitantes, pero creo que teníamos derecho a esperar que la extinción de su último miembro nos trajera la paz, un Galeón vacío. No pedíamos más que eso. Que la otra Ella —que, por cierto, se llama Cósima— se haga con cualquier otro techo. Le asiste la legalidad, pero es como regresar al principio de todo. Nos vuelven los malos recuerdos al verlos en los jardines, en la terraza, asomados a las ventanas, tomando posesión de pasillos, salones, dormitorios, sótanos; tomando posesión de los hombres y mujeres que sirvieron a los otros. ¿Mantendrían las costumbres, por ejemplo, la prohibición de encender bombillas después de las diez? Cósima y su hijo Onofre integraron la avanzadilla; los siguientes ejemplares fueron llegando de uno en uno, en una especie de goteo, como animales que se adentran en paraje desconocido a pasitos cautelosos. Transcurrieron meses antes de que siquiera conociéramos de ellos que se quedarían. Al concluir el goteo ya sumaban once: una pareja de abuelos, la madre y ocho hijos. Nada de esposo de Cósima. Aquellos abuelos bien podían ser los padres de este esposo ausente, quizá muerto, pero ninguno de nosotros dudó de que eran los de ella. Había comenzado, pues, un tiempo de acomodación mutua: de ellos a nosotros y de nosotros a ellos. Sólo intento, si no habíamos olvidado la experiencia precedente. Porque lo de Ella y Efrén no fue acomodación sino superposición. ¿Dispondrían los nuevos del mismo bagaje de ambición, inteligencia y dureza férrea para someter y vejar por segunda vez todo lo más noble? Primero tendrían que superar otra clase de acomodación: contaba la servidumbre del Galeón que no salían, excepto Cósima y su hijo de quince años, y aun éstos, apenas. Al abuelo se le veía a todas horas ocupando una mecedora de paja en la terraza y fumando en su pipa de maíz, con la abuela a su lado, ambos ajenos o despreciando el inmenso territorio, virgen para ellos, del palacio; daban la impresión de encontrarse allí de paso, a la espera de que la hija ordenara retirada general una vez convencida del error del cambio de aires; seguramente, eran partidarios de vender la mercancía y regresar al terruño. Los siete hijos, en edades por encima y por debajo del de quince años, atisbaban por entre los cortinones de ventanas y balcones con gestos de inequívoco miedo. Tan desacostumbrados estaban todos ellos a que les sirvieran, que sólo entraban en los cuartos de baño cuando no tenían criados a la vista, y luego cerraban las puertas por dentro, cosa que, según se sabría después, nunca hicieron en Gibraleón y alrededores. A este no encontrar postura en el nuevo medio se añadía el que no parecían buscarla, y a la esperanza de una inmediata deserción nos agarrábamos. Nos sería difícil soportar otra experiencia. Ella, a quien las circunstancias concedieron un buen lapso para situarse —más de treinta años, de 1887 a 1919—, ya sabemos cómo las gastó. Los barruntos desalentadores nos llegaron de la impensada destreza de la mujer de cuarenta y cinco años y de su hijo de quince en los negocios. Comentaban entre ellos los miembros de los consejos de administración de las empresas que, en principio, habían dado por hecho la fácil manipulación de aquellos herederos advenedizos, aunque pronto hubieron de sacar los pañuelos para secarse sudores tumultuosos de sus frentes. «Ni la madre ni el hijo saben leer ni escribir», gruñían, «pero no se les pasa una, no podemos darles gato por liebre. Se hacen leer por secretarios informes, balances, estados de cuentas y proyectos, y detectan errores auténticos o chapuzas preparadas, como si no hubieran hecho otra cosa en su vida. En particular, ese mocoso de quince años es un lince. Los secretarios han cogido un miedo cerval a las lecturas que les exigen, hay que estar en nuestro pellejo para saber lo que se siente al escuchar a la mujer: “Usted miente, vuelva a leer y diga la verdad”, o “Mi hijo me ha dado un codazo, si se empeñan ustedes en seguir engañándonos llamo a la Guardia Civil”, y los ojos de ambos fulminándonos a todos. Por nuestra Virgen del Carmen, no sé qué va a ser de nosotros». Otra señal de que se quedan es su parabién al equipo de jesuitas que ha esperado en el Galeón el cambio de dueño; les enseñarán a leer y escribir y alguna cosilla más, y yo me pregunto para qué coño les hace falta.
Su primera gran decisión fue hacer bajar a Cándido Bascardo de la punta del Serantes. «¿Qué es eso?», dicen que preguntó un día Cósima. Se lo explicaron. «¡Qué desperdicio!», exclamó. «Que lo lleven a mi nueva fábrica para hacer imperdibles». No encontró mayor oposición, pues todos los jerifaltes desearon siempre hacer lo mismo pero nunca se atrevieron. Otra decisión de la mujer fue el desmantelamiento del Museo del Hierro. Estos y otros contactos con el hierro empezaron a insuflarle el embrión de la herrumbre milenaria de los hombres del hierro (¿habrá que decir desde ahora hombres/mujeres del hierro, el ellos/as tan de moda?), a pesar de haberle tocado vivir la clausura de esta Era. Tan dentro se metió en ella que se erigió en líder de la pléyade de chatarreros que no osaba ni llorar a escondidas la pérdida del gran negocio, y que, achuchada por un golpe de intuición, convocó a un ejército de los mejores arquitectos internacionales. «Quiero algo», les pidió. No se extendió en explicaciones: algo fue su lacónica exigencia. De entre todos los arquitectos, sólo uno había llegado a tocar la ferruginosa maldición imperante. «Crearé un monumento espectacular, un megalito depurado», prometió. Los consejeros le tomaron por un idealista y perdieron el poco interés que sentían por el misterioso proyecto de la mujer. «Levantaré una pinacoteca de nuevo cuño», añadió el arquitecto, confiando en encontrar sensibilidad. «¿Pinacoteca? ¿Para qué cojones queremos nosotros una pinacoteca, sea lo que sea eso?», gruñeron los consejeros. El arquitecto miró a la mujer, pues entre ellos parecía haber nacido un extraño entendimiento. «Un gran museo de pintura prestigia a la tierra en que se asienta», aseguró el arquitecto. «Ya tenemos uno y no produce nada», mormojearon los consejeros. El arquitecto convenció al cincuenta por ciento de ellos de la trascendencia del proyecto al jurarles que acudirían gentes de todo el mundo a admirar el monumento más que a las obras que pudiera contener. «Turistas, turistas impacientes por posar sus atónitas miradas en el colosal original que habrían visto reproducido en eficaces promociones coloreadas, turistas impacientes por dejar sus dineros en agradecimiento a la tierra que les ofrecía la misma emoción histórica de los primeros en contemplar las Pirámides», les adelantó. «¿Nos está diciendo usted que vendrían aunque no metiéramos nada dentro?», quisieron saber. El arquitecto afirmó con la cabeza. Pero no bastó. Antes bien, en los meses siguientes hubo un retroceso de ese cincuenta por ciento y todo quedó como al principio. Y fue entonces cuando el arquitecto pronunció la palabra mágica. Los consejeros se miraron entre sí y no pudieron retener alguna lágrima. «¿Qué hierro, cómo hierro, dónde hierro? No debe reírse usted de nuestras cosas». El arquitecto les contestó cumplidamente. «¿Que dónde hierro? En el titanio. Mi monumento estará hecho de titanio. Nunca se habrá visto nada igual. ¡Hierro refulgente y enriquecido por todas partes!». Aún transcurrieron nueve semanas de indecisiones. Muchos consejeros pensaban, y lo soltaban, que aquello podía entenderse como una traición al hierro. Este inesperado destello de emotiva fidelidad no escapó al arquitecto. ¿O fue a Cósima? No importa, se cree que desde el principio habían marchado de común acuerdo. Sea como fuere, de pronto, reapareció Cándido Bascardo Lapaza Puerta Garzea del pino Cuerpo del Redentor. «He cambiado de idea», anunció la mujer, «no haré imperdibles con el Gran Cubo, su hierro será para el titanio». Más agua empapó los ojos de los que más que nunca se sintieron chatarreros, hijos de la Edad del Hierro que ahora tendría su apoteosis en aquel museo construido con el alma de un tiempo único…, alma, por cierto, que en modo alguno es una metáfora, pues él, Cándido, estaba allí dentro.
No puedo seguir, me dejo en el camino trazos fundamentales, estoy sin fuerzas para emprender un segundo recorrido. De nuevo volveré a tener catorce años y Getxo se verá invadido por un irreductible macho encabezando otro magnífico rebaño de llamas. Todo inútil, también. Lo dejo, pues…
Anaconda y yo estamos en el cementerio, de pie ante la tumba de Merche. Anaconda se inclina para depositar sobre el mármol un ramillete de geranios rojos como los que le llevaba Asier. Y recoge mi ramillete —éste de geranios blancos— para realizar la misma operación.
—Déjeme a mí, señor maestro —me ha pedido.
Tanto los geranios rojos como los blancos son de las macetas que Mercedes mimaba en sus ventanas y que nosotros hemos traído a las nuestras.
—Me has dejado solo para enfrentarme a ellos —le reprocho.