El mundo sin mí… La madre me incorporará al resto de los muertos de la familia —los abuelos, Zenon y Bixenta, el padre, Juan, mis hermanos, Esteban y Marcos— y así nos tendrá a todos en un lote, en una foto, y sus oraciones no se dispersarán. Le están al caer los noventa y ya tenía que haber muerto también; si no lo ha hecho es por ahorrarme el mismo dolor que pronto caerá sobre ella. Nerea perderá al marido que pudo tener veinticinco años antes y que sólo tuvo hace seis. No tenemos descendencia, un Altube para Altubena, pero quizá Mikel Delatorre sea más diligente que yo, pues el hecho de tener Altube sólo por segundo apellido no le condena a menos cantidad de sangre Altube que cualquiera de los reconocidos e imposibles herederos de Altubena: Marcos, Esteban y Asier, que eran Altube de primer apellido, y así, a nadie se le ocurrió sospechar que su otro apellido, Ibarrola, podía ser mucho más que un mero segundón. El caso es que Nerea, Mikel y yo tenemos entre cuarenta y ocho y cuarenta y nueve años; Mikel podría desbaratar la maldición del climaterio que ha pesado sobre nuestro matrimonio. Estoy hablando de una viuda Nerea nuevamente casada. A Mikel le creo capaz de lo más difícil, es tan hábil con sus miembros como mi hermano Marcos lo era con los suyos. De verdad que es un consuelo imaginarme a Altubena habitado y asegurado por un niño, una abuela y unos padres no de casa pero dispuestos a honrarnos a todos, ella por mi recuerdo y el otro por su segundo apellido Altube. Pues no quiero ni pensar si al tío Roque le da por meter baza creyendo llegada su hora de resarcir a Altubena y lavar así su propia conciencia del ultraje que le infligió aquella venta del patrimonio a su hermano Juan, mi padre, quien hubo de pechar no sólo con esta deuda sino con la anterior arrastrada de la venta que hizo el bisabuelo Santiago a su sobrino Zenon, mi abuelo. El tío Roque podría encontrar un alivio haciendo que alguno de sus cinco hijos vivos se trasladara a Altubena a echar una mano a las tres personas que quedarán y asegurar la perdurabilidad del patrimonio, sin dueño a mi muerte. Olvidándome de viejas historias, quien con más legitimidad y sentido desempeñaría ese papel sería Pelayo, con mujer y cuatro hijos, dos de ellos varones; pero lleva veinticinco años en Basaon y no querría, sobre todo porque le enfrentaría a Mikel. ¡Pero qué gran futuro para nuestro caserío representaría mi primo Pelayo! De Eladio —es decir, Leonardo— mejor ni acordarme; al tío Roque jamás se le habría ocurrido vincularlo al patrimonio, sabe que sería capaz de venderlo. ¿Aurelio? Es un intelectual liberado, podría haber compartido con su hermano Pelayo la responsabilidad de Basaon…, pero vio en el Galeón a Ángela Lapaza. Quedan las dos mujeres: Cenobia y Anastasi. ¿Qué esperar de la tontusca de Cenobia, de su no menos tontusco marido, Manolito, y del hijo del teniente italiano, Caruso, a quien a sus treinta años aún no han podido quitarle de la cabeza lo de ser cantante? En cuanto a Anastasi, costurera a domicilio, fracasó en su intento de matrimoniar con algún hijo de los chalés donde cosía; pretendió mucho —fue bonita y seguía siendo inteligente—, y ahora, a sus sesenta años, ni siquiera tiene a un Manolito. La verdad es que Altubena no perderá un dueño a mi muerte, pues nunca se sustentó en mí, plegado a un destino de pies aplastados por un tractor; cuando, poco después, mis dos únicos hermanos murieron en el frente, don Manuel tuvo siempre a los tres hechos como el final de una era o algo parecido, y quizá tenía razón. Sin embargo, ¿no puede llamarse también destino a la coincidencia bajo un mismo techo de Nerea y de Mikel? Llevo tiempo eligiendo las palabras para rozar siquiera tema tan candente; quizá no existan.
Mis ojos y todo mi yo quedaron paralizados sobre el número que aparecía en la cuarta línea de la página 18 del libro, comprendiendo desde el primer instante la trascendencia de lo que me estaba revelando. Ninguna conmoción me habría causado de haberse referido a cualquier otro tema de los insustanciales millones de ellos que nos rodean y es posible tocar; pero, no, era inseparable de aquél. Leí repetidas veces, con incredulidad, el párrafo que contenía ese 48 descifrándolo como el número de cromosomas que caracteriza a nuestra especie, el 48 como número mágico en el origen y conformación de los humanos. Ya no seguí pasando las páginas con dedos ausentes y leyendo con suave interés el libro de antropología que se me había ocurrido abrir aquella mañana: buscaba, entre escalofríos, corroboraciones de la inaudita coincidencia, y cuantas veces volví a tropezar con el 48 —no había error de imprenta, sus cifras siempre eran el 4 y el 8— lo hallé vinculado a ese maldito hato de cromosomas. De haber tenido a mano más libros de la materia, los habría devorado todos. «Es imposible», me repetía. «Las casualidades no tienen medidas ni fronteras, nadie las controla ni dirige, nunca significan nada, por muy inverosímiles que parezcan nunca constituirán prueba de nada. Es imposible que nuestros cuarenta y ocho cromosomas y los cuarenta y ocho bichitos verdes de la leyenda saliendo de la mar y evolucionando y dando origen a los cuarenta y ocho habitáculos o fuegos de los Fundadores de don Manuel, no sean otra cosa que una endemoniada casualidad…». Y no me refugié en la casualidad por no caer en el delirio: a estas alturas de mi situación irremediable nadie se engaña a sí mismo.
Decidí no mencionárselo a don Manuel, entendiendo que sería mejor para su salud. Pero mi buen propósito no resistió más de una semana; callando ahora perdía toda esperanza de rectificar en el futuro e irme de la lengua, pues yo carecía de futuro. ¿Y tenía derecho a llevarme para siempre conmigo lo que podría dar un redondo sentido al quizá incompleto universo de don Manuel?
Los maestros me visitaban con frecuencia, como recurrencia de sus viejas lecciones a domicilio al alumno accidentado. Aunque no era lo mismo; ahora, cada visita escondía una despedida. Elegí una de las tardes en que don Manuel se presentó solo. De mis manos pasó a las suyas el libro abierto por la página 18 y el párrafo en cuestión enmarcado por mí con grueso lápiz rojo. Creí estar proporcionándole la mayor embriaguez de su vida y me dispuse a recibir su exaltación. Con el libro abierto bajo sus ojos, don Manuel no tuvo ninguna reacción, a pesar de que en esos dos o tres minutos pudo leer varias veces el párrafo.
—¿Qué? ¿No le parece maravilloso? ¡Y poco faltó para que yo se lo ocultara!
Tosió.
—¿Lo ha leído? —insistí.
—Sí —musitó.
—¿Y no ha reparado en el número? ¡El cuarenta y ocho!
—Sí, el cuarenta y ocho…
—¿Y no estalla usted de alegría?
—No es más que nuestro conocido cuarenta y ocho…
—¡Pero acaba de salir de la leyenda y entrar en la ciencia!
Yo estaba totalmente desconcertado. Concedí unos segundos a mi respiración agitada.
—No tema avergonzarme con la contundente razón que ya le asiste —le invité—. Saldré de mi pellejo y me meteré en el suyo para poder confesar que me ha vencido, que la verdad estaba en la leyenda. De ningún modo me sentiré humillado. Es un brindis en su honor. La alegría es suya, no mía, pero me satisface compartirla con usted… ¿Qué le pasa?
—Siempre fuiste una buena persona, Asier.
—¿Es que aún no ha comprendido lo que está clamando su número cuarenta y ocho desde este libro? ¿Necesita más tiempo para digerir la buena nueva y reaccionar? Esperaré, esperaré…
Y entonces me lo dijo:
—Ya reaccioné en su tiempo, hace unos veinte años.
—¿Qué significa «hace unos veinte años»? —exclamé.
—Lo que estás pensando. Yo también lo leí en un libro como ése, y luego en muchos libros más. Hace unos veinte años.
—¡Así que ya lo sabía!… ¿Y por qué ha callado?
—Porque no fue una buena noticia.
Me eché literalmente las manos a la cabeza.
—¿Que no es una buena noticia? —exclamé—. ¿Que no es una buena noticia la coincidencia del cuarenta y ocho de la leyenda con el cuarenta y ocho de la ciencia? ¿No es lo que todos ustedes estaban esperando?… Al menos, la coincidencia, que es donde yo me quedo… Para uno como usted ha de ser la confirmación de que los cuarenta y ocho primeros habitantes…, aquellos bichitos de los orígenes…, existieron, adquieren un innegable sentido…
Me cortó:
—Hay cosas que no deben mezclarse.
—¡Pero es que esta cosa nueva puede utilizarse sensatamente para confirmar la otra!
—¿La confirma para ti?
—¡Eso no importa, yo nunca creí en la leyenda!
Don Manuel se levantó de la silla, dio unos pasos hasta el ventanuco de la pared y se quedó mirando al exterior…, suponiendo que no hubiera cerrado los ojos que yo no veía.
—No sale beneficiada la leyenda, al contrario —le oí sombríamente—. La leyenda ha sufrido una intromisión. Las leyendas no necesitan que vengan a verificarlas desde fuera.
—¿Dónde queda entonces la legítima búsqueda de la verdad?
—Las leyendas duran más que las verdades científicas, rectificadas una y otra vez por el tiempo. Las leyendas están en otro plano y son eternas. ¿Qué sería de las leyendas si las colocáramos al pie de los caballos de las impredecibles pulsaciones de la ciencia?
El calor de la excitación me obligó a zafarme de estorbos: eché a un lado las mantas y me senté en el borde de la cama con los pies colgando sin tocar el suelo.
—¿Qué haces? —oí a don Manuel.
Ignoro si se volvió un momento, yo también le daba la espalda. Don Manuel creía, como los demás, que me convenía permanecer encamado a todas horas, imagino que por ser lo único que ya les cabía hacer por mí.
—Un pensamiento propio de los Baskardo de Sugarkea —protesté—. ¿O ni siquiera debe llamarse pensamiento?
—Sería peligroso que empezaran a relacionar el cuarenta y ocho de los cromosomas con el otro cuarenta y ocho, el nuestro: nos tildarían de arrogantes engallados, de presumir de… únicos. Y en el debate no podríamos defendernos.
—Lo nuestro no puede ser expresado con palabras…
—Así es.
—No obstante, cuesta creer que se trate de un simple juego casual —me asombré diciendo—. Admita usted la increíble singularidad de esta coincidencia sin precedentes. ¿Existen las casualidades científicas? Creo que ha sido un error su silencio de veinte años, se ha privado de veinte años muy buenos. Pero, claro, ya sabemos cómo es usted… Aun concediendo que, dentro de mil años, los científicos descubrieran que no eran cuarenta y ocho sino cincuenta y ocho o ciento cuarenta y ocho, usted, ustedes habrían perdido mil veinte años de felicidad… Sí, es un error su silencio… ¿o su desprecio?
—¿No conviene estar a salvo de verdades transitorias?
—La leyenda, el sueño por encima de cualquier realidad.
—O por debajo.
—Y, siempre, sin palabras.
—Así es.
—Usted… ustedes… son invencibles.
—Sólo estamos. Estuvimos y estamos.
—Cuarenta y ocho para siempre.
—Nuestros cuarenta y ocho.
Bueno, el caso es que ahí están los dos 48. La ciencia debe venir en nuestra ayuda y acoger en su ley de probabilidades esta endemoniada coincidencia.
En este mi tramo final también murió Ella el pasado enero. Según los años que se le otorgaron a su llegada a Getxo, en 1887, tendría ahora noventa y nueve. Don Manuel ha visto desmoronarse el tinglado de una de sus monomanías más persistentes: llegó a sospechar que podía ser inmortal.
—Podía ser muchas cosas, pero acaba de dejarnos una prueba de que era también humana —le dije—. Ni ella se ha atrevido a pisar su propio siglo.
Sólo quince días después llegó don Manuel a la cabecera de mi lecho con la expresión radiante, como si una prueba recién conocida hubiera hecho posible la imposible verificación de aquel absurdo.
—Tenía prisa por resolver una cuestión pendiente desde hacía ochenta años y a la que ponía sucesivos parches desde entonces. Le quemaba entre los dedos. Pienso que, al fin, ha resuelto sacrificar su propia vida por no dar por perdidos tanto ingenio, tanto esfuerzo y tanta preocupación (y aquí está, Asier, lo que la dibuja de pies a cabeza), por no perder para la familia la más miserable de las pertenencias que hasta la persona más pordiosera entre las pordioseras arrojaría al vertedero más próximo si la recibiera como limosna.
Y me lo contó. Se trataba de una de las cláusulas de su testamento. Donaba todos sus bienes a su nieto don Cándido Baskardo Lapaza Puerta Garzea, quien, seis años antes, ya había recibido de su padre Efrén una dorada ración de los suyos (la parte que recibió la esposa acabaría igualmente en sus manos). Siendo ingentes los caudales que llovieron sobre él en los últimos seis años, no cayeron en bolsa vacía, sino que se sumaron a los de doña Cristina Oiaindia transmitidos, en 1937, a don Camilo Bascardo (entonces ya con c) para evitar su incautación política, y sumados a los propios de éste, heredados ambos por la Criatura en 1942 por testamento explícito de un Camilo Bascardo en el que también revelaba al mundo de qué tiempo era su voluntad de cambiar la k por c: de 1919. Bien, pues en el centro de esta bochornosa concentración de poder chirrió la cláusula del testamento de Ella: se debe entregar a mi nieto don Cándido Baskardo Lapaza Puerta Garzea algo de valor que me pertenece y está bajo el entarimado de la parte interior del mostrador de La Venta de San Baskardo… Y anotaba exactamente la posición: … a dos palmos de la base de este mostrador, en la vertical del grifo del agua. Y a La Venta se trasladó el albacea al frente de un carpintero con su caja de herramientas. Aún no había empezado a extenderse la noticia, por lo que apenas había por allí curiosos, excepto la familia Ermo al completo y el alcalde con un secretario, en representación del Ayuntamiento. Y don Manuel. «Desde que llegó a mis oídos lo de esa cláusula tuve por seguro que no se trataba de una broma. Ella carecía de sentido del humor, si aparecía en un testamento suyo no era por ninguna bagatela», me aseguró.
—¿Quién me paga los desperfectos que van a hacer en mi local? —protestó Zacarías Ermo tanto al alcalde como al albacea, seguramente más al alcalde. El caso es que, con la excitación, ninguno de los dos había previsto que alguien les hiciera semejante reclamación: ni el alcalde portaba orden municipal de levantamiento en propiedad particular y el compromiso de correr con los gastos de restauración, ni el albacea tenía en papel la fe de que el Ayuntamiento cumpliría todo eso, ni tampoco una orden judicial.
—Escucha, Zacarías: casi se me olvidaban las zarabandas que habéis armado los Ermo y otros muchos del pueblo cada vez que alguien ha intentado tocar un clavo de La Venta… y la valiosa ayuda que en estas ocasiones siempre os prestó Ella. Pero ahora es diferente: ¡es la propia señora quien cambia de bando! ¿Vas a pensar mal de Ella, que sólo nos pide un trabajito insignificante, una obrita de nada, levantar una tabla… o dos… de este suelo? Ningún juez gastaría su tinta para darnos una autorización tan inútil…, sobre todo teniendo en cuenta que hay un testamento de por medio…, ¡y que ese testamento es de Ella, Zacarías, no lo olvides! Dejaremos todo tal cual está ahora. Palabra de alcalde —dijo el alcalde.
Zacarías Ermo arrugó la nariz, la frente y los ojos.
—Aunque mi palabra es absolutamente legal —añadió el alcalde con un guiño—, puede que no llegue a parecerte tan legal la próxima subasta de La Venta.
Esta subasta tenía lugar cada seis años y los Ermo la ganaban desde tiempo inmemorial. Se sospechaba tanto de una ilegalidad como de una legalidad tan prolongadas. Sin duda se estremecieron los Ermo presentes al escuchar a su alcalde: Zacarías y su esposa Eztegune, usufructuarios de La Venta y prácticamente sus dueños; sus hijos Luken, Festin y Meder; sus respectivas mujeres, Petra, Inocencia y Patricia, y sus hijos, nueve: Mati, Albane, Justi, Agurne, Uba, Ozana, Nikole, Urdin y Galder; y el hermano de Zacarías, Joseba, aquel que en la Guerra, previo pago, garantizaba a los dueños que sus casas no serían bombardeadas. Un clan numeroso y bien avenido, a pesar de vivir amontonado en La Venta, ellos sabrían cómo, y también cómo se repartirían las ganancias, aunque algunos de ellos trabajaban fuera. Convenía tratarles con los ojos bien abiertos, llevaban el afán de lucro en los huesos y habían tenido negocios con otros como ellos, mis primos Eladio y Leonardo. Aquella mujer que desde 1889 los tuvo desterrados seis años de La Venta, de una subasta a la siguiente, ahora pretendía, después de muerta, recuperar algo escondido bajo la tarima. Cuando el albacea, apoyado en el mostrador, con acento profesional, leyó la dichosa cláusula, Zacarías Ermo levantó un pie y su bota cayó pesadamente contra el antiquísimo entarimado, exclamando:
—¡Lo que hay bajo estas tablas me pertenece! Sea lo que sea, no se ha movido en un montón de años, a lo mejor desde el principio de La Venta…, ¡siglos!
—Mi clienta lo depositó ahí o sabe que alguien lo hizo. Su testamento lo atestigua —dijo el albacea.
—¿Qué es? ¿Candelabros de plata, saquetes de oro en polvo, monedas del tesoro de un pirata?
Los destellos de codicia en los ojos de Zacarías Ermo se apagaron, al considerar, posiblemente, las riquezas que habían tenido todos los Ermo bajo sus pies durante tantos siglos, sin advertirlo. No dejaría de ser un golpe a su reconocido instinto depredador.
—Estamos aquí para averiguarlo —dijo el alcalde.
—Ustedes ya lo saben. Seguro. En otro caso no habrían venido. Y si han venido es que saben que ese algo merece la pena. Ustedes no estarían aquí por un ladrillo.
Zacarías Ermo miró fijamente al alcalde y éste miró fijamente al albacea.
—¿Cómo voy a saberlo si el testamento no menciona siquiera la naturaleza de la cosa? —se apresuró a asegurar el albacea—. Sólo dice: «Algo de valor que me pertenece».
—Sea tesoro o ladrillo, ya no le pertenece —insistió Zacarías Ermo—. Que quede esto muy claro antes de levantar las tablas de mi piso.
—¡Quieto, quieto! Las tablas de este piso no son tuyas, son del Ayuntamiento —soltó el alcalde—. Nada de lo que contiene La Venta es tuyo, incluido eso de ahí debajo que nadie sabe lo que es.
—El Ayuntamiento me alquila La Venta con su contenido porque son cosas que sabe que están. Pero en ninguna de las subastas sabía que hay algo bajo mis pies, y mal se puede alquilar algo que no se sabe que está. Si alguien viene y me dice: «Oye, Zacarías, guárdame este paquete hasta que vuelva», y luego no vuelve, digamos, en siglos…, ¿de quién será el paquete?, ¿del Ayuntamiento? ¡No, será mío, por haberlo guardado durante esos siglos y porque esa persona habrá muerto o se habrá olvidado del paquete!
—¡Permaneció esos siglos en una dependencia del Ayuntamiento! —apuntó el alcalde.
—Y si el que me viene me pide que le guarde un billete de mil en mi cartera…, ¿también mi cartera es del Ayuntamiento?
Llegados a este punto el albacea se volvió al carpintero que había traído, de nombre Remigio y, curiosamente, apellidado también Ermo, aunque vivía desvinculado de la tribu.
—Proceda —le dijo—. Pase al interior del mostrador y localice el sitio con cuidado: «… a dos palmos de la base del mostrador, en la vertical del grifo del agua». —Se dirigió a Zacarías—: Le ruego que se aparte con los suyos un par de metros.
Bueno, y había otra cosa: Zacarías Ermo Azkorra arrastraba la traición al compromiso de rehabilitar una zona de entarimado de junto al mostrador por parte de su tío Panpili Ermo Petrirena, abuelo de Remigio. Ocurrió en 1905. Se cree que Panpili no había iniciado la tradición carpinteril de los Ermo, continuada por su hijo Iñaki y el hijo de éste, Remigio. A todos ellos les apodaban Manitas; no siendo especialmente hábiles en su profesión, el mote sonaba a sarcasmo. «Fue de lo más apasionante», comentó don Manuel, «el encuentro de aquellos dos Ermo enfrentados desde hacía más de medio siglo por el incidente entre sus antepasados con motivo de aquella porción de entarimado que resultaba ser la misma indicada en el testamento de Ella. Te aseguro, Asier, que resultó de lo más asombroso».
—¿Vienes a chapucear en lo que no quiso meter mano tu abuelo? —espetó Zacarías Ermo Azkorra a su sobrino Remigio Ermo Ansuategui.
—No es nada personal —replicó Remigio—, este señor me ha contratado.
—¿Tienes permiso de tu abuelo?
—Murió. Y no sigas: mi padre también murió.
—Y tú te has dado permiso a ti mismo.
El alcalde estaba perdiendo la paciencia.
—Cállate ya, pendejo —exclamó—. A fin de cuentas, Remigio te va a hacer lo que quería tu padre: retirar el entarimado viejo y colocar el nuevo. Y, encima, gratis para ti.
—Aquello tampoco le habría costado a mi padre: los Ermo nunca nos cobramos los servicios que nos hacemos. Ésa es la razón de que desde entonces nadie haya metido mano a esta tarima… hasta hoy.
Don Manuel intercaló su comentario personal: «Y es verdad, Asier: entre un Ermo y otro no circula el dinero. Pero lo fundamental es que hemos debido llegar a hoy para descubrir el porqué de la manipulación de Ella para que Panpili desistiera de hacerle el trabajo a aquel Zacarías. Por lo menos, tenemos la seguridad de que en 1905 ya se hallaba bajo el entarimado lo que se anuncia en ese testamento. ¿Lo dejó ella u otra persona? ¿Y cuándo? ¿Y qué es? Y si en 1905 lo sabía e impidió que saliera a la luz, ¿por qué ahora lo revela?».
Zacarías vivió la situación como un ataque del pariente a la familia. Observando el albacea que obstruían con sus cuerpos la tarea del carpintero, y cansado de rogar, a coro con el alcalde, que se retiraran, él mismo dio la vuelta al mostrador y con sus propias manos se puso a empujar al grupo sin dejar de hacer señas a Remigio para que pasara a su zona. El alcalde quiso enviar a su secretario en busca de municipales, pero el albacea se lo quitó de la cabeza:
—No hace falta, ya lo están comprendiendo.
Remigio se mantuvo al margen de los empujones, con los brazos caídos. En un principio, el albacea hubo de vencer la enemiga de Remigio, y después, una masa de diecisiete cuerpos cuyo retroceso lo marcaban los de las últimas filas, a las que tardó en llegar el cambio de voluntad de la cabeza del organismo; no era pequeña la distancia entre cabeza y cola a causa del estrecho pasillo entre mostrador y estanterías con vasos, jarras y botellas.
—Bien, bien…, así…, estupendo…, estaba seguro de que entrarían en razón —acompañaba el albacea sus considerados empujones.
Remigio, ya a su espalda, depositó su caja de herramientas en la zona recién despejada del suelo, que coincidía, justamente, con la vertical del grifo del agua. Se agachó para medir con su propia mano abierta dos palmos desde la base del mostrador y señaló el punto obtenido con el trazo de un grueso lápiz que tomó de su oreja. Cuando sacó de su caja y esgrimió el martillo y el cincel, «se hizo un gran silencio en La Venta», contó don Manuel. «Se iba a romper una inmaculada tradición conmovedoramente respetuosa con el sagrado Mostrador… con mayúscula, Asier, por supuesto. A lo largo de los siglos La Venta ha experimentado cambios, en ella se han hecho obras —no muchas ni básicamente importantes—, ha entrado la piqueta para menudencias y su planta ha crecido media docena de metros, se ha levantado un piso, se ha agrandado alguna ventana, se cambiaron soportes de velas y quinqués por enchufes eléctricos, se encaló mil y una veces…, pero todo se hizo sin rozar el mostrador, respetando el espacio de una braza que lo rodea a manera de foso, y, por tanto, los entarimados correspondientes. Los fieles del mostrador han sostenido secularmente que para sacar la pieza de La Venta había que empezar por levantar el entarimado de su base; una de sus pesadillas a través de los siglos fue llegar a encontrarse de sopetón con un muro derribado o un agujero abierto en él por el que se llevaran su altar para el desempeño de la misma función en la iglesia del pueblo, obsesión de párrocos y coadjutores… Bien, pues ahora, Asier, toda esa vigilancia ancestral se mandaba al carajo. Y, aún más desconcertante, por iniciativa de Ella, su gran valedora hasta hoy…».
—Lo que salga de ahí es mío —gruñó una vez más Zacarías, apretado contra los suyos.
Había llegado más gente. Entraban en La Venta y echaban medio cuerpo por encima del mostrador para ver maniobrar a Remigio. Los más tempraneros pudieron oír su primer golpe y sus negros temores enviaron a varios chiquillos a extender la alarma por el pueblo. Hasta don Manuel admitió que, por encima de todo, prevalecía la curiosidad por conocer lo que se ocultaba allí abajo. «Nadie habría impedido el trabajo de Remigio», reconoció tristemente don Manuel.
—Buena madera —le oyeron—. Buena. Roble del de antes de la Guerra. Hubiera sido un desperdicio cambiarla en 1905.
—Entonces ya había juntas abiertas, y hoy más —dijo Zacarías.
—Eso es verdad —dijo Remigio—. Pero estas tablas aún pueden tirar un siglo o dos. Las devolveré a su sitio y quedarán con las mismas grietas. Tranquilo.
Si Remigio se movía en el punto bajo de la vertical del grifo del agua, don Manuel ocupaba el alto, un observatorio de privilegio. Me confesaría que no sintió hasta el final la protesta de su estómago oprimido contra el borde del mostrador por el peso de su cuerpo doblado en ángulo recto para ver mejor. «El entarimado se compone de piezas anchas, puestas a tope, sin machihembrado, libres», me explicó, «no como las modernas, ridículamente estrechas y encadenadas. Y allí estaba la hendidura de dos centímetros de anchura entre dos de ellas. No pierdas de vista esta fisura, Asier. Es la clave de todo». Fracasaron los golpes de cincel de Remigio, que únicamente serían recordados como ruido de ambiente. El carpintero devolvió cincel y martillo a la caja de herramientas y los sustituyó por una corta palanca, cuyo extremo de ataque introdujo en aquella rendija de dos centímetros, encontró apoyo y maniobró. La tabla no cedió un ápice.
—¡Cojones! ¿Cuánto tiempo lleva aquí esta maldita tarima? Seguramente la puso Judas. —No se lo aclararon, suponiendo que alguien lo supiera—. Ya no se construye así. —Examinó el suelo por un lado y por otro, buscando más hendiduras, encontrándolas en otra zona e igual de anchas. Por si caía en la flaqueza de usar allí la palanca, el propio don Manuel le recordó:
—El sitio es éste, Remigio. —Y se lo señaló con el dedo desde arriba.
La palanca regresó a la grieta debida y esta vez encontró mejor apoyo y los clavos despertaron de su letargo y chirriaron.
—Lo que aparezca es mío, que a nadie se le olvide —repitió una vez más Zacarías.
Llegó también a La Venta don Pedro Sarria, el párroco, y empujó al que estaba junto a don Manuel para colocarse él.
—Emocionante, ¿verdad? —comentó.
Se había completado la primera fila volcada sobre el mostrador y los curiosos de atrás trepaban a bancos y mesas para no perder detalle.
—Anda con cuidado, no sea algo quebradizo y lo escacharres con tu palanca —pidió el alcalde.
El cura expuso:
—Si tenemos algo ahí debajo es inconcebible que esté desde el principio de La Venta, ni siquiera desde el último entarimamiento… ¿hace dos, cuatro siglos?… Demasiado tiempo para que alguien sepa que hay algo o recuerde que lo metió… Qué tontería acabo de decir, ¿verdad? ¡Que lo recuerde! Pero todos me entendéis… Para meter lo que sea, estas tablas han tenido que ser levantadas una o más veces… Alguien se te adelantó, Remigio, y te ha abierto el camino, así que no llores tanto para poder cobrar más, porque esos clavos no pueden estar tan trincados.
—¿Quiere usted probar? —se cabreó Remigio—. Pase aquí y coja la palanca.
—Un siglo o mil siglos, es de mi propiedad —dijo Zacarías.
«Durante los seis años en que regentó La Venta, ¿cómo se relacionó Ella con sus entarimados?», se preguntó don Manuel. «¿Los levantó todos a su llegada, buscando al azar objetos de valor y volviendo a colocarlos? ¿Encontró algo que consideró interesante? ¿La cláusula de su testamento se refiere a lo que estaba ya allí y encontró o a alguna especie de tesoro propio que escondió? Sólo en este caso podríamos hablar de un insignificante levantamiento de la tarima que afectó a esta única tabla». —Los clavos ceden… ¡Eúp! —anunció de pronto Remigio con su último esfuerzo—. Están más enroñecidos que un ancla vieja. ¡La maldita humedad de los cojones!… ¡Eúp!
—Cuidado con esa lengua o puede ser pecado —sermoneó don Pedro.
—Si se está trabajando no se peca —dijo Remigio—. ¡Eúp!
La Venta estaba llena y hasta los que no veían al carpintero sabían de qué iba la cosa y cómo iba y participaban de la expectación general. La palanca levantó cuatro dedos un extremo de la tabla, sin forzarla más. Sabía Remigio que la fijaban otros clavos a todo lo largo, así que fue desplazando la palanca y maniobrando en los nuevos puntos. «Cuando empezó a despegarse abiertamente del suelo se me antojó que por esa puerta abierta quizá escapara algún fluido infernal o el genio que Ella tuvo siempre a su servicio». La tabla tenía una longitud de dos metros, y cuatro apoyos con dos clavos cada uno. Clavos largos y enroñecidos, tercos. Pero Remigio tenía sobre sí demasiados ojos bien abiertos. Se lesionó la muñeca y se partió dos uñas. Quedó al descubierto, pues, un foso rectangular de dos metros, sobre el que el carpintero no bajó su rostro.
—Vamos, mira, ¿qué hay? —le apremió el alcalde.
—¡Apuesto mi vaca suiza a que el Ayuntamiento no tiene derecho ni a una leche de ahí dentro! —se oyó una voz.
—¡Mis seis cerdos contra tu vaca suiza a que sí! —se le enfrentó otra voz.
Aquello no sólo rompió el silencio sino que abrió la espita a la pequeña muchedumbre ya congregada. Saltaron más voces encabritadas, unas reforzando a la primera y otras a la segunda, aportando sus contribuciones particulares, no faltando las que apostaban fuerte por los inveterados Etxe o Larreko, por Zacarías e incluso por Ella o por Dios. Aquello resultaba profundamente familiar a La Venta. Don Manuel fue el primero en advertir lo que se les venía encima.
—Por favor, por favor… —repitió muchas veces, de espaldas al mostrador por primera vez en las últimas dos horas y con los brazos en alto.
El alcalde le secundó:
—¡Aún no hemos visto nada, Remigio! —gritó—. ¡Mete la mano, a ver qué pescas ahí!
La Venta enmudeció, comprendiendo que habían empezado a apostar por un fantasma.
—¡Saca el oro del moro, Remigio!
—¡Atrapa con los dientes ese lingote de los cojones!
—¡No te lleves a casa en el bolsillo lo que levantes!
Con todo ello, Remigio había dispuesto de unos minutos de descanso. Estaba arremangándose el brazo derecho para rastrear en el foso, cuando alguien le previno:
—¡Cuidado, que estará lleno de ratas o de culebras!
El carpintero dio un respingo y miró al alcalde.
—He levantado la tapa, que otro meta la mano —dijo—. Sólo soy carpintero.
—Tú estás ahí para todo —dijo el alcalde—. Eso no es una jaula de fieras.
Remigio miró al albacea.
—Usted me contrató. ¿Qué dice?
—La función de un carpintero no es introducir la mano en el agujero desconocido que acaba de destapar…, pero creo que estamos ante un caso especial. Recibirá una prima —dijo el albacea.
Remigio acabó de arremangarse el brazo, se tendió cuan largo era junto al hueco y entonces apareció en su mano una caja de cerillas. Encendió una y la asomó a la boca oscura.
—Bueno, aquí no hay cosa de bulto —anunció.
—Grande o chico, lo que sea será mío —se oyó a Zacarías.
—Como la cabeza no te cabe, mete el brazo en el sotopiso de una vez —ordenó esta vez el alcalde.
Así lo hizo Remigio, con la repugnancia y la aprensión cubriendo su rostro, que se fue hacia atrás, distanciándose al máximo de su mano.
—Nada —anunció finalmente con indisimulada satisfacción—. Nada.
—¡Es imposible! —exclamó don Manuel.
—No hay más que tierra fría y muerta —añadió el carpintero, incorporándose.
—Tendrás que mirar mejor —rogó don Manuel.
Después de mirar al albacea y recibir su asentimiento silencioso, Remigio realizó una segunda inmersión, ahora con menos recelo y, por tanto, más a fondo. Su nuevo veredicto de «Nada» confundió a algunos, desilusionó a la mayoría y en don Manuel produjo un efecto catastrófico.
—Más que imposible, no tiene sentido —farfulló—, y las cosas de esa mujer tuvieron siempre sentido, jamás movió un dedo sin una razón muy precisa. —Se volvió hacia el albacea—. ¿Qué fecha tiene el testamento?
El albacea la sabía de memoria:
—El día 15 de septiembre de 1968. Hace seis meses.
—Curioso —comentó don Manuel en un silbido—. ¿Es que sabía que iba a morir?
—Renovaba su testamento cada seis meses desde 1895 —informó el albacea.
—¡Desde 1895! —exclamó don Manuel—. Pero en ese tiempo usted aún no…
—El despacho lo heredé de mi padre.
—Ah. —El cerebro de don Manuel trabajó con intensidad—, 1895 es el año en que Ella dejó La Venta, si no recuerdo mal. —Don Manuel nunca recordaba mal esas cosas—. La abandonó para trasladarse a su palacio recién construido en el cruce de Laparkobaso, de modo que ya poseía algo que justificara un testamento. Y quizá no se tratara sólo de un bien… ¿Cuándo aparece por primera vez…?
—¿La cláusula? En 1895.
—Ya en el primer testamento.
—Sí.
—Entonces ya sabemos una cosa: ¡que lo de bajo el entarimado no fue depositado después de 1895!
—Ni antes —dijo el carpintero.
Don Manuel no le prestó ninguna atención.
—Al abandonar La Venta, Ella sabía que dejaba algo de valor bajo la tarima, valor que a lo largo de setenta y cinco años recordó en la cláusula de un testamento que renovaba cada seis meses. A ver…, ¡ciento cincuenta renovaciones! La última, en el pasado septiembre… ¿Quién se atreve a decir ahora que no hay nada en el agujero?
Con un brío impropio de su edad, recorrió el mostrador por fuera apartando cuerpos a codazos, lo dobló en su extremo y se dirigió a Remigio, que ya se había incorporado. «No se trata sólo de buscar sino de creer en ello», le amonestó. Se despojó del chaquetón —era febrero— para dejarlo en manos de Remigio, se arrodilló con torpeza, la precipitación le privó de arremangarse la camisa, se acostó en el piso y lo que desapareció en el foso no fue un brazo, sólo una mano.
—A dos palmos de la base…, en la vertical del grifo del agua —recitó con música de maestro—. No hay que revolotear más lejos.
Fue una exploración mucho más remilgada que la del carpintero, algunos comentarían después que «chorreaba mimo». Eran yemas de dedos las que rozaban la superficie de la tierra, acariciándola, dejando en ella surcos superficiales, primero paralelos y luego perpendiculares a éstos, unos y otros sin desbordar un marco de unos treinta centímetros de lado. Cuando la mano regresó, las puntas de dos dedos sostenían una cosa pequeña, plana, circular y oscura.
—¿Qué coño es esto? —emitió sordamente.
Examinó su botín en lo alto de su brazo, y no pareciéndole suficiente aquella luz, se puso en pie con una agilidad igualmente impropia, sacó un pañuelo de su bolsillo para limpiar con él la cosa y la depositó a continuación en el centro del pañuelo, que extendió, abierto, sobre la meseta del mostrador. Se inclinaron las cabezas más próximas y las otras trataron de ver por encima de ellas. El albacea recibió de lleno en su cara el aliento de la boca de don Manuel:
—¿En ninguno de los ciento cincuenta testamentos se menciona esta moneda de cinco céntimos?
—En ninguno.
—¿Tampoco nunca la mencionó Ella?
—Nunca.
—¿Y a su padre y a usted nunca les picó la curiosidad?
—Oír, ver y callar es requisito básico en nuestra profesión… Y tenga usted en cuenta, además, que esa incógnita se fue empequeñeciendo, hasta quedar olvidada, ante las incesantes aportaciones de riqueza con que nuestra cliente engordaba cada semestre su testamento.
—Sí, claro. Engordaba —suspiró don Manuel.
—Sin embargo, ahora, permítanme asombrarme —sopló el albacea.
—¡Cinco céntimos! —exclamó el alcalde—. ¡Para ti todos, Zacarías!
«¡Cinco céntimos!… ¡Cinco céntimos!… ¡Cinco céntimos!…», corrió la bomba por La Venta y salió al exterior y, digerido el desencanto, las carcajadas siguieron la misma ruta. El jolgorio pudo haber constituido una atmósfera propicia para continuar apostando sobre la paternidad del tesoro, pero les hizo desistir no su ridícula cuantía —posiblemente, se habrían sobrepuesto incluso a una peladura de patata o a una sola bota desdentada—, sino que esos cinco céntimos compusieran el último miserable eslabón de su cadena de dineros, aquella moneda aparecida para ultrajar y elegida con la peor intención por Ella para burla y desprecio de cuantos imbéciles asistieran al levantamiento de la tarima. Pero la maldijeron menos por la burla y el desprecio que por no haber podido gozar del viejo frenesí de las apuestas. Aunque muchos no se dieron por vencidos. «Tiene que haber más», casi gritaron. «Que Remigio mire otra vez, que mire bien. En los testamentos siempre hay maravillas, no ondaquines».
—Esto era todo —sentenció don Manuel.
—A mí mismo me cuesta creerlo —confesó el albacea.
—Esto era todo —repitió roncamente don Manuel.
—Jamás me había ocurrido nada semejante.
—¿Es que no la conocía? —se irritó don Manuel—. ¿Es que no cabía esperar de su ruindad un final como éste? ¡Santo Dios…, cinco céntimos…, setenta y cinco años de brega por su parte para que nadie tocara el entarimado!
—¿Así que aquí acaba todo? —preguntó el alcalde.
Entonces dijo Zacarías Ermo:
—Esos cinco céntimos se me cayeron a mí por la rendija, no a esa mujer…
—¡La rendija! —exclamó don Manuel volviéndose a Remigio, que estaba a su espalda—. Clava de nuevo la tabla en su sitio, recompón la rendija y recemos para que no caigan por ella más monedas… ¡Esa rendija es la causa de todo! Ella trajinaba en el mostrador, aquí mismo, acababa de cobrar una consumición o devolvía cambios, y una moneda se le escurrió entre los dedos y cayó a sus pies, con tan mala fortuna que no quedó sobre la tarima sino que se coló por esta hendidura. Introdujo alambres, quizá llegara a tocarla y moverla, pero nada más. Quizá insistió un día tras otro… ¿hasta que por fin la olvidó? ¡En absoluto! ¡Ella, no! Otra persona sí hubiera olvidado pronto la monedita, pero no esa mujer… ¡Cinco céntimos…, setenta y cinco años de espera y de esfuerzos!
—¿Por qué no se me pudo caer a mí o a cualquiera de los míos? —protestó Zacarías.
—Porque ni tú ni los tuyos sabíais que estaba ahí, sólo lo sabía Ella —dijo don Manuel.
—Puede que se nos cayera y la olvidáramos y luego vino la forastera, miró por la grieta y la vio y ahora dice usted que es suya.
—Aun aceptando tu versión, el caso es que esa persona la descubrió… y a partir de ese momento ya tuvo más derecho que los Ermo sobre el tesoro oculto, tuvo conciencia de que existía. Que no fue el caso de los que la olvidaron, es decir, vosotros. Sencillamente, Zacarías, Ella se la apropió. Lo que siempre hizo con todo… Aunque, en esta ocasión, no fue necesario llegar a eso, consta en el testamento algo que me pertenece: si la moneda hubiera estado bajo la tarima antes de su llegada a La Venta, ese algo que me pertenece no se habría limitado a la moneda, habría elegido otro bien, uno o varios de los muchos objetos con los que había convivido durante seis años y a los que pudo tomar cariño. ¿Por qué no?, ¿y por qué la moneda? Pues porque cayó de sus propias manos al suelo, porque sufrió con su pérdida, cosa que no sucedió con ninguno de los otros bienes. La prueba definitiva de que sentía suya la moneda es su testamento.
—¿Por qué no has hecho tú testamento, Zacarías? —se oyó una voz desde el fondo, provocando risas.
—Ustedes tienen muchas letras y saben hablar —dijo Zacarías—, pero yo y los que tengo a mi espalda hemos empezado a recordar el mensaje que salta en los Ermo de una generación a otra.
—¿Te refieres a los cinco céntimos? —preguntó el alcalde.
—Cinco céntimos o cincuenta, no nos acordamos bien. ¡Empezó hace tanto tiempo! —Zacarías se volvió hacia los suyos, que seguían tras él en un nutrido grupo—. ¿Verdad que siempre nos venía a la cabeza ese no sé qué?
—Sí, siempre —confirmaron varios familiares nebulosamente.
—¿Desde cuándo? —preguntó el alcalde.
—¡Ufff! Desde hace doscientos años por lo menos —dijo Zacarías.
—Hace doscientos años no existían esas monedas de cinco céntimos —dijo el alcalde. Lanzó una palabrota y apuntó a Zacarías con el dedo como si lo quisiera atravesar—. ¿Ya andas como esa mujer? ¡Los Ermo y ella sois de la misma raza!
—Zacarías, lo único que te falta a ti es el testamento. Aún estás a tiempo —se oyeron la misma voz de antes y las risas.
El albacea abrió su carpeta y extendió unos papeles sobre el mostrador.
—Necesito dos testigos —pidió—. ¿Usted uno, don Manuel?
—¿Qué… qué va a hacer? —exclamó el alcalde.
—Dar fe de…
—No hablará usted en serio. No me imagino a un hombre como usted haciendo el juego a esta broma de mal gusto que ya nos ha robado demasiado tiempo.
—Cuente conmigo —contestó don Manuel al albacea.
—¿Usted también? —se asombró el alcalde.
—Colaboraré con mi firma a que este episodio figure de modo imperecedero en la historia de Getxo —dijo don Manuel.
—¡Seremos el hazmerreír de la gente! —exclamó el alcalde—. ¡Que Zacarías se lleve la maldita moneda y larguémonos todos a casa!
—Yo echaré la otra firma.
Zacarías Ermo era el último de quien se esperaba una cosa así. ¿Lo hizo para no perder contacto con aquellos cinco céntimos que esperaba recuperar alguna vez? Nadie había desertado aún de La Venta cuando el albacea comenzó a leer a los dos testigos que lo firmarían el texto que, en su mayor parte, ya trajo redactado y que empezaba así: «Personado en el edificio que llaman La Venta para proceder a la ejecución de una parte del testamento de Dña. Reloj de Pared Puerta Mesa…».
—¿Quién ha dicho usted? —le paró don Manuel.
—Ese nombre y esos apellidos figuran en el juzgado, y con ellos mi padre y luego yo hemos registrado todos los testamentos de nuestra cliente.
—¿Estamos hablando de la misma persona?
—Creo que sí. La difunta a la que por aquí se le conoce por Ella.
—Reloj de Pared Puerta Mesa… —deletreó don Manuel—. Seguramente ignora usted cuándo se bautizó ella misma con ese nombre y ese segundo apellido… Porque acerca del primero ya sé la respuesta: en septiembre de 1889, si no recuerdo mal, al registrar a su hijo en la parroquia. Tras el apellido del padre, Baskardo, había que poner el de la madre, y la mujer echaría una mirada a su alrededor y se fijaría en la puerta de la sacristía de don Eulogio… ¿Con qué fecha aparecen por primera vez en el juzgado esos nombres y apellidos?
—Mi padre los recogió en 1895.
—Precisamente, cuando hubo de acudir al Registro de la Propiedad para registrar a su nombre el palacio recién construido en el cruce de Laparkobaso al no poder retrasar por más tiempo el papeleo pendiente y en el juzgado le exigieron acreditaciones y, al carecer de ellas, al menos le preguntaron cómo quería figurar en los libros, y se repetiría la escena de la sacristía, llamarían su atención un reloj de pared y una mesa… ¿Por qué no Reloj de Pared si existe Juan de la Encina?… Hoy es un día de grandes revelaciones, por fin descubrimos… En fin… Perdone si le he interrumpido.
En el texto adelantado por el albacea sólo faltaba la naturaleza de la cosa a enajenar —a la que había reservado unas líneas en blanco tan excesivas que, cumplido el trámite, ocupó en ellas un espacio ridículo—, y los nombres y apellidos y direcciones de dos testigos. Concluidas estas diligencias, faltó una última. El albacea fijó su mirada en la moneda de cinco céntimos que seguía en el centro del pañuelo de don Manuel.
—Debo hacerme cargo de esta parte de la herencia. —Dio la impresión de que pedía autorización a los presentes o a sí mismo. Dos de sus dedos rozaron la moneda, sin pasar de ahí—. Aún no lo puedo creer —se le oyó. Los dedos retrocedieron y parecieron quedar a la espera de una bienvenida interrupción, un terremoto por ejemplo—. Naturalmente, en el caso de que hayamos dado con ese algo al que mi cliente se refería…
—Hemos dado con él —aseguró don Manuel.
—… o no sea el único y haya que seguir buscando.
—Basta con éste.
—Es posible. Pero en mi vida profesional no me había ocurrido nada igual.
—Ni a nosotros —dijo don Manuel.
El albacea introdujo los dedos por debajo del pañuelo, alzándolo unos centímetros y haciéndolos serpentear hasta que chocaron con el leve obstáculo y sólo a través de la tela le transmitió su presión. Sostuvo el diminuto envoltorio blanco a la altura de su pecho.
—Présteme su pañuelo —se dirigió a don Manuel—. Prefiero llevármelo así.
—Para añadirlo al patrimonio —dijo don Manuel.
—¿Qué? Ah, sí. Era el requisito que faltaba.
—La última aportación al botín no hundirá con su peso la nave pirata.
—¡Qué cosas tiene usted!
—Primero, acuñó Reloj de Pared Puerta Mesa; luego, Efrén Baskardo Puerta Larrondobuno Mesa… Un caudal cegador, aunque no suficiente, al parecer. Y estalló el delirio: el marqués Camilo Baskardo Larrondobuno testando, y la marquesa Cristina Oiaindia Kordaberatz simplemente falleciendo antifranquista… Todo convergió en el lord Cándido Baskardo Lapaza Puerta Garzea del pino Cuerpo del Redentor… Pero faltaban estos cinco céntimos, que esperaban desde 1895… ¿Se los entregará en mano o los ingresará en su cuenta?
—Como se dice, soy un mandado, me limito a cumplir una última voluntad —sonrió el albacea.
—La de Ella.
—Como desee usted llamarla. —Sí, Ella.
Excepto los presentes en La Venta, creo que ninguna otra persona se enteró antes que yo del asunto de la moneda de cinco céntimos: tuve a don Manuel a la cabecera de mi cama menos de una hora después de su hallazgo.
—Hoy, mañana o en el futuro habrá gente que te jure, Asier, que no ocurrió como se cuenta, que hay mucho exagerado suelto, que ni siquiera esa mujer pudo caer en semejante caricatura. Pero cree a tu viejo maestro, que estuvo allí y lo vio todo con sus propios ojos.
Bueno, pues en esta ocasión su actitud convulsa no me sonó a una salida de tono de las suyas. Si un acontecimiento así no justificaba cualquier desatadura… Además, se había desentrañado el misterio con que esa mujer mantuvo vivo aquel interrogante tan repetido a lo largo de tantos años: «¿Qué coño le importa a Ella La Venta?».
—Ni la mente más retorcida lo habría imaginado, Asier. Es posible que haya sido su obra perfecta. En cualquier caso, esculpe a esa mujer como lo habría hecho el propio Fidias… Nunca me cansaré de darle vueltas a ese final tan… tan… ¿redondo?, y las balizas señalando el recorrido… Su regular visita semanal a La Venta, que tanto nos desconcertaba: descendía de su carricoche y entraba sin mirar a nadie (había pocas personas a quien mirar, siempre eligió la media mañana), llegaba al mostrador y pedía un vaso de agua, el único servicio que los Ermo nunca se atrevieron a cobrar; sin mirar a parte alguna, o eso parecía, su mano huesuda alzaba el vaso hasta sus labios y se lo bebía. No cabe que tuviera sed a las once de la mañana, sobre todo en invierno, pero lo apuraba hasta la última gota, aunque la rodearan carámbanos. Achacábamos esas visitas a su nostalgia de otros tiempos, no en vano su hijo Efrén había correteado por allí hasta sus seis años. Pero no nos convencía el argumento, a pesar de que, si no era ése, había de ser otro igual de personal, pues de otro modo habría enviado al cochero a hacer… ¿qué? Y, hoy, desde hace un par de horas, no sólo sabemos a qué iba a La Venta sino que no era casual la elección continuada del mismo emplazamiento ante el mostrador: frente al grifo del agua, desde donde comprobar de un rápido vistazo que continuaba en su sitio la tabla que le obsesionaba del entarimado. Mientras se bebía el vaso de agua, también podía ver la grieta, quizá empinándose un poco sobre la punta de los pies. Sin duda, Ella esperó, año tras año, que alguien tapara aquella rendija con yeso o clavando encima una tablita, y así, los cinco céntimos quedarían mejor guardados. Que esto no lo considerara imprescindible lo prueba el hecho de que no tomara ninguna medida especial al respecto; en otro caso, se las habría ingeniado, como siempre, para salirse con la suya. Entonces, nada cabía objetar a su ingesta del agua, pero sí hoy: si el vaso de agua era una excusa para pisar La Venta, ¿por qué lo apuraba hasta el fondo? Habría cumplido tomando la mitad, incluso mojando únicamente los labios. ¿Suprema valoración de todo desperdicio? «Me la han servido y es mía; me la apropio antes de que se pierda por el desagüe», se diría. Ella, Asier, vivió esos setenta y cinco años pendiente de la amenaza, primero, de que a un alcalde o a un Ermo, o a los dos juntos, se les ocurriera hacer obras en La Venta o sólo renovar el entarimado, bien todo o parte, en especial en la vertical del grifo y a un palmo de la base del mostrador; y segundo, de que un párroco resucitara el viejo conflicto del Mostrador (otra vez con mayúscula) acerca de si pertenecía a La Venta o a la Iglesia, y, por tanto, al templo de San Baskardo… En 1905 la amenaza vino de la intención de Zacarías de remozar una mínima parte de La Venta con motivo de la boda de su hijo, sólo una pequeña zona de entarimado, que incluía la grieta; encargó la obra a su hermano Panpili, que se la haría gratis; Ella desbarató el proyecto chantajeando a Panpili enchufando a su hijo en Altos Hornos… Habríamos necesitado en La Venta a otro Aurelio registrando cuidadosamente en un diario todos los avatares referidos a la maldita grieta; estoy seguro de que Ella, en tantos años, ha tenido que conjurar peligros que no han llegado a nosotros… En 1907, don Eulogio creyó que le correspondía reparar la invasión del pecado en Getxo bajo la forma de un rebaño de llamas, y no se le ocurrió otro desagravio que extraer de La Venta el altar de San Pedro de Roma para lucirlo en su iglesia. Fue cuando Ella aglutinó a las fuerzas de la oposición, los hombres en la Fundación pro Defensa de La Venta de San Baskardo, de propia creación y presidida por Ella, y don Eulogio claudicó y nosotros nos preguntamos por primera vez: «¿Qué coño le importa a Ella La Venta?». Luego, en 1933, el Ayuntamiento se vio con algún dinero extra y quiso proceder a una importante restauración… que incluiría la pérdida del mostrador. Ella resucitó su Fundación y todo quedó en agua de borrajas…, y de nuevo nos repetimos la pregunta. Diez años después, don Ignacio Artigas, que sólo era coadjutor, pretendió igualmente robar el mostrador de un sitio donde era tenido por altar para instalarlo en otro supuestamente más sagrado, fracasando, a pesar de ser franquista. ¿Culpable? La gran fuerza organizada en la Fundación pro Defensa de La Venta de San Baskardo, otro de sus logros perfectos. Ahora ha fallecido sin que ninguna fuerza pina ni humana llegara siquiera a rozar su moneda de cinco céntimos. ¿Cómo debemos llamar a esto, Asier? En setenta y cinco años no gastó nada por mantener indemne esa moneda, excepto algo de tiempo. No gastó nada, Asier. Nada. Los cinco céntimos fueron beneficios netos.