La tarde del 5 de julio de 1968, de vuelta del trabajo en el tren, me enteré de la noticia que difundía la radio insistentemente: habían asesinado en Irún al comisario de policía Benito Muro. Al día siguiente, la prensa informaba que, de momento, el asesino o asesinos habían escapado a todos los controles, pero que no tardarían en ser capturados por las fuerzas del orden. Al llegar a casa encontré a Fabiola Baskardo y a su hija Flora esperándome. El tiempo era bueno y se envolvían en sábanas. La madre y Nerea las habían sentado en el comedor y se levantaron a un tiempo al verme. Sus expresiones se hallaban próximas a la desolación.
—Vienen a saber si has visto a Kresa —me dijo la madre—. Ellas no saben nada de él desde ayer. Yo les digo que con los chicos de hoy una vive sobre ascuas.
—Kresa no falta por las noches —aseguró Fabiola—. Salió ayer muy de mañana diciendo que no regresaría hasta la noche. Hemos preguntado por ahí y nadie le ha visto.
Me resistí a relacionar aquello con la noticia de la víspera, pero tragué saliva. Leí con miedo en las miradas de las dos mujeres y comprendí que acababa de incorporarme a su clan.
—No, no sé nada de Kresa —murmuré, tomando la mano de Nerea.
Apenas se habló más en el brevísimo tiempo hasta su despedida. Les acompañé hasta la carretera.
—¿Creen que puede…, bueno, que puede estar metido en eso? —Me enfrenté al estrago de sus ojos—. ¿Puede…, es posible…, les han despertado últimamente sospechas sus idas y venidas? Ya sé que estos asuntos se ocultan bien… Por otro lado, una cosa es tener más o menos vinculación con… con…
—La ETA —pronunció abiertamente Flora.
Fabiola se mordió los labios. Yo concluí:
—… y otra disparar un arma. ¿Y por qué ETA? Nadie ha confesado la autoría.
—Pero no tenemos noticias de él desde primera hora de ayer: un día, una noche y otro día —expuso Flora crudamente.
Su madre se volvió hacia ella y gimió:
—¿Nos estás queriendo decir que es él quien ha disparado en Irún?
—Sólo digo que tenía que haber regresado ayer, que tiene doscientas lechugas sin regar en el invernadero y que si hubiera sabido que no vendría nos habría encargado a nosotras —dijo Flora.
—¿Nos estás queriendo decir que no viene porque no ha podido salvar a la Guardia Civil y ahora anda huido por ahí?
—Bueno, bueno —intervine—. Deben regresar a casa.
—A Oiarzena no llegan noticias y necesitamos saber. —A pesar de la ausencia total de viento la sábana de Fabiola no cesaba de temblar.
Las vi alejarse con la sensación de que la separación no sería por mucho tiempo. No tomaron la dirección de su casa sino la de Algorta. Me las imaginé persiguiendo rumores entre gente que las miraría sin dar crédito a sus ojos. Por lo que vino después, les otorgué el privilegio de haber inaugurado las prospecciones por plazas y tabernas en busca de noticias que vivimos muchos en Getxo a lo largo de aquellas horas tensas.
Cediendo a lo delicado de la situación me apresuré a comunicar a mis dos mujeres que iba a dar una vuelta por el pueblo. No entraban en mis costumbres esas rondas diarias en grupo por bares y tabernas, especie de safaris sin sorpresas frecuentados por la mayoría; como parecía que estábamos en algo nuevo, callaron. Mi meta era precisa: la señorita Mercedes. Encontré su casa vacía y me encaminé a la escuela. No sólo estaba ella sino también Anaconda. En realidad, era la ocupación de la india la razón de la presencia allí de ambas; así como durante el curso la escuela se limpiaba a diario, en verano sólo una vez por semana, ocasión que aprovechaba la señorita Mercedes para dar retoques aquí y allá y regar rosales y geranios. (Había vuelto a recoger a Anaconda en su casa tras la breve temporada en Oiarzena a petición de Fabiola y de Flora, nadie se imaginó por qué. La señorita Mercedes la recuperó en menos de un año).
—Lo sé, lo sé —fue su recibimiento—, y no sé qué pensar.
Ayudaba a la limpieza una brisa entrando y saliendo por todas las ventanas y puertas abiertas. Anaconda se movía precisamente en el aula impregnada del recuerdo de aquel maldito sexto pupitre de la séptima fila bajo el retrato de Franco en la pared. El trapo de polvo se agitaba en sus inmediaciones. Habían transcurrido treinta años. Pensé: «Si ella lo recordara como yo, si conociera las consecuencias que tuvo y tiene, no habría podido limpiarlo nunca más como a cualquier otro. Estoy seguro de que él lleva treinta años sin dirigirle una sola mirada, ni menos tocarlo. Se distinguía de los demás por haber sido recompuesto tras haberlo yo quemado». Envié a la india un «hola» sin ningún resquemor, ella me devolvió otro cansino y pasé de largo antes de que su trapo lo alcanzara.
—También lo sabe Manuel —añadió la señorita Mercedes. Estaba en el aula de las niñas colgando cortinas blancas recién lavadas. Se mancharían para octubre, pero esas ventanas daban a una calle muy transitada.
—Lo que no saben ni usted ni él es que hace dos días y una noche que falta Kresa de Oiarzena.
Al volverse hacia a mí, la señorita Mercedes soltó la cortina que montaba, que quedó colgando torcida de uno de sus dos ganchitos.
—No me digas eso —musitó con la angustia de los que necesitan cambiar el destino—. ¿Las has visto? ¿Cómo están? Iré a hacerles compañía…
—Aún no hay nada confirmado, yo podría citar varias razones para que a un joven se le pierda el rastro durante más de un día y una noche.
La señorita Mercedes retomó su cortina dándome la espalda. No movía más que sus manos diligentes por encima de su cabeza y pude pensar que fueron ellas las que me hablaron:
—Ha sido él, ha sido Kresa. ¡Jesús!
—¿Por qué ha de ser él?
—Si el muerto es Benito Muro… ¿Es Benito Muro?
—De eso no parece haber duda.
—Pues entonces ha sido Kresa.
Me asombró aquella seguridad en una mujer que nunca se mostró categórica al enjuiciar el mundo. Concluyeron las manos su trabajo y confié en que, al volverse y mirarme, algo se cuarteara en ella.
—Puede resultar peligroso para él el simple hecho de creerle culpable —dije—. Una opinión colectiva nace y crece en el aire… y ellos tienen buenas orejas.
—No me asustes, Asier, era poco más que un pensamiento mío. —Recogió otra cortina desplegada sobre un pupitre—. Kresa ya atacó a Benito Muro siendo niño. En la playa y con una piedra. La estrelló en su rodilla y así lo dejó cojo. ¿Conocías el hecho?
—¿Por qué saca usted precisamente ahora el viejo episodio? Me está invitando a relacionar aquello con esto… En todo caso, quien tendría que vengarse es Benito Muro.
Cuando me iba a replicar, la señorita Mercedes cambió de idea, movió la cabeza, lanzó un suspiro doloroso y dijo:
—Dejémoslo.
—Aún no me ha explicado en qué se fundamenta para asegurar que Kresa…
—Sólo te diré una cosa, Asier, desearía no estar tan segura. Y ahora debo ir a que compartan conmigo su pena.
—En vez de pena, digamos, de momento, su intranquilidad.
—No, su pena, su pena.
Plegó la cortina y la guardó en la mesita de maestra que presidía el aula, para lo que tuvo que alzar el tablero. Salió al pasillo y elevó un poco la voz —sólo un poco, la escuela no tenía distancias— para pedir a Anaconda que lo dejase todo y se preparara para marchar.
—Perdóneme, pero si luego aparece Kresa resultará que su velatorio se hizo con precipitación…
—Te lo repito: desearía no estar tan segura.
Mientras entre Anaconda y yo cerrábamos las ventanas, la señorita Mercedes se encargaba de puertas y cerraduras. Dispuse de unos segundos en la calle a solas con la india.
—Tú viviste unos meses en Oiarzena con Kresa… ¿Cuántas veces le oíste pronunciar el nombre de Benito Muro?
Anaconda nos había acostumbrado a no ponerle en la tesitura de tener que hablar. Supongo que la sorprendí. Incluso a los que sólo alguna vez habíamos oído su voz, siempre nos pareció el susurro de un gran follaje.
—Y con Fabiola y con Flora —dijo.
—¿Eh?… Sí, claro… ¿Crees tú que ha podido matar a ese policía?
Temí su afirmación, en total comunión con su protectora. Pero calló y yo enrojecí. Anaconda no estaba reclamando su mudez habitual sino su derecho a no confesar algo. Al tiempo que admiraba su fidelidad a la señorita Mercedes, me pregunté qué secreto guardaban. Las dos tomaron el camino de Oiarzena. Cuando recordé que Fabiola y Flora no estaban en casa en ese momento, ya era tarde para avisarlas, pues yo, ahora sí, caminaba en sentido contrario hacia el pueblo.
Todos sabían que Benito Muro había sido alcalde de Getxo en 1937, a la entrada de los franquistas, y rebajado a concejal vitalicio dos años después, cuando la aristocracia getxotarra quiso olvidar su gran servicio de haberse pasado a los rebeldes con una copia de los planos de las fortificaciones del Cinturón de Hierro de Bilbao, a fin de no enturbiarla gloriosa traición de su creador, el arquitecto Goicoechea. Luego, como policía, siguió desempeñando agradecidas funciones, deteniendo y torturando. Al morir era comisario.
Nadie pudo sospechar entonces que, con su abierta aparición en público, Fabiola y Flora acababan de roturar el espacio que se convertiría en la bolsa donde confluirían rumores y noticias en tanto discurrieron aquellas sesenta y cuatro horas de huida por los montes del etarra cuya segura identidad desconoceríamos hasta el final de su carrera en la playa. Al cabo de cincuenta y seis años, Oiarzena ya era de su propiedad, por donación generosa de Aurelio a las pocas semanas de su abandono del Galeón; Oiarzena, sus huertas y campas, ocupadas gradual y silenciosamente por vecinos que no se fiaban de radios y periódicos, menos de comunicados oficiales, buscando la última hora de la nunca vista carrera. El paulatino desplazamiento general lo crearon ellas sin proponérselo, pues quien burlaba controles en carreteras y eludía accesos vigilados a montes no podía ser otro, pensaban, que el ausente nieto-hijo de ellas. En este sentido, su primeriza e inusual presencia en el pueblo recabando información, o al menos rumores, obró de impulsor de aquel movimiento centrípeto. Algunos, al supuesto Kresa Urondo Altube (y no Pérez de Angulema, como todo el mundo sabía) Lizarza y Baskardo lo empezaron a llamar gudari.
Los mensajes que llegaban a Getxo eran verbales, transmitidos de boca en boca: viajeros detenidos en un control de carretera que luego informaban de en qué punto había subido, y el dato adquiría su entero valor a la llegada del siguiente mensaje fijando el nuevo emplazamiento del control, y así nos enterábamos de las distintas direcciones que iba tomando el korrikalari y casi de su velocidad de marcha. Otra fuente era los remotos caseríos en valles y colinas, donde le proveían de alimentos transportables, talo, chorizo, manzanas y comida de esta índole, para ser ingerida no sólo de pie sino en carrera, pues nunca se detuvo. La voz, el susurro, corría de caserío en caserío, de pueblo en pueblo, y era irremediable que algunos ecos llegaran a oídos no deseados, y entonces los controles cambiaban de lugar y se multiplicaban en rutas hacia o de regreso de valles, colinas y montes. Cuando en la tarde del segundo día empezó a presumirse que su meta podía ser Getxo, creció la certidumbre de que se trataba del nieto-hijo de las dos mujeres. Aunque desconcertaban sus continuos zigzags y virajes, se daban por buenos si con ellos también confundía al enemigo.
Mi ronda por San Baskardo y Algorta la hice al anochecer del día 6. Un único tema bullía en plazas y tabernas, si exceptuamos el otro, el de las fantasmas de Oiarzena con sus sábanas blancas. A esas horas ya contábamos con noticias, que nos parecieron insuficientes, si bien pronto hubimos de reconocer que resultaron fidedignas y marcaron el carácter que tuvo aquella marcha de principio a fin: por ejemplo, hallándose Irún en la misma frontera, ¿por qué el etarra no pasó a Francia el mismo día 5 por la noche? No lo hizo; circunstancia que otorgó una naturaleza especial a su carrera, aunque aún era pronto para catalogarla. Luego supimos de los controles en Hondarribia y Pasajes, es decir, en la carretera de la costa y en las otras salidas de Irún, controles pronto desmantelados y transportados al interior, cuando supieron o sospecharon que tendrían que ocuparse también de los montes. Fue una muestra anticipada de los vaivenes que llegarían después. Fabiola y Flora ya se habían retirado, ahora en compañía de Matías, y el goteo de gente discurría hacia Oiarzena. Nadie medianamente vivo se desinteresó del episodio. Los que no se entregaron a su seguimiento en la calle no pegaron ojo en sus camas. En casa anuncié a la madre que me iba a esperar noticias y hubo absoluta receptividad. «Que escape el chico de Flora», deseó. Le advertí que podía no ser él y se limitó a mirarme con transparencia. En el último momento, Mikel decidió acompañarme.
Los grupos estaban muy dispersos, sin delatar abiertamente por qué estaban allí; ninguno de ellos dejó de guardar una prudente distancia de Oiarzena, consecuencia natural de la cuarentena de toda una vida; aquella desusada aproximación no rompería en adelante con ese pasado, pero supongo que, a lo largo de las sesenta y cuatro horas, tanto Fabiola como Flora hubieron de sentirse extrañamente arropadas por nuestra comunidad. Nada más llegar, descubrí cómo correspondían ellas: a la clara luz de la luna las vi en el interior de su finca, pero muy cerca de la deshilachada línea de arbustos, sentadas no en las banquetas que bien pudieron sacar de casa sino en el suelo, como la mayoría de los que estaban frente a ellas con el casi inexistente muro verde de por medio. A su lado, también sentadas, tenían a la señorita Mercedes y a Anaconda, las cuatro semejando un cuadro campestre dominguero. El popular Matías deambulaba de un grupo a otro, llegando incluso hasta los del cercano bosque de pinos. Apenas apartados, dos viejos se sentaban sobre un tronco caído: el tío Roque y don Manuel. Como acabado de llegar, me interrogaron muchas miradas, también las de ellos. Yo moví expresivamente la cabeza.
—Hablábamos del punto de salida, Irún —dijo don Manuel—. La huida natural habría sido hacia Francia, donde ellos se refugian en parecidas ocasiones. La propia elección de Irún para cometer el crimen avala este supuesto. Pero, no, desprecia una salvación segura y se mete en el pozo de las serpientes.
—Así es —asintió el tío Roque.
—Todas las acciones tienen una explicación y me gustaría saber cuál es la de ésta. Quizá se dirija a un refugio previsto, en el que desaparecerá de pronto…, un refugio, por otra parte, en exceso distante, a juzgar por las treinta y seis horas que lleva huyendo. Es posible que tenga otro plan, un plan concebido de antemano por su grupo, un plan que no incluía el salto a Francia sino esta carrera enloquecida… ¿hacia dónde?, ¿hacia qué? Porque el chico no se ha esfumado, sigue en su papel de perseguido. Y su obligación era estar ya fuera de peligro. Por el contrario, parece una liebre atrayendo a los podencos. Todo nos lleva a la creencia de que hay un plan, a todas luces incomprensible. Lo conocido hasta ahora delata giros hacia el interior seguidos de otros hacia la costa. ¿Hacia dónde apunta realmente el plan? Y si no apunta en ninguna de estas dos direcciones habría que pensar que asistimos a los despojos de un plan desbaratado.
—El y los otros, ninguno será tonto —dijo el tío Roque.
Al pronunciar él, sin duda pensaba en Kresa, su nieto. Si todos lo pensábamos, ¿por qué no lo iba a pensar él? En cuanto al ellos y su grupo, mencionados nerviosamente por don Manuel, ¿no era prematuro hablar de ETA? ¿Por qué no pensar que se trataba de una acción preparada y cometida en solitario por Kresa Urondo o quien fuera?
Afortunadamente, disfrutábamos de un buen mes de julio y pocos fueron los que se retiraron a la llegada de la noche, sólo algún panadero, bombero, médico o enfermero a quienes les tocaba guardia, y varios más con exigencias imperiosas. Entre las nuevas incorporaciones estaban Perico Orejas y Pachín. Perico Orejas me pidió muchos detalles sobre Kresa y se los di. Fabiola y Flora no sólo pasaron la noche al relente, como los demás, sino que sacaron mantas de casa para que se cubrieran los más frioleros. Eran todas de las que disponían —muy escasas, claro—, y cuando, una vez repartidas, se vio que ellas se quedaban sin ninguna, les devolvieron dos y se les obligó a aceptarlas. Me senté en el tronco al lado del tío Roque, quien pasó la manta que le ofrecieron a otro menos viejo que él. Don Manuel había venido con su grueso chaquetón de pana.
—Todas estas eventualidades pueden referirse a cualquiera, sea uno de nosotros o no… —le oí murmurar.
A eso de la una de la madrugada la noche límpida nos trajo el lejano ronquido del motor de un camión, callado de repente. «Errando Mugarra acaba de parar su cacharro en la carretera de Berango», dijo alguien. «¿Es que lo esperabas?», le preguntaron. «No. Conozco su motor», explicó el primero. Quince minutos después oíamos los pasos pesados de Errando Mugarra en el camino. Los cuerpos se desperezaron y hubo un pastoso desplazamiento general hacia el hombrón que llegaba.
—El control estaba en Deba. Revisaron mi carga. Luego, también oí tiros.
—La costa, la costa… —dijo don Manuel.
Al disponerse a proseguir, Errando Mugarra advirtió que docenas de ojos le miraban de un modo especial, tanto a él como a las mujeres del otro lado de los arbustos, y tosió, carraspeó e imprimió a su cuerpo un giro para avanzar hacia ellas, ya levantadas.
—Pero, tranquilas, no hubo heridos ni muertos —les aseguró—, dispararon a las sombras, pronto todo quedó en paz. Están más nerviosos que la cola de una lagartija. Seis kilómetros más adelante es cuando oí que habían puesto el control en Deba.
—Para trasladarlo luego a vías del interior —aventuró don Manuel con demasiada seguridad.
—Justo. Andan de aquí para allá. Los marea.
—Pero regresarán a la costa, no hay duda —siguió afirmando don Manuel.
—Y enseguida, otra vez adentro. ¿Y luego? Y al final, ¿qué? —dijo el tío Roque.
—Somos nosotros los que no sabemos el final, ellos sí lo saben. No hay otra explicación —dijo don Manuel, excitado.
Otra vez ellos…
—Gracias —oímos a Fabiola.
—A mandar —dijo Errando Mugarra, alejándose de ellas y despidiéndose de todos con un gesto del brazo.
Nuestra noche recobró la quietud hasta la irrupción del estruendo de una Vespa, que habría tenido que convertirse en un todoterreno para llegar hasta allí. La pilotaba Petaca.
—¡Tiene más montes que la hostia para elegir! —exclamó—: Oiz, Elgueta, los Intxorta, Urkiola, y si me joden mucho, también el Amboto.
—¿Por qué no se esconde en bosques o cuevas en vez de correr? —le preguntó el tío Roque.
Petaca enmudeció, dejándonos asombrados, precisamente porque uno no se lo imaginaba callado, porque se le habían echado los años encima y seguía siendo el Petaca de siempre.
—¿Por qué? —repetí yo la pregunta del tío.
—A lo mejor, porque no le sale de los cojones.
Pero no era él, quiero decir que esta vez no creía en su exabrupto, yo lo conocía bien. Añadió en una especie de retirada:
—Los controles están ahora a los pies de esos montes. Lo sé porque vengo de allí.
—Gracias —le envió Fabiola desde la distancia.
Petaca no se quedó, partió con un punto de precipitación sobre su moto, lo que me hizo sospechar que se llevaba algo que se negó a soltar. Entre las seis y las ocho de la mañana, la mayoría dejó escapar la ocasión de impedir el despido de su trabajo, yo entre ellos. Éramos pocos los que habíamos pedido permiso a los jefes. Se produjo una gradual afluencia de familiares trayendo café con leche hirviendo para los suyos, con pan y talo para sopas. Se traían además a ellos mismos como relevos. La verdad es que, al no producirse deserciones, causaron un crecimiento. Nerea se presentó con un termo lleno —que compartí con don Manuel— y me acompañó hasta el mediodía. Fue incesante la llegada de mensajeros, esencialmente con rumores, que en esas horas agradecíamos más que unas noticias que no aportaban nada sobre las anteriores. Los rumores hablaban de nuevas fuerzas de la Guardia Civil ampliando el cerco. El desánimo general procedía de pensar que el korrikalari acabaría cayendo. Nuestras miradas se volvían continuamente hacia la abuela y la madre, que esperaban como estatuas bajo sus mantas. La señorita Mercedes y Anaconda se nos acercaron en un momento en que don Manuel se hundió en una cabezadita involuntaria.
—No lloran —dijo la señorita Mercedes—. Les sostiene la esperanza de que no sea Kresa. Lo menos que podemos hacer por ellas es estar a su lado.
Anaconda se acercó más a don Manuel y se le quedó mirando, inmóvil y en silencio. Sus brazos se movieron con lentitud para despojarse de su manta y echársela a él por los hombros. Cuando volví los ojos a la señorita Mercedes, ella me estaba mirando.
—Quizá no sea él —dijo la pobre señorita Mercedes.
—¡No es, no puede ser! —exclamó don Manuel despertando de pronto. Nos vio a su alrededor y se aclaró la garganta—. Es un infiltrado —emitió con menos ruido.
El tío Roque se ausentó dos o tres horas para poner en marcha a sus lecheras de Basaon, y otros aldeanos hicieron lo propio. Los rostros de la concentración cambiaban de tiempo en tiempo, iban unos y venían otros, y si regresaban los mismos lo hacían tan lavados, comidos, calentados y descansados que parecían otros. Quienes, por una u otra razón, regresaban fugazmente a sus ámbitos naturales, se convencían de que nada como la bolsa de Oiarzena para disponer de información fresca y abundante. Durante el día, los niños, de vacaciones, rebajaban la atmósfera de drama con su bullicio, y Matías Urondo les había organizado un campeonato de fútbol, con él de árbitro. Hacia el mediodía, un helicóptero se puso a dar vueltas sobre nuestras cabezas.
—Buena señal —dijo el tío Roque—. No saben por dónde anda y lo buscan entre nosotros.
No faltaban allí personas que habían hecho la Guerra, y una de ellas exclamó mirando al cielo:
—¡Traen otra vez a alemanes!
A la una de la tarde apareció Petaca por segunda vez en su Vespa. Salió del camino y rodó sin motor por la campa hasta donde estábamos don Manuel, el tío Roque y yo. Pronto nos vimos rodeados de gente.
—¿Hay algo más?
Petaca negó con la cabeza, pero advertí que seguía haciendo las cosas sin convicción.
—Cambia de asiento, ven a este tronco —le invitó don Manuel.
Petaca no mandaba en su cuerpo, su cerebro se había olvidado de él.
—¿Le has visto? —preguntó el tío Roque.
—¿Eh?
¿Dónde estaba Petaca? No sé por qué se me ocurrió pensar que no hablaría mientras nos rodeara gente. Por suerte, viendo que nada traía el mensajero, el grupo empezó a disgregarse. Como si el tío Roque hubiera tenido mi mismo pensamiento, le repitió la pregunta: «¿Le has visto?».
—No —gruñó Petaca.
—Ahora le corresponde la costa —pronosticó don Manuel.
—Vamos, habla: ¿le han cogido? Estamos preparados para lo peor.
Petaca atendió mi pregunta, nos llegó su no hueco. La circunstancia de que sólo se le oyeran monosílabos temblorosos me convenció de que algo muy grave le había puesto así. Me levanté, lo agarré del jersey, tiré hasta desmontarlo de la moto y me encaré con él.
—Tienes algo dentro…, ¡sácalo de una vez!
Se revolvió y le quité las manos de encima para que pudiera sentarse en el tronco junto al tío Roque. Tardó en hablar un minuto interminable. Don Manuel y el tío Roque, contagiados por mí, también esperaban no sabían qué.
—Juro que nadie se lo pidió. Salió de él. —Petaca levantó el rostro y tropezó con seis ojos apremiantes—. ¡El jodido Kresa! Sólo a un loco se le podía ocurrir. Y es tan cabezota que lo llevará hasta el final. —Bajó otra vez la cabeza y la llevó de izquierda a derecha con los dedos hundidos en sus cabellos—. ¿Cómo se lo voy a decir a ellas? Acabarán sabiéndolo, porque esto nadie lo puede parar, pero yo no me atrevo a decírselo.
Por fin, Kresa, naturalmente. De nuevo le agarré de la ropa.
—¡No te pares, sigue hablando!
—Acaba —le dijo el tío Roque.
—¡Es la hostia, es la hostia! —gemía Petaca. ¡Ojalá nunca hubiera recuperado su convicción en las cosas!—. El final de la carrera es Gernika, adonde ya habrá llegado o estará a punto de llegar.
—¿Gernika? ¿Por qué el final? —exclamé—. ¡No puede ignorar que le estarán esperando allí!
—Lo sabe.
—Entonces, ¿por qué va?, ¿por qué no se desvía?
—Otro viraje de los suyos hacia el interior —dijo don Manuel.
—Ha elegido Gernika, el Árbol. —La voz de Petaca iba tomando cuerpo—. Lo quiso así, nos lo dijo bien claro. Fue cosa suya, nosotros fuimos los primeros sorprendidos. ¡Fue la leche! Nos quedamos sin habla.
—¿Qué es lo que quiso? —exclamé—. ¿Quiénes os quedasteis sin habla?
—Chisssst… Esto sólo es para nosotros y para siempre. Me refiero a que nadie debe saber que yo… Y si os lo cuento es porque no puedo guardármelo, por lo menos para vosotros, porque vosotros sois… —Por primera vez me miró sin reservas—. Quiere que lo maten al pie del Árbol. ¡Esto es lo que quiere!
—¡Dios Bendito! —exclamó don Manuel poniéndose en pie.
El tío Roque tiró hacia abajo de su chaquetón para sentarlo.
—Pero… pero… ¡pero eso es una locura! —pude arrastrar. Me volví al tío Roque—: ¿Has oído? ¡Se dejará matar! —Miré a Petaca—. ¡No, le harían prisionero! Los muertos no hablan y ellos prefieren llevar a sus comisarías a gente a la que puedan sacarle cosas.
—Kresa los esperará con la pipa en la mano y disparándoles —reveló Petaca—. También nos lo dijo, lo tiene todo bien calculado el muy cabrón.
—¡Es una barbaridad! —exclamó don Manuel con menos ruido—. ¡Este país no puede acabar siendo una carnicería! Quizá estéis hablando de otro que no es Kresa.
—Kresa —pronunció sombríamente el tío Roque.
—¿Estabas tú delante? ¿Estás seguro de que era él quien lo dijo? ¿Se lo oíste de sus propios labios? ¿No sería cualquier otro quien propuso esa idea tan descabellada? —Las preguntas convulsas de don Manuel cayeron en el vacío.
—A él también se le ocurrió lo de Benito Muro —dijo Petaca—. Desde hace tiempo queríamos hacer algo gordo, pero nadie sabía qué…
Las cosas no podían seguir tan muertas, ya estaba bien de tener hinchados los cojones y callar… Había que demostrar que los vascos queríamos vivir de pie… Y entonces nos llega de arriba que hay que darle candela al hijoputa de Benito Muro. La idea había sido de Kresa, y la hizo subir. Hablaron. ¿Benito Muro? Bien. Adelante… Pero Kresa tenía algo más. Me lo contaron…
—¡Te lo contaron, no se lo oíste a él! —saltó don Manuel.
—¿Por qué no iba a ser Kresa? Le creo al que me lo contó. ¿Qué tiene Kresa para meterlo en una urna?
—Yo te diré qué tiene: ¡los vascos no…!
—Que acabe Petaca lo que sea —le corté a don Manuel sin contemplaciones.
—Bien, pues Kresa les dijo: «Lo haré yo. Todos tenemos mucho contra él, pero yo más que ninguno». Y lo repitió: «Yo más que ninguno… Si todo sale bien y cuando monten los controles yo ya estoy lejos, me largo y asunto acabado. Pero si me cortan el paso y saben por dónde estoy y me siguen de lejos, me los llevo a Gernika». «¿Y allí qué?», le preguntaron. «Allí les espero». «¿Esperarles? ¿Se te han vuelto de agua los sesos?». «Dejo que me maten. Que vean la pistola en mi mano. No sé si yo también dispararé. Será cosa del último momento. Si no disparo, el efecto será aún mayor», les dijo Kresa. Ellos quisieron saber a qué se refería con eso de el efecto, y Kresa les dijo: «Yo estaría lo más cerca del Árbol y caería como un cordero sacrificado. ¿Por qué desperdiciar una buena oportunidad de tocar el corazón de un pueblo que no acaba de levantarse en masa por nuestra libertad?».
—¡Una inmolación! —exclamó don Manuel poniéndose de nuevo en pie—. ¡Una inmolación! ¡Es sencillamente monstruoso! Supongo que se lo prohibirían…
—Pusieron todos sus cojones para prohibírselo, le dijeron que no necesitábamos mártires a la carta, que ya habíamos empezado a tenerlos de verdad. Pero él no se apeó del burro y a estas horas ya habrá acabado todo… ¡La hostia!
—¿Quiénes pusieron todos sus cojones? —exigí saber, pero Petaca tenía clavados sus ojos húmedos en el cielo.
Como autómatas, dirigimos nuestras miradas a Fabiola y a Flora, a quienes en ese momento sólo las acompañaba Anaconda; la señorita Mercedes debería de tener algo que hacer en su casa, tan abandonada en las últimas horas. Luego caímos en un silencio inoperante. Don Manuel se había vuelto a sentar, y él y el tío Roque no levantaban los ojos del suelo. Es posible que el tío Roque cavilara sobre el modo de soslayar la ley de la sangre que le comprometía a llevar a las dos mujeres la mala nueva; pensaría en ellas como las dos mujeres, no Fabiola y Flora, y menos la una, madre de su hija y la otra, madre de su nieto. En cuanto a nosotros tres, ¿éramos justos silenciando lo que sabíamos a la fiel muchedumbre allí congregada? El correoso movimiento de Petaca al cabalgar su Vespa, anunciarnos sin ilusión «Volveré por aquí» y partir con estruendo vino en nuestra ayuda al entregarnos el espejismo de no haber llegado aún el final. Es lo que hizo levantarse al tío Roque para echar otro vistazo a Basaon. Creo que don Manuel se habría desahogado en voz alta aunque no hubiera tenido a nadie a su alcance:
—¿Es lícito pensar, tras una Guerra como la que vivimos y su interminable posguerra, que no se debe morir ni por la causa más noble? ¿Puede pensar así un vasco con motivos más que sobrados para entregar su vida por nuestra gran causa? Mi pensamiento rechaza toda muerte violenta, incluso la del enemigo. Si he vivido siempre en esto, ¿por qué he de cambiar si la noble causa continúa en mí rechazando la muerte violenta? ¿Sólo un mal vasco puede pensar así? Alguien me debe escuchar, no es único el camino. Del propio Dios proceden dos opciones: de un lado, el no matarás; del otro, la venganza es de Yahvé. Elijo el primer camino. Este chico de Gernika, quienquiera que sea, no tenía que haber matado, no tenía que haber muerto. Que no sea vasco, que no sea Kresa.
De un salto pasé por casa a comer y la madre se empeñó en que llevara un bocadillo de tortilla de patatas a don Manuel; las mujeres son muy sensibles a los supuestos infortunados que viven solos. Don Manuel no rechazó el detalle, pero se limitó a depositar el pequeño envoltorio a su lado en el tronco. Cuando regresó el tío Roque lo hizo con Magda o Madia —un gesto de solidaridad de la sobrina, hermana o simple amiga de Ella, que agradecimos— y parte de su tribu actual: su hijo Pelayo con su mujer, Antonia; su soltera hija Anastasi; el marido de su otra hija, Cenobia, el simple de Manolito, con el hijo de ambos, Caruso, que en realidad no era de Manolito sino del teniente italiano que acampó en las ruinas del fuerte de Arrigúnaga. Sólo quedó en Basaon Cenobia, de lágrimas caudalosas en las desgracias. La aparición de tanto Altube impregnó el entorno de Oiarzena de un clima de velatorio anticipado, y ello se debería al tío Roque, al dar por consumada la muerte de Kresa y comunicarla a los suyos. Como, en realidad, era inminente el fatal desenlace de la carrera, el exiguo tiempo que distanciaba al grupo pequeño del mayor resultaba prácticamente inexistente y el velatorio pudo considerarse como unánimemente empezado.
Ninguna de las noticias que fueron llegando a lo largo de la tarde destacaba a Gernika sobre cualquier otro punto de la carrera dejado atrás, de modo que al saberse que lo había rebasado, únicamente don Manuel, el tío Roque y yo respiramos con alivio (me pareció advertir que el clan del tío Roque le miró como reprochándole: «¿Qué nos has contado tú?»); el gran grupo de ignorantes lo tuvo por una etapa más.
—Gracias a Dios, ha cambiado de idea, lo ha pensado mejor —emitió quedamente don Manuel para el tío Roque y para mí. Volvíamos a estar los tres sentados en el tronco—. En adelante, ya no habrá carrera, sólo búsqueda. Quiero decir que dejará de hacer de liebre y se ocultará, buscará refugio en alguna cueva o casa de confianza, y el trabajo de los podencos será otro.
Pero todo seguía siendo dudas e interrogantes.
—¿Qué le ha hecho cambiar? —añadió don Manuel—. Naturalmente, suponiendo que la decisión de inmolarse no fuera un invento del imprevisible Petaca…
—Lo único que importa es que ha superado Gernika y sigue vivo —dije.
—El sabrá burlarlos —dijo el tío Roque con el ánimo levantado.
—¿Qué le ha hecho desistir? —prosiguió, obsesionado, don Manuel—. Cuanto más lo pienso menos me fío de Petaca. ¡Con qué temeraria seguridad metió a Kresa en todo esto! Ese chico que huye cambió de planes en plena marcha. Bien. Alguna vez sabremos por qué lo hizo. No cabe en el carácter serio de Kresa dar virajes tan inesperados. ¿Qué demonios le ocurrió a ese chico en el último momento? Aunque todavía estamos pendientes del nuevo informe de Petaca…
—Eso es lo de menos —dije.
—Por el contrario, sospecho que ahí puede estar la clave —insistió don Manuel.
Oímos el motor de la Vespa muy pasadas las ocho de aquella tarde. Para cuando llegó a nosotros ya se había producido un espeso desplazamiento y nos envolvía la multitud. Esta vez, Fabiola y Flora traspasaron sus arbustos y se acercaron en compañía de la señorita Mercedes y de Anaconda.
—Ni siquiera pisó Gernika —fueron las primeras palabras de Petaca. Su rostro era un primer plano de confusión—. Se largó de la ría y de la costa y ahora los controles andan por Durango. ¡Es la hostia!
—¿Le has visto, le has visto la cara? —preguntó don Manuel.
—¿La cara? ¡Qué coño le voy a ver la cara! ¡No le he visto ni el culo!
—Entonces resulta razonable pensar que no sea Kresa —dijo don Manuel mirando a Fabiola y a Flora y acabando en el tío Roque, pues en honor de los tres habían sido pronunciadas esas palabras—, aún es razonable pensarlo.
—Si no es él, será otro —salió una voz de entre la muchedumbre.
—Sí, claro —dijo don Manuel entre dos toses.
—La galopada que lleva desde hace más de dos días no lo aguantaría otro. —Matías se había acercado a don Manuel para decir aquello con la expresión entre compungida y orgullosa—. Conozco a mi hijo y sé de lo que es capaz. Su pecho es pura roca. Yo mismo lo entrenaba. Ninguno le llega a la suela del zapato.
—Sí, bueno, ya te hemos oído, pero no hables alto, que no te oigan ellas —le pidió don Manuel—. Yo seguiré con mis dudas. Sí que es sorprendente la resistencia de ese chico, aunque nuestra tierra es dada a esas fortalezas.
—No le entiendo a usted, maestro… ¿Quiere decir que hay más como mi hijo? ¡Qué más quisiera yo ahora! Soy su padre. ¡Qué más quisiera yo que esto fuera una lotería entre muchos como él!
Don Manuel se volvió hacia Petaca.
—¿Has mencionado Durango? ¿Qué se propone, pues, ahora?
—¡Nadie lo sabe, seguro que ellos tampoco! ¡Nadie! ¿Y Kresa? ¿Lo sabe él? ¡El muy jodido se ha vuelto loco! ¡Host…!
Ellos, ellos…
—¡Cierra esa bocaza! —le ordenó don Manuel como si aún lo tuviera de párvulo en su escuela—. Que no oigamos aquí ninguna barbaridad más de las tuyas. Vivimos momentos sagrados. Es como si estuviéramos en la iglesia.
—Sí, soy un jodido carretero —murmuró Petaca golpeándose la cabeza con el puño.
—Dejó atrás Gernika… ¿Qué tiene ahora en la cabeza ese chico? —prosiguió don Manuel—. Ha de ser algo muy importante… Primero eligió Gernika y ahora elige esto… ¿Por qué no desaparece de todos, amigos y enemigos, como haría cualquiera en su situación?… Creo que nos falta una señal de su nuevo plan…, si es que lo tiene.
Petaca se sentó en el borde del sillín de su Vespa.
—Arrastra a los guardias de una punta a otra —dijo—, nunca saben por dónde les va a salir. No hay controles que le paren.
—¿Y si esta nueva meta fuera el santuario de Urkiola? —apunté.
—Si aún trata de inmolarse, Urkiola no le ofrece lo que busca: audiencia, no recato —opinó don Manuel.
—¿Y el propio Durango, también ciudad mártir como Gernika? Aunque no tiene Árbol…
En medio de un cruce de atolondradas posibilidades, llegaron dos adolescentes con la lengua fuera.
—¡Acaba de decirnos un cartero que están poniendo controles en Mungia!
—¡De nuevo la costa! —exclamó don Manuel—. Su siguiente rumbo será hacia el interior…, pero ya no le queda mucho interior. Ante un mapa veríamos que enseguida se topa con la otra costa, es decir, la nuestra… Esta vez no se trata de costas comprendiendo mares sino tierras.
Durante las tres horas siguientes Petaca hizo cuatro viajes; las distancias se habían reducido considerablemente. Sus noticias hablaban de controles en Gatika, Butrón, Laukiniz, Urduliz…, una incuestionable dirección hacia Getxo. A don Manuel le quemaba el suelo bajo los pies, fue el único de nosotros que permaneció esas tres horas sin sentarse una sola vez, yendo y viniendo de continuo en un espacio de diez metros cuadrados y dejando oír murmullos que se le desprendían de sus propios pensamientos: «Es increíble… No me atrevo a pensarlo… Sería terrible, ¡pero tan terrible como simple!… Tan difícil de aceptar por nuestras mentes herrumbrosamente tradicionales… ¿Podríamos asumir algo tan sinceramente pensado, expresado, escenificado?… ¿Se dirige a su propia intimidad o a la nuestra?… Sin duda, a su intimidad… Se trata nada menos que de la sustitución de un mundo por otro…». Y cuando Petaca, en el que sería su último viaje, nos trajo que ya había controles en Berango, don Manuel habló en un aparte con Fabiola, Flora, la señorita Mercedes y Anaconda y casi las devolvió a empujones tras sus arbustos, regresando para decirnos al tío Roque y a mí:
—Espero que esas mujeres aún no hayan comprendido nada, o no todo, pero su sitio es Oiarzena. En cuanto a vosotros, no me atrevo a pediros que me acompañéis. Será duro, pero habrá que estar allí. —Su mirada danzante se aquietó por primera vez en mucho rato, se petrificó más bien, para afirmarnos—: Es Kresa. Sólo a él me lo puedo imaginar haciendo algo tan… tan distinto, tan nuevo entre nosotros… ¿Tan valiente? En todo caso, estrictamente íntimo, nada parecido a lo de Gernika… Sin duda, es Kresa. No lo creí, naturalmente…, o no me atreví a creerlo.
—Kresa —repitió el tío Roque.
—¿Cómo, de pronto, está seguro de que es él? —le disparé.
—No hay otro que… —empezó, pero se puso en marcha sin añadir nada más.
El tío Roque y yo nos miramos. El tío Roque se pasó la manaza por su rostro y se volvió hacia su tribu.
—A casa —les ordenó, o poco menos, con una aparente seguridad que contrastaba con la confusión de su mirada. Y yo me preguntaba lo mismo: «¿Debíamos seguir a don Manuel, debíamos fiarnos de él?».
—Eludirá el control de Berango —le oíamos— desviándose por Las Arenas, o se abrirá más por Erandio, y si hace falta regresará a la ría y les obligará a ellos también a cruzarla, y habrán de ganarse sobradamente el sueldo danzando por los montes de las minas hasta que el chico encuentre el nuevo resquicio y regrese a esta margen derecha aunque sea cruzando El Abra exterior a nado…
—Sería una locura, no tiene los brazos tan fuertes como las piernas —dije.
—¿Y qué es todo esto sino una locura insoportable? —exclamó don Manuel—. Pero, de un modo u otro, vendrá, vendrá…
—¿Adónde quiere usted que vayamos? —preguntó por fin el tío Roque.
Hasta él mismo se dio cuenta de que la pregunta podía haber sido otra que buscara la misma respuesta: «¿Adonde quiere venir Kresa?». Ambos aguardamos con angustia, pero el silencio de don Manuel se prolongó durante demasiados segundos. Nos miraba a uno y a otro; no, no se había desentendido de la respuesta. Esperaba. Nosotros estábamos esperando algo de él, pero él también de nosotros.
—La playa —salté, ante mi propio asombro.
Sin mostrar ninguno, él nos apremió para que le siguiéramos. Nos deslizamos por entre los grupos como simples paseantes, tratando de ocultar qué nos movía. Luego recorrimos con celeridad aquella parte de Getxo camino de la costa. El tío Roque, con sus más de noventa años a cuestas, y don Manuel, con sus setenta y cinco, respiraban con fragor de fuelles atascados. Me puse a proa de la marcha para reducirla. «Sí, la playa, pero ¿qué más? ¿Qué pretendía Kresa hacer en ella?». Me volví hacia don Manuel sin interrumpir el avance.
—¿Inmolarse?
—Ya dije que todo esto es una locura —gimió—. Todo señala algo así. ¿Qué otra cosa podría ser?… ¡Demonios infernales!
Ya era de noche. El Faro de La Galea lanzaba los destellos y pausas a que se comprometió en la última Internacional de Faros. Pensé: «Lo que pudo haber tenido algún sentido en Gernika…».
—¿Por qué en la playa?
—Déjame, bastante tengo con aguantar en pie sin ahogarme.
—¿Por qué en la playa?
—Estoy pensando. Es difícil llegar a tocar las razones de una locura y, menos, asumirlas. De dos locuras. Antes, la de Gernika, y ahora, ésta. Estoy centrado en ésta. Aún no puedo creer en lo que estoy vislumbrando.
—Su playa —dijo el tío Roque—. Ha pasado más tiempo de su vida dentro de esta playa que fuera.
—Justamente. Su playa —dijo don Manuel—. No una playa cualquiera sino ésta, la de Arrigúnaga… ¡Es evidente que quiere llegar a su Arrigúnaga! ¿Por qué no ha elegido cualquier otro lugar para hacer lo que sea? En nuestra tierra hay mil lugares…
—Sólo los elefantes regresan a su cementerio a morir. Eso dicen. Y Kresa no es un elefante ni esta playa es un cementerio —comenté de mal humor—. Y dando por sentado que sea Kresa, cuando a lo mejor no lo es.
—Es Kresa.
—¡Ni playas ni playos! Pondrá rumbo a Santander —dijo el tío Roque.
Es lo que ardientemente deseábamos… ¿los tres? A don Manuel parecía preocuparle más la localización de la pieza que le faltaba. Oímos pasos a nuestra espalda. A la luz de la luna vimos que, a respetable distancia, nos seguían ocho personas.
—¿Por qué íbamos a ser nosotros los únicos en sospechar que el final de la carrera sería esta playa? —dijo don Manuel—. Con el mérito añadido, en su caso, de que ignoraban lo que se preparaba en Gernika. ¿O simplemente nos han seguido? —Al detenernos, ellos también se detuvieron—. Lo que se avecina será duro, insoportable. Debemos evitar una reacción popular en defensa del chico, que sería tan sangrienta como inútil. ¿Qué número de guardias andará en esto? No menos de cien, quizá doscientos, y perfectamente armados. Todo un ejército, que esta vez ni siquiera necesitará de la aviación contra indefensos aldeanos… Sin duda, tras estos vecinos que nos siguen vendrían más, muchos, todos.
—¿No buscó antes ese huido una inmolación pública en Gernika? —le recordé.
—Sí, es lo que buscó antes. Pero pienso que lo de ahora es distinto… Para empezar, ha elegido la noche. Hubiera podido distraer a sus perseguidores hasta la llegada del nuevo día, pero no lo ha hecho. Va anunciando tan limpiamente su meta que por fuerza hemos de entenderlo así. Quiere intimidad… Y, ¡maldita sea!, que nadie me pregunte por qué la quiere.
Don Manuel retrocedió sobre sus pasos hasta reunirse con el grupo. No oímos de qué les habló, qué le contestaron ellos.
—No está bien lo que hacemos, es como ir a enterrar a un muerto por el que ya no se puede hacer nada —murmuró el tío Roque. Y añadió con la voz aún más ronca—: Pero él está vivo y no hacemos nada.
Yo rechazaba igualmente la resignada fatalidad de don Manuel, pero ¿qué otra cosa cabía hacer?
—Sólo nos queda mirar, si nos queda algo de valor —envié con desesperación al tío Roque—. Mirar como tontos.
—Así es —apenas le oí.
—Él también lo mirará, pero no como nosotros. Don Manuel lo mirará como el último episodio a incluir en su crónica particular de Getxo. Lo conozco bien. Su modo de tomarse las cosas es poco humano.
El tío Roque se volvió hacia mí y yo sostuve malamente su mirada.
—Unos y otros, parecidos —murmuró—. Mejor si corremos todos a casa a meter la cabeza bajo la manta o nos tiramos Galea abajo.
Le vi dispuesto a realizar algún movimiento impensado, pero entonces volvió don Manuel.
—Les he convencido de que regresen todos a Oiarzena y sigan esperando noticias, esta vez nuestras. Que den calor a la madre y a la abuela. No les costó creerme que habría tiros y que si los guardias descubrían a montones de gente en las fronteras de la playa pensarían que estaban para hacer de escudo y organizarían una escabechina. Gracias a Dios, tuvieron la sensatez de creerme.
—Yo también me voy —anunció el tío Roque—. No quiero dar un solo paso más hacia la playa. Si lo mataran ahora mismo ante mis narices, lo aguantaría. Pero dar pasos para ir a un circo es otra cosa.
Tenía razón, era otra cosa, era lo que don Manuel y yo haríamos sin ningún reparo. Supongo que Kresa —¿era Kresa el que venía?— también llevaba algo de mi sangre. La diferencia estaba en que sería una porción ridícula, y, sobre todo, en que yo no había movido un dedo para traerlo al mundo y el tío Roque sí, por muy lejano que estuviera ya su desahogo o lo que fuera. Se retiró, sin más, con el rostro contraído para vencer la emoción y una despedida en el aire con la mano, y don Manuel y yo descubrimos que nos quedábamos muy aliviados. Fue como sentirnos descargados de las propias Fabiola y Flora.
A los pocos minutos de reanudar la marcha, le dije:
—Quizá no sea Kresa y la retirada del tío Roque fue innecesaria.
—Me gustaría equivocarme.
—A todos nos gustaría equivocarnos hoy, también al tío Roque. Pero se largó con las lágrimas a punto.
—Al final siempre nos sale al encuentro nuestro pasado.
—Kresa o no Kresa, alguien desea vivir un acto íntimo. Usted lo dijo. Al parecer, los guardias y sus balas le son imprescindibles, no nosotros. ¿Qué hacemos aquí?
Don Manuel no detuvo ni una fracción de segundo sus pasos incesantes para repetir:
—¿Qué hacemos aquí nosotros, Asier?
Pisamos el arranque de la meseta de La Galea y nos detuvimos en el mismo borde del acantilado, encima del extremo de la playa que llamamos Kobo. Una blanca luz de muertos nos mostraba la vida nocturna del escenario familiar. La mar era un plato y sus encuentros con la arena parecían roces de labios. Estando a media marea —ignoro si ascendente o descendente—, hallábase al descubierto la mitad de las peñas de Eskarrakarramarro. A pesar del silencio, de que nada se movía allá abajo, ni en la playa ni en sus inmediaciones, nos tendimos en un claro de la árgoma con el pecho contra la yerba.
—Nada, nada, nada… —oí a don Manuel. Había cruzado sus brazos, formando una almohada, y hundido la cara en ellos.
—¿Eh? —Su voz me había llegado como un indescifrable resoplido—. Si la vieja conclusión de que «nada se puede hacer» ha debido aplicarse en infinitas ocasiones, en ninguna con mayor desaliento que en ésta. Pues no sólo se trata de un hijo de Getxo por el que nada podemos hacer, sino que él mismo nos impide toda intervención. Así quiso que fuera en Gernika y así lo quiere aquí. Sólo ha cambiado el lugar, el propósito originario continúa inalterable. Pero ¿qué sentido tiene inmolarse en la playa y de noche? Éste es el enigmático punto oscuro de la cuestión… Requiero tu ayuda, Asier, que avances a mi lado en esta investigación.
Aunque estábamos el uno junto al otro, casi tocándose nuestros cuerpos, don Manuel no me sentía a su lado. Su actitud me sacaba de quicio. Le apiné centrado obsesivamente en ese punto oscuro, soslayando lo básico: si asistiríamos o no a la consumación de la caza de un hombre, y si este hombre sería o no Kresa. Don Manuel estaba convencido de que sí sería, y es posible que yo también, pero el ocuparse en aquellos momentos de puerilidades —así las consideré entonces— lo tuve, sí, por escasamente humano.
—¿Aún no se ve o se oye nada a lo lejos? —musitó.
Aquel universo estancado que nos envolvía empezó a hacer mella en mí. Serían las doce y permanecíamos como dos memos esperando lo que acaso ni siquiera don Manuel esperaba ya, mas clavado allí por no perder contacto con su hipotético punto oscuro; apostados en aquella excelente atalaya: de haber estado armados de prismáticos habríamos parecido vigilantes de parejas amorosas. Las dos horas que precedieron a las doce y las tres siguientes estuvieron salpicadas de consideraciones suyas, fogonazos de frases extraídas de un discurso que parecía discurrir con tortuosa obstinación en su cabeza:
—¿Qué vio, oyó o pensó repentinamente que le hizo cambiar de proyecto?… ¿Cuál fue la poderosa fuerza capaz de convertirlo en otro hombre?… Si la elección del Árbol para caer muerto a sus pies significaba su adhesión a un determinado mundo, ¿podemos atrevernos a mencionar un cambio de mundo?…
De tarde en tarde yo cortaba su chorro:
—¿Y si el abandono de Gernika se debió simplemente a controles policiales cerrándole el paso?
—¿Por qué no me ayudas, Asier? —me llegaba de él.
—Estoy aquí, esperando. ¿Qué más puedo hacer?
—¿Crees que ahí acaba todo? Le dispararán, caerá sobre la arena y nosotros lo lloraremos por siempre. ¿Y luego?, ¿y luego? Piensa…
—¿Pensar?
—Piensa y habla. No me dejes solo.
—¿Hablar?
Él lo hacía por los dos. De nuestra primera postura acostados sobre la yerba cambiamos a mirar al cielo, y después… A lo largo de las cinco horas creo que agotamos todas las acomodaciones para nuestros cuerpos. Lo curioso era que don Manuel jamás hacía el primer movimiento, secundaba mis iniciativas, sus huesos de anciano parecían aguantar mejor que los míos.
Finalmente nos sentamos. Me dijo:
—Su nuevo plan de ningún modo puede hallarse a la altura del de Gernika… ¡Su carga, Asier, su inmensa carga de nacionalismo! No te pido que lo sientas, sólo que lo comprendas. ¿Nos comprendes, Asier?
¿Cómo le iba a decir que no a sus setenta y cinco años? ¿Y cómo no les iba a comprender a todos ellos al cabo de más de cuarenta y cinco años de tratarlos con mi mejor voluntad? Sin embargo, entonces, don Manuel no me estaba reclamando eso, algo que ya sabía y que en modo alguno se le habría olvidado. No, no exigía eso de mí. Esta vez no me senté a su costado sino enfrente, buscando leer en su rostro la clase de zozobra que le malparaba.
—Claro que les comprendo —le aseguré—, aunque constituyen el alimento más viejo de la insolidaridad universal… ¿Qué ha tomado Kresa como sustituto de lo que no puede expresarse con palabras?
Don Manuel descartó lo primero y se conmovió con lo segundo. Pero ni aun así su rostro dejó de reflejar zozobra.
—Gracias, gracias, Asier. Te lo confesaré: que nadie me pida objetividad, estoy demasiado metido en eso nuestro.
—Siempre lo ha estado.
—Oh, sí, naturalmente, ¿acaso podía ser de otro modo? Y estoy orgulloso de haber estado y de estar. No, no puedo ser objetivo.
—Parece que se lamenta de ello en esta ocasión.
Movió pesadamente la cabeza de un lado a otro.
—Es que esto es nuevo —susurró.
—¿Cómo sabe que es nuevo si ni usted ni yo sabemos lo que es…? ¿O lo sabe?
Sus ojos quedaron petrificados sobre mí como dos cristales. Nunca me inspiró don Manuel tanta lástima como en ese momento, que aún ignoro cuánto se prolongó, siquiera si tuvo la más mínima prolongación, pues dos hechos simultáneos me arrastraron como un vendaval: un estruendo lejano de motores y la irrupción en la playa de una figura humana. Aunque quizá fue primero el estruendo anunciándome el comienzo de la representación, y pude volverme y acomodarme. La figura corría desde el centro de la playa hacia Kobo, es decir, hacia nosotros, y todo indicaba que había descendido del monte del otro extremo y salvado ya media playa, de modo que fue el silencio de su carrera lo que le arrebató el privilegio de anunciar el comienzo del drama. El estruendo de los motores también se acercaba. Me froté los ojos, echándolos materialmente por encima de la última línea de árgomas. Hube de esperar aún más. La figura había empezado a despojarse de la ropa. Su fuerte estructura, el titánico pecho…
—Es Kresa —se me adelantó don Manuel. Lo descubrí a mi lado y en mi misma postura. No fue su vista, ya muy deficiente, la que le había informado, sino su ciega seguridad de que era él. Lo que sí oyó fueron los motores.
—Ahí vienen ésos.
Kresa había quedado desnudo. No como para bañarse, su ropa reducida a un pantaloncito, sino enteramente en pelotas.
—Oiarzena —pronuncié.
—¿Qué? —exclamó don Manuel.
De haberlo visto desnudo habría comprendido. Kresa se bañaba en la mar entre fuertes alaridos.
—¿Qué hace? —preguntó don Manuel.
—Se baña y parece que el agua está fría.
Me gustó pensar que se trataba de la reacción habitual, y así sus gritos habrían concluido pronto. Aunque los guardias no necesitaron ayuda para localizarlo. Los faros de sus jeeps ya descendían la carretera central en el momento en que Kresa emergía del agua. Le oí cantar, y también don Manuel.
—¿Qué canta? —me preguntó.
—No sé.
Cuando los faros de los jeeps llegaron a los tamarises de la espalda de la playa, se alinearon, y los caños de luz convirtieron a Kresa en la criatura más desvalida del mundo. El silencio de la noche apenas fue alterado por los dum-dum de las metralletas. Cuando el rostro de don Manuel se abandonó a la gravedad de la tierra, esta vez no acabó su caída en la almohada de sus brazos cruzados sino en un tapiz de yerba y árgoma.
Entonces comprendí que me había estado pidiendo que dijese lo que él no se atrevía a pensar.
—Su patria no era la jodida Euskadi sino esta jodida playa, Arrigúnaga. Lo descubrió en plena galopada. ¡Quién sabe qué conmociones tocaron lo más profundo de su ser! Sintió que su patria era este humilde rincón del mundo al que tanto debía por haber recibido tanto de él. Antes, el mensaje se lo habían transmitido las voces de la tribu; ahora, nadie le habló. Se libró de las viejas ataduras. Y pienso que, en este segundo tramo de su carrera de liberación, ni una sola vez se le ocurrió llamar patria a esta playa que le formó y le permitió ser él mismo…
—Calla, blasfemo.
—¿No me pidió usted que fueran mis palabras las que proclamaran todo esto?
—Sí, pero ¿por qué no lo dices todo?
—¿Todo?
—Sí, que Kresa, en las últimas horas, fue otro jodido anarquista como tú.
Don Manuel alzó su rostro. La espinosa vegetación había marcado en él una máscara que me estremeció.