ASIER ALTUBE

Exigía ver con sus propios ojos a otro como él, otro topo que hubiera salido al mundo y siguiera vivo, así que me dediqué a buscarlo. Aunque estábamos en 1961, una noticia semejante no aparecería en los periódicos, por lógico silencio del interesado. De hecho, en los únicos dos casos que llegaron a mis oídos, los pobres hombres ya habían fallecido —de muerte natural—, uno a los ocho meses y el otro a los tres años de su salida del agujero. Al parecer, no les sentó nada bien el reencuentro con la libertad. Obsérvese que hubieron de creer, ellos y los suyos, hallarse a salvo de todo peligro para que se conocieran sus casos. ¿Habría alguno más viviendo su difícil libertad? ¿Dónde estaba?

Al tratarse de sucesos escondidos, sus radiaciones serían cortas, por lo que habría que tocar muchos centros. No sé por qué, en principio, descarté las ciudades; quizá porque los únicos topos de que tenía noticia —los dos míos— eran de aldea, de campo, de caserío, escenario que ni pintado para enterramientos clandestinos de toda clase. Molesté a lejanos Altube, algunos vistos por primera vez, y en el segundo año de viajes, contactos y «¿Tenéis noticias de alguien que…?», en la profunda Arrazola, al pie del Amboto, me hablaron de uno de esos resucitados. Hacía vida normal desde hacía un año. Y le vi: pequeño, aún pálido, mirar escaldado y la característica voz mortecina de los de la especie. Se llamaba Domiku. Mi pariente Altube explicó, a él y a la familia, la razón de mi presencia, y yo entré en más detalles, y las primeras palabras que oí a Domiku fueron: «Pues no», y una mujer de su clan añadió, por si no habíamos recogido la tenue brisa de sus labios: «Que dice que no». Insistí, expuse que si él había dado por concluido su cautiverio, otro gudari como él prolongaba inútilmente el suyo y sólo le haría cambiar la visita que le hiciese. «Le dices que salga sin miedo, se lo dices de mi parte», silbó Domiku. «No me creerá que he hablado contigo. Necesita verte y que tú le hables», le aseguré. No hubo manera. No fue insolidaridad, fue miedo a distanciarse del útero en el que estuvo enroscado más tiempo que en el de su madre, él, que decía no tener miedo.

Durante una semana le di vueltas al asunto, y finalmente recurrí a don Manuel, a la rápida impresión que solía producir de buena persona, con el añadido de su calidad de maestro y de su boina. Aún no sabía nada de mis entrevistas con Cosme Jauregui; porque ya habían sido varias, no menos de siete u ocho en aquellos dos años: me apostaba de noche en el mismo hueco entre arbustos y allí lo encontraba o pronto salía a recibirme. «Estoy en ello, encontraré a uno que se haya atrevido a salir…», le decía yo, «… y no lo hayan liquidado», puntualizaba él. «Eso ya pasó, no te preocupes». «Yo no, él se tiene que preocupar, que sale al sol y le verán los falangistas». «Te traeré a uno con la sonrisa de oreja a oreja». Le leía en su cara que no quería salir, que deseaba el fracaso de mis pesquisas. Y es posible que ya no se tratara de miedo sino de haber tomado postura al cabo de más de veinticinco años.

—Supongo que Nerea no sabe nada —le decía yo también.

—Nada —me juraba él.

—Por lo que más quieras, que no se entere de que andamos a sus espaldas. No sabemos cómo lo tomaría.

—Mal. Y no lo digo porque no quiera casarse contigo…

Estoy seguro de que se refería a lo mismo, a la acomodación a una postura, pero no quise ahondar en ello. Desde el descansillo de su puerta, don Manuel me invitó a subir. En los breves segundos en que permanecimos frente a frente rememoramos en un estallido todo nuestro pasado particular —él también, estoy seguro—, y el desdibujamiento de mi rencor lo atribuí a la premura del negocio que me traía. Me pasó a su pequeño cuarto de trabajo y lo solté:

—Cosme está en Jauregui.

No habría pronunciado con menos solemnidad un «Dios existe». Don Manuel no se inmutó, ni siquiera con un gesto criticó mi vieja incredulidad. ¿Qué había ocurrido, ahora, para que creyera? Leí en sus ojos la pregunta.

—He hablado con él… —empecé.

—Ah —silbó.

Estaba sentado a su mesa llena de libros y carpetas, de lado a ella y frente a mí, también sentado en la pequeña silla sin pintar que no ocupaba por primera vez. Sólo al concluir la visita y regresar a la calle advertiría yo el desarreglo que imperaba en aquel cuarto y en aquella casa ya sin Agustina.

—Yo también tengo algo para ti —me dijo de pronto—. Otro topo. Pero el mío no saldrá nunca, será topo para siempre.

El asombro me dejó mudo. Él lo comprendió con una triste sonrisa.

—Moisés Baskardo. Murió hace dos meses, pero nadie lo sabe porque no fue enterrado en el panteón de la familia. Ellas me llamaron. «Estábamos sentadas con él bajo la parra y nos anunció que iba a morirse. Sin más, como el que va a dar un paseo», me contó Fabiola. «No digas tonterías», le dije. «Pero una hora después ya lo teníamos muerto. Sentado donde estaba, sólo la barbilla caída. Habló antes: no quería ser enterrado en el panteón sino junto a Adolfo. Mi hija y yo nos quedamos de piedra mirándonos. ¡Martxel había dejado de ser Jaso y ello anunciaría la inminencia de su final! Para estar seguras le recordamos que ama descansaba en el panteón. Y él nos contestó: “Por eso”. Florita y yo llorábamos a moco tendido… Y ahora, don Manuel, le preguntamos a usted qué hacemos». Bueno, yo me atreví a recordarles que ya tenían hecho algo parecido. «Sí, sí», replicó Fabiola, «pero era otro tiempo, al pobre Adolfo lo mataron los bárbaros y enterrándolo aquí era una forma de seguir protegiéndolo. En cualquier caso, deseé vivamente hacerlo». Entonces les pregunté si con Moisés lo deseaban también. «¡Con toda nuestra alma!», saltaron las dos en lo que pareció un coro ensayado. «Pues adelante», les animé. «Nadie lo sabrá, por supuesto. Tenemos la tranquilidad de que nadie le echará en falta… ¿Quieren que les ayude a abrir el… el…?». Se bastaban solas. «Es algo muy personal, compréndalo usted», y no querían comprometerme, «aunque ya lo hemos hecho pidiéndole casi su permiso. Además, en este caso, necesitábamos su apoyo moral para faltar a ama. Gracias». La despedida de Flora fue la clausura emocionada de una vida: «¿Sabe cuáles fueron las últimas palabras que salieron de aquellos labios asombrados?: “Soy Moisés. ¿Qué os parece?”».

Luego carraspeó y quiso saber:

—¿Cómo ha sido lo tuyo? Quizá te lo ha revelado Nerea…

—Yo mismo le sorprendí como a una rata en su madriguera. Y eso es lo que es, una rata.

—Es una víctima de las más infortunadas… Dios mío, ¿qué aspecto tiene?

—No sé, como todo el mundo.

—Lo que él ha pasado no lo pasa todo el mundo… ¡Pobre chico!

—Ya no es un chico, es un viejo de más de cincuenta años que le ha tomado gusto al agujero.

—Lo mejor será dejarle donde está, olvidarlo…, y nosotros seguir con las bocas cerradas.

Entonces le informé de mi programa, de todo él. Sacó un pañuelo del bolsillo de su chaqueta de pana y se lo pasó por los labios.

—Será un terremoto en el pueblo… ¿Favorecerá esto a Cosme? —carraspeó.

Era insufrible.

—Usted perdería el último rastro de su Guerra. ¿Es lo que le preocupa?

—No te ensañes conmigo.

—¿Me ayudará?

Viajamos un domingo. Bajamos del tren en Apatamonasterio y fuimos a pie hacia el Amboto, llegando a Arrazola a media tarde.

—¿Traes refuerzos para sacarme? —fue el saludo de Domiku.

Estaba de buen humor, y por alguna palabra suya de la conversación que siguió descubrí que abrigaba una lejana curiosidad por ver al otro topo, pero corta para vencer su miedo o lo que fuera. «¿Cómo se llama?», preguntó, por ejemplo. Habría yo de admitir que la presencia de don Manuel resultó determinante, en especial la frase que, al parecer, le llevó a confiar plenamente en aquel viejo alto y flaco, tristón, de mirada transparente y a punto de jubilarse de maestro de Algorta… según se le informó puntualmente a Domiku.

—Tanto Asier como yo sabíamos desde hace años que el chico…, el hombre…, estaba allí, y le dejamos estar.

Tal fue la frase que obró el milagro.

—Y vosotros, chitón, nadie más lo supo, ¿eh? —quiso saber Domiku abriendo mucho los ojos.

—Nadie —solemnizó don Manuel—. Y no sólo eso: ya antes, Asier también sabía que en el mismo caserío se escondía Ismael, hermano de Cosme, fallecido sin conocer la libertad, desgracia de la que debemos salvar a Cosme.

—Sí, sí… —asintió Domiku, afirmaciones al aire que podrían no significar nada.

—Seguro que lo comprendes, entre colegas no hay secretos: a ti también te asaltarían los miedos antes de salir —dijo don Manuel.

—Cinco años nos costó quitarle las telarañas de la cabeza —confesó una de las mujeres.

A continuación don Manuel lidió con un punto que yo no había tenido en cuenta:

—Todo esto lo estamos llevando en secreto, incluso en secreto para la propia familia de Cosme. Es preciso, pues, entrevistarnos con él de noche. De modo que…, ejem…, habrás de pasar una noche en Getxo. Dormirás en mi casa.

Aquello convulsionó un poco a la familia. Se miraron entre sí y a Domiku le entró un tembleque en el brazo izquierdo.

—¿No dormir en mi casa? —se amedrentó.

—Todavía no puede ni mear fuera del caserío —nos reveló la misma mujer—. Si está en la tasca del pueblo y le entran ganas, vuelve a casa.

—Sí —confirmó Domiku.

—Eso se arregla viajando, y cuanto más lejos, mejor —le envió don Manuel en uno de sus escasos rasgos de brío. La verdad es que había tomado el asunto con ganas, y era de agradecer—. ¿No emigran los vascos a América sin mayores aspavientos? Este viaje sólo sería a Getxo, a un paso.

Con un último «Sí» Domiku aceptó la gran prueba, suspirando que lo hacía «por ese gudari más chocholo que yo».

Le concedimos una semana para tranquilizarse y lo recogimos el domingo siguiente. Mientras esperábamos los tres en casa de don Manuel a que cayera la noche, se le indicó qué puerta del pasillo era la del retrete. «Vas, te encierras y cierras los ojos», le aleccionó don Manuel. Domiku salió abrochándose la bragueta y con una sonrisa de incredulidad.

A eso de las doce y en completo silencio, salimos los tres del portal, y a los seis pasos ya bajábamos por la carretera de la playa. Casi al final, a la izquierda, estaba Jauregui. Lo rodeamos siguiendo la frontera de arbustos y me detuve en el punto de siempre. Aunque era junio, subía humedad de la playa. Don Manuel había prestado a nuestra visita uno de sus chaquetones. Tras una hora de espera, sentados sobre la yerba, Domiku dijo:

—Ése no viene, se ha asustado al vernos a los tres. Yo haría lo mismo.

—Los topos no formáis una nueva especie de hombres con idénticos comportamientos —susurró don Manuel.

—Apuesto a que está más cerca de lo que imaginamos, vigilándonos —intervine yo, me puse en pie y ellos me imitaron—. Le ayudaré. —Más tarde me sentiría ridículo por haber hecho bocina con las manos—. Tranquilo, Cosme, tranquilo —le envié sin mucha voz—. Son dos amigos.

Surgió en la noche casi de inmediato, lo habíamos tenido a tres metros. Traía la escopeta a media altura.

—Me acompañan don Manuel, ya sabes, el maestro, y el que te prometí traer —le dije, supongo que llevándole la tranquilidad.

—Que hable —exigió Cosme.

Toqué a Domiku en el brazo.

—Habla —le pedí.

—¿Qué digo?

—Dile quién eres y de dónde eres.

Domiku se aclaró la garganta y vertió con su soplo de tísico:

—Soy Domiku Iturregui, de Arrazola. Éstos me han traído para…

Le tapé la boca con la mano. Sin una pausa, oímos a Cosme: «Bueno», y se acercó con la escopeta ya relajada. Los topos no compondrían una especie, pero sí les hermanaban sus gargantas enmohecidas.

—Así que Domiku… —murmuró Cosme.

Habían quedado frente a frente y se observaban, pero fue Domiku quien desbordó una irrefrenable fascinación por Cosme: le palpó la cara, las orejas, la frente, el pelo, la barba sin afeitar, las ropas, repitiendo: «¿Así era yo?». Cosme le dejó hacer, estupefacto, sin comprender que él había compartido cautiverio con un alma gemela en quien mirarse y el otro no.

—Cosme Jauregui… Cosme Jauregui… —nos llegaba a intervalos la voz pasmada de don Manuel al ver a quien no había visto en veintitrés años.

—Estoy fuera y estoy vivo —declamó Domiku con su cara a un palmo de la de Cosme, habiendo recordado de pronto para qué estaba allí.

Noté en Cosme un principio de expresión feliz, al punto ahogada por una nube negra. Yo también estaba feliz, convencido del final de mi expiación, y poco faltó para que echara a correr en busca de Nerea. Sin embargo, la nube negra sobre la cara de Cosme estaba a punto de revelarse aciaga. Cuando sonó su pregunta, lejos me hallaba yo de sospechar que el mundo no era mi amigo:

—¿Cuánto tiempo?

—¿Eh? —exclamó Domiku.

—¿Cuánto tiempo? Lo de menos es salir, también hay que darles tiempo a ellos.

Domiku me miró con el orgullo de saberse el protagonista del momento.

—Un año —informó a Cosme—. Un año y no me han tocado un pelo.

—Es poco tiempo, poco. —Cosme se volvió hacia don Manuel—. No crea que no le he visto, don Manuel. Le veo arretxo.

Al menos, había sido un intento insoslayable, una operación que me empeñé en que no se cerrara: en los primeros tiempos siguientes nos presentábamos los tres en Jauregui una vez al mes. Cosme nos pedía más calma, menos precipitación. «Si no quieres salir, dilo y no nos ves más», le juraba yo, desesperado. «Sí que quiero, pero con garantías», respondía él. Por su parte, don Manuel le decía: «Creo que esta Guerra ya se acabó; debes salir antes de que empiece otra». Pero no era sincero, traicionaba su verdadero pensamiento por mí y no me quedaba más remedio que agradecérselo en silencio. A solas, me confiaba: «¿Cómo podré seguir viviendo si colaboro en su salida y luego nos lo matan a tiros?». Nuestras visitas se espaciaron hasta ser trimestrales. Pasaba el tiempo y le mostrábamos a Cosme un Domiku cada vez más vivo y con voz menos tísica, pero el maldito seguía moviendo la cabeza. ¡Tres años así! Domiku llegó a tomarles gusto a los viajes: cuando, al fin, concluyeron, se nos ofreció: «Si aparece otro por ahí, contad conmigo…». ¡Pero tres años! Y ocurrió que Cosme no se concedería a sí mismo más calma ni menos precipitación: al día siguiente de nuestra última y fructífera visita, cuando su cabezota ya no se movió de izquierda a derecha, ni de sus labios salió el odioso «Aún es poco tiempo», se vistió las ropas de domingo que habían dormido en un arcón durante un cuarto de siglo —y que volvieron a ser un guante para aquel cuerpo al que la edad no había atocinado— y entró en La Venta a la hora más concurrida y pidió un txikito a Luken Ermo. «¡Hostias!», exclamó el primero en reconocerle, y la atmósfera se fue llenando de «¡Hostias, hostias, hostias!» a medida que corría la gran sorpresa. De ninguna manera pretendió Cosme Jauregui aprovechar el impacto para beber de gorra…, pero es que no tenía monedas de Franco, sólo del antiguo Gobierno vasco. Le invitaron de mil amores a cambio del relato de su odisea. Luken Ermo, que no invitó, hizo aquel día una caja suplementaria.

¿Y yo? La víspera, aún los cuatro en los arbustos de Jauregui, Cosme hundió su dedo en mis riñones y me dijo:

—Anda, vete, que ya os habéis librado de mí. Corre a verla. Soy su hermano y tienes mi permiso para entrar.

Entonces, de pronto, sentí un muro insuperable a mi alrededor. Fui incapaz de dar un paso hacia la casa y hacia ella, pensé que las cosas buenas no podían suceder con tanta sencillez. No me atreví. ¿Quizá temiendo se diluyera el espejismo si avanzaba un poco más? ¿O que ella, la temible Nerea, me golpeara con un «¿Piensas que sigo siendo aquella tonta enamorada?» o «¿Crees que tú y yo estamos ya para estos trotes?»? Llegué a desear la antigua seguridad bajo un Cosme ejerciendo de topo. El resto de aquella noche lo pasé luchando contra mí mismo sobre la cama, y, al día siguiente, me pregunté por qué ella no venía a mí: su hermano ya le habría pedido que le desempolvara y planchara la ropa de domingo. El martes decidí dejar transcurrir la semana. Quizá conviniera que el gran encuentro no se produjera de inmediato, tras una deplorable explosión de paciencia al cabo de tan estancado dolor. Pues, aceptando la lógica de esa ley, se aceptaba igualmente el maldito juego, el vano triunfo final cristiano de los buenos. Aquí no había ningún pecador arrepentido o derrotado… ¡Cuántos galimatías para ocultar mi terror! Bueno, pero me sorprendió el sábado impregnado de una especie de nueva vida. Quiero decir que tanto vericueto me ayudó a cambiar un pasado enmarañado por un presente cristalino que arrancaría de cero.

Aguardé su regreso de la plaza con el carro de dos ruedas tirado por el burro. Se acercó sin mirarme una sola vez, como en aquel otro sábado. ¿Acaso no había recibido mis dulces emanaciones de los días precedentes? ¿O es que yo había recibido las suyas y su cara de palo era sólo una fiel reproducción de nuestro primer encuentro de hacía veinte años?

—Buena venta. Traes el carro vacío —le volví a comentar. ¿Cómo no recordar las viejas palabras?

—Ahora tú me tienes que decir que no eres un fresco, para que yo te suelte «¿No?» —empalmó Nerea con el viejo guión, al tiempo que asomaba a su rostro un cielo azul.

Desde el punto cero.

Nos casamos un mes después, en agosto —¡adiós para siempre al maldito ritmo estancado!—, cuando todas las parejas de Getxo que se casaban aquel año ya se habían casado. A la madre y a Josefa les conturbó tanta rapidez, pero Nerea y yo nos mostramos inflexibles. «¡Ni tiempo para planchar una camisa!», refunfuñó la madre. No hubo ropa a medida para los novios, ni siquiera comprada; nos arreglamos con la de los domingos; no íbamos a un carnaval, sólo a una boda. La madre, además, hubo de asumir la pérdida del cuarto y último hombre de la familia —muertos los otros tres—, aunque no me perdía del todo, pues nos instalaríamos en Altubena, lo decidimos Nerea y yo en un abrir y cerrar de ojos. Que su madre y su hermano se las arreglaran, ella ya les había entregado demasiado. «Viendo a todas horas sus caras de funeral, ni poniendo cien bombillas en Jauregui me parecería que cambiaba algo», me confesó con un estremecimiento.

Nos casó don Pedro Sarria en una ceremonia íntima, sin ni siquiera parientes. Hube de sostener un combate para que nuestros padrinos fueran la señorita Mercedes y don Manuel, sobre todo con éste: pretendía yo avergonzar al que, sobre aquellos mismos reclinatorios, en 1939, pronunció un no infame; y también, ¿por qué no?, que contemplara muy de cerca una boda, a ver si se contagiaba.

Lo único convencional fue el viaje de novios a Donosti, preceptivo saturnal de las economías débiles. Sin embargo, en nuestro caso, se produjo una alteración. No sería un lecho de San Sebastián el honrado con nuestro primer desenfreno legal, privilegio que le correspondía a la yerba del viejo castillo de la playa, un gesto que empapó de fidelidad sentimental a nuestra boda. Hubimos de recurrir a toda una operación logística. El tren a San Sebastián partía de Bilbao: bien, pues fuimos a Bilbao con nuestras dos maletas; en taxi, todo un lujo, el grupito de la boda vio nuestra partida. Y en otro taxi regresamos a Getxo con las primeras sombras de la noche. Indicamos al segundo chófer que aparcara en la pequeña explanada junto al castillo y esperara. El silencio y la soledad estaban de nuestra parte. A 300 metros a la izquierda, el bulto negro de Jauregui. Enfrente, abajo, la playa y la mar. El gremio de los taxistas está curado de espantos. «Bien», nos dijo. El accidentado tálamo verde protegido por los derruidos muros de arenisca. De habernos puesto a ello, ¿habríamos recordado Nerea y yo las viejas palabras que escucharon aquellas piedras? De vez en cuando, ella se incorporaba para susurrarme: «Tantos años mirando esto desde allí… Ahora quiero mirar aquello desde aquí». Y miraba a Jauregui.

Naturalmente, a don Manuel no le transmutó en lo más mínimo el haber estado tan cerca de una boda.

Aquel año falleció Efrén y muchos no lo creyeron. La familia celebró los funerales en la capilla de su Palacio Galeón —réplica de las de su entorno exquisito—, de manera que hubo que esperar a la conducción del cadáver al panteón familiar del cementerio para que los escépticos se convencieran. No lo estrenaba él: en 1925, a su hijo Rómulo, de un año, se le dio otra tierra provisional mientras se construía con celeridad el panteón que el clan no imaginó que habría de necesitar tan pronto, por no decir nunca, quizá creyendo en su naturaleza inmortal (si no la creyeron Ella y los suyos, sí gran parte de nuestra comunidad, impresionada por aquella implacable depredación a que se le sometía). A Rómulo le siguieron sus abuelos, Anastasio Lapaza y Aurelia Garzea, padres de Ángela, en 1929 y 1933, respectivamente. Jamás llegaría a conocerse qué clase de enfermedad acabó con Efrén.

Era finales de octubre. Nada más saltar a la calle la noticia del desfile de médicos atendiendo al postrado, don Manuel empezó a atarse sus zapatones de agua. «Era preciso que le hablara urgentemente de Aurelio, de su incalificable pacto», nos diría a la señorita Mercedes y a mí a la conclusión de todo. Pero ocurrió que, sin haber acabado con los cordones, la limusina se detuvo ante su portal, bajó el chófer uniformado —su único ocupante—, quien, segundos después, llamaba a su puerta. «El señor Bascardo quiere verle, si a usted le es posible».

—No estaba el Galeón más sombrío que de costumbre, cerrados balcones y ventanas y corridos los negros tortilíones —nos contó don Manuel—. Aurelio me esperaba en la puerta principal. «Parece que se va», me dijo. «¿Parece?». «Los médicos no se ponen de acuerdo». «¿Y qué pinto yo aquí?». «Quiere hablarle. Sólo eso: hablarle». La enorme mansión estaba en silencio y las pocas personas con las que me crucé se movían como sombras perdidas en los grandes espacios. Una de ellas fue la Criatura…, aunque Aurelio me lo tuvo que confirmar: «Sí, es él, don Cándido. No es habitual verle por aquí arriba». «¿Don Cándido?». Es posible que Aurelio no me oyera, iba delante por un largo pasillo. La Criatura: una figura pequeña y regordeta cubierta por un sayón rojo de los hombros a los pies, caminando a saltitos (o tal me pareció) con un tintineo de metales y brotando de sus labios lo que podía ser un rezo marcado por las cuentas de hierro de un rosario que movía entre sus dedos. Sí, era un rosario, o el rosario, y supe que era de hierro al recordar que se habló de que le habían regalado uno así por un cumpleaños u otro motivo; y su cabeza, más bien cabezón, sostenida por un cuello desagradablemente delgado, y una cara esponjosa y de expresión gélida que uno desearía no haber visto nunca. Me volví a su paso y me lo quedé mirando, y Aurelio oyó mi exclamación: «¡Coño!», porque me dijo: «El ruido es de los dos cilicios que lleva como cinturones». «Entonces, la leyenda…». No pude seguir, mi garganta se había llenado de piedras. Atravesé corredores y estancias hasta unas escaleras que llevaban al segundo piso. Tuve la impresión de que alguien nos seguía y no me equivocaba. «Es…, bueno, es la madre de don Efrén. No está acostumbrada a recibir visitas y le vigila. Es inofensiva», me dijo Aurelio. «¿Inofensiva?», solté con automatismo. En la alcoba de Efrén reinaba la misma media luz y la misma ornamentación recargada. «Ah, es usted. Bien, muy bien», oí. La voz de Efrén no era distinta de la que yo recordaba. «Le agradezco la molestia. Las buenas personas nunca defraudan». Creció tanto mi inquietud por ignorar qué quería de mí que no advertí la desaparición de Aurelio y tardé en reparar en la figura que se levantó de la cabecera del lecho y presionó tibiamente mi mano al tiempo que pronunciaba en mi oído una frase desvaída que se me escapó, saliendo de la alcoba: era Ángela, su esposa, aún bella a sus casi setenta años, el aire distante y los melifluos movimientos característicos de la raza negurítica. Arrastró tras de sí mi mirada hasta el umbral, donde descubrí a Ella, inmóvil y vigilándome hasta el momento en que Ángela cerró la puerta a sus espaldas. «Siéntese, por favor». La voz de Efrén me llevó hasta la silla que acababa de desocupar su esposa. «Usted dirá…». Cuanto estaba viviendo, mi choque con las interioridades del mítico Galeón y mi encuentro con aquellas criaturas imposibles, pero que ya formaban parte de nuestra historia local, me había descentrado.

«Perdone. ¿Cómo se encuentra usted? ¿Es grave?», pregunté, consciente de que éstas tenían que ser mis primeras palabras. Efrén se limitó a sonreír. Sus ojos, enteramente alertas, no parecían los de un anciano de más de setenta años, menos los de un enfermo. Nos miramos en silencio durante un rato eterno y, de pronto, el suelo huyó de mis pies al oír la pregunta: «¿Dónde está el macho de las llamas?». Era su pregunta. ¿Aún seguía con aquello? Por él no pasaba el tiempo. ¿Por qué iba a pasar por él si no pasaba por mí? ¿Para esto me había llamado? Me puse en pie de un salto y exclamé con la vieja inocencia: «¡Nunca, nunca lo sabrá!». Ante mi asombro y desconcierto, prorrumpió en una impertinente carcajada. «¡El mismo rostro, la misma expresión asustada de aquel revoltoso de catorce años! El chico de las llamas…». Tuve un fallo al sentirme ridículo durante unos instantes, pues los más descarados recursos habían de ser válidos contra él. Dejó de reír y me rogó, ya muy serio: «Vuelva a sentarse, por favor». No me senté. «¿Va a marcharse, después de haber venido hasta aquí?». Movió a un lado y otro la cabeza hundida en el hueco de la almohada blanquísima y empuntillada. «¿No comprende que he desistido definitivamente, que he sido vencido por usted? Que continúe dondequiera que esté ese mito suyo del que nadie tiene noticia…, como tampoco se tiene noticia del otro mito, la libertad. Porque se trata de eso, ¿no? Ustedes perdieron la Guerra y hoy les aplasta una dictadura. ¿De qué les sirvieron ambos mitos? Vamos, vamos, siéntese». Aún de pie, le dije: «Usted nunca lo comprenderá». «Es posible, es posible…, pero ¿quién más lo comprende con usted? ¡Le he visto tantas veces solo!». «¿Que me ha visto solo? ¿A través de qué maldito agujero me ha visto?». ¿Por qué le enviaba mi asombro si aquello era con lo que él y yo habíamos vivido desde el principio? «Por favor, siéntese», me pidió una vez más. Me senté. Continuó: «Le acabo de confesar que me ha vencido… ¿Le envanece esto?… La culpa ha sido mía, por no analizar debidamente el terreno que pisaba, es decir, por no analizarle a usted. Tardé muchos años en descubrir el metal de que estaba hecho. No estoy acostumbrado a competir con tipos como usted. Pero, aunque ha vencido, yo no me siento derrotado. He dominado un gran zoco en el que usted es una partícula ínfima. Especial, pero ínfima, ridícula, impotente para transformar una comunidad que le respeta pero no le secunda. Solo. Solo. Desistí de mi duelo con usted demasiado tarde, ya se lo he dicho…, al comprender que sus mitos no eran nada, que el zoco se mantendría intacto y sojuzgado. Cometí un error: entre los enemigos a vencer no tenía que haber incluido la integridad, la integridad de un hombre. Cuando la arrojé a un lado, me sentí triunfador». ¿Sentía la muerte tan próxima que le urgía poner en paz su alma, y precisamente conmigo? «Le traeré un sacerdote, un confesor. O un juez. O, simplemente, al macho de las llamas», le dije. Sus ojos quedaron reducidos a dos líneas. «Aún vive, ¿verdad?», preguntó. «Sí». «¿Está seguro? No lo puede saber, han pasado muchos años y habrá muerto, últimamente no se han visto descendientes suyos. El mito se esfumó… Y no me salga usted ahora con que esas cosas nunca mueren». «Esas cosas nunca mueren», le aseguré con una pasión que no se merecía. Mientras sus ojos chispeaban me indicó con un gesto que metiera bajo su almohada otra que tenía al lado, y así lo hice, dejándole más incorporado. «Tráigamelo al jardín, yo lo veo desde este balcón y nada más. En estos momentos, dudo de si todo eso existió». Comprendí que el miserable me estaba tendiendo una trampa, tan burda que lo atribuí a una merma de facultades. «Usted no puede dudar de que existió, algo se lo impide». Y tomé su mano y la apliqué a su hombro derecho. En la operación, y sin pretenderlo, mis propios dedos se hundieron en el hueco vacío de los 250 gramos de carne arrancada por el mordisco del macho. Efrén retiró rápidamente la mano de su hombro. Pero no había dejado de sonreír. «¿Por qué regresamos a todo aquello? No era mi intención, puede creerme… ¡Las viejas fobias! Escuche: le he llamado para…». Se cortó a la irrupción de Ángela, quien llegó hasta la cabecera, es decir, hasta mi silla, se inclinó y susurró en mi oído: «¿Lo hará?, ¿se lo ha dicho ya?». Eché atrás mi rostro. «¿Tengo que decirle algo?», y, sin saber por qué, empleé también el susurro. «¿Ha olvidado lo que le dije hace un momento?». «Lo siento, usted no me ha dicho nada». Ángela ya se había incorporado. Me contempló con irritación. «Quizá le hablé a su oído malo. Sígame». Se alejó y la seguí, y mientras cruzaba la alcoba recordé que sí, que no era la primera vez que ella soplaba en mi oído. «Dígale que no se muera. Quizá a usted le haga más caso que a mí». Éstas fueron sus increíbles palabras junto a la puerta abierta. «Que no se muera. Bien. Se lo diré… ¿Cree que es necesario decir eso a…?». «Está empeñado en morirse, y cuando se le mete una cosa en la cabeza… Usted dígale que no se muera. Que sienta que es cosa de usted, no mía. Muchas gracias». Mi asombro no desapareció ni al volver a descubrir a Ella espiando mis gestos al otro lado del umbral. Se cerró la puerta y me pregunté si debía regresar a la cabecera o huir…, suponiendo que no hubiera echado la llave por fuera y después acertara yo con la salida de aquel laberinto. «Empecemos de nuevo», oí a Efrén. Regresé, mis piernas tocaron el borde de la silla. «Siéntese, por favor». Me senté. ¿Debía transmitirle el encargo/orden recibido? «Quiero desprenderme de mis seguros y funerarias. Los he dejado fuera del testamento y ustedes han de hacerse cargo de ellos. En realidad, siempre fueron suyos». «¿Nuestros?», exclamé. «No ponga otra vez esa cara… Ustedes pagan las pólizas, ustedes ponen los muertos, es justo que pasen a sus manos. Funden una asociación comunal, una gran cooperativa, una empresa en toda regla, presidente, vocales, accionistas y demás. Todo Getxo podría participar, unos por su derecho como firmantes de pólizas y otros como muertos potenciales». «Muertos potenciales», arrastré. «Ustedes administrarían el capital y habría reparto de beneficios. Los habría, se lo aseguro». «¿Lo sabe Ella…, quiero decir, la madre de usted?». Efrén cerró la boca con fuerza. «No, no lo sabe». Cruzamos nuestras miradas y añadió: «Lo he blindado todo de manera que no pueda meter baza». «Sería la primera vez». La verdad es que resultaba un placer de gran intensidad enviarle sin tapujos nuestro inveterado pensamiento sobre ellos. «Ni ella lo podrá tocar», aseguró Efrén. Nos seguíamos mirando fijamente y sonrió. «Mi madre es especial, ¿verdad? Pero ha enseñado a su hijo demasiado y ahora deberá atenerse a las consecuencias». Todo era muy nuevo y fascinante, como pasar al otro lado del espejo. «Necesito un nombre para hacerle la donación y he pensado en usted. Un nombre que se responsabilice de conducir a buen puerto mi proyecto, que puede ser el de ustedes. Recelo de las responsabilidades compartidas y difusas». «Seguros y funerarias», mascullé, «no entiendo nada de eso, no entiendo nada de empresas ni de negocios». «¿Y quién entiende antes de ser dueño de uno? Hacerse rico es más fácil de lo que se cree: basta con centrarse en ello, olvidando todo lo demás, olvidando a personas y cosas, olvidando el planeta entero». «Pero yo no quiero convertirme en…». «¿En uno como yo? Justamente, deseaba pedirle algo más: que no aproveche este momento para escupirme lo que siempre pensó de mí. Estoy débil y no lo resistiría». «¿Por qué no se lo ha propuesto a Aurelio? Ha vivido muchos años con usted y habrá aprendido… Justamente, también quiero hablarle de él». «Lo hice, se lo propuse y se negó. Se quedarán sin ello por tu culpa, le amenacé. Escucha, le dije, mis seguros están en auge y lo estarán más, a la última amenaza de las eskarras se añadirá la de otras criaturas desconocidas y monstruosas nacidas de la suciedad inevitable que nos rodea…». «¿Inevitable?». Prosiguió como si no me hubiera oído: «Lo que generará nuevas pólizas. Y más, cuando se conozca el gran peligro de la elevación del nivel de los mares debido a la fusión de los hielos polares, terrible amenaza que los científicos no se cansan de anunciar. Se inundarán las costas, casas y vidas desaparecerán bajo las aguas… La nueva empresa de seguros tendrá que hacerse con más impresos para pólizas». Me eché a reír. «¿Un mar remontando el acantilado de La Galea? ¿Es lo que usted tramaba para su nueva campaña de caza de incautos? Unos habitantes de la costa no se hubieran dejado engañar esta vez tan fácilmente como los infelices de aquellas 97 primeras pólizas asegurándose contra la venida de un segundo rebaño de llamas devastadoras que aún estamos esperando después de más de medio siglo». No se inmutó. «El caso es que Aurelio siguió negándose, y pronto conocí su proyecto de futuro: se retiraba a escribir poesía y a leer». «¿Se retiraba? ¿Me está diciendo usted que ha resuelto huir de esta casa? De esto vine a hablarle». «Pues ya no hace falta que tratemos sobre ello. El contrato entre Aurelio y yo quedará roto a mi muerte. Podrá… huir, según usted». «Contrato, convenio, pacto o lo que fuera… de palabra. Cuarenta años enterrado en esta casa por respetar una palabra. Ni firmas, ni notarios, sólo la palabra». Me invadió por dentro una llamarada de indignación, y si no salté de la silla fue por si luego había de sentarme por tercera vez. Efrén puso en posición vertical su antebrazo derecho rematado por la punta de flecha de su dedo índice. «Pudo marcharse, pero se quedó. En cualquier momento de estos cuarenta años pudo hacer la maleta… y huir. ¿Lo sabía usted? Al término de la Guerra le condoné su palabra. Pero se quedó. ¿Por qué? ¿Lo sabe usted? Yo sí lo supe. ¿Qué me dice a esto?». No le pude decir nada, entonces aún ignoraba la razón de Aurelio. Me encontraba ante un Efrén desconocido que parecía hacer esfuerzos por mejorar mi juicio sobre él, a lo que se añadía el verle tan postrado y el victimismo que revelaba el encargo/orden de Ángela. «Todavía no me ha dicho si lo que le tiene en cama es grave. En cualquier caso, usted da por hecho que morirá de ésta». «Hice un pacto con mi hijo, y yo también sé respetar la palabra». «¿Un pacto? ¿Con Cándido?». «No, con el tercero». Hice memoria. Rómulo: un perro volcó una lámpara y provocó un incendio en su dormitorio y el niño de un año murió abrasado. «¿Se puede cerrar un pacto con…? ¿Me permite que le diga algo? No se muera». Esperé su reacción ante una frase que no sería tan tonta si procediera de un pariente o amigo lacerado por el dolor ante la inminente pérdida del enfermo. «Gracias por hacer de correo», me dijo con inusitada seriedad. «Yo le contaba un cuento todas las noches y así se dormía…». Juro que hice esfuerzos por imaginar un cuadro tan conmovedor con Efrén en medio. «Erase una vez un niñito tan pequeñito que sus padres lo llamaron Pulgarcito. No era más alto que un palillo, por lo que todo lo tenía muy pequeñito, sus manitas, sus piecitos, su carita. Era muy difícil encontrar sus diminutos labios para darle un beso… ¿Le canso, don Manuel?». «No, no, sólo estoy asombrado. Continúe». Yo no podía silenciar a aquel padre que acababa de retroceder a otro tiempo y se le veía transfigurado. «Pulgarcito tenía siete hermanos mayores que le querían mucho y se rompían la cabeza pensando en cómo hacer crecer a Pulgarcito para que su padre pudiera darle con facilidad un beso por las noches. Conseguir este beso era el gran sueño del padre, la madre ya tenía bastante con picarle la comida en trocitos para que entraran en su boquita. Padres y hermanos buscaron a brujas y brujos buenos y personajes de fábula que fueran capaces de hacer crecer a Pulgarcito, y de todos ellos sólo Caperucita Roja les dio el remedio en forma de trece mágicas semillas que sacó de la cestita donde llevaba tortas, queso y miel para su abuelita. Sembradas aquellas semillas, brotó de la tierra una gran planta, tan grande que subió hasta el cielo. Trepó por ella Pulgarcito, y desde lo alto gritó hacia abajo a su padre que en el cielo le habían concedido un tamaño normal. Y también le dijo: “Pero ya no puedo bajar, porque ahora rompería la planta con mi peso y me mataría. Sólo podrás besarme cuando Dios te llame a su seno”. El padre le preguntó que cuándo sería eso. “Cuando cumplas setenta y cuatro años”, le contestó Pulgarcito. El padre le prometió que así lo haría». Efrén tardó no menos de un minuto en regresar de su ensueño. Clavó sus ojos —que lagrimeaban— en los míos y me anunció con una explicable solemnidad: «Acabo de cumplir setenta y cuatro años». Tuve que centrarme para ordenar y analizar el cúmulo de increíbles impresiones recibidas. «¡Pero usted, usted precisamente, no puede haber caído en semejante infantilismo!», exclamé. «Aunque parezca que aquel padre hablaba por mí, ¡era yo el que contaba el cuento al niño para que se durmiera, yo el que le hice la promesa, el juramento, y él quien ahora está esperándome en el cielo y reclamando mi beso!». Intenté desviar el delirio hacia un terreno firme. «Pero usted no cree en Dios ni en el cielo». «No sé en lo que creo, nunca he pensado en esas cosas». Yo me dije: ahora sí que piensa, ahora sí que cree…, aunque sea sin salirse del cuento; está perdido. Sin embargo, exclamé: «¡Pero aquel niño que escuchaba no tenía más que un año, no podía entender sus palabras, ignoraba el contenido de lo que le decía! ¿Y por qué usted, que era no sólo el que contaba el cuento sino el que lo inventaba sobre la marcha, eligió el número setenta y cuatro pudiendo haber elegido otro cualquiera, por ejemplo, el ciento setenta y cuatro, más acorde con la fantasía del cuento?». «Entonces, la edad de setenta y cuatro se encontraba para mí en el fin del mundo… ¡Se lo prometí a mi pequeño Rómulo y ahora debo cumplir mi palabra e ir con él!». Más penoso que escucharle resultaba mi propia incapacidad para torcer aquello. «¿También me ha llamado para que le empuje a morir? Nadie se muere por sí solo, sin enfermedad, sin una pistola, cuchillo, veneno o soga a mano, sin un abismo bajo sus pies. ¿Cómo se las va a arreglar sin ayuda?». «Yo sí puedo morirme con sólo desearlo, creo que no me equivoco al pensar que usted también me cree capaz de ello, don Manuel… Desde el fondo de su cunita el niño me entendía todo y debo cumplir mi palabra. Aquellos ojos que me miraban fijamente, aquellos ojitos… ¡Maldito perro del infierno!». Y entonces sí se lo pedí como una oración: «Por favor, no se muera».

—¿De qué parte de ti salió el deseo de conservarlo entre nosotros? —quiso saber la señorita Mercedes.

—¡Me encontraba ante un suicidio! —se defendió don Manuel—. ¿Qué habrías hecho tú?

Nos había reunido a ella y a mí en la escuela para transmitirnos los prolegómenos del fallecimiento de Efrén, es decir, su asombrosa conversación precedente.

—Tuvo que haber algo más —dijo la señorita Mercedes, que no había llorado con la noticia, ella, que solía llorar con las muertes— para que le creyeras tan pronto, pues era Efrén, no lo olvides, quien te estaba ofreciendo aquella sospechosa representación.

—¿Sospechosa? —protestó don Manuel—. Te recuerdo que el actor, no el personaje, murió al final del último acto. Porque ha muerto de verdad, Ángela está organizando con tres obispos los mayores funerales conocidos aquí, y ha mandado abrir el panteón de la familia.

—Bien, bien, pero ¿qué ocurrió antes?, ¿qué te ocurrió a ti antes?

Estábamos en el pequeño patio del recreo. Con el paso de los años, las tres arrugas de la frente de don Manuel se habían hecho más profundas. Echó una mirada a su alrededor, a los rosales y geranios que cuidaba la señorita Mercedes, a las tapias con enredaderas que cercaban el patio, al pequeño edificio en forma de cajón de la escuela, a todo de lo que en meses se jubilaría.

—Claro que le creí —nos confesó por segunda vez—. Y no sólo yo sino también su esposa.

—Dejemos en paz a la esposa con su fe conyugal —replicó la señorita Mercedes—. ¿Tanto te conmovió aquel padre que olvidaste quién era? ¿Qué es lo que no nos has contado todavía?

—Siempre hemos de volver a aquella cacería de llamas… —La señorita Mercedes y yo prestamos mucha atención—. Yo abrí el agujero con el cuchillo de madera que me pasó Kume Baskardo, había que enterrar al foxhound de Efrén muerto por las pezuñas del rebaño. Allí estaban Kume Baskardo y su hijo Gain, y el cura don Estanis, y Saturnino Altube con su sobrino Juan…, tu padre, Asier… y algún cazador más. Y yo, con mis catorce años. Efrén se nos acercó, furioso, con el cadáver de uno de sus tres foxhound en los brazos. «Que alguien lo entierre», nos dijo, nos ordenó. Acusaba a los Baskardo de estar aliados con las llamas, y era verdad. Había dejado al foxhound en el suelo. Estaba furioso, ya lo he dicho, y daba por sentado que éramos algo así como sus criados, o absolutamente sus criados, al menos, sus inferiores, y nos correspondía ensuciarnos las manos para enterrar a su perro. Todo muy en la línea de él. Y entonces se produjo lo que sólo yo advertí, o puede que los demás oyeran también las tres palabras: «Se llamaba Sulby», pero nada más, no vieron el dolor en su rostro, aquella emoción impensable en el hijo de Ella. Duró una fracción de segundo y compuso, con las tres palabras, una inoportuna notificación de su desesperanza humana. Aquella quiebra de su coraza habló de algo muy profundamente escondido. ¿Lo olvidé o lo he querido olvidar durante tanto tiempo, durante todo el tiempo? El amo de aquel perro era el padre de este hijo. Una impertinencia por su parte, ¿no? ¿Qué hacemos ahora con la vieja imagen que teníamos de él?

Tras un silencio, la señorita Mercedes dijo:

—Mi juicio sobre Efrén no se desploma de tan alto, como el tuyo. Para mí nunca fue el Mal. Asier estará de acuerdo conmigo en que tú… —Ambos me miraron y yo asentí con la cabeza—. En cualquier caso, sólo disponemos de dos instantes anómalos en la vida de un hombre. Poca cosa para alterar un juicio.

—Escasas referencias, sí, pero colocadas estratégicamente, una al principio de la carrera y otra al final —señaló don Manuel—. Y yo, como depositario. Un extraño destino eligió aquella cacería de llamas para la presentación en sociedad, en la nuestra, del hijo. Hasta entonces, sólo sabíamos que existía un niño, al que pocos vieron, por no decir nadie, sobre todo a partir de sus estudios en Oxford. Y, de pronto, allí lo tuvimos, convertido no sólo en cazador sino como escapado de una cacería de zorros en Inglaterra, incluido el disfraz. Y repito, yo, el chico de catorce años, en el centro de la salsa. He sido testigo privilegiado del primer instante de la verdadera relación de Efrén con Getxo, y del último. En medio, lo sabido, décadas de predación. ¿Significan algo esos dos polos anómalos? ¿Hubo más anomalías a lo largo de esas décadas? Seguro que sí. En consecuencia, ¿qué hacemos ahora con su vieja imagen?

—Resulta gracioso que seas tú quien nos lo pregunte —sonrió la señorita Mercedes—. Consúltalo con tu conciencia e introduce las rectificaciones que aguante tu estómago. Pero, con independencia del resultado, el final de Efrén Bascardo Puerta no ha estado a la altura de su poderosa biografía, ha sido una muerte débil.

El rostro de don Manuel se tiñó de asombro.

—¡No, no…! Efrén nunca ha sido más Efrén que ahora.

—Un débil suicidio…

—¡Pero es que no ha sido un suicidio! Eligió el momento y se ha muerto. Sencillamente, se ha muerto sin la más mínima colaboración. No ha recurrido a cachivaches cortantes, gas, agua, balas, precipicios o sogas, recursos, sí, de los débiles. Tampoco se ha concedido meses o años para que el dolor acabara con él lentamente, sin sentirlo. Ha resuelto lo suyo en poco más de una semana. Se ha dado a sí mismo una de sus imperiosas órdenes, se reservó esa semana para arreglar ciertas cosillas, y no esperó más, él nunca esperó, siempre fue por delante devastando y cobrando botín. Cumplidos sus setenta y cuatro años, su voluntad se impuso a la lógica del Poder ferroso que había erigido con su voluntad y vivió su muerte con la naturalidad de cualquiera de las funciones que realiza nuestro cuerpo. Los médicos no le recetaron ningún remedio porque ningún mal le vieron. Los forenses le abrieron y nada encontraron. Su esposa fue la que mejor le entendió al suplicarle «No te mueras», gemido que nadie dirigiría a un corazón, a un hígado o a una próstata y sí a una voluntad. Este hombre maldito nunca fue tan odiosamente grande.

La señorita Mercedes lanzó un largo suspiro. Se volvió hacia a mí.

—¿Y tú, qué dices, Asier? No has dicho nada. ¿Qué piensas de todo esto?

—Que don Manuel tenía que haberse casado con ese tío.

Durante muchos años habíamos vivido en la creencia de que sólo al fallecimiento de Efrén saldría Aurelio del Galeón, pero el propio Efrén se lo dijo a don Manuel: «A pesar de que le devolví su palabra, no quiso irse». Además, don Manuel, a través de una conversación con Aurelio, llegó a tener la casi certeza de que esa fidelidad al Galeón la determinaba su amor por Ángela. Su diario total vino a confirmarlo, al desvelar esta y otras realidades encerradas en aquel mundo tan próximo al nuestro y tan remoto.

Al instalarse Aurelio en un piso abuhardillado de Plencia, don Manuel estaba a pocas horas de conocer algo y hundirse en un neurótico síndrome de dependencia. Lo visitó y hablaron largamente. «No le advertí ninguna emoción, parecía que el preso liberado era yo», nos contaría. La salud de Aurelio era excelente y, a sus sesenta años, declaró su intención de dedicarse a leer sin disciplina, a pasear… y a escribir ensayos y poesía. Seguramente, era a don Manuel al único al que se hubiera atrevido a hacerle esta confesión.

—Y a comprarte un botecito para salir a chipirones —le propuso don Manuel—. ¡Cuánto habrás añorado todo ello en tanto tiempo de encierro! Estoy seguro de que allí no te venía la inspiración poética…

—Pero sí escribí un diario.

—Hay ambientes que castran. Cuando los… ¿Qué has dicho? ¿Un dia… ri… o? —arrastró don Manuel, deteniéndose en cada letra.

Fue el nacimiento de su síndrome de dependencia.

El breve cruce de palabras marcó el principio de la nueva etapa y el final de la inveterada sinceridad de don Manuel. Durante seis años mantuve la creencia de que no había leído ese diario, ni siquiera tuve que pensar en creerlo. Pero a los cinco meses de detectarse mi enfermedad —en septiembre de 1968—, cargó con el librote hasta Altubena y lo depositó en mis manos, lanzándome:

—Tienes obligación de saberlo todo. Allá lo que suceda en Australia, pero lo encerrado en estas páginas pertenece a Getxo —y palmeó varias veces con vigor la ramplona cubierta del mamotreto.

—Usted ya lo ha leído… —comenté.

Tardó en responder.

—Sí. Pero lo volveré a leer. He olvidado muchos detalles.

—Querrá decir que se le han pasado…

Tosió varias veces.

—Olvidado. No pasado sino olvidado. Al cabo de seis años y a mi edad, la memoria no es una compañera fiable.

Me lo confesó mirando a todas partes menos a mis ojos. Había traicionado a Aurelio, no descansó hasta quedar a solas en aquel cuarto del pequeño piso de Plencia y tomar posesión del que, sin duda, prometía ser fascinante texto, pues Aurelio ya le había informado que arrancaba del mismo instante de su incorporación al Galeón y no se había saltado ni un solo día. «¡Cada segundo allí vivido tenía su correspondencia en una línea! ¡Imagínate, Asier!», me había contado don Manuel muy excitado, desnudando su desorbitada curiosidad. «¿Y concluye?», le pregunté. «Ayer». No era, exactamente, ayer. Aurelio llevaba entonces una semana ocupando el piso y había puesto el punto final a su diario el mismo día de su abandono del Galeón, pero el encelado de don Manuel se desentendió no sólo de aquella semana sino de los seis años.

—Creo que yo mismo compliqué el asunto, lo envenené. ¿La culpa? El temor a que me lo negase si se lo pedía. Me comporté como el más tonto del pueblo. La gran ocasión perdida fue cuando Aurelio me señaló distraídamente el grueso lomo de la tosca encuademación reposando en la base de la estantería que llegaba hasta el techo. Si yo, entonces, le hubiese preguntado: «¿Te importa que me lo lleve a casa para leerlo?», habría sorprendido en su cara una expresión de incredulidad. «¿Le interesa? Sólo trata de cosas de allí dentro», me habría advertido humildemente. ¡Sólo de cosas de allí dentro! Las piernas me temblaban. Ni siquiera me incliné a rozar con mis dedos el tesoro, por miedo a que mi descarado interés despertara su alarma. ¿Qué alarma, imbécil de mí? Allí estaba el apacible Aurelio, sin animarme a pedirlo, tampoco negándomelo. Sospeché que su actitud era la del escritor novel asustado ante la posibilidad de que alguien lea su obra. Y es lo que yo no quise ver. Por el contrario, elegí la transgresión. Maquiné un plan para ahuyentarlo de su propia casa dos, tres, cuatro tardes, las que me ocupara la lectura. Me saqué de la manga un urgente ensayo filológico a escribir y la necesidad de consultar los libros de estudio de su filología hispana que conservaba en la biblioteca traída del Galeón. Y la necesidad de soledad y silencio. Elegimos las tardes de aquellas mareas de octubre, excelentes para la pesca a caña de mojarras, lubinas, julias y sarrones. Empleé siete tardes de seis horas para devorar con precipitación toda aquella Diabla Comedia. A veces, concluida su jornada de pesca, el prudente Aurelio debía matar el tiempo hasta las nueve tomando un bocadillo y una Coca-Cola en cualquier taberna. Al término de la última tarde, le dije: «Ya está. Muchas gracias», y restituí a sus estantes los libros sin consultar y los papeles en blanco a mi carpeta, y me quedé mirando esos ojos que habían sido testigos de tanto hecho inimaginable. Porque el diario superó con creces mis expectativas. Yo tenía más que certeza de las negruras que escondía el Galeón, pero jamás hubiera imaginado… —Don Manuel levantó el rostro al techo y en su garganta tensa la nuez se movió arriba y abajo tragando saliva—. ¿Sabes lo que me atrevo a decirte, Asier? Que el Diario de Amiel no es nada al lado de este que pongo en tus manos. Aquél, un monótono río de menudencias insignificantes que hablan de una mente milimétrica que se agota en sí misma y agota a los demás, me refiero a sus contemporáneos y contemporáneas y lectores y lectoras de todo tiempo; ellas, seducidas por un engañoso misterio supuestamente oculto bajo su amodorrado discurso, seducidas por su capacidad para hacerlas desfallecer de aburrimiento, y ellos, simplemente, durmiéndose… Éste, una vomitona ruidosa y desaforada, imposible de no abrasarnos, de no hacernos enmudecer.

—¿Espera de mí una exclamación? —le pregunté sin la menor acritud. Mis reacciones hacia él se habían atemperado últimamente—. ¿No ha puesto Aurelio ningún reparo? Un diario, y más uno como el que usted me adelanta, pertenece a la más secreta intimidad.

—Te equivocas, él piensa otra cosa del suyo. La mayor parte de los hechos que describe es pura fotografía, no parece un hombre escribiendo sino una maquinita. ¿Cómo pudo expresar todo eso sin que le temblara la mano? Fue un inmejorable conductor de fluidos: entraban por sus ojos y salían fotografiados por su pluma. O un filtro, un colador, una criba que retenía las inmundicias para que los hechos quedaran falsamente blanqueados y pudieran ser inscritos sin horror. Si esto es así, el Galeón ha hecho de Aurelio un pozo de detritus.

—Le he visto y hablado en los últimos tiempos y es la normalidad hecha carne jubilada —le aseguré. Levanté el grueso cartón de la cubierta del diario y apareció en blanco lo que podía ser una guarda. Al pasarla, tropecé con la primera página y la primera caligrafía. Devolví todo a su posición—. ¿Contamos de verdad con su autorización? ¿Bastan dos o tres palabras de quien ha enterrado cuarenta años de su vida en unas hojas, muchas de ellas acaso escritas con sangre?

—¿Estás reclamando la presencia de un notario o algo parecido? Te lo he dicho hace un momento: el diario es, para él, una narración de primerizo. Ignoro por qué no le da la menor importancia, a pesar de estar en él su vida. Pudo servirle de catarsis. Lo empezaría con miedo y lo continuaría con sagrado respeto. Acaso Aurelio posea auténtica vena de escritor y, ya al registrar la primera jornada, sintió que le invadía el veneno e hizo de corrido una novela… Repito, Asier, que perdí la ocasión de no convertirme en un miserable tramposo.

Levanté de nuevo la cubierta y la guarda y tropecé con la primera fecha: 5 DE JUNIO DE 1921. Era una letra pequeña y redonda, muy clara. Alcé el pesado volumen, dejándolo vertical sobre su lomo, y desplacé a un lado el bloque de páginas, librando la última, cuyo texto final iba encabezado por otra fecha: 19 DE OCTUBRE DE 1963.

—Me fui a él y le pedí el diario con la mayor naturalidad. «Para Asien», le dije —añadió don Manuel—. «¿Sabe usted si desea leer una cosa así?», me preguntó. «Es su obligación», le dije. «Lo que hay aquí encerrado debe ser conocido por cuantos viven en cien kilómetros a la redonda. Y él está enfermo». Yo mismo me había desenmascarado, pero no me importó. «¿Está seguro de que él quiere leerlo?», volvió a preguntarme sin un gesto. Me agaché para extraer el diario de su estantería (creo que él no lo había tocado en estos seis años) y lo sostuve con ambas manos contra mi pecho. «Esto pertenece a las buenas gentes de nuestra comunidad que no se explican muchas cosas que ocurren en su propia tierra», le dije. Entonces me preguntó: «¿Usted también estaba enfermo aquel día?». No me acusaba; al menos, no por haberle robado esa propiedad recurriendo a una argucia despreciable (robado, sí; no me llevé el diario; peor: lo había leído). Creo que interpreté certeramente su mirada: más que reconvenirme, se asombraba de mi silencio de esos seis años tras haberlo leído. Supongo que algún día tendré que comentarle su texto… como literatura. ¿Qué tal te encuentras hoy, Asier?

Marcharse don Manuel y entrar la madre y Nerea fue todo uno.

—¿Qué es eso que te ha traído? —preguntó la madre sin apartar los ojos del librote.

—Nada, papeles que quiere que lea.

Yo aún tenía el diario entre las manos y mis entrañas me pedían empezar a leerlo.

—Son muchos papeles. Y pesan como una piedra —gruñó la madre—. Mejor si te lo dejo en esta silla hasta mañana.

Y apoyó sus manos en la cubierta, de donde se las retiré suavemente.

—Sólo es leer. Leyendo, me olvido de mis molestias.

Fue suficiente. La madre y Nerea me dieron sendos besos, y Nerea dijo:

—Recuerda que el médico quiere que te levantes al mediodía.

Empleé en la lectura el mismo tiempo que don Manuel: una semana. Aunque mis días fueron completos, mañana y tarde. No conté el número de finos folios escritos por ambas caras y sin paginar; no hacía falta, no podía pasárseme ninguno: el título de cada jornada lo componían el día, el mes y el año, y la distancia entre las fechas era, implacablemente, de veinticuatro horas. Calculo que se acercaría a los 1500, todos densos de una escritura con márgenes angustiosos. La última fecha era la del fallecimiento de Efrén y del abandono por Aurelio del Galeón. Y de la conclusión del diario. El cosido a mano de pastas, guardas y folios hablaba de continuos añadidos y fijaciones, de un final impredecible, como lo seguiría siendo si no hubieran dejado de generarse más folios, es decir, más días. Con su última fecha, el diario quedó cerrado para siempre, carecía de sentido fuera del Galeón. Y aun dentro, ya en su arranque, advertía de los nuevos ojos con que el muchacho de dieciocho años contempló de pronto el escenario y a las personas con quienes había convivido en los dos años que concluían…

5 de junio de 1921

El padre le dijo ayer a don Efrén: «Mañana nos vamos a Basaon», y don Efrén le dijo: «Como quieras. Ya sabes que la familia de mi…, bueno…, de mi hermana Madia siempre tendrá un hueco en mi casa. Sé que la marquesa te ha metido por los ojos ese caserío. ¿Os obliga a desinfectaros?». El padre dijo: «¿Desinfectarnos?». Y hoy, a media mañana, cuando ya estábamos todos listos con los bultos para salir, le ha dicho: «Uno de los chicos se podría quedar, si te parece. O de las chicas. Para el servicio. Tengo ocho, diez con la mujer y el tío Santiago. Diez bocas. Once con la mía. Vamos a empezar y será duro». Don Efrén le dijo: «Descuenta dos bocas, las de tus gemelos, que ya vuelan por sí solos, aunque si no fuera por sus chapuzas y su ínfima ferretería, que les marcha, sí que tendrías que contar con sus dos bocas, pues voy a despedirles de mi funeraria». El padre dijo: «¿Despedirles?». Don Efrén dijo: «Me engañan, me roban, son dos ratas, tú no tienes la culpa». Nos miró a todos los hermanos uno a uno y al fin puso la mano sobre mi hombro y dijo: «Éste». La madre se me acercó y me dijo: «¿Quieres? Si no quieres, lo dices». Yo estuve a punto de decirle que no quería, pero entonces vi una vez más a doña Ángela. No estaba más bella que ayer o anteayer, ni más alta, ni su cintura o caderas habían mejorado, cosa imposible, a pesar de su embarazo de cuatro meses, lo mismo que la redondez de sus senos, y su edad era la misma, veintisiete, y sus ojos —que a las criadas les parecen pequeños y a mí grandes y azules— tampoco hoy me han mirado. Todo seguía igual que en estos dos años. Pero dije a la madre: «Me quedo». Todo no seguía igual. Cuando ellos se marcharon, don Efrén me dijo: «Bien, al menos tengo a mi alcance a un Altube. Espero que tu orgullo sea tan férreo como el de tu padre. Ni una palabra, ni un gesto de agradecimiento, nada que deje sospechar que vaya a inclinar un ápice su cabeza. ¿Es que no habéis recibido los Altube bastante castigo? Espero que tú me des la satisfacción que no me ha dado tu padre… tras un tiempo de razonable resistencia». Yo le pregunté qué me estaba diciendo y él me dijo: «Cerraremos un pacto. Ni documento, ni firma, ni notario, que la sociedad vuestra se escandaliza por nada. Me basta tu palabra de Altube. Escucha: desde este momento quedas convertido en el criado de mi hijo Cándido, don Cándido para ti a partir de ahora». Doña Ángela dijo: «¿Qué te propones? Estás confundiendo al chico». Pero su mirada sólo resbaló sobre mí. «Calla, querida, y trae a nuestro hijo», dijo don Efrén, y doña Ángela se fue y trajo en sus brazos al pequeño Cándido, de dos años. «El Altube aquí presente entrega su palabra a mi hijo Cándido de servirle sin condiciones hasta que él o yo decidamos devolverle esa palabra y la libertad», dijo don Efrén. Y doña Ángela dijo: «¿Qué es esto? Jamás he visto una cosa más tonta». Tampoco me miró. Y don Efrén cogió a don Cándido de brazos de doña Ángela y me dijo: «¿Nos entregas tu palabra?». Doña Ángela sonreía y estaba más bella que nunca. «¿Nos entregas tu palabra, Altube?», dijo otra vez don Efrén. Doña Ángela adelantó su rostro para besar a don Cándido en la caray decirle: «¿Sabes que tienes un padre más chiquillo que tú?». La carne de sus labios presionaba aquella carne fofa y rojiza a la que yo iba a entregar mi palabra. Sus labios. «Entrego mi palabra», dije. «Tu palabra de Altube, no lo olvides», dijo don Efrén. Y yo dije: «Doy mi palabra de Altube». Doña Ángela miraba sonriente a su hijo y a don Efrén. No me miraba a mí.

Las neutras líneas de los días siguientes, de los que haré una breve selección, exudaban una continua ratificación del compromiso derivado de su prendamiento de Ángela Lapaza y el asombro de que hubiera surgido de repente al cabo de dos años y no antes, justamente en el momento de la despedida. Lo que induce a pensar que fue invadido por el súbito dolor de no poder verla más y la esperanzadora perspectiva de continuar bajo el mismo techo de ella, no ya como parte de una familia que estuvo allí de prestado sino por derecho de contrato y, sobre todo, sintiéndose por primera vez hijo emancipado y varón asumiendo el reto de su primer amor. Podía entenderse todo ello como la inexcusable locura de juventud, el tributo por estar vivo a esa edad. Pero aquello fue bastante más.

Venían folios y días con los nuevos asombros ante hechos que no vería por primera vez. No hay duda de que llevó el estreno de personalidad a sus extremos. Registraba el control de Ella sobre la luz eléctrica que había de apagarse a las diez y ser sustituida por velas; las enormes dimensiones del interior del Galeón, que proporcionaban a esa mujer una excusa para obligar a limpiar, hasta la extenuación, a un servicio numeroso que Efrén había contratado contra su voluntad; y sus ruines venganzas por éste y otros supuestos despilfarros, castigando al hijo con penas que podían ir desde la pérdida de una acción de cualquiera de sus empresas, que ponía a su propio nombre, hasta privarle del postre durante una semana; represalias de las que no se libraban ni los padres de Ángela, Anastasio y Aurelia; la severa orden dada por Efrén de tratar a Cándido de don desde su nacimiento; el aula universitaria instalada por los jesuitas de Deusto en dos salones acondicionados para moldear desde su infancia al señalado para los más altos destinos del país: a estos preceptores no les libraba ni su sotana de ser desinfectados en la puerta, por prescripción de Ella… La función central de Aurelio, alrededor de la cual giraban todas las demás, consistía en no separarse nunca de Cándido, de don Cándido…

15 de junio de 1921

Don Efrén me ha dicho: «Altube, he visitado al maestro en su escuela y le he preguntado: “¿Dónde está escondido el último diablo?”. Pero sé que nunca me lo dirá».

10 de agosto de 1921

Duermo en la alcoba de don Cándido, no en un camón grande como el suyo sino en un colchón en el suelo, a su lado. «Atiende a todas sus llamadas», me dijo don Efrén al ponerme aquí en junio. Don Cándido ronca como un arditolo nunca había oído roncar así a un niño de su edad. «¡A la playa, a la playa!», oí gritar de pronto a doña Ángela por toda la casa. Abrió nuestra puerta y entró. «¿Qué hace mi niñito?, ¿ha dormido bien mi niñito?», dijo, inclinándose sobre la cama y tomándolo en brazos y besándolo por todo su cuerpo fofo. Sus preguntas no iban dirigidas a nadie, aunque el destinatario tenía que haber sido yo, el único que podía informarle. Me puse en pie. En junio también me habían dado pijamas. Ella cruzó la habitación con su hijo. Aún se cubría con el camisón blanco de la noche. Adiviné la gracia de sus curvas bajo la envidiable cara interior de la tela holgada. Alcanzó el umbral habiéndome ignorado en todo momento, pero allí se detuvo y se volvió a mirarme. Me estremecí, porque nunca me miraba, y más tarde pensé que mejor que entonces tampoco lo hubiera hecho. Sus grandes ojos color de lago podían ser crueles. Me dijeron: «No me mires tanto, no me mires así, no me mires de ningún modo, imbécil». No me envió palabras, lo leí en sus ojos de lago. No es la primera vez que bajamos a la playa este verano. La de Ereaga es más grande que la de Arrigúnaga, y de arena más fina. Sólo tenemos que cruzar la carretera del paseo y descender los peldaños de la escalera de mano de caoba que un criado adosa al muro para nosotros. Momentos antes, otro criado ha roto la marcha agitando una campanilla de oro para que la gente se retire hacia los lados y nos deje un amplio espacio. Doña Ángela, don Cándido, tres criadas con cofia y yo íbamos en el centro de un desfile flanqueado por ocho criados con polainas rojas. Desde la terraza del Galeón, Ella nos miraba. Dentro de casa se muestra intransigente con los gastos, pero fuera le gusta dar en los dientes a los ricos de Neguri. Doña Ángela bañó a don Cándido al borde de las pequeñas olas, sobreponiéndose al peso que lleva en su vientre. Su traje de baño deja al aire menos carne que una escafandra de buzo, pero no me impidió pensar en su cuerpo. A mí no me han dado ningún traje de baño, comparto el destino seco de criados y criadas. Me pegaré a don Cándido, como quiere don Efrén, para sentirme prolongación de esa carne mimada por ella.

22 de noviembre de 1921

Doña Ángela ha dado a luz. Una niña. La llamarán Elisenda. Como soy en todo momento el presente invisible, el matrimonio suele conversar sin tapujos ante mí. Don Efrén le ha hecho mil preguntas a doña Ángela hasta precisar el comienzo exacto del embarazo. Así me entero de que Elisenda ha estado en el interior de ese cuerpo nueve meses y catorce días. Ha retrasado lo más posible su salida. Yo habría hecho lo mismo.

23 de noviembre de 1921

Ayer pasé la noche enroscado sobre mi colchón, presionando con un dedo mi ombligo, pensando intensamente en doña Ángela y masturbándome con la otra mano.

15 de junio de 1922

Don Efrén me ha dicho: «Altube, he visitado al maestro en su escuela y le he preguntado: “¿Dónde está escondido el último diablo?”. Pero sé que nunca me lo dirá».

15 de junio de 1923

Don Efrén me ha dicho: «Altube, he visitado al maestro en su escuela y le he preguntado: “¿Dónde está escondido el último diablo?”. Pero sé que nunca me lo dirá».

17 de julio de 1923

Don Cándido tiene muchos juguetes y todos son de hierro. Juguetes de hierro. Trenecitos, camioncitos, cochecitos de caballos, soldaditos, factorías con chimeneas, hornitos de fundición y muchos más. También su orinal es de hierro. Don Efrén lleva juguetes normales a sus talleres de Altos Hornos y manda que se los hagan iguales, pero de hierro. Hoy he jugado con don Cándido a las siete y media con naipes hechos con láminas de hierro grabadas a mano. Don Efrén me tiene ordenado que siempre le deje ganar. Don Cándido estaba muy contento con su montón de perras gordas y chicas, y viendo las dos únicas monedas que me quedaban y que acabarían por pasar a sus manos. Se burlaba de mi torpeza, hacía bromas, nunca había estado tan expansivo y afable, y en plena confianza le dije: «Cándido, eres tan buen jugador que…». No pude acabar: con sólo cuatro años me echó una mirada de piedra y la mantuvo sobre mí hasta que dije: «Perdón. Don Cándido. Don Cándido». Por la noche, don Efrén, que no había estado presente, me dijo: «Altube, que no se vuelva a repetir».

4 de septiembre de 1923

Don Efrén me ha dicho: «Altube, te hablaré de tus hermanos gemelos Eladio y Leonardo. Yo diría de ellos que…, ¿cómo decís vosotros?…, ¡que son la hostia! Empezaron hace media docena de años con sus trapicheos comerciales y se hicieron con una granja de cerdos y una ferretería, y ahora se han metido con las algas y también ganan dinero con ellas. ¿Cómo he pasado yo por alto las algas? Esas ratas me han pisado este negocio. ¿Han hablado contigo?, ¿te han propuesto algo?». Le dije que sí y él quiso saber qué me habían propuesto y yo le dije que asociarme con ellos. «¿Y qué les has contestado tú?», me preguntó. «Que no», le dije. Y él me dijo: «Que no se te ocurra faltar a tu palabra de Altube».

4 de mayo de 1924

Doña Ángela está ahora de tres meses. Maldigo a don Efrén, que no la deja en paz.

3 de julio de 1924

Don Efrén se pasa toda la comida hablando de sus plantaciones de café y cacao en Guinea y Fernando Poo, de la compra de bosques en Guinea para enviar madera a Inglaterra.

16 de octubre de 1924

Doña Ángela ha dado a luz a Rómulo, su tercer hijo. Una mujer como ella debería ser respetada como una diosa.

20 de noviembre de 1925

Ha muerto Rómulo en un incendio. Un perro ha volcado un quinqué o una vela de los que manda Ella encender sustituyendo a la luz eléctrica, han prendido alfombras y cortinones y el dormitorio del crío ha sido un horno. Don Efrén ha mandado ejecutar al perro y ordenado que jamás se vuelva a traer uno a su casa, con lo aficionado que era a ellos. «¡Qué poco he visto a mi pobrecito pequeñín!», llora doña Ángela, que llevaba trece meses sin soltar al difunto de sus brazos.

4 de febrero de 1926

«¡En la fachada! ¡En la fachada!», gritaba todo el mundo corriendo de un lado a otro y tropezando entre sí. «¡El señorito don Cándido está en la fachada!». En un par de minutos, señores y servicio del Galeón se agolpaban en los jardines. Excepto don Efrén, ausente en sus oficinas de Bilbao. Y yo, el único que quedó dentro del palacio. Me asomé a una ventana. Abajo, los rostros despavoridos con sus gritos. A mi derecha, nada. A mi izquierda, don Cándido paralizado sobre una cornisa. Pasé de la ventana a la cornisa, agarré bien a don Cándido y me lo traje hasta la ventana. La gente de abajo aplaudió histéricamente. Después de que doña Ángela hubo abrazado y besado a su hijo durante dos horas, se volvió y me miró. Me miró. «Menos mal que había alguien en la casa», dijo. No dejaba de mirarme. Se acercó un paso, y se acercó también de otra manera al decir: «Menos mal que estabas tú en casa». Y aún hubo otro paso y otra aproximación a mí: «Fuiste muy valiente, Aurelio». Y me dio un beso en la frente. He dormido con un paño muy blanco y muy limpio aplicado a mi frente, para preservar el contacto de sus labios.

20 de febrero de 1926

Los jesuitas me presentan una lista de materias para estudiar y yo elijo economía. «Lo alternaremos con el bachillerato», me dicen. Tienen un sistema estractado con el que imparten carreras en la mitad de tiempo. Ellos mismos examinan y extienden títulos.

8 de marzo de 1929

Ha fallecido Anastasio Lapaza, padre de doña Ángela. Me he acercado a ella para decirle: «Lo siento», y me lo ha agradecido entre lágrimas. Viendo su gran dolor, deseé haberle dicho: «No me importaría haber muerto por él».

18 de septiembre de 1929

Don Cándido tiene diez años y lo envían a Inglaterra, a formarse en Oxford como caballero. Si he de seguir a su lado, habré de acompañarle, y es mi dolor, pues dejaré de verla. «Prepara tu maleta, Altube», me dijo don Efrén. «¿Yo también?», le pregunté. Don Efrén sólo afirmó con la cabeza. ¿Me decía algo más? Es que han cambiado algunas cosas desde lo de la cornisa. Ya no duermo en el suelo junto a la cama de don Cándido, tengo habitación propia. Ya no como en una mesita a la espalda de don Cándido, a esta hora del día tengo un puesto en la familia, pero no junto a ellos sino a dos metros, al extremo de la gran mesa. Veo la mano de ella. ¿Me decía don Efrén algo más con la cabeza? En tres años he concluido el bachillerato. Sigo con la economía. Con mis estudios apenas se han resentido mis servicios a don Cándido, con el método de los jesuitas también se aprende a simultanear dos actividades.

28 de septiembre de 1929

Hemos partido. Escribo en el camarote del barco, un barco de la Marítima Bilbao de don Efrén que se llama Bristol. Nos acompañan una institutriz francesa y dos criados con sus polainas rojas.

10 de octubre de 1929

Don Cándido se aloja en una universidad con alumnos uniformados, todos menos él. También es el único en disponer de un servicio particular, es decir, nosotros, la institutriz francesa, los dos criados y yo, que nos alojamos en una dependencia aparte, una casita donde viven el jardinero y su familia, es decir, vivían, pues deberán abandonarla hasta que acabe el curso. El poder de don Efrén llega hasta aquí. Don Cándido es, con diferencia, el alumno más joven de esta universidad, es un niño entre mayores, éstos lo miran como a algo raro.

28 de octubre de 1929

Don Cándido abandona con frecuencia sus clases para venir a la casita del jardinero a que le embetunemos los zapatos o le planchemos la punta del pantalón o le juremos que está muy guapo o a jugar con sus juguetes de hierro que también hemos traído o a exigirnos que con nuestras bocas imitemos el estruendo de un Altos Hornos del Cantábrico en plena producción, un coro a tres voces —y la suya propia para rellenar las pausas respiratorias— que él dirige con una esmerilada batuta de hierro. Cuando cierra el concierto, regresa feliz a sus clases.

29 de octubre de 1929

Don Cándido hace vida independiente del resto de los alumnos. Desayuna, come y cena en nuestra casita del jardinero los platos que nos prepara uno de los criados, que además es cocinero. Lo único que comparte con los demás alumnos es el té de las cinco. La institutriz francesa hubo de luchar mucho para que lo hiciera. Durante el conflicto, solía decirme en apartes: «Si no practica el té de las cinco echará por tierra todo este esfuerzo». Don Cándido no tiene nada especial contra esos alumnos, es que no le gusta el té. La institutriz francesa, los dos criados con polainas rojas y yo hemos buscado por todo Londres una tacita de té de material de hierro, tarea que nos ha llevado cinco días. Hemos entregado esta tacita a la universidad y ahora don Cándido toma con gusto el té de las cinco.

15 de noviembre de 1929

Traje mis libros de bachiller y de economía, los jesuitas me examinarán en las vacaciones de Navidad. La institutriz francesa es joven y bonita y se desvive por mí. No es que no haya otra mujer como doña Ángela, es que no hay más mujeres que ella. Busco un retrato suyo entre las pertenencias de don Cándido, pero no tiene.

17 de diciembre de 1929

He visto a doña Ángela y me ha sonreído.

17 de diciembre de 1930

He visto a doña Ángela y me ha sonreído.

17 de diciembre de 1931

He visto a doña Ángela y me ha sonreído.

17 de diciembre de 1932

He visto a doña Ángela y me ha sonreído.

24 de febrero de 1933

Ha fallecido Aurelia Garzea, madre de doña Ángela. De haber estado en Getxo me habría acercado a doña Ángela para decirle: «Lo siento», y me lo habría agradecido entre lágrimas. Y viendo su gran dolor, hubiera deseado haberle dicho: «No me importaría haber muerto por ella».

12 de julio de 1933

La madre de don Efrén añade otra tarea a su costumbre de años de darse un paseo en coche hasta La Venta, una vez por semana, pedir un vaso de agua y bebérselo: anda con mucho ajetreo de idas y venidas, oigo que ha sacado del olvido la Fundación pro Defensa de La Venta de San Baskardo, que ella misma se inventó hace veinticinco años. Don Efrén está muy orgulloso de su madre. Me dice: «Los vuelve locos a todos y siempre se sale con la suya. ¿No te parece, Altube, que es única?». El tractor de mis hermanos gemelos Eladio y Leonardo es el primero que se ve en Getxo y acaba de aplastar los pies de mi primo Asier.

17 de diciembre de 1933

He visto a doña Ángela y me ha sonreído.

28 de junio de 1934

Regresamos a Getxo para no volver más a Oxford. Don Cándido tiene quince años y ya es lord. Don Efrén ha comprado el título a un viejo y auténtico lord arruinado y lo ha puesto a nombre de su hijo.

2 de julio de 1934

Los jesuitas me han aprobado el bachiller y la economía y empiezo a estudiar Derecho. Don Efrén me ha regalado un pequeño paquete de acciones de su Marítima Bilbao. A dos pasos, doña Ángela aprobaba la operación con una sonrisa.

5 de octubre de 1934

Esta mañana, don Cándido se ha dirigido a Bernarda y le ha dicho: «Te amo. Yo no sabía lo que era el amor y tú me lo has despertado. Si no me amas, me moriré». Se halla tan acostumbrado a tenerme cerca, que no le ha importado que me hallara junto a ellos. Bernarda es una adolescente de su edad que lleva tres años en el servicio del Galeón. Don Cándido la ha tenido que ver en algún momento de las vacaciones de las últimas tres navidades o veranos, pero hoy es distinto, ocurre algo especial. Don Cándido y yo hemos sorprendido a Bernarda ajustándose un corsé de hierro que lleva para corregir su chepa. Además, es pequeña y muy fea.

21 de octubre de 1934

He sabido que Bernarda procede de las minas y que ese chaleco de hierro se lo puso una curandera. Porque tiene una joroba considerable. Don Cándido la acosa frenéticamente y deposita versos de su propia cosecha en sus manos, que ella destruye, pues está asustada y le huye.

27 de octubre de 1934

Don Cándido y yo estábamos en las dependencias de los jesuitas, yo estudiando Derecho y él recibiendo de ellos el sermón más duro que yo había escuchado nunca de sus labios. Entró entonces don Efrén y los jesuitas rogaron a don Cándido que saliera. Nada me dijeron a mí y me quedé. Los jesuitas dijeron a don Efrén: «¡Es el mayor fracaso de nuestra historia! ¡Esto no lo arreglamos ni con los más profundos ejercicios espirituales! ¿No lo ve usted? ¡Está ocurriendo ante sus propias narices!». Don Efrén dijo: «Sí, lo veo, lo veo… No me agrada ver a mi hijo ignominiosamente hundido en una debilidad». Los jesuitas clamaron: «¡Pues se ha enamorado!». Don Efrén dijo: «Cándido no es como los demás, su personalidad es distinta y superior. Todo en él es distinto. Su enamoramiento también es distinto. ¿Es que no han detectado ustedes la raíz de este delirio?». Los jesuitas dijeron: «Todo enamoramiento es una caída y un fracaso nuestro. Educamos a su hijo para ser la élite de la élite y ocurre esto. ¿En qué hemos fracasado? Sin descartar una hondísima revisión de nuestra política, nuestra filosofía y nuestra teología, de momento denunciamos abiertamente y consideramos culpable a ese viaje a Inglaterra, toda llena de protestantes. Se lo previnimos». Don Efrén dijo: «Tranquilícense, mi hijo marcha por el mejor de los caminos. ¡Su sensibilidad al hierro es de lo más esperanzadora! ¿No les emociona?». Los jesuitas aproximaron sus rostros al de don Efrén para decirle: «¡Pero está demostrando tener sentimientos! ¿Dónde hemos fallado?».

19 de noviembre de 1934

Han arrojado a Bernarda del Galeón. Don Cándido la llama a gritos por salones, alcobas, despachos, comedores, pasillos y pasadizos, sótanos y desvanes.

14 de diciembre de 1934

Don Cándido me ha dicho: «¿Verdad que nunca hubo aquí una tal Bernarda?». Los jesuitas lo han estado trabajando con sermones estas tres últimas semanas, mañana y tarde, por parejas, turnándose.

18 de diciembre de 1934

Don Cándido me ha dicho: «No sé por qué se me metió en la cabeza que hubo aquí una enviada de Satanás. Se llamaba Bernarda, ¿no?».

15 de mayo de 1935

Ahora don Cándido ha puesto sus ojos en mí. Ahora no sólo pasamos los días juntos, como quiere don Efrén, sino que se pega a mi cuerpo, me acaricia con sus manos sudorosas y regordetas, besa mis brazos, mi cuello, mi cara, y al menor descuido el beso es en los labios. Bernarda le despertó algo que estoy pagando yo. ¿Qué puedo hacer? Me pide que me desnude y nos acostemos juntos.

10 de junio de 1935

Ha muerto mi hermano Leonardo. Ahogado en la playa. Cuentan que no ha sido una muerte natural. Eladio se ha salvado de milagro. Estaban los dos sujetos con cadenas por sus cuellos a una peña. Subió la marea y cubrió la cabeza de Leonardo, y habría cubierto también la de Eladio de no aparecer por allí Etxe. Dicen que ha sido medio asesinato, que alguien quiso acabar con los dos. ¿Quién ató esas cadenas a sus cuellos y las sujetó a la argolla que Félix Apraiz tiene fijada a esa peña para enganchar su palangre? Aunque la argolla es de Félix Apraiz, ha podido usarla cualquiera, tanto para pescar como para asesinar a los gemelos. ¿Quién querría matarlos? Félix Apraiz se ponía hecho una fiera cada vez que los gemelos usaban su argolla. También se enfurece cuando la usan otros. ¿Alguien puede matar porque le usen una argolla? Más motivos tendrían los que se sienten timados por los gemelos, pues Eladio y Leonardo no son unos santos, son, o eran, una pareja de pillastres en sus negocios. Los funerales son pasado mañana. Durante la vela en Basaon, el padre me dirigió la mirada más triste y la madre no paró de llorar. Don Efrén me dijo por la noche: «Uno de los dos muere y el otro se queda con todo: ferretería, granja industrial de cerdos, negocio de algas, venta y alquiler de tractores…, y no sigo. Uno desaparece y el otro hereda. ¿No te abre esto los ojos, Altube? Yo los conocía bien». Le dije con una indignación que no esperaba: «¡Cállese!». Y me contuve de decirle: «Aplíqueselo usted».

5 de julio de 1935

Estoy seguro de que los jesuitas no han enseñado a don Cándido para qué sirven esos agujeros del cuerpo motivo de tanto chiste de mal gusto. Mañana pondré al corriente a don Efrén de lo que pasa.

10 de julio de 1935

Aún no he dicho nada a don Efrén. ¿Cómo no lo ha descubierto ya, él, que permanece junto a su hijo siempre que se lo permiten los negocios? Es decir, junto a él y junto a mí. Don Cándido me ha colado un papel en el bolsillo. Lo saco por la noche y es un poema de amor.

21 de julio de 1935

Más papeles en mis bolsillos. No he vuelto a leer ninguno, me limito a romperlos en cachitos por las noches y tirarlos. Mi relación con don Cándido es una continua fuga por mi parte. Aunque me susurra: «Te amo, Altube», ni siquiera desempeña bien su papel, es tosco, le falta delicadeza, revolotea a mi alrededor como un moscardón torpón, atolondrado y ciego, más tropezando conmigo que tocándome. Aún no he contado nada a don Efrén. No puedo creer que no se entere de lo que está ocurriendo ante sus narices. Un segundo martirio, y mayor, es que ahora veo menos a doña Ángela, en cuanto oigo sus pasos desaparezco, con don Cándido detrás. Ella jamás debe conocer cómo es de marrano su hijito. Si se halla don Efrén presente, a veces no me muevo cuando don Cándido me palpa las nalgas con sus manos fláccidas, confiando en que el padre le sorprenda. No ve nada. ¿No?

29 de julio de 1935

Me he levantado de la cama para añadir algo en el diario: esta fecha no tenía más que las dos líneas siguientes: Se ha enamorado de mí una persona de esta casa que no es ella. Lo añadido es: Me ha despertado el movimiento de algo o alguien en la cama. Era don Cándido, que había retirado la manta y estaba casi sobre mí, babeándome: «Querido, querido, querido…», con su voz aflautada. De un patadón con toda mi alma lo arrojé al suelo, y salté sobre él y lo agarré por los tobillos y lo arrastré hasta el pasillo. Estaba desnudo. Sus carnes son tan fofas que pesan poco y, puestos de pie, sólo me llega al pecho, a pesar de sus dieciséis años. Tendido en el pasillo, me susurró: «¡Me has tocado, nunca he sido tan feliz!».

30 de julio de 1935

Muy temprano, antes de partir en su Cadillac, don Efrén me dijo: «Que no se vuelva a repetir, Altube». Por la noche me he dicho lo que me he estado diciendo todo el día: «Es imposible que se refiriera a eso».

31 de julio de 1935

Don Efrén dijo a doña Ángela durante la comida: «Habrá que volver a un dormitorio común para los dos. Regresemos a la coherencia del principio». Doña Ángela le dijo: «¿Dos durmiendo en una alcoba en una casa tan grande? ¡Es ridículo!». Don Efrén insistió, pero ella suele mandar en las cosas de la casa.

4 de agosto de 1935

«Venid conmigo los dos», nos dijo don Efrén a don Cándido y a mí y nos condujo a un cuarto siempre cerrado en los confines del palacio. Metió una llave en la cerradura y abrió la puerta. «Entrad», nos dijo. El cuarto olía a humedad, carecía de ventanas y, por alguna razón, hasta él no habían llegado ni la electricidad ni las velas. Don Efrén entregó una cuerda de tres metros a su hijo y nos mandó entrar a los dos, diciéndonos: «Averiguad si hay un pozo que conduzca al centro de la Tierra», y cerró la puerta a nuestras espaldas. Oscuridad total. Aquello era absurdo. De pronto la cuerda empezó a enroscarse a mi cuerpo. Me la quitaba de una parte pero me envolvía por otra. Don Cándido la manejaba con inusitada velocidad y destreza. «¿Ya le has atado?», oí a don Efrén. Don Cándido se afanó aún más. De un violento empujón le hice rodar por el suelo con cuerda y todo. «¿Ya le has podido quitar sus malditos pantalones?», oí a don Efrén. Abrí la puerta, salí de la habitación, solo, y al echar a andar don Efrén me dijo: «Espera», y esperamos los dos a que saliera don Cándido. Al regresar los tres por el largo pasillo don Efrén hizo encendidos comentarios de la belleza de los artesonados y del inigualable equilibrio arquitectónico entre las diversas estructuras de la mansión. Sin embargo, por la noche me dijo: «Nos diste palabra de servirle. ¡Cumple tu palabra de vasco, Altube!».

25 de septiembre de 1935

Con los jesuitas nunca hay descanso veraniego, son máquinas para hacer de don Cándido lo que quiere su padre y ellos mismos. De modo que es una suerte para mí tenerlos mañana y tarde entre don Cándido y yo. Le hablan de los grandes hombres de la Historia que tuvieron ingente poder. Le hablan de la ambición de estos hombres, que no la tendrían, le dicen, si no se hubieran sentido elegidos para gobernar cuanto su sangrante ambición de conquistas les proporcionara: Alejandro, Aníbal, Gengis Khan, Felipe II, Carlos V, los Borgia, Enrique IV, Napoleón, Atila… El más joven de los jesuitas no deja fuera de la relación ni al propio don Efrén, del que añade: «Y nuestro prohombre no ha hecho más que empezar». Sin embargo, la presencia de los jesuitas no coarta totalmente a don Cándido, que se me acerca con disimulo para entregarme el nuevo poema o intentar sobarme, repugnantes juegos que alteran mi propio estudio. Todas las noches, al regreso de sus ocupaciones, lo primero que hace don Efrén es interrogar a su hijo con la mirada y don Cándido mueve negativamente su cabezota con gesto compungido y derrotado.

26 de septiembre de 1935

En la mesa, don Cándido se ha deslizado con su silla desde su grupo familiar hasta mi solitaria posición y ha puesto su mano sobre la mía y, al verlo, ha dicho doña Ángela: «¡Qué profundo cariño le ha tomado nuestro niño a Aurelio!».

15 de febrero de 1936

Los jesuitas le han dicho a don Efrén: «¡Su hijo quiere convertir esta casa en Sodoma y Gomorra!». Y don Efrén les dijo: «Estoy al tanto. Si lo quieren llamar así…». Los jesuitas le dijeron: «¡Está al tanto! ¡Ah! ¿No le importa desbaratar todo nuestro programa? ¡Era un programa perfecto, un experimento único, superior a cuanto hemos hecho hasta ahora en materia de colonizaciones! ¿En qué hemos fallado esta vez?». Don Efrén les dijo: «Por el contrario, ha de ser la guinda a ese gran programa. Ustedes engáñense lo que quieran acerca de sí mismos y de su Dios cristiano, pero no pretendan engañarme a mí. Ustedes y yo estamos dirigiendo sabiamente a mi hijo por la senda de los dioses paganos. La guinda no la pondrá sobre cualquiera sino sobre un Altube. ¡Un Altube! Una tierra no se conquista mientras no se conquiste a sus hombres. ¡Mi santa madre lo empezó y su nieto lo rematará dando por el culo al Altube! ¿Lo comprenden ustedes ahora?». Los jesuitas le dijeron: «Entonces era eso. Se nos había escapado. Así, adquiere todo un gran sentido. Adelante».

22 de marzo de 1936

Don Efrén ha quitado el pestillo de seguridad que puse hace días en la puerta de mi cuarto.

12 de mayo de 1936

Demasiados meses evitando malamente los acosos de don Cándido. Todo el mundo en esta casa está al tanto de lo que ocurre, lo leo en sus caras. Hoy, una vez más, la madre de don Efrén pasa a mi lado echando silenciosamente cuentas con los dedos, expresándome tan gráficamente que a ver cuándo voy a pagar la comida, la cama y las carreras que estoy recibiendo de ellos. Doña Ángela queda fuera de esta cochambre.

23 de mayo de 1936

Mi hermano Eladio se ha casado hoy con Bidane Zumalabe, del caserío Zumalabena, tras seis años de relaciones. He asistido al banquete con las dos familias. Por unas horas he recobrado la paz y la normalidad perdidas. Pero estas líneas las escribo en el Galeón por la noche.

4 de junio de 1936

Esta tarde, los criados han descargado dos animales del capot del Cadillac y los han metido precipitadamente en la jaula que ocupara aquel híbrido de llama y burra que alguien robó. La jaula llevaba doce años vacía y olvidada en el jardín. El criado me dijo que dijo don Efrén: «¡Sí, son ellos, la maldita estirpe, los hijos o nietos o lo que ya sean del maldito macho!». Eran gemelos, macho y hembra, y habían sido paridos por una burra. Don Efrén obligó a bajar a don Cándido, que no quería, y a que se acercara a la jaula. Y vi cómo, de pronto, se libraba de las manos, no para huir sino para acercarse más a los barrotes y quedar inmóvil contemplando a la pequeña hembra.

5 de junio de 1936

Lo primero que ha hecho don Cándido esta mañana ha sido correr al jardín y plantarse de nuevo ante la jaula. Durante todo el día ha estado alimentando a la hembra con leche en biberones que le ofrecía delicadamente a través de los barrotes. Los intentos del macho por acercarse a participar de ese alimento los frustraba don Cándido a palos. Dijo don Efrén: «Cuando se fortalezcan me llevarán al escondrijo del macho, o de su primogénito, o de quienquiera que sea el maldito heredero de su sangre».

6 de junio de 1936

Don Efrén ha cambiado de idea. Dijo: «Los mataré, sí, los mataré. Mi tiempo no está para perderlo con nuevos jueguecitos inútiles, como la otra vez. Que venga inmediatamente un carnicero». El carnicero llegó por la tarde sobre un carro, echó un vistazo a los animales y dijo estar de acuerdo en el precio de 3000 pesetas fijado por don Efrén, quien mandó traer una butaca. «Me apoltrono para contemplar el consolador espectáculo de su sacrificio», dijo. El carnicero dijo: «No mato fuera de mi carnicería. Sería una chapuza. Soy un profesional». Nos llegaron los gritos de don Cándido: «¡No, no, no!». En ese momento no sólo estaba alimentando a la pequeña hembra sino acariciándola con todo el brazo metido en la jaula. Don Efrén se acercó a él y le dijo: «¿Ya no te da miedo esta raza de monstruos?». Y don Cándido le dijo: «La miro y corre hierro líquido por mis venas». Don Efrén se volvió a mirarme y me preguntó: «¿Sabes tú algo de este cambio?». Le aseguré que no y él preguntó a su hijo: «¿Estás seguro de lo que me dices?», y don Cándido le repitió: «La miro y corre hierro líquido por mis venas». Don Efrén mandó sacar a la hembra de la jaula y don Cándido se abrazó a su cuello y la besó en los morros. Los criados, las criadas y el carnicero miraban aquello en silencio. Don Efrén ordenó traer el cordón dorado de uno de los cortinones del salón y, con uno de sus extremos, don Cándido hizo un collar para la hembra y se la llevó a casa.

7 de junio de 1936

El híbrido hembra ha pasado la noche en la alcoba de don Cándido, a quien hemos visto salir con ella al jardín por la mañana sin dejar un momento de acariciarle los lomos. Le he dado los buenos días al pasar junto a ellos y ni me ha visto. Don Efrén me ha dicho: «Lo he pensado bien y esto es igualmente satisfactorio. Tú o esa bestia, ¿qué importa por quién empiece mi hijo? Son las mismas sangre y carne humilladas del macho. Don Manuel, el maestro, lo entendería bien. Los dioses paganos son los que mandan». Doña Ángela ha dicho: «¡Qué cariño tan grande toma Cándido a los animalitos del Señor!». He sido sustituido por una mestiza de llama y burra.

15 de junio de 1936

Esa hembra no sólo pasa las noches en la alcoba de don Cándido sino también en su cama. En el cambio diario de sábanas, las que retiran las criadas de la cama de don Cándido están malolientes de un líquido amarillo y bolas negruzcas. ¿Hasta dónde se llega ahí dentro? He sido sustituido por una mestiza de llama y burra y no me atrevo a preguntarme cómo se siente mi orgullo.

16 de junio de 1936

En el jardín, al atardecer, don Cándido me ha sacado de dudas: he sido testigo de un acto de bestialismo. Su unión con la hembra ha sido fluida, armoniosa, un acto que no ha podido por menos que contar con ensayos precedentes. ¿Quién más ha visto aquello en el Galeón? Durante toda la tarde he procurado moverme cerca de doña Ángela. No ha visto nada. ¿O es tan inocente que lo ha tomado por un tira y afloja guardias y ladrones de su hijito? ¿No sería también terrible que lo hubiera visto Elisenda, que ya tiene quince años? Pero, sobre todo, doña Ángela.

20 de junio de 1936

Mis clases con los jesuitas las recibo ahora en solitario. He oído lo que le han dicho a don Efrén: «Si usted entiende que lo que acaece es parte fundamental de la educación de su hijo, sea. Lo único que nos preocupa es la floración en él de unos sentimientos que, de persistir, desvirtuarían el proyecto, no dejan de ser caídas. ¿Le hemos comentado alguna vez a usted que la elección del nombre de Cándido fue de lo más feliz, por la cosa del camuflaje?». Así que los jesuitas también lo saben.

14 de julio de 1936

Todo discurre en el Galeón como si no ocurriera nada. Don Cándido practica su bestialismo de día y de noche, por los rincones y en la cama, y cuando es fuera de su alcoba yo siempre me encuentro en las proximidades, pues don Efrén insiste en lo mismo: «No te apartes de mi hijo, es tu deber, empeñaste tu palabra de vasco. Debes irte preparando». Jamás le he sorprendido contemplando las guarrerías de su hijo. ¿Se niega a ser testigo de lo que tanto dice agradarle, o acaso lo ignora y las frases que le oigo sobre el asunto las interpreto indebidamente? A diario veo a doña Ángela jugar en la terraza al bacará con su grupito de amigas y, husmeando por allí, a la madre de don Efrén, seguramente vigilando las apuestas de su nuera. Abajo, en el jardín, Elisenda suele reunirse a cotillear con sus amiguitas, aunque parece preferir hacer vida independiente no sólo de amiguitas sino también de la familia. Don Efrén me ha dicho: «Está a punto de ocurrir algo gordo, Altube». ¿Se refiere a su descubrimiento del bestialismo que impera en su casa?

17 de julio de 1936

Al caer la noche he visto a don Efrén despidiéndose en el jardín de doña Ángela. De su mano colgaba una pequeña maleta. En el paseo de la playa no le esperaba el Cadillac. Era una marcha sorprendente. Esperé en la oscuridad a que terminara con doña Ángela y saliera incluso al paseo, para abordarle. «¿Se marcha usted?», le pregunté. Se detuvo, muy sorprendido de mi presencia. Asintió gravemente con la cabeza. «¿Tardará en regresar?», le pregunté. No me contestó. Añadí: «Es que tengo que decirle algo, usted tiene que saberlo. Últimamente estoy hecho un lío». Esperé. Le dije: «Don Cándido y el híbrido hembra…». Sonrió y dijo: «¿Qué les pasa a don Cándido y a esa bestia?». Yo tenía la lengua seca. «¿Qué? Vamos, tengo prisa», me apremió. «Don Cándido hace con ella lo que quería hacer conmigo», te dije. Me miró fijamente y me dijo: «¡No me digas! ¿A estas alturas me sales con ese notición?». Se volvió para marcharse pero, antes de dar el primer paso, me dijo, sus ojillos convertidos en dos rayas: «Sé que cuidarás muy bien de ella. Sobre este particular me voy muy tranquilo». Se fue sin haber aclarado mi lío. Necesito oírselo decir. A pesar de que creo saber cómo es, no me cabe en la cabeza que lo acepte un hombre que duerme con doña Ángela.

18 de julio de 1936

Nos llegaba de la carretera del paseo una rara agitación humana. Las dos criadas de las compras regresaron al mediodía con sus cestas diciendo que los militares se han rebelado en África. Valoré la gravedad de la situación pensando en la marcha ayer de don Efrén. Lo primero que hice fue comprobar si estaba bien cerrada con llave la puerta del jardín, y además me hice con una cadena y un candado para reforzarla, y luego busqué a doña Ángela y la encontré en el salón, sentada junto a Elisenda, a la que abrazaba llorando. Me aposté a la entrada. Oí a la madre de don Efrén recorriendo el Galeón cerrando todas las puertas y eligiendo llaves de un gran manojo. A media tarde la agitación vino del jardín, los gritos de don Cándido eran tan terroríficos que eché a correr y vi que el grupo de jesuitas parecía tener arrinconado a alguien, y a don Cándido queriendo abrir a patadas el muro de sotanas negras. Estaban matando a la hembra. Allí dejaron su cuerpo, sobre la yerba ensangrentada, y tampoco permitieron que don Cándido llorara sobre ella: lo arrastraron a la casa sin contemplaciones, envueltos ellos y nosotros en sus gritos.

23 de julio de 1936

Alguien ha robado el híbrido macho que deambulaba por los jardines como un perro que hubiera saltado una tapia ajena y no supiera salir, poniendo en juego un instinto de sobreviviente al alimentarse de la leche vegetal de los tallos silvestres. Al gemelo privilegiado don Cándido le daba a beber leche de burra en biberón.

29 de septiembre de 1936

Por la tarde nos avisaron de que había un hombre detenido al otro lado de la puerta exterior. Salí y era Pedro, el viejo jardinero de Camilo Bascardo. Me dijo que Moisés Baskardo tenía a don Efrén. Le pregunté que qué quería decir con tenía, y me dijo: «Preso. Lo tiene preso. Y pide su rifle de caza». Le pregunté dónde lo tenía preso y para qué quería el rifle de su prisionero. Sólo me supo decir: «Lo tiene en la antigua casa de ustedes del Cruce de Laparkobaso». Se acercó doña Ángela corriendo por el jardín y le dije: «El está bien, pero lo tienen prisionero en la vieja casa». Me tomó de las manos y se me grabó intensamente la súplica que me dirigió: «¡Sálvalo!». Mis manos estuvieron entre las suyas, su palabra doliente fue sólo para mí. Naturalmente, descarté llevar ningún rifle. Abrí la pesada puerta de hierro lo justo para pasar y la volví a cerrar con llave y candado. Ella me miró a través de las rejas. Me miraba y no fui capaz de dejarle el más leve gesto ni la más convencional palabra de ánimo. Pronto dejé atrás al jardinero con su paso de tortuga. Pero no me dirigí a Laparkobaso sino a Oiarzena, con la esperanza de encontrar a Flora, la hermana anarquista de Moisés. ¿Podría contar con ella en medio de esta extraña guerra? Al menos, estaba. Y también su marido, Matías, otro anarquista. Les expliqué la situación y me acompañaron. Al llegar a Laparkobaso el jardinero ya estaba en la casa. Sí, allí vimos a don Efrén, en la azotea, pálido y flaco, con una cuerda en las muñeca. ¿Dónde había estado estos setenta y cuatro últimos días? Le informé que su familia estaba bien, y oí a mi espalda: «¡Que nadie se acerque a mi prisionero!». Era Moisés con un gran rifle y uniformado de ertzaina. Pronto supe que el muy loco había pedido el rifle de don Efrén para reproducir uno de los extravagantes duelos anuales entre ambos, que sólo don Efrén tomaba a broma. Dije: «No hay ningún cargo contra este hombre, déjenlo en libertad». Matías se negó rotundamente. Me pregunté si no habría empeorado las cosas trayendo a los anarquistas. Les dije: «¿No comprenden que a Moisés le mueven únicamente motivos personales? Permítanme llevármelo, me responsabilizo de que permanezca en nuestra casa a disposición de los jueces y no…». Moisés se recreaba apuntando repetidamente a don Efrén con su rifle. Matías no cabía en su pellejo viviendo el papel de soldado del pueblo y don Efrén había perdido su centro de gravedad, pues me acusó de querer eliminarle con la ayuda de los anarquistas, incluso me indicó la razón al asegurarme que conocía los más secretos pensamientos de cuantos vivíamos con él en el Galeón. Enrojecí. Sólo Flora parecía razonar con sensatez. Cuando Moisés insistía en llevarse a don Efrén al monte Umbe para matarlo en duelo, y Matías en trasladarlo al barco-prisión, ella mencionó Oiarzena como el lugar más seguro para el prisionero. «El trayecto es largo y más peligroso de noche hasta el barco», dijo. Se refería a las patrullas armadas que podrían arrebatarles la presa.

(Estas líneas, correspondientes al día 29, las estoy escribiendo el 30).

30 de septiembre de 1936

En Oiarzena nos recibieron una mujer y un hombre cubiertos con sendas mantas y descalzos. Ella era Fabiola, la peculiar hija de Camilo Bascardo y de Cristina Oiaindia. ¿Y él? Fabiola se dirigió a don Efrén: «Lamento que haya tenido que venir en tan terribles circunstancias». Tras una larga conversación entre todos ellos, más bien confusa para mí, Fabiola sirvió una sencilla cena. Pasamos la noche repartidos en habitaciones, don Efrén en la única con puerta y con Matías sobre un colchón en el suelo contra esa puerta. Fui despertado por una especie de silbido que llegó por mi ventana. Me levanté, aplasté mi cara contra la pequeña reja y supe que quien me llamaba era don Efrén. Me vestí, salí del cuarto a tientas y de puntillas, pasé por encima del dormido Matías, salí de la casa y alcancé la ventana de don Efrén. Me susurró: «Parte sin demora a casa. Pero escucha: bajas hasta la última puerta del último sótano, entras y coge el segundo talego a la derecha del grupo de ellos que está a la izquierda y me traes el dinero para el rescate». Esto fue lo que luego juraría él que me dijo. Y añadió: «Hablas con mi madre». Alcancé el Galeón en cuarenta y cinco minutos. Aún seguían en mi bolsillo las llaves del jardín y de su candado, pero ante la puerta de la casa hube de recurrir a mis nudillos. Antes de abrirse la puerta se abrió una ventana sobre mi cabeza. Pedí silencio al mayordomo y que me trajera a la madre de Efrén, a la que informé del deseo de su hijo sobre «el talego del grupo de la derecha». ¿Error de memoria mío o de su confusa orden?). Me preguntó: «¿Tienes que llevarte un millón?». «Sólo sé que tengo que llevarme ese saquete», le respondí. Y ella: «No lo entiendo. Los buenos son precisamente los de la derecha». Retrasó muchos segundos nuestra marcha hacia los sótanos y en el camino repitió varias veces: «¿Estás seguro de que te ha dicho a la derecha, que quiere los billetes buenos?». Yo nunca había bajado a esas profundidades, ordenadas construir por ella a su llegada al Galeón, con puertas de hierro que la mujer abría trabajosamente con las numerosas llaves de su gran llavero. En un rincón de aquellos territorios inauditos, al calor de una pequeña fogata, descubrí al equipo de jesuitas, ocultos de los rojos y esperando mejores tiempos. Nos saludaron con un «Ave María». Crucé el umbral de la última puerta y, a la derecha, separé un saquete de entre un sinfín de ellos. «De noche nadie se habría percatado de que les llevabas billetes falsos», murmuró la madre de don Efrén muy disgustada. «¿Guardan aquí tanto buenos como falsos?», exclamé. «Los billetes falsos son los que hacen buenos a los buenos. Falsos o buenos, un millón siempre es un millón», dijo ella. Regresé a Oiarzenay encontré a Matías en la puerta y le dije: «No sé si algún hombre vale un millón de pesetas, ni siquiera medio», y le entregué el saquete, exigiéndole que dejara al punto en libertad a don Efrén Bascardo. «¿Un millón de pesetas?», exclamó Matías. Le dije: «Sí, un millón, pero habla bajo». «¿Para mí?». «Para ti, si sueltas al prisionero». Yo mismo hube de abrirle el saquete para que hundiera sus manos en los billetes. Un momento después entraba en la casa para sacar a don Efrén, quitarle las cuerdas y ponerse a contar los billetes. Entonces gritó don Efrén: «¿Qué talego trajiste, maldito? ¡No a la derecha sino el segundo a la derecha del grupo de la izquierda!». Estaba como loco y me ordenó regresar con el talego equivocado en busca del bueno, es decir, el de billetes falsos. En esta segunda bajada a los infiernos, su madre me dijo: «Nunca dudé de que tendrías que hacer un segundo viaje en cuanto mi hijo viera los billetes». Admití que el error podía haber sido mío. «No lo dudes», dijo ella con un profundo suspiro de alivio. Tomé del suelo uno de los saquetes de la izquierda, infinitamente más numerosos que los de la derecha. En Oiarzena, Matías me lo arrebató de las manos, lo abrió y se puso a contar billetes, pero don Efrén se lo arrebató a su vez y lo sostuvo en el aire, sopesándolo. «¡Esto no es medio millón sino uno entero! ¡Vacíalo de la mitad, imbécil!», me ordenó. Dijo Matías: «¡Yo terminaré con tanta hostia subiendo ahora mismo el precio a un millón!». Don Efrén y él discutieron largo rato acaloradamente, y entonces apareció Moisés y enseguida Flora, y allí concluyó lo del rescate. Don Efrén había malgastado un tiempo precioso y perdido la ocasión de salvarse por una diferencia de medio millón de pesetas en billetes que además eran falsos.

1 de octubre de 1936

Han llevado a don Efrén al barco-prisión Altuna Mendi.

2 de octubre de 1936

Acabo de recordar que Elisenda trajo a casa dos enormes perros bóxer a los pocos días de la marcha de don Efrén del Galeón, desobedeciendo a su padre. Los ha bautizado Clive y Cromwell.

15 de octubre de 1936

Doña Ángela sufre. Su hijo está enfermo desde hace dos semanas y nadie sabe lo que tiene. Doña Ángela moriría de dolor si no hubiera caído sobre ella la responsabilidad de salvar a su hijo. Porque está sola, se siente sola sin don Efrén a su lado. De su suegra no recibe ayuda, la madre de don Efrén orienta su dolor hacia extraños ungüentos y pócimas que ella misma fabrica en los sótanos, y doña Ángela ha de estar alerta para que no los aplique al enfermo. «¡Sólo quiero mantenerlo vivo hasta la consecución del gran bolín que mis sueños auguran muy próximo!», se defiende la madre del ausente. A Elisenda no parece conmoverle la postración de su hermano. Le he oído decir: «¿Qué se podía esperar de la locura de todos ellos? Las maldiciones que ponen en marcha caen sobre los inocentes». ¿Quiere decirnos algo o es simple rabieta de adolescente? Otro dolor para doña Ángela. Le pregunta: «¿De qué maldiciones hablas? ¿Somos nosotros “todos ellos”? ¿Qué es lo que no te gusta?». Elisenda dice: «No me gusta nada», y se aleja dando un portazo. Pero doña Ángela debe saber que no está sola. Me desvivo para que no eche en falta a don Efrén. Yo mismo he traído a muchos de las dos docenas de médicos que atienden a don Cándido. No se limitan a examinarle, emitir su diagnóstico y largarse, sino que doña Ángela los retiene y les obliga a dormir en el Galeón hasta que su niñito sane. He conseguido igualmente al más reputado médico de Suiza. Ni con tanto talento moscardoneando por aquí conocemos el mal de don Cándido. Y el caso es que un oscuro médico de Algorta ha dado un diagnóstico singular, pero con resonancias muy próximas, muy de aquí, muy nuestras, por muy extravagante que parezca tal diagnóstico. Nos ha dicho: «Padece de la hipocondría de los grandes capitostes cuando en sus empresas disminuye la producción. Es una melancolía de la que no se libran financieros, ferrizos, mineros, navieros, ferrocarrileros, banqueros, aseguradores ni otros altos cargos. Considerando la naturaleza del filón de la familia de ustedes, el nombre que habría que dar a la dolencia de nuestro enfermo es el de melancolía ferrona. No es el primer caso en esta nuestra tierra». Doña Ángela le preguntó con angustia cuál era el remedio. «En este caso específico, normalizar urgentemente la producción en los hornos altos», respondió el médico. Doña Ángela exclamó: «¡Qué sandez, Señor, qué sandez! ¡Estamos en guerra y esa chusma necesita cañones para atacar a Dios y seguro que Altos Hornos del Cantábrico produce hierro como nunca!». El médico de Algorta dijo: «Si así fuera, la enfermedad sería otra y su hijo no tendría salvación… Mire, señora marquesa: yo no entiendo de hierros ni de niveles de producción, pero que me corten una oreja si es como usted dice. Pero no lo es. El runrún habitual que nos viene de la ría es ahora mínimo. El infalible barómetro del enfermo nos señala que la producción ha bajado, ha bajado mucho». A doña Ángela le costaba hablar: «¡Pero si mi pobre criatura no sabe nada de fábricas, de hornos, de hierros ni de producciones!». «Pero sí su padre, el gran don Efrén», apuntó el médico. Doña Ángela estaba al borde del desvanecimiento: «¿Me está diciendo que mi infortunado marido también sufre de… de eso… allí dentro de su horrible prisión?». El médico se encogió de hombros y doña Ángela logró sobreponerse: «En cualquier caso, son dos cuerpos, dos pieles», tartamudeó. El médico de Algorta se rascó la nariz: «¿Y qué me dice usted de la osmosis, señora marquesa?». «¿Qué es eso?». El médico se lo explicó, añadiendo: «La contaminación del padre al hijo viene de antiguo. He observado que los viejos juguetes del enfermo son de hierro, y de hierro las cubiertas de sus libros, los marcos de sus cuadros y espejos, el armazón de su cama, sus platos y cubiertos… En fin. No sé lo que significa todo esto, sólo soy médico, pero es lo más raro que he visto en mi vida».

5 de noviembre de 1936

He pedido ayuda a don Manuel para que doña Cristina Oiaindia me enchufe en la Ertzantza. Le he dicho: «De un momento a otro llamarán a mi quinta y el frente no debe alejarme de una casa que necesito proteger». Don Manuel me preguntó por qué no solicitaba, sin más, el ingreso. Se lo dije: «Exigen 1,80 y yo mido 1,75». Torció el morro y dijo: «Roque Altube no anduvo muy fino en esta ocasión». Y añadió: «La palabra que diste a Efrén no te obliga a…». Le corté: «No se trata de esa palabra sino de… ella». No preguntó más y visitamos a doña Cristina, quien hizo gestiones y días después nos comunicó la nueva medida de la Ertzantza: 1,75. Entonces saqué el nombre de don Cándido y dije a don Manuel que mi 1,75 era tan raspado y con durezas en las plantas de los pies, que más seguridad habría con 1,70. Nueva visita a doña Cristina y nueva bajada: 1,70. Insuficiente para don Cándido, quien, con su 1,50, no entraría en la Ertzantza y sí en la posible llamada de su quinta. Pero ya fue demasiado pedir y no pude ofrecer este obsequio a doña Ángela.

29 de noviembre de 1936

Sabemos que, hace dos días, don Efrén ha sido trasladado del Altuna Mendi al convento El Carmelo, en Bilbao, habilitado como prisión. «Estará más seguro», he anunciado a doña Ángela, y ella me ha dicho: «¿Deseas sinceramente que esté más seguro?». Me lo ha dicho llorando.

1 de enero de 1937

En navidades, doña Ángela ha llorado mucho de soledad. Esta tarde he esperado en el pasillo su salida de la habitación del enfermo. Tardó cuatro horas, ya estaban encendidas las velas de la casa. Detuve su paso poniéndome delante. Le dije: «La quiero, Ángela, la quiero». Me miró, aún pensaba en don Cándido. «¿Qué has dicho?», preguntó. Se lo repetí, añadiendo: «Me enamoré de usted el primer día, noche y día pienso en usted, usted es mi vida». Se llevó la mano a la boca para contener la risa. «Estaba absolutamente segura de que jamás te lo oiría», me dijo, «siempre te tuve por un inferior que sabía estar en su sitio. Carezco en este momento de palabras para replicarte debidamente, porque en quince años que llevas a nuestro servicio jamás imaginé que te saldrías del tiesto. Así que ahora me encuentro absolutamente sin palabras». Y pasó de largo.

7 de enero de 1937

Don Cándido ya nos tenía anunciado que crearía un Museo del Hierro y ha pedido a los Reyes Magos todos los cachivaches arrinconados que encontraran por ahí, y anoche se detuvo ante nuestra casa un camión cargado con una chatañería completa. Los criados amontonaron los viejos y herrumbrosos trastos en un espacio amplio y retirado del jardín. Hoy, don Cándido se ha levantado a duras penas de la cama y, sostenido por su madre, ha podido contemplar el cuantioso regalo. «Tenía que habérseme ocurrido antes lo del Museo. Viéndolo, me encuentro algo mejor», dijo. Pero ha tenido que regresar a su cama.

10 de enero de 1937

Doña Ángela me ha dicho: «Si uno como tú me pudiera ofender, habría sido el ultraje más absolutamente repulsivo jamás imaginado. Pero Aurelio Altube no me puede ofender. Son éstas las palabras que he logrado reunir y que constituyen mi respuesta postergada. Me las inspiró la contemplación de un gusano en el jardín». Ha de hallarse trastornada bajo tanto dolor, ella no es así.

3 de marzo de 1937

Me destinaron a Transmisiones, llevo en moto mensajes de un puesto de mando a otro, de una oficina de Bilbao a otra. Lo bueno de moverme a tanta velocidad es que puedo regresar al Galeón casi todas las noches.

1 de abril de 1937

Los que vienen lanzaron ayer su gran ataque contra Vizcaya.

26 de abril de 1937

El avance de los que vienen no es para ellos un paseo militar, pero avanzan y avanzan. Las distancias a cubrir con mi moto son cada vez más cortas.

4 de junio de 1937

Algo debe llegar a su final para que otra cosa empiece. He dicho a doña Ángela: «Se lo tenía que confesar a usted, más por usted misma que por mí». Es su espalda dirigiéndose a la cabecera de don Cándido la que me dice: «¿Deseas sinceramente que regrese vivo?».

16 de junio de 1937

Todos los ertzainas recibimos la orden de concentrarnos a primera hora de la tarde en Bilbao. No era para defender la ciudad sino para proteger a los presos de una masacre desesperada de los rojos. Las carreteras estaban llenas de gudaris en retirada. Recorrí la casa diciendo a la servidumbre que cerrara puertas y ventanas y no las abrieran por ningún motivo. Sin embargo, cerca del mediodía, un criado subió de la playa a Elisenda. La traía en brazos, vestida, clamando: «¡La han violado, un rojo ha violado a la niña!». Les seguían los dos enormes bóxer. En pleno histerismo, doña Ángela arañó la cara del criado, gritándole: «¿Cómo permitiste que saliera de casa en estos tiempos terribles?», y luego acompañó a los dos escaleras arriba sosteniendo la cabeza de Elisenda, quien podía hablar y decía: «Por favor, mamá, no me pasa nada, no me pasa nada…». «¿Cómo que no te pasa nada? ¡Tenías que estar desmayada y llorando! ¿Por qué no lloras?», gritaba doña Ángela. Bañó a su hija y frotó su cuerpo hasta gastarlo, según una criada. La nube de médicos había huido en desbandada ante el cariz de los acontecimientos en el exterior, excepto tres, en cuyas manos quedó Elisenda. «Ha sido violada», certificaron. «Por lo demás, se encuentra perfectamente, diríamos que se encuentra mejor que si no le hubiera pasado nada», aseguraron los médicos. «¡Es imposible que mi hija se encuentre perfectamente!», gritaba doña Ángela. Ni la propia Elisenda la tranquilizaba al asegurarle con insólita sinceridad: «Sí, mamá, me encuentro perfectamente, te lo juro». Y, viéndola, parecía ser verdad. Doña Ángela se atrincheró con sus dos hijos en la alcoba del postrado don Cándido, amontonando muebles tras la puerta y apostando en el pasillo a seis criados armados de cuchillos de cocina y uno con el rifle de caza mayor de don Efrén. Dejé a mis espaldas aquel preocupante cuadro al marchar para poner a salvo la vida de don Efrén. No habría sabido qué responder a doña Ángela si entonces me hubiese preguntado: «¿Deseas sinceramente que regrese vivo?».

19 de junio de 1937

Sacamos de las cárceles a todos los presos, unos dos mil. Su aspecto era lamentable. Besaban nuestras manos. Localicé a don Efrén: «Ella está bien», le dije. Callé lo de Elisenda y la extraña enfermedad de don Cándido. «Creo que te estás comportando debidamente. Es posible que te releve de tu palabra de vasco. Hablaremos en casa», me dijo. Mientras algunos batallones seguían defendiendo Bilbao en los montes circundantes, nosotros condujimos a los dos mil al encuentro de los que llegaban y toda la Ertzantza les entregó las armas.

20 de junio de 1937

Pasamos la noche en una plaza, yo también con los dos mil, pues los otros ertzainas habían sido hechos prisioneros. La víspera, don Efrén dijo: «Con éste me quedo yo», y dos de sus compañeros de cautiverio le apoyaron. De un sargento pasó el deseo a un capitán, luego a un teniente y a un comandante, quien apareció con cara de pocos amigos. Conversó con don Efrén y sus dos avales. «¿Usted sabe con quién está hablando?», le dijo don Efrén. Había recuperado su poderío, su voz autoritaria. «¿Usted sabe con quién está hablando?», dijeron, a su vez, los que compartirían empresas con él. El comandante fue informado puntualmente de la preeminencia social y económica de los tres y pronto me puso en manos de don Efrén, advirtiéndome: «Quítate ese uniforme, que nadie te vea con él». De aquella plaza hasta Getxo toda era ya zona nacional.

Es de noche y estoy en mi dormitorio del Galeón actualizando este diario que no he tocado desde el día 16.

Doña Ángela se ha echado en brazos de don Efrén como si fuera su único apoyo en este mundo. Elisenda ha caído en una silenciosa postración.

21 de junio de 1937

Lo primero que ha hecho don Efrén es ordenar se arrojen de casa a los bóxer y al criado por haber abandonado a Elisenda en manos del monstruo. La madre de Efrén vendió a los tres a una familia de gitanos que pasaba por aquí. Los jesuitas han abandonado los sótanos y vuelto a tomar posesión de sus responsabilidades.

14 de julio de 1937

Con la vuelta a la normalidad han regresado los médicos, con quienes doña Ángela y don Efrén se han encerrado en la alcoba del enfermo. Estaba igualmente el médico de Algorta. Yo también entré. Tras muchos tocamientos y lecturas de aparatos, los médicos movieron sus cabezas con desaliento. Pero el médico de Algorta dijo: «¡Arriba, muchacho, ha pasado la peste!». «¡Si se pone en pie rodará por el suelo!», exclamó doña Ángela. Advertí que don Efrén y el médico de Algorta intercambiaban un guiño y entre ambos sacaron de la cama a don Cándido y le obligaron a andar. No sólo anduvo sino que echó a correr en pijama en busca de su chatarrería del jardín. «La producción ha regresado con nuevos bríos», sonrió el médico de Algorta. «Oh, sí, la producción», asintió don Efrén. Y añadió: «En sólo dos semanas hemos puesto Altos Hornos echando chispas. Nuestro Franco tendrá cuanto hierro necesite para ganar la guerra».

23 de julio de 1937

Elisenda muestra indiferencia a todo cuanto no sea asomarse a la terraza, mirar a lo lejos y preguntar: «¿Cuándo se acaba la guerra?».

15 de marzo de 1938

Elisenda ha dado a luz a un niño. Doña Ángela llevaba meses luchando para que abortara.

1 de abril de 1939

Don Efrén ha preguntado a don Cándido cómo quiere celebrar e inmortalizar la victoria de la Cruzada, y a don Cándido, que se ha cansado de su Museo del Hierro antes de estrenarlo, se le ha ocurrido fundir toda esa verdadera montaña de chatarra para hacer un gran cubo y ponerlo sobre un pedestal en el jardín. A don Efrén le gusta una parte de la idea. «Tendrás tu cubo, pero no fabricado de residuos sino de hierro de la mejor calidad, del más puro hierro nuestro, hierro pino al cien por cien».

15 de abril de 1939

El cubo de hierro que una enorme grúa levantó de un enorme camión y depositó sobre un pedestal de mármol tenía unas medidas considerables y brillaba con los rayos del sol como un diamante. «No fue posible fundirlo mayor, es lo máximo que pueden mover estos ingenios traídos de Alemania. Es una lástima, nos merecíamos más. Quizá, algún día… Pero que nadie lo toque y lo desgaste», dijo don Efrén.

3 de marzo de 1942

Ha muerto Camilo Bascardo. La madre de don Efrén ha dicho: «Ya está. Ya llegó».

4 de marzo de 1942

Ha muerto Cristina Oiaindia. «Es el fin que nos espera a todos. Que Dios acoja su alma», dijo doña Ángela. Y la madre de don Efrén: «¿El fin? Nada de fin, será el verdadero principio».

11 de marzo de 1942

Sé hoy que Camilo Bascardo, en 1919, hizo testamento en favor de don Cándido, a quien deja todos sus bienes. Todos, si en tan escueta palabra puede caber cuanto poseía. Precisamente en 1919 había nacido su nieto don Cándido. Y en todos sus bienes se incluyen los de Cristina, puestos a nombre del esposo para que Franco no se los confiscara por nacionalista. Así pues, es un Todo encima de otro Todo. La madre de don Efrén se levantó de su silla y levantó sus brazos y así los mantuvo no menos de tres minutos, mientras el grupo la miraba pensando que había muerto en esa postura, hasta que nos llegó su fortísimo rugido o relincho, una rúbrica o remate a qué sé yo qué, y como después la mujer quedó exhausta, esa palabra o sonido pareció el último mensaje en el que un moribundo resume su existencia. Dijo don Efrén: «Da no sé qué poner las manos sobre ese caudal. ¿Dónde quedan las leyes del más fuerte y de la implacabilidad? Es como aceptar la derrota de mis principios… Sin embargo, sea bienvenido».

3 de mayo de 1942

Don Efrén me preguntó: «¿Recuerdas qué cosa es Oiarzena?». Ely su madre llevan semanas abrazándose por toda la casa y dando gritos intempestivos de puro alegres que están. A él nunca le había visto tan alegre en veinte años, y a ella nada de nada. «Claro que recuerdo Oiarzena», le dije. «Pues ha llegado la hora de librarme de esa gusanera, de borrarla del mapa. Supongo que comprenderás que necesito limpiar ese agujero de la gente que lo habita». Pronunció de un modo especial el «necesito». Oiarzena. Le pedí que no hiciera eso. «No lo haga», le dije. «¿Por qué? Es mío. ¿No lo entiendes? Es nuestro, nos acaba de caer del infierno. El pensamiento de saberlos allí haciendo lo que hacen es superior a mi aguante. Necesito borrarlos del mundo». Otra vez, el «necesito» casi angustioso. «No lo haga», le pedí. «Me irrita que tú, tú, de nuevo, te sientas más cerca de ellos que de nosotros. Tú no perteneces a otro mundo más que al nuestro y mis fracasos me queman. Nunca permitiré que tú seas mi fracaso. ¿Por qué abogas por ellos?». «Allí vive una hija de mi padre», le dije. «Tu hermanastra, hermanastra, y ni siquiera vive ya». «Pero regresará. No lo haga». Paseó por la habitación durante un rato mirando al suelo. «Me exiges demasiado. Soporto de mala manera los fracasos que no están en mi mano resolver, sobre todo uno, uno muy especialmente. Uno. Uno. No me pidas que añada a mi historial un segundo fracaso que está en mi mano resolver. Sencillamente, te transferiré la responsabilidad. Oiarzena es tuyo. Mañana firmamos los documentos. No pongas esa cara de mendrugo. Sólo me has de jurar que no los mantendrás allí de por vida, que vaciarás Oiarzena alguna vez».

3 de mayo de 1943

«¿Cuándo vas a borrar de mi vista a esos insurgentes de Oiarzena?», me ha preguntado don Efrén.

3 de mayo de 1944

«¿Cuándo vas a borrar de mi vista a esos insurgentes de Oiarzena?», me ha preguntado don Efrén.

16 de junio de 1944

Todos hemos visto el carro tirado por dos bueyes y cargado de trastos que recorrió el paseo de la playa con un hombre en el pescante. Lo que ha sucedido después me obliga a recordar que doña Ángela jugaba al bacará en la terraza con sus amigas y que Elisenda las miraba con aburrimiento acariciando la cabeza de su hijo de seis años, hasta que, de pronto, se puso en pie y empezó a desnudarse y a despojarse de las joyas que su madre le obliga a llevar, y seguidamente desnudó a su hijo. Y así, como Dios los trajo al mundo, bajaron al paseo y se acercaron al carro y el hombre les ayudó a subir. El asombro nos dejó paralizados a cuantos veíamos aquello. Elisenda, su hijo y el hombre pudieron desaparecer tranquilamente.

3 de mayo de 1945

«¿Cuándo vas a borrar de mi vista a esos insurgentes de Oiarzena?», me ha preguntado don Efrén.

7 de octubre de 1945

¿Qué hacer para que doña Ángela me vea por encima de mí mismo? He empezado a estudiar una elitista carrera de letras.

3 de mayo de 1946

«¿Cuándo vas a borrar de mi vista a esos insurgentes de Oiarzena?», me ha preguntado don Efrén.

3 de mayo de 1963

«¿Cuándo vas a borrar de mi vista a esos insurgentes de Oiarzena?», me ha preguntado don Efrén.

19 de octubre de 1963

Ha muerto don Efrén. Me despido. Siempre amé a doña Ángela estando don Efrén en medio. Y cuando estuvo ausente, preso, ya sabemos lo que ocurrió. Ahora, cuando descanse en su panteón, podría ocurrir otra vez. Pero en esta ocasión ya no regresaría para salvarnos a ella y a mí: ni la mujer amada de setenta años ni yo sabríamos qué hacer. Ante tan gran peligro, creo mejor desaparecer y amar a doña Ángela en la distancia. ¿Han sido cuarenta y dos años perdidos? ¿Lo han sido?

Así concluía el diario. He transcrito de él únicamente lo más insólito y, a mi juicio, esclarecedor de muchas cosas, pasando por alto el resto de la ingente información. Nunca fueron mis conversaciones con don Manuel tan abundantes como a partir de este febrero de 1969. De ellas se han nutrido, principalmente, estas memorias mías, o lo que sean, comenzadas sólo días después de la gran lectura. ¿Por qué?, ¿quizá porque no dejo hijos? Que me guíe otra razón menos manida. Don Manuel lo revelará algún día…, si le da por recoger el testigo. De haber podido elegir a una persona de Getxo para que escribiera su diario —descartada Ella, quien jamás habría aceptado un encargo semejante ni, por su cuenta, se le habría ocurrido caer en semejante sentimentalismo—, no habría sido otra que mi primo, aunque no el que se movió a la vista de todos nosotros hasta sus dieciocho años. De modo que tuvimos, sin duda, el diario más deseado.

Al cerrar el librote, descubrí en el dorso en blanco de la última página, perdidas en el confín inferior, las únicas líneas escritas por Aurelio ya fuera del Galeón:

26 de octubre de 1963

Don Manuel Goenaga, el maestro, ha sido el primero en leer estas páginas.

Al parecer, Cosme Jauregui no pudo adaptarse a la libertad y murió en 1966, tres años después de su salida de Jauregui, cuando el asombro del pueblo por su resurrección se había enfriado y nada hacía pensar que no retomaría su vida de antes del 37. En este deseo general figuraba, como algo básico, su escopeta y lo que representaba: aire exterior, montañismo, desperezamiento de piernas y mente, recuperación de horizontes situados a mucho más de pocos metros, correspondencia con la vida animal, es decir, con la vida en libertad. Y, a fe, que Cosme se entregó a ello con aparente entusiasmo, no se perdió ni una apertura de veda. Disponía, además, de su diaria visita a La Venta, donde jugaba al mus con los viejos compañeros supervivientes de la Guerra; una casamentera lo consideró terreno virgen y le deslizó nombres y dotes de candidatas; y don Manuel mantenía frecuentes charlas con este protagonista de uno de los más apasionantes capítulos de la historia de Getxo. En cuanto a mí, supongo que la boda de su hermana lo empujaría a entender que los grandes cambios en las vidas no traían por fuerza finales sino también principios, que ahí le quedaba una madre que si, antes, él necesitaba de ella, ahora ella necesitaba de él. Con todo, falleció. No había que culparle de nada, no se suicidó. Simplemente, dejó de vivir. En esta ocasión, no escuché de boca de don Manuel la sombría creencia de mi abuelo Zenon: «Las guerras que empiezan no se acaban nunca», pero estoy seguro de que revoloteó en su cabeza. Curiosamente, Cosme Jauregui no se nos fue en un mes en que se abría la veda sino en uno en que se cerraba.

En junio de 1968, nuestro mundo se conmocionó con la noticia —esta vez no fue el rumor de una acción anónima, el nombre del etarra figuró en los comunicados de ETA y en la prensa franquista— de que Txabi Etxebarrieta había matado de un tiro de pistola a un guardia civil, José Pardines, y compañeros de éste lo habían matado a su vez dos horas después. Eran el primer muerto de ETA y su primera víctima. La emoción nacionalista brotó a flor de piel y los funerales por el etarra en la bilbaína iglesia de San Antón congregó a miles de personas, a mí mismo. ¿Qué hacía un anarquista en una celebración patriótica? Vivimos tiempos globalizadores. Me bastó que Txabi Etxebarrieta militara en un movimiento que se enfrentaba abiertamente a Franco… ¡y con armas! Era algo tan nuevo y maravilloso que el resto de la emplastada oposición franquista no podíamos hacer sino bendecir. Naturalmente, las fuerzas del orden cargaron contra la muchedumbre, que no cabía en el templo, y no sólo hubo carreras sino enfrentamientos como nunca se habían conocido. En medio de las oleadas de cabezas descubrí a la señorita Mercedes y a don Manuel en el momento en que me atizaban un porrazo en la espalda. La tomé a ella de un brazo.

—Por aquí —les dije a los dos, dirigiéndome a los arcos de la Ribera.

—¡Son unos brutos, era una función religiosa! —exclamó la señorita Mercedes recomponiendo la mantilla sobre su cabeza.

—Mejor si te la quitas, vas pregonando de dónde vienes —le dijo don Manuel.

Se había jubilado tres años antes, a los setenta y dos. A sus sesenta y uno, la señorita Mercedes continuaba de maestra y siempre creí que nunca dejaría la pequeña escuela de las niñas, porque ella nunca dejaría de ser la joven maestra de veinticinco años que yo conocí. En ningún momento corrió entonces como una vieja de sesenta y un años.

—¿Qué cree usted que significan realmente estos tiros, don Manuel? —le pregunté.

Estábamos ya en el Casco Viejo y él había normalizado su respiración.

—La verdad, no sé qué pensar —confesó—. Por un lado, parece que esos jóvenes vascos se han decantado finalmente por la lucha armada, cosa que yo lamento, aunque Txabi Etxebarrieta disparó cuando el guardia iba a disparar, es decir, en defensa propia, lo que le exime en gran parte de culpa. Porque un vasco no asesina, no somos así. Estoy por creer que en esa organización hay alguien que les inspira y que no es vasco.

Hasta la propia señorita Mercedes le envió un «¡A ver cuándo espabilas!». Era una más de las mitificaciones sobre lo vasco de quienes parecían vivir fuera del tiempo. Al detenerse en esa reliquia, a don Manuel se le escapaba el profundo significado de aquel intercambio de disparos y de aquella manifestación tan masiva y plural ideológicamente. No era éste un caso aislado, tenía precedentes. Dos meses antes se había celebrado en San Sebastián un Aberri Eguna de las mismas características y con la participación de ETA. En 1964 había empezado a quebrarse el miedo con el primer Aberri Eguna en el interior desde la Guerra, en Gernika, calentado por ETA en las semanas precedentes con bombas en edificios oficiales. A raíz del Primero de Mayo en Bilbao de este mismo año, y ante la gran manifestación de trabajadores que congregó, ETA asumió por primera vez un nacionalismo de los trabajadores. En el Aberri Eguna de 1963, en París, el lehendakari Leizaola —en la misma línea que don Manuel— denunció la violencia de ETA, y eso que aún el joven movimiento no había matado a nadie; por su parte, el PNV rechazó su marxismo… Y, bueno, dos meses después de aquellos primeros disparos, ETA asesinó a Melitón Manzanas, comisario de la Brigada Político Social, y Franco declaró un estado de excepción que duraría tres meses. El pueblo vasco respondió con grandes manifestaciones. ¿Estaba en marcha la táctica acción-represión-acción preconizada por ETA?

—Necesitábamos algo así para compartirlo y alzar la cabeza con un mínimo de dignidad —les dije, tras los porrazos en San Antón.

—Sí, después de tantos años de silencio —dijo la señorita Mercedes—. ¿Puedo confesar que estoy contenta?

—No, no puedes, no debes —prorrumpió don Manuel—. Han muerto dos personas.

—No me alegro de esas muertes, de ninguna de las dos, pero no puedo evitar sentir algo por dentro parecido a la alegría —dijo la señorita Mercedes—. Tiene que ser alegría porque sé muy bien cómo es la tristeza.

—Una memez impropia de una maestra —gruñó don Manuel—. Al principio de una guerra todo el mundo parece contento.

—Guerra, guerra… ¿Quién habla de guerra? —protestó la señorita Mercedes.

—Todas las guerras empiezan con unos primeros tiros —dijo don Manuel—. Por no hablar de las intenciones de esa organización violenta, intenciones que conozco porque leo sus publicaciones. El propio Partido las ha repudiado. Resulta que desde el propio nacionalismo se propugna la revolución marxista. ¡Increíble! Nuestra Guerra dejó bien claro que el comunismo y demás extranjerías no iban con los vascos. Hasta el propio Franco lo dejó inmortalizado para la Historia con su rojo-separatistas, el guión distinguiendo a unos de otros.

—No sufra por ello, don Manuel, no sufra en lo más mínimo —le tranquilicé—. ETA sí habla de revolución, pero la pone detrás. Primero sería la independencia. Luego, en una Euskadi independiente, se acordaría de la revolución… ¿Por qué me amarga usted el día recordándomelo?

—Callaos los dos —nos pidió la señorita Mercedes—. Yo amo a esta ETA que nos ha despertado.

—Todos sentimos eso —aseguré.

—Tú más que otros, no tienes que jurarlo —dijo don Manuel—. ¿Para qué una nueva guerra, para traernos el marxismo? Espero que esos jóvenes desenmascaren pronto a su infiltrado.

—Nada de infiltrado. Su único mal es el patriotismo —dije.

—Toda devoción es poca para la patria —pronunció don Manuel con la voz quebrada.

Cuando alcanzaba este grado, yo siempre desistía. Pero en esta ocasión teníamos allí a la señorita Mercedes.

—Pasadme textos de esos chicos —pidió—. ¿Por qué no se me ha pasado un solo papel hasta ahora? No soy una niña.

—Me lo recuerdas —dijo don Manuel de mala gana. Sin duda, pensaba en la incrementada peligrosidad de andar en ésas tras la muerte del guardia.

—A mí no me asustaría una revolución traída por ETA —anunció de pronto la señorita Mercedes— ni la que quería traer Asier. Todos somos anarquistas dentro de nuestras casas.

—No digas más tonterías, hablas sin haber leído nada de lo que hablas, ni siquiera pensado —gruñó don Manuel.

La señorita Mercedes carraspeó, elevó sus ojos al cielo y nos envió suavemente:

—Bien, pues desasnad a esta pobre maestra de pueblo…

—No es el momento —vaciló don Manuel.

—¿Que no, en este día en que por fin se ha empezado a mover algo? —exclamó ella.

Don Manuel se tomó un tiempo, que llenó de tosecillas no carentes de solemnidad.

—Considerando el punto de inflexión en que parecemos encontrarnos en estos cruciales momentos y no olvidando nunca valores que…

La señorita Mercedes le cortó con un gesto de la mano sesgando el aire y aterrizando en mi hombro.

—Déjaselo a Asier —murmuró a media voz.

Don Manuel no emitió una sílaba más. Tampoco se le oyó ni una de sus toses de apoyo. El y la señorita Mercedes me miraron. Consideré que yo debía a alguien una indemnización:

—No se alarme usted, de verdad. Jamás triunfará un nacionalismo revolucionario, su propia esencia exclusivista se lo impide. La libertad no tiene fronteras… Y esa eterna invocación sentimental a la supuesta ancestral democracia vasca, a la Lege Zarra… Es un sueño tan hermoso que a mí mismo me conmueve, no sólo por ser sueño deseable sino por esa imposible y ferviente esperanza de que haya podido existir alguna vez en el mundo…

—¡Existió! —El ardiente corte de don Manuel fue más un suspiro hacia dentro—. ¿De qué otro tiempo proceden, si no, los Baskardo de Sugarkea?

—Otra leyenda…

—¡Pero están ahí, a un paso de nuestras casas, herencia viva de un pasado real, de un origen…! ¡Los Orígenes, con mayúscula!… ¡Allí, en La Galea, estuvo el primer Roble de los vascos que aquel patriarca Baskardo arrancó y arrojó por el acantilado cuando el paraguas de sus ramas ya no podía cobijar a todo el pueblo y, a sus espaldas, habían sido inventados los farisaicos representantes y un nuevo árbol para su palabrería en el interior…!

—El actual de Gernika —pronunció la señorita Mercedes—. ¿Crees tú de verdad en todo eso? Sí, claro que lo crees, no hay más que ver tu cara. ¿Por qué no vamos a tomar un café con leche caliente?

—Antes hubo ese otro Árbol, el verdadero —insistió nebulosamente don Manuel.

—El de la democracia directa, el de las asambleas intachables —dije—. ¿Sabe usted cómo se llama a eso? Anarquismo.

—Lo esperaba de ti hace tiempo, Asier, sabía que algún día me saldrías con ello. —Don Manuel se secó las manos con su pañuelo; al menos, se las frotó.

—Todo eso nos pilla ya muy lejos…, sobre todo después de lo que acaba de ocurrir —dijo la señorita Mercedes—. Estábamos en el nacionalismo revolucionario…

Don Manuel volvió a la carga:

—El antiquísimo euskera es la reliquia tangible de que, en una edad muy remota, existió algo, que el sueño de los verdaderos nacionalistas no es un sueño.

Tanto la señorita Mercedes como yo permitimos que cerrara con ello esa parte de la cuestión.

—Esos admirables muchachos sostienen una gran verdad: que el hombre vasco está sometido como pueblo y como trabajador —continué—. Es decir, que padece dos opresiones. Creo que también aciertan al puntualizar que es el proletariado vasco el único en sufrir las dos opresiones, que la pequeña y la media burguesía sólo sufren la opresión nacional, y la gran burguesía, ninguna. La baza revolucionaria estaría, pues, en el proletariado. Pero no en cualquier proletariado, es decir, no en todos los proletariados (suponiendo que haya varios, y pienso que en este otro exclusivismo está su error), sino en el vasco. Escriben que el proletariado que luche sólo por la justicia social es proletariado español y, por tanto, no válido para la revolución vasca… Esto es literalmente lo que escriben y lo que he leído varias veces por si leía mal… Y, con respecto al verdadero enemigo, el capitalismo, lo admiten… siempre que sea vasco, y les he leído bien desde el momento en que, escriben, dejaría de ser vasco cuando se convirtiera en monopolista y formara parte del capitalismo central, el de Madrid… En cambio, estoy con ellos cuando señalan que el nacionalismo clásico, el PNV, protege burguesías económicas tanto bajas como altas…

—No es así, exactamente —adujo don Manuel—, la cosa exige puntualizaciones.

—Una muestra: en junio del 37, en la retirada, los mandos nacionalistas apostaron al batallón Gordexola en Altos Hornos para impedir que los dinamitaran los asturianos, y así regalaron a Franco, intacta, una ingente industria con la que le ayudaron decisivamente a ganar la Guerra. Hoy, Altos Hornos sigue siendo un bien vasco. ¿Eso quería el PNV?

—Historia vieja —refunfuñó la señorita Mercedes—. Adelante.

Sin embargo, me dirigí a don Manuel:

—Ustedes los nacionalistas habrán de comprender que ETA ha tomado muy en serio la libertad de Euskadi. ¿Están ustedes de acuerdo con estos muchachos o se agarran al marxismo para no estarlo? Ellos se lamentan de que la gente les aplaude desde las ventanas pero no baja a la calle a secundar su lucha. Escriben que el nacionalismo no debe ser racista, clerical, conservador, como el antiguo (ellos lo dicen), sino abierto a todos los habitantes del país, revolucionario. Dura tarea la suya…, y más habiendo elegido la soledad: rechazan el legitimismo de la República, la fidelidad del Gobierno vasco en el exilio a la legalidad republicana. Su objetivo es Euskadi y no España, el autogobierno vasco y no un régimen más o menos democrático en Madrid. Piensan que el nacionalismo vasco ha de tener su propia dinámica y no depender de las fuerzas de oposición franquistas con su enfermiza espera del boicot internacional a Franco. Dicen: «Nuestro problema será solucionado por nosotros o no lo será por nadie». ¿Se dan cuenta ustedes? ¡Están solos!

La señorita Mercedes sacó de su bolso su pequeño pañuelo azul para tocarse con él los ojos. Murmuró:

—Lo que escriben esos chicos es lo que siempre hemos sentido.

—Pero han matado y llevan pistolas para seguir matando —dijo don Manuel.

—¿No lo comprendes? —exclamó la señorita Mercedes—. ¡Están en guerra con España!

—Y con Francia —señalé—. Su Euskadi se prolonga al otro lado de los Pirineos.

—¡Y con Francia! —remachó la señorita Mercedes mirando a don Manuel.

—De personas dispuestas a entregar la vida por defender sus ideas —expuse—, lo menos que debe concedérseles es la sinceridad, incluso cuando dicen creer en la revolución social dentro del nacionalismo. Pero pienso que hay grados entre creer y creer: lo único que sienten con todas sus vísceras es la patria vasca. Lo otro no lo sienten, sólo creen sinceramente en ello.

Don Manuel se secó o limpió los labios con su pañuelo, muy metido en lo suyo. «Pero han matado», repitió varias veces.

—Cuando se sufre una dictadura criminal todo es válido contra ella —declaré con ardor.

Entonces pareció recibir un estímulo de algún sitio, sus ojos cobraron nueva vida y si no fue un reto lo que nos lanzó con su mirada fue algo muy parecido.

—¿Queréis saber lo que me contó Cosme Jauregui a poco de salir de su agujero? —nos preguntó, y quedamos a la espera—. Su batallón combatía en los Intxorta. Por fin, le habían convencido para que empuñara un fusil, aunque su escopeta no dejaba de colgar de su hombro. En toda la Guerra sólo cazó tres palomas, cuatro malvives y un conejo. Llevaba muy bien la cuenta. El fusil era para los enemigos, pero nunca quiso saber si les acertaba. En los Intxorta también se perdían posiciones de día para ganarlas de noche. Matando y muriendo los hombres se convirtieron en fieras. En uno de los contraataques nocturnos, Cosme echó a un lado el fusil y la escopeta y levantó él solo una pequeña ametralladora y se lanzó al ataque con la primera línea, disparando sin dejar de avanzar. Fue el primero en alcanzar la trinchera enemiga, cuyos ocupantes se aprestaban al combate cuerpo a cuerpo con las bayonetas, pero Cosme los barrió a todos desde arriba con sus ráfagas furiosas, una detrás de otra, disparando finalmente contra cadáveres, hasta que se le agotó la munición. Sólo entonces despertó y vio la escena. Lloraba al contármelo: «¿Cómo pude hacer aquello? ¿Cómo?». El recuerdo le martirizó a lo largo de sus veintiséis años en Jauregui, tardó ese tiempo en poder confesarse con un sacerdote. Los vascos no somos de matar.