ASIER ALTUBE

Y el otro gran fracaso… En 1960 nada anunciaba que viviríamos una segunda acción revolucionaria como la esperanzadora huelga del 47, que no resultó ser el estreno de un nuevo tiempo sino el último estertor del viejo. Hasta los supervivientes de la Guerra empezaron a olvidarse de la utopía del derrocamiento de Franco con la llegada de los nuevos aires de la política internacional: la guerra fría entre la URSS y Estados Unidos, que consolidaba al dictador. En 1955, España ingresaba en las Naciones Unidas. Resultaron estériles los clamores de la resistencia en el exilio recordando a las naciones su deber moral de acabar con el último fascismo en Europa. En 1956, el patético discurso de José Antonio Aguirre en el Congreso Mundial Vasco sonó a liquidación. La lucha antifranquista quedaba reducida al interior y al verdadero sujeto revolucionario: el movimiento obrero. Pero sus acciones no tuvieron ya un móvil político sino económico. Aunque ¿cómo porciar el uno del otro en el tejido más profundo de cada nuevo guerrillero, aquel que no había combatido en la Guerra ni conocido en propia carne la represión? La plataforma de lanzamiento de la nueva política obrera fue, curiosamente, un instrumento franquista: su fraudulento sindicato vertical. Se trataba de torpedear desde dentro la Central Nacional Sindicalista. La iniciativa fue de los comunistas. En las elecciones a enlaces sindicales de 1950, recibieron la mayor parte de los votos, completándose con electos socialistas, republicanos, anarquistas, nacionalistas, independientes… Yo fui elegido enlace en Altos Hornos. Por muy revolución blanca que fuera, los jerarcas franquistas palidecieron. El cambio de rumbo del movimiento obrero fructificó en las huelgas del 51, 53 y 56. Pero su motor fue el hambre.

Iniciada en Barcelona, la gran huelga de 1951 se extendió por toda España. En Euskadi, Azkoitia dio el primer paso. Pronto la huelga fue general en Vizcaya y Guipúzcoa, extendida por las recurrentes octavillas. La policía detenía huelguistas a cientos y se los llevaba en taxis, por resultar insuficientes los coches celulares. Tenía preferencia por los enlaces sindicales. Yo también fui interrogado en comisaría bajo una lluvia de golpes. «¿A qué partido perteneces? ¿Qué partido ha comenzado todo esto?», a lo que yo respondía: «¡Sólo es una huelga de estómagos vacíos!». Sólo era eso. Un kilo de pan costaba una hora de trabajo; una docena de huevos, cuatro; un kilo de carne, siete. Incluso voces de una Iglesia que, en 1936, había declarado Cruzada a la rebelión franquista, declaraban: «En este país no habrá justicia social mientras haya trabajadores que deban trabajar doce horas diarias para subsistir más que para vivir».

1953: 3000 trabajadores de Astilleros Euskalduna en la calle; en solidaridad, la Naval y Astilleros Nervión. Ocho días en huelga. El Gobierno cede, y se suben los jornales entre un 10 y un 15 por ciento. Insuficiente. Nueva gran huelga en 1956 en Pamplona, Vizcaya y Guipúzcoa, que se extiende a Cataluña. Represión general. Detenciones. La policía rastreó a los que destacaron en las huelgas del 51 y del 53, yo entre ellos. El Gobierno concede otro mísero aumento de jornal, aunque aprueba el despido libre.

Estamos ya en pleno despegue económico del país, con la industria pesada de la ría obteniendo beneficios escandalosos, y pequeños y medianos empresarios —en su mayoría, de ideología nacionalista— enriqueciéndose al amparo de un Plan de Estabilización sustentado en el práctico estancamiento de los salarios. Para muchos era bienvenida la paz sin huelgas de la dictadura de Franco. Con todo, Comisiones Obreras, el clandestino movimiento sindical, logró estructurar a la clase obrera en 1958. Pero se caminaba hacia la reconciliación nacional de los comunistas, no hacia la revolución…

La solución que apliqué a mi caso particular fue la misma, pero en esta segunda ocasión me propuse llegar hasta el final. Aunque estaba desesperado, no actué de manera fulminante: me concedí tiempo para meditarlo y nunca cerré todas las puertas. Busqué a Flora, la de Oiarzena. ¿No prueba esto que daba una oportunidad a que alguien apartara de mí una, al menos, de las dos razones para quitarme de en medio? Durante el camino rememoré mi primer encuentro con ella de once años atrás, al segundo día de su regreso de Francia: todos conocíamos su historia, su anarquismo en la Guerra, y en 1949 no abundaban en Getxo ejemplares así. Por entonces, me encontraba políticamente muy solo. Tobías Campo había sido fusilado dos años antes. En realidad, no tenía claro qué esperaba de aquella revolucionaria; ¿revolucionaria? Era una soleada tarde de junio y, al atravesar los desvencijados setos, me dije que no era difícil que encontrara desnudos o medio desnudos a los habitantes de aquel insólito territorio. Oí voces procedentes de detrás de unas cañas de cuatro metros y tosí fuerte para prevenirles. Asomó un rostro pequeño, el de Fabiola, para desaparecer al punto. Un cuchicheo y, enseguida, el «Adelante, adelante» de la misma Fabiola, y cuando doblé la pared de cañas la encontré dando los últimos toques a una sábana recién puesta sobre el cuerpo de su hija. También ella, Fabiola, vestía sábana, y lo mismo un anciano que se lavaba los pies en un balde bajo una higuera, que no pude precisar si era Moisés o Román, ambos corpulentos. Saludé a las mujeres y Fabiola dijo: «Es Asier, el sobrino de Roque Al tube». «Ah», dijo Flora sonriéndome. Tendría unos treinta y cinco años, aunque parecía más joven. Llevaba largos sus cabellos negros y era en el brillo de sus ojos de carbón donde radicaba, principalmente, esa impresión indeleble de nubilidad. «Si el anarquismo es virginidad, ella lo es», pensé. Naturalmente, el juicio no era ajeno a su pertenencia a Oiarzena, su nacimiento, su niñez, e incluso antes, su madre y mi tío Roque concibiéndola, por encima de toda ordenanza, sobre cualquier tálamo silvestre de Getxo. Supongo que la expresión de cariño que me dedicó Fabiola tenía mucho que ver con el parentesco que me unía al hombre que la entronizó como mujer. Me dijo: «Nos vemos tan poco, Asier, que ni sabía que ya no llevabas bastón». Sonó fuera de lugar y ella misma lo comprendió enseguida, pero nadie le podía criticar que exhumara su viejo recuerdo. «No te habría reconocido», volvió a sonreírme Flora. «Tendrás sed con este calor, sacaré agua fresca del pozo», se ofreció Fabiola, pero no se dirigió al pozo sino a la casa. Aproveché su ausencia para hacerle a Flora la revelación; de pronto, creí saber para qué estaba allí: «Yo también soy anarquista». Su rostro quedó en estado neutro. Luego lanzó un «¡Oh!» y se le atropellaron las palabras: «¿Tú, un anarquista? ¿Un anarquista por aquí? ¿Un Altube anarquista? ¡Me has dado la sorpresa de mi vida, Asier! ¿No me tomas el pelo?». Le hablé de Tobías Campo y su grupo, de mi relación con ellos, de mis lecturas, de mis revoloteos antifranquistas con Perico Orejas y Pachín, Juanto, Petaca y Joseba, de la gran huelga de hacía dos años, de los esfuerzos de los partidos para levantar de nuevo a la clase obrera… «O de que la clase obrera arrastre a los partidos», me corrigió. ¡Ella sí que tenía espíritu revolucionario! Bueno, y así se lo dije. Suspiró. «¡Doce años fuera, doce años en ningún sitio, ni aquí ni allá! Allá, paralizados, salvando a duras penas el pellejo, partículas de aquella resistencia de exiliados que sólo hablan, se reúnen y firman comunicados… ¡Pero regreso y me encuentro en Getxo a un anarquista en pie de guerra!». Negué con la cabeza: «El pueblo está postrado, la represión fue muy dura en la huelga, ahora sólo se piensa en meter horas y horas en el tajo para no morir de hambre». La miré fijamente, parpadeó y dijo: «No, no contéis conmigo. Lo siento. Ya estoy aquí, pero soy vigilada. Quiero volcarme en mi hijo. En esto, llevo doce años de retraso. Sin embargo, mi anarquismo sigue intacto». «Yo debo demostrar que soy anarquista y tú no», le aseguré. «A ti te basta con regresar a Oiarzena y seguir viviendo vuestra valiente libertad. ¡Estáis haciendo una revolución anarquista y nadie lo sabe! Es más fácil escribir libros y fundar una comuna que quitarse las ropas». Y ella: «Es posible que hayamos empezado por el final… ¿Quiénes eran aquellos anarquistas, o lo que fueran, que encontró mi tío Martxel en su viaje a Oriente y metieron en su maleta lo que nos enamoró?». «Nunca os lo podrá decir… porque ya nunca se lo preguntaréis». Los ojos de Flora se humedecieron al musitar: «Así es. El también sobrevive en otra piel para no quedar destruido. Le quiero demasiado y nunca…». Se pasó una punta de la sábana por la base de los ojos y añadió: «Se lo debo, yo sé por qué… Mi segunda deuda es con mi pequeño Kresa. Y olvidémonos por muchos años de la palabra esperanza. Las democracias…, lo siento por todos vosotros…, las democracias apuntalarán a Franco con dólares. ¡Será la nueva moral!». Entonces supe, igualmente, que era el segundo informe que había ido a buscar.

A todo esto, descubrí de pronto a Fabiola con una jarra vacía y un vaso, escuchándonos, y seguro que no acababa de llegar. Emitió un «¡Oh!» suave, salvó los tres pasos hasta el pozo, maniobró con la polea para subir el cubo, llenó la jarra y regresó y, frente a mí, llenó el vaso. Le oí el segundo «¡Oh!» cuando me retiraba sin haber recogido el vaso que sólo vería horas después, al rebobinar la escena y recoger también su «Te tengo en mi mejor consideración, Asier».

Y luego, en 1960, mi segunda aparición en aquel territorio tan especial, buscando otra lectura política de la realidad, pues la mía me llevaba a la destrucción. ¿Me habría apartado del suicidio una Flora vibrante de esperanza en la revolución? Aun siendo lo que yo esperaba de ella, no la habría creído. En cualquier caso, quedaría mi pérdida de Nerea. Pero fui, que nadie me acuse de encontrar placer cerrándome todas las puertas. Era un frío enero y a la primera persona que vi fue a Fabiola cuando me abrió la puerta antes de haber llamado, buen oído para una mujercita que estaba hecha toda una anciana. Su rostro de pasita arrugada se iluminó. También funcionaba bien su memoria: «¿Vienes por aquel vaso de agua?», me preguntó en un susurro confidencial y con chispitas en los ojos. Tardé en recordarlo los segundos que me llevaron hasta el fuego bajo ante el que se sentaban los demás. «Ah, sí», exclamé, y Fabiola pronunció entre risitas otro «¡Oh!» de complicidad, pero ya tenía ante mí a Flora besándome la mejilla y diciéndome: «Me alegra verte, Asier». De una zona medio en sombras brotó un «Hola» desvaído: era el anciano Moisés. Recordé que Román había muerto más de ocho años atrás. Fabiola llevó una silla de paja junto al fuego y me hizo sentar. Las dos mujeres seguían de pie y, sentada, había una tercera, y de golpe recordé y en mi interior sonó su nombre entre admiraciones: «¡Anaconda!». Sabía, como todos, que vivía bajo aquel techo, y la pregunta de «¿Por qué la señorita Mercedes consintió en quedarse sin ella?» no tuvo respuesta. Sentada en el centro de un pequeño banco corrido, Anaconda pelaba patatas con parsimonia, sin dejar de mirarme; si alguna persona en el mundo sabía estar sentada era ella. También supo tumbarse, como ninguna otra, sobre aquel pupitre de la última fila. ¿La odiaba? Nunca me lo pregunté hasta ese momento, el otro había ocupado todo mi odio. No, no la odiaba. Pelaba patatas mecánicamente, sus ojos no se apartaban de mí: una mirada incansable que daba la impresión de ser absolutamente imprescindible para ella, aunque, también, de que podía esperar durante años otra ocasión para dirigírmela. Porque me miraba con una especie de soterrada necesidad intemporal: cuando me volví a medias sobre mi silla para librarme de aquellos ojos de carnero, se deslizó por el banco arrastrando con ella el cestillo de las patatas y el de las peladuras, hasta enfrentarme. Aquello constituía algo nuevo, tanto para mí como para cualquier vecino de Getxo, pues aquella india kamayurá, una estampa exudando sexualidad al cien por cien, desilusionó a los hombres y desconcertó a las mujeres al rechazar todas las pasiones de amor que la acosaron desde su aparición entre nosotros con quince años. Fue como un aerolito ajeno a la capa atmosférica que atravesaba. Sólo una excepción: don Manuel, el único amor de su vida con una única unión. Aventuré una hipótesis sobre la razón de aquella mirada de la india, un ejercicio igualmente imprescindible que, por unas décimas de segundo, relegó todo lo demás: yo le hacía sentir más cerca a don Manuel.

Descontados Moisés y Anaconda, ausente Matías por su trabajo, y el «Dios sabe por dónde andará» pronunciado por Fabiola refiriéndose a Kresa, cayó sobre las dos mujeres la responsabilidad del fracaso de mi visita. Quizá esperé demasiado, sobre todo de una de ellas, o exclusivamente de una de ellas. No tardé en dejar de combatir por enderezar el toma y daca de frases comunes, de preguntas insulsas sobre miembros de mi familia, tanto vivos como muertos, si estaban sanos los vivos, si murieron en paz los muertos. Descubrí a una Flora desconocida. Fueron vanos mis desesperados intentos por reflotar temas absolutamente imprescindibles para mí, como las posibilidades de nuestro nuevo tipo de resistencia a la dictadura y si nos encaminaba hacia la revolución. Hasta su aspecto exterior había cambiado. Nada de sábana o manta cubriendo apresuradamente su desnudez a mi llegada: tanto ella como Fabiola vestían falda larga y jersey grueso de lana de cuello cerrado. Ni rastro de la muchachita que escandalizaba practicando aquella forma de anarquismo sin saberlo, ni de la combatiente en el batallón libertario de la Guerra, ni siquiera de la madre que regresó de Francia. ¿Qué había hecho el tiempo con ella? ¿Acabaríamos todos así? Se me cerró la última puerta.

De modo que la emprendí con los últimos preparativos. Aquella noche escribí dos cartas, una a la madre y otra a la señorita Mercedes. La carta que más me costó fue la de la madre. Carecía de práctica, no había hecho la mili. Quise escribirle como le hablaba y no resultó. ¿Qué me habían enseñado en la escuela?, ¿qué lenguaje artificial lleno de reglas enredaba mis sentimientos? Al cabo de dos horas comprendí que la culpa no era de la escritura sino de que yo carecía de hábito para decirle, por ejemplo, «Te quiero, ama». ¿Cómo escribirlo si nunca se lo había dicho de palabra? ¿Por qué no? Se habla mucho de las difíciles relaciones padres-hijos, ¿y qué de las hijos-padres? «Te quiero, ama», algo tan sencillo, tan sentido, y algunos nos morimos privándonos de escucharlas. ¿Qué clase de zotes somos? Con todo, concluí la carta con un «Te quiero, ama». Incluso sentí arrestos para saltar por encima de inexplicables pudores y correr a decírselo, por primera y última vez, de palabra…, lo que le habría hecho creer que se hundía el mundo, que su hijo estaba en peligro, y habría neutralizado mi tránsito. Metí el papel en un sobre, lo cerré y dirigí a «Mari Benita Ibarrola», depositándolo en el cajón de mi mesilla para que lo encontrara después.

La carta a la señorita Mercedes fue otra cosa. Contenía, también, sentimientos profundos, pero los enmascaré remontándolos hasta su origen, aquel adolescente que cometió la vulgaridad de enamorarse de la maestra. Ni una sola letra de la carta traslucía arrepentimiento. Casi empezaba con el «me enamoré de usted entonces», y, simplemente, ese sentimiento se neutralizaba con una cobarde clausura. No rehuí el «lo mucho que la idealicé a usted como persona», o «mi gran castigo por lo que hago será el no poder verla nunca más». Sin embargo, en la despedida volvieron los traumas: «Con mis respetos», escribí como un memo. La carta no sería sólo mi despedida: la señorita Mercedes la recibiría a las ocho de la tarde, ya de noche, la leería, y ella y don Manuel se precipitarían a Altubena y él la desbordaría para entrar solo en la cuadra —cuya puerta cerraba Mikel a eso de las diez— y descubrirme y bajar mi cadáver al suelo, salvando así a la madre de toparse con el cuadro. Pero todo ocurrió de modo muy distinto.

Me presenté por la mañana —naturalmente, había elegido un domingo— en la cocina a desayunar sin haber pegado ojo. Todo discurrió como siempre, excepto la manera de ver a la madre: la veía después, ya sin hijo. ¿Llevaría el mismo delantal? Luego realicé un recorrido póstumo por nuestras tierras, sentándome en diferentes enclaves para despedirme del viejo fuego de los Altube. Era septiembre y ayudé a la madre y a Mikel a desmochar boronas. Un rato antes de comer, cogí en la cuadra la cuerda con la que atábamos al burro y en un extremo hice un nudo corredizo. La escondí bajo la paja, acerqué la escalera de mano y levanté la mirada para elegir la viga.

Comimos los tres en la cocina alubias con morcilla y chorizo. Me asombré de mi increíble apetito. A media tarde partía hacia la casa de don Manuel. Subí al piso, llamé con la aldaba y me abrió él mismo. Su sorpresa fue mayúscula: la última vez que estuve allí sería hacia 1947, con Nerea, cuando quise demostrar al monstruo que Franco no prohibía los noviazgos.

—Esta carta es para que se la dé a la señorita Mercedes a las ocho en punto de hoy —dije, sacándola de mi bolsillo.

—A las ocho en punto —repitió don Manuel con la mirada fija en la carta—. A ti te resulta imposible entregársela…

Yo llevaba una mentira por si se ponía picajoso.

—La fábrica nos lleva un mes a Alemania a estudiar nuevas técnicas de planos, y esto es mi despedida de la señorita Mercedes.

Y levanté la carta. Pero él tampoco la recogió.

—Faltan tres horas para las ocho —dijo—, dispones de tiempo para…

—Tomo el tren a las siete.

—Entonces faltan dos horas.

—Quiero que la lea cuando yo no esté.

Los labios de don Manuel dejaron escapar un silencioso soplo de aire. No dejaba de mirarme con fijeza. Como si su frente fuera la pantalla de lo que pensaba, vi en ella a la señorita Mercedes y me vi a mí mismo —dos personajes de nuestra insoportable santísima trinidad—, juntos, aunque sólo aparentemente, pues los separaba una distancia máxima. Don Manuel conocía, tanto como yo, el conflicto personal que justificaba la protección de la carta. «Comprendo», murmuró. Fue un instante en que lo volví a sentir muy cerca, un paso más en la reconciliación iniciada tres años antes, en el entierro de Ismael Jauregui, cuando hubo que ayudar a las dos mujeres a cargar con el féretro. «Pero no te marchas para siempre, regresarás y en algún momento habrás de verte ante ella…», añadió. Me cerré en banda y allí terminó el encuentro.

Todo iba muy bien, estaba seguro de que don Manuel cumpliría el encargo de las ocho. Yo me colgaría a la hora de tomar el tren, a las siete, después de que la madre y Mikel hubieran arranchado a los animales de la cuadra. A las seis y media esperaba a pocos pasos de la puerta de la cuadra. Sentado. Masticando una yerba. Repasando mentalmente mi perfecto diagrama. Despidiéndome de la lejana Nerea, la tercera persona importante que no tendría carta, y no me arrepentía de ello… Bueno, y entonces… ¡maldita sea!, ¿por qué me acordé del hermano en aquel preciso momento?… Él estaba allí metido, a él no sólo le importaba tres cojones mi muerte sino que se alegraría de librarse de la gran amenaza que yo representaba como posible inquilino de Jauregui. No me gustó nada dar ese gustazo al verdadero culpable de todo… ¿Por qué se instaló durante tantos minutos el gran cabrón en mi pensamiento?… No necesité consultar ninguna manecilla para saber que ya eran las siete menos cuarto… Él había destrozado mi vida con sólo permanecer allí dentro. Él y el otro, los dos…, ¿qué más daba uno que veinte? Él no esperaría ni un suspiro para comunicar al difunto Ismael la buena nueva, como si no dispusiera de todo el tiempo del mundo. ¿Por qué seguía pensando en aquel muermo faltando diez minutos?… Bueno, la verdad era que, para entonces, ya conocía la respuesta, pero siempre es duro romper con las normas implacables de un pasado. A veces, las cosas vienen sin saber cómo. Era la puerta que nunca se me había ocurrido abrir.

Porque eso era. La coartada con la que me blindé habían sido, precisamente, las puertas. En menos de diez minutos hube de pasar del negro al blanco, echar a un lado mi vieja cosmovisión: primero, Ismael, Ismael, Ismael; y ahora, Cosme, Cosme, Cosme… A las siete menos un minuto dejé de ser el imbécil demasiado respetuoso con la hermana de otros dos imbéciles, me puse en pie y mandé a la mierda mi bonito programa. Un nombre lo iluminaba todo: Cosme.

Imagino a los lectores de todo esto rezongando: «Era esperable, era seguro algo así. En otro caso, ¿cómo lo habría podido contar?». Pero juro que entonces yo no pensaba en la cuerda que hubiera rodeado mi garganta… Tardó demasiado en llegar la noche. No pude acercarme a Jauregui en casi dos horas. Entonces, recorrí por el exterior la pared de arbustos hasta ocupar un puesto a espaldas del caserío. Jauregui había dejado de ser la mata de espantables cabellos brotando del ventanuco, el misterio de un gudari —siempre fue uno, cuando supe del segundo ya no existía el primero— enterrado, y el de dos mujeres condenadas a darle sus vidas. Ahora, yo movía los hilos de un drama cuya solución pudo ser tan simple.

La noche de septiembre era tibia y oscura. «Esto le animará a salir a la huerta a tomar el aire», pensé. «Saldrá en cualquier caso, todas las noches, aunque haya luna, so pena de pudrirse». ¿Y si primero salía ella a echar un vistazo de seguridad? Quizá esta medida la emplearían sólo al comienzo, en la etapa de aprendizaje y del primer miedo… Como no corría un soplo de brisa, un repentino entrechocar de cañas de borona paró mi respiración. Me empiné para mirar por encima de los arbustos más bajos. Sí, había un bulto moviéndose. Mis piernas empezaron a temblar. Una simple voz mía y el mundo se partiría en un antes y un después. Abrí la boca para atender a mi respiración lanzada. La palabra salió sin un expreso deseo de mi voluntad:

—Hola.

—Hola —me respondió al punto un sonido enfermo, absolutamente tranquilo.

¿Habría sido la voz de Cosme? ¿De quién, si no? Como en aquel lance a él le correspondía el terror, el asombro o lo que fuera, y no a mí, pregunté en otro susurro:

—¿Entro?

—Sí, sí… Ahí cerca tienes una grieta en el verde —respondió con naturalidad, aunque su voz era y seguiría siendo un hilo.

Encontré el hueco y me colé.

—Una noche preciosa, ¿eh? —dijo.

Yo estaba demasiado estupefacto.

—Sí, preciosa… Soy Asier, el de Altubena.

—Sí, sí, te esperaba… Con tal de que no te hayas dejado la lengua en casa o te la haya comido el gato… Me estaba empezando a aburrir… Ahora voy, antes quiero acabar este cuadrito.

Le oí apenas canturrear para sí mismo mientras desmochaba artaburus y yo esperaba. Sus palabras me habían adelantado dos cosas: que recibía la charla como el maná y que utilizaba ideas infantiles. Luego hubo un estruendo de cañas al paso de un hombre por aquel bosque cargando con un gran cesto lleno de mazorcas. Vino hasta mí, dejó el cesto en el suelo, se sentó en la yerba y me indicó con el brazo que hiciera lo mismo, y le obedecí, quedando a dos pasos del misterio. Cosme. Cosme. Cosme. El fantasma de Jauregui. ¿Era verdad que lo tenía a dos pasos y me había hablado?

—¿Qué te trae por aquí? —me sobresaltó.

—¿Eh?

—Pronto empezará a soplar el gallego y traerá lluvia. Y, enseguida, frío y nieves. ¿Qué, pues? Las cosas siempre se acaban.

Mi estómago no pudo más y giré el cuerpo para echar fuera una breve papilla al escuchar que «las cosas se acaban» de boca del que no había dejado de ser topo en veintitrés años. «Ya no piensa en eso», me dije.

«¿A partir de qué año perdería la esperanza?». La escasa distancia y la abierta oscuridad hacían que mis ojos no tuvieran que esforzarse demasiado. Tendría, sí, unos cincuenta y tres años. Sus largas piernas dobladas eran las de un hombre alto, y la quietud no le había echado grasas. Cuando sacó de no sé dónde la escopeta de caza, me estremecí. «Sin duda, me descubrió y salió a por mí, para después enterrarme donde a él también le enterrarán algún día si no ha dejado otras instrucciones al respecto, como Ismael». Pero se sumergió en la limpieza del arma con un paño, hasta olvidarse de mí. Antes de la Guerra ya se le conocía su pasión por las escopetas y por la caza, algo natural y bien visto en Getxo. Pero, en el caso de Cosme, no pasión por las escopetas en general sino por aquella primera que compró con sus ahorros y que, incluso, llevaría a la Guerra y que seguramente era la que entonces tenía en las manos. (Se decía que fue mi tío bisabuelo Saturnino Altube quien le metió la locura cuando, en la cacería de aquellas llamas en 1907 y justamente en el día de su bautizo, marcó en la frente del niño una cruz con el dedo empapado de sangre recién cobrada). «Es natural que me liquide sin más aspavientos. Para él soy el gran peligro exterior que pende sobre él desde 1937 y que llegaría tarde o temprano», pensé. «Hasta es posible que yo mismo haya venido buscando para mí otro final que no sea el de la cuerda». Así que, habiendo alcanzado este punto mi pensamiento, creo que me invadió la desilusión al escucharle:

—No he vuelto a disparar con ella un tiro desde entonces…, ya comprenderás por qué. Veo pasar sobre mi cabeza bandos de palomas, patos y avefrías y los dedos se me van solos al gatillo. Sería el gusto de dos escandalosos disparos a cambio de… Pero salgo casi todas las noches con la escopeta porque me hago la ilusión.

—Bueno —me oí, dando por concluido el primer acto—. ¿Por qué contestaste a mi «Hola» en vez de esconderte?

—Quien viene con un «Hola» como el tuyo es de confianza —dijo.

—¿Qué te pasa?

—No hablaba con alguien de fuera desde hace… Bueno, qué te voy a contar a ti…

—Es duro, ¿verdad? —y adelanté el rostro para ver mejor el suyo, o simplemente para verlo.

—Bah, a todo se acostumbra uno. Pero, sí, es duro no poder darle al gatillo.

No se me pasó que dijo es y no fue: no otorgaba ninguna consecuencia a nuestro encuentro… Un rostro largo de arrugas verticales falseando, por exceso, sus cincuenta y tres años verdaderos, aunque fracasando con sus vestigios de inocencia.

—¿Soy el primero? ¿Nadie ha husmeado nunca por aquí? —quise saber.

—Nadie. Nadie tenía a su novia dentro.

Me pareció oír una risita, seguida de un ataque de tos, atribuible a su desentrenamiento en ironías.

—Y ahora, ¿qué hacemos? —pregunté.

—¿Hacemos? ¡Hacer, tú! Cuando has venido es que te traes algo en la cabeza.

—No tengo nada. Minutos antes ni sabía que iba a venir.

—Pues que las mujeres vayan preparándote una cama.

Le miré. ¿Hablaba en serio? ¿Cómo una situación estancada durante tantos años podía dar un vuelco tan prometedor y tan repentino?… Mi esperanza se esfumó al instante.

—Ella se negará en redondo —suspiré.

—¿No habéis sido novios en dos ocasiones?… Pero, claro, mi hermana no quería que supieras que te echarías encima dos cuñados…, y ahora uno.

—Yo siempre lo he sabido.

—¡Pero ella no sabía que tú lo sabías! No te las des de listo, ya sé que siempre lo has sabido —dijo, y su rostro se inundó de infantil orgullo.

—¿Lo sabías? —exclamé—. ¿Cómo…?

Saboreó mi asombro antes de explicar:

—Nuestro camarote tiene dos ventanas: yo estaba en la otra cuando hiciste con Alodi lo que mi hermano no podía hacer. Se me saltaron las lágrimas, de verdad. Fuiste un tío. Las mujeres se habían llevado adentro a Ismael, pero yo corrí a buscarle para que lo viera… Todos temblábamos. —Me emocioné al recibir la certeza de no haber realizado en vano aquella representación—. Y luego —añadió—, el entierro, el maestro y tú entrando en casa como dos momias con cuerda. ¡Dabais pena! Sobre todo, al inclinaros a ver a Ismael en su caja, tú a convencerte de lo que ya sabías y el maestro a comprobar si le habías mentido para traerlo. Yo no caí en la trampa del gran peso que tendría la caja…, ¡fueron ellas! No sé cuál de las dos, seguramente a la par. ¿En qué leches estaría yo pensando?… Y nunca olvidaré al maestro torciendo el cuello para mirar la oscuridad a su espalda. Allí estaba yo, vigilando lo que ya no había que vigilar… Luego, ya te diría: «Hay otro», y tú, a empezar de nuevo. Me diste pena, de verdad.

Así que este maldito lo sabía.

—¡Lo sabías y cerraste la boca! ¡Tu hermana me habría abierto la puerta de Jauregui!

No se movió. Los veintitrés años habían sometido su carne. El soplo de sus palabras siguió siendo tan moribundo:

—Tú tampoco se lo dijiste. Empatados.

—¡Ella no quería verme aquí dentro y habría sido un chantaje! ¡La quería demasiado y respeté su voluntad! ¡No quiso que me condenara con una familia de condenados!

—No te pongas así, me haces daño, he olvidado los histéricos de la gente de fuera…

—¡No quiso que yo acabase como tú!

Intentó reír, pero fue un fracaso.

—Estoy bien, ya no me duele nada. Estoy muy bien aquí, que todo siga igual… Y bueno, ya que has venido una vez, si quieres charlar conmigo de vez en cuando…

No quería cambios, en eso era como su hermana.

—¿No pensaste que podía entregarte a la policía? —dije, contagiado de su flema—. ¿Te dejaba dormir esa idea?

—Tenía mi seguro de vida: ella nunca te lo habría perdonado.

—¿No es peor esto que me hace? ¿Sabes que no puedo resistirlo más y voy a suicidarme?

No se inmutó el paño que recorría rítmicamente los metales de la escopeta.

—Al principio, yo también pensaba en algo así. Con los años, te asientas. Tú, tranquilo.

—Si sabías que yo lo sabía, ¿cuál fue tu razón para no decírselo?

Supuse que, esta vez, el paño dejaría de moverse, que en la monótona historia de su encierro habría uno o dos tropiezos de algún calado merecedores de una mínima ruptura de su estabilidad, de una ráfaga infinitesimal de viento cruzado.

—Fue un problema, el mayor problema que tuvimos —habló, y sus palabras no entorpecían los desplazamientos horizontales del paño—. Me refiero a que uno puede tener un problema, y lo estiba, y allí se queda. Pero si encima de ese problema viene otro, entonces a este otro problema habrá que llamarle el mayor problema… Lo bueno de tener un problema no estibado sobre otro estibado es que los dos acaban estibados… Pero sí que el novio de la hermana fue un problema. Ni Ismael ni yo nos entrometimos, no le prohibimos nada, no dijimos lo que debía hacer y lo que no. Sólo le dije: «Sales con ese Asier, el de Altubena…». Y «Sí», me dijo ella. Y a Ismael le dijo lo mismo cuando se lo preguntó. Y aquí paz y después gloria. Ismael y yo sabíamos que el peligro no eras tú sino la hermana, si un día le daba por meterte en Jauregui…

—¿Qué peligro? Me convertiría en uno más de la familia.

—No, no, no… La situación mejor era contigo fuera: un tonto que espera recibir de la novia la mayor prueba de amor si ella, por fin, se casa con él y lo mete en la cama de su casa… Se lo dije a Ismael: «Que no nos lo traiga nunca, seria como echarnos a ti y a mí a los perros».

—¿Por qué? Yo ya sabía que estabais dentro y el único cambio sería que podría ver vuestras jetas… o una jeta.

Cosme parecía tener sus ideas muy claras. Movió la cabeza y masculló algún sonido.

—Cállate y escucha —dijo secamente—. Os casáis, te abre la puerta, hace las presentaciones y ya tenemos completa la familia. ¿Qué ocurre entonces? Pues que antes sabías que estábamos aquí, pero lo sabías desde fuera y ahora lo sabes desde dentro. Ismael y yo éramos dos estorbos, tanto para ti como para la hermana, pero mientras estuvieras fuera nosotros éramos unos estorbos que servían para probar su amor, y si te metiera en casa nos verías sólo como estorbos inútiles y molestos… y podría darte por ir a la Guardia Civil.

Su voz se diluía por momentos. Hasta la mano en el paño se detuvo. Fue el anuncio que precedió a su silencio. Y se me ocurrió pensar que el movimiento de aquel brazo había actuado hasta entonces como una palanca de bombeo.

—Tranquilo —le dije, preocupado.

Asintió con la cabeza. Me imagino que aquel desinflamiento era también nuevo para él, que en los veintitrés años nunca había tenido ocasión de hablar tanto —o necesidad de hacerlo—, sobre todo al aire libre, sin la protección de la familiar atmósfera podrida de su mazmorra.

—No te preocupes, ahora hablaré yo —le dije—. No me sale tu cuenta, eso de que os denunciaría al teneros a la vista. Si callaba por tu hermana, también callaría por vosotros, ¿no?… Creo que a todo esto le has dado demasiadas vueltas en tu cabeza. Es lo malo de no saber qué hacer con el tiempo… Y pienso que lo usas ahora como pantalla para esconderme algo… Tómate el tiempo que quieras, no tengo prisa… ¿Por qué tu hermana no es para mí Nerea y no la llamo así?

Ya no necesitó del brazo de bombeo para ponerse en marcha.

—Ella decidiría, ella sería la mano del destino. Ismael y yo, mudos, esperando… Si entrabas en Jauregui y nosotros te matábamos, que toda la culpa fuera del destino.

El nuevo esfuerzo no lo dejó agotado, y así supe que no se trataba de insuficiencia física necesitada de pausas, recuperaciones o mecanismos de bombeo, sino espiritual, del alma, pérdida de la costumbre de hablar por falta de uso… Este análisis lo realicé sobreponiéndome al asombro.

—¡Por Dios!, ¿qué dices? —exclamé.

—Como lo oyes —se afianzó el.

—Estás loco. Tienes ocasión de hablar y largas y largas…

—Es una pena que no esté Ismael, te diría lo mismo. —Volvió su rostro hacia mí, quizá por primera vez, y observaría mi confusión—. No te pones en nuestro lugar…

—¡Yo no puedo ponerme en el lugar de los que matan!

—Tranquilo —me lo pidió entonces él a mí—. ¿Tienes un pañuelo?

Se lo puse en la mano libre de paño y se secó con él los ojos.

—No me digas que estás llorando…

—No sé —gruñó.

—He venido, estoy a tiro y tienes un arma. ¿A qué esperas?

—No he traído cartuchos, no sabía que vendrías.

—De modo que… ¡Eres un jodido asesino de los cojones!

Se puso en pie, la escopeta cayó al suelo —lo que no dejó de ser un alivio para mí—, cogió su cabeza entre sus manos abiertas, apretándola, y, aunque habló con desesperación, su voz siguió siendo de tísico:

—Ponte en nuestro lugar… Después de siete años temblando a cada ruido y a cada noticia de fuera, ¡llega el año cuarenta y cuatro y sabemos que tú lo sabes! Hasta entonces no supimos lo que era el verdadero miedo, la cagalera un día sí y otro también… «¡Nos denunciará! ¡Hay que matarlo!». Pero ¿cómo?… ¿Por qué no te pones en nuestro lugar?… «Ni tú ni yo podemos salir, él tendría que entrar»… Entonces el destino da el primer paso y os hacéis novios. ¡Sólo faltaba el segundo paso! Ismael y yo elegimos una barra de hierro, nada de disparos. Teníamos elegido el lugar para tu tumba… ¿Por qué no te pones en nuestro lugar, Asier?

Un torrente de palabras engañosamente adormecido, un desgarramiento de escena de película muda… ¡Bendita Nerea! Reservé para otro momento el placer de saborear la bienvenida exculpación de su tozudez… Al sentarse y volver a ocupar su puesto en la yerba, Cosme ni siquiera se acordó de su escopeta. Recogió el pañuelo del suelo, lo dobló escrupulosamente y me lo devolvió. Un silencio de cinco minutos entre dos personas que acaban de hablarse es un silencio muy largo. Lo aproveché para elegir las palabras de la nueva idea que lo incorporaría al mundo de los vivos.

—Se acabó, vístete guapo y vamos a tomar un txikito a La Venta —le dije.

Pareció aliviado de que alguien le ayudara a dejar atrás sus terribles confidencias. No entendió mi propuesta porque quedaba demasiado lejos de sus intenciones.

—¿Cómo? —farfulló.

—¿No te gustaría pisar la arena de la playa, darte un baño… —a quien se le propusiera viajar a la luna no miraría de otro modo. Jugué sucio al mencionar su pasión—: Cazar, coger tu escopeta y tu canana bien llena y apostarte en La Galea al paso de palomas? ¡Liarte a tiros con todo lo que vuela!

Recogió la escopeta del suelo con movimientos solemnes y la cruzó sobre el hueco entre sus ingles. Supongo que su aparente mirada perdida veía una escena soñada.

—Eso se acabó para mí —deletreó con precisión.

—Te equivocas, sería muy sencillo… Aquí estamos dos sentados en la noche, uno se levantará y se marchará y el otro se quedará. ¿Por qué no se marchan los dos? Nadie se lo impide. Darían un largo paseo por aquí y por allá, hasta el amanecer, uno le iría contando al otro los cambios en el pueblo, y cuando vieran al primer vecino, le diría: «¿Te acuerdas de Cosme Jauregui? Ha echado una siesta muy larga, pero aquí lo tienes, un poco más desteñido nada más. ¿Estará abierta La Venta?».

Me lanzó una mirada muy despierta.

—Mentiste. Éste era el plan que te traías —dijo agriamente.

—No me acuerdo, creo que no, pero mi visita no podía tener otro final.

—Yo no quiero finales.

—No eres tú el que habla, no es el Cosme de antes de la Guerra, es el Cosme que piensa que las guerras que empiezan no se acaban nunca… —¿Por qué le dije esto si aún recordaba que era lo que decía el abuelo? Rebusqué sobre la marcha otro argumento y, al escuchármelo a mí mismo, le encontré a lo del abuelo no sólo más sentido sino todo el sentido—: Le has tomado tanto gusto a tu tumba que no quieres saber que estás muerto. No hay pendiente ninguna cuenta de la Guerra, ni tuya ni de nadie, todas las liquidó Franco hace tiempo. —Me desprecié.

—Qué poco sabes de números —dijo—. Franco no pudo liquidar su cuenta con Ismael porque se le murió, pero a mí me tiene todavía vivo y sin cobrarme.

Me puse en pie, colocándome frente a él, que siguió con la cabeza baja… Bueno, yo no me sentía tan ruin, la sentencia del abuelo podría no ser aplicable en todas las ocasiones, tendría un plazo, quizá fueran veintitrés años.

—Te equivocas, te lo dice uno de fuera y enemigo de Franco… ¿Es que no te dicen las mujeres que todo ha cambiado? —Me incliné para acercar mi rostro al suyo—. Créeme, Cosme, las cosas han cambiado bastante. Si últimamente no te lo han dicho las mujeres es mejor que no se lo preguntes, porque estarán peor que tú. Escucha: los americanos andan por aquí y Franco ya no puede hacer barbaridades. Si salieras, lo más que te harían sería ponerte en un museo… Y no busco que te agarren para librarme de ti y casarme con Nerea: más fácil me sería correr ahora mismo a la Guardia Civil.

Movió la cabeza como un buey.

—No quiero ser el primero —murmuró.

—¿Cómo?

—El primero en salir. ¿Sabes de alguien más que haya salido? Pues a ver si lo buscas y me lo traes.

El maldito no se apearía del burro ni entonces ni en los tres años siguientes.

—Volveré con algo la semana que viene —le prometí, retirándome por el agujero entre los arbustos.

Regresé a Altubena a eso de las doce de la noche, y al meterme en la cama me invadió la excitación que me había respetado en las últimas horas. Sin embargo, y a pesar de los calambres que recorrieron mis extremidades, creo que me dormí enseguida. Así me encontraron la madre, la señorita Mercedes y don Manuel tres o cuatro horas después. Fue la señorita Mercedes la que me contaría la intensa peripecia que habían vivido… Don Manuel cumplió su palabra y, a las ocho en punto, llamaba a su puerta. «Traigo de su parte esta carta para ti…, suponiendo que sean las ocho. Mira el reloj a ver qué hora es. Lo que no me dijo es qué hago con la carta si pasan de las ocho», dijo a la asombrada señorita Mercedes, quien quiso saber si la carta era mía. «¿De quién iba a ser?». «Es que una carta de Asier para serme entregada a las ocho…». «A las ocho en punto. Cógela antes de que sean las ocho y un segundo». La señorita Mercedes cogió la carta y leyó su nombre escrito con mi letra. «Pues sí que es de Asier. Tendrá sus motivos para decirme lo que sea por carta». «Es una despedida, se va de viaje. Alemania. Aprendizaje técnico. Cosa de Altos Hornos». «¿Viaje?, ¿se ha marchado ya?», preguntó la señorita Mercedes sin levantar los ojos de la carta. «Sí, a las siete, seguramente también en punto… ¿Por qué no la abres y te enteras de todo?». De pronto, la señorita Mercedes lanzó un «¡Oh!» tan angustioso que don Manuel le preguntó si se encontraba bien. «¡Oh, Señor, se va, pero no a Alemania! ¡Antes fueron los geranios y ahora la carta! ¡Oh, Dios mío!». Echó a correr por su callejón y don Manuel tuvo que introducir la mano en la casa, tocar la llave puesta por el interior de la cerradura, cerrar la puerta con las dos vueltas y guardarse la llave en el bolsillo antes de seguirla y alcanzarla. «¿Qué te pasa?», le increpó, corriendo a su altura. «¡Nada de Alemania! ¡La Galea, La Galea!», repetía la señorita Mercedes. Don Manuel quiso saber por qué no abría «esa carta que llevas en la mano y aún no has leído». «¡No tengo tiempo! ¡No me hace falta leerla para saber lo que dice, y tú también lo sabrías si recordaras lo que está pasando el pobre con la ruptura de su noviazgo y otras frustraciones!». Bueno, la verdad es que la señorita Mercedes no me concedió mucha imaginación. ¿No había sido bastante con un suicidio en La Galea? Que hubiera quedado en simple intento no privaba al acantilado de su primacía en materia de suicidios, de modo que una insistencia por mi parte habría facilitado una pista, como así sucedió. Se apostaron en el centro geográfico de La Galea, vigilando sus accesos, esperándome. Transcurrían las horas y don Manuel decía: «Lee la carta, aunque sea para no aburrirnos». «Él quiere que la abra después. Estas cartas se escriben para eso, ¿es que no lo sabes?». Su desconcierto ante mi no aparición entró en crisis a las cuatro de la madrugada. «Ya no viene, ha cambiado de idea, suponiendo que…», dijo don Manuel. «En estos asuntos no se cambia de idea a última hora. ¿Qué ha ocurrido?», gimió la señorita Mercedes. «La explicación estará en la carta», insistió don Manuel. «¡La abriré cuando lo vea muerto, no traicionaré su deseo!», exclamó la señorita Mercedes. Al encontrarse perdidos, no necesitaron ponerse de acuerdo para tomar el único camino razonable: el de Altubena. Los temerosos golpecitos con los nudillos sobre la puerta no habrían despertado a nadie, pero la madre no dormía. Al abrirles, tropezó con cuatro ojos suplicantes y el nombre de su hijo pronunciado a coro: «¿Asier?». «Está dormido, vino muy tarde y no cenó. Anda con algo y no sé qué es…», susurró la madre. No es que la señorita Mercedes no le creyera, pero necesitó verme con sus propios ojos, así que se adentró con sigilo por la oscuridad del pasillo y se detuvo ante la puerta medio cerrada de mi cuarto y asomó la cabeza. «Espere», dijo la madre, desapareciendo y regresando con una vela encendida, con la que la señorita Mercedes verificó mi pertenencia al mundo de los vivos. «No entiendo nada», murmuró. «¿Qué ocurre?», musitó la madre. «Nada, nada, Mari Benita, no se preocupe», dijo don Manuel. «¿Cómo que nada y ustedes aquí a las tantas como dos almas en pena?». Los tres hablaban y se movían como sombras. La señorita Mercedes le pidió la vela y salió con ella al portal y, a su llamita, quemó la carta hasta su última ceniza. «¿Ocurrir? Ya no ocurre nada. Supongo que usted tiene otra carta como ésta», dijo. «¿Carta? ¿Qué carta? Yo no tengo ninguna carta», juró la madre. Entonces, con la paralización repentina de su cuerpo, la señorita Mercedes impuso una pausa silenciosa de medio minuto, retomando al cabo su aceleración. Regresó a mi cuarto y, esta vez, empujó la puerta y entró. Primero abrió el arcón y husmeó en su interior con la vela y pronto murmuró como para sí: «Demasiado escondida», y se dirigió a la mesilla y, tras buscar por encima, abrió el cajoncito y se apoderó de mi segunda carta, que calcinó igualmente en el portal. «¿Qué ocurre?», volvió a preguntar la madre. «Asier ya no tiene que decirnos nada», susurró la señorita Mercedes tomándola de los hombros y besándola en las mejillas… Todo esto fue lo que me contó.

Por entonces, Algorta amaneció un día con una gran pintada en la estación de ferrocarril: EUSKADI TA ASKATASUNA. Por la tarde, descubrí a don Manuel esperando mi regreso de Altos Hornos. Al parecer, confiaba en que nuestra común intervención en el entierro de Ismael Jauregui trajera la recuperación de una amistad perdida, un tema doloroso cuya solución yo había dejado en manos del tiempo. Señaló con la mano la gran pintada.

—Es como si volvierais a las andadas —dijo.

Era su primera alusión clara a las viejas y primarias acciones resistentes de Perico Orejas, Pachín, Juanto, Joseba, Petaca y yo mismo.

—No es cosa nuestra. Al menos, no mía. Yo juego a enlace sindical en un proyecto con bomba de relojería dentro que seguramente nunca explotará.

—Sé que esa pintada no es vuestra, lo sé perfectamente —me aseguró con maciza seguridad—. Cada uno busca su camino. No me parece mal el vuestro, el de los anarquistas, los comunistas, los socialistas y demás. Pero no el único ni el que yo abrazo. Manuel Goenaga Etxabarri está con Euskadita Askatasuna…, siempre que se decante por la línea buena, la que yo espero, el rechazo de la gran violencia. En ésas anda el grupo de jóvenes teóricos del nuevo movimiento. Pues si se impusiera la eliminación del enemigo, se revelarían como malos vascos, incluso yo diría que no serían vascos, pues el vasco no mata, nuestro modo de ser vasco no es ése…, excepto en una guerra, claro, aunque ¿quién determina que una situación es de guerra o de no guerra? Quizá la defensa de la patria se erija como suprema justificación de… una guerra que han empezado otros, y entonces la responsabilidad sería de esos otros… En nuestras costumbres no entra lo de llevar navaja en el bolsillo, como en las de algunos venidos de fuera. Nuestras escaramuzas personales las solventamos a puñetazos.

Su respiración se había acelerado, aunque se aquietó enseguida. No sé por qué imaginé que había cruzado fugazmente por su cabeza la rendición de los suyos en Santoña.

—Sabino Arana —dije, aunque resultaba superfluo mencionárselo.

Me hizo una seña con la mano para echar a andar.

—Sí, Sabino de Arana —asintió—. ¿Por qué no se le lee con más atención y menos reparo? Lo que escribe de las navajas es verdad, aunque nadie lo había puesto en papel, que yo sepa. Parte de sus textos puede resultar impresentable a ciertas mentes quisquillosamente modernas y, en gran parte, tal ocurre porque son leídos hoy. Quiero decir, y espero explicarme bien, que de esos supuestos conceptos inaceptables no debe tomarse su literalidad sino su ánima oculta, de la que Sabino de Arana escribió sólo un reflejo equívoco e insuficiente. Las asperezas observables en los pueblos viejos no nos cuentan lo mejor y más profundo de ellos. En verdad, Sabino de Arana no debió escribir jamás una sola palabra, sino haber recurrido al mensaje oral para transmitirnos su formulación del nacionalismo. La palabra de la tribu… Lo preocupante es que estos chicos de la pintada también escriben mucho…

—Y usted lo lee…

—Manos clandestinas me hacen llegar, desde hace años, publicaciones suyas: Ekin, Zutik y Cuadernos de ETA… ¿Las conoces?

—Algunas circulan por la fábrica. Hablan mucho de la libertad de la nación vasca y poco de la libertad de los hombres.

—¿Acaso no es lo mismo? ¿Pueden los hombres ser libres sin una patria libre? —Volvió la cabeza para ver a los vecinos que pasaban ante la pintada, mirándola, sin detenerse, aunque luego sabríamos que más de uno regresó dos o tres veces a empaparse de ella antes de que la policía la borrara—. Es la gran sorpresa de hoy en Euskadi. Para algunos, es la primera noticia de lo que se está cociendo aquí… Quizá, desde tu perspectiva de rojo confeso, carezca de interés —añadió.

—Cuanto signifique oposición a Franco es bienvenido —aseguré.

Sabía don Manuel que sólo disponía del breve paseo hasta las barreras del ferrocarril para transmitirme lo que había detrás de aquella pintada, que no me detendría para prolongar la charla, no porque me resbalara el tema sino por él mismo. Al cabo de veintitantos años, yo aún no había digerido su condena a la señorita Mercedes, aunque el desgaste del tiempo me hacía temer que llevaba camino de digerirlo, por lo que me maldecía. Al fallecimiento de Agustina, su madre, pocos años antes, abrigué una esperanza, pero la soledad en que quedó el niño grande no bastó para mover su odiosa determinación.

Nunca había oído hablar a don Manuel con tanta velocidad:

—Esos chicos han nacido en el Partido Nacionalista Vasco, si bien hoy están con un pie fuera y otro dentro de él. Le culpan de estatismo. Pase lo que pase con ellos, siempre serán hijos de Sabino de Arana. Se conmueven al recordar que él fue el hombre que, con su fe, marcó el camino a nuestro pueblo «al conjuro de una frase»: Euskadi es la patria de los vascos. Ellos califican su proyecto de movimiento de Liberación Nacional, con mayúsculas. Se sienten revolucionarios…

—¿Revolucionarios? —sonreí.

—La suya es la revolución nacional, que entraña la otra, la social.

—Espero que se aclaren: me resulta más simpática una revolución nacional desnuda que disfrazada de Revolución, también con mayúscula.

—Ven a Euskadi como una colonia de cualquier gobierno de España, sea monarquía, república o Franco. Comparan Euskadi con Argelia o Angola, y se preparan para luchar también con metralletas…, lo que les descalificaría como vascos.

—Es usted un ingenuo. Olvídese ya de aquel niño llamado Manuel que arrojó lejos y para siempre el tiragomas y la chimbera con los que acababa de matar sendos pajarillos. Entonces y ahora hay niños vascos que sacan las tripas a esos mismos pajarillos. Con su pacifismo usted no debe enjuiciar políticas ajenas. ¿Por qué no se atreve a decir que ese grupo de vascos que, según usted, escribe demasiado se siente en guerra con España, y en una situación de guerra la veda queda indefectiblemente abierta? A lo mejor es que los demás ya hemos dejado de sentirnos en guerra…, lo que acaso no nos honra.

Don Manuel detuvo un instante mi marcha agarrándome el brazo con una leve crispación en sus dedos.

—Escucha, Asier… ¡Pacifismo! Como vascos que son, por las cabezas de esos chicos ha pasado el pacifismo, algunas de sus voces defienden los métodos de Ghandi. ¡Ojalá se impongan a las otras! Decía Ghandi que la no-violencia es superior a cualquier otra forma de lucha, a pesar de las víctimas inocentes que ocasionará la represión…, o quizá por ello. Y no olvidemos que Ghandi liberó a la India. —Soltó mi brazo y proseguimos la marcha—. Pero otras voces preguntan si el pueblo de Euskadi optaría por esa lucha tan especial por la libertad cuando no ha optado por ninguna. Harían falta masas, como en la India, no solitarios patriotas, unos ya encarcelados, otros torturados en las comisarías y los demás esperando en la clandestinidad la represión concentrada sobre unos pocos.

—Ignoro si mis amigos Juanto y Petaca son de ETA, pero a uno lo cogieron por vestir el kaiku y a otro cuando colgaba una ikurriña. Los torturaron hasta cansarse.

—Sí, sí, eso ocurre —musitó sombríamente—. ¿Hemos de culpar al resto del pueblo por no mover un dedo? —Él mismo rectificó de inmediato—: ¡Sí que mueve un dedo! ¿Acaso no es resistencia, bajo un clima de ocupación militar, la conservación del alma vasca en ikastolas, asociaciones montañeras, coros y grupos de baile, escuelas de txistu y tamboril, de bersolaris, de acordeón, incluso en romerías? ETA utiliza estos medios para anunciar la buena nueva de su nacimiento. Sus preguntas lacerantes son: ¿qué se ha hecho del euskera, en trance de desaparición?, ¿qué, de nuestra historia, desvirtuada por el opresor?, ¿qué, de nuestra cultura?…

—Tampoco se olvidan de la Iglesia…

—No, tampoco. No, por cierto… La tachan de franquista, de no denunciar las torturas en Cuba bajo Batista y Trujillo y sí las actuales de Fidel Castro, de silenciar las torturas de Franco… Muy curioso: ETA contra la Iglesia, cuando casi todos esos chicos, y muchos de su movimiento, han pasado por seminarios y son creyentes… ¡Rebelión de jóvenes conciencias quebrantadas por las contradicciones de las altas jerarquías! ¿Qué pensar de la carta firmada por más de trescientos sacerdotes vascos denunciando torturas y la opresión de su pueblo? Acaba de ocurrir en la inauguración del seminario de Deusto…

Llegamos a las barreras y me despedí, dejándole prácticamente con la palabra en la boca.