ASIER ALTUBE

Supimos desde un principio que no ganaríamos, así que nadie dudó en calificar de victoria lo conseguido. Pues no se trató de cambiarlo todo con aquella huelga sino, simplemente, de hacerla, incluso sólo de empezarla, desentendiéndonos de cómo acabaría. En consecuencia, sí que merece figurar en la Historia, porque hasta entonces no se había conocido un levantamiento tan descarnado y unánime del antifranquismo. Desbordó los manifiestos de la oposición en el exilio o el silencio sangrante de la del interior, para dar el gran paso de ofrecer, en las calles indefensas, los pechos desnudos, como en la Guerra perdida. La alta valoración que alcanzaría no se debió a sus logros prácticos y coyunturales: fue el clarín esperanzador de una sirena en la niebla.

De modo que la revolución se había quedado en eso. Y, en diciembre del mismo año, me quedé también sin Nerea. No podía ser de otra forma. Cuando me lanzó: «Dejemos lo nuestro, olvídate de mí para siempre», pensé: «¡Maldito demonio jodiendo siempre mi vida!». No me refería, claro, a ella sino al fantasma. Me comporté como un cínico al preguntarle: «¿Por qué?». Al menos, hubo lágrimas en sus ojos al lamentarse:

—Nunca debimos empezar.

—¡Ayer me querías! —clamé.

—Sí, y hoy también te quiero, pero las cosas son así.

—¡Las cosas son como queramos que sean!

—Somos una pareja con mala suerte —concluyó en el tono más devastador.

¿Qué hacer, cómo derribar el muro sin profanar aquel territorio que era tan exclusivamente de ella? A lo largo de tres años de noviazgo nunca perdí la esperanza de que, algún día, explotara y me dijera por aburrimiento: «Bueno, entra en casa, te presentaré a mi hermano. Y por si eres de los que se van de la lengua al dormir, será mejor que te vengas a vivir con nosotros». Pero jamás escuché tan maravillosa invitación. ¿Me amaba hasta el punto de querer librarme de convivir con mi vieja pesadilla de cabellos rubios y los otros dos fantasmas de negro destruidos por él, temiendo que yo corriera su misma suerte?

Dos meses después, en febrero, compuse un ramo de geranios blancos cogidos de Altubena y lo deposité tras la fina verja de hierro de una ventana de la señorita Mercedes, la misma que, en otro tiempo, conoció mis geranios con otra intención. Así me despedía de ella, pues mi urgencia por huir de tanto fracaso había encontrado la salida más cabal. Lo tuve por algo tan lógico que transcurrieron días sin que mi existencia se alterara. Puse a un lado el dolor de la madre y el de la señorita Mercedes —don Manuel llevaba por entonces varios años fuera de mi vida, o eso creía yo— y me centré en el difunto Tobías Campo. ¿Qué pensaría de mi deserción su irreductible anarquismo? ¿Qué pensaría mi propio anarquismo? Nada impidió que aquella noche, sin lluvia y con suave brisa, las puntas de mi calzado se acercaran a un palmo del borde de La Galea. Con ánimo suicida o no, es bien cierta la atracción que ejerce el fondo de cualquier abismo, en particular si posee vida propia, como aquél, con sus persistentes olas estrellándose contra las rocas. ¿Qué importaba que fuera de noche? ¡Tenía yo tan visto aquel espectáculo!

¿Cómo pueden las manos de alguien agarrar el brazo de uno sin antes haberse oído pasos? Fueron las manos de don Manuel, temblorosas e imprecisas, pero suficientes. La verdad es que no me resistí. Permanecimos los dos un tiempo como estatuas antes de que sonara la orden crispada de la señorita Mercedes:

—¡A casa, a casa!

Echamos a andar los tres en silencio y formando frente, conmigo en el centro, y sólo cuando la señorita Mercedes dijo: «Suéltale ya, le haces daño», supe que aún estaban los dedos de don Manuel hundidos en mi brazo. Quizá era la primera vez que me veía andar sin bastón y no se fiaba de mis piernas.

—¿Para hacer esta locura colgaste el bastón? ¡A quién se le ocurre! —creo que fue lo que la señorita Mercedes mormojeó entre dientes—. Y todo, porque hace demasiado tiempo que no hablamos. ¡Dios, Dios…!

Dirigía nuestros pasos y proyectaba futuros con una violencia procedente de su propia angustia. Nos llevó detrás del molino y nos hizo sentar sobre unas piedras.

—Bien, bien… —dijo entonces—. Un buen susto. —Se volvió a don Manuel—. Y tú, ¿no dices nada?

Don Manuel tosió una vez y sacó un pañuelo del bolsillo de su tabardo para secarse las manos. Los silencios fueron siempre básicos entre nosotros y no contradecían a las no menos valiosas conversaciones que la señorita Mercedes echó entonces en falta. Fueron mudas las interrupciones del noviazgo maestra-maestro y sus reanudaciones, no reconciliaciones; fue mudo mi enamoramiento de ella; muda, la traición del maestro a los dos; hasta el no de don Manuel ante el altar perfectamente pudo no producirse, a poco que su impensable valor hubiese hecho acto de presencia siquiera en los prolegómenos de la ceremonia con su simple retirada; y tantas humildes escenas inolvidables, huérfanas incluso de gestos o torpes sonidos atribuibles a monosílabos, fuente de revelaciones únicas (¿cómo, si no, pudo conocer la maestra el amor de su alumno?); era nuestra santísima trinidad alcanzando las cimas más perfectas. La prueba de la hegemonía de los silencios sobre las palabras la vimos en el fracaso de la señorita Mercedes al elegir las palabras, en el viejo molino, y llevar el encuentro a su paralización, incluso por parte de ella misma, a pesar de los temas de relleno que teníamos todos bien a mano: el relativo fracaso de la reciente huelga, la novia Nerea rechazando al novio Asier, ¿y por qué no el descompuesto noviazgo de ellos o la inconcebible relación de la señorita Mercedes con el desamparado Lucio Etxe? y, en mi caso, la pregunta insoslayable: «¿Cómo demonios sabían ellos que yo estaba en La Galea para…?». Bueno, se debió al color de los geranios, blancos en vez de los rojos de costumbre; el blanco, elegido especialmente por mí para la ocasión como color de muerte. ¿Y cuál era el lugar predilecto de los suicidas de Getxo y alrededores? La intuitiva señorita Mercedes lo contaría posteriormente… Al cabo, ella pronunció unas palabras, las únicas, el encuentro no dio más de sí:

—¿Nos prometes, Asier, no hacerlo nunca más? ¿Nos lo prometes?

En los tiempos que siguieron, las razones que me arrastraron al frustrado suicidio se fueron revelando cada vez más premonitoriamente cuerdas. Mayo de 1948 careció de día uno. Los anarquistas, además de pocos, estábamos dispersos y desalentados —como toda la oposición—; ni con la ayuda de los más numerosos y organizados comunistas habríamos sido capaces de crear un mínimo clima de rebelión como el del magnífico Primero de Mayo precedente. Nos encontrábamos solos. Los comunistas habían sido expulsados del Gobierno vasco en el exilio, y los anarquistas habríamos sido igualmente anatematizados de haber pertenecido a él. En el interior, la Junta de Resistencia, dominada por el PNV, dejó de funcionar. ¿A qué se debió tan notorio cambio en pocos meses? Bajo los disfraces, había miedo a la revolución. El PNV desactivó la Junta por negarse a hacer oposición en compañía de socios tan peligrosos como los anarquistas y los comunistas, y acabó no haciendo nada. No se trató de un simple error sino de su nueva política, su adscripción al anticomunismo de Estados Unidos, a ver si, por fin, los yankis demostraban defender la libertad y acababan con el franquismo. Olvidaron que Franco era más anticomunista que nadie: la alianza anticomunista occidental cayó por su propio peso… Escribo todo esto veintiún años después, cuando Franco aún sojuzga una España maquillada a fin de encajar en el escenario de la nueva farsa que cerraba los ojos.

En vísperas del Primero de Mayo del 48, los anarquistas lanzamos nuestras revolucionarias octavillas. Los comunistas también trabajaron lo suyo en el interior de las fábricas, su nuevo feudo. No hubo huelga, no hubo Primero de Mayo. Aunque el PNV montó su Aberri Eguna en San Juan de Luz. Las únicas señales visibles de oposición en Euskadi fueron las ikurriñas colgadas a diversas alturas; la más cerca del cielo, en la cumbre del Puente Colgante sobre la ría.

¿Qué había sido de la generación de la esperanza, la mía, la que no empuñó armas en la Guerra, pero que, al menos, luego repartió octavillas? Incluso Tobías Campo se equivocó: no dimos la talla prometida, únicamente exprimimos a los veteranos supervivientes sus últimas gotas de coraje. Fue prematura nuestra titulación, más justificada para las siguientes hornadas, las primeras en no haber jugado siquiera a la guerra en la Guerra, como si la clave radicara en arrancar del verdadero punto cero incontaminado.

Sí, hubo un último estertor, en 1951. Se produjo en Barcelona: una huelga general convocada por enlaces del Sindicato Vertical, en su mayoría comunistas y anarquistas. Sus ecos llegaron a Euskadi y empezó el baile de las octavillas, pero las misivas del PNV no decían lo mismo que las del resto de partidos, evidenciando la fractura abierta en la oposición. El mensaje del PNV tocaba el sentimiento nacionalista que unía a catalanes y vascos, insistía en que la huelga no había sido cosa de rojos y enviaba su solidaridad patriótica al pueblo hermano. La huelga no alcanzó las proporciones de la del 47, aunque también cerraron fábricas y comercios, hubo movilizaciones, detenciones de obreros y un muerto por disparos de la policía. Su casi nula orientación revolucionaria quedó reflejada en la decisiva participación de los carlistas en Navarra.

Tras la ruptura con Nerea, la cuadrilla me acogió en su seno con mucha comprensión. No hubo preguntas. Cobramos tanto miedo a las discusiones políticas que las fuimos espaciando, hasta que casi únicamente volvíamos a ellas al producirse hechos como el de las Naciones Unidas recomendando la ruptura de relaciones con España, el fin de ese boicot, el protocolo hispano-americano, la visita a Madrid del presidente yanki, la reunión de demócratas en Munich —que Franco llamó contubernio—, el nacimiento de Comisiones Obreras, de ETA y del Tribunal de Orden Público, los fracasados intentos de maquillar la dictadura con la Ley de Prensa y la de Libertad Religiosa.

El acontecimiento que conmocionó a Getxo en 1957 tuvo para mi consecuencias inimaginables. Un domingo de febrero, a punto de empezar la misa, invadieron la iglesia de San Baskardo dos mujeres, la joven sosteniendo a la mayor, quien llevaba un envoltorio de hule en sus brazos. Eran Nerea y Josefa, su madre. «¡Estaban allí, estaban allí…!», repetía una Josefa despavorida. «¿Quiénes estaban dónde?», les preguntó el coadjutor, don Pedro Sarria. Muy molesto, las metió en la sacristía, de la que salió enseguida con otra expresión. «Hemos tenido un milagro», anunció. Con Josefa y Nerea tras la puerta cerrada de la sacristía, don Pedro ofició una misa para una feligresía tan ausente como él. A su término, repitió: «Hemos tenido un milagro». Fue consciente de estar entregando el mejor sermón de su vida: «A Josefa la de Jauregui se le ha aparecido la Virgen para anunciarle en qué agujero de Peña Lemona estaba enterrado su hijo Ismael. Lo enterraremos… enterraremos sus huesos… el martes a las cinco de la tarde».

En Altubena, la madre no sabía cómo suspirar, no en balde tenía también a un hijo en una tumba desconocida de nuestros montes. Y yo, ¿cómo recibí aquello? «¿Ismael? ¿Ismael?», pensé, «¡Pero si está en Jauregui desde hace veinte años!». ¿Qué se traían entre manos las dos mujeres, es decir, Nerea? Me asaltó la sospecha de haber vivido hasta entonces en un error, desde el día de la muerte de Alodi bajo la rueda de la carreta de Kelemen Larreko y del alarido de horror proferido por los alborotados cabellos rubios de un Ismael pugnando por saltar desde el ventanuco de su camarote (habiendo ocurrido esto en 1944, habrían sido sólo trece años, a los que hube de añadir los siete transcurridos desde 1937), pero la descarté, no por convencimiento sino porque despojaba a Nerea del gran impedimento, y entonces, ¿qué quedaba?

Supe que las dos mujeres se habían precipitado a Peña Lemona con pala y azada y encontraron los huesos en el lugar señalado por la Virgen. ¿Huesos de quién? No los de Ismael, por supuesto. Lo que no significaba que el topo no hubiera fallecido. Tras varias posibilidades entrecruzándose, tomó cuerpo la de un Ismael Jauregui recién muerto. Pero si había acabado la pesadilla, ¿por qué no enterrarlo tranquilamente y en secreto? Otra sospecha era la de un Ismael muerto y enterrado en alguna noche de los últimos trece años, enterrado en un rincón de las tierras de Jauregui, sin cura, y sería esta irreverencia la que, finalmente, haría estallar la mala conciencia de las dos mujeres, de la que no podían zafarse por tener la tumba a la vista en todo momento. Pero que Nerea no me hubiera buscado descartaba esta opción…

En cualquier caso, con un hijo y hermano recién fallecido o con sus huesos recién desenterrados —no en Peña Lemona sino en el propio Jauregui—, ellas necesitaban a la Virgen y un entierro que encubriera el ocultamiento de un topo desde la Guerra… ¿A qué tanto miedo? Estábamos en 1957, habían transcurrido veinte años, ya no se fusilaba por delitos de guerra, la dictadura debía ofrecer al mundo un rostro humano para sobrevivir… De todo ello sólo merecía considerarse lo mejor: ¡entre Nerea y yo ya no se interponía el fantasma!

Era, sí, una nueva realidad, pero en ella también me volví a encontrar solo, nadie en Getxo conocía lo que yo. Sobreponiéndome al estigma de diez años sin Nerea, me acerqué a contemplar Jauregui desde la carretera. Creí comprender entonces la fascinación que su fachada había ejercido sobre Alodi. No se veía una luz en las ventanas, menos en el portal, no había rastro de parientes, el caserío estaba más muerto que nunca. Nada cambió en todo el lunes ni en la mañana del martes. A las cinco de la tarde medio Getxo se encontraba allí, atraído por un entierro rebosante de morbosidad. Descubrí a don Manuel en un alto de la carretera, nos miramos y nada más. Dos empleados sacaron el féretro del coche de la funeraria de Efrén y lo transportaron al caserío; fue el primer síntoma oficial de la naturaleza irregular del entierro: si los féretros vacíos eran siempre trasladados por cuatro hombres, no era por su peso, sino porque, a la vuelta, contendría un difunto… aunque en esta ocasión no ocurriría así y Efrén se ahorraría dos jornales.

Por allí andaban don Pedro Sarria y el monaguillo, listos para encabezar el desfile. La puerta de Jauregui se había abierto para los dos empleados con su carga y cerrado a sus espaldas. «Irá rápido, sólo unos huesos…», oí a mi lado. La repentina salida de los empleados con las manos vacías rompió lo establecido en materia de entierros, si bien todos aceptaron que a las dos mujeres les asistía el derecho de entenderse con huesos de su sangre sin testigos, depositarlos con sus propias manos y con mimo en el fondo de la caja, acariciarlos, mojarlos de lágrimas.

Bueno, casi una hora después nada había cambiado. Don Pedro sacaba incesantemente el reloj de su sotana y la gente no callaba en sus murmullos. Y entonces, como un mazazo, se desplomó sobre mí la revelación y sentí pánico y frío y plomo en la sangre. Así apareció aquello nuevo.

—¡Dios, tenemos que ayudarlas!

Fue una exclamación hacia fuera, pues en el desierto que de pronto me rodeó la única figura visible fue la de don Manuel. Me vio llegar y creo que retrocedió un paso. Entrechocándoseme las sílabas, repetí: «¡Tenemos que ayudarlas!», añadiendo a duras penas: «¡Ellas solas no podrán con la caja!». Don Manuel no acababa de salir del asombro de verme a su lado y hablándole. «¿Ayudarlas?», pudo preguntar. «¡Se han dado cuenta en el último momento, por eso no abren la puerta! ¡Si los de la funeraria cogen la caja descubrirán que unos huesos no pesan cien kilos!». Don Manuel tosió. «¡Claro que unos huesos no pesan cien kilos!». «¡No irán huesos, irá el cuerpo entero de Ismael Jauregui!». «¿De qué me estás hablando?», casi gritó.

Bajé la voz y se lo conté todo. Experimenté el inenarrable éxtasis de compartir con alguien mi viejo secreto. Me vacié, me sentí etéreo. «Es imposible», balbuceó don Manuel. «Ismael Jauregui… murió hace veinte años… Jamás regresó de la Guerra». Le apremié: «¡Ellas nos esperan!». Sacó su pañuelo para secarse la frente. «Espera, espera…», me pidió. Su mirada pendulaba de mis ojos a Jauregui. «¿Por qué he de creerte? ¡Es una locura! ¡Nadie lo ha visto desde que acabó la Guerra! ¿Encerrado en Jauregui veinte años? Es inhumano, no tiene sentido…». «Estuvo, yo le vi…». «¿Tú?». Me resultó tan penoso contemplar su estado que le concedí una tregua y callé. «Algo así resulta difícil de digerir en poco tiempo…, tanto si es cierto como si no. Te haces cargo, ¿verdad?», dijo, y comprendí que ya estaba buscando una posición en el nuevo mundo que yo acababa de abrirle. Sólo un minuto después le recordé con mi última paciencia: «Ellas nos esperan». «Sí, sí…», silbó. Pero se volvió hacia mí con brusquedad. «¿Nos esperan? ¿Qué esperan de nosotros? ¿Y por qué de nosotros dos, precisamente?». «Esperan a uno como usted, esperan un milagro, esperan unas manos calladas que les ayuden a transportar un peso de algo más de cien kilos, contando la caja. Hay que echarles una mano». «Ismael Jauregui», murmuró don Manuel rompiendo a andar. Aún movió la cabeza: «Espero que no estés loco. ¡Dios mío, Ismael Jauregui!».

Llegamos al portal y las miradas confusas de los dos funerarios se transformaron en asombro al ver cómo se nos abría la puerta sin haber siquiera llamado. Se cerró a nuestras espaldas. ¡Estábamos en el interior de Jauregui! ¡Yo, Asier, estaba en el interior de Jauregui!… En la cocina, la llamita de un carburo rompía las tinieblas, y lo primero que busqué a su luz fue el rostro de Nerea. La tenía enfrente, y tan acabada que no la reconocí. «¿Qué te has hecho a ti misma, amor mío?», pensé. También me miraba y quise creer que sus ojos me transmitían: «Ha llegado el fin, espera un poco más». Y yo seguí martirizándome: «¿Cuánto tiempo más?, ¿hasta que el entierro se lo lleve para siempre?, ¿hasta que sepas vivir sin hermano?».

Pero sus primeras palabras me dejaron boquiabierto: «Les quedamos muy agradecidas, pero hemos cambiado de idea y ya no enterraremos los huesos en el cementerio sino en la huerta. Muchas gracias por su buena intención, sentimos que hayan venido ustedes en balde». Sencillamente, nos estaba echando. Don Manuel dijo: «Creo que nos hemos precipitado al venir», y el giro rápido de su cuerpo expresó que me exigía huir de allí cuanto antes. Yo estallé: «¿Huesos, huesos, todavía con los malditos huesos? ¿No estamos aquí para levantar con vosotras una carga demasiado fuerte, y tú lo sabes? Huerta o cementerio, ¡la caja, con él dentro, ha de ser llevada!». Pensé: «Por favor, que no lo diga, que no haga la pregunta. Por favor». Pero la hizo: «¿Con quién dentro?». La compadecí con todo mi ser. Se veía tan hundida hasta el cuello en aquella trampa que el delirio la llevaba a embestir la fe de los cuatro de la cocina (al menos, de tres, incluida la suya). En vez de preguntarme: «¿Cómo lo has sabido?», me dijo tozudamente: «Unos huesos no pesan». Don Manuel me miró como lo hacía en la escuela ante los errores de su alumno. Mis piernas temblaban al espetar a Nerea: «Si en algún sitio sobran las palabras es aquí, pero tú te empeñas en necesitarlas… ¿No te basta con que hayamos venido? Pues bien, escucha: tu hermano Ismael…». Me cortó: «Es imposible, no puedes saber nada». No era más que su orgullo, su rechazo a aceptar el fracaso de una determinación de veinte años. Creció mi compasión por ella. No se movió al acercarme. La tomé de los hombros y la besé en una y otra mejilla e incluso lo rematé con un encuentro fugaz de nuestros labios, por entre los que fluyeron sus «es imposible…, es imposible que lo sepas…, es imposible…» cada vez más muertos. En tanto yo me volvía hacia don Manuel por ver cómo recogía el mensaje de que aún seguía vigente en el mundo la reconstrucción de los noviazgos —para que se lo aplicara—, Josefa murmuró dos o tres veces, en una especie de letanía: «Si lo saben es que así lo ha querido Dios».

Comprendí que la derrotada Nerea se rehacía por dentro al verla tomar el carburo y enfilar el negro pasillo. El féretro descansaba en el suelo de una habitación, sin marco de velas, ni siquiera apagadas. Mis dedos rozaron la media caña de uno de sus bordes barnizados, quizá para comprobar si todo era real. A mis espaldas, don Manuel ingería trabajosamente lo nuevo con ayuda de sus espesos «Señor, Señor…». Propuse que él y yo tomáramos el féretro de su parte más pesada, la correspondiente a la cabeza. Don Manuel no se movió, limitándose a mirarme. Si él necesitaba efectuar una verificación, yo no le iba a la zaga. ¿Por qué arrojaba sobre mí el difícil trago? Nerea nos salvó a los dos: «¿Quieren verle?». Ni siquiera así fui capaz de moverme, y lo mismo don Manuel. Tuvieron que ser las dos mujeres quienes levantaran la tapa y la dejaran cruzada sobre los bordes del féretro, abriéndonos todo un ventanal y ofreciéndonos en toda su crudeza la liquidación de aquellos veinte años, por si en el futuro llegábamos a dudar de que existieron. Don Manuel y yo inclinamos la cabeza, mientras el carburo de Nerea iluminaba un tronco humano vestido y rematado por los cabellos rubios inolvidables. «No es Ismael Jauregui», oí a don Manuel. «No, no es el Ismael Jauregui de 1937», dije. Con voz apenas audible, don Manuel pidió permiso para tocarle, y sus dedos resbalaron por zonas de aquel viejo tabardo —seguramente, el mismo que usó en la Guerra— y el cuello de una camisa blanca. Sólo eso, en ningún momento se acercó a la carne del rostro, y yo pensé: «Y daría cualquier cosa por hacerlo, por cerciorarse de que no se trata de una momificación… ¿o acaso un milagro?». Josefa y Nerea devolvieron la tapa a su sitio, y yo pensé, con infinito alivio, que era el definitivo fin de los omnipresentes cabellos rubios.

De nuevo Nerea y yo nos quedamos frente a frente. Ella y Josefa acababan de cubrir sus cabezas con las toquillas negras y esperaban nuestro siguiente movimiento. En el caso de Nerea, además, sus ojos no podían ocultar que ansiaba saber de mí cómo había conocido el gran secreto, o cómo lo conoció don Manuel, o cómo los dos; y, sobre todo, cuándo, si antes de nuestro noviazgo o después, o en su transcurso; informe puntual que le proporcionaría cruciales pistas sobre nuestra relación, de ahí aquella mirada tan especial. «Me buscará, al menos, habrá un encuentro y yo sabré llevar las cosas para que todo vuelva a ser como antes. Es decir, mejor, ya sin ningún fantasma en medio», pensé.

Y fue entonces cuando don Manuel tosió varias veces y los tres nos volvimos hacia él, y luego se aclaró la garganta, y finalmente se atrevió a preguntar por qué no eligieron la solución más fácil: enterrarlo en la huerta. Agucé el oído. Lo explicó Nerea. Ismael les había hecho jurar sobre un Cristo que sería enterrado junto a Alodi…, compromiso que se cerró en la noche del día en que él contempló desde el ventanuco el accidente de la que seguía considerando su novia. «Pero ¿qué entendíamos nosotras de tumbas del cementerio?», añadió Nerea. «¡Si hubieran muerto el mismo día…! Que hablásemos con Gabino, el enterrador y amigo suyo, nos dijo. Y le hablamos y le mentimos: que alguna vez sabríamos en qué monte está enterrado. El primero en saber de los huesos, ¡hace trece años! El pobre Gabino lleva trece años esperándolos. Y, mientras, se las ha arreglado para dejar un hueco entre Alodi y el siguiente agujero. Pero Gabino tampoco sabe que le llegará una caja con el cuerpo entero de su amigo». Josefa gimió: «Y lo echará todo a perder y acabaremos en la cárcel». Don Manuel las tranquilizó asegurándoles que él conocía bien al enterrador, que no era tonto y no estropearía nada.

De pronto se me antojó ridícula toda aquella farsa, el engaño a que someteríamos al pueblo por una sola razón: el miedo. Les aseguré que ya no importaba que el secreto lo conociera todo el mundo, que los supervivientes de la Guerra pertenecíamos a otros tiempos, que ya era hora de vivir sin el terror. Y concluí: «¿Hasta cuándo ha de durar la maldita Guerra?». La respuesta fue tres expresiones ancladas. «Bueno», me dije, y me agaché a coger la caja y los demás ocuparon sus puestos y sus manos levantaron conmigo a Ismael Jauregui, el topo irredento. «¿Aguantarán ellas el peso?», me pregunté. En el portal continuaban los dos funerarios, pero no solos. ¿Qué hacía allí Efrén? Cuando sus empleados pretendieron desplazar a las dos mujeres para sustituirlas, ellas los apartaron con rudeza. «Les costará lo mismo, no hago rebajas», emitió fríamente Efrén. Pero estaba en otra cosa, exploraba rostros y comportamientos con esos ojos de águila que tan bien conocíamos. «¿Qué pasa aquí? Dos mujeres llevando un féretro…», se asombró. «Ni juez, ni forense, ni casi funeraria y sospecho que tampoco enterrador». Nos cortaba el paso y don Manuel le apartaba con suave firmeza. Pero siguió avanzando a nuestro lado, se me antojó un felino tras una buena presa. Fue el único en detectar en todo aquello una anormalidad. «Que se cuide mucho de poner su mano en la caja», pensé.

Don Manuel y yo nos arreglábamos bien, pero en el trayecto entre el portal y los setos me llegaron los jadeos de Josefa. Por suerte, unos pasos más y el féretro era descargado en el coche, operación para la que también hubimos de librarnos de los funerarios, deseosos de cumplir ante un jefe que lo husmeaba todo como si en ello le fuera la vida. En realidad, lo vivía como un juego, un deporte de fin de semana, un insignificante complemento de sus piraterías financieras.

Josefa, Nerea, don Manuel y yo nos movimos como piezas de un preciso mecanismo programado para formar una pared tras el coche, pidiendo el entierro en dos: delante, don Pedro Sarria y el monaguillo, el coche y los caballos, y detrás, los cientos de vecinos exprimiendo su imaginación por recubrir de carne reconocible aquellos huesos del gudari caído en Peña Lemona, por recordar su rostro, que era lo menos que merecía un muerto y la historia colectiva; a espaldas de nuestra pared, el impecablemente trajeado Efrén —chaqueta, chaleco y pantalón del mejor paño inglés—, bombín en mano, se desplazaba de un punto a otro de aquella procesión buscando algo, no sabía qué, y en tres ocasiones intentó colarse por la pared o bordearla, pero nosotros cerrábamos filas o las abríamos para cubrir más frontera. Esta vigilancia requería mucha concentración, a tal punto que me desentendí del goteo de palabras que él me dedicaba a saltos, cuando sus inspecciones lo acercaban a mí: un impertinente acoso de maneras elegantes del que sólo conservo una bruma: «Esa casa…, Jauregui, ¿no?…, aquel entierro de hace trece años no tenía que pasar por delante, pero usted quiso que pasara…, y este otro entierro saliendo de la misma casa… Jauregui, ¿no?…, Jauregui en el centro de los dos entierros, y Asier Altube también en los dos… ¿Qué ocurrió entonces, qué ocurre hoy aquí?… Lo único cierto es que usted nunca me lo dirá». Desde, digamos, su presentación en sociedad, la nuestra —en 1907, en la cacería de llamas—, no perdió ocasión de averiguar cosas nuestras, flaquezas especialmente, una manera de ejercer sobre nosotros mayor dominio, a juicio de don Manuel.

El viejo Gabino nos esperaba a la puerta del cementerio de La Galea. No tenía por qué estar allí, pero aquél era un entierro especial. No tardó en descubrir que sólo a él se le permitió acercarse al féretro, y tocarlo, y colocar sus manos debajo para alzarlo, siguiendo los puntuales gestos rituales de don Manuel, con los que señaló que fuera Gabino quien se adelantara a los cuatro e iniciara el alzamiento, un modo bien abrupto de comunicarle la revelación. Contuve el aliento. Se dibujó en su expresión la insólita derrota de sus brazos, su mente quedó en blanco y todo su cuerpo paralizado. Miró a la madre y a la hermana de su amigo y ellas también le miraron, y pareció no necesitar nada más. Llegaría a comentar don Manuel que se le vio pensar. Transcurrió un minuto, no más. «¡Hostias!», masculló Gabino para sí. Se colocó junto a las dos mujeres, y durante el traslado por el cementerio fue recibiendo de sus rostros agónicos la confirmación del milagro, mientras de su garganta fluía el ronco sonido con el que mejor se relacionaba con el mundo: «¡Hostias, hostias…!».

Nada más llegarle el domingo la noticia de los huesos, se había apresurado a cavar en el espacio clandestino que reservaba, desde hacía trece años, junto a la tumba de Alodi. Colaboró con las otras ocho manos en el asentamiento de la caja encima de los dos maderos cruzados sobre el foso. Es posible que le entraran dudas y se peguntara qué estaba enterrando, pero ni siquiera hizo la pregunta obligada de si alguien quería ver al muerto por última vez y que le hubiera proporcionado a él mismo la oportunidad. Por allí había rostros a quienes les hubiera gustado oír esa pregunta, entre ellos el de Efrén. La impune incorporación de Gabino al cerrado entierro había colmado su paciencia, redoblando sus husmeos, de modo que nos apresuramos a retirar los troncos, bajar el féretro, apartar las cuerdas y esperar a que Gabino acabara de echar la tierra encima. Parece que entonces, al final de todo, la pequeña muchedumbre se percató nebulosamente de que la cosa no había discurrido como era preceptivo en materia de entierros, disonancias entre las que la presencia del hijo de Ella no era la menos sonada. En pleno repliegue general, Efrén se acercó a don Manuel y a mí y nos dijo:

—Lo que sea que haya ocurrido aquí ha sido un trabajo perfecto.

Había en sus palabras la sincera admiración de quien exige perfección en todo, pero en sus ojos se advertía un fulgor negro de derrota. Se despidió con una imperceptible inclinación de cabeza y se confundió con la muchedumbre en retirada. Aún se volvió un par de veces a mirarnos, y al pisar el camino se caló el bombín y desapareció. Permanecimos un buen rato ante la tumba, Josefa y Nerea, sin duda, por no mezclarse con la gente y exponerse a sus preguntas, y Gabino esperando que alguien le corfirmara que había enterrado a quien él creía, y don Manuel y yo reponiéndonos de la tensión.

A nuestra derecha, a la tumba de Alodi la ceñía por tres partes un humilde marco de cerrajería de sólo un palmo de altura; en la cuarta estaba la lápida vertical.

—Le pondremos igual, ¿eh, ama? —dijo Nerea tocando el antebrazo de Josefa.

—Gabino sabrá dónde hacen buen precio —respondió Josefa.

—¿Para quién?, ¿poner para quién? —preguntó Gabino—. Pronto aquí ya no quedará nadie, ni en un agujero ni en el otro.

—¿Nadie? —exclamó Nerea.

—Dicen que las tumbas tienen un agujero por debajo por donde los muertos escapan a la mar —explicó Gabino rascándose la cabeza—. Es lo que dicen. Un agujero que no hacemos los enterradores.

—¿Y usted lo cree? —preguntó Nerea.

—Sí, ¿por qué no? Cosas más raras nos hacen creer desde que nacemos —gruñó Gabino.

Don Manuel tosió e intervino:

—Se trata de la vieja leyenda de los cementerios costeros que se vacían por el fondo.

—Yo lo único que sé es que en mis muchos años de enterrador he tenido que abrir alguna tumba…

—¿Y…? —le apremió Nerea.

—… y allí no había nadie, sólo la caja rota por abajo. ¡Ni rastro!… O así me pareció.

—La familia de Alodi no tendría la tumba tan bonita y limpia si estuviera vacía —apuntó Nerea.

—Es que ésta no está vacía. Seguro que no. La chica esperaba a Ismael —dijo Gabino—. Ahora, escaparán juntos.

Tras unos segundos de silencio, Josefa sentenció:

—Pondremos lápida y hierros, igual que la otra, por si se quedan los dos. ¡Qué cosas, mi hijo nadando con los peces!

Estábamos solos en el cementerio. Las dos mujeres recobraron sus caras de luto, apenas perdido, y Josefa nos dijo sombríamente:

—Han sido ustedes muy buenos. Ahora nos esperan en casa los trabajos.

Y se fueron. Pasó un momento y las alcancé, situándome junto a Nerea.

—¿Puedo ir a buscarte?

—¿Ni siquiera esperas a salir del camposanto?

Me pareció una estupenda señal.

—Siempre lo supe y siempre te comprendí. Pero ya pasó todo. ¿Puedo ir a buscarte?

Su cara se levantó al cielo y sus ojos se enturbiaron.

—¿Qué hicimos mal para que tú lo supieras? —dijo. Y añadió—: Espera unos días.

Me sentí flotar, no pude pensar en otra cosa, incluso me olvidé de que caminaba junto a don Manuel hacia el Faro. Me habló y no sé de qué. ¡Yo estaba viviendo una resurrección! En realidad, dos resurrecciones —y entonces me volví hacia don Manuel—, la segunda se refería a él…, en el caso de que el entierro de Ismael Jauregui hubiera roto mi encono de veinte años. Creo que mi felicidad fue determinante para creer en el supuesto cambio, a juzgar por la primera frase que le dirigí:

—Ha sido el fin de la Guerra.

Su réplica pudo haber caído sobre mí como un jarro de agua fría, pero mis sentidos aún eran impermeables.

—¿El fin de la Guerra? ¿Lo crees de verdad?… Sí que tenía que haber sido el fin de la Guerra, pero hay señales de que no es así. Creo que la Guerra no ha terminado.

Fueron sus arrugas en la frente las que me pusieron en alerta. Quiero decir que mis sentidos habían dejado de protegerme.

—¿Qué le pasa a usted? ¿No acaba de ver que todo ha cambiado? Nerea ya es libre y vuelve conmigo, me lo ha dicho. ¡Se acabó la pesadilla! Ni siquiera le preocupa el luto, ni por ella misma ni menos por el qué dirán. El pueblo no le puede exigir luto por un hermano muerto hace veinte años… Parece que no a todos les gusta que haya acabado la Guerra.

—¿Recuerdas las palabras de Josefa?: «… nos esperan en casa los trabajos»… No son palabras de alguien que se siente liberado… Sí, ya sé lo que representan los trabajos para nuestras gentes, pero no era ocasión para acordarse de ellos, para meterse en casa con tanta prisa, yo diría que con tan poco respeto hacia el hijo y hermano que acababan de dejar bajo tierra. ¿O es que llegaron a creerse su propio engaño, que enterraron unos pobres huesos, ni siquiera de otro humano sino de algún animal, un perro o cosa parecida? ¿Por qué cambiaron el respeto por la precipitación? ¿Qué les reclamaba tan imperiosamente en Jauregui?

—Los trabajos, ellas lo dijeron. ¿Qué otra cosa podía ser? ¿Es que la vida no es para usted más que un drama sin fin?

—«Nos esperan en casa los trabajos»… Sonó a una continuación de lo mismo… No, no me interrumpas… Faltó algo así como: «Fue largo, pero ya se acabó. La casa nos parecerá vacía sin él», y entonces sí que no despertaría alarma lo de los trabajos.

—¿Alarma? —exclamé, furioso.

—Porque hay más… ¿No esperaste algún cambio en sus expresiones, resignadas a enterrarse en Jauregui con la misma fatalidad, como si para ellas no hubiera acabado nada? ¿Quién les esperaba si dejaron a Ismael en la tumba?

¿Esperarles? Estaba loco. ¿A qué se refería realmente? No había más que fijarse en su rostro desencajado para comprender que los últimos acontecimientos le habían roto. Sin embargo…

—Lo habrían enterrado en la huerta de no mediar la promesa que le hicieron —prosiguió él—, y poco faltó para convertir Jauregui en cementerio al descubrir a última hora que un peso ridículo de huesos les delataría. ¿Fue sólo el miedo lo que les empujó a ocultar aquel cadáver al mundo?

—Sí, el miedo —afirmé.

—Con Ismael muerto concluía la pesadilla, Jauregui quedaba en paz, terminaba un tiempo y empezaba otro. Ellas regresaron a vivir el segundo acto…, pero no solas.

Era inconcebible cómo sus palabras iban minando mis seguridades. Me rebelé ante la idea de que sólo un par de horas a mi lado habían bastado para sufrir de nuevo su influencia.

—No sé de qué me habla. Dejémoslo. He de ir a casa.

—¿Tú también? —Pero ni siquiera sonrió—. El otro hermano era Cosme. ¿Le recuerdas?

El temblor de mis piernas no impidió que pensara: «De Cosme también dijeron entonces que murió en la Guerra».

—¿Por qué saca usted a Cosme? —exclamé entre sudores fríos.

—Era un buen cazador, dicen que el mejor de por aquí. Marchó al frente con su inseparable escopeta y se negó a cambiarla por un fusil. Es de suponer que regresara a Jauregui con ella y la siga teniendo tan brillante como al comprarla…, aunque, por supuesto, no haya podido disparar un solo tiro con ella últimamente.

Un pensamiento me desbordó: «Si dos personas han engañado a todos escondiendo a un pariente durante veinte años, no hay razón para que no hayan escondido a dos al mismo tiempo, y a partir de ahora a uno de ellos más tiempo». ¿Era mi claudicación?

—¡No! —grité.

—Tú y yo lo descubrimos a un tiempo… ¡Te aseguro que te ofrecería algo mejor si me fuera posible cambiar las cosas!… Lo supimos allí dentro, en aquel ambiente en el que no se advertía una sola transformación, aun después de aquella muerte. Observé a las mujeres, las observamos los dos, te vi hacerlo: ni un signo de relajación, de paz recobrada. ¡Se habían liberado y nada! Sus espaldas, aún abatidas. Ismael llevaría muerto de tres a cuatro días, tiempo suficiente para convencerse de su paz, para que se enderezaran esas espaldas…

—La espalda de Nerea está bien derecha —protesté en plena confusión.

La mirada candente de don Manuel se adueñó de mí.

Y entonces, de allí, de las profundidades de Jauregui, algo, un viento muerto llegó hasta nosotros, algo nos tocó el hombro avisándonos de una presencia… ¡Era la pieza que faltaba para dar sentido al comportamiento de ellas!… ¿Desde dónde nos vigilaba? Seguramente, desde muy cerca… ¿Cómo se iban a enderezar aquellas espaldas?

Jugaba con ventaja, conocía el secreto desde hacía sólo unas horas y tenía las manos libres para fantasear sobre él, pero mi tiempo encallecido no admitía correcciones. Don Manuel era un joven desatado y yo un viejo anquilosado.

—Usted es libre de inventarse cuanto le venga en gana, pero no espere que yo lo comparta. Es posible la existencia de un Cosme vivo, aunque no probable. En realidad, imposible. Yo lo habría sabido.

Me miró fijamente y añadí:

—Yo descubrí al otro.

—Uno, otro… Está claro que ya estás pensando en dos… Si no te importa, me gustaría saber cómo lo descubriste.

Y se aprestó a escucharme con vivo interés:

—En el año 1944 vi su pelo rubio en un ventanuco de su camarote, y me llegó su voz, su grito, cuando su novia Alodi fue aplastada por la carreta.

Don Manuel tragó saliva.

—Sí, Alodi, año 44 —susurró—. Y ocurrió frente a Jauregui… Terrible, terrible… ¿Por qué no salió a la carretera?

—Ellas le sujetaban desde dentro.

—No salió, no le dejaron… ¿Crees que ellas solas se habrían bastado para sujetar la locura de un hombrón como él? Cosme les ayudaba.

—Es imposible.

No, no era imposible, sólo que no figuraba en mi tradición de los trece años.

—Que a él no le vieras los cabellos no significa que… Escucha: las duras faenas de ese caserío, siempre al día, tendrían más cabal explicación con dos hombres colaborando con las mujeres en vez de uno.

Me resistía a aceptar a Cosme por la seguridad que me daba la voluntad de Nerea de vernos.

—Su enfermiza visión de la vida es patética —le acusé.

No le habría echado en cara entonces su natural manera de ser, pero es que esa manera de ser era mi enemiga.

—Ni tú mismo dudas ya de que tenemos aquí un drama del pueblo vasco, una impensada prolongación del terror. Te aseguro, Asier, que confiaba en el advenimiento de una clausura, de una fecha concreta marcando ese final, y hoy me habría gustado creer que ya lo teníamos en este año de 1957, con el fin de este residuo real de la Guerra. Estaba equivocado: Cosme Jauregui no es un invento de mi supuesto victimismo. No, por cierto. No. No.

—Así que miedo. Ellas no mostraron a su gudari por miedo a las represalias, no por encubrir al otro… ¿Recuerda mi cita con Nerea? Nos casaremos. No creo en Cosme. No me hable usted más de su Guerra particular permanente.

Viví unos impacientes días colgado de aquella cita. ¿Cuál sería para Nerea un número razonable? Del martes no pude esperar más que hasta el sábado, el único día en que ella cruzaba el pueblo con su carrito de la vendeja. Pedí permiso en Altos Hornos y la esperé a su regreso, no lejos de Jauregui. Fue muy difícil para mí, mucho más que mi primer abordaje, allá en el 44 o 45… ¿Cómo había pesado la ruptura en el día a día de estos diez años? Resignado al nuevo marco, nuestros encuentros siempre estuvieron forzados por mí. En momentos de debilidad me hacía el encontradizo, a veces en su viaje de los sábados, otras, en su camino a misa los domingos acompañando a su madre. Nerea se detenía, Josefa seguía, y cruzábamos unas palabras. La cuadrilla insistía en que la rehuyera, Petaca propuso mi marcha un tiempo a la Rusia soviética o que me echara otra novia. Me eché varias. Pero ¿cómo desprenderme de mi mala conciencia de traidor sabiendo que ella me esperaba guardándome fidelidad? Porque yo sabía que lo nuestro era eso, una espera. ¿Espera o trampa? Quizá nunca haya existido en el mundo una maldita situación como la nuestra, quizá yo estaba ciego y se trataba de un vulgar e inasumible caso de desamor. Mi desgracia era mi conocimiento y comprensión del secreto que la ataba.

Bueno, y en no pequeña medida, ella remaba conmigo: si hubiera querido evitarme los domingos, habría cambiado la iglesia de San Baskardo por la de los trinitarios, que, además, tenía más cerca. Nunca lo hizo, actitud que me hacía superar las crisis más negras.

Había otro drama: entre 1947 y 1957, me pregunté cuánto duraría la espera; es decir, cuándo moriría el que ya era un muerto bien enterrado. (Confieso que, en mis delirios, consideré la eliminación de aquel despojo; no sería un asesinato en toda regla, quizá sólo medio asesinato, o sencillamente, una humanitaria redención). Suponiendo que muriera antes que nosotros, dependería de cuándo, pues si esta delicadeza por su parte no se producía hasta treinta años después, tanto Nerea como yo estaríamos casi en los sesenta, ¿y cabía en la lógica de Getxo la boda a esta edad entre un hombre y una mujer que ennoviaron con veintidós años? En este sentido, más lógica encerraba el caso de la señorita Mercedes y don Manuel, que, según iban las cosas, nunca se casarían.

La cita, pues. Aunque, primero, el segundo abordaje a su regreso del mercado. Sonrió en cuanto me descubrió en la distancia. Ni siquiera así me resultó más fácil que en 1944. Nerea no había olvidado aquellas mis primeras palabras, y de nuevo recurrí a ellas, es decir, me apoyé en ellas a causa del bloqueo de las nuevas.

—Buena venta, traes el carro vacío.

Se detuvo, lo que no ocurrió la primera vez, y sonrió, cosa que tampoco ocurrió. Hizo más que sonreír: rió abiertamente, aunque aplicándole la sordina en la que sería tan experta. Y añadió, muy pertida: ¿No eres un fresco?

También se acordaba de eso. En adelante, todo fue más fácil, no totalmente fácil, sólo un poco más. Me refiero a que aquella primera escena del nuevo tiempo no constituyó una mera continuación de la ultima del viejo, cerrada con una frase que bien pudo nacer de un simple enfado de novios: «Hemos sido una pareja con mala suerte», había dicho Nerea. Y, aunque acusé el hemos sido, nunca lo tuve por una clausura definitiva.

Hubo que empezar otra vez, un nuevo noviazgo partiendo de cero, con sus timideces, sus tanteos, la elección cuidadosa de las palabras… tardé un trimestre en darle el primer beso: el fugaz en Jauregui quedaría como un error. Pero la culpa no fue únicamente del largo entreacto, del cuantioso tiempo de interrupción de un noviazgo marcado por diez años, sino también de su contenido, de la multitud de vivencias que nos debíamos el uno al otro.

—¿Desde cuándo lo supiste, Asier?

—Desde poco antes de hablarte por primera vez.

—Así que te atrajo él más que yo…

Le confesé que ambos hermanos habían ejercido sobre mí una fascinación irresistible. No pareció bastarle. Le dije:

—Cuando me dejaste, también pensé que le querías a él más que a mí.

Entonces lo entendió. De sus varias razones para enternecerse, la más valorada por ella fue mi respeto a su libre decisión de entregarse al cautivo.

—Sabías la verdad y no me lo echaste en cara, no intentaste torcer mi voluntad. Fue de una delicadeza exquisita.

—¿No te preocupa que pesara más que mi amor? ¿Qué clase de amor era el mío?

—He tenido mucho tiempo para pensar y ya no soy una muchachita de príncipe azul. Tengo treinta y cinco años y te aseguro, Asier, que eres de lo menos azul que existe. Me gusta tu amor.

Desde entonces no se cansó de escucharme cómo viví mi dolor y mi soledad porque ella también sufrió lo mismo cuando de niña le mataron a sus tres gatitos: Cuarto oscuro, Baldosas de colores y Flor de peral. Me preguntaba si no llegué a odiarla, y yo le contestaba que sí; si no sentí tentaciones de asaltar Jauregui y sacar de las orejas a Ismael de su agujero, y yo le contestaba también que sí.

—Pero no lo hiciste.

—No, no lo hice.

—Me tienes que prometer una cosa, Asier: que nunca emplearás palabras para lo importante, que nunca te oiré decir con cara de tonto: «Te quiero».

—Nunca te diré «Te quiero» mientras tú no lo desees.

Fueron seis meses de intensa iniciación y reconocimiento, laboriosos, un camino que califiqué de no retorno. Un beso al tercer mes, seguido de suaves y estrenadas caricias en rostro, manos y brazos. Al sexto mes, no necesitamos palabras para dirigirnos hacia las ruinas del viejo castillo sobre la playa, escenario de nuestras inolvidables proezas de amor, aunque sí hubo palabras para preguntarnos si merecían más que nosotros una buena cama los que se casan con todos los papeles.

—Tengo diez años más, soy una vieja —dijo Nerea desabrochándose las ropas.

—Yo diez años menos —dije.

—En los hombres es distinto.

—Los hombres no miramos el calendario.

—No presumas. También has cambiado. ¿Dónde está el bastón?

—Sobre un armario, muerto de risa.

Fue mejor que antes, los diez años sin ella quizá merecieron la pena. En aquellos días sin nubes llegué a pensar: «Su cambio no ha sido de años sino de otra cosa: ¡es una mujer libre! Esta vez no hay ningún fantasma. ¡Allá el desquiciado de don Manuel con su Guerra!». Creí que lo sabía, pero hasta no tenerla en mis brazos no supe lo que era amar a una mujer libre. Me lo transmitía cada cachito de su cuerpo. Tanta pureza resultaba tan abrumadora que no pude callar por más tiempo mis traiciones:

—He tenido novias.

—¿Y?

—Eso, que he tenido novias, no te he sido fiel.

Quedé atónito al escucharla:

—Lo sabía —dijo tranquilamente—. ¿Cómo no lo iba a saber? Vivimos en un pueblo, en la plaza no sólo cambian de mano las berzas.

—¿Y me lo dices tan pancha?

—El disgusto lo pasé a su tiempo y mejor que no me lo recuerdes, porque ya no eres un extraño.

—¿Qué habrías hecho si me apaño con una de esas novias?

—Daros mi bendición y adiós muy buenas.

—¿Y si ahora no te hubiese buscado?

—Habría soltado otro gallo por encima de nuestro seto.

También lo recordaba: el gallo huido que atrapé cuando pasaba ante Jauregui —yo era otro adicto, como Alodi— y propició nuestra segunda conversación y nuestra primera cita en la plaza de San Baskardo.

Después, vino la cuestión del luto. ¿Cuánto tiempo retrasaría nuestra boda? Las normas sobre lutos comprometían sólo a la madre y a la hermana de Ismael, las únicas en conocer que en el féretro iba un cadáver de días (don Manuel, Gabino y yo no contábamos). El resto de la comunidad entendería que veinte años eran más que sobrados para guardar un luto. Así, pues, la incógnita eran ellas. Al término de aquel año de ensueño pregunté a Nerea por la fecha de la boda. Se puso seria y dijo:

—Debemos esperar.

Fue como si la aparición de los huesos marcara el arranque del luto, anulando los veinte años. «Debemos esperar». Sin duda por imposición de la madre, a Nerea y a mí nos cayeron dos años. Bueno. Dos años más que transcurrieron sin una sola alusión al tema por mi parte. Al cabo, lo hice, y la misma respuesta:

—Debemos esperar.

El rugido no llegó a salir de mis labios. «¿Esperar? ¿Esperar a qué?». No me dio ninguna explicación. ¿Más luto? ¡Me río de la clase de luto que se traía la niña! ¡Qué desaforadas exhibiciones volcánicas a dúo contemplaron aquellas piedras del castillo! Tanto ella como yo perdíamos la noción del mundo, quedábamos exhaustos mirando al cielo, creíamos que las olas no rompían en la playa sino en nuestros senos interiores, y para recuperar nuestras individualidades teníamos que dejar de tocarnos. Nerea iba más allá, echaba menos en falta que yo un tálamo decente, una blanda cama sustituyendo a la yerba amiga. Llegué a sospechar que a esto se debía su resistencia a matrimoniar… También empezó a tomar cuerpo la teoría de don Manuel.

De manera que el comienzo del tercer año fue entrar en el nuevo infierno. Culpaba de la situación a todo lo pino y humano, incluso a mí mismo. Le decía:

—Sé que no soy ninguna ganga como hombre para Jauregui, un lisiado que en Altubena ha sido sustituido por un hombre entero.

Nerea se limitaba a llorar en silencio, silbando a media voz frases como: «Ten paciencia», «Todo llegará», «Lo deseo tanto como tú»…, que seguramente iban dirigidas más a ella misma que a mí. Me resultó imposible prolongar por más tiempo lo que, de pronto, se había desnudado como farsa, pues, después de todo, Cosme Jauregui existía. ¡Maldito don Manuel! En adelante, todo discurrió como en el noviazgo de diez años antes y concluyó tan sin esperanza. ¿Por qué Nerea no me miró cualquier día de aquéllos a los ojos y me confesó, como quien se desinfecta una herida: «Tenemos un alquilado en casa desde hace veinte años»?, riendo, en el único tono en que se podía revelar una cosa así. ¿Y por qué yo, otro día, no tomé su carita entre mis manos y le pregunté: «Nena, ¿cuántos huevos fritos ha desayunado hoy tu segundo hermanito?»? Al parecer, para ella se había convertido en un principio inviolable guardar bajo siete llaves esa clase especial de secreto, que pasaba limpiamente de un hermano a otro y ya íbamos por el segundo. ¿Y por qué no pensar que había en Jauregui un tercero, aquel Bruno, que quizá no fue fusilado en el 38, como ellas extendieron, y lo guardan en la reserva? ¿Y por qué no incorporar al padre, Sabas, también supuestamente caído en el Sollube, y quién sabe de quién era el cuerpo que se veló en el propio Jauregui (con don Manuel presente), o de quién los huesos en el féretro cerrado, en un primer ensayo de su especialidad? Demasiados parientes para que el tipo de noviazgo concebido por mi novia pudiera concluir a tiempo. Don Manuel lo seguía atribuyendo al miedo. ¿Es que ni la vieja ni la joven se habían enterado de que corrían otros tiempos? Pensé que habíamos perdido la ocasión de que lo comprobaran al ayudarles a escamotear el cadáver del gudari. No arrostraron ninguna prueba, se mantenían vírgenes.

Y a mí, ¿qué me paralizó? No la delicadeza exquisita por encima del amor, que a Nerea tanto le había enternecido; la segunda delicadeza exquisita obtendría un segundo enternecimiento, sin duda, tan inútil como el primero. No habría conseguido nada revelándole que conocía también la existencia de su segundo topo, pues ellas, al cabo, ya no defendían un secreto contra el mundo, no era un secreto en función de algo: tenía entidad propia, no necesitaba de colaboraciones externas en forma de miedo para su propia configuración: tanto la madre como la hija eran ya orfebres esquizofrénicos de una obra comenzada con angustia entre bombas de guerra y continuada como prurito inhumano, cuestión de honor, celosa obsesión sin nada que ver con un tal Cosme —y, antes, Ismael y Cosme—, una obra primorosa y corajuda que llevaba camino de ser glorificada por los hados infernales.

Recordé, igualmente, sus palabras de la primera ruptura:

—Hemos sido una pareja con mala suerte.