¡Sol de junio! Vuelve a estar con nosotros la estimulante Flora… ¿Lo siento así realmente? ¿Me corresponde sentirlo? Calma, calma. Pero ¿cómo explicar el torrente de felicidad que ha causado en Jaso la llegada de Flora? Yo, Jaso, la temí y la odié en tiempos pasados. Veo en mi transformación la influencia de ama desde el cielo.
Ahora estamos en el tercer día de felicidad. Todos reunidos: Kresa, Flora y Matías, yo, Fabiola y Román, comiendo sentados alrededor de la mesa o simplemente sentados al fresco de la parra de la huerta, hablando, transmitiéndonos tanto como había pendiente tras doce años. «También se habría alegrado ama desde su casa», había dicho Fabiola a su llegada, «y nos habría mandado recado para que Flora la visitase inmediatamente». «¡Y yo habría corrido con todo mi amor!», dijo Flora. Y yo dije: «¡Pobre ama!». ¡Que nadie hable mal del tiempo que huye, del paso de los años, de sus efectos demoledores! Lo que está ocurriendo aquí lo han traído esos doce años. Incluso se advierte una sonrisa macilenta en la carota de Román; quizá no sea justo pedirle más, ninguna gota de su sangre corre por las venas de Flora, y sí de la de todos nosotros, incluido Matías, cuya sangre corriendo por las venas de Kresa lo incluye en la familia.
No puedo dejar de pensar en el coche negro que se apostó en la distancia a las pocas horas del regreso de Flora.
Flora tuvo la delicadeza de no desnudarse hasta pasadas veinticuatro horas, de modo que yo habría podido verla desnuda en los dos últimos días, pero pongo sumo cuidado en mirar sólo hacia arriba, su cara. Pasado el primer encuentro, las primeras efusiones, la nueva acomodación a su propia casa y a todos nosotros, Flora lanzó de pronto un gritito salvaje y empezó a arrancarse todas las prendas, sin olvidarse de ninguna. «¡Vida, vida!», exclamaba como en un canto, acompañándose de saltos al ritmo de cada despojamiento, rematando su locura con aquella danza descarada de cuando jovencita. «¡Ni un solo día dejé de soñar con volver a hacer esto aquí!», decía entre giros y ondulaciones de cisne de su cuerpo. ¿De cisne? Su cuerpo ya ha cumplido treinta y cinco años y sufrido muchas maduraciones, desde una guerra a un largo exilio. Ha dejado muy atrás aquella escurrida adolescencia que se prolongó demasiado tiempo. ¿Cómo sé que era escurrida si siempre me negué a mirar su cuerpo? «Esta mujer mía es la hostia», dijo Matías riendo. Parece que Flora no practicó para él en Francia. Sería mejor para los dos que no creyeran que el haber podido regresar a su tierra se debe a una relajación de la moral franquista: sigue estando justificado el alto biombo de cañas entrelazadas que levanté junto a la parra, ya antes de la Guerra, y permitió y permite que Fabiola y Flora tomen el fresco desnudas sin ser vistas desde el camino. Y Kresa, quien ha pasado de la inocente desnudez de la infancia a la misma exhibición impúdica que su abuela y su madre… ¡a sus pujantes doce añazos!
Ahí continúa el coche negro. Es la tercera vez que aparece. No se mueve en todo el día, hasta el anochecer.
En varias ocasiones recriminé a Fabiola:
—¿A qué tanta carne desnuda? ¡Vaya ejemplo para el chiquillo!
Y ella me respondía con suavidad:
—Es una manera de ser. ¿Aún no lo has comprendido?
Hoy mismo, a media mañana, Flora ha roto mi sosiego poniéndose a revolotear por el interior de la casa. Fue un minucioso recorrido por todos los rincones, cantando y quitando el polvo de las superficies con un plumero, su única ropa. Para no tener que mirar constantemente hacia arriba, me senté en el escalón del umbral, de espaldas al interior, pero ella rozaba a intervalos mis hombros con la mano, el pie o el plumero, repitiendo a cada aproximación: «¡Quiero muchísimo a mis dos tíos!». Mi inquietud ante situaciones semejantes que amenazan el futuro ha lamentado que Román no sea su padre. Sintiéndose a salvo de toda responsabilidad, al solicitar su ayuda me respondió: «¿Cómo no íbamos a perder la Guerra?». ¿Qué fue de la ideología anarquista de Flora, de su radicalidad defendida con las armas, de su pantalón mahón proletario y su zamarra de cuero? Sobre todo, de este pantalón y de esta zamarra. Prefiero una Flora condenada al infierno, pero vestida, a esta Flora sin ningún trapo encima.
Ahora estamos Flora, Fabiola y yo bajo la parra. Kresa y su padre marcharon hace una hora a jugar al fútbol a una campa junto a la iglesia donde monta partidos la gente joven del pueblo. Hoy habrá entre ellos un gandul que presumirá de haber jugado en el Getxo y en el Madrid, y en el Athletic con el presidente Aguirre. Hace calor y Flora y Fabiola están desnudas sentadas a la sombra del biombo de cañas. Hasta que Flora se pone en pie de un salto y dice:
—Mi cuerpo me pide un baño en la playa. ¡Tres días y aún no he bajado!
—Sábana —digo.
—Sí, sábana —dice Fabiola.
—¡Les hablaré al mar y a la arena! —dice Flora.
Oigo sus pisadas desnudas metiéndose en la casa. Respiro y vuelvo el rostro por primera vez desde que nos sentamos bajo la parra, momento en que la inoportuna Flora asoma en el umbral medio cuerpo para decirnos:
—¿Quién me acompaña?
—Voy a matar el pollo grande y os tendré preparada una buena cena dice Fabiola.
—¡Pues tú, tío! —dice Flora.
La propia Fabiola me empuja a ir.
—Cuida que no haga tonterías —me dice.
El coche negro continúa allí cuando emprendemos viaje, ambos vestidos —o lo que sea— con sábanas. El pueblo ya parece haber aceptado con normalidad las sábanas de los de Oiarzena en su ruta a la playa. Aunque hemos salido pronto de casa, la semiluz poco nos ayuda a pasar tan desapercibidos como yo quisiera. Algunos playeros suben mientras nosotros bajamos. Flora se pone como loca al despojarse de las alpargatas y tomar contacto sus pies con la arena. Lo mira todo como si lo viera por primera vez. Toma con la suya una de mis manos y la aprieta. «¡Oh, Martxel, Martxel!», dice. El escenario la pone tan ausente de todo lo demás que no sólo yerra al llamarme sino que la sábana empieza a desprenderse de sus hombros y he de sujetársela. Al llegar a la esquina de la playa, a Kobo, pretende lanzarse desnuda al agua.
—Espera a que oscurezca más, no debemos salimos de nuestras propias normas. Si has esperado doce años, podrás esperar media hora —le digo.
Nos sentamos sobre dos piedras bajas demasiado juntas. La cadera de Flora presiona la mía por debajo de las insuficientes sábanas. Nuestras rodillas están levantadas y Flora apoya la barbilla en las suyas.
—En este lugar desaparecen los nombres y los parentescos. Los que hemos vivido entre enemigos sabemos quién es amigo. Te llames como te llames, seas mi tío o mi amante, tú eres amigo —recita lentamente con la mirada fija en el mar—. No he sabido ganarme todo esto, quiero decir que no me lo merezco. Se me dio por nacimiento, pero ¿qué ocurrió cuando tuve que defenderlo? De tanto sueño de libertad sólo ha quedado esta playa. Por consiguiente, yo no me la merezco. Y ni siquiera supe liberar a la playa. Si ahora me llena de emoción es porque la ilumino con mis últimos sueños.
Mi cuerpo advierte el movimiento del suyo.
—Espera un poco más —digo.
—Sólo iba a colgarme de tu brazo —dice ella, aferrándomelo con sus dos brazos—. ¡Ah!, siento tus músculos, conservas aquella fortaleza, mi buen amigo.
—¿Fortaleza? —digo.
—Tú, al menos, trajiste a este páramo la revolución de Oiarzena.
—¿Yo, Oiarzena?
—Y por muy arrinconada que hayan tenido siempre esa revolución, su mesías necesitó mucho músculo para implantarla.
—¿Músculo?
Flora vuelve la cara y besa dulcemente mi mejilla.
—No sólo estoy en la playa sino contigo. Me siento segura con los dos —dice.
—En la playa también ocurren cosas gordas —digo.
—No delante de ti, de ningún modo.
¿A qué esta ironía? ¿De qué me acusa? ¿Quién le fue con el cuento a Francia? ¿Acaso ella, la pobre Fabi?
—¿Qué te pasa, amor?
Estoy tumbado en la arena, de espaldas, con la cabeza apoyada en algo blando: sé que son los muslos de Flora cuando abro los ojos y veo su rostro sobre el mío. Su mano acaricia mi pelo.
—¿Qué ha sido esto? ¿Sufres desvanecimientos con frecuencia? —creo que dicen sus labios al moverse.
Apenas ha transcurrido tiempo, la escasa luz sobre la playa casi es la misma al cabo de… ¿de cuánto?
—Ya ves que no soy tan fuerte —digo.
—Tranquilo… ¿Sabe ama de estos mareos? —dice.
—Nunca hubo mareos hasta hoy. ¿Ha sido esto un mareo?
—¿Y por qué hoy? ¿Tienen algo que ver conmigo? —Con sus manos endereza mi rostro y abre mis párpados para que su mirada se hunda sin remedio en la mía—. Convénceme de tu transformación, sé hábil para engañarme. ¿Temes la llegada de la oscuridad, que traerá mi… mi desnudez? No vuelvas la cara, no cierres los ojos. Si eres el mismo de aquellos tiempos… ¡bendito seas! Pero ¿cuál de los dos? ¿El que se ruborizaba como una flor o el que provocó la tragedia?… Tranquilo, tranquilo, sólo son palabras susurradas en la playa, donde estamos a salvo de todo… ¿Quieres que te lo demuestre, mi gran amigo?
Deposita con cuidado mi cabeza en la arena y se pone en pie, tira de su sábana hasta desplomarla a sus pies y ya tengo delante su cuerpo rabiosamente desnudo. Es blanco, con curvas más pronunciadas, e insisto en encontrar más diferencias.
—¡Mírame, mírame, con el orgullo con que mirabas entonces a la que era tu obra! —oigo a Flora.
—¡Cúbrete, maldita, como siempre te lo pidió ama! —digo. Mi cabeza, ¡cómo me duele!
—Sí, ama, pero tú, ¿qué quieres tú?, ¿me lo pides también?… ¡Estás llorando! Mi pobre amigo… —Cae de rodillas a mi lado, y se inclina, y sus labios presionan sin tibieza los míos—. ¡Aquel tiempo, aquel tiempo!… Que nadie lo toque, ¿verdad?, que nadie regrese a él… Sobra mi consejo… ¡No puedes! Soy tú, estoy contigo y siempre lo estaré. Yo también tengo mi sapo, yo tampoco puedo echar la vista atrás sin morirme… ¡Pero seguimos vivos!
Se pone en pie, gira, levanta los brazos, lanza el grito glorioso de su adolescencia y corre playa abajo sin la compañía de mi mirada. Si no fuera por las olas rompiendo en la orilla el silencio sería total. Pero ahora hay otro ruido. Una sombra del tamaño justo de un coche desciende por la carretera que muere en la arena. El ruido no es de su motor sino de los chasquidos de las ruedas contra las piedras. Me siento. No sé por qué ha de ser otro coche distinto del que veo en los últimos tres días desde Oiarzena. Por el aullido selvático de Flora sé cuándo su cuerpo con curvas más pronunciadas entra en contacto con el mar. Prefiero mirar hacia ella, ahora que no la puedo ver, que hacia los bultos negros que se me acercan por la espalda. Sé tanto sobre ellos que no quiero saber nada. Ya tengo a dos hombres delante. ¿Cuántos habrá detrás? La fuerza irresistible de un gran ejército acallaría mejor mi mala conciencia.
—Así, muy bien, silencio —me dice Benito Muro poniendo el cañón de su pistola en la punta de mi nariz.
—Otra vez, no —digo.
—¿Por qué no? Cada delito merece una nueva ejecución —dice Benito Muro.
—Otra vez, no —digo.
—Sentaos —dice Benito Muro sentándose con torpeza para acomodar su pierna magullada, que le saca un gemido. Son tres los que se sientan a su lado y frente a mí. A pesar de la noche, están lo bastante cerca para que yo pueda distinguir el trazo negro falangista bajo una de las narices. Los otros dos serán sólo policías.
—Hacedme a mí lo que queráis, pero dejadla a ella —digo.
—¡Encima, maricón! —dice uno de los tres.
Antes de que suelten la carcajada, Benito Muro los silencia con un ¡chist! tajante, y dice:
—Las cosas deben hacerse bien, con sentido. Tú estás muy visto y no nos sirves. Ella, en cambio, se ha atrevido a regresar, nos ha provocado. ¿Es que las guerras no sirven para nada? España quedó limpia de rojos, los que pudieron salvar el pellejo se largaron. Bien, muy bien, todo en su sitio según las normas, y que así continúe, unos a un lado de la raya y otros a otro. Hasta el Juicio Final del Señor… Pero, no: alguien de peso le prepara papeles y nos la trae. ¡Un insulto! ¿Cómo quedarnos de brazos cruzados quienes aún llevamos muy dentro el Movimiento? Ha llegado la hora para los de Oiarzena. ¡Esos papeles legales nos los pasamos por los cojones!
—Una jodida enchufada —dice uno de los tres.
—Pues que vengan, que vengan más tías buenas, que nosotros les daremos —dice otro.
Los tres vuelven continuamente la cabeza hacia el lugar invisible en que se está bañando Flora entre grititos.
—Paciencia, toritos, que vendrá a nosotros dócilmente a su debido tiempo. ¿No os la imagináis saliendo de la oscuridad y acercándose desnuda? ¡Desnuda, la muy puerca! A veces, pienso que nuestra Cruzada contra tanto rojerío se hizo principalmente contra Oiarzena. ¡Y la Guerra no rozó ni un pelo ese lugar! Pero aquí estábamos nosotros para remediarlo… ¡Desnuda! —dice Benito Muro.
Ninguno de los tres puede dejar de volver continuamente la cabeza hacia el mar.
—¿Qué años tiene la tía? —dice uno de ellos.
—¿Qué años tiene? —dice Benito Muro tocándome un pie con su zapato.
—Está como una vieja, el sufrimiento del exilio la ha dejado como una pasa —digo.
—¡Basta! Esto no es una casa de putas sino algo muy serio. Tiene bastante menos de cuarenta. Los de la primera vez tuvieron menos suerte —dice Benito Muro.
—Otra vez, no —digo.
—¿Cómo está tu hermana?, ¿escarmentó? —dice Benito Muro.
—Dios mío… —digo.
—Compréndelo, con ella seguíamos en guerra, y ahora lo mismo con ésta. ¿Por qué ha regresado? —dice Benito Muro.
—No lo repitáis con mi sobrina, por favor —digo.
—Tu sobrina no cabe en la nueva España. Si fuera un hombre, la mataríamos. Y lo mismo a la otra… Fíjate en la diferencia contigo: los dos bajasteis con sábanas, pero ella se quitó la suya y tú no. Tienes decencia, Martxel, es lo que te distingue de tu sobrina —dice Benito Muro.
—¡Yo no me baño y ella no se iba a bañar con la sábana puesta! —digo.
—Más bajo…, ¿quieres espantarla? ¿Por qué no usa un bañador reglamentario? ¿Por qué no le obligas tú? —dice Benito Muro.
Suena en la distancia un grito de placer de Flora.
—Es voz de joven —dice uno de los tres.
—¿Cuánto tarda en bañarse? —dice otro.
—Marchaos, por favor —digo.
No hay más palabras por parte de nadie, incluido yo, que también me contagio del compás de espera que sigue. Luego, una llama blanca estalla en la oscuridad de abajo.
—¿Quién está contigo? —oigo a Flora.
Benito Muro levanta su pistola y la pone de nuevo contra mi nariz.
—¡Huye, escapa, esta gentuza te quiere hacer daño! —grito con todas mis fuerzas. La dura pistola de Benito Muro golpea una y otra vez mi frente, y, entre golpe y golpe, veo cómo se levantan los tres y echan a correr hacia el mar…
Ahora oigo el ruido del motor del coche por encima del chasquido de las ruedas contra las piedras. ¿Dónde está Flora?, ¿se la llevan? La veo tirada sobre la arena, a un par de pasos de su sábana, el tronco por un lado, cabeza, brazos y piernas por otro. Es mi cabeza la que estalla. Al tocar mi frente los dedos se me clavan como puntas de fuego. Mis labios se mueven para pronunciar «Flora», pero no me oigo, Flora parece muerta y mis percepciones se han desentendido de ella. Sin embargo, creo que estoy llorando, que mis desesperados deseos de hacer algo consiguen que Flora deje de estar muerta y mueva primero su cuello y luego sus brazos, incluso llega a mover su busto y su cintura. Lo que de ninguna forma mueve son sus piernas, desde la punta de los pies a lo alto de los muslos. Las tendrá rotas, aunque sus únicos puntos angulares siguen siendo las rodillas. Alguna vez tendré que enfrentarme al descoyuntamiento de esas piernas.
Las olas rompen contra la playa y contra el silencio, como un reloj que no marcara ningún tiempo. Sé que tendría que acercarme a Flora, para lo que he de levantarme o arrastrarme por la arena como un gusano…
—Ama, ama…
Es la llamada musical de Kresa, una voz que resucita a Flora. La sábana y yo estamos en la misma dirección, pero, al volver la cabeza, sus ojos no se apartan de la sábana ni un solo instante. Veo una sombra bajar corriendo por la carretera, llamando con alegría:
—Ama, ama, ama…
Es una voz que aún sigue en el antes. Flora se arrastra hasta la sábana, sus manos la aferran y, apoyándose en ella, primero se pone de rodillas y luego de pie. ¿Se ha visto nunca que alguien se haya apoyado en una sábana para levantarse? Pues ella lo ha hecho. Se cubre con ella. No me refiero a que se cubre lo que de modo natural cubriría un trapo ovillado pegado a un cuerpo, sino que se viste enteramente con la sábana en un intento de ocultarse. Sé que es un intento de ocultar su cuerpo. Y da el primer paso, vacilante, hacia el mar, sin mirarme, sin haberme ordenado silencio con una palabra o un gesto. La han crucificado y se siente sola contra el mundo. Lleva unos segundos hundida en la oscuridad cuando Kresa se detiene a mi lado.
—¡Voy con ama! —dice, y se quita la ropa con que viene de jugar al fútbol, que es también la de la escuela, y allá va lanzando gritos por cada uno de sus poros desnudos.
Cambiaría todos mis pensamientos por un rastro de acción. Por ejemplo: ¿por qué no he retenido a Kresa a mi lado? Aunque ignoro por qué lo iba a retener en su marcha hacia su ama.
¿Qué ocurre ahí abajo? Veo una sombra ascendente en la oscuridad. Es Kresa. ¿Por qué solo? Llega hasta mí.
—Me ha echado —dice.
Su sexo desnudo está a la altura de mis ojos.
—Siéntate —le digo.
—¡Me ha echado! —dice.
—¡Siéntate, siéntate! —digo.
Ni me oye.
—Me empujó, se volvió de espaldas y siguió con lo que estaba haciendo —dice Kresa.
—¿Qué estaba haciendo?
—Sólo tres días en casa y me hace esto…
El puño del chico golpea su otra mano abierta.
—¿Qué estaba haciendo? —digo.
—Estaba metida en el agua, pero no se bañaba.
—Entonces, ¿qué…?
—Se limpiaba.
Los puñetazos de Kresa contra su mano abierta son fuertes y transmiten las vibraciones a su sexo, que baila como la cola de un perro.
—¡Siéntate! —le ordeno.
—Se limpiaba —dice él.
—¿Por qué no te sientas?
Me lo explica mejor:
—Empapaba la sábana y se frotaba y refrotaba con las piernas abiertas, y me decía: «¡Vete, vete!».
Dejo de respirar.
—Eso también es bañarse —digo.
—¡Nosotros nunca nos hemos bañado con la sábana puesta! Tú estabas aquí con ella y sabrás cómo se manchó…
¿Por qué no se sienta y se calla o empieza una de sus carreras por la playa? ¿Por qué está aquí?
—¿Por qué estás aquí? ¿No habías ido a jugar al fútbol? —digo.
—La abuela me dijo en casa que estabais en la playa —dice Kresa. Y añade—: Ama ya no me quiere, hace cosas que nunca había hecho…
—Hay muchas formas de bañarse —digo.
—¡Se limpiaba!
—¡Está bien, se limpiaba!
Me agarro la cabeza con las manos.
—Y habrá que hacer pronto el cuadro, ya has cumplido doce años. Posarás con ropa, por supuesto. Prendas vascas bien cerradas.
Kresa se aleja unos pasos en silencio, pero pronto regresa.
—Arriba de la cuesta me he cruzado con Benito Muro en un coche. Iba con otros, sacó la cabeza y se rió en mi cara… ¿Le viste?, ¿estuvo en la playa? —Se me planta delante, se inclina para agarrarme de la sábana y me agita—. ¿Estuvo aquí?
—Eres Kresa, tus apellidos son interminables, piensa sólo en ello…
—¿Qué le han hecho a ama?… Ese hombre también estuvo aquí hace años, cuando la abuela se echó igual la sábana encima y entró en el agua… Pero no a bañarse…, ¡no a bañarse! ¡Se lavó, lo mismo que ahora ama!… El hombre y los que le acompañaban… ¡Atacaron a la abuela! Entonces no lo sabía, pero ya sé lo que hacen los hombres y las mujeres. Han atacado también a ama, la han ensuciado… ¡y ahora sé que también violaron a la abuela! ¡Los mataré! —dice Kresa, y echa a correr hacia la carretera.
—¡No les alcanzarás, iban en coche, ya estarán en el infierno! —digo.
Desiste. Pasa a mi lado arrastrando los pies, camino del agua. Me mira un momento. «¡Los mataré!», gruñe como una fiera. Se hunde en la oscuridad hacia las apacibles olas que rompen en la orilla.