ROQUE ALTUBE
Febrero-junio de 1947

Sí, es verdad, los de Altos Hornos del Cantábrico han salido a la huelga. Salieron ayer y hoy he venido a la entrada, mezclándome con el rebaño de obreros sentados en el suelo, de pie o paseando. Como en aquel tiempo, ahora estoy aquí, aquí mismo, ¡Dios!, donde ella repartía papeles a la salida de los turnos y donde la vi por primera vez. Su pelo atado a la nuca y cayéndole por la espalda como un largo manojo de yerba negra. Desde la derrota no se había visto un rebaño de obreros como éste. La primera noticia la tuve ayer en La Venta de boca de Lander Bukua. «No lo creo», le dije. Y hoy vine a dejarle por mentiroso. Pero Lander Bukua no me había mentido. ¡Vaya rebaño! No tanto como los de aquel tiempo. Aunque sólo es de gente de Altos Hornos. Cuando se le junten los de otras fábricas y, sobre todo, de las minas, habrá que ver. En aquel tiempo llegaron a juntarse diez mil. Hoy, podrían juntarse tres o cuatro veces más si les llegaran los papeles y la voz de otra como ella y se desmochara el miedo a Franco.

—¿Nunca habías visto una huelga? Creo que no.

Me lo dice un obrero joven a mi lado.

—Yo estuve en las mayores huelgas que se hicieron por aquí. Marchamos sobre Bilbao y temblaban los de corbata —digo.

—¿Eres socialista, comunista o anarquista? —dice.

—Yo no soy nada —digo.

—Entonces eres nacionalista —dice.

—Yo sólo soy de Getxo —digo.

—¿Eres jubilado de Altos Hornos? —dice.

—Trabajé aquí, pero no soy jubilado —digo.

Sí, fue en aquel tiempo que ya pasó. Creo que me he equivocado viniendo.

—Espera, espera, no te marches sin saber por qué estamos en huelga —dice el obrero joven.

Y otro que llega por detrás pone un papel en mis manos. Pero si es…

—¡Coño, Asier! ¿Qué haces tú por aquí? —digo.

—Yo soy el que tendría que preguntarte a ti qué haces donde nadie te llama —dice el sobrino.

—Quería saber cómo era esto —digo.

—Lee esa octavilla —dice el sobrino.

Mis manos dan varias vueltas al papel y el sobrino dice:

—Déjalo para casa. Si escuchas te enterarás de lo que pone.

Alguien empieza a hablar en voz muy alta. Es también joven. Subido en algo, domina al rebaño.

—Ya estamos en el segundo día de huelga y la empresa sigue sin aceptar nuestras peticiones: aumento de jornal y mejores condiciones de trabajo. ¡Resistiremos hasta que claudique! ¿Pueden comer nuestras familias con jornales de diez o veinte pesetas, cuando el kilo de pan cuesta dieciséis, siete el de patatas y sesenta el litro de aceite? ¡Anemia, tuberculosis, eso espera a nuestros hijos! ¿Se puede vivir con un racionamiento de cien gramos de pan y un puñado de garbanzos? Los precios de las cosas se han doblado en un año. Los patronos engordan con Franco, explotan como nunca al obrero. ¡Trabajamos a punta de fusil!

De pronto se oyen gritos de «¡Corre, corre, corre…!» y ocho o diez números de la Guardia Civil se abren paso a culatazos entre el rebaño y encañonando con sus mosquetones a unos y a otros. Aunque el mitinero los ha visto, no se mueve ni calla:

—¡La clase obrera ha recobrado su dignidad al atreverse a dar un paso como éste, se ha puesto en pie para reclamar sus derechos! ¡Ganaremos la huelga si estamos unidos! ¡Ni un paso atrás!

Llegan los guardias, tiran de sus piernas y lo bajan y se lo llevan en el centro de un corro, y es también un corro de abucheos el que les rodea a ellos.

—Lo torturarán en el cuartelillo y a la cárcel —dice el sobrino. Camina por en medio del rebaño hasta la altura desde la que hablaba el otro y le ayudan a subir—. ¡Una nueva reivindicación: que pongan en libertad al compañero! ¡La huelga continuará hasta que lo saquen!

Miro a mi espalda para ver si vuelven los guardias, y aunque no aparecen, voy todo lo aprisa que puedo hasta el sobrino. Tendrá ya veinticinco años y me preocupa que siga en las mismas; él y su cuadrilla revolvían mucho hace poco y creían que yo no me enteraba.

—Baja de ahí, loco —le digo.

Le ayudo a bajar y muchas manos le palpan la espalda. Miro donde ha estado subido. Una caja de madera. Me agacho a ver qué clase de caja. No es una caja de jabón.

Desde hace meses hay radio en casa. Mis hijas ahorraron y la trajeron. Se saben muchas cosas con la radio. No es que a las hijas les interese la política, y menos al yerno Manolito, pero a Anastasi sí que le interesa cómo andan los precios de los alimentos. A la mujer, ni eso. Anastasi y yo pegamos las orejas a la radio por las noches y así nos vamos enterando de que últimamente saltan huelgas por todas partes: en la Naval, Euskalduna, la Industrial de Burceña, Dársenas de Sestao, Basconia, Cerámica, Unión Cerrajera de Mondragón, el taller del Ferrocarril de Triano… Y así. Se está perdiendo el miedo. La mujer dice que viene la segunda guerra. Nadie quiere otra guerra, como no sea Franco, para matar a los que quedamos vivos en la primera. Ahora la lucha es en los talleres de las fábricas, no en los montes, y por eso pienso que no será una guerra como aquélla.

Durante meses la radio nos ha ido metiendo en casa huelgas y paros en un sitio y en otro, por los jornales bajos y el hambre, aunque yo no me he movido hasta lo de Altos Hornos del Cantábrico… Justamente allí empezó lo mío hace más de medio siglo. ¿Por qué me resbaló la primera protesta en Altos Hornos de hace dos años? Creo que porque no me vino de la radio sino de la calle. Por la radio las cosas parecen más gordas. Y eso que aquella protesta sí que fue gorda, por partida doble: por ser la primera, que yo sepa, y por haberla hecho varias docenas de jóvenes. Pedían aumento de jornal. La empresa les contestó con amenazas. Los chicos hicieron huelga de brazos caídos durante toda una mañana. La empresa les amenazó con una intervención militar. Por la tarde no sólo pararon ellos sino todo Altos Hornos. La empresa negoció y hubo subida de jornal… Gorda, muy gorda, fue aquella huelga, por ser de chicos jóvenes que tendrían diez años y menos cuando la Guerra, no habían agarrado un arma y el miedo no les había tocado en carne propia. Si no arrancan los jóvenes, nadie sale. A ellos no les aplastó Franco, sólo a los viejos. Sabiendo cómo era el sobrino no hace mucho, seguro que ha estado en el ajo de todo esto.

Por la noche, en la cena, Pelayo me dice:

—A ver si andas con cuidado por ahí, aita.

La mujer me dice lo mismo con los ojos. Pelayo dejó atrás la cárcel y el batallón de trabajadores hace cuatro años y lo pusimos para casa. Unos, muertos, y otros por ahí, era el único hijo que nos quedaba. Casó con Antonia Villabaso y aquí están los dos. Entre noviazgo, guerra y cárceles, ella lo ha esperado diez años. La mujer está bien tranquila con Pelayo, sabe que no se meterá en líos a sus cuarenta y seis años, que ya hizo su guerra y no es un joven. Tampoco es joven Manolito Choperena, marido de Cenobia, aunque el suyo es caso aparte. La boda fue un arreglo entre las dos familias. Hace cinco años, Cenobia se encontraba con un hijo de cuatro años del teniente italiano, que no contestaba a ninguna de sus cartas, y Manolito es más bien corto, no llega a lo que se llama tonto de pueblo, pero le retiraron del frente por inútil y suele hablar con los pájaros, principalmente con los gorriones. A los Choperena les pareció bien que entrase de marido en Basaon, aun sabiendo que Pelayo sería el hombre. Manolito no podía pretenderlo todo. A la que hubo que obligar fue a la hija. Manolito y Pelayo se entienden bien, cargan juntos y con ganas con el trabajo, y ninguno de los dos se meterá en huelgas. El que se sale del tiesto soy yo. No le he callado a la mujer que he ido a ver la huelga de Altos Hornos, y me ha dicho: «¿Ya estás otra vez?». Sabe también que hay algo más por debajo, lo mismo que había en la Guerra. La mujer no tiene un pelo de tonta y sería mejor para ella que lo tuviera. El caso es que hoy me encuentro con dos nietos traídos a espaldas de la Iglesia. Se llevan un año y sólo el pequeño vive conmigo. Me gustaría que la mujer supiera que si no he buscado al nieto, que también es de ella, tampoco busqué al otro, que no es de ella, que se me vino encima sin saber cómo.

—La cosa anda revuelta —dice Pelayo—. Detienen a la gente.

—Sí, ya detendrán —digo.

—¿Por qué has ido a Altos Hornos? —dice la mujer.

—Yo trabajé en Altos Hornos —digo.

—¿Por qué has ido a Altos Hornos? —dice la mujer.

—No sé —digo.

—Pues hay que saber, o si no, no ir —dice Pelayo.

La mujer sí que sabe. Aunque nunca le he hablado de las dos personas que dejé entonces en las minas. En cincuenta años de dormir uno al lado del otro, algo habrá pasado de una piel a otra.

—No quisiera más presos en la familia a estas alturas —dice.

—La cárcel no es buena a ninguna altura —dice Manolito.

—Tú ca… calla y co… come —dice Cenobia.

Ahora, la mujer y yo estamos en la cama. Ella andará por los sesenta, pero aunque tuviera dieciocho y alguna vez hubiera sido guapa y con más carne en los huesos, en lo único en que yo puedo pensar es en aquella puerta de Altos Hornos en que empezó todo.

—No me importa que vayas, siempre que andes con cuidado —oigo a la mujer, y le acaricio el pelo.

Al pasar la ría recuerdo el discurso del presidente Aguirre que nos llegó por la radio hace un año diciendo que había que traer la República robada por Franco y la unión de todas las fuerzas antifranquistas, que la República nos dio a los vascos el Estatuto. Así que cuando llego a la entrada de Altos Hornos digo alto:

—¡Viva la República!

Es media mañana y hay un rebaño parecido al de ayer. Me responden bastantes «¡vivas!», y también me llega «el jodido viejo» y alguna cosa parecida. Han perdido el miedo sólo a medias, me rodean tanto mayores como jóvenes y son los mayores los que frenan. Un mayor no necesita subirse a ninguna caja para decir:

—Sí, viva la República, pero eso luego.

Una huelga es una huelga y en aquel tiempo las huelgas eran revolucionarias. Me rodean caras que han hecho la Guerra. Son duras, como las de aquel tiempo. También más flacas, pues si entonces se pasaba hambre ahora se pasa más. ¿Es el hambre lo que les ablanda? Mañana les traeré talo y chorizos. Ahora pasa el sobrino por delante de mis narices, me hace un guiño y va a un extremo del rebaño. Se sube a algo, seguramente a la misma caja de ayer, que no es de jabón.

—Hacerla bajo una dictadura da más valor a esta huelga. Sólo nos queda resistir hasta que ellos cedan. ¡Resistir, resistir! Estamos en el segundo día y no ha sido bastante. ¡Que nadie entre al trabajo, unidad hasta el final!

Lo que habla suena más blandito que lo de ella. A lo mejor es que todavía son pocos. Hay varios cientos, pero no es lo mismo que aquellos rebaños que parecían mares. Quizá algún día, cuando todos los obreros del país salgan a una a la calle. Entonces, sí. El sobrino no lo hace mal sobre la caja, me huelo que guarda metralla que no quiere soltar. La Guerra cambió mi idea de los rebaños, que a lo mejor son buenos cuando se quiere algo grande, algo que está por encima del caserío de uno. Ella ponía en marcha a los rebaños mentándoles la revolución. Si yo entendí entonces lo que era la revolución, que era cambiar lo que estaba mal por lo que estaba bien, y si ahora lo que está mal es Franco y lo que está bien es la República, pues habrá que empezar a hablar de revolución. Y no sobre esa caja sino sobre una de jabón.

Por la noche, la única que protesta por los chorizos que aparto de donde cuelgan es Anastasi.

—Trabajar para otros —dice.

—Si los demás no tienen hay que darles —dice la mujer.

Sabe que esos que no tienen son los que me traen el recuerdo de aquel tiempo. También le gustaría que yo olvidara el otro tiempo, el que sigue vivo en Oiarzena, pero no se queja de los paquetes de comida que llevo allí.

—Mañana te haré los talos y así los comerán más frescos —me dice en la cama.

Hay un piquete de la Guardia Civil en el camino a Altos Hornos y no me tienen que preguntar qué llevo en el paquete porque me lo cogen y lo huelen.

—Esto es pasarles munición a los huelguistas, es delito —me dicen.

—Es mi comida —les digo.

—También es delito infiltrarse en una huelga no perteneciendo a la fábrica. Eres viejo, ya no trabajas ahí. Dos cargos de gravedad. Elige: te cogemos a ti o el paquete —dicen.

Un obrero recibe cien gramos de pan negro al día, un guardia ciento cincuenta. Llego a la entrada de Altos Hornos libre de la preocupación de cómo repartir entre el rebaño los talos y chorizos que me han quitado. Si me preguntan en casa si les han gustado, les diré: «Me los quitaron de las manos». Encuentro a la gente hablando a media voz. No veo al sobrino.

—¿Por dónde anda el del bastón? —digo.

—Está en la comisión que negocia con la empresa —me dicen.

Mis botas pisan guijo sucio. Fachadas, muros, puertas, ventanas, alambradas, chimeneas, humos, todo es aquí oscuro y sucio. No hay plantas ni flores, se queman. Un guijo como éste, o este mismo, pisaba yo cuando cogí uno de los papeles que ella repartía. Quisiera rozar con mis suelas las huellas que dejaron aquí sus alpargatas azules sujetas con cintas a sus finos tobillos, para que sepa que he venido a esta huelga. ¿Dónde están, qué fue de esas huellas? El guijo sucio es el mismo, toda la suciedad es la misma. ¿Sabrá ella que he venido? Yo sí sé que estoy en medio de este otro rebaño.

—¿Por qué pasas los días con nosotros? —me dice uno.

—Para vigilar que hagáis las cosas como Dios manda —digo.

—Olvídate de Dios, como Él se ha olvidado de nosotros. Ésta y todas las huelgas van contra Dios, que está con Franco y los patronos —dice otro.

—No digas barbaridades —dice uno más.

En casa de ella sólo su padre estaba con Dios. No me atrevo a ir a La Arboleda. No es fácil saber si Dios quiere o no las huelgas. Si todas las huelgas se ganasen significaría que Dios sí quiere las huelgas, pues Dios debe ayudar a los débiles, aunque no se lo pidan. Pero como no todas las huelgas se ganan habrá que pensar que Dios sólo quiere las que se ganan. El asunto está en cómo saber si Dios quiere una huelga o no la quiere cuando está sin acabar. ¿Quiere Dios esta huelga que tenemos ahora entre manos? Habrá que esperar.

—De joven trabajaste aquí, ¿verdad? —me dicen.

—Sí, y las armábamos gordas. Esto no es nada —digo.

—Gente como tú necesitamos. ¿Eres comunista?

—Yo no soy nada, soy de Getxo.

Creo que de Getxo sólo estamos aquí el sobrino y yo, y él está en esa comisión que negocia porque es comunista, socialista o anarquista, algún día me lo dirá, si quiere. A esta gente no le estorba mi presencia, pero es porque saben poco de mí. El sobrino sí que tiene derecho a estar aquí, no yo. ¡Nueve años a este lado de la ría y sin huir a Getxo con el rabo entre piernas! Él no tiene que buscar en este guijo como un tonto las huellas de unas alpargatas. Creo que yo no tenía que haber venido.

A última hora de la tarde sale la comisión. Nos miran y les miramos. Las caras del sobrino y de los otros cuatro no nos dicen nada. Los cinco de la comisión son tres jóvenes y dos mayores. Hasta que uno de los mayores lanza un irrintzi. Esta huelga la quería Dios.

Entre las huelgas que se saben en la calle y las que se oyen en la radio no hay día sin alguna. Tantas se le meten en la cabeza a Manolito, que un día me dice:

—Yo también quiero ir a la huelga.

Aguanta la mirada que le echo.

—¿Huelga? —digo.

—Para huel… huelgas estamos a… aquí —le dice Cenobia dándole un empujón.

—Una huelga es dejar de trabajar un día o más días —dice Manolito.

—¿Dejar de trabajar en Basaon? —digo.

—En Basaon o donde sea —dice.

—En los caseríos nunca se ha hecho huelga, se caería el cielo —digo.

Teniendo mi nieto un padre como Manolito no hay más remedio que preguntarse si no sería mejor para él cualquier otro padre, aunque fuera el teniente italiano, suponiendo que hubiese contestado alguna carta o se hubiese presentado una sola vez en Getxo de paisano. Mi nieto ha sido hecho sin Manolito, aunque no tiene la cara redonda y roja de su madre, ni es tartamudo, sino la cara fina y lo mismo el cuerpo, y el pelo negro y rizado, como era el teniente italiano, según ella, que también se empeñó en llamarle Caruso, y cuando nos enteramos del porqué ya era tarde: recordó que el teniente italiano tenía a todas horas en su boca ese nombre chirene y ella creyó que lo quería para su hijo y respetó su voluntad.

Huelgas, plantes y protestas, unos detrás de otros. Las industrias de la ría se pasan el testigo unas a otras: Altos Hornos, Sestao, Euskalduna, Naval, Basconia… Tú estás en casa con la radio puesta y es como estar en todo el mundo. En Eibar, la factoría Víctor Sarasqueta, la fábrica de bicicletas Beristain y Pistolas Star paran algunas máquinas porque no suben el jornal, hay despidos, y entonces paran todas las máquinas y encima de más jornal los obreros piden ahora la readmisión de los despedidos. Y así, o parecido, en todos los sitios, en la Unión Cerrajera de Mondragón, taller Lascurain de Vergara, en San Sebastián las fábricas de Argote y Ayala, en Cementos Portland de Sestao… Y más. Manolito los apunta todos. Últimamente se nos junta a la hija y a mí para oír la radio… Hasta los pescadores de Pasajes de San Juan no salen con sus barcos. Y los presos de la cárcel de Larrinaga han hecho una huelga de hambre protestando por las torturas. ¿Cuándo se ha visto que desde dentro de una cárcel de Franco se denuncie algo? También en la cárcel de Ondarreta huelga de hambre de los encerrados en celdas de castigo. Franco estará preguntándose qué pasa en Euskadi.

Ahora estoy en las calles de Bilbao, en el Aberri Eguna, en medio de un rebaño silencioso, porque hay mucha policía y muchos guardias civiles rodeándonos. Aparecen y desaparecen ikurriñas y se oye aquí y allá goras a Euskadi libre. También he oído la propia voz del lendakari Aguirre diciendo por radio que nuestro pueblo jamás reconocerá una autoridad que no salga de la libre voluntad de los vascos y que acabaremos venciendo al dictador. Amén.

Ahora estoy en Bilbao en el rebaño que pasea por la calle San Francisco para celebrar el 14 de abril, aniversario de la República. Son las siete de la tarde y estos miles de obreros pueden estar aquí porque hoy han salido del trabajo a las seis por negarse a hacer las horas extraordinarias que hacen todos los días, lo que no deja de ser otra huelga.

Por aquí anda también la Guardia Civil y la policía con ganas de cargar contra nosotros, disparar y matar, o al menos llevarse a muchos, pero como no hacemos más que pasear silbando… Bueno, algunos pasan ante los guardias fumando puros como si fueran los reyes de América, y en estos momentos estoy seguro de que sí se lo creen, y los guardias a callar y tragar quina. Como yo no fumo no llevo puro en la boca, pero ganas no me faltan.

Estoy dentro de un rebaño muy lucido, pero sin comparación con las nubes de mineros que entraban entonces en Bilbao por esta misma calle de San Francisco y los amos obligaban al gobernador a traer al ejército para que cortara la revolución. Sí, por esta misma calle. Ella pisó estos mismos adoquines. Me estará viendo, y si no me ve yo sí me veo. Hasta que de pronto me viene un pensamiento y me pongo a mirar alrededor buscando al sobrino. Sólo veo alguna cara conocida de la huelga de Altos Hornos y pregunto por el compañero del bastón y me dicen que no saben dónde lo han visto. Subo y bajo San Francisco apartando a la gente, esperando que él me vea, pero nada. Espero a que pase el tiempo y el rebaño se vaya aclarando, y nada tampoco. Y es muy importante lo que tengo que decirle, estoy muy orgulloso de que me haya venido este pensamiento. El sobrino ya se habrá marchado a casa. ¿Qué hago? Altubena.

Lo peor de todo es que no puedo esperar a mañana, las cosas de la revolución no pueden esperar. Hasta es posible que ya sea tarde por no haber visto al sobrino hace un par de horas. Serán las nueve y media, es de noche y llevo demasiado tiempo parado en el cañaveral de Altubena, en las tierras que dejaron de ser mías hace cincuenta años. Por algo en cincuenta años sólo he venido una vez, en el 42. Y menos mal que ya no están los abuelos, Satordi e Idurre, ni los padres, Zenon y Bixenta, ni Juan, el hermano, todos muertos. Tampoco Andrea, la hermana, casada fuera. Ni los sobrinos Marcos y Esteban, también muertos, en la Guerra. ¿Qué Altubes quedan, pues, en Altubena? ¡Ojalá estuvieran todos esos muertos para que me echaran a la cara que soy un bicho! Quedan, sí, Mari Benita y su hijo Asier, pero a éste ya le veo y con él no pasa nada. Y Mikel Delatorre Altube, hijo de Andrea, que no estaría si en Altubena no faltaran brazos y desde hace ocho años es el hombre. ¿Quién me manda venir aquí rompiendo los cincuenta años? Me manda la revolución.

Estoy en el portal sin luz, pisando sin hacer ruido. Aún puedo dar la vuelta y echar a correr; son las miradas de los parientes que no están y también las viejas piedras y la tierra que acabo de pisar, tierra Altube. ¡Dios, lo que me atreví a hacerles entonces! Estarán los tres en la cocina, he visto luz en la ventana. Dos golpes en la puerta con los nudillos. Doy un paso atrás por si es la viuda la que abre. Es Mikel. La luz que sale de dentro no le basta para reconocerme.

—¿Quién es? —le oigo, y también oigo el clic en el pasillo y choca la luz en mi cara.

—Apaga, apaga —digo.

Apaga, pero ha podido saber quién soy.

—¿Qué pasa, tío? —dice.

—No pasa nada —digo.

—¿Tienes algo contra la luz de las bombillas, como otros?

—Que salga Asier, si está.

Oigo moverse en la cocina a los dos que faltan. Ya tengo a Asier delante.

—Tío —dice—. Enciende.

—No quiere luz —dice Mikel.

—¿Por qué no, si estamos a oscuras? —dice Mari Benita.

Ahí está, la veo, pero es mejor que ella no me vea.

—Soy Roque —digo.

—¿Crees que no lo sé? Si tú ves como los gatos, yo no —dice Mari Benita.

Es Asier quien enciende. Mari Benita creerá que le estoy mirando, pero sólo es mi mirada muerta la que la mira. Cuando les vendí Altubena, Satordi e Idurre y Zenon y Bixenta eran viejos y el trabajo gordo cayó sobre Juan, de dieciocho años. Andrea tenía dieciséis. Diez años después Juan parecía un viejo, pero Mari Benita se casó con él. Pronto Andrea se casó también y buscó otro techo, y Juan y Mari Benita quedaron solos con los cuatro viejos y la brega. No sé cómo no mirar a Mari Benita. Juan no le duró más que quince años. Ahora andará por los sesenta y cinco.

—Sal un poco —digo, y los tres saben que se lo digo a Asier.

—Ya ha salido —dice Mari Benita.

Salgo del portal y el sobrino me sigue.

—El uno de mayo. Está al caer.

—¿Por qué hablas tan bajo?

—El uno de…

—Te he oído.

Me quedo mirándolo a ver cómo lo toma. A lo mejor ellos no quieren ir más allá de la huelga.

—Es dentro de quince días.

Me sonríe.

—Las huelgas están bien, pero hay que ir más allá. Esto tiene que ser una revolución —digo.

—Revolución —dice el sobrino, siempre sonriendo.

—Cuando salíamos Altos Hornos y otros tajos, salían también las minas y el uno de mayo se montaba gorda. Para aquella gente era la revolución —digo.

Me hace una seña y le sigo dentro de la casa. Pasamos por delante de Mari Benita y de Mikel, que nos miran en silencio. ¿Cómo sigue tan guapa con todo lo que ha pasado? Pisar las losas del portal de Altubena ya era mucho y creí que sería todo, pero estoy en el pasillo donde aprendí a andar.

—¿Qué te pasa, tío?

El sobrino ha dado la luz en el pequeño comedor de las visitas, en su centro la mesa con mantel de puntillas y los cuadros de santos en las paredes. Todo igual.

—No me pasa nada —digo.

Cruzando el comedor se pasa a un dormitorio, el mejor orientado del caserío, el del sobrino. Su puerta está abierta y basta la luz del comedor para que suba a una silla y coja dos paquetes de encima de un armario. No ha querido que le ayude, me pasó el bastón y sólo apoyó una mano en mi hombro. Hace que yo coja los dos paquetes, baja, coge su bastón, pasamos al comedor y me señala la mesa para que deje allí los paquetes.

—Es mejor que la madre no sepa nada —dice.

Miro a la puerta. Ni rastro de Mari Benita. A pesar de que estará en ascuas por saber a qué he venido, respeta a su hijo y supongo que también me respeta a mí. El sobrino abre el envoltorio de papel de un paquete y aparecen dos montoncitos de papeles. El sobrino coge un papel y lee lo que pone: «Al Pueblo Vasco. Primero de Mayo. Fecha memorable en los anales del movimiento obrero. En tan glorioso y señalado día fue norma de las organizaciones manifestar su aspiración ante los poderes constituidos…, bla, bla, bla… Hoy invade a España una ola de terror que amordaza todas las ansias de los trabajadores…, bla, bla, bla… Vasco: la resistencia te llama para que el Primero de Mayo, sin reservas, con energía, des tu adhesión incondicional a los actos preparados…, bla, bla, bla…, contra el régimen causante de que España perdiera su República y Euskadi sus tradicionales libertades. ¡Viva la República! ¡Viva el Primero de Mayo!». El sobrino levanta los ojos y me mira.

—¿Te gusta? Lo firma la Junta de Resistencia del Gobierno Vasco. ¿Te gusta? —dice.

—Bueno. Pero ahí no pone revolución —digo.

Hablamos en voz baja. Él también ha leído en voz baja lo de la Junta. Como Mari Benita y Mikel tienen que estar en alguna parte, seguramente están en el pasillo con la oreja puesta.

—¿Desde cuándo eres tan radical? —dice el sobrino.

—A Franco no se le echa abajo sin una revolución como Dios manda —digo.

—Yo pienso lo mismo, pero no esperaba oírselo a mi tío de Getxo… Las centrales sindicales vamos a preparar otro escrito.

—¿Centrales sindicales?

—Sí, CNT, UGT y STV. Naturalmente, clandestinas.

—¿Vamos?

—Yo soy de la CNT.

—Anarquistas.

—Sí, anarquistas.

—Conozco bien a los anarquistas, siempre los he tenido cerca.

Esta vez, el sobrino sólo me mira. Vive en Getxo, tiene que saber de mí muchas cosas, todas las cosas.

—¿Qué vais a hacer con estos papeles? —digo.

—Octavillas… Distribuirlas en centros de trabajo, grandes y pequeños. La convocatoria de huelga general ha de llegar a todos los rincones. El éxito del último Aberri Eguna ha demostrado a la Junta que el pueblo está preparado.

—¿Y tus centrales?

—Las importantes concentraciones de hoy también nos han puesto en marcha. Nuestras octavillas estarán en la calle en veinticuatro horas.

—Dame un taco de esas octavillas.

Aparta un montón, lo cojo y meto los papeles en varios bolsillos. Salimos. Mari Benita y Mikel estaban en el portal… o han corrido por el pasillo ante nosotros.

—Me alegro de verte, Roque —me dice Mari Benita.

Sólo han pasado cincuenta años, tendrían que pasar otros tantos para que se le olvidase. Mejor que no me hubiera dicho nada. Al decirlo está diciéndome bien claro que no se olvida de ese algo que a lo mejor quiere olvidar.

—¿En qué andáis los dos? —dice ahora Mari Benita.

Mikel Delatorre se ha sentado en una piedra de fuera y sonríe por lo bajo mientras sus manos, grandes y fuertes, pelan una caña con su navaja, silbando.

—Últimamente a este hijo mío le han puesto un motor en el bastón —dice Mari Benita. Le da uno de sus arranques y me dice—: Anda, cuñado, entra en la cocina y tómate un tazón caliente de cafecoleche a ver si se te cura esa cara que traes.

A las seis sale un turno y entra otro. Llego a tiempo al callejón de entrada de la fábrica y reparto muchas octavillas entre los que salen y los que entran. No todas. Algunos me reconocen:

—Siempre en la brecha, ¿eh, viejo?

Los hay que se paran a leer su octavilla y los que se la llevan en un bolsillo.

—¡Aurrera! ¡Annera! —oigo a los más calientes.

Con las octavillas sobrantes dejo la entrada de Altos Hornos y voy a las minas. En las afueras de Sestao sigue aquel barrio, cambiado, pero el mismo. Ésta es aquella casa de ladrillos sucios, que ya no están tan sucios, ni en uno de sus costados se apoya el cobertizo donde había una mesa y cajas en vez de sillas. En su lugar hay un pequeño patio bajo una parra. Me quedo quieto, mirando. Luego voy al patio. Justo aquí estaba la mesa coja y aquí el cajón donde se sentaba el hombrecillo con gafas y asmático que hablaba de las leyes mal hechas. Él, otros más y ella eran la agrupación socialista de La Arboleda, aunque entonces no se reunía en La Arboleda. Sigo la marcha, subo y bajo montes. La Arboleda. Ésta sí que ha cambiado, ahora tiene algo que se puede llamar plaza, y hay más casas que casuchas. Busco entre las casuchas la de ella. Tampoco está; me acerco a pisar el suelo donde creo que estaba. El viejo padre sin piernas y en la silla de ruedas hecha con tablas, al que tan bien le caí porque yo era el único del grupo que oía misa los domingos. Y ella, mirándome con lágrimas en los ojos por la muerte de aquel minero en accidente laboral…

Todo el día recorriendo minas hasta que me quedo sin octavillas. Los capataces me miran con mala cara y no dejan que me acerque a los puntos de trabajo, a los mineros que pican y cargan vagonetas. Pero siempre hay alguno que se escabulle y se me acerca y yo le doy octavillas para que las reparta. Los que saben leer las leen incluso en plena tarea, a escondidas. Al acabar la jornada algunos de las minas se me acercan a que yo les lea. Son un par de docenas. Se quedan delante de mí, en silencio, sucios del trabajo, flacos por la poca comida, muchos con caras enfermas y todos rotos por la zurra de diez horas y las extraordinarias. Busco dónde subirme para que me oigan bien. Un par de ellos me ayuda. Traen de no sé dónde una caja. Me subo y leo despacio en voz alta y ellos van cogiendo todas mis palabras tanto por sus oídos como por sus ojos. Acabo la octavilla y me aplauden con fuerza. Luego me piden detalles y yo les doy los que sé. Hablan entre ellos, animándose.

—¡Viva el Primero de Mayo! —dicen muchos.

Les ha gustado y creo que yo estoy más contento que ellos. Antes de bajar de la caja miro a mi alrededor, como si fuera posible ver a la que me gustaría. Bueno, al menos, yo sé que lo estoy haciendo. Al bajar de la caja me fijo y es una caja de jabón.

A la mujer ya la acostumbré en la Guerra a tenerme semanas fuera de casa, así que no me dice nada, sin contar con que en mis salidas no me tomo las noches. Nunca me pone mala cara, lo contrario que Anastasi a mis regresos. Es que andamos a la salla del patatal y además me comprometí a comprar la botica contra el escarabajo de la patata, que aquí nunca conocimos, que nos llegó con la patata que Franco trajo de Alemania. Anastasi se pasa el día sacando cuentas, en casa con un lapicero y en la huerta con los dedos, y sabe los dineros que sacará en la plaza, descontando lo que se deja para casa. A veces la oigo refunfuñar y me gustaría oírle lo mismo a la mujer, en este asunto de la patata y en otros. Sería bueno para ella sacar lo que le quema dentro. Es imposible que le parezca bien o medio bien todo lo mío. Sé qué cosas le han tenido que doler y algunas aún le están doliendo. Nunca me ha echado una bronca. ¿Cómo se puede vivir sin que a uno le echen una bronca de vez en cuando? Una bronca es como ir a la parroquia a confesarse con el cura, que te echa diez padrenuestros y sales limpio. Madia o Magda nunca me ha puesto una penitencia, mis pecados siguen dentro. Es duro que me deje solo con aquello que ocurrió hace tanto tiempo y está vivo.

Me entran ganas de quedarme cuando digo que me marcho y la mujer me dice:

—Anda con cuidado por ahí.

No me pregunta nada porque sabe que no sabría explicarle. Ayer estuve en la huerta y por poco le hablo a Pelayo de la revolución. ¿Pero de cuál de las dos revoluciones le hablaría? Creo que a sus cuarenta y seis años y después de una Guerra que duró para él siete, no le deben de quedar ganas de más líos. ¿No me estoy engañando al meterme a luchar por las dos revoluciones a un tiempo? Las broncas de la mujer habrían borrado mi viejo pecado y no me quedaría nada pendiente y podría luchar bien por una sola revolución. Se me ha echado encima la media mañana porque he cortado yerba y limpiado las camas de las vacas.

Ni en los suelos de Getxo ni en los de Sestao se ve una sola octavilla. Todas cogidas y ninguna tirada, parece que lo que ponen ha sido del gusto de la gente. Sin octavillas en los bolsillos me siento desnudo, por eso voy a por más. Espero la salida del sobrino de Altos Hornos visitando tascas de Baracaldo y Sestao. Los de dentro callan cuando cruzo la puerta, pero siguen la charla al ver que no tengo pinta de policía. Aunque no tanto como hace aún pocos años, suelen entrar en las tascas tres o cuatro policías vestidos de obreros a espiar conversaciones y dar palizas a quienes hablan contra Franco. En La Venta de Getxo ha ocurrido varias veces. Si están en vena, también zurran a los que hablan en voz baja en un rincón. Cuando suenan voces altas es que la gente habla de fútbol, de pruebas de bueyes o de pelota. Sin embargo, en este momento estoy oyendo a mi alrededor hablar del Primero de Mayo.

El sobrino sabe que le estaré esperando y ahora le veo acercarse en compañía.

—Octavillas —dice, poniendo en mis manos un paquete.

—¿Por dónde las reparto? Con las otras sembré las minas —digo.

—Éstas son de las centrales —dice.

Saca una octavilla de su bolsillo y me aparta de los grupos que salen de la fábrica. Nos siguen los tres que venían con él. El sobrino me lee:

—«Orden general a todos los trabajadores… Como consecuencia de la invitación cursada al Pueblo Vasco por la Junta de Resistencia para la colaboración inexcusable de todos en los actos organizados con motivo del Primero de Mayo, las centrales sindicales que suscriben han acordado, conjunta y unánimemente, ordenar sea cumplimentado el siguiente mandato: En conmemoración del Primero de Mayo, fiesta del trabajador, queda declarado el paro durante todo el día…, bla, bla, bla… No habrá represalias si el conjunto es quien se mueve…, bla, bla, bla… ¡Valorad la libertad como supremo don humano, exigidla!…, bla, bla, bla… Unión General de Trabajadores, Confederación Nacional del Trabajo, Solidaridad de Trabajadores Vascos».

El sobrino me mira.

—¿Te gusta? —dice.

—Tampoco se habla de revolución —digo.

El sobrino se ríe y los tres con él.

—¿Éste es tu tío de Getxo? Nos gana a todos —dice uno de los tres, el único de más de cincuenta años.

—A lo mejor es que hemos gastado la palabra revolución de tanto utilizarla, y ahora queremos hacer más y hablar menos —dice el sobrino.

—Los cuatro sois anarquistas —digo.

—Sí —dice el sobrino.

—Conozco a los anarquistas. Apuesto a que vosotros cuatro estáis a la cabeza de todo este jaleo —digo.

—Con otros, con todos los antifranquistas. Esto podría ser el primer paso hacia la revolución que siempre tenemos presente, pero todavía no lo es —dice el sobrino.

—Primero Franco, después os pondréis vuestro traje, ¿no es así? Dos revoluciones, una detrás de otra. Si no se gana la primera no habrá segunda. No todos los de la primera estarán en la segunda —digo.

—¿Con cuál estás tú, con las dos o con una sola? —dice el que habló de los tres.

—¡Yo sólo soy de Getxo! —digo.

Dejo el reparto para el día siguiente y me voy con los cuatro a respirar el ambiente. Aún falta una semana para el Primero de Mayo.

Salgo de casa a primera hora sin haber tocado un solo trabajo, ya dejo otros brazos. Ayer me vine con el paquete de octavillas y se me ocurrió dar una a Pelayo. La leyó y dijo:

—Todo será inútil, Franco es invencible. A mí me aplastó día a día durante siete años. Y a ti también te venció. Dicen que ahora es el turno de los jóvenes. Que tengan suerte…, pero no la tendrán. Franco es invencible. Tendrá que morir para que se le gane. Cuando los jóvenes pierdan pensarán como yo. Tú no eres joven y no entiendo por qué andas metido en esto.

—No habría olvidado que soy un viejo de no cruzarse el Primero de Mayo —dije.

—¿Qué tienes tú que ver con el Primero de Mayo? —dijo.

—Cuando una fecha se te mete en la cabeza no te la puedes sacar —dije.

Me miró frotándose muy nervioso su gran nariz, que parece grande incluso para un Altube siendo él más bien pequeño.

—¿Qué tienes tú que ver con el Primero de Mayo? —repitió.

—Soy viejo y por mi vida han pasado Primeros de Mayo de muchas clases —dije.

Sonrió y dijo:

—Eres un aldeano zorro, largas estacha a ver si se acaba el mundo antes de contestarme lo que quiero… No tengo nada contra el Primero de Mayo, siempre que lo hagan otros.

—Pues debiera dolerte algo, como a mí —dije.

—¿En qué quedamos, aita? —dijo, y pensé que se iba a levantar el pellejo de la nariz con sus uñas.

Ayer, el sobrino, sus tres anarquistas y yo nos pateamos parte de la ría, Sestao, Baracaldo, Desierto-Erandio y Zorroza, y hablando con la gente vimos que se les alegraban las caras. Hay una idea en todos: «Sí, lo vamos a hacer». Y un miedo: «¿Y qué pasará luego?». Hasta hoy nadie se había levantado contra Franco.

Voy con mis octavillas camino de las minas. No soy el único que llevo a los mineros papeles prohibidos, pero me gusta pensar que la revolución en las minas depende de mí. Aunque no es preciso, paso otra vez por La Arboleda, y en la plaza se me acercan mineros como si me hubieran estado esperando. Miro si hay espías, abro el paquete y saco algunas octavillas, pero sólo seis de ellos alargan la mano. Tengo delante dos docenas de caras pidiéndome algo sin palabras.

—¿Por qué no nos lees? —oigo.

—Al bolsillo y las leéis en casa. ¿Es que hay tantos sin letras entre vosotros? —digo.

—No faltan, pero incluso los que sabemos leer queremos oírte. Algunos ya te conocemos, has estado por aquí leyendo papeles. No es lo mismo leer en casa, solo, a que te lo lean entre compañeros —dice un muchacho.

—Los de nuestra edad no sabemos nada —dice otro joven.

—Yo no soy ningún mitinero —digo.

—¿Que no? Te oí el otro día. Me recuerdas a los que venían en elecciones —dice un viejo minero.

De pronto veo al fondo a una chica. Los mineros me siguen hablando, pero yo sólo tengo ojos para la chica que lleva el pelo atado a la nuca y le cae por la espalda como un largo manojo de yerba negra. Dios, es imposible. La chica se abre paso y llega a la primera fila. Trae algo en la mano. La vista se me llena de nubes y no le veo bien la cara. Con la mano libre de octavillas me froto los ojos. Sigo sin verle bien la cara. Sin embargo, la distancia es pequeña y no hay estorbos delante. ¿Qué les pasa a mis ojos? ¿Qué me pasa a mí?

—Súbete encima —oigo a la chica, que pone a mis pies en el suelo lo que traía en la mano, una caja de jabón.

—Súbete, compañero. Te oiremos mejor —dice uno.

¿De dónde ha salido esta chica? No me quita ojo. La verdad es que ninguno de los que tengo delante me quita ojo.

—Súbete ahí, compañero, y lee.

¿Tantas cajas de jabón hay en las minas? ¿La ha guardado esta chica? Es imposible. Dios, Dios, Dios. ¿Qué sabe ella de…? Me siguen pidiendo que suba a la caja, pero las piernas me tiemblan y no puedo valerme. Aún no he visto bien la cara de la chica. Lo que más quiero ahora es saber cómo se llama. ¿Por qué no se lo pregunto? Es la voz, he abierto la boca y no me sale. Sin embargo, puedo decir:

—Es peligroso hablar en medio de esta plaza. A los montes, pero cada uno por su lado.

La chica se agacha a recoger la caja, y yo, como he oído mi voz, quiero hacerle la pregunta. No me oigo. La gente echa a andar hacia los montes en parejas separadas. La chica y yo nos quedamos solos en la plaza.

—¿Vamos? —me dice.

Echamos a andar, ella con la caja.

—Yo te la llevo —digo.

—Si no la llevase no haría nada y quiero hacer algo —dice.

—¿Por qué? —digo.

—Soy hija de minero —dice.

—¿Tienes a tu padre en silla de ruedas? —digo, y se me corta el aliento.

—Murió en la Guerra. Mi madre plancha para fuera y rebaña mineral en las minas y yo le ayudo —dice.

La miro y mis ojos ya no están borrosos. Tendrá dieciocho años y también es bonita.

—¿Cómo te llamas? —digo, y de nuevo me fallan las piernas.

—Juana.

—¿Sabes leer?

—Sí.

—Pues coge una octavilla, te la llevas a casa y te librarás de algún lío.

No quiere la octavilla que le paso.

—Guárdala para otros, yo quiero oírte a ti. Quiero aprender cómo se hace un Primero de Mayo, antes de la Guerra yo era una mocosa. Tú habrás vivido muchos primeros de mayo —dice.

—No tantos —digo.

—¿Aquí en las minas?

—Sí.

—¿Cómo eran?

—¡Ufff! Más que un Primero de Mayo aquello era una revolución. ¿Te han hablado alguna vez de la revolución?

—¿Ves cuántas cosas no sé? Pareces comunista. No se lo diré a nadie.

—No soy ni comunista, ni anarquista, ni socialista. Yo soy del caserío Basaon de Getxo.

Pregunta y pregunta sin dejar de caminar. Al pasar ante unas viejas casas entra en una y sale con un pequeño taburete de tijera con asiento de lona.

—¿Para quién es eso? —digo.

No se atreve a decirme que es para mí. En una mano lleva la caja de jabón y en la otra la silla. Dios, Dios, Dios. Es imposible. Y si se las quito para llevarlas yo, no sé qué sería de mí. ¿Qué me está pasando? Haciendo el tonto junto a una caja de jabón y una silla… Al socaire de un bosque nos esperan mineros. Llegamos hasta ellos y la chica abre la silla y me mira. ¿Quién le ha contado?

—Yo no me canso. ¿Por qué me la pones a mí? —digo.

—Eres el de más edad —dice.

—Y tampoco necesito la caja de jabón. ¿Por qué me traes una silla y una caja de jabón? ¿Quién te manda? —digo.

A la chica se le saltan las lágrimas, le he hablado demasiado duro. Cada vez tengo más mineros enfrente, esperando. La caja de jabón está a mis pies y me agacho a ver si asienta bien en la tierra. Asienta. Sin embargo, yo quisiera otra caja, aunque fuera de jabón, pero traída por mí. Me subo con una octavilla en la mano y la leo de cabo a rabo muy despacio, porque así leo yo, y gracias. Yo no saldría nunca a una huelga si me lo pidiera una voz como la mía. Pero los mineros aplauden y dan vivas al Primero de Mayo.

Porque éste es un asunto entre ella y yo. Que nadie se meta. ¡Fuera todas las personas y todas las cosas, chicas con coleta, cajas de jabón y sillas! ¡Fuera cajas y cajos, sillas y sillos! La chica no tendrá culpa, pero ahí me apareció con la caja de jabón y la silla, como por encargo de alguien. Éste es un asunto entre ella y yo, así ha sido durante cincuenta años y así será siempre. ¡Y yo que había empezado a ver fantasmas…! No me subo ya encima de nada, aunque no sea una caja de jabón, ni me lo haya traído una chica con coleta. Y, si por mí fuera, ni siquiera abriría la boca, pues eso era cosa de ella. He vuelto a las minas, pero sólo a repartir octavillas. Si me vienen con una caja de jabón, les digo: «Que se suba otro, yo ando ronco». Y un día vi subida a la chica del pelo a la espalda y me miró sin cortar su mitin. Se sabía de memoria la octavilla. Yo también la miré y sólo vi a una chica con el pelo atado a la nuca.

Hoy es miércoles y víspera del Primero de Mayo. Al mediodía el sobrino me pasa un paquete de octavillas en la puerta de Altos Hornos.

—Es el último día y hay que darle duro —me dice.

—¡Trunk, trunk! —le digo.

—Somos importantes, nos ha escrito el gobernador.

—¿Escribirnos?

—Una carta muy cariñosa dirigida a los patronos y contra nosotros. Apareció esta mañana en el tablón de avisos. Los patronos despedirán a cuantos hagan huelga mañana.

—¿Despedir?

—Les estamos educando. Hasta hoy, nos mataban.

—A Franco hay que enseñarle lo que es el Primero de Mayo.

Subo a las minas y por la noche ya tengo repartidas todas las octavillas.

—Yo anduve por aquí en las huelgas de fin de siglo y aquello sí que era. A ver vosotros mañana —digo a unos y a otros mineros.

Así se hacen las cosas, calentando los cascos. La gente lleva diez años sin respirar, diez años sin decir esta boca es mía. Para perder el miedo, diez años pueden ser pocos o muchos. Haremos que Franco se arrepienta de no habernos matado a todos. Como no trabajo en Altos Hornos ni en ninguna parte, a mí no me pueden despedir, y no me gusta embarcar a otros mientras yo me quedo en el muelle. ¡Ojalá la familia me pudiera despedir de Basaon! Pero se ha perdido mucho miedo: estos obreros que malcomen de un triste jornal no parecen asustados con la amenaza del gobernador.

Hace sólo cinco años no nos juntábamos tanta gente en Basaon. Parece una fábrica.

—Habíamos pensado meternos todos mañana todo el día con la patata —dice Anastasi por la noche, y lo dice mirándome.

Yo miro a Pelayo, que mientras mastica porrusalda sonríe dándome su permiso.

—Aita, yo no sé para qué necesitas el Primero de Mayo para hacer huelga —dice Anastasi.

Le digo:

—¿Por qué no me despides? A los que mañana salgan a la huelga los van a despedir. Si me despides te regalo un par de zapatos de Bilbao.

—Anda con cuidado, que no te despida la salud —dice la mujer.

Ha salido un jueves lluvioso, así que los míos también harán huelga, ellos de patata, y eso que ya estamos en la Fiesta del Trabajo. El tren carga los mismos obreros que un día de labor, y si uno se descuida puede pensar que van al tajo, que a ellos la huelga les resbala, pero las caras de este primer turno no son las mustias que llevan cuando van al matadero. Es otro tren, lleno de ruido y de charlas. No van a lo de siempre sino a algo nuevo. Oigo una voz ronca y fuerte a la otra punta del vagón:

—¡A ver si te doy mis cojones en vez de mi pase…! ¡No te jode! ¿No conoces a los de casa? ¡De Laukiniz tenías que ser!

Se ríe el vagón entero. Es el bocazas de Petaca. Creo que trabaja de peón en las vías del ferrocarril. El interventor que le pedía el billete se ha quedado tieso y se marcha sin picar su pase.

—¡La hostia con estos de Laukiniz! —dice aún Petaca.

Ahora veo junto a él a Juanto, a Joseba, a Perico Orejas y a Pachín Arana. Me acerco por el pasillo.

—¿Qué hay? —digo.

Se vuelven.

—¿Qué hay, Roque? —dicen.

—Al sobrino no le veo —digo.

—Ése come ya aparte, ha trepado más que la leche. Si él no madruga no hay huelga —dice Petaca.

Perico Orejas le hace una seña para que cierre la boca.

—Vaya una huelga de los cojones… —dice Petaca por lo bajo.

Creo que tiene razón Perico Orejas. En las huelgas de aquel tiempo uno podía soltar por la boca todos los sapos sin miedo a la policía que hoy anda por todas partes. ¿Quién me dice que no es uno de la secreta ese con cara de conejo que no nos quita ojo? Perico Orejas tiene la cabeza para pensar. Los primeros en caer serían los que sembraron la huelga, y no quiero más muertos en Altubena.

—Nosotros vamos a la ría, como tú —dice Perico Orejas.

—Sí —digo.

—También hacemos huelga —dice Juanto con un guiño.

—Ya sé que estos años atrás tenéis hechas otras cosas con el sobrino —digo.

Se ríen. Están orgullosos de haberlo hecho y de que yo lo sepa.

—No me importa que me echen del taller —dice Joseba.

Hace cuatro años fusilaron a su padre en la cárcel. Se llamaba Gervasio Gorordo.

Digo a Perico Orejas:

—Tú haces la huelga contra ti mismo y contra tu tío. ¿Qué cara ha puesto León Esnarriaga al verte marchar?

—Saltó muy temprano el primero de la cama para trincar con llave la puerta del garaje —dice él.

—Trincar la camioneta, ya te dijo bastante —digo.

Mete baza Pachín Arana:

—Oí sus pasos asomé la cabeza y le vi en calzoncillos coger la llave que nunca toca nadie ni él mismo porque nunca cerramos el garaje ¿quién va a robar la vieja camioneta? Lo raro es que mi tío se acordase de dónde estaba aquella llave que ya estaba en la casa y en el mismo sitio cuando yo llegué hace años y siempre esperé que algún día alguien preguntara ¿dónde está la llave del garaje? y yo echara una carrera para ponérsela en la mano porque al cabo de los años todos se habrían olvidado de esa llave pero no el tío no y luego no la colgó en su clavo sino que se metió en la casa con ella y la puso bajo la almohada porque yo estaba en el pasillo y él caminaba tan dormido que no me vio y luego…

—¡Corta, corta! ¡La hostia! —dice Petaca.

No deja de mirarnos el de cara de conejo. Me fijo bien en su labio de arriba por si le veo la raya de piel blanca que se les queda cuando se afeitan el bigote falangista al disfrazarse de secretas.

—Pachín, fíjate bien en la huelga para que luego nos la cuentes —dice Petaca.

—¿Os largáis? —dice Pachín Arana.

—¿Ya tenemos al Pachín de los cojones? —dice Petaca.

Erandio, el bote y ningún runrún de hierros en la ría. Durante el viaje ya nos lo iban avisando las piñas de obreros aquí y allá sin buzos y las manos en los bolsillos como en domingo. Hay gente atascada por todas partes. En los alrededores de Altos Hornos no se puede dar un paso. Están abiertas todas las puertas de la fábrica y oímos que los que querían entrar a trabajar ya han entrado.

—La cosa va muy bien. Están en la calle la mayoría de las plantillas de CAMPSA, Firestone, Forjas de Amorebieta, Dinamita de Galdácano, Electra del Cadagua y más que no recuerdo —dice el sobrino, que se nos acaba de juntar.

—Lo queremos todo. ¡Hay ya miles en huelga! ¿Quién lo iba a pensar? —dice Joseba—. En las minas también han salido todos.

—De las minas me había encargado yo —digo.

—Sí, mi tío las conoce bien —dice el sobrino tocándome un brazo. Nunca me había tocado.

Bueno, y también se ven parejas dobles de la Guardia Civil y de la Policía Armada mirándonos desde las esquinas, quietas, sin saber qué hacer, pues lo que está pasando también es nuevo para ellos.

Salen de Altos Hornos dos de los anarquistas del sobrino y se le acercan.

—Van a salir algunos de calderería. Tenemos la lengua seca. Reemplázanos —le dicen.

Y allá se va el sobrino a predicar con su bastón.

Es media tarde y la gente se mueve o está plantada en grupos ante las fábricas esperando a ver lo que pasa, o a ver si pasa algo más encima de las amenazas que nos ha lanzado por la radio el gobernador. Y lo que pasa no viene de las alturas de Franco sino de las bajuras de la calle.

—En Europa, en América, el Primero de Mayo es una fiesta sagrada para el obrero y nadie la prohíbe. Aquí, nos ponen la proa. Pero no daremos un paso atrás. ¡La huelga seguirá hasta que retiren las represalias! —oigo al sobrino.

No le veo, pero tiene que estar en el centro del rebaño de caras que miran al mismo sitio.

—¡Sólo volveremos al trabajo cuando retiren los castigos! —dice.

La gente aplaude. Hablan otros diciendo cosas parecidas, y también se les aplaude. Y ahora empiezan a salir de Altos Hornos grupos de obreros y los de fuera les preguntan si es que ha acabado su turno y ellos dicen: «¡Nos sumamos a la huelga, contad con nosotros!».

—¡Viva la solidaridad de los trabajadores! —se corea.

No son esos de Altos Hornos los únicos que salen a la huelga… cuando se está acabando: llegan noticias de que en otras empresas está ocurriendo lo mismo. Por primera vez, la dureza del franquismo produce el efecto contrario, de volverles hombres. Se abrazan los que salen con los que ya estaban fuera, como si se hubiese ganado esta guerra.

—¡Tenía razón Asier, tenía razón! —dice Joseba secándose lágrimas con la manga.

Se levanta un vocerío por la parte de la carretera y el rebaño se abre como si un arado le pasara por el centro y aparecen no menos de cincuenta guardias civiles abriéndose paso a culatazos, y los secretas que les acompañan se ponen a señalar a un obrero y a otro para que los guardias los agarren y se los lleven. Se oye el motor de una camioneta que se acerca y enseguida se para. Su caja, con un techo de lona, empieza a ser cargada con obreros. Se arma un buen jaleo de tirones, protestas, empujones. Los secretas no paran de apuntar con el dedo, ni los guardias de atrapar. En un segundo, los hombres de la huelga vuelven a ser derrotados de la Guerra. A uno de los que agarran es al sobrino. Doy varios pasos hacia el guardia que lo retiene.

—¿Te pasa algo, viejo? —me dice el guardia apuntándome con su mosquetón.

—Si un viejo como él está aquí alterando el orden público es que tiene también un viejo historial delictivo. A ver, documentación —me dice uno de los secretas.

—¿Documentación? Yo nunca llevo papeles encima, en el Ayuntamiento los tendrán —digo.

—¿Cómo te llamas? —dice el secreta.

—Roque Altube, del caserío Altubena y ahora del caserío Basaon, los dos de Getxo. Te digo de mí todo lo que quieras porque mis cosas están limpias. ¿Están limpias las tuyas?

Me mira y acaba escribiendo en una libreta.

—No te llevamos porque el transporte está lleno. Pero volveremos y que no te vea por aquí —dice.

Y se va.

—No tiene media hostia —dice Petaca.

—No tenía media hostia, pero se ha llevado a Asier —digo.

—Calma… Saben todo, tenían fichado a Asier —oigo a Perico Orejas.

Arranca la camioneta con su carga de obreros y media docena de guardias. Los otros guardias y los secretas se van andando.

—¿Qué le harán? —dice Joseba.

—Antes, los habrían matado a todos, pero como hoy a Franco ya no le cubren Italia y Alemania y se ha quedado en pelotas a la vista de todo el mundo, pues tiene que aguantarse las ganas —digo.

—Asier ya nos ha contado cosas de ti, Roque, de cuando joven, de tus huelgas en las minas, de tu sindicato, el primero en Getxo, y también de la Guerra… Por algo estás ahora aquí —dice Perico Orejas.

—Sí, por algo estoy aquí. Pero éste no es sitio para un viejo de Getxo —digo.

—Nos das ánimos —dice Juanto.

—Le harán algo, ¿verdad? —dice Joseba.

Les miro. Tengo a los cinco frente a mí esperando una respuesta.

—Hijoputas —dice Petaca.

—Yo le contaré esta noche a su madre —digo.

Petaca da una patada en el suelo.

—¡Hijoputas de los cojones de la leche! —dice.

Otra vez en Altubena, y aún me queda la otra casa. Es de noche. Nada más pisar las piedras del portal…

—¿Roque?

Es la cuñada.

—Segunda visita, cuando mucho y cuando nada —digo.

Sé que se muere por leerme algo en los ojos, pero está demasiado oscuro.

—Cogieron a muchos y a él también. Sólo para asustar —digo.

La cuñada da un gritito.

—¡Dios mío!

—Tranquila. Sólo para asustar.

—¿No vieron que era cojo?

—Para cojos están ésos.

—¿Qué quieren de él?

—Ya te he dicho, asustarle y asustarnos a todos.

Se aparta de mí para dar una vuelta por el portal arrastrando los pies y diciendo:

—A mi pequeño Asier hay que dejarlo fuera de todo esto. Él no me cuenta, pero sé que anda metido en políticas. No duerme. Esto tenía que ocurrir tarde o temprano. Pero él no es de ésos, hay que dejarlo fuera. Mi pequeño Asier no entiende de políticas.

La tengo de nuevo delante.

—Es un cojo de veinticinco años. Es la hora de los jóvenes —digo.

—¿Qué hora, la de otra guerra? —dice.

—Sólo los viejos nos acordamos de la Guerra, a los jóvenes les suena poco. Tampoco quieren otra guerra, pero es su hora de empezar algo. Le sacaré de donde lo tengan —digo.

—Iré contigo. Si ven mi cara me lo devolverán. ¡Es el último hijo que me queda! —dice.

—No tendré que ver sus bigotes. Esta noche haré otra visita, a un hijo, Aurelio. Todas las noches oye roncar a personas importantes —digo.

Durante un rato la cuñada respira sin ahogos y luego dice con otra voz:

—En una casa tan grande no se oyen los ronquidos… Entra a tomar un cafecoleche caliente.

—Tienes el fuego apagado y no hay tiempo —digo.

—Aurelio sí que se colocó mejor que todos nosotros. Lo hiciste muy bien, Roque —dice.

—Entonces ni él ni yo sabíamos quién ganaría la Guerra —digo.

—Dile que su primo es el único hijo que me queda —dice.

—Ya lo sabe —digo. ¿Lo sabe?, ¿lo recuerda? Lleva más de veinticinco años en esa casa y ya es uno de ellos. ¿Qué le quedará de Altube? Para empezar, sacó más parecido a su madre que a mí. Luego, esos veinticinco años. Se habrá marchado tanto de nosotros que llamará abuela a Ella, como Cándido.

Sé que no son horas para visitas, pero hay que ir. Sigo adelante a pesar de que no se ve una luz en la casa. Ella tenía prohibida cualquier luz a partir de las diez. Después, si alguien necesitaba moverse cogía velas. Hacía una ronda antes de acostarse y si cazaba a alguien con una bombilla encendida le ponía un castigo, por muy de la familia que fuese. Bueno, eso era antes, cuando viví aquí con la mujer y los hijos, hoy no sé. Incluso a los padres de Ángela, Anastasio y Aurelia, un día les quitó el pastel del postre. Y a su propio hijo, Efrén, le quitó una acción de Altos Hornos para ponerla a su nombre. Efrén se reía. A la mujer no le puso ninguna multa cuando pecó, sólo le dijo: «Parece mentira, parece mentira. Sabes que al menor descuido las dos nos veríamos de nuevo en Huelva». Creo que fui el primero en saber de dónde venían cuando llegaron a Getxo.

Tiro de la campanilla del muro de la carretera. El Galeón es como un transatlántico encallado entre la playa de Ereaga y el muelle de Arriluce. Demasiada casa para alguien que usa velas desde las diez de la noche, pero es que Ella no la levantó. Vuelvo a tirar de la campanilla. ¿Qué hago si nadie me abre la verja?, ¿saltar el muro con mis huesos duros? No es la puerta de la casa la que se abre sino una ventana del primer piso.

—¿Quién llama?

Conozco todas las voces de ahí dentro, es el viejo mayordomo Narciso.

—Roque Altube. Tengo que hablar con Aurelio —digo.

Pasa tiempo antes de que alguien salga de la casa y se acerque por el jardín con una vela encendida levantada sobre su cabeza. Narciso.

—Buenas noches, señor —dice al meter las llaves en los tres candados. Han pasado casi treinta años desde que nos veíamos a diario y sigue con el señor que yo le prohibí.

—Hola, Narciso.

Veo sus polainas rojas de toda la vida. Le ayudo a empujar la pesada puerta de hierro, que vuelve a cerrar a mis espaldas con las tres llaves. A medio camino del jardín me sale el hijo en bata. Le oigo «padre», pero no me toca. No nos hemos visto en años. Le toco la cabeza.

—¿Bien? —digo.

—Sí, ¿y tú? —dice.

—Bien.

—¿Y la madre?

—Bien.

No dice ama, nunca lo ha dicho. Nació en medio de esta gente y creció, y a sus dieciocho años, cuando mi familia y yo pasamos a Basaon, él se quedó, y hasta hoy. ¿Qué le quedará de Altube?

—Te espera en el salón —dice.

—¿Quién? —digo.

Nos miramos. Que espere.

—Los guardias han cogido a Asier y hay que sacarlo. ¿Te acuerdas de Asier?, ¿sabes quién es? —digo.

—Claro. Qué cosas tienes. Sigo sabiendo de vosotros —dice.

—He venido para que le hables. Él le puede sacar.

—Sí, le puede sacar.

El hijo y yo frente a frente. Tiene cuarenta y cuatro años. ¿Qué hace aquí?, ¿por qué no se marcha de esta casa?, ¿por qué no quiere marcharse? Estudió, tiene títulos y esto tenía que haber sido todo. Lo pagó con sus servicios. ¿Qué clase de servicios? Les ha regalado veinte años de su vida. ¿Tanto le gusta vestir batas como la que lleva y que los criados que le sirven le llamen señor?

—El señor le espera en el salón, señor —dice Narciso desde el porche y con su vela.

El hijo y yo entramos en la casa a oscuras.

—Cándido te necesita —nos llega la voz de Efrén.

El hijo y yo nos miramos. Se está despidiendo de mí. De modo que yo tendré que hablar con Efrén.

—Visítanos. Recuerda que estamos en Basaon, no en Altubena —digo.

—He estado en Basaon, eres tú el que se olvida —dice.

Narciso enciende otra vela y se la da y el hijo se mete en las negruras que tiene enfrente.

—Sígame, señor —dice Narciso.

Entramos en el salón. Efrén está de espaldas en un sillón junto a un candelabro con seis velas y una sola encendida. Veo su mano haciéndome señas para que me siente en otro sillón frente al suyo. Cuando me siento, la vela de Narciso alumbra la puerta que está cerrando.

—Roque Altube Uribe Gaztañerrota Ilumberri. Os paraliza tanto bagaje… Dime, Roque —dice Efrén.

—Asier, el sobrino, está preso —digo.

—Viviendo aquí ya conociste las velas, ¿no? Yo podría demostrar a mi madre, con números, que una bombilla gasta menos que una vela, pero cosas así son parte de ella… La huelga del Primero de Mayo, ¿no? La maldita huelga. Una jornada entera sin producir la industria. Desde el advenimiento de la era perfecta nadie se había acordado del Primero de Mayo. La semioscuridad no me impide hacer números: una pérdida personal de tres millones seiscientas cuarenta y cinco mil doscientas quince pesetas con cincuenta y tres céntimos. Éste ha sido mi Primero de Mayo. No estoy, pues, del mejor humor, Roque —dice Efrén.

—Los guardias se llevaron al sobrino.

—Las fuerzas del orden apresaron también a otros sobrinos. Rescatar a uno sería como rescatar a todos, y yo estoy contra el Primero de Mayo. ¿Cuánto dinero esperan ganar con su huelga? Por ese camino no me sacarán ni un céntimo. Pobres gusanos incapaces de medrar por sí mismos. Sin el rebaño no son nada…

—Rebaño. Rebaño.

—Sí, rebaño.

—Rebaño.

—¿Te ofende? ¿Cómo llamarías tú a un amontonamiento de zotes?

—Todo el mundo se junta en rebaño alguna vez, no sólo los que van con alpargatas.

—Esa ley no reza conmigo.

—Algún día los ricos os juntaréis en rebaño para defenderos de la revolución.

Efrén suelta una carcajada.

—¿Qué sabe de la revolución un Altube de Getxo? —dice.

—Un rebaño de ricos. No sería la primera vez.

—¿Qué puede saber de la gran Historia un aldeano como tú?

—Sé lo que veo… Huelga del Primero de Mayo, un rebaño entrenándose para la revolución. ¿Cuándo celebráis los ricos vuestro Primero de Mayo? ¿Contra quiénes haríais la huelga? Para hacer una huelga hace falta gastar alpargatas.

Efrén coge el candelabro y lo acerca a mi cara juntamente con su cara.

—Sí, era verdad lo que yo sabía de ti… Pero no lo sé todo. Nadie parece saberlo. ¿Cuándo y qué circunstancias te cambiaron? ¿Puedo hacerte preguntas? No, claro que no. ¿Deberé resignarme a ignorar esto? Es poco lo que no sé de Getxo… ¿Qué clase de experiencia te sacó de tu ser natural? ¿Cuándo ocurrió?… Bien, bien, simplemente me conformaré con que ocurrió —dice.

Aguanto la llama de la vela sin cerrar los ojos, mirándole. Se encoge de hombros, su espalda regresa a la espalda del sillón y devuelve el candelabro a la mesita.

—Por lo que a mí respecta, nada de rebaño de ricos. Mi madre empezó sola y yo continúo solo. Es nuestro privilegio. Sí que esa aristocracia engallada disfrazada con paño inglés formó rebaño con su Caudillo salvador, pero es un rebaño al que tengo en poco más que al de los de alpargata. Miro hacia abajo y, de pequeños que son, no veo a ninguno de los dos rebaños —dice.

—Si Asier es mi sobrino, también es sobrino de Madia, y si Madia es algo de tu madre, sea lo que sea… —digo.

Y espero, pero Efrén sólo se ríe.

—Es lógico que, como esposo, quieras saber… Conozco esa inquietud. Para facilitar las cosas, establezcamos que les une algún parentesco, sea el que sea. Aquí me detengo, Roque. Son profundidades de familia. Puedes continuar… —dice.

—… si es algo de tu madre, pues tu madre es algo pariente de mi sobrino, y tú también tienes que ser algo, sea lo que sea. Además, no te pido para el rebaño entero sino para uno solo. Y cojo —digo.

—Será uno solo, y cojo, pero tu sobrino es un insospechado extremista. Y no olvides que también ayudo a extremistas de aquí a pasar la frontera para ver a extremistas de allá y que ahora los he reunido a todos en ese caserío licencioso que tú sabes. Apostaría a que estoy haciendo la revolución sin saberlo.

—¿Qué culpa tengo yo si te han salido parientes revolucionarios?

—De modo que Asier es un extremista. ¿Anarquista?

—Uno solo no hace rebaño.

—Y, encima, Altube.

—¿Qué importa que sea o no Altube?

Efrén suelta otra carcajada.

—¿Cómo se lo explico a mi madre? Se enterará de que has estado y querrá saber para qué —dice.

—Le dices que para venderte unas velas a precio de oferta —digo.

—Yo a ella jamás le miento —dice.

—¿Qué importa que sea o no Altube? —digo.

Me mira largo rato en silencio, como echándome en cara que yo no lo sepa, y se levanta del sillón. Coge el candelabro y sale y yo detrás. «La puerta», dice a Narciso, y ahora sigo a Narciso por el jardín hasta la verja. No ha habido más palabras desde que yo dije eso de «¿Qué importa que sea o no Altube?». Sí, ¿qué importa? Vuelvo la cara y veo a Efrén en el momento en que apaga la vela ahogando la llamita entre dos dedos y se le echa encima la oscuridad de la casa.

No me hace falta llamar en Altubena, Mari Benita abre la puerta y me sale al paso en el portal. Me esperaba como una gata al acecho.

—Tranquila —le digo.

La puerta de Basaon no tiene echada la tranca. Entro y la echo. Al meterme en la cama oigo a la mujer:

—Estarás cansado.

—Más vosotros, más cansa la patata.

—Pero es todos los años, y una huelga es de ciento en viento.

—Asier está preso y he ido adonde tu familia.

—¿Asier? Pobre. ¿Hará algo Efrén? Efrén. ¿Ha preguntado por mí?

—Con la huelga sólo piensa en sus pérdidas.

—Se le habrá puesto la cara verde.

—Con la vela no se la vi bien.

—Si tienes que ir, vete, pero anda con cuidado, no vaya a tener que ir yo adonde el caballerito.

—Sí, saldrá pronto. No sé en qué comisaría lo metieron. Ahora no sé de Asier más que vosotros. Pero saldrá pronto.

Perico Orejas y Pachín Arana, Joseba, Petaca y Juanto rodeándome en el tren. La gente del vagón habla de continuar la huelga, se ha perdido el miedo. Lo de ayer salió bien, se ha cogido ánimo.

—Les hemos dado por el culo —dice el de siempre.

Encontramos Altos Hornos tomado por la Guardia Civil, como si el gobernador nos quisiera recordar que la fábrica es de ellos, precisamente cuando los obreros la vacían y la dejan en sus manos. En el callejón, la Guardia Civil que entra se cruza con grupos de obreros que no salieron ayer a la huelga pero que salen hoy en solidaridad con tanto preso y despedido. También se corre que están saliendo a la huelga los panaderos, la construcción y los transportistas.

—Si esto sigue así, ¡tiramos a Franco! —dice Perico Orejas.

Al mediodía reparten octavillas de las centrales sindicales. Perico Orejas coge una y nos la lee: que la iniciativa es nuestra y no debemos perderla, que la razón y la justicia son de la rebelión, que no hay que retroceder, que nadie debe seguir la orden del gobernador, que nadie firme los papeles del nuevo ingreso, que no hemos de pedir perdón, que son ellos los que lo deben pedir, que los pocos que aún no han salido a la huelga piensen en su falta de compañerismo y salgan de talleres y fábricas y se sumen a la causa de los despedidos, que haya disciplina, unión, concordia, ánimo y firmeza, que las centrales sindicales reunidas están con los obreros y que ¡viva la República! y ¡gora Euskadi! Firman UGT, CNT y STV.

Con la cabeza llena de estas palabras me llevan a una tasca a comer un cacho de pan con queso y vino, y Joseba dice: «Brindemos por Asier», y todos levantamos los vasos. Al salir de la tasca vemos que en las esquinas de las calles y en las entradas de las fábricas los soldados han montado ametralladoras.

—Les parecían poco los mosquetones —digo.

—Preparan otra guerra como excusa para matarnos a todos —dice Joseba.

—No, porque Franco sabe que esta vez perdería sin la aviación alemana —digo.

—Si les damos tanto miedo que traen cañones, ¡es que somos la leche y la hostia juntos! —dice Petaca.

Se habla que han venido tropas de fuera y de una invasión de falangistas y de político-sociales.

Al poner de noche la radio en Basaon, la mujer me dice:

—¿También de noche?

Por Radio Euskadi nos dice la Junta de Resistencia que no cumplamos las órdenes del Gobierno Civil y que todos los huelguistas formen una piña sin traidores que soliciten su readmisión en el trabajo. También hay algo para los patronos: la Junta les pide que no denuncien a los huelguistas como les ordenan desde arriba.

Es el tercer día de huelga y la gente sigue con los dientes apretados y no sólo no hay deserciones sino que aumentan los huelguistas. La cuadrilla del sobrino me pregunta si me parece bien ir a Bilbao a ver lo que pasa por allí. Cogemos el tren y a cambiar de aires.

—¿Qué hay de Asicr? —dice Perico Orejas.

—Nada —digo.

Las calles de Bilbao están llenas de huelguistas. Están fuera de sitio, se les nota a la legua que son gente en huelga y los grupos se saludan con el aire de quien acaba de conquistar la capital. Hay ametralladoras en las esquinas, hay soldados de patrulla, por no hablar de guardias civiles y policía armada. ¡Y hasta la Legión de África! ¿Tanto miedo nos tienen? Nos rodean tantas armas por habernos rebelado por primera vez, que si no dan la orden de fuego es porque las fábricas se quedarían sin brazos para seguir haciéndoles ricos. Aún siguen llevando a gente presa. Son ya varios miles. ¿Dónde los meten? Las comisarías y las cárceles ya estaban llenas antes de la huelga. Y resulta que los nuevos presos no son sólo obreros sino también patronos que se niegan a denunciar a huelguistas. No serán los más, pero el sobrino tendrá que perdonarles la vida cuando haga la revolución. También se sabe que una comisión de la mayoría de patronos ha visitado al gobernador pidiéndole que negocie con los huelguistas, pero Riestra tiene órdenes del Girón de Madrid de dar caña y los patronos tendrán que seguir con sus fábricas cerradas. Esto no parece importar al gran jerifalte Alfonso Churruca, el mandamás del Centro Industrial, que no sólo dice amén al gobernador sino que se dice que el gobernador le dice amén a él.

De pronto nos llega un «¡Viva Rusia!» de un grupo que se nos queda mirando fijamente. Nosotros también les miramos. Son cinco y tienen menos pinta de huelguistas que una gallina. Su otro fallo es que nos han tomado por comunistas. Buscan que contestemos «¡Viva!», y si no lo hacemos no es porque no somos comunistas sino porque no somos tontos. Pasan de largo con cara de cabreo y oigo a Petaca:

—Se han tenido que meter su provocación de los cojones por el culo.

Los rumores de que aún sigue saliendo gente a la huelga parecen ser verdad por el aumento de huelguistas en la calle. Donde más se respira huelga es en el barrio obrero de San Francisco, y donde se ven más guardias y más secretas.

Ayer fue el cuarto día de huelga y a nadie se le ocurre volver derrotado al trabajo. La gente aguanta sin cobrar el jornal con el que comía la familia. Es el hambre la que sostiene esta huelga. ¿Cuánto más aguantarán? Hay falangistas repartiendo por la calle octavillas que recuerdan que las fábricas están abiertas para quien firme un papel aceptando las condiciones del gobernador, la pérdida de los derechos, ningún detenido en libertad y sin cobrar los jornales atrasados. La gente rompe en cachitos las octavillas y se aprieta más el cinturón.

Ayer pusieron al sobrino en la calle, me lo encontré en casa a mi vuelta por la noche. Quiso pasar por Basaon antes de pisar Altubena. Hizo bien, estaba sucio y con la cara marcada, quería lavarse y ver si podíamos hacerle algo a su cara para no asustar a Mari Benita. Cenobia decía llorando: «¡Qué brutos, qué brutos…!». Ni las mujeres ni yo pudimos mejorar esa cara, nadie puede borrar unos moratones y un ojo hinchado a golpes.

—¿Qué te decían?

—Más que decir me atizaban. Dormía en el suelo. Dos veces al día me traían un cacho de pan y agua. Querían que les diera nombres de responsables de la huelga. En las revoluciones pasan estas cosas.

—¿Crees que esto es una verdadera revolución? —dije.

—Algunos lo creen.

—¿Y tú?

—Si no es una revolución, es el primer paso. Los que me arreaban tenían más miedo que odio.

—Te acompaño a casa.

La familia nos despidió en el portal, Cenobia sacó de dentro el bastón y se lo dio al sobrino, que había dado unos pasos sin ninguna ayuda. Había dado unos pasos a pelo.

—Espera. La madre se asustará menos si te ve llegar andando sin ese palo —dije. El sobrino me miró como si me hubiera vuelto loco—. La madre se olvidará del susto y de todo si te ve llegar sin bastón.

—Pero si ahí lo… lo tiene, se lo acabo de po… poner en la mano —dijo Cenobia.

El sobrino y yo seguíamos mirándonos. Alargué el brazo y supo que le estaba pidiendo su cachava. Me la dio y no se vino al suelo.

—Anda —le dije.

—¿Cómo, si el bas… bastón lo tie… tienes tú, aita? —dijo Cenobia.

El sobrino estaba muy serio. Tardó en mover los pies, en arrastrarlos. Ya no me miraba. Tampoco miraba sus pies. No importaba adonde mirase porque no veía nada.

—Anda —le dije.

—No puedo.

—La madre mirará tus pies y no tu cara… si te ve andar —dije.

—Sí —dijo el sobrino.

El caso es que arrancamos. «¡Mi… milagro!», oí varias veces a Cenobia a nuestra espalda. El sobrino aprendía un poco a andar a cada paso. Llegamos a Altubena a marcha de procesión de Semana Santa, pero llegamos y el bastón seguía en mi mano. La cuñada oyó nuestras pisadas en el portal y salió con un abrigo sobre los hombros después de encender la luz, así que pudo elegir entre dos cosas: la cara o los pies, y eligió los pies. Abrazó al chico lloriqueando.

—¡Mi hijo puede andar, mi hijo puede andar como todos! —dijo.

Volvió a mí la cara, preguntándome con los ojos qué había pasado.

—Se tiró al agua de cabeza para aprender a nadar —dije.

—No sé lo que ha pasado, pero nadie puede tirar un bastón que ha necesitado durante más de veinte años —dijo la cuñada.

—A veces, uno no sabe que sabe andar —dije.

Rozo con la punta del bastón el brazo de la cuñada.

—Lo escondes encima de un armario, que no lo vea y lo olvide. Si lo ve, a lo mejor se le olvida otra vez andar —dije—. Las huelgas les sientan bien a algunos.

Al encontrarme con Perico Orejas y Pachín Arana, Petaca, Joseba y Juanto, les dije que Asier ya estaba en casa. Sus ojos chispearon.

—¿Le han dado muchas hostias? —dijo Perico Orejas.

—Ni su propia madre vio marcas en él —dije.

Franco no sabe ya qué hacer para terminar con la huelga, y en este quinto día no se le ocurre otra cosa que mandar a los suyos a cazar obreros en las calles y llevarlos a la fuerza a los tajos. Pero es como echar agua en un cesto.

—¿Verdad que es una buena huelga? —dice Pachín Arana muchas veces al día delante de cada uno de nosotros, y le tenemos que contestar: «Sí, es la mejor de las huelgas».

Los patronos no sabían hasta hoy lo que es tener sus fábricas paradas, pero habrán sacado cuentas, como las sacó Efrén, y las pérdidas les empujan a ir a Madrid a pedir a Franco que haga concesiones a los obreros para que puedan seguir produciendo. Es lo que nos llega hoy. Pero Franco los manda a casa con las orejas gachas. También nos llega que entonces Alfonso Churruca y sus altos industriales mandan a los periódicos que toda la culpa de lo que pasa no la tienen los obreros sino el gobernador, que ha convertido un Primero de Mayo en una huelga de cinco días… y lo que venga.

La huelga se desinfla. Hemos llegado al día once. Nadie pensó que el Primero de Mayo se alargaría tanto. En esta guerra no se pierde sangre sino jornales. La gente ha resistido demasiado, colgada de cada obrero había una familia con todas las bocas abiertas. Según pasaban los días los franquistas se fueron reforzando. Llegaron aún más tropas de fuera, se vieron más ametralladoras en las calles y en las ventanas de los edificios oficiales y los falangistas pedían más dureza a las fuerzas armadas y arremetían incluso contra el gobierno de Franco por no acabar con la huelga por la tremenda. La gente ha ido volviendo a fábricas y talleres, no vencida por las armas sino por el hambre. El zorro de Franco ha sabido esperar.

Cuando termina la huelga y los obreros ya no andan por la calle, ahí termina la fuerza del rebaño, que pasa a manos de los patronos, que se vengan. La mayoría baja los jornales a la mitad, si se cobraban veinte pesetas ahora se cobran diez. ¿Cómo comer con diez pesetas si el kilo de pan cuesta dieciséis, el litro de aceite sesenta y el de patatas siete? Después de haber perdido la huelga por hambre, habrá que ir a otra huelga también por hambre. Franco deporta a los cabecillas a África y no suelta a los miles de encarcelados. Anoche la radio nos trajo al presidente Aguirre: que la huelga ha sido la más grande victoria de las fuerzas populares contra el régimen de Franco y que se prepararán acciones de mayor importancia. Sí, pero que dejen primero a la gente tomar aliento.

En las tierras de Altubena la cuadrilla y yo encontramos a la cuñada con el cesto en la cadera llevando una carga de yerba a la cuadra. Veo a lo lejos a Mikel sallando la patata.

—Ahí lo tenéis, en el portal, haciendo pruebas. Aún no se lo cree nos dice. Está contenta.

Al vernos, el sobrino deja de pasear.

—A lo mejor aún hay que bajar el bastón del armario —nos dice, más bien me dice a mí. Todavía tiene la cara marcada.

—¿Qué pasa, pues? —digo.

—El derecho, el de siempre. Ahora tiene que arreglárselas él solo y no se atreve —dice.

—El jodido quiere hacer su huelga —dice Petaca.

—Aún queda gente sin regresar al trabajo. ¿Qué hacemos? —dice Joseba.

—Ya veremos cómo van mis patas… ¿Qué? ¡Ah, la huelga!… Debió concluir el día 2. Era lo previsto. Pero adquirió una dinámica propia y entonces los sindicatos y la Junta se incorporaron de buena gana. Fue una auténtica rebelión popular. Había ganas dice el sobrino.

Mientras habla, ni un momento deja de agachar la cabeza para mirar su pie. Lleva alpargatas.

—Fue una buena huelga —dice Pachín Arana.

—He acostumbrado mal a este pie, demasiados años mimándole… Ah, claro que ha sido una buena huelga, Pachín. Así empiezan las revoluciones… Pero no era el momento, los sindicatos carecen de cajas de resistencia. Y había otras razones. Pero sí que fue una buena huelga, Pachín —dice el sobrino.

—Entonces, ¿se acabó?, ¿a casa? —dice Perico Orejas.

—No estábamos preparados. Yo mismo iré mañana a trabajar… si mi pie se atreve. Pero ha quedado demostrado que podemos contar con nuestra clase obrera —dice el sobrino.

Con lo que no está seguro de contar es con su pie, aunque anda mejor de lo que cree. Tantos años de cojo no han pasado en balde por su cabeza.

—De modo que a casa. ¿Y hasta cuándo? —dice Joseba.

—Nadie lo sabe. Depende tanto de nosotros como de la política que Europa y América tengan con Franco. Nosotros, de momento, hemos cumplido. Ha sido una gran huelga —dice el sobrino.

—Les afeitamos los huevos —dice Petaca.

Le veo al sobrino tan preocupado con su pie que hago una seña para marcharnos justamente cuando llega la cuñada, ya sin cesto.

—A ver si entre todos le enseñamos a andar. Por san Periquito, que aún no me lo creo —dice.

Se acerca al sobrino para ayudarle, pero él la aparta.

—Nosotros bajaremos el domingo a la playa —dice Perico Orejas.

—Bien —dice el sobrino.

—Ni tocar el bastón del armario —digo a la cuñada.

—Gracias por todo —me dice.

A poco de dejar Altubena nos cruzamos con don Manuel, que va. Trae la cara asustada de casi siempre.

—¿Es verdad? —dice, mirando a todos y al final parándose en mí.

Sé a qué se refiere.

—Sí, don Manuel —digo.

—¡Es inaudito!, no estaba previsto, el destino había señalado claramente otra cosa… Sí, sí, claro que me alegro de la recuperación de Asier… si no resultan engañosos los primeros síntomas… ¡Pero es que nadie se podía esperar algo así a estas alturas! El destino ha tardado demasiado en rectificar, ha dado lugar a que Altubena acogiera a Mikel Delatorre… que también es Altube, por supuesto. Y cuando ya nos habíamos acostumbrado a esta solución de urgencia y definitiva para enmendar el primer destino, el nuevo destino manda al carajo el bastón y todo el edificio se viene abajo. ¿Qué hacemos ahora con Mikel Delatorre Altube? Aunque sospecho que Asier no se recuperará hasta el punto de librar normalmente sus dos manos y poder esgrimir una guadaña… En fin, nos tendremos que felicitar por el nuevo giro…, pero no es justo jugar así con… —dice don Manuel pasando de largo.