—¡Córcholis! La maestra sin el maestro —digo.
—¿Eh? —dice Fabiola.
—Ahí la tienes, levanta los ojos.
—¿Aún se habla con Lucio Etxe?
—Querrás decir si aún es novia de Lucio Etxe…
—Novia, novia… ¡Cállate, chismoso!
—Pero… ¿quieres mirar?
Se halla tan absorta marcando con hilo el dobladillo de un pantalón corto de Kresa que no levanta la cabeza.
—Si no son novios después de casi dos años…
—¿Sí? ¿Dos años ya?
Es domingo. La señorita Mercedes luce un vestido azul hasta media pantorrilla, con pequeño cuello blanco, un bolsito en la mano y su cabello color melocotón lanzaría más reflejos del sol del ocaso si no lo llevara recogido. A Lucio Etxe se le ve un poco más arreglado que de costumbre, aunque va dentro de un chaquetón que le viene grande y es impropio de junio. Otro descuido: lleva a la señorita Mercedes a su izquierda. Lucio Etxe es así y por eso molesta un poco verle con la señorita Mercedes. No sé por qué lo tomo como asunto mío. Fabiola ha levantado, por fin, la cabeza.
—No sé si alegrarme o no —dice—. Todos creíamos que el maestro y la maestra… Si no se arrancan después de tantos años por algo será. ¡Una chica tan bonita y agradable! Como no es justo que se quede para vestir santos, me tendría que alegrar lo que veo. Pero, la verdad, no me alegra.
—Ese camino es el paseo dominguero de las parejas, todas pasan por aquí.
—Y tú, abriendo bien los ojos.
—A ama le gustaba saber quién casaba con quién. A veces se llevaba un disgusto y a veces una alegría… El que no pasa hace mucho tiempo, con aquella novia o con otra, es Asier Altube.
Fabiola ha vuelto a su costura.
—¡Qué perra la tuya con Alodi y Asier! —dice.
—Fue un noviazgo secreto… Asier se encargó de aquel entierro y luego el maldito bastardo entregó personalmente a los Apraiz la factura de su funeraria, prueba de que Félix y Asier lo hicieron todo en familia…
—¿Qué has dicho?, ¿personalmente? —y Fabiola levanta por segunda vez la cabeza.
—¿No te acuerdas? Se habló mucho entonces…
—No, no me acuerdo.
—El maldito bastardo viajó en su limusina hasta Aperena para entregar en mano a Félix Apraiz la maldita factura con el incremento de tiempo y desgaste de material por el desvío del entierro… Un capricho de Asier, por eso visitó al maldito bastardo en su funeraria. Sólo un novio estaría tan encima.
—¡Tonterías! —dice Fabiola—. Lo que me asombra es que Efrén se molestase en llevar personalmente…
—¿Molestia? ¡Humillación! ¡Siempre que se acerca a nosotros es para humillarnos!
Fabiola vuelve a su aguja con un siseo y el ruego apenas audible:
—Ssssss… Basta de guerras, por favor.
Retumba desde el interior el vozarrón adelgazado de Román:
—¡Que ese bastardo nos devuelva las industrias! ¡Que me devuelva mis pantalones!
¿Para qué pantalones, habiendo una fresca sábana en verano y una caliente manta en invierno? El caso es que quienes profanaron en la playa a la pobre Fabi iban contra su desnudez de toda su vida…, y yo no debo pensar como ellos. ¿Y qué hago con ama? La única prenda que en estos momentos cubre a Fabiola es el pequeño pantalón extendido sobre sus muslos.
—Sal al camino a ver si ves a Kresa —dice Fabiola.
Salgo. Ni rastro del crío. Marchó de caza al mediodía con el pequeño de Sugarkea. ¿A cazar qué? Ninguno de los dos tiene escopeta. ¿Cómo van a tener escopeta a sus doce años? Aunque al Baskardo sí le vi arco y flechas cuando se detuvo en el camino a que saliera Kresa. Y allá se fueron los dos. ¿Te das cuenta, ama? ¡El joven vasco de Sugarkea iba armado de arco y flechas! Kresa regresó del seminario hace tres años, en las vacaciones del verano, y ya no volvería más. Lo trajo de la mano una Fabi compungida.
—Dice que le duele —me dijo.
—Me duele aquí —no cesaba de gemir Kresa.
—¿Dónde? —pregunté.
Y Kresa y Fabiola señalaron con sus dedos el culo del crío. Era el último día de junio. Fabiola le despojó de su uniforme de seminarista y lo desnudó y descalzó, y entonces Kresa se le fue de las manos, salió y reanudó sus carreras alrededor de la casa como si no hubieran existido los meses en el seminario; sólo una diferencia: ahora lanzaba gritos animales y agitaba los brazos sin detenerse, apartaba de sí los malos fantasmas, las cadenas que le aprisionaron. Fabiola le dejó hacer, creyendo que ya no le dolía. Pero Kresa se detuvo de pronto al cabo de una ridícula media hora y repitió que le dolía, y Fabiola lo acostó desnudo como estaba. Le lavó, le llevó la cena, le obligó a comer y con un beso le dejó que durmiera.
—Mañana se le habrá pasado —nos dijo a Román y a mí.
Pero al día siguiente hubo que llamar al médico. Fui yo, bajo la sábana y en alpargatas. Don Julio Inchauspe es un médico silencioso que te mira fijamente y no sabes qué piensa. Pidió quedarse a solas con Kresa en el cuarto. Al salir, preguntó:
—¿Dónde ha estado el chico?
—En el seminario —le respondió Fabiola.
—Claro —dijo don Julio.
Se sentó en un banco de la mesa, secándose las manos con una toalla, y Fabiola, Román y yo también nos sentamos.
—¿Qué tiene? —preguntó Fabiola temblando.
—Desgarros en el recto, con derrame de sangre. Ha sido violado, y más de una vez —dijo don Julio— por un adulto. El instrumento era respetable. Yo, en su lugar, denunciaría el hecho. Si lo necesitan, les extenderé un certificado. Ya sé que los tiempos no son los mejores para estas cosas… Lávenle bien con agua hervida.
Nos aseguró que el daño sólo era grave «para el espíritu del chico», y recetó una pomada. En los dos o tres días siguientes el culo de Kresa recibió nuestros mejores cuidados; en realidad, los de Fabiola.
—¡No volverá, no volverá, no volverá! —repetía Fabiola con lagrimeante desesperación, aunque las lágrimas desaparecían pronto y estallaba en ira seca cuando Kresa no estaba presente—. ¡Los muy cerdos…, con una inocente criatura…! ¡Abominables sepulcros blanqueados!
Me envió a llamar a don Manuel, el maestro. Quería consejo. Tanto Román como yo opinábamos como ella, que había que denunciar, y se lo manifestábamos, y era esta coincidencia la que le hacía dudar. Creo que durante el viaje de vuelta no acerté a aclararle al maestro la naturaleza del mal de Kresa, en todo momento tuve presente que me estaba dirigiendo al estricto don Manuel. Sí que mencioné violado, pero lo hice con tanto miedo que vacié la palabra de contenido y resultó borrosa, sin contar con que el pobre maestro no pudo sospechar que me refería a Kresa. Sí, fue su presencia la que me impidió pronunciar abiertamente culo. Y lo mismo me siguió ocurriendo en Oiarzena, y le ocurrió a Fabiola, quien recibió a don Manuel con un estruendoso «¡Le han violado!» que en modo alguno transmitió lo que se proponía, en gran parte porque el propio don Manuel no estaba preparado, o se negó a estar preparado. Supongo que desvió el dardo hacia violaciones del tipo de atentado a la libertad o al derecho de expresión, valores más próximos a un intelectual como él y hacia los que era más sensible. Y allí estábamos los cuatro —Kresa, Fabiola, Román y yo—, sin conseguir que el maestro se enterara de la verdad, hasta que Román golpeó la mesa con el puño y exclamó:
—¡Los curas le han dado por el culo!
Pero creo que ni así pareció querer enterarse el maestro, que pasaba su mirada incrédula de uno a otro de nosotros, y a veces abría a medias la boca para hablar y no le oíamos nada, y fueron los grititos de Fabiola y su carrera para arrastrar a Kresa a su cuarto lo que le hizo despertar y caer de bruces en el fango.
—¡Dios mío…! —exclamó sordamente.
—¡Melindrerías! —exclamó Román cruzándose con Fabiola y sacando a Kresa del cuarto—. ¡Al pan, pan, y al vino, vino! Hablamos de un culo que, precisamente, es el suyo.
Propinó un beso al crío y lo dejó frente a nosotros. Era un Román desconocido. Estábamos en pie, el maestro repetía «¡Dios mío, Dios mío…!», y fue como si, con su aceptación del estropicio, hubiese concluido nuestra misión.
—No lo puedo creer —murmuró el maestro—. ¿Están ustedes seguros? No es imaginable una cosa así.
—Siéntese —y Fabiola hubo de sentarlo en el banco, haciéndolo ella a su lado—. Estuvo el médico, don Julio. Lo examinó. Nos hará un certificado si…
—Lo examinó con un candil para ver mejor —dijo Román.
—¿Cuándo va a acabar la Guerra? —estalló Fabiola, pero al punto regresó a su falsa y costosa serenidad. Atrajo a Kresa y lo apretó contra su cuerpo—. Queremos conocer su opinión.
El maestro se encontraba rodeado por los cuatro, aunque Román se apartó del grupo para airear su puño y gritar: «¡Todos los conflictos se resuelven a tiros!». Nadie le miró.
—Dar mi opinión sobre este… este…, sería como creer en él —dijo el maestro avanzando una mano hasta dos o tres centímetros de la cabeza de Kresa y retirándola enseguida, como si le quemara—. Y aún no puedo creer que le hayan agredido así, es sencillamente imposible. La Guerra terminó hace años…
—¡Es mentira, no terminó! —exclamó Fabiola.
—¡La gente da por el culo en la guerra y en la paz! —clamó Román desde su retiro.
—¿Eh? —se sobresaltó el maestro, volviéndose un momento hacia él.
—¿Denunciamos o no ese antro de hipocresía? —preguntó Fabiola.
—Sí, estas cosas existen —pronunció a media voz el maestro—, pero no siempre se denuncian, no siempre salen del silencio entre tres personas… ¿Ha de pesar sobre nosotros el hecho de estar en entredicho una noble institución?
—¡Nada de noble! —saltó Fabiola—. Intentarán ocultar la suciedad de uno de sus miembros.
—O de varios… ¡o de todos! —exclamó Román.
—¿Eh? —y el maestro miró a su alrededor, regresando de algún sitio—. ¿Ha de pesar sobre nosotros…? Sí, sí, denunciar, denunciar ante todo. Nada de silencios. El pecador debe pagar haciéndose público su horrendo pecado… Que el médico extienda un certificado muy explícito de la avería… Si estas cosas existen, que nadie mire hacia otro lado. Que el médico dictamine…
—Escrito en papel notarial, la firma diáfana, la fecha, el sello y copias por triplicado —exigió Román, ilustrando expresivamente en el aire con su mano derecha cada una de las operaciones.
—No abrigo esperanzas —dijo Fabiola—. Ellos son perfectos, el malo es el enemigo, es decir, nosotros. Hay jueces, pero no hay leyes. Los jueces nos destrozarán, la denuncia se volverá contra nosotros.
—Denunciar, denunciar ante todo, que el pecado salga por primera vez de tres personas —dijo el maestro, inusitadamente excitado.
—No somos tres personas, don Manuel, sino cuatro, ahora cinco, seis con el violador —dijo Fabiola.
—¡O siete, u ocho, o veinte, o toda la recua de frailones! —exclamó Román.
—Está bien, denunciar —dijo Fabiola, volviendo los ojos a Kresa.
—Me hablaba, me acariciaba y luego me hacía daño —musitó Kresa cuando nadie lo esperaba.
—¡Denunciar!, ¿verdad, hijo? —dijo Román, saliendo del banco y llegando hasta Kresa, cuya cabeza tomó entre sus manazas—. Dilo: ¡denunciar!
—Denunciar —dijo Kresa mirando a Fabiola, quien lo abrazó y besó con histerismo.
—¿Es posible restituir la inocencia arrebatada y perdida? El inocente se encuentra indefenso por su propia inocencia. ¿Por qué hacer coincidir a ambos bajo un mismo techo, en el mismo monte o en el mismo valle, en el mismo país, incluso en el mismo planeta? De los monstruos es el espacio y el tiempo, y de los inocentes la imprevisible cita del destino. El lobo y el cordero en la misma jaula. Dos razas y una distribución de papeles demasiado arbitraria, Dios, pues alguien más perspicaz debería repartir en el futuro los títulos de fuerte y débil. Hay monstruos de una sola vez…, ¡de una sola y maldita vez!…, e inocentes convertidos a la larga en monstruos. ¿Qué pensar, Dios, de estas funciones intercambiables? ¿Es que no hay monstruos tan fuertes o inocentes tan débiles? ¿Es que no existen el Bien y el Mal? Sí, el Mal existe, acaba de probarlo este chiquillo inocente. Por desgracia, crecerá y dejará atrás para siempre el sublime instante en que recibió el fugaz e irrepetible título de inocente al ser violado. Al monstruo jamás nadie le entregará ese título, que le haría justicia. ¡Ah, si en el conflicto sólo perdiera uno! ¿Es posible restituir la inocencia arrebatada y perdida? —monologó el maestro.
—¿Se siente usted bien, don Manuel? ¿Quiere un vaso de agua? —le ofreció Fabiola.
—Gracias, es tarde —dijo el maestro tomando el camino de la puerta sin despedirse.
Román se trasladó con insospechada agilidad a cortarle el paso.
—¿En qué quedamos: denunciar o no denunciar? ¡No nos confunda con sus disquisiciones! ¿Denuncia o silencio?
—El tiempo aún no ha empezado a correr en este caso, así que denuncia irrevocable y con todas sus consecuencias… ¿Pero es posible restituir la inocencia arrebatada y perdida?… Yo mismo conseguiré un buen abogado —dijo el maestro.
Las gestiones de Fabiola con Roque, de Roque con Aurelio, de Aurelio con Efrén y de Efrén con quien sea han dado resultado y aquí llegan Matías y Flora. Los reconozco en cuanto traspasan la línea de inexistentes arbustos. Matías carga con una maleta de madera no pequeña. Flora se le adelanta sendero arriba, sus ojos perforan el escenario y no hay duda de a quién buscan. Regresan de doce años justos de exilio, de un junio a otro junio. Doce años, los mismos que tiene Kresa, que en estos momentos anda de caza. Me levanto de la banqueta, pero ella avanza con tanta determinación que le cedo toda la iniciativa y no doy un paso. Me desborda con un beso en la mejilla y un «¡Hola, tío!» y entra en casa cantando una dulce melodía con una letra: «Kresa…, Kresa…, Kresa…». Ella y yo tuvimos nuestros más y nuestros menos en la Guerra, o los tuvo Martxel. Aunque realmente es nuestra sobrina, de eso no hay duda, ¿eh, Martxel?
—¡Hija! —oigo gritar a Fabiola.
Se han encontrado y no oigo a ninguna de las dos porque se estarán abrazando. Luego, Flora:
—¿Y Kresa?
—Cazando. ¡Qué mala suerte! Pero ya tenía que estar aquí.
Tengo a Matías frente a mí, con la maleta en el suelo. El pelo negro cerrado de erizo le brota de la misma frente, será difícil que ni de viejo se le caiga. «Hola», me dice. El y yo no somos nada, si estuviera casado con mi sobrina sí seríamos algo.
—¿Estáis bien?, ¿está todo legal? —oigo a Fabiola.
—Sí, nos dieron pasaportes en la embajada —oigo a Flora.
Matías viste un pantalón azul de trabajo y chaquetón, no me extrañaría que el mismo de la Guerra. Sí, creo recordar que es el mismo de cuando él y yo tuvimos también nuestros más y nuestros menos, o los tuvo Martxel.
—¿Quiénes ganaron la Liga y la Copa en el 43? —me pregunta.
—¿La Liga y la Copa del 43? ¿Y a mí qué me cuentas? Mira periódicos atrasados —le digo.
—¡Ni atrasados ni leches! Desde que se reanudaron los campeonatos después de la Guerra busqué periódicos de aquí para estar al corriente, y todo normal hasta llegar al 43. Tengo todos los periódicos. ¡Ninguno habla de la Liga y la Copa del 43, se las saltaron! ¿Qué pasó en el 43?
—Mira mejor…
—¡La hostia! ¡Tuve en las manos esos periódicos y ninguna noticia de esos campeonatos! Acabo de hablar con un par de conocidos, les pregunto y ponen cara rara: «¿En el 43, en el 43? Sí, algo pasó. Parece que no se jugaron partidos». Les agarro de las solapas y les grito a la cara: «¿Toda una temporada sin partidos? ¿Qué coño pasó?».
Matías entra en casa y le sigo. La maleta queda fuera.
—¡Aquí tampoco saben nada! —dice a Flora.
Fabiola le da un beso y le abraza, diciéndole:
—¿De qué no sabemos nada?
—¡Fútbol, fútbol, fútbol! —suspira Flora.
—Guardo recortes de los campeonatos del 40, 41, 42, salto al 44, 45, 46, 47, 48, y del último, el 49. ¿Por qué los periódicos no hablaron del 43? ¿Por qué las radios también callaron? ¿Qué coño pasó en el 43? ¿Quién se puede imaginar un año sin partidos en San Mamés? ¡Nadie lo aguantaría, y menos los socios del Athletic!
Flora se acerca a Román, sentado en la punta más lejana de un banco, y se inclina a besarle en la cabeza, diciéndole: «Eres Román, ¿verdad? Estoy segura de que nos entenderemos». Román responde a su saludo levantando sólo una mano.
—¿Te gusta el fútbol? —me pregunta Matías.
—Algo.
—Aunque no hayas roto botas contra un balón, como yo, sabrás que el Athletic ha ganado la Copa en el 44 y el 45. Ninguna Liga. Muy poco. Los de Madrid, tranquilos. La leche está en ese 43 de los cojones. —Me agarra con ambas manos de la sábana y sus ojos echan chispas a dos centímetros de los míos—. Escúchame bien, memelo: estoy seguro de que en el 43 tuvo que ocurrir algo sonado, tan sonado como que el Athletic hiciera el doblete, ganara la Liga y la Copa. ¡Y fue demasiado para Franco!
—Ya está bien —le dice Flora.
—Como no leo periódicos, todos los años me parecen iguales —dice Román.
Flora se asoma al portal a ver si viene Kresa.
—No sé qué habrá hecho el gran cabrón con el Athletic —dice Matías.
—Aún no hemos visto a nuestro hijo y tú con el fútbol —le recrimina Flora. Fabiola y Kresa los visitaron en Francia en no menos de cuatro ocasiones.
—¿Por qué no viene mi hijo? —repite Flora restregándose las manos.
Matías lanza miradas circulares por toda la casa buscando a Kresa, sube al camarote y suenan sus pasos sobre nuestras cabezas. ¿Está loco? ¿No ha oído que no está? Al bajar, se dirige derecho a mí y me pregunta:
—¿Qué tal le pega el chico al balón?
—¿Suele tardar tanto? —gime Flora.
—Vendrá, vendrá… —murmura Fabiola.
Las dos están nerviosas. Se hace noche sin que aparezca.
—Habría que ir a Sugarkea —dice Fabiola—. Seguro que está allí. —Se le acerca Flora y la mira con más inquietud—. El y el txiki de esa familia salieron de caza después de comer… ¿Pero cómo me presento yo en Sugarkea? Ésta es una misión sólo para don Manuel. Voy ahora mismo a su casa.
—Te acompaño —dice Flora.
Y allá se van las dos, Flora con la ropa con que llegó —falda verde larga y jersey grueso amarillo— y Fabiola con su sábana; tiene dos o tres, que nunca se quita; quiero decir que jamás la hemos visto desnuda desde que Kresa, a su regreso del seminario, entró en el grupo de mendigoitzales de la parroquia a indicación de don Manuel.
Tardaron una hora en regresar.
—Hablará con ellos y vendrá aquí con noticias —dice Fabiola a media voz.
—Andará por ahí haciendo trastadas —dice Matías—. A su edad yo ya espiaba parejas…, y a las parejas les gusta la noche.
—A tu hijo le he educado para que no haga esas cosas —dice Fabiola con un punto de temblor en los labios.
—Estoy segura de que no las hace —se apresura a decir Flora, yendo a su lado para besarla y abrazarla.
—Otras noches nos íbamos a tirar penaltis a la luz de un carburo —dice Matías.
Todos, excepto Román, esperamos a don Manuel en el exterior, Matías y yo sentados, Fabiola y Flora de pie como si les quemara el suelo. Matías no calla, me hace más preguntas sobre Kresa y yo le hablo de su resistencia en la marcha, de sus incontables vueltas a la casa sin cansarse. «Será un buen medio centro o defensa de cierre», dice. También me pregunta si es la primera vez que su hijo nos da este disgusto. «No quisiera que os causara molestias, bastante habéis hecho con tenerle con vosotros desde que nació», dice. Y yo le digo que qué menos puede hacer un tío abuelo. Una hora más y Fabiola y Flora salen al encuentro de don Manuel.
—Tranquilos, tranquilos… —es la palabra que repite don Manuel cuando, entre todos, lo metemos en casa—. Sí, he hablado con ellos. Decir que son distintos no es decir nada nuevo… Son… son, bueno, son los Baskardo de Sugarkea… Entrar en su fuego y ver que viven sin desear nada de lo nuevo y saber que descienden, incontaminados, de aquel tiempo feérico… Según la leyenda, claro, según la leyenda.
—Es demasiado para ellas. Don Manuel regresa de sus palabras cuando siente los dardos de los cuatro ojos, y carraspea y añade, mirando a Flora y a Matías:
—Ante todo, bienvenidos. Ya estáis en casa, eso es bueno… Sí, sí… Bueno, en fin: la primera y única vez que estuve en Sugarkea yo tenía catorce años… Sí, hace un rato reconocieron al chico de las llamas y ello facilitó las cosas. No fue sencillo. ¡Dios mío, qué euskera más viejo hablan!… Sí, sí, bueno, ustedes, tranquilas, no hay por qué alarmarse: el txiki Baskardo acostumbra a pasar dos días cazando…, y es la primera vez que lleva compañero. Debemos entender como verdadero privilegio el que…
—¡Dos días y dos noches! —gime Fabiola.
—¡Dos días y dos noches sin saber nada de él! —se alarma Flora.
—Les aseguro que pueden dormir tranquilas, el pequeño cazador de otro tiempo sabrá cuidar muy bien de Kresa —dice el maestro.
—O Kresa de él —dice Matías.
—¡Mi hijo no es un cazador, es un niño de doce años! —exclama Flora.
—A los doce años yo… —empieza a decir Matías, pero Flora le corta:
—A los doce años tú sólo cazabas goles.
Cuando el maestro les dice que se quedará con nosotros hasta que regrese el crío, aunque lo dice para calmarlas, produce el efecto contrario al hacerles temer que la situación es más grave de lo que asegura, y de nuevo el maestro ha de emplear toda su ciencia para que esta casa recupere a medias la normalidad. Al sentarnos a cenar una ensalada y un cuenco de leche de cabra, don Manuel me susurra: «Transcurren años sin verles y llegas a creer que sólo están en la leyenda, pero cuando los ves y nos veo a nosotros…». Y enseguida: «No me perdería el regreso del chaval por nada del mundo».
Han pasado dos días y dos noches. Exactamente, dos noches y parte del segundo día, pues la pareja llega bien amanecido. Flora, que no ha pegado ojo en todo el tiempo, exclama: «¡Ahí están!», y se precipita al portal, y el primero en juntársele —a pesar de que ha dormido en el camarote— es don Manuel, deteniéndola antes de que corra a la carretera, donde Kresa y el Baskardo se ocupan en algo. Segundos después, el portal se halla al completo. El maestro frena otra vez el segundo intento de Flora de llegar hasta su hijo. «Déjeles, están repartiendo la caza. ¿No es emocionante?», dice. Ahora, el Baskardo, que viste de pieles y porta arco y flechas, se echa a los hombros un animal con cuernos y se marcha, y Kresa sube hacia nosotros.
—¡Kresa, hijo! —exclama Flora lanzándose a su encuentro—. ¿Estás bien?
Lo abraza, lo estruja y se lo come a besos. Kresa sólo puede echarle un brazo alrededor de la cintura, pues del otro le cuelga una pierna de venado. Corresponde a sus besos, pero no es el vivaz Kresa que conocemos. Se les acerca Matías a pasos lentos y aprovecha cuando Flora deja un resquicio entre ella y el crío para contemplar con admiración a su hijo y decirle: «¡Estás hecho un mulo!». Kresa pisa el portal flanqueado por ambos y Fabiola le da un suave beso en la frente y le dice: «¿Te das cuenta que nos has tenido en ascuas? Precisamente cuando regresan tus padres…». Pero Kresa no la oye, y tampoco parece ver al maestro que espera su saludo y ante el que pasa de largo. El mismo caso nos hace a Román y a mí. Su cuerpo está con nosotros, pero ¿dónde quedó su pensamiento? Al librarle Fabiola de la pierna de venado, tampoco lo advierte. El maestro se acerca para rozar con su mano la piel peluda del trofeo.
—Era un buen ciervo —musita con un temblor—. Y esta vez lo ha cobrado el más pequeño de la familia. —Se vuelve a Kresa—. ¿Dónde, si puede saberse?
Kresa parece no estar para responder preguntas. Su lejanía se transmite al grupo, que queda paralizado unos instantes, hasta que en el propio Kresa se produce un despertar y mira a todos y su rostro expresa una repentina felicidad.
—¡Nunca lo había pasado mejor! —asegura.
—Tienes una cara de sueño que no puedes con ella —se lamenta Flora—. Algo me dice que no has dormido en estas dos noches. ¡Ahora mismo a la cama!
—Ciervos en nuestra tierra…, ¡increíble! —sigue musitando el maestro. Sus manos tiemblan al apartar a Flora y tomar con vehemencia los hombros de Kresa—. ¿De qué territorio vienes? ¿A qué desconocidas lejanías te ha llevado el Baskardo?
Román despoja a Fabiola de la pierna de ciervo y la eleva hasta su nariz.
—Fresquita y bienoliente —dice.
—Sufrimos mucho, hijo —dice Fabiola a Kresa—. ¡Dos días y dos noches perdido! Esto no se hace con quienes te quieren…
Kresa se vuelve hacia ella.
—Abuela —dice a media voz—. Yo no sabía… ¿Pero dos días y dos noches? ¿Tanto?
Quizá hubieran hablado Fabiola o Flora, o quizá yo, pero el maestro alza los brazos mandándonos callar, y allí queda Kresa en el centro de medio corro silencioso.
—Andar, andar, andar… No había casas, había niebla… Se oían ruidos nuevos… Andar y andar… Se abre la niebla y veo el rebaño… Fuera de los bosques… Oigo el silbido de la flecha, sólo una… ¡Zas!… Había más ciervos, pero eligió uno pequeño para poder traerlo. Y que no fuera hembra… —recita Kresa.
Nada más que estas palabras y pronunciadas con tanto sosiego que todos continuamos suspensos, excepto el maestro, que con el pañuelo se seca el sudor de la frente y estalla en un rosario de preguntas atropelladas:
—¿Qué ruta seguisteis? ¿Cuál fue el último pueblo, el último caserío que dejasteis a vuestra espalda? ¿Cómo era aquella niebla, alta o baja? ¿Qué clase de ruidos? ¿Dónde estaba el rebaño, en un valle o en un monte, en una pradera o en un páramo? ¿Qué color tenía aquel territorio? ¿A qué olía? ¿Hacía frío o calor, llovía o nevaba? ¿Había otros hombres, otra raza, gigantes o enanos, o estaba deshabitado? ¿Por qué no llevaste una máquina de fotos? Te regalaré una, porque volverás, volverás…
Ni el propio maestro espera una respuesta a ninguna de sus preguntas. Contempla al crío respirando ruidosamente.
—Tendremos que creer… —musita.