Escribo todo esto en 1969, en cama. Nerea entra y sale de la habitación con pasos silenciosos, respetando esta ocupación mía de escribano que no acaba de entender. No obstante ser 1969, sólo llevamos cuatro años de casados. ¿Debemos llamar largo a nuestro noviazgo de veinte años? No, habiendo quedado como descansos de tensiones aquellos dos interminables paréntesis de diez y cinco años interpuestos por ella. Ahora, supongo, será la primera en leer estas memorias, o lo que sean. Las leerá enteras, supongo, y espero descubra por sí misma que cuanto le precede no fue más que una excusa para llegar al noviazgo, en un misericordioso intento por mi parte de exculparnos a ambos, volcar la única responsabilidad en los malditos espectros vivos que debieron morir cuando lo dispuso la lógica de la Historia.
A Ismael Jauregui lo llamaré siempre espectro maldito, a pesar de haber constituido la causa de mi aproximación a Nerea, interés que, en un principio, fue sólo morboso: su hermano aún habitaba los viejos muros de Jauregui, era un topo de la Guerra. Ojalá yo nunca lo hubiera descubierto. Además, fui el único en Getxo en cargar con el insoportable secreto a lo largo de trece años, hasta cuando la propia Nerea y su madre rompieron la misa de aquel domingo proclamando que la Virgen les había comunicado en qué punto exacto de Peña Lemona fue enterrado malamente Ismael, cuyos huesos portaban en un envoltorio.
La cosa había empezado a rodar en octubre de 1944, al regreso de una pesca a la que no me acompañó ninguno de la cuadrilla. Manteníamos el pequeño grupo resistente con entusiasmo, repartiendo octavillas, tapando caras de Franco, rebautizando con regularidad la Avenida del Ejército de Algorta según nuestra inspiración del momento. (Había en toda España infinitas Avenidas del Ejército, por algún lado hubieron de entrar las tropas de la victoria en las localidades). Comenzaba a nacer en la población un tibio clima de esperanza, también contradictorio, pues si el lento regreso a sus casas de los supervivientes de la propia Guerra, campos de concentración, cárceles y batallones de trabajadores hacía pensar en algún atisbo de un primer germen de resistencia, las noticias del fracaso de los diez mil guerrilleros que habían tomado el valle de Arán un mes antes y habían sido aniquilados por tropas franquistas devolvían las cosas a su sitio.
Sin embargo, el gran fetiche mesiánico procedía de fuera: las democracias europeas y americanas estaban ganando la guerra a los fascistas alemanes e italianos y luego no consentirían que sobreviviera otro fascismo en España. Levantaba la moral imaginar a un Franco despavorido preparando las maletas.
En aquel regreso de mi pesca, recién abandonada la playa, descubrí en la carretera el familiar conjunto que formaban Alodi Apraiz con su burro y cantimploras del reparto de la leche. Ni a la ida ni al regreso necesitaba pasar por allí, pero lo hacía; después de siete años, el pueblo no sólo había dejado de comentarlo sino que ya ni siquiera pensaba en ello. Lo único que permaneció dormido en nuestras fibras más sensibles fue el motivo: el caserío más próximo a la playa era el de Jauregui, donde vivió el muchacho a quien Alodi amó, Ismael. La contemplación a diario de aquella fachada la mantenía, sin duda, tan próxima a él que en esos siete años no se le conoció novio ni relación alguna con muchachos. Se le tenía por la más perfecta encarnación de la novia-viuda de guerra. Pero su historia iba a acabar entonces frente a mí.
En opuesta dirección circulaban los grandes bueyes de Kelemen Larreko arrastrando la carreta cargada de arena con destino a las obras de la zona. Ni yo mismo sé cómo sucedió. Primero oí el alarido animal de horror y mis ojos se volvieron al ventanuco del camarote de Jauregui, del que emergía la cabellera rubia agitándose como en una tormenta y las cuatro manos de mujer tirando del cuerpo hacia el interior. Simultáneamente, me llegó el ronco gemido del carretero, y miré y allí estaba Alodi, bajo la rueda, sin un solo quejido, como huyendo de todo protagonismo a fin de no distraer mi asombro: ¡los mechones rubios, los mismos que vi en el mismo sitio en aquel lejano día en que espantaron al ladrón de manzanas de diez años! Sí, hablaron los mechones: «¡Como te coja te meto en el saco y te tiro por La Galea abajo!». Habrían bastado los mechones, habría bastado la voz ronca del carretero, pero, juntos, se precipitaron sobre mí, aplastándome con la increíble revelación. «¡Es imposible! ¡Murió en la Guerra!», acerté a pensar. Tampoco podía creer que, al otro lado del escenario, hubiera una Alodi bajo la rueda de la carreta. Sobreponiéndome a todo —incluso al viejo y renacido terror del ladrón de manzanas—, deposité mi última esperanza en ver salir corriendo de Jauregui a Ismael, algo tan reñido con la realidad que, de producirse, la realidad se habría esfumado llevándose también a Alodi.
Pero no surgió Ismael. Quizá le grité, o al menos le dije, o sólo lo pensé: «¡Aunque hayas estado ahí metido desde el año 37, ahora tu deber hacia ella es salir!». No saliendo, no dejando ver siquiera sus cabellos en el ventanuco, la sentenció. Y entonces me puse en el pellejo de Ismael. «¿Por qué no gritas hasta enronquecer?, ¿cómo puedes soportarlo?». Entre blasfemia y blasfemia de desesperación, el carretero me pidió ayuda para librar a Alodi de la rueda. Otro imposible. Kelemen Larreko hubo de pedir esa ayuda a sus propios bueyes y la tremenda rueda dejó de apoyarse en el pobre cuerpo reventado vaciándose de sangre. Es posible que procediera llamar a un médico, como me gritaba el carretero, pero un novio que durante siete años había estado viendo pasar a su novia, quien le creía muerto, ahora la vería muerta a ella desde algún agujero de Jauregui. «¿Por qué no sales?, ¿cómo puedes soportarlo?». «¡Sube al pueblo en busca del médico!», me repetía inútilmente el carretero, pues en segundos se había instalado en mi interior la certeza de que yo no había caído allí por casualidad, que debía cumplir una misión, no por ser mejor que otros sino el único en todo el mundo en posesión del maldito secreto. Pensé: «De estar él en mi lugar, haría algo, y no precisamente llamar al médico». Al caer de rodillas e inclinarme sobre Alodi es cuando empecé a sentir que mis movimientos eran dirigidos desde fuera. En la preciosa carita de Alodi los ojos estaban abiertos y petrificados, y, al ir a cerrarlos con mis dedos, me llegó de Jauregui mucho más que un deseo: una orden, y ya no volví a ser yo. Me incliné aún más y fueron mis labios los que, primero, bajaron un párpado, y, después, el otro, y a continuación posé mis labios en los de Alodi y de aquella boca recibí los escalofriantes chirridos de un organismo paralizado. Eran tan intensas las órdenes que no reparaba en mi comportamiento descabellado. Retiré unos centímetros mi cuerpo a fin de que él contemplara mejor su beso, y la respiración boca a boca llegó de manera natural y aún sobraba aire para emitir angustiosos «¡te quiero, te quiero, te quiero!» con la voz de él, la misma a la que seguí escuchando: «¡Despierta, no me dejes! ¿Qué será de mí sin verte cada mañana?». Supongo que el delirio prosiguió un buen rato, hasta que fui levantado por las manazas del carretero. «¡El médico, el médico!», me gritó en la cara. La fachada de Jauregui estaba frente a mí. «¡No puedo hacer más, lo siento, no puedo hacer más!». Fue aire mío el que recorrió mi garganta y se concretó en una voz que, esta vez, era la mía. Me lo confirmó el carretero con su pregunta: «¿A quién hablas?». Le amenacé con envenenar sus bueyes si ocultaba el rostro de Alodi con una de sus mantas y me alejé a trompicones, ahora aceptando abiertamente el reto de la ventana: «¡No puedo hacer más! ¡Lo siento, lo siento!».
Además de ser el único en saber la verdad sobre Ismael Jauregui, acababa de desentrañar el misterio de las dos mujeres sacando adelante ellas solas el trabajo del caserío que, antes de la Guerra, compartían con cuatro hombres. El pueblo se preguntaba cómo era posible.
—Seis vacas, ¡la hostia! —prorrumpía Petaca.
—Cuando estaban Sabas, Bruno, Ismael y Cosme tenían doce —recordaba Juanto.
—Cuatro hombres y dos mujeres para doce vacas tocan a dos vacas. ¡Ahora les toca a tres vacas, una vaca más! ¡La leche!
—Sin contar los cerdos, las gallinas, los conejos y la cabra —aportaba Pachín Arana.
—¡Y el ordeñe! Ganarían cualquier concurso de ordeñe de los cojones. Entran en la cuadra con los baldes vacíos y, ¡la hostia!, en un minuto los sacan llenos. ¡Ni Dios!
—Y las tierras… ¡Sus layas no remueven ni un terrón menos que antes de la Guerra! —decía Joseba.
—¡Son la leche y la hostia juntas!
Cosas así se comentaban en el pueblo. «Es imposible que lo hagan solas…, como no trabajen de noche». «Es que trabajan de noche: más de dos y más de tres de nosotros ya hemos oído ruidos raros cuando bajamos con los carburos a la ribera». Bueno, pues en 1944 aquello dejó de ser un misterio para mí. No eran ellas las que trabajaban de noche, ni el Basajaun —como llegó a decirse—, sino el emparedado Ismael. Noche, secreto, silencio, clandestinidad, todo un bonito futuro para los penados de Jauregui. Y no sólo para ellos. Desde el primer momento comprendí que yo también entraba en el maldito lote. Descartado el imposible olvido, mi destino sería la mudez. Mis amigos no fueron una excepción. Ellos no habían oído el grito espeluznante, ni visto la pelambrera enloquecida cuando las dos mujeres agarraban el cuerpo que pretendía volar al encuentro de Alodi. Ellos no podían sentir a Ismael vivo en Jauregui. En La Venta, con el vino, se deslizaban las más secretas intimidades, Petaca era un bocazas y en 1944 Franco aún no se había cansado de fusilar a enemigos. ¿Sería yo tan fuerte como para cargar en solitario con semejante responsabilidad? Simplemente, lo hice. Al menos, hasta su entierro, en 1957, en que necesité ayuda para sacar de aquella casa el féretro que no contenía sólo los huesos sino un cuerpo entero recién muerto y los de la funeraria no debían advertir el verdadero peso. Necesité a don Manuel. Además, él me hizo ver que ese entierro no era el fin de la historia.
Aunque los demás me siguieran viendo igual, fui otro a partir de aquel febrero de 1944. En Jauregui vivían tres fantasmas que dependían de mí y lo ignoraban. Jamás me había sentido encadenado a un compromiso tan hiriente. ¿Qué hacer por ellos, aparte de comerme la lengua? Tardé tiempo en descubrir que ya les entregaba el mayor de los bienes: la tranquilidad, la ignorancia de que yo lo sabía. ¿Por qué no me bastó? De los tres, únicamente dos cumplían las normas básicas de cualquier enterramiento, el tercero levantaba la losa y salía de la tumba. Es lo que me desequilibró: ver a Nerea circular por Getxo con su carrito, tirado por un burro, repartiendo la leche o llevando vendeja a la plaza; alguno de los tres debía salir a vender los productos de Jauregui para sobrevivir. Era la madre, Josefa, la que parecía tener todo el trabajo entre los muros de la casa; todavía a sus sesenta años no se veía su moño en las huertas. Cuántas veces me dije que ella sí que cumplía las normas tanto como Ismael.
Yo tenía conciencia de ser injusto con Nerea: no existía sin su carrito, no pisaba bailes ni paseos, había perdido a sus amigas, o éstas a ella. La excepción era la misa de los domingos: aunque la acompañaba su madre, el único fallo seguía siendo Nerea. Más tarde cambié de criterio y me dije que, ya que tenía que dejarse ver, lo hacía sin dar la nota, es decir, saliendo para unas cosas y no saliendo para otras, contradiciéndose ella y confundiendo al pueblo. ¿Por qué una chica joven y guapa renunciaba a divertirse, a un novio? Demasiado llamativo para no estar en el punto de mira. Pero al decidir acercarme a ella no me guió el deseo de echarle un capote y que empezara a comentarse: «¿Quién decía que no sabía poner los ojos tiernos en alguien?», y la gente desviara su atención de Jauregui y de la bomba que escondía. Tampoco busqué a la persona. Mucho menos, el amor. Se trataba del misterio encerrado en el misterio. ¿Cómo se convive con un vivo-muerto? ¿Cómo se domeña a una garganta para que no salga de los susurros? ¿Cuánto se tarda en evitar descuidos tales como colgar a secar fuera tres pares de sábanas en vez de dos o unos calzoncillos de hombre? ¿De qué hablaban? ¿Cómo se miraban? ¿Cuánto puede resistir una mente bajo aquel despotismo? ¿Cuántos días faltaban para que alguno de ellos huyera de Jauregui lanzando gritos de horror? ¿Cuántos minutos restaban para que el topo comprendiera que el estar malditamente vivo no le redimía de vivir?
Su condición de hermana, pues. La esperé al regreso de uno de los viajes con el carrito de dos ruedas, en un descampado sin testigos a la vista. Logré que mi garganta agarrotada emitiera un «Hola» impreciso. Al menos, me miró sin interrumpir su marcha. Iba de negro, como de costumbre, en una especie de birrochez anticipada. La alcancé. «¿Está prohibido hablar a una chica del pueblo?». Fue como dirigirse a una pared. Insistí con desfallecimiento, dando por segura mi derrota. En juegos así, el hombre debe dudar de la sinceridad del rechazo de la mujer, pero yo no dudaba, ella no podía traicionar siete años de enconchamiento. Sin embargo, me cupo el oír su voz por vez primera. Yo la había seguido y enviado alguna que otra palabra, pregunta o supuesta gracia, consiguiendo algo parecido a una insulsa conversación. Su voz era tibia, nada enmohecida. Luego le vi cruzar la puerta de madera en el muro de arbustos y sólo pude pensar: «¡Dios, enseguida lo verá!».
Mi segundo abordaje ocurrió una semana después y recibí el latigazo de una pregunta seca: «¿Por qué?». Un asombro, un gemido, una protesta de incomprensión, un angustioso mensaje que me hizo tocar la inaccesible condenación de su mundo.
Mi deseo de abandonarla a su suerte se mantuvo a lo largo de varios meses, un tiempo en que los partes nocturnos de la radio nos anunciaron que el presidente Aguirre estaba concentrando tropas en la frontera, listas para invadir España en el momento justo, que sería el del fin de la guerra con la derrota de dos de los fascismos y la gran ocasión de borrar del mapa al tercero y último. Eran simples grupos de gudaris supervivientes de antiguos batallones nacionalistas, comunistas, socialistas y anarquistas tras sus penosas odiseas por una Europa en llamas.
También, por entonces, tuve noticia de Tobías Campo y sus anarquistas, de los que nada sabía, como no fueran los informes de periódicos dando cuenta de la aniquilación de partidas de bandoleros —léase guerrilleros, maquis— en montes, sierras o valles de la geografía peninsular. Don Antonio, el encargado de mi sección en Altos Hornos, me llevó aparte y me dijo:
—Tobías aún vive. Sólo quiere que lo sepas.
—¿Dónde se esconde? ¿Lo ha visto usted?
—Me mandó recado con un obrero que sabe dónde está.
—¿Podría verle yo, podría hablar con ese hombre?
—Ya sabes algo. Deja las cosas así.
En aquellas circunstancias, el mensaje sonaba a despedida última. «Decidle al chico que aún estoy vivo». ¿Por cuánto tiempo? Ésta era la miserable realidad: ¿por cuánto tiempo?
Al día siguiente busqué al encargado por media fábrica. A la puerta de la enfermería esperaba la gran cola de siempre, compuesta por más desnutridos que enfermos o accidentados: el tratamiento era un vaso de leche con coñac. Don Antonio cortó mi petición:
—Ayúdeme a…
—Es muy peligroso verle. Cada vez más peligroso.
Don Antonio sabía leer en los rostros cuando expresaban una insobornable necesidad.
—Bien. Espera noticias mías —asintió gravemente—. Y chitón, que todavía no han desfilado las democracias por la Gran Vía de Bilbao.
Tobías Campo se ocultaba en los montes mineros con otros maquis. Eran pocos. Es decir, eran ya pocos, su exterminio tocaba a su fin. El encuentro sería un domingo en una mina abandonada. Alguien de la zona se me daría a conocer en La Arboleda para guiarme.
—Llévale estos farias. —Don Antonio se había hecho con una caja vacía de habanos para meter los suyos—. Suerte, ya me contarás.
No recuerdo qué disculpa le di a la madre y salí de Altubena a las ocho con la condición de regresar a las dos. Crucé la ría, el funicular me elevó a la altura de los montes mineros y llegué a La Arboleda antes de las diez. Paseé por la plaza observando los pocos rostros que había por allí, y enseguida vi acercarse a un minero de sesenta años y con un solo brazo.
—Ex minero —fue su sorprendente identificación, como si leyera mi pensamiento. Levantó el muñón que empezaba en su codo—. Tú y yo llevamos las placas bien a la vista. —Su mirada circundó toda la plaza—. No hay más cojos, tú eres el que busco. Sólo hay media hora de camino.
—¿Qué camino? —pregunté. No sospechaba nada, pero no me fié de mi propia confianza.
El hombre quedó suspenso.
—¿No vienes a encontrarte con cierta persona?
—¿Cómo se llama esa persona?
—Nada de nombres —gruñó, recuperando su aplomo. Silbó una carcajada silenciosa—. ¿Dónde acabaríamos tú y yo si me diera por pensar que eras el propio Franco disfrazado? —Apoyó en mi hombro su única mano—. ¿Quieres ver o no a un maquis cuyo nombre empieza por T y que el otro día me pidió personalmente que no te hiciera caminar demasiado aprisa?
—Diré a T que te regale un faria de los que llevo aquí —sonreí.
Durante la marcha oía fuertes estampidos de barrenos, los mismos que nos llegaban apagados a Getxo. Tardamos casi una hora por culpa de la recomendación de Tobías. «Puedo ir más aprisa», aseguraba yo al ex minero, quien parecía no oírme y no alteraba el paso. El manco y el cojo se cruzaron con una pareja de la Guardia Civil que apenas les hizo caso. El trayecto discurrió por suelo llano, primero carretera y luego camino. El último kilómetro fue por monte de hayas. Nuestras minas, las que engordaron con su mineral de hierro y sus jornales de hambre al selecto enjambre de egregias familias de Neguri, son de superficie, así que Tobías Campo no me esperaba en un túnel sino en una espesura de maleza cerrada. No estábamos en territorio del maquis, Tobías se había desplazado. Llevaba barba de un día y sus ropas eran más de ciudad que de monte, no le denunciaban como maquis. Nos contemplamos unos segundos y enseguida vino el abrazo. «Asier, Asier…», le oí roncamente. Mi bastón, olvidado, había caído al suelo, lo mismo que el paquete. Tobías me los recogió cuando yo aún creía que nuestros cuerpos no se habían tocado por sus ropas sino por sus pieles.
—Tu bastón… ¿Qué coño me traes en esta caja?
Era la misma cara tallada a cincel que recorría los pasillos entre bancos de ajuste vigilando nuestras piezas.
—Quiero unirme a vosotros… Es el mejor momento… El triunfo aliado está al caer, el país está despertando y hará falta gente armada que en las primeras horas se ponga a la cabeza de la rebelión popular…
Tobías agitó la caja de habanos en el aire.
—Son farias de don Antonio —dije.
—Buena persona el Antonio —dijo Tobías soltando el nudo de la cuerda y abriendo el papel y la caja. Eligió un puro y se lo llevó a los labios.
—¿Tienes fuego?
—No.
—Lo masticaré. Mis camaradas los quemarán cerrando los ojos de gusto.
—¿Qué es de ellos? ¿Y Sabina?
—Celedonio fue torturado, no cantó y dejó el pellejo. Leandro sí cantó, pero acabó lo mismo. A Ciriaco, el catalán, lo acribillaron a balazos a la semana de pasar al maquis. De los que conociste sólo queda Belarmino. Estamos con comunistas, ahora todos somos amigos. De vez en cuando caemos un par, pero también nos llevamos por delante a cabrones. Estos montes son nuestros… por ahora. Aunque sólo son unos pobres montes. Con el tiempo también tendremos que dejarlos, y…
—¿Sabina?
Tobías arrancó una yerba del suelo y desvió la mirada.
—Tifus. Nos prohibió durante semanas que la bajáramos de los montes para ser atendida. En un desvanecimiento la dejamos una noche a la puerta del hospital minero. Tocamos la campanilla y nos largamos. Días después, un enlace nos trajo la noticia de su muerte. Nos dijo que el médico había hecho por ella cuanto pudo y que su cuerpo estaba en el depósito a la espera de que alguien lo reclamase. También esperaba, oculta, la Guardia Civil.
—No pudiste verla más.
—No pude verla más.
El farias había quedado inmóvil entre sus dientes negros.
—No es justo —dije. Tobías se encogió de hombros—. Digo que no es justo que sólo unos pocos carguéis… ¿Por qué no me aceptáis entre vosotros? Siempre os lo pedí. Lo que hacemos unos pocos es de risa comparado con lo vuestro.
—Para ejercer de maquis hay que estar rebotado de la Guerra. Y nuestro fin todos lo huelen.
—¿Cómo puedes pensar eso cuando en la frontera hay batallones preparados para acabar con el franquismo nada más que ganen los aliados?
—Los aliados no moverán un dedo, lo saben muy bien los comunistas que tenemos con nosotros. «España es anticomunista activa, todo vale contra Rusia», dicen. Siento aguaros la fiesta.
Los ojos de Tobías lo lamentaron sinceramente.
—Os quedaréis solos. Ni aliados ni tropas en la frontera ni maquis ni hostias. Vuestra lucha será distinta y mejor: masa de pueblo rebelado, ciudadanos de toda especie codo con codo, una ola incontenible de libertad…, ¡miles y miles, calor humano haciendo germinar las nuevas semillas! Los maquis ya estamos fuera de la historia, somos cuatro gatos y tenemos frío. Tu misión será convencerles de que la verdadera libertad es el anarquismo.
Bueno, y apenas hubo más. Al preguntarle si sabía dónde estaba enterrada Sabina y recibir una respuesta negativa, mi ánimo sufrió otra merma: Tobías ni siquiera podría pensar en ella ante su tumba. Nos despedimos, es decir, nos dimos otro abrazo y entonces sentí el bulto de la pistola en el bolsillo interior de su chaqueta.
—¡Salud! —fue la última palabra que le oiría.
Recogí concienzudamente cada bronco centímetro del gesto cordial que dibujó su rostro, y exigió que fuera yo quien iniciara el regreso; él lo haría una hora después. Callé al ex minero, que se había mantenido apartado, que recordaba perfectamente el camino de vuelta y permití que se sintiera útil a la causa. En La Arboleda nos despedimos con golpecitos en la espalda.
Hacia el invierno de 1945 habían empezado a llegar excarcelados, supervivientes del Ejército vasco tras ocho años de barbarie entre rejas, hacinamiento, hambre, palizas, suciedad, enfermedades y sacas nocturnas con destino a las tapias del cementerio de turno. Eran espectros de difícil reconocimiento. Los de mejor suerte tardaron años en recuperar su identidad de hombres; nunca les desaparecieron las huellas de vencidos y humillados. Volvieron a esgrimir martillos, layas, limas, hoces, paletas, hachas, plumas y lapiceros, cinceles, reglas y plomadas de sus antiguas profesiones, y, por mucho que las añoraran, no encontraban postura. Nunca volverían a ser lo que fueron. Sin embargo, el reencuentro de las generaciones del frente con la mía resquebrajó lentamente el alargado fatalismo y empezó a vislumbrarse la recuperación de las riendas del propio destino; no, todavía, con especial furor, ni siquiera ánimo, sino porque alguna vez había que empezar a creer en ello. Se vivió un principio de rudimentaria reorganización de los partidos, y la cuadrilla, el fin de la particular lucha resistente: Juanto, Joseba y Petaca entraron en la órbita del PNV y Perico Orejas y Pachín Arana en la de los socialistas.
Y, sin una tregua para mí, el omnipresente Jauregui: Josefa y Nerea gestando al monstruo en que ya se habría convertido Ismael, condenadas a no darle a luz jamás, excepto el fugaz aborto involuntario y ajeno a ellas con que se me condenó. Al cabo, tuve con Nerea un encuentro mudo en la playa alrededor del cadáver del mayor de los tollos visto por aquí hasta entonces, no faltando quienes le calificaran de tiburón, y quizá lo fuera; ella y yo en los extremos del diámetro del gran corro de curiosos que no se cansaba de mirar las enormes fauces. No se cruzaron nuestras miradas, aunque estoy seguro de que me vería antes de volverse y alejarse. «Es bueno que aún puedan interesarle cosas de fuera de Jauregui», pensé. Y a éste siguió otro pensamiento: «Habrá venido por orden de él, para que luego le cuente». Y también pensé: «Debe regresar corriendo a contárselo, teme que el loco rompa el encierro y se precipite a la playa». Dos meses después ocurrió lo del gallo que saltó por encima del cierre de arbustos y cayó a mis pies: yo solía frecuentar aquellos parajes más de la cuenta. Lo atrapé. Me llegaron pisadas del otro lado de los arbustos. «Que sea ella», deseé ardientemente. Alcancé la puerta de tablas que en ese momento abría Nerea y le tendí el gallo. Me lo agradeció con la mirada. También me habló, congratulándose de la casualidad de mi presencia. ¿Se choteaba? «Imposible», pensé, «ni ella ni la otra recuerdan ya cómo es el humor».
—Quiero hablarte —solté bruscamente.
Fingió sorprenderse con un gesto torpe, había perdido el hábito de los coqueteos.
—¿Hablarme?
Hizo esfuerzos para subir a los ojos una chispa de malicia, fracasando. Sentí lástima por ella.
La llevaba tanto tiempo en mi pensamiento, había desentrañado su gran secreto, era tan parte de mi vida como su propio hermano, me consideraba tan única autoridad sobre sus cosas, que creí tener derecho a apabullarla con: «Vendré a buscarte el domingo para ir a la plaza», pero sólo le pregunté: «¿Irás a la plaza el domingo?». Y, de nuevo, su asombro, su gemido, la denuncia de mi incomprensión:
—¿Por qué?
Me sentí perdido. Sus esfuerzos por educarme eran tan conmovedores como inútiles. Mi intromisión en aquel mundo inviolable merecía una explosión, algo así como: «¡Déjanos en paz de una vez!». Sin embargo, ¿por qué no apartaba sus ojos de mí?
—Iré el domingo —me prometió.
Porque fue algo más que una notificación. ¿Debería alarmarme? ¿Habría dado ella esa respuesta a otro que no conociera su secreto? ¿Es que conocía el mío? Corté por no volverme loco.
El resto de la semana hasta el domingo se me hizo tan largo que me dije que ella también disponía de tiempo sobrado para arrepentirse. Pero estaba en la Campa del Roble a eso de las siete, en su periferia, en el mejor momento del baile, soportando el asombro general causado menos por su mera aparición que por el olvido de su luto, si ambas cosas eran separables. Bueno, no se trataba del luto de ocho años que arrastraba por su padre y sus tres hermanos, sino por sus prendas de un luto tan tímidamente aliviado que obligaba a pasar por encima del asombro de verla allí y preguntarse: «¿Pero no estaba de luto?», para luego escrutar esa ropa y advertir el leve cambio que difícilmente justificaba la presencia de una muchacha en un baile. El pueblo se congratuló de la vuelta a la vida de Nerea la de Jauregui, pero sólo yo sabía el enorme precio que pagaba por ello. «¿Qué andas?», le abroncaría la madre. «¿A la plaza un domingo a la hora del baile? ¿No sabes el aguaduchu que tenemos en casa? Hija única de Jauregui…, ¡claro que cogerás novio enseguida! ¡Ahí está lo malo! Y luego, boda. ¿Y luego? ¿Y luego?». (Al casarme con Nerea supe que el conflicto se verbalizó en términos parecidos). Y, naturalmente, sin olvidar a Ismael alineándose con la madre en los ataques a la hermana, estremecido ante la idea de meter en casa a un espía… Estas consideraciones me llevaron a la convicción del sincero interés de Nerea por mi humilde persona, y me avergüenzo de haberme esponjado por ser causa de la brecha que se abría en la losa. Cuando apareció el amor, mi fe siguió alimentándose de aquel coraje. Tanto para Getxo como para mí, aquello significó algo así como el final de la Guerra.
Cualquier cuadrilla de amigos es la primera en percatarse de que uno de sus miembros sale con una chica, es decir, es un desertor. Al empezar lo mío con Nerea, ni Juanto, ni Joseba, ni Petaca, ni Perico Orejas, ni Pachín Arana tenían novia o algo parecido. Sí la habían tenido en diferentes momentos del pasado, excepto Pachín Arana, que por entonces superaba los cuarenta años y su mente no estaba más desarrollada que la de un pulpo; y sí que le gustaba el otro sexo, le gustaba, digamos, de manera muy amplia, pues miraba con insistencia boba tanto a niñas como a ancianas.
Me sacaron el tema un domingo en La Venta.
—Yo no tengo nada contra las chavalas —empezó Petaca, claro—, siempre que no trinquen con estachas a un gudari libre.
Supongo que mis orejas purpurearon, aunque ninguno de ellos me miró. Se hizo el silencio. Una sola palabra de mis labios me delataría.
—Algunas chavalas son la hostia —añadió Petaca moviendo la cabezota.
—Todas están la hostia de buenas —afirmó profundamente Pachín Arana.
—No todas, pero las que no están buenas también son la hostia —dijo Petaca, metiendo el dedo en el vermouth para sacar la oliva.
—Para ti no se salva ninguna —me atreví a señalar.
Petaca no desaprovechó la ocasión de seleccionarme.
—Oye, que no he querido meterme contigo…
—¿Por qué ibas a meterte conmigo?
Y entonces sonó la carcajada y mis orejas ardieron.
—Tranquilo, el que más y el que menos también ha pasado por eso —dijo Perico Orejas—. Unos antes, otros después, todos al saco.
—Mientras no te agarren en la iglesia… —rió Juanto.
—Ellas no tienen la culpa, son mejores que nosotros —dijo Joseba—. Las amigas no se ríen de otra cuando se echa novio. Las cosas son así. Nuestras madres también fueron chavalas y se echaron novio. ¿Hubierais preferido que os parieran sin casarse?
—¡Para, para, la Virgen! —exclamó Petaca—. Bueno, el caso es que nadie pregunta a las chavalas si van con buenas intenciones, todas van con buenas intenciones…, ¡y ahí está lo jodido! ¿Por qué sólo se nos pregunta a nosotros si vamos con buenas intenciones?… A lo mejor aún no le ha preguntado a Asier si va con buenas intenciones, pero ya le preguntará…
—Abrid bien las orejas, alcahuetas: pasearemos por la carretera del molino esta tarde a las seis. Apuntadlo bien. Quiero ver allí vuestras narizotas asomando entre los arbustos.
Bebieron todos a una en un espontáneo brindis de celebración. Ya relajados, sus miradas perdieron la doble intención.
—Nerea la de Jauregui… —murmuró Perico Orejas—. ¡Quién lo iba a decir!
Petaca emitió un apagado silbido.
—¿Tenéis algo contra ella? —pregunté.
—Nada, nada —se apresuró a decir Perico Orejas—. Es que nadie podía esperar una cosa así.
—¿Una cosa cómo? —exigí.
—Tú y ella os habláis…
Juanto intervino antes de que yo replicase:
—Más bien ella… Al cabo de tantos años, nadie esperaba…
—¡La bichorrita joven y guapa sacó sus garras! —exclamó Petaca.
—Será mejor que salgamos de aquí —propuse. La Venta estaba llena, se me antojó que los más próximos estiraban las orejas hacia nuestro grupo. Perico Orejas pagó la ronda de vermouths y salimos. «Agur», nos despidió Luken Ermo. Torcimos a la izquierda, pasamos por el lado de la ermita y ascendimos el último tramo del paseo del Ángel que moría en la iglesia. La gente descendía de misa de doce. Fue vana mi esperanza de que se olvidaran del tema.
—Ocho años sin salir al escaparate son muchos años —dijo Perico Orejas—, y vas tú y la sacas. Eres un donjuán y nadie lo sabía.
—Estaba al alcance de cualquiera —dije.
—No sé —dijo Juanto—. Un bastón siempre hace elegante, lo hemos visto en el cine.
—Mi cojera no es elegante —gruñí.
A Juanto le entró un ataque de tos.
—Ni bastón, ni hostias —dijo Petaca—. Tenemos una chica a la que apenas se le ha visto el pelo en ocho años. ¡Ocho años sin marcarse un baile! Y, de pronto…
—A veces las cosas pasan así —dijo Joseba.
—¿Tú lo entiendes? —me preguntó Perico Orejas—. ¡Un lutazo de ocho años! Pensándolo bien, eran cuatro sus difuntos, a lo mejor multiplicó por cuatro un luto corriente y le salieron esos años… ¿Tú lo ves claro, Asier? ¿Te ha hablado ella del asunto?
Me enconché. ¿Había sido todo lo anterior un preámbulo para llegar a esto? Oh, sí, lo veía perfectamente claro, yo habría preguntado lo mismo en su caso. Los cinco estaban prendidos de mi respuesta. Sus palos de ciego nunca les acercarían al gran secreto, pero yo temblaba por haberles despertado el dormido interés por su vecina.
—Yo no os hago preguntas sobre vuestras novias, no se deben hacer —dije.
—Y nosotros tampoco te preguntaríamos sobre Nerea la de Jauregui si ella no… —empezó Juanto, pero Perico Orejas le corto:
—Lo que pasa, Asier, es que nos preocupas tú. Ésa es la verdad.
Los demás asintieron con la cabeza. Lo tenían hablado. Llegamos en silencio ante la iglesia. Se oía el órgano, aún se celebraba alguna función religiosa, seguramente un bautizo, pues en la explanada verde jugaban ruidosamente muchos críos mientras esperaban la lluvia de caramelos.
—Un poco de respeto —les recriminó Joseba. El, Juanto y Petaca frecuentaban últimamente al recién nombrado párroco (al jubilarse don Eulogio del Pesebre) don Pedro Sarria, a raíz de su incorporación al incipiente movimiento peneuvista. Los domingos ya se les veía por misa, incluso a Petaca, sin merma de sus andanadas orales, que eran su sangre, un simple estilo de narración.
La yerba estaba seca y me senté, apoyando la espalda en el tronco de una mimosa que había allí entonces. La cuadrilla me miró un tanto asombrada. Quise transmitirles que no estaba cabreado, por eso me sentaba, y además en medio de aquel alboroto infantil que rebajaría sus ataques, aunque finalmente no se sentaron en corro, como en la playa. Petaca silbó: «Ahí están los hijoputas», y vimos a la pareja de la Guardia Civil avanzando hacia nosotros desde la parte del cementerio. Me puse en pie. Para los guardias sería como si todo el grupo se hubiera puesto en pie, pues me habrían visto sentarme y esperado que los demás me imitasen, sólo que no les dio tiempo. Una reunión de más de tres personas era entonces delito y nosotros éramos seis y a punto de componer un grupo conspirador. Nuestra salvación pasaba por circular hacia otro mostrador: el poteo andante no estaba prohibido ni siquiera en grupo.
—A Tabernatxu —marcó Perico Orejas en voz alta y tranquila.
Los guardias nos vieron marchar sin alterar su paso. Tabernatxu estaba a medio kilómetro en la carretera a la playa de Azkorri.
—¿Qué pasa dentro de Jauregui?
La fulminante pregunta de Perico Orejas no se dirigió a mí, sino al escenario, al mundo en general. Se frotó la nariz, estaba nervioso. Pero apuntaba tan al centro del problema que temí supiera más de lo que yo creía. Sobre todo, esa palabra, dentro. Mi respuesta pudo pecar de demasiado precipitada:
—No pasa nada, pasa lo mismo que en cualquier casa.
—¿Cómo lo sabes?, ¿te lo ha dicho ella?, ¿te ha llevado a Jauregui para que vieras que ellas son como los demás?
Perico Orejas estaba muy seguro del terreno que pisaba…, o así me lo pareció.
—¿A qué viene tanto chismorreo ahora, después de ocho años? Hace mucho tiempo que todos se han cansado de mirar hacia Jauregui —dije.
—Nosotros también, pero es que, de pronto, apareces tú ahí…
—Raras —dijo Pachín Arana.
—¡Son más raras que el jodido gallo de la Pasión! —exclamó Petaca.
—Ni me ha dicho, ni se lo he preguntado. Es sólo una chica y nos gustamos. Nada más. ¿Es raro eso? —dije.
—Ocho años, ¡ocho años sin hacer vida normal, enterradas como topos! —exclamó Perico Orejas.
Topos, ellas, por extensión del gran topo Ismael. ¿Qué sabía?
—Raras —repitió Pachín Arana.
—Estarán mal del coco —dijo Petaca con la mayor suavidad de que fue capaz.
—Quizá Nerea esté loca —apuntó Perico Orejas—. Llevan ocho años viviendo sin hombres, el dolor les habrá hecho elegir esa vida. La primera en ponerse loca pudo ser Josefa, que contagió a la hija. O enloquecieron a la vez. Nerea sale contigo y se traiciona y traiciona a la vieja al empeñarse en ser normal…, al menos, los ratos que está contigo. Apuesto una ronda a que nunca te dirá que quiere llevarte a Jauregui…
—¡… donde la jodida vieja te esperaría con el hacha afilada! —soltó Petaca.
Me detuve y se detuvieron.
—Vosotros sí que estáis locos —dije.
—De cabeza a un avispero —dijo Juanto.
—Raras —machacó Pachín Arana.
—Algo raro hay en Jauregui —dijo Perico Orejas—. No sé si muy raro, pero sí raro. Se huele. No se abren puertas ni ventanas desde la muerte de los cuatro hombres, nadie de fuera ha vuelto a pisar esa casa…
—El viejo dolor sigue marcándolas —dije.
—Si quieren vivir así, allá ellas —dijo Juanto—. Y las puertas y ventanas las cerraron desde el principio. Por ejemplo, a Nerea le faltó tiempo para dar la noticia a la novia de Ismael de que se había quedado sin novio. Se la quitaron de encima en un momento y para siempre, rompiendo todas las amarras con el pasado. ¿Qué le dijo Nerea o cómo se lo dijo? Alodi no volvió a pisar Jauregui, no volvió a tener contacto con ellas.
—Sin embargo, pasaba a diario ante la casa, y el reparto de las leches no le obligaba… —recordó Joseba.
—Jauregui era mucho Jauregui, seguía vivo para ella —dijo Perico Orejas.
—Raras —oímos a Pachín Arana.
—¡Son la hostia! —exclamó Petaca—. No me gustaría estar en el pellejo de Asier.
—Fíjate en que no piensas como nosotros cinco, y antes sí pensabas —dijo Perico Orejas.
—No sabéis nada de mí ni de nada —dije—. Y si creéis que quieren llevarme para que les ayude en los trabajos… os recuerdo mi bastón.
Sí, fue un sentimentalismo barato, pero dio resultado. Petaca repitió «¡Son la hostia!», Perico Orejas se frotó la nariz y pasamos a hablar de política.
El fin de la guerra mundial fue el principio de nuestra esperanza. En los últimos años habíamos tenido un solitario contacto con el resto del mundo: Radio París. En el invierno de 1946 se montó Radio Euskadi en un caserío del sur de Francia, cerca de la frontera. Con puertas y ventanas cerradas, comenzaba el rito nocturno de las cabezas volcadas sobre la milagrosa caja de madera para escuchar una voz libre con el volumen al mínimo. Era como mirar una lejana boca de luz desde el fondo de un pozo. Palpitamos con las fluctuaciones de dos guerras, primero la nuestra y luego la grande, derrota de la República y victoria en la otra. Liberada Francia, en septiembre de 1944 la voz libre nos envió que acababa de fundarse la Alianza Nacional de Fuerzas Democráticas, integrada por el PSOE, Partido Republicano Federal, Unión Republicana, Izquierda Republicana, Esquerra Republicana de Cataluña, UGT y mis anarquistas del Movimiento Libertario y de la CNT. A comienzos del año siguiente, la voz libre nos habló del Pacto de Bayona. Era frenética la actividad del presidente Aguirre conciliando posturas antifranquistas al amparo de la legalidad del Gobierno vasco y de la República española; política criticada por sectores radicales nacionalistas, que le tildaban de españolista y propugnaban un frente nacional vasco sólo de fuerzas nacionalistas. En febrero de 1946, la voz libre y la ONU nos regalaron con algo obvio: que «el gobierno del general Franco, impuesto por la fuerza, con la ayuda de las potencias del Eje, no representa al pueblo español». Eran declaraciones sin efectividad que se olvidaban ante los verdaderos intereses de cada país vencedor. Se fue perdiendo la esperanza de una invasión armada, que habría traído la salida de las catacumbas de grupos resistentes. Cuando, finalizando 1946, la dinamita hizo volar por los aires el monumento al general Mola en el Arenal de Bilbao, Petaca me confesó con ojos chispeantes: «¡Hemos sido nosotros! ¡Ha sido la hostia en verso!».
Esperando esa intervención armada, que nunca llegó, la gente se agrupaba en fábricas y talleres a intercambiar ideas calientes y nuevas; desde los jornales de hambre y la represión incesante, fue creciendo la conciencia de alguna forma de rebelión. Los Aberri Eguna clandestinos generaban mensajes de libertad, que bebíamos de la voz libre de la radio. Y se puso en marcha la estrategia de infiltración en el sindicato vertical, aprovechando las elecciones a enlaces sindicales. El sindicato franquista único, inspirado en la ideología falangista de las Juntas de Ofensiva Nacional Sindicalista, ya existía desde 1937, en un intento de borrar la lucha de clases hermanando a patronos y obreros. En 1944, ante la inminente derrota de los fascismos y la urgencia de maquillar su régimen, Franco se sacó de la manga la figura del enlace sindical, votado democráticamente por el tándem capital-trabajo. La función de estos enlaces sería la de elevar a los de arriba las reivindicaciones de los de abajo, y negociarlas, pero no eran más que meros recadistas para llevar a los de abajo las resoluciones inapelables de empresarios y jerarcas del verticalismo. Buscaron un lavado de cara intentando incorporar al artificio a hombres prestigiosos del enemigo: un ministro de la República durante la Guerra, preso, pudo salvar el pellejo aceptando, pero se negó y fue fusilado; se llamaba Joan Peiró y era anarquista.
El paulatino corrimiento de velos fue descubriendo a mi alrededor identidades hasta entonces sumergidas en una masa trabajadora postrada. Todavía se fusilaba a diario en las prisiones. Resultó que, en Altos Hornos, cierto ajustador era, además, socialista, y cierto hornero, comunista, y cierto fundidor, nacionalista, y cierto laminador, anarquista. Eran mayores que yo y habían hecho la Guerra, valores que me achicaban, igual que ante Tobías. Fueron apareciendo nuevos militantes de partidos, entre ellos nueve anarquistas. Como tantos otros, eran ex presos, no habían tocado un arma desde el final de la Guerra y me aseguraron que ya no lo harían, que la lucha había de plantearse de otra manera. Yo, aunque no pertenecía a ningún partido ni había hecho la Guerra, era anarquista, y fue un honor que aquellos experimentados luchadores procedentes de otra época me permitieran actuar con ellos codo con codo. No era el único: todos los partidos tenían jóvenes de la nueva generación. Altos Hornos pasó de burdo incubador de lingotes a reguero de mítines más o menos clandestinos. Yo mismo hablé a manojos de caras incrédulas y expectantes. No me gusté, no estuve a la altura. En las dos o tres ocasiones siguientes lo llevé escrito para leerlo, pero era una irreverencia el enfriar así aquellos mensajes de libertad. Me volqué en la redacción de panfletos con puntos reivindicativos que se acordaban en asambleas cada vez más nutridas.
La nueva lucha partiría de la exigencia del cumplimiento del articulado del propio Sindicato Vertical, de modo que, en volandas de reivindicaciones laborales concretas, se llegó a perpetrar lo impensable desde la erección de la dictadura: la huelga. Fue la gestación de un hombre nuevo. El miedo, antes hermano de la humillación, ahora lo era del coraje extraído de un viejo armario. Las grandes empresas de Bilbao y la ría eran hervideros, e igualmente sabíamos de huelgas en otras zonas industriales de Guipúzcoa, Madrid y Barcelona. Se empezó a hablar de una gran acción de masas. 1931 quedaba muy lejos, pero en su 14 de abril se proclamó la República. En su aniversario, en 1947, se convocó a los trabajadores a una concentración en Bilbao, en la popular calle de San Francisco. Acudieron a miles. La policía, atónita, no intervino. El régimen no supo qué pensar. La oposición cobró nuevo aliento. Era posible.
Por entonces, don Antonio, el encargado, me pidió perdón por haberme ocultado el apresamiento de Tobías y los maquis en las montañas de las minas.
—Los fusilan mañana, a la hora en que hacen estas cosas. En Derio.
Aquella noche no pegué ojo. Salí en silencio de Altubena al amanecer y tomé el tren de obreros del primer turno. Luego transbordé al de Derio. Derio, más que un pueblo, siempre fue el cementerio, y en aquellos años lo había sido más que nunca con la utilización a destajo que le dieron los franquistas. Sus tapias conocieron los últimos temblores de las espaldas de miles de infortunados. Me despedí de mi amigo Tobías Campo desde la colina más próxima, sin estar seguro de cuál era su figura de entre las dos tandas que se alinearon ante el pelotón de fusilamiento.