Ha muerto Zenon Altube Gaztañerrota. Es febrero y hace frío. Ama y Zenon tendrán mucho de qué hablar en el cielo. Por lo menos, Fabiola enciende buenos fuegos en la chimenea. ¡Qué tiempos en los que ama visitaba con sus niños Altubena y Zenon bendecía la mesa! Confieso que últimamente la manta ha llegado a formar parte de mi atuendo, y lo mismo le ocurre a Román…, ¡es que disponemos de tan poca ropa! Sin embargo, ¡cuidado!, que nadie piense que Fabiola nos está pasando su locura; si nos echamos una manta encima, y a veces dos, es únicamente por no morir helados. Ella y Kresa nunca tienen frío, apenas recurren a una manta, sólo con tiempo muy crudo. Sus variantes son tres: desnudo total, sábana o manta. A veces, Román me susurra: «¿Qué va a ser de nosotros?», pues el hecho de cubrirnos con una manta, o dos, quizá encierre un significado alarmante, por mucho que nos fuercen a ello las malditas circunstancias. Fabiola me lo comunicó: «Ha fallecido Zenon», y había lágrimas en sus ojos.
—No sé si los demás críos de la escuela gastan tantos lapiceros como gastará el maestro —me dijo Fabiola hace dos días.
Y ahora veo a don Manuel cruzar la línea en otro tiempo cerrada por arbustos y subir el sendero.
—¿Quieres saludar a don Manuel? —digo a Kresa cuando pasa a mi lado en su trote olímpico alrededor de la casa.
—Buenas tardes —saluda don Manuel, observando a Kresa, quien no se ha parado y desaparece tras una esquina—. Qué bárbaro, qué pulmones.
—Es lo de todos los días.
—Ya me han contado.
—Si le mandásemos, pondría morros —dice Fabiola saliendo a la puerta secándose las manos con un trapo.
—Buenas tardes —dice otra voz don Manuel.
—Pase usted al calor —dice Fabiola.
—Buenas tardes —saluda por tercera vez don Manuel con la boina en la mano al descubrir a Román sentado ante el fuego y acurrucado bajo dos mantas.
Kresa ya tenía que haber dado la vuelta a la casa, se ha quedado detrás de ella. Los chavales siempre se echan a temblar cuando los maestros hablan con la familia. Yo también entro y cierro la puerta. Don Manuel parece no ver la banqueta que le acerca Fabiola y abre sobre la mesa una carpeta con papeles.
—Son del chico —dice.
Docenas de papeles llenos de garabatos de colorines. Por primera vez desde que ha llegado el maestro, Fabiola deja de mirarle y se fija en los dibujos.
—¿De Kresa? —dice.
—Lleva una semana dibujando tercamente lo mismo, una figura de hombre —dice don Manuel con una gravedad que no viene a cuento. Fabiola también le mira con expresión interrogante—. El color es rojo, rojo de sangre. Desde el mismo día que murió Zenon.
Fabiola y yo hojeamos más detenidamente los garabatos, que ya no me parecen garabatos, hasta el último folio.
—Una explosión de colores —dice Fabiola—. Ahora me explico mi ruina en lapiceros.
—Explosión de rojos —puntualiza don Manuel poniendo un dedo sobre uno de los monigotes más intensos.
—Sí, no me pide otro color, siempre rojo, siempre más rojo —dice Fabiola.
—Siempre más sangre —murmura don Manuel.
—Y, sí, desde la muerte de Zenon —dice Fabiola—, Kresa lo quería mucho.
—Es más que eso —dice don Manuel.
—¿Más?
—Una pérdida por simple muerte natural no se expresa con sangre.
—Ninguna de las figuras se parece a Zenon, puede ser cualquiera —digo.
—¿Cómo se van a parecer a alguien? ¡Sólo tiene siete años! —exclama Fabiola muy nerviosa. Mira a don Manuel—. ¿Y por qué no con rojos? Puede que no sean sangre…
—Se lo pregunté —dice don Manuel—. «¿Quién es?», le pregunté. Su respuesta fue rápida: «Zenon». Así que en esto no hay duda.
—Es un chiquillo con un fondo muy bueno y muy fiel —dice Fabiola sin poder ocultar su emoción.
—Queda la sangre —dice don Manuel.
—Es imposible que sea sangre, el carácter del chiquillo no es fúnebre sino alegre. Nunca ha visto a Zenon con sangre, ni siquiera le vio muerto —dice Fabiola.
—Fue testigo de la agresión que sufrió en el tren por parte del falangista —dice don Manuel.
—Por hablar euskera —remacho.
—¡Ocurrió hace dos años! —exclama Fabiola—. Y no hubo sangre.
Don Manuel levanta el rostro al techo y se aparta de los papeles y de la mesa y da pasos de ida y vuelta por la habitación.
—Eso es lo preocupante —dice—. Temo que también haya sido marcado. Y no está bien, no es justo. Él, no. Vino al mundo el mismo día en que acababa aquello en nuestra tierra… No lo sufrió. No vio sangre.
—Usted habla de la Guerra —susurra Fabiola.
—No es justo que a él también le haya salpicado hasta ese extremo… ¡y tan pronto! —exclama sordamente don Manuel.
—Sólo está impresionado por la muerte de su amigo —dice Fabiola—. Posee una sensibilidad a flor de piel, pero nunca había advertido en él nada… patológico.
—Ojalá me equivoque —suspiró don Manuel—. No me mire así…, ¡claro que deseo equivocarme!
—Yo también deseo con toda mi alma que usted se equivoque —digo.
—Que no sea así —dice Fabiola.
—No menos de tres generaciones destruidas —digo—. ¿Aún quieren más? ¿También quieren apropiarse de nuestra última generación de inocentes?
—Haremos todo cuanto esté en nuestra mano —dice Fabiola.
—¡Lo juro por ama, lo juro!
Ahora sí se vuelven hacia mí los dos, y Fabiola se me acerca y besa mi cara y dice:
—Le protegeremos juntos, ¿eh, Jaso?
—¿Quién echa más troncos a este fuego? —oímos a Román.
Fabiola revuelve los papeles de la mesa.
—Dejaré de comprarle lapiceros —dice.
—¡De ninguna manera! —salta don Manuel—. Que se exprese, que suelte el bicho que lleva dentro.
—Con más lapiceros engordaría ese bicho y convertiríamos al chiquillo en uno de nosotros —dice Fabiola.
—Ya es uno de nosotros —y don Manuel silba sin hacer ruido—, con la desventaja para nosotros de que no hemos sabido proporcionarnos ninguna válvula de escape…, como no sea el silenciar la radio cuando suena el himno nacional.
Fabiola va hacia la chimenea y echa más leña al fuego, y al verla lejos me atrevo a decir:
—Y eso que Kresa no sabe qué le haría pintar con auténtica sangre, la figura de alguien que yo me sé y que aún no ha muerto…
Antes de llegar a la última palabra ya tengo a Fabiola frente a mí lanzándome la peor de sus miradas. Ha venido como un rayo, pero lo peor es esta mirada. No me dirige una sola palabra, con la mirada me lo está diciendo todo. Cierro la boca con violencia para expresarle que la obedeceré a ciegas.
—Sólo quise que ustedes supieran lo que el chico hace en clase —dice don Manuel haciendo rodar la boina en sus manos.
—Espere. Traeré al chiquillo para que le despida —dice Fabiola.
—Ya me ve demasiado en la escuela —sonríe sin ganas don Manuel girando sobre sí mismo.
Me da por pensar mucho en el matrimonio, no en uno en particular sino en todos. Y más en el que me unirá a Andrea. Tengo tan cerca y durante tanto tiempo a Fabiola y a Román, que cómo no pensar en el silencio de los matrimonios, en cómo acaban. Otro buen ejemplo está en el matrimonio de ama. Y si husmease bien por los alrededores no faltarían más ejemplos. Lo que me pregunto es por qué un sacramento de Dios acaba pareciendo del diablo. Dios jamás debió jugar con las vidas de ama y de aita para que finalmente sus destinos se encadenaran en el matrimonio. E igualmente debo denunciar la mala pasada que les gastó a Fabiola y a Román. Dos matrimonios, dos silencios. Fabiola y Román no se dirigen la palabra, ni la palabra ni el gesto ni la mirada. Pero como en una convivencia ha de intercambiarse algún mensaje, ambos lo dirigen al grupo para que el otro lo recoja si quiere. Me refiero a voces como «A la mesa», «No es bueno dormir tanto», «Cuidado con el agua helada del pozo», «Habrá que vigilar que esas eskarras no suban hasta aquí y nos dejen sin conejos», «Si hay alguien cerca que me eche una mano», y cosas así. Esta última petición Fabiola tendría que habérnosla dirigido personalmente a Kresa o a mí, pues para ese hipopótamo el grupo sólo es un abastecimiento de comida, cama y fuego. Ama y aita ni siquiera se comunicaban así. Quienes critican a don Manuel por no casarse con la maestra, deberían mirar a su alrededor o mirarse a sí mismos. Si los maestros se casaran, adiós a las buenas charlas con que se regalan en la escuela. Pero mi matrimonio con Andrea será diferente, será todo lo contrario que un matrimonio.
—Que ese crío deje de dar vueltas como un molino, me canso sólo de verlo —gruñe Román, sentado bajo una higuera.
A pesar de ser septiembre, hace calor. Es media tarde y Fabiola se está preparando para bajar a la playa con Kresa.
—Jaso, ¿de verdad no quieres acompañarnos? —dice.
—Recogeré una fuente de uva de la parra —digo.
—Eso está bien —dice Fabiola.
Veo a Kresa, desnudo, calzarse unas alpargatas en chancletas. Fabiola le echará una pequeña sábana encima para el trayecto. No me importaría si no lo hiciera. Martxel nunca se habría escandalizado por ver desnudo a su sobrino-nieto. Me sorprendo admirando este armonioso cuerpo desnudo de ocho años. Por suerte, su desarrollo ha ido paralelo a mi incomprensible aceptación de la locura de Fabiola. Lo contrario habría sido catastrófico. Me refiero a que el pene de Kresa ha ido de menos a más, de ser un gracioso pingajito a concluir en un instrumento incuestionable. Si mis ojos hubieran chocado al principio con el lucido pene actual de Kresa, me habría cerrado en banda como un mojojón y en este momento no estaría contemplándolo con la mayor despreocupación y descaro. Cuando sueño con ama y me habla, no me amarga la noche. Yo tampoco le pregunto si ha dejado de renegar de Oiarzena. Oh, sí, en estas ocasiones somos como un matrimonio de silenciosos. Quizá el proyecto de Dios contemplaba el silencio final de los matrimonios. Pero me sangran las dudas. No soy nada sin Martxel. Por él estoy en Oiarzena, y si me trajo es porque sabía que algún día mis ojos no se cerrarían ante el instrumento de Kresa. ¿Y si la esperanza no estuviera en el retrato de Kresa por hacer sino en la actividad de ese instrumento?
—Póntela, que nos vamos —dice Fabiola saliendo de casa y entregando a Kresa su sábana pequeña.
Pero a Kresa no le dan tiempo a ponérsela dos figuras de negro que han aparecido silenciosamente al otro lado de los huecos entre los arbustos y nos miran, sobre todo miran a Kresa desnudo. Reaccionan al oír las preguntas de Fabiola:
—¿Qué desean?, ¿en qué les podemos servir?
Son dos curas, pero no de nuestra parroquia. Uno es joven, de unos veinte años, y otro mayor, de unos sesenta. El mayor lleva bonete y en el hombro del joven veo una correa de la que cuelga algo que oculta un arbusto solitario.
—Al padre Juan y a mí nos ha encargado el obispo la misión de localizar almas puras para nuestro seminario —dice el cura mayor—, y estoy viendo a un jovencito con la edad ideal para iniciarse en el servicio al Señor.
Están hablando de Kresa. Cuando don Eulogio del Pesebre sacó lo que ignorábamos que llevaba dentro, ama me dijo que entre los curas también los hay buenos y malos. De ningún modo podría Kresa servir al Señor en Oiarzena.
La propia Fabiola cubre a Kresa con la pequeña sábana y da la impresión de que sólo entonces los curas pueden apartar la vista de él, y es posible que, por primera vez, nos vean a Fabiola y a mí.
—¿Podemos pasar? —dice el cura joven.
Fabiola también ha tardado en reaccionar. Dice apresuradamente: «Por favor, pasen, pasen, perdonen», y ahora los curas están subiendo el sendero hacia nosotros. Kresa no se mueve ni cuando el cura mayor se detiene ante él y le pellizca un carrillo acompañándose de una mueca que muestra sus dientes sucios.
—Carne joven albergando una inestimable alma para el Señor —sonríe.
Fabiola ha sacado al portal dos banquetas y los curas se sientan. Lo que al joven le cuelga de la correa es un zurrón de cuero oscuro. Ambos se sacuden el polvo de los bajos de sus sotanas.
—Tendrán sed —dice Fabiola.
—Un poco de agua, si es usted tan amable —dice el cura joven, adelantándose a su compañero, quien dice:
—Sí, claro, agua, agua… Nada de vino.
Mientras Fabiola entra de nuevo, los curas nos miran a Kresa y a mí, pues hoy yo también llevo sábana.
—Visten ustedes como en la India… —dice el joven.
—India o no India, no es manera de vestir —dice el mayor—. ¿Tan pobres sois que no tenéis otra ropa?
No es cosa de contarle toda la historia. Sin embargo, parece que esperan una respuesta de mí.
—En días de calor los vuelos de la tela airean el cuerpo —se me ocurre decir.
—¡El cuerpo, siempre pendientes del cuerpo! —exclama el cura mayor dándose un palmetazo en el muslo—. ¿Y el alma? ¿Os habéis preguntado si esos trapos de escándalo ayudan a la salvación del alma? —Me mira con dureza—. Tendrías que ser más responsable a tu edad.
No sé qué decirle. Es sólo una de las muchas críticas que lanzaba ama contra Oiarzena. Pero aquí regresa Fabiola con una jarra llena y dos vasos. Los curas tenían sed, aunque el mayor vacía un solo vaso y el joven tres. La boquita de Fabiola está cerrada en un gesto de disgusto que no tenía cuando llegaron.
—Nada más lejos de nuestro pensamiento que enviar a Kresa a un seminario —dice—. Se llama Kresa.
—Pues nosotros estamos aquí para que lo penséis, para que lo piensen todas las familias que visitamos —dice el mayor.
—Familias pobres —murmura Fabiola.
—Sí, claro, como vosotros… La Guerra hizo estragos y, ahora, la posguerra… —dice el mayor—. Cualquier maltrecha economía doméstica recibe un respiro si se le alivia de una boca. El afortunado no sólo encuentra otro hogar donde alimentarse debidamente, sino que siente la íntima satisfacción de colaborar en la supervivencia de la familia que dejó. Sin contar la carrera que le damos, la cultura, el prestigio social que jamás habría adquirido trabajando la tierra o con un mal oficio. Es una solución redonda para chiquillos como el vuestro. Pensadlo. Pasaremos por aquí dentro de un par de semanas… ¿Cuántos años tienes? —y otra vez pellizca el carrillo de Kresa, que se aparta de él.
—Ocho —digo.
—Parece espabilado —dice el cura—. Podría llegar a obispo.
Fabiola les ha recogido los vasos vacíos y los ha dejado sobre la mesa, con la jarra.
—¿Y en todo eso dónde entra la vocación? —pregunta.
—¿Vocación? Yo te haría otra pregunta —dice el cura mayor estrechando sus ojillos—: ¿Qué fue de tantas vocaciones religiosas advertidas en edades tiernas y pronto perdidas? En una sociedad cristiana como la nuestra casi todos los niños quieren ser curas o monjas. Me consta. Debemos proteger esas vocaciones instintivas antes de que el mundo las destruya.
Ahora le toca al cura joven:
—Son contadas las deserciones en los seminarios, una o dos por cada cien, prueba de la bondad de nuestro sistema de captaciones. Siempre se ha hecho así en nuestras aldeas, donde la propia familia reserva al hijo más listo para cura. Es mi caso. Soy de Durango, de caserío. Lo resolvieron entre el párroco y la madre. Ahora tengo veintidós años y bendigo a ambos.
—A mí nunca se me ocurriría elegir por mi nieto —dice Fabiola.
Hay un cruce de miradas entre ella y los curas. ¿Qué leo en la expresión de Fabiola? No sé si me alegro o no, pero creo que los curas acaban de saber que han tropezado en hueso. ¿Con quién se alinearía ama, con su hija o con los curas? ¿Con quién me alineo yo? ¿Se permitirá en los seminarios la entrada de un pintor para hacer el retrato de un novicio? ¿Podría posar Kresa con la ropa adecuada? Ha sido un error de Fabiola confesar que es la abuela. El cura mayor la ataca por aquí:
—¿Sería posible hablar con los padres del chiquillo, con la madre?
—No están —dice Fabiola.
—¿No están? Estarán en algún sitio, regresarán…
—Nadie sabe cuándo podrán regresar. Están en Francia. Huidos.
—Lo lamentamos —dice el cura joven.
—¿Lamentarlo? Sospecho que con ellos nos iría peor que con su abuela —dice el cura mayor—. Son rojos. Sólo los rojos huyeron y no pueden volver. —Me mira. ¿Qué dice el abuelo?
—¿Eh? —y me entra un ataque de tos.
—No es su abuelo, es mi hermano —dice Fabiola.
El cura mayor hunde la mano y medio brazo en el profundo bolsillo de su sotana y saca un pañuelo para secarse el sudor de la frente, la nariz y finalmente las manos.
—Esto se pone duro —suspira—. No hay duda, padre Juan, de que hemos llamado a una puerta equivocada. Tampoco hay duda de que, entre las virtudes de esta familia, no figura la prudencia.
—No quiero ofender a nadie, sólo he dicho lo que pienso —dice Fabiola con tranquilidad. Calla, pero creo que no le faltan ganas de soltarles más frescas.
—¿Te parece poco, mujer? ¡Decir en estos tiempos lo que se piensa! Vaya, vaya… Anda con cuidado, aún vivimos tiempos de cruzada. No conviene echar fuera cuanto sube a la boca…
El cura joven se remueve en su asiento, se frota el dorso de una mano contra la otra y dice:
—Reduzcámoslo todo a la pregunta del señor obispo: «¿Tienen en la familia un buen muchacho con vocación de sacerdote?». Nada más. Y si lo tienen y no lo quieren entregar, también nada más. Eso es todo.
Se pone en pie para marcharse y mira a su compañero, y seguramente tendría que haberlo hecho al revés, pues el otro cura no sólo no se levanta sino que le lanza una mirada torcida.
—¡Que nadie me arrebate el derecho, ganado con sangre, de seguir combatiendo por la Iglesia y por la fe! —exclama.
—Lo último que deseo es herirle —dice Fabiola—. Yo no les he llamado, ustedes han venido a mi casa. Pero no quiero guerra.
—¡Si hay alguien que no quiere guerra soy yo! —El cura mayor ya está de pie—. Desciende de tu orgullo, hija mía. Olvida tus peligrosos pensamientos, por tu bien, y vela por el porvenir de este chico. —Se vuelve al cura joven—. No puedo marcharme dejándolo a merced de esta familia. —Se encara con Fabiola—. ¿Qué significan esos trapos que lleváis todos? ¿Qué significan, eh? ¡Y al llegar nosotros estaba desnudo, a la vista de cualquier vecino! ¿Qué religión sacrílega es la vuestra?
De nuevo mete la mano en su bolsillo y extrae algo pequeño. Es una caja de cerillas. Con un dedo desliza la cajita interior y saca una barrita de regaliz de tres centímetros y se acerca con ella a Kresa y se la pone ante los ojos.
—¿Te gusta? —le pregunta con su desagradable mueca que descubre otra vez sus dientes—. En el seminario tenemos muchos de estos caramelitos negros. Cógelo, es para ti.
Creo que Kresa no conoce el regaliz, en la escuela de don Manuel no hay. Lo toma de los dedos del cura, lo examina bien por todos lados y se lo mete en la boca y al punto lo escupe al suelo. El cura exclama:
—¿Qué raros sabores ingiere en esta casa para que vomite lo que entusiasma a la gente menuda?
—El regaliz no crece en los árboles —dice Fabiola.
El cura mayor se vuelve hacia ella.
—¿Los árboles? ¿Intentas decirme que le habéis inculcado las falacias de una secta que celebra misas negras sobre los árboles? ¿Qué habéis hecho con esta mente virgen?
—Transmitimos a los nuestros nuestras creencias. Los seminarios son fábricas de otras vocaciones —dice Fabiola.
Se hace un silencio en el portal. El cura joven vacila mientras vuelve a frotarse el dorso de una mano contra la otra, y acaba diciendo a su compañero:
—Es tarde, aún tenemos que…
—¡Que el Señor nos asista! —gime el cura mayor dejándose arrastrar por el joven.
—¡Uff! —dice Fabiola por lo bajo, recobrando el aliento. Se acerca a Kresa para limpiar su boca con el pañuelo que ha mojado en el agua de la jarra.
En las semanas siguientes no pasa un solo día sin que Fabiola se me acerque con lamentos:
—No debí decir esas cosas. Espero que no me lo tengan en cuenta. Prometí a sus padres cuidar bien del chiquillo y no sé reprimirme. Ellos no regresan por temor a las represalias y por no perjudicar a Kresa y yo me desahogo como una irresponsable.
—Sólo eran curas —le digo.
Lo sabe. No habló así ante los tres de la playa. Ni ella ni yo hablamos. Habría sido diferente si Benito Muro y los dos falangistas hubieran sido curas. ¿Comprendes ahora por qué no hablé, hermanita? Tú misma lamentas ahora haber hablado, y eso que no eran ni Benito Muro ni falangistas, sólo curas. Está claro que lo prudente en la playa fue el silencio. Pero ¡Dios!, ¿de qué le sirvió a la pobre Fabi? Sí, fue lo mejor. Ni Fabiola ni yo hablamos. En esto, ella y yo estuvimos de acuerdo. Y, en lo concerniente a los curas, también estamos de acuerdo. «No debí decir esas cosas», se me lamenta de continuo. Es como si dijera: «¡Jaso, qué bien hiciste callando en la playa!». De modo que asunto zanjado. Sí, asunto zanjado para siempre. Yo también digo: «¡Uff!».
Las grandes mareas de septiembre y octubre barren la playa hasta la misma base del monte.
—A ver si las olazas se llevan de una vez esas terribles eskarras —he oído en más de tres ocasiones a Fabiola.
Yo también las odio. Por el contrario, Kresa no parece tener nada contra ellas. Debe de ser por sus contactos esporádicos con el pequeño de Sugarkea, de quien nadie sabe qué le gusta o qué teme. ¿Hay que temerlas? ¿Qué pensaban los egipcios cuando Dios les enviaba las plagas? Ante tanto castigo no es posible tener paz interior. Grandes habrán sido nuestros pecados para merecer esto. ¿Acaso jamás fuimos los vascos para Dios el pueblo elegido? Ama nunca lo dudó, a pesar de vivir también tiempos horribles y de presentir los futuros. Aunque no es probable que entraran en sus cálculos las eskarras. Me rompo la cabeza pensando en ellas: ¿son realmente eskarras o qué son? Nadie conoció hasta hoy monstruos así; gente entendida asegura que pretenden colonizarnos. ¿Acaso no resulta escalofriante que seres acuáticos abandonen su elemento natural para invadir no sólo el que no les corresponde sino el habitado por la única especie con alma? No entiendo por qué las autoridades que ganaron la Guerra no emplean sus armas sobrantes contra el nuevo enemigo. ¿Se han cansado de matar y dejan la labor a las eskarras? Se tienen noticias de más ataques: sus pinzas cortaron como tijeras de acero la alambrada metálica de un gallinero y apresaron a doscientos pollos y gallinas, pero no los devoraron allí, se los llevaron a la playa para darse tranquilamente el banquete. En las casas más próximas a la costa apenas se duerme por las noches. Los perros han dejado de ser animales de defensa, sus dientes nada pueden contra las corazas y las eskarras los reducen fácilmente y los devoran. Dicen que una madre rescató de las mismas pinzas de tres asesinos al nene que le acababan de arrebatar de su cuna.
Sin embargo, el pueblo aún no ha llegado al terror, más bien está aturdido, sin creer del todo lo que pasa. Entre las historias que circulan, parece que algunas son verdad, pero se ha comprobado que la mayoría son falsas, y es lo que extiende un clima de confiada expectación, que seguramente hace crecer el riesgo. Yo mismo permito que Kresa y Fabiola bajen solos a la playa, quiero decir, sin mi protección, como sería mi deber. Le pido a Fabiola: «No le pierdas de vista». Y a Kresa: «Corre en cuanto veas alguna, no te hagas el valiente». Se ríe. Le pregunté si no le daban miedo, si tampoco tenía miedo el de Sugarkea. Me contestó: «¿Sabes lo que me dijo? “Kaka. Kaka. Kakay gogorandis”. Eso me dijo, y su mano apuntaba hacia el puerto de los barcos grandes». La ría y el puerto y nuestras playas, todo lleno de kaka. ¡Si todos hubieran puesto en sus industrias filtros y coladores como hizo ama en las suyas! Recuerdo nuestros baños infantiles en las aguas limpias de hace tantos años. ¡Kaka y profanación y muerte de lo creado por Dios y su sustitución por los monstruos! Continúo viendo a los dos batallones combatiendo entre sí en las madrugadas. «¿Los has visto tú?», pregunto a Fabiola. Y unas veces me dice que sí y otras que no. Un día en que vino Roque Altube con el paquete de alimentos, le hice la misma pregunta. Me miró con su cara de palo. «¿Ver los dos batallones?». Se dio la vuelta sin decir más. Pero le traicionó su propia pregunta, estoy seguro de que los ve. Mi teoría de las plagas se afianzó cuando tuve ocasión de hacer la misma pregunta a don Manuel. Tardó en contestarme, sin apartar sus ojos de los míos. «¿Usted también cree que los ve?», murmuró. «¡Los veo!», afirmé. «Pues yo aún no sé si los veo o los sueño», dijo, «para el caso es lo mismo».
—Ahí tenemos otra vez a los novios —digo a Fabiola.
—Es muy bonito ver un joven amor —dice ella.
Estamos sentados en el portal a la caída de la tarde del domingo. A Román le dolía el culo de tanta sentada y se ha ido a la cama. Kresa hace, dentro, los deberes del nuevo curso en la escuela.
—Parece que al sobrino de Roque Altube no le importa que le vean con esta novia —digo.
—¡Qué tontería! Con Alodi la de Aperena no se le pudo ver porque no era la novia —dice Fabiola. A ver si se le quita de la cabeza.
—¡Se descubrió al final! Qué calladito se lo tenía, pero al final…
—Fue terrible lo de Alodi.
Fabiola se tapa los ojos con la mano abierta y suspira. El año pasado, Alodi murió bajo la rueda de la carreta de Kelemen Larreko cargada de arena. Ocurrió frente a Jauregui, cerca de la playa. Allí estaban no sólo el propio Kelemen sino también Asier el Cojito. Kelemen sí tenía que estar, pero no Asier; sin embargo, estaba. Y, aunque pasemos esto por alto, queda lo otro, sobre lo que no es la primera vez que hablo con Fabiola…
—La abrazó, la besó, lloró sobre su cadáver. ¿Cómo llamas tú a eso? ¡La besó en la boca!
—¿Quién puede hacer caso de lo que contó un carretero estremecido ante el cuadro de la pobre Alodi aplastada bajo una de sus ruedas?
—Contó lo que vio, no tenía por qué inventarlo… ¡Asier la besó en la boca!
Fabiola mueve la cabeza, no tiene respuesta.
—Con frecuencia las cosas parecen lo que no son —dice.
Asier el Cojito y Nerea la de Jauregui. No vemos más que sus bustos, cien pasos más abajo, desplazándose al otro lado de un trozo de muro verde. Él no es mucho más alto que ella. Van sueltos, salen desde hace poco…, aunque tratándose del emboscado Asier cualquiera sabe. A la pareja le gusta estos lugares para pasear los domingos. Ahora pasan a la altura del portal y no vuelven la cara hacia nosotros, como en domingos anteriores. ¿Hemos de tomarlo a mal? No se nos ocurre ni pensarlo, a pesar de ser esta pareja la única que pierde una buena ocasión para espiarnos; el resto del pueblo siempre mira, no pueden resistirlo, Oiarzena ejerce sobre ellos una curiosidad malsana… que, por otra parte, no es de extrañar. Debemos agradecer esta indiferencia de Asier el Cojito y de Nerea la de Jauregui que nos libra a Fabiola y a mí de sentirnos una especie de atracción de feria. Caminan despacio, pero se me antoja demasiado rápido su paso por los huecos entre los arbustos, apenas me da tiempo a ver detalles: aunque no amenaza lluvia, Nerea lleva una trinchera blanquísima ceñida por un cinturón, y Asier un chaquetón de lana. El redondo rostro de ella contrasta con el afilado de él.
—Los viejos pueden ser cojos, no los jóvenes. No es justo —dice Fabiola.
La cojera de Asier es muy leve, pero le imprime un aire de desvalimiento. Pronto desaparecen de nuestra vista.
—Y luego, el entierro. Él se encargó de todo, habló con Efrén en la funeraria y hubo de convencerle para que el entierro pasara por el mismo lugar del accidente, dando una gran vuelta, desviándose mucho del camino al cementerio. ¿Por qué? ¿Simple capricho? ¿De quién? ¿Un deseo cuyo cumplimiento Asier hubo de prometer a Alodi en el último momento, para lo que tuvo que inclinarse tanto, acercar su rostro al de ella hasta rozarlo? —digo.
—¡Ahí tienes la explicación a tu beso fantasma! —dice Fabiola.
—No me distraigas —digo—. ¿Por qué saco lo de la promesa?… ¡Porque nada de promesa! Kelemen Larreko juró que ella no dijo ni pío… ¡La besó! Se supo novio hasta el punto de sentirse con la fuerza moral para suplantar a la familia de ella en los trámites del entierro.
—Sí, hubo algo raro en el asunto —reconoce Fabiola.
—¿Sólo algo raro? —digo—. Donde se produjo el accidente no es una encrucijada de caminos, pero es como si las brujas hubieran marcado el lugar. ¡Estaba maldito!
—Ya está bien de tonterías —dice Fabiola.
—Fíjate: allí no estaban más que Alodi y su burro con las cantimploras vacías tras el reparto de la leche, y Kelemen Larreko con su carreta de arena recién sacada de la playa. Nadie más. Excepto Asier, claro. Asier con la bolsa de la pesca. ¡Toda la carretera para ellos solos! Había sitio de sobra para que burro y carreta se cruzaran a distancia. Sin embargo… ¿En qué musarañas iba pensando Alodi para caer tontamente bajo la rueda? ¿Quieres saberlo? Yo te lo diré: ¡una musaraña llamada Asier, que se le acercaba! —digo.
—¡Qué tontería! —exclama Fabiola.
—El que sobraba allí era el carretero. Y tan era así que Alodi no vio ni carretero ni carreta: los novios iban al encuentro el uno del otro y el resto del mundo no existía para ellos —digo.
—¡Tonterías! Tú, Jaso, harías buenas novelas… ¡Un noviazgo secreto! ¡Qué ridiculez! —exclama Fabiola.
—¡Y bien secreto! Alodi no podía hacer otra cosa, le faltaba valor para romper la imagen de novia viuda de guerra que venía ofreciendo al pueblo desde la muerte de Ismael Jauregui, siete años atrás; ofreciendo a la familia de su novio y ofreciéndosela a ella misma. ¡La novia fiel! ¿Cuántos años de luto se había impuesto? Pero, al cabo, se enamoró de Asier, se enamoró demasiado pronto. ¡Sólo le quedaban las catacumbas! —digo.
—¡Tontería sobre tontería! —exclama Fabiola.
—¡No serían los únicos en tener que ocultar su amor! ¿Qué hicieron con Martxel y Andrea? —posiblemente grito. Fabiola se incorpora y extiende una mano abierta hacia mí rogándome silencio. «Por favor, por favor…», le oigo—. Su único lugar de encuentro era el cañaveral de Altubena. ¿Era justo que un gran amor como el de ellos hubiera de ser clandestino? Y, llevado por Martxel, yo, junto a la pareja sin igual, pues lo suyo tenía la blancura de la nieve, yo quedaba colmado con su felicidad. ¿Qué fue de aquellos maravillosos días, tan condenados? —«¡No sigas, por favor, no revivas lo que te hace tanto daño!», —oigo a Fabiola—. Un beso, dos a lo sumo en cada encuentro, no buscados ni por Martxel ni por Andrea, no deseados en la interminable semana precedente: se hallaban a merced de su amor, el amor mandaba despiadadamente sobre ellos, apenas eran responsables del beso o los besos, el pecado era de su amor. Luego, se miraban y acababan aceptándolo así, y ama también lo habría aceptado, no lo llamaría pecado, ni siquiera en el supuesto de haber contemplado lo que seguía: Martxel pedía a Andrea que me besara, yo retrocedía hasta el rincón más alejado de la choza de cañas, Martxel y Andrea reían, y Andrea venía a mí y yo no podía impedir que me besara en la mejilla y mi rostro se encendiera como un ascua… Aún resuenan dentro de mí las entrañables risas de Martxel y de Andrea. «Viviremos los tres juntos», decía Martxel. «Siempre juntos, hasta el fin de los tiempos». No decía: «Los tres, hasta que Jaso enamore a una muchacha y seamos cuatro». No decía eso. Siempre seríamos tres, ellos dos y yo. O Martxel y yo centrados en Andrea. ¡Dios!, aquel amor que no sería perfecto sin los tres…, ¿dónde quedó, dónde está ahora? —Siento las manos temblorosas de Fabiola frotando más que acariciando mis cabellos y mi rostro. Está de pie a mi espalda. «Chist, chist…», me susurra. «No debes atormentarte así, hermanito. ¿Por qué no volvemos al noviazgo secreto de Asier y de Nerea? ¿Sabes? Yo puedo aportar algo nuevo. Escucha: hubo otra casualidad, otra coincidencia increíble… Recuerda bien la escena: Alodi con su burro y Kelemen Larreko con su carreta… Y, de pronto, la tragedia. El que sobraba no era el carretero, como dijiste, sino Asier. Fue una coincidencia que pasara por allí. No le demos más vueltas… Y otra coincidencia: el caserío Jauregui a un tiro de piedra… ¿Por qué, precisamente, Jauregui, el hogar de su difunto novio, Ismael? ¿No te pica la curiosidad, hermanito?… Y una tercera coincidencia: ¿dónde vive Nerea, la novia de Asier?». Presiona con dos dedos mi nariz y la mueve. «Vamos, habla, sé que lo sabes. ¡En Jauregui! Quizá en aquel momento lo estaba viendo todo desde una ventana. No importa. El caso es que Asier empieza a salir con Nerea después del episodio…, no importa cuándo. ¿No es una extraña coincidencia? ¿Qué te parece, hermanito?»— ¡El maldito Asier, el maldito Asier, el maldito Asier…! —digo. «¿Maldito Asier?», dice Fabiola. Sus manos están paralizadas sobre mi cabeza—. ¡Traiciona a una novia exhibiéndose ahora con otra! ¡Maldito! ¡Traicionó a Alodi y al amor! ¿Dónde está el otro traidor, el que dinamitó el amor de Martxel? Lo buscaré por las cavernas más recónditas de mi memoria. Descartado yo, el cerco diabólico lo compone el resto del mundo, cosas, personas y acontecimientos. ¿Bajo qué disfraz se oculta el rayo que separó los destinos de Martxel y de Andrea? ¡No respiraré hasta desenmascararlo! —«¿Adónde vas?», oigo a Fabiola. Me he librado del contacto de sus manos al levantarme. Salgo del portal y ya sé adonde voy. «¿Adonde vas? ¡Vuelve! ¡Las cosas ya no son como te las imaginas! ¡Ese mundo que evocas ya no existe, hermano!», oigo a Fabiola. Sé dónde la enterramos. ¡Iré tanto contra hombres como contra elementos! ¡Todo se confabula, guerras perdidas y nunca acabadas con esos dos batallones combatientes, viejos odios, despojamientos inmisericordes, humillaciones, un pueblo abandonado de Dios, eskarras gigantes, moral perdida, amor traicionado…! Oigo a mi espalda los pasos de Fabiola, siguiéndome. Sé dónde la enterramos. En Getxo hay enterradas muchas escopetas, pero sólo un rifle de precisión, el mío. Lo enterramos Fabiola y yo, bajo las tinieblas de la noche, envuelto cuidadosamente en hules bien empapados en grasa. «¿Por qué corres así, no comprendes que me asustas?», oigo a Fabiola. Y también: «¡No te muevas del portal, Kresa!». Correré a Altubena empuñando mi gran rifle, ¡y que nadie intente impedírmelo! Barreré los obstáculos que me opongan el cielo, la tierra y los hombres. Esta vez, conseguiré a Andrea, pediré su mano y nos casaremos. La tumba de Adolfo, el rifle está pocos metros a la derecha, lo señala un terso canto blanco subido de la playa. La tumba, sin cruz, no sólo por no delatarla. Aunque sí flores. Me arrodillo y mis dedos se hunden en la yerba buscando la tierra a remover. ¡Mi rifle nos salvará a Andrea y a mí! ¡Que nadie se interponga entre Altubena y yo! —digo. «¡No, no!», oigo a Fabiola. Está a mi lado, también arrodillada y abrazándome. «¡Te matarán en cuanto te vean con el arma!». Se me han roto varias uñas, la tierra está seca y dura—. ¡Qué suerte la tuya que sabes quién te destruyó: ese elefante que ahora tienes en casa! ¿Quién me destruyó a mí? —«¡Basta, basta, levántate y regresemos!», oigo a Fabiola. Sus manos intentan sujetar mis antebrazos, tiene menos fuerza que un mosquito. Se rinde, nadie puede contra dos hermanos buscando a Andrea. La oigo llorar. Hasta que calla y llego a pensar que ni siquiera está a mi lado. He profundizado un palmo. Y sigo, sigo. Con frecuencia, la tierra que saco está teñida con sangre de mis dedos. ¿Por qué hemos esperado tanto, Martxel? No era tan difícil. «Yo te diré quién te destruyó», oigo a Fabiola. De modo que sigue ahí. Yo estoy a lo mío. «Te lo diré, mi pobre Martxel… Fue ama», oigo a Fabiola. «Apartó de ti a Andrea para siempre. Le bastó con recordar a los de Altubena el abismo entre las dos familias. Fue ella, mi pobre Martxel. Ocurrió hace cuarenta años, y Andrea…, atiéndeme bien, hermano…, es hoy abuela. ¡Lo siento, lo siento, lo siento, mi pobre Martxel!». ¿Qué me ha dicho la tontusca? Nada importante me puede revelar quien llama a su propio hermano con el nombre del otro, el difunto—. ¡Es imposible, te refieres a otra persona, ella nunca haría tal cosa! —digo o grito. «Lo hizo, lo sé. ¡Ama, nuestra ama!», oigo a Fabiola. Y añade: «¡Nuestra ama, Martxel, nuestra ama!». Oídos sordos a la tontusca.
—¡Venid a ayudarme! —exclama Fabiola.
Un momento antes Kresa estaba en el portal, pero ahora oigo su voz junto a mi oreja.
—Entre tú y yo lo llevamos, abuela —dice.
—No podremos, es grande, pesa mucho. Llama a Román —dice Fabiola.
—Está roncando, nosotros podemos, ya verás, abuela —dice Kresa.
Estoy en la cama, envuelto en la sábana. Fabiola moja mi frente con un trapo húmedo y Kresa me hace cosquillas en la planta de los pies con una pajita.
—Está abriendo los ojos —dice Fabiola.
No permitieron a ama concluir el último jersey que me hacía con sus propias manos. ¿Dónde estará? ¡Si yo lo conservara, aun incompleto…! En realidad, nada de ella me ha quedado, sólo su irreprochable amor. Hizo por mí más que lo que cualquier madre pueda hacer por un hijo. Sus dedos movían las agujas de hueso que dirigían la lana hacia uno y otro lado componiendo el acogedor tejido. Lana y ama: ya nunca me cubrirá su calidez. ¡Ama, ven!
Hace días pudo abandonar el cuarto. Salgo, sí, pero pronto regreso. Afuera encuentro a Fabiola trajinando y hablándome y nada me asegura que no me arrojará de nuevo a la cara el gran infundio. Regreso. Una vez al día se asoma Román a gruñirme que a él también le gustaría meter la cabeza bajo las mantas para ocultarse de la perra vida. No puedo sustraerme a las tres voces diarias de Fabiola llamándonos a la mesa, y es que al punto entra Kresa en el cuarto y me saca de la cama a empujones. «¡Vamos, arriba, que a uno le comieron las pulgas en su pulguero!». Es el comentario con el que Fabiola se suele referir, por lo bajo, a Román. El otro contacto con Kresa es cuando viene a hacer sus deberes sobre mi cama y ha de abrir ventanas y contraventanas para que entre luz, y pienso que es una maniobra que se traen él y Fabiola para ventilar el cuarto y que no me pudra.
Hace rato oí el motor de un automóvil y ahora pisadas de botas en el portal y unos golpes fuertes en la puerta. No es así como se presenta Roque Altube. Mis temores se confirman cuando oigo a Fabiola:
—¿Qué desean ustedes?
—Venimos a detener al chico por agresión a la autoridad.
Cosas así son las que pueden ocurrir fuera del cuarto del que yo no quiero salir.
—¿A qué chico? —oigo a Fabiola—. Se han equivocado de casa.
—Es imposible confundir Oiarzena con cualquier otra casa.
Es seguro que el portazo que me llega lo ha dado Fabiola ante las narices de los desconocidos. Lo malo es que la nuestra es una puerta sin llave y sin tranca, nunca las ha tenido. Por los fuertes ruidos sé que los desconocidos acaban de entrar por la tremenda.
—¡No tienen derecho! —oigo a Fabiola.
—Ahí está el chico.
Dos veces han pronunciado la palabra chico, vienen por él. Siento que es ama la que me empuja a salir del cuarto. Fabiola está de pie, tras la mesa, abrazando a Kresa. Los que han traspasado el umbral y están parados son Benito Muro y una pareja de la Guardia Civil.
—Agresión a la autoridad —dice Benito Muro tocándose la rodilla derecha—. Me la han abierto tres veces los médicos y nada se arregló. ¿Ve usted?
Se aparta de la pareja y da varios pasos de cojo.
—¿Ve usted? Cojo desde hace meses, cojo para siempre. Por culpa de ese mocoso. ¿Recuerda usted? En la playa, hace meses. No…, ¡ejem!…, no se le habrá olvidado. ¡Seguro que no! El golpe me lo propinó el mocoso en la rodilla. Aún oigo el ruido del hueso al partirse. Una agresión en toda regla, una agresión a la autoridad. ¿Es forma de educar a un nieto?… La verdad es que no podía esperarse otra cosa de alguien crecido en el libertinaje de Oiarzena. ¡Un nido de inmoralidad!… Nos lo llevamos detenido.
—¿Detenido? ¡Si es un chiquillo! ¿Adonde me lo quieren llevar? ¡No lo permitiré! —exclama Fabiola poniendo a Kresa a su espalda.
—No irá a la cárcel, ni a un correccional, como se merece —dice Benito Muro—. Irá a… ¿Quién anda ahí?
Uno de los guardias también me descubre y se precipita a mi encuentro y se me planta delante apuntándome con el mosquetón.
—Otro que tal baila —dice Benito Muro.
—¿Con qué derecho hacen esto? ¿Dónde está la orden del juez? —dice Fabiola.
—No estamos en una película americana —ríe Benito Muro—. Irá a un seminario, el mejor de los destinos en su caso.
Fabiola se aparta de Kresa y va hacia Benito Muro.
—Hace dos meses alguien se lo quiso llevar también a un seminario —dice—. ¿A qué están jugando? ¿Se han puesto de acuerdo los curas y usted?
Benito Muro estalla.
—¡Sí, qué cojones, nos hemos puesto de acuerdo! Y deme las gracias por haber elegido un castigo tan suave. El mocoso necesita una urgente educación cristiana, y, mire por dónde… ¡Oiarzena acabará teniendo un sacerdote! ¿No le hace gracia?
—Todo esto es ridículo —dice Fabiola—, no tiene sentido…, o tiene demasiado. ¡Es una venganza, una venganza personal de un hombre contra un niño que le tiró una piedra! ¿A qué tanta saña? ¿No le da vergüenza? ¡Aquello lo hizo un niño y los niños deben quedar fuera de las guerras!
Benito Muro levanta su pierna doblada por la rodilla y se la golpea.
—¡Y un cuerno! No fue una pedrada, el pequeño monstruo lanzó un ariete contra mi pobre hueso con sus inocentes manitas. ¡Cojo, señora, cojo para toda la vida!
—¿Dónde encaja en la nueva moral de España esta venganza contra un niño? —dice Fabiola. Mira al guardia que está junto a Benito Muro—. ¿Va usted a defender esta cobardía? ¡Es sólo un niño, un niño que acaba de empezar su segundo año en la escuela!
El guardia se limita a cambiar de postura sosteniéndole la mirada. Pero enseguida se mueve con agilidad para atrapar por la cintura a Kresa cuando intenta salir corriendo por la puerta.
—¡Suéltenle, es mi nieto y están en mi casa! —exclama Fabiola.
—No complique más las cosas —dice Benito Muro—. Quite al chico esa sábana y vístale de cristiano.
—Se trata de una broma, ¿verdad?… Bien, pues ya nos han asustado. Déjennos en paz.
—¡Cojones! ¿Cuándo va a entender que el chico es nuestro detenido? —dice Benito Muro—. Con sábana o sin sábana…, ¡afuera con él!
Es una orden para el guardia, quien levanta a Kresa por la cintura y lo saca al portal. Mi guardia me dice por encima del cañón de su arma: «Ni un movimiento», y le sigue.
—Se lo devolverán los curas cada verano se despide Benito Muro.
—Pero, pero…
Fabiola no acaba de creer lo que está ocurriendo ante sus propios ojos, y lo dice:
—Esto… esto es una pesadilla —y corre al umbral para no dejar de ver a Kresa—. ¡El chiquillo no quiere ir a un seminario, se lo dijimos a los curas que vinieron! ¡No me quiten a mi nieto, sus padres no están aquí!
—Sabemos dónde están —dice Benito Muro—. Les conviene no abrir la boca cuando regresen. Les tenemos ganas.
—¡Abuela! —grita Kresa, debatiéndose entre los brazos del guardia.
—¡No les creo! ¿Adonde me lo llevan? —grita Fabiola—. ¿Es otro de sus paseos?
—Nosotros no matamos niños —dice el guardia.
Varias manos cortan a Fabiola el paso hacia Kresa.
—¡A nadie se le puede obligar a ser cura! —exclama.
—Hicimos una guerra para regenerar España desde sus raíces —dice Benito Muro—. El chico aportará lo suyo desde el seminario.
—¡Abuela! —grita el pobre Kresa.
—Escúchenme, por favor… Esperen… He de hablar con alguien antes de que se lo lleven, esto debe ser sabido por más gente. Quiero conocer opiniones de amigos…
Está pensando en Roque Altube, quizá también en el maestro don Manuel.
—Se lo cuenta luego —dice Benito Muro.
—¡Esperen! —exclama Fabiola—. La ropa…
No sabe qué hacer para retrasar el robo. Entra en casa y tarda en regresar, y Benito Muro, sospechando alguna artimaña, a punto está de dar la orden de partida. Al fin, pisa Fabiola el portal con un envoltorio de prendas. Kresa se abraza a su cintura y ella se agacha para hablarle. Benito Muro y la pareja de guardias forman línea contra cualquier intento de fuga. Fabiola habla a Kresa tan bajo que no la oigo y seguro que tampoco la oyen ellos. Yo no me he movido, ninguna voz me ha llegado de ama para que intervenga. Y es raro, pues sabe que Kresa es la esperanza. ¿Querrá transmitirme que su camino de perfección necesita su paso por el seminario? Benito Muro toca con su mano un hombro de Fabiola para que termine y ella tarda aún quince minutos en vestir a Kresa con las ropas de la escuela, el jersey grueso de invierno y todo lo demás.
—Yo iré con él hasta donde le lleven —dice Fabiola con determinación—. Quiero ver cómo se queda, debo quitarle el miedo.
—Está bien…, ¡al coche! —ordena Benito Muro.
Fabiola se mira la sábana y dice:
—Me cambiaré.
—No perdamos más tiempo —dice Benito Muro—. Que la vean así y nos darán la razón.
Y así se los llevan, ama. Suben todos al automóvil negro y se van.
—¿Qué pasa? He oído voces —dice Román saliendo de su cuarto.
Es ya noche cuando oigo de nuevo el motor. No me he movido del portal en las últimas horas. Cuando Román me dijo: «¿No se cena hoy?», le dije: «Escarba por la cocina», y no supe más de él. Estoy seguro de que ama no ve con malos ojos la marcha de Kresa al seminario. Una sombra triste sube el sendero mientras se aleja el ruido del motor.
—Había otros chiquillos —dice Fabiola—. Ahora nos toca ponernos a trabajar para sacarlo.