Supongo que ni entonces ignorábamos que lo hacíamos por salvar nuestra dignidad, o parte de ella. Aunque transcurrieron meses antes de que empezáramos a movernos. Fue en octubre, al término de aquel verano, es decir, que constituyó una especie de arranque de curso. Para Perico Orejas y Pachín Arana, Petaca, Juanto y Joseba, los cuatro meses no representaron una espera sino una maduración; la espera la sufrí yo exclusivamente. El verano transcurrió sin apenas alusiones al asunto, y si las hubo nunca fueron traídas por mí. Les concedí tiempo, sin interferir en su propio ritmo. Mi actitud no habría sido tan pasiva de haber advertido un abandono.
Gracias a nuestras pequeñas reparaciones de mayo, el bote se comportó sin contratiempos todo el verano. Fue una buena temporada de jibiones, si bien más satisfacción me causaba el suave deslizamiento de la panza del bote, conmigo encima, por la superficie de la mar a impulso de los remos que yo mismo manejaba, en contraste con mi estancamiento en tierra con el bastón. Aunque cabíamos los seis, rara vez coincidíamos todos, pues nos bastábamos cuatro para arrastrarlo playa abajo, y, si faltaba alguno, siempre había por allí algún voluntario para echar una mano. Y aunque más peliagudo resultaba sacarlo del agua y subirlo a seco, de un modo u otro lo conseguíamos.
En su travesía hacia la acción, Petaca, Joseba y Juanto hubieron de vencer un obstáculo adicional: la inminencia de la mili, que, en cualquier caso, ya pesaba sobre ellos como una maldición. Perico Orejas se había librado por las gestiones de su tío cerca de un amigo coronel del ejército, alegando que sus ojos miopes necesitaban del sobrino para conducir la camioneta de la chatarra. Pachín Arana carecía de edad oficial, pero a la vista estaba que era talludito. Y a mí me clasificarían de inválido. Petaca consideró la cuestión bajo otro ángulo: «Lo mejor para no ir a ese cuartel de la hostia sería que nos agarraran pintando paredes». Lo dijo apenas una semana antes de que, con otra frase, no sólo diera por concluidos los cuatro meses de calentamiento, sino que desvelara la importancia que ya habían adquirido para él las pintadas callejeras, e incluso, en qué consistiría nuestro bautismo de fuego.
Dijo:
—¡Estoy hasta los cojones de ver en todas las paredes al hijo puta del gorrito y debajo el FRANCO FRANCO FRANCO!
En realidad, lo que propuso no fue pintar sino despintar, tachar a brochazos la inflacción de fotomatones que ensuciaban el pueblo desde junio de 1937. El que se conservaran tan intactos como los dejaran los falangistas otorgaba a nuestra operación un aire de gesta.
—¿Han hecho algo así los anarquistas en alguna parte? —me preguntó Joseba.
—Pues no lo sé, pero seguro que sí.
—O no —dijo Juanto—. Yo nunca he visto tachada una cara de Franco. Y si ellos no lo han hecho es que no es importante, y menos para empezar.
—Es un juego tonto —dijo Perico Orejas.
—¿Por qué?, ¿porque no lo han hecho los anarquistas? —exclamó Petaca—. Si vamos a andar con todo mirando si lo han hecho antes los anarquistas, me voy a casa. ¡Entre ellos y vosotros me estáis tocando los huevos!
—No se les habrá ocurrido —señalé.
Votamos y salió que sí. No recuerdo dónde estábamos reunidos, posiblemente en la mesa de un rincón de La Venta ante unos vasos de vino. Pedimos a Petaca que no pregonara con su vozarrón lo que tramábamos. De un suspiro a otro acabábamos de registrarnos en la clandestinidad. Miré a los ruidosos clientes de alrededor: ¿leerían en nuestros rostros? Los seis habíamos quedado en silencio tras la votación.
—Si los franquistas pusieron a su mono en las paredes, la verdad no sé por qué a nadie se le ha ocurrido quitarlo —dijo Perico Orejas, a pesar de haber votado que no, arrastrando únicamente a Pachín Arana.
—Si queremos hacer algo, menos que eso ya no se puede hacer —dijo Juanto.
—Una cagadita —asintió Perico Orejas.
—Tac —musitó Pachín Arana.
—No será tan poca cosa cuando nadie se ha atrevido —dije.
—Somos la hostia —aseguró Petaca.
Recorrió al grupo una ráfaga confortable.
En aquel encuentro se fijó, incluso, la fecha de nuestra primera operación: uno de los dos lunes centrales de aquel octubre, entendiendo que el lunes es un día casi inexistente, una abúlica transición entre una fiesta y el trabajo. Más difícil resultó elegir la hora. No todas sus acciones las realizaban los anarquistas al amparo de la noche, pero sí las pintadas, y entonces descubrimos una de las muchas ventajas que tenían sobre nosotros: no había entre los suyos nadie que les controlara sus movimientos; sus familias, o carecían de contacto con ellos o estaban en el ajo. A nuestras familias no podíamos irles con el «Estaré fuera un par de horas esta noche». Fue preciso dar con una hora viable entre la legalidad familiar y la legalidad de la resistencia, es decir, entre la salida de nuestros trabajos y la hora tope de reclusión en el hogar y que garantizara un mínimo de dos horas sin luz. Este espacio sería, en octubre, entre las nueve y las once. A pesar de que los hijos, en aquellos años cuarenta, eran más respetuosos con las normas familiares, no faltaban plantes que, de repetirse, creaban tiras y aflojas, de los que solía acabar triunfando el hijo. Por esta prueba estaban pasando Juanto y Petaca. Presumían de mayores y creo que les envidiábamos. Sin embargo, como resistentes no gozaban de más ventaja que los demás, pues ahora se trataba de ocultar nocturnidades incluso a la familia.
Aquella primera cita fue a las nueve en un extremo de la Avenida de Larragoiti, la columna vertebral de Algorta, que constituía, entonces, una exposición monográfica del arte falangista del retrato. Hubo puntualidad.
—¿Y si hay que correr? —oí a Perico Orejas clavando sus ojos en mi bastón.
Todos lo miraron con asombro, como si mi cojera hubiese nacido repentinamente.
—Pues corro —dije.
Los cinco me estudiaron de pies a cabeza. Añadí:
—Voy y vengo de la Escuela de Trabajo y de Altos Hornos y nunca llego tarde.
—Esto es distinto —dijo Perico Orejas. Temí que me mandaran a casa—. Te pones aparte, vigilando. Y silbas si ves algo. Y te escondes. Nosotros correremos y nos seguirán a nosotros.
Hacía frío y no se veía a nadie. En aquel tiempo, Algorta era más pueblo. Además, el miedo que se arrastraba de la Guerra pesaba lo suyo. Pachín Arana sostenía el bote de pintura con las dos manos y Perico Orejas la brocha. Sabíamos en qué primera fachada estaba Franco y dimos los pasos y nos detuvimos delante. Nunca lo habíamos contemplado desde aquella posición de fuerza. Fue un momento que recordaríamos siempre. Pachín Arana destapó el bote. Mi mano voló a la brocha que tenía Perico Orejas y tropecé no sólo con su mano sino con las de Juanto, Petaca y Joseba. Las retiramos como de algo que quemara y nos miramos y todo nos dijo que sería a Perico Orejas a quien le cabría el honor de dar el primer brochazo. Pero su mano no se movió y nos vimos examinados por sus ojos y comprendimos qué estaba evaluando. Petaca y Joseba tenían a sus padres en la cárcel, uno con treinta años y otro con pena de muerte. Asier tenía dos hermanos muertos. La brocha realizó un corto viaje hasta mi mano.
A lo largo de varios meses enterramos en tinta de jibión la mayor parte de esos fetiches que ensuciaban nuestras paredes. Al retirarnos aquel primer lunes, comentamos lo fácil que había sido; no lo bien que habíamos burlado a la policía —que no apareció—, sino la increíble sencillez con que se produjo el baile casi musical de la brocha anunciando el nacimiento del coraje. Cuando circuló por el pueblo la novedad, advertimos en las gentes algo así como un desentumecimiento. Escuchábamos: «Los acabarán cogiendo», «Son unos locos», «Alguien tendría que decirles que se queden en casa», «Acabaremos pagándolo todos». Pero de los escombros del concienzudo aplastamiento surgía la tibia esperanza sobreponiéndose a la incredulidad.
La trepidante emoción con que vivíamos las acciones no nos hizo descuidar la cautela. Espaciábamos las salidas entre quince días y un mes, confiando en que el enemigo se cansara de esperarnos. Purificado un barrio, elegíamos el siguiente en la otra punta del municipio. Durante un tiempo llegamos a sentir que Getxo se hallaba bajo nuestro control. Hasta que los falangistas empezaron a reponer a su Caudillo. Fue un golpe a nuestro exceso de euforia, y tardamos en comprender cuál era la naturaleza de la resistencia, cuál su verdadera fibra. Los plastones de los nuevos fetiches los colocaban junto a los tapados, de modo que la gente no podía evitar mirar a los dos, no podía olvidar que alguien estaba combatiendo a Franco con una brocha. Se preguntaba quién sería, o quiénes, y seguramente ya no se sentía tan derrotada.
—Necesitaban muy poco para levantar cabeza —dijo Juanto.
—Pero necesitaban algo —salté con presteza.
—Ya no podemos dejarlo —dijo Joseba.
—Hay que hacer algo más gordo que pintar —dijo Petaca—. ¿No ponen bombas los anarquistas?
—Creíamos que no querías ser un monito de imitación —dijo Perico Orejas.
—¿Ponen bombas o no ponen bombas? —se dirigió Petaca a mí.
—Sí, ponen, pero no es lo más importante que hacen dije.
—Manchar paredes lo puede hacer cualquier criajo de la leche —dijo Petaca—. Una bomba es otra cosa. ¿Te contaron cómo se fabrican?
—No.
—Pues tendrás que preguntar.
—¿A quién? Si andamos por ahí con una brocha y no nos han echado mano es porque no hemos preguntado a nadie cómo se pinta —dije.
—La bomba no es mala idea —dijo Perico Orejas—. ¡Un farmacéutico! Los farmacéuticos saben de esas cosas. ¿Conocéis a un farmacéutico de confianza?
Propuso buscar a uno a quien le hubieran fusilado a algún pariente. Pero era ir demasiado lejos. Les dije:
—Después de la bomba vendrá la pistola y luego el mosquetón y luego la ametralladora y luego un cañón… Ellos ya nos demostraron una vez que están preparados para esa clase de guerra.
—¿Qué coño de los cojones hemos empezado entonces? —bramó Petaca.
—¿Para qué clase de guerra no están preparados? —quiso saber Perico Orejas, mirándome.
—¿Aún no lo sabéis? En ocho meses con la brocha no hemos sufrido ni un rasguño.
—¡El gran hijo puta tiembla de miedo! —exclamó Petaca haciendo muecas.
—Le habrán llevado la noticia y él habrá preguntado: «¿Pero hay anarquistas en…, cómo se llama…, sí, Getxo? ¿Hay anarquistas allí? ¡Acabad con ellos!». Y le habrán dicho: «Es imposible. No se les ve. No meten ruido. Parecen fantasmas. Tapan la cabeza de Su Excelencia y desaparecen». «¡No desaparecen!», habrá berreado él. «¡Siguen allí, en la pared, cubriendo mi efigie! ¡Ellos son la mierda negra que usan! Todos los vecinos de…, ¿cómo se llama?…, sí, Getxo…, todos los vecinos de Getxo recibirán el mensaje y será el principio del fin… ¡Entregadles pistolas, a ver si cometen el error de dispararlas contra vosotros!… ¡No desaparecen, no! ¡Recobraré mi tranquilidad cuando disparen esas pistolas!… ¡No desaparecen, no desaparecen!».
—Tú tenías que haber sido un puto abogado —gruñó Petaca—. ¿También te dieron ese pico los anarquistas?
—¿Qué mensaje? —me preguntó Perico Orejas con la frente arrugada.
—Pues yo también puedo contar otro chiste de la hostia —dijo Petaca.
—¿Qué mensaje? —volvió a preguntar Perico Orejas.
—¿Qué mensaje? —repitió Pachín Arana.
—«Dejad que los de la boina me sigan haciendo cosquillas con sus brochitas de la leche» —recitó Petaca—. «Yo mismo viajaré a…, ¿cómo se llama?…, sí, Getxo…, a mirar por un agujero cómo se hacen los valientes. ¡Uff, qué miedo me dan! Sus pruebas de bueyes han acabado en pruebas de corderos. Les llevaré la Cruz Puteada de San Fernando. ¡Soy un Caudillo de la hostia!».
—Él nunca diría hostia —dijo Joseba.
—Bueno, bueno… —dijo Perico Orejas. No tuvo que volverse a mí—. ¿Qué mensaje?
—Joseba dio en el clavo —dije—: «Necesitaban muy poco para levantar la cabeza». Ahora ya saben que cualquiera de ellos podría estar borrando a Franco de la vista de todo el pueblo. Necesitaban este algo. Incluso nosotros seis lo necesitábamos. El mensaje no es sólo que alguien tenía que empezar, sino que todos teníamos que empezar.
—Pero con bombas se enterarían mejor —insistió Petaca.
—Creo que hasta los anarquistas las han olvidado —dije.
—¿Cómo se divierten, pues? —preguntó Petaca.
—Reparten propaganda con mensajes.
—¿Propaganda? —repitió Joseba.
—Papeles. Revistas. Los pasan de mano en mano o por correo.
—¿Quién les hace los papeles y las revistas? —preguntó Perico Orejas.
—Ellos mismos. Escriben en una hoja y luego hacen muchas en una ciclostil.
—¿Ciclostil? ¿Qué es eso? —quiso saber Joseba.
—Un cacharro para hacer copias entintando un rodillo y dándole vueltas a una manivela.
—¿No es mucho lío para nosotros? —dijo Juanto—. Hay que escribir un papel, o varios papeles si es una revista, y tener uno de esos cacharros… Hay que poner algo en un papel.
—Bueno, yo mismo lo escribiría.
—¿Para poner qué? Yo no sabría qué poner —dijo Joseba.
—Copiaría textos de unos libros que me pasaron los anarquistas y tengo escondidos en el suelo de la cuadra. Me los he leído todos…
—¿Y la ciclostil de los cojones? —exclamó Petaca.
—No sé dónde la podríamos conseguir, lo pensaré… Mientras, haremos las copias a mano, una a una. Sólo un par de docenas, para empezar.
—Un arado tiene mejor letra que yo…, aun escribiendo despacio —dijo Juanto.
Joseba, Petaca, Perico Orejas y Pachín Arana alegaron lo mismo. Seguramente no habían escrito una sola línea desde que dejaron la escuela.
—Lo haremos lo mejor posible. Si algunas hojas no se entienden, pues no se entienden. Mejoraremos con la práctica. Aunque el mensaje va menos en lo escrito que en el propio papel que se recibe. Estoy por decir que sería casi lo mismo repartiéndolos en blanco.
—¿Un papel en blanco? —se asombró Joseba.
—Alguien lo ha tenido que enviar, ¿no? Ése es el principal mensaje: saber que alguien quiere poner en marcha algo nuevo.
—Me gustaba más tapar a Franco con la hostia de siempre —dijo Petaca.
Les costó cambiar de procedimiento. Temí que perdieran la paciencia y lo mandaran todo al garete. No dejaba de resultar desconsolador imaginar el menguado espíritu resistente que acaso apinaran detrás de las hojas que leían embargados de esperanza. Elegimos escribirlas en nuestros hogares respectivos, más por comodidad que por soslayar la peligrosa centralización que hubiese supuesto una imprenta de amanuenses. Nos estrenamos con una tirada de treinta y seis hojas, seis por barba, y ese primer texto decía: «¿Queréis que unos hombres no opriman a otros? Pues impedid que tengan poder para oprimirlos». Entendí que era un buen texto como principio, nadie dejaría de pensar en Franco y en su poder asesino. Dudé entre firmarlos o no con Bakunin y acabé desistiendo, pues el nombre de su autor a nadie diría nada. Tiempo después comprendería que no sólo fue un buen texto para empezar, sino la piedra madre que sustentaba la ideología anarquista. Para entonces yo había leído la docena de libros que me pasara Tobías, páginas inevitablemente farragosas por su abundante material informativo, y me rompía los ojos a la luz de una vela tratando de extraerles su meollo. Este ejercicio me vino de perlas cuando hube de expurgar ideas de fácil entendimiento —o así lo creí— para nuestra propaganda, ideas sustentadas en su frase original o en amalgamas de mi osada cosecha:
Nuestro mayor bien es la libertad. Hoy, en Euskadi, somos esclavos. Nos matan, nos encarcelan, nos prohíben pensar. Pero esto acabará algún día. De cada uno de nosotros depende que acabe cuanto antes.
No tengáis miedo a la palabra revolución. Hubo una Revolución Francesa que dejó muy claro para siempre: «Todos los hombres son iguales y tienen los mismos derechos». Nosotros no somos iguales, unos tienen mucho y otros no tienen casi nada. La revolución lo arreglará.
Yo ignoraba entonces que jamás hará la revolución un pueblo esclavo de su historia.
Debemos colocar la justicia humana general por encima de los intereses nacionales y rechazar de una vez por todas el falso principio de las nacionalidades, inventado por los déspotas para oprimir mejor el principio soberano de la libertad.
El testimonio unánime de la historia de todos los tiempos y de todos los países nos demuestra que la justicia no se da nunca a los que no saben tomarla por sí mismos.
Las redacciones se fueron haciendo más extensas a medida que mis amigos aceptaban en silencio el incremento de trabajo. Estallaron cuando les pasé uno mayor, fruto de mi ofuscación anarquista; me refiero a que cometí el gesto menos propagandístico al entregar a Getxo aquel panfleto herético para el que no estaba preparado y que seguramente no se merecía. Lo único que me excusa es que yo creía en ese texto:
El gran siglo XVIII afirmó al hombre y negó a Dios. Comprendió que para romper todas las cadenas del hombre, para devolverlo a la libertad, era preciso destruir todos esos fantasmas religiosos que, desde que existe una historia, han servido de pretexto a todos los tiranos y de medio para desmoralizar, para someter y explotar a la humanidad. El que quiere a Dios, quiere la esclavitud de los hombres. No hay término medio. La existencia de Dios implica la abdicación de la razón y de la justicia humanas, es la negación de la humana libertad y termina en una esclavitud. Si Dios existe, el hombre es un esclavo. Si el hombre es inteligente, justo, libre, Dios no existe. Es imposible salir de este círculo.
—¡Es más largo que la hostia! —exclamó Petaca cuando saqué el folio del bolsillo y lo abrí ante todos.
—A veces, me sale así —dije.
—Para algo están las tijeras —dijo Juanto.
—Me despierta por las noches el dolor de la muñeca —dijo Joseba tocándosela.
Para entonces, la tirada había pasado de treinta y seis a sesenta hojas, diez por barba, labor a cumplir en un par de días, es decir, noches, pues no a otra hora podíamos realizarla en secreto. Y siempre resultaban cortas dos noches, los deberes se me entregaban tarde y el reparto nunca podía ser quincenal, según lo acordado en un principio. Perico Orejas no me dio ocasión de quitarles el susto: al recoger el folio de mis manos no fue sólo para comprobar su extensión sino para leerlo. Y lo leyó en silencio.
—Esto es una barbaridad —se lamentó—. No pretenderás sacarlo en Getxo.
—¿Qué dice? —preguntó Juanto.
Perico Orejas lo leyó en voz alta, y sólo al escucharle comprendí que era realmente fuerte.
—¡La hostia! —exclamó Petaca—. Me gustaría ver la cara del cura cuando lo lea.
—Hay cosas que no pueden decirse en público —murmuró Joseba.
—Pueden pensarse pero no pueden decirse —expuso Juanto.
—Una cosa es ir contra Franco y otra atacar a nuestras familias —dijo Perico Orejas.
—Tu padre es socialista —le recordé—, y no se asustará.
—Pero su madre no es nada, es de misa diaria, y a una abuela hay que tenerle más respeto. Y aunque mi madre sólo es de misa de domingo, también debo respetar su religión. ¿Así hacen la revolución tus anarquistas, quemando iglesias?
—Las iglesias no las quieren quemadas sino vacías. Quieren hombres libres fuera de las religiones.
—Yo también tengo en casa gente mayor que va a misa —dijo Juanto.
—Y yo —apoyó Joseba.
—¿Quién cojones no tiene viejos en casa? —agredió Petaca.
—¿Aún creen en algo con tu lenguaje de carretero? —Recorrí sus expresiones, que eran más bien confusas—. Parece que todos estáis de acuerdo en tachar con trazo rojo este papel. ¿Tenéis conciencia del alcance de semejante acción? No sólo os convertiríais en censores, ¡sino en censores de vosotros mismos! Peor que Franco, cuya censura es para los demás, no para él. —Los miré uno a uno con dureza—. Porque vosotros pensáis lo mismo que yo de las religiones. Entre otras cosas, no pisáis la iglesia…
—No se trata de nosotros sino de nuestros viejos —dijo Petaca.
—Todos tenemos viejos. Yo, un abuelo de noventa años. Y la madre —indiqué.
—¿Y no te importa ofender sus sentimientos? —preguntó Perico Orejas.
—Los anarquistas te han agriado —dijo Joseba.
—Ahora sé que nunca seré anarquista —aseguró Perico Orejas.
—Ni yo —coreó Pachín Arana.
Miré a los restantes… y tampoco serían anarquistas.
—Entonces, ¿a qué coño estoy jugando con vosotros? —exclamé.
—Jugamos a tocarle los cojones a Franco. ¿Te parece poco? —recordó Petaca.
—Hasta hoy íbamos bien con la propaganda… —señaló Juanto.
—Os pasa por desconocer lo que es la revolución —les acusé—. ¿Sabéis una cosa? Que sois anarquistas sin saberlo.
—¿Te crees anarquista porque te han contado cuatro jodidas mentiras y has leído cuatro jodidos libros? —lanzó Petaca.
—Todos somos anarquistas, unos sabiéndolo y otros no. Es más fácil de lo que pensáis. Somos anarquistas desde que nacemos. ¿Quién no sueña con ser libre?
—¡Dios! ¿A quién se le ocurre, a quién se le ocurre? ¡Dios, Dios!
Los dos me abordaron a la salida de la estación de Algorta. Los vi acercarse atropelladamente…, bueno, sólo la señorita Mercedes, pues don Manuel se limitaba a seguirla a dos pasos, sin participar de su excitación. Ella no habló hasta llegar a medio metro de mí, y lo que finalmente me dijo ya me lo venían diciendo los aspavientos de sus brazos e incluso las líneas quebradas de su rostro.
—¡Dios, Dios, Dios! ¿A quién se le ocurre?
La lógica de la escena requería palabras a gritos, pero la señorita Mercedes fue capaz de reducirlas de modo milagroso a susurros.
—¿Qué pasa? —balbucí, bastante asustado.
La señorita Mercedes sacó un pañuelito blanco de la bocamanga de su gabardina —era invierno— y lo pasó por sus labios. El gesto le permitió respirar varias veces en estado de reposo. De mi tren había bajado un par de docenas de viajeros.
—¿Qué pasa? —repetí.
La señorita Mercedes me indicó que la siguiera y recorrimos el andén contra corriente de los viajeros en retirada, con un don Manuel aborregado detrás. Nos quedamos solos en una esquina, y entonces ella se abandonó de nuevo a sus nervios. Agitó su dedo índice ante mi nariz como anunciándome que mi muerte estaba próxima. En sus funciones de maestra nunca me había amenazado con ese dedo ni con otro. Nunca la había visto tan fuera de sí. Mi desconcierto era mayor viendo a su espalda a un don Manuel paralizado.
—¿Qué pasa? —pregunté por tercera vez.
—¿Que qué pasa? ¡Los papelotes! ¿Te parece poco qué pasa? —Los susurros de la señorita Mercedes eran los más intensos que uno podía imaginar, y la misma intensidad se repetía en sus ojos demasiado abiertos, de modo que estaba sufriendo un gran desgaste, y el resultado fue que, de pronto, su dedo índice llegó a colgar, fláccido, de su mano… Claro, los papelotes. ¿Qué otra cosa podía ser? Pero ¿cómo habían sabido que…?
—¡Estás en peligro de muerte! ¿Te das cuenta, Asier? ¡Dios mío, en auténtico peligro de muerte!… Te sorprenden con los papelotes en la mano y cuatro tiros. ¡Esta gente no sabe de contemplaciones, aquí te cojo aquí te mato! ¡No más, no más!… Ahora mismo te olvidas de la locura. ¡Estaría bueno!… No me estás escuchando.
Yo no podía mentir a la señorita Mercedes, así que tragué saliva y cambié limpiamente de actitud.
—No lo entiendo. ¿Cómo…?
—Eres tan inocente que estoy segura de que llevas encima un montón de esas sentencias de muerte. Ahora mismo te vienes a casa, vacías tus bolsillos y arderá un buen fuego en la chapa… No me escuchas.
—¿Cómo…?
—Eso es lo de menos. Ahora tenemos que solucionar…
—No es lo de menos, es importante. Hay más gente metida en el asunto y he de saber dónde está el fallo.
—¿Más gente? ¿Quieres decir que no eres el único loco? Entonces, el peligro es mayor, a varios se les descubre más fácilmente que a uno. ¡A casa, a casa, antes de que lo compliques más!
Pero mi brazo no cedió al nervioso tirón de sus dos manos, y la oí suspirar:
—Que te lo diga él, que se lo guardó durante meses y meses.
Ni entonces salvó don Manuel los dos pasos que le separaban de nosotros. La señorita Mercedes giró el cuello para mirarlo, pero al punto regresó a mí.
—Tu letra —musitó—, los rabillos de tus oes y demás…
La culpable, pues, era la ciclostil que no teníamos… No, el culpable era yo, por depositar puntualmente en el portal de don Manuel los textos revolucionarios, entendiendo que él era de los que más los necesitaban, y no sólo por su pasividad política. «Quizá, la justicia social y la justicia con la señorita Mercedes sean la misma cosa», llegué a pensar entonces. Sin embargo, ¿por qué elegí para él las copias escritas con mi letra y no las de mis amigos? Fue pura torpeza, un descuido imperdonable tratándose de aquella especie de deberes que el alumno seguía entregando a su maestro, una letra de redacción que ese maestro tuvo ante sus ojos con regularidad a lo largo de no menos de nueve años. Que nadie piense que atribuí a mi letra una eficacia especial por encima de las otras. Fue, eso, un descuido imperdonable.
—Por suerte, la policía nunca te ha dado clases —dijo la señorita Mercedes—. Ahora, pregúntale por qué se lo guardó tanto tiempo. Sólo hace una hora abrió la boca. ¿Verdad que un hombre así desespera a cualquiera?
Desde el principio del encuentro, la señorita Mercedes habló en un tono por encima de su registro habitual, por lo menos; no se trataba de un volumen más alto, de histerismo, sino simplemente de algo que en ella sonaba a griterío. Creo que el más asombrado era don Manuel, de ahí su confusión, de la que también tenía que defenderse con esa distancia de dos pasos.
Al fin, me pareció oír su voz. Así fue, porque la señorita Mercedes le susurró ásperamente:
—A ver cómo resuelves esta otra clandestinidad: o te acercas o hablas más alto.
Don Manuel salvó los dos pasos.
—No quise que te preocuparas por algo que ya nadie podía parar —dijo. Me miró—: ¿Verdad que nadie podía, que nadie lo puede parar?
Asentí fríamente con la cabeza y él miró a la señorita Mercedes como pidiendo comprensión, y de nuevo, como tantas veces, me sentí un estorbo entre ellos.
—¿Llevas encima papelotes? —me preguntó la señorita Mercedes—. ¡Pues a casa a quemarlos!
—No, no llevo nada de eso encima —dije.
—¿De verdad?
Ella nunca me había hecho esa pregunta y, a pesar del turbión que la sacudía, se arrepintió inmediatamente.
—Bien, el caso es que habrá que ir a casa a hablar de todo esto.
—Creo que Asier no tiene ninguna obligación de darnos explicaciones —objetó don Manuel.
—Puedo pasarme sin sus explicaciones siempre que él escuche las nuestras —implantó la señorita Mercedes—. Debe acabar con esto.
Seguía estando desconocida: nos puso en marcha, haciendo que recorriéramos el andén en dirección a las barreras y a la entrada del callejón de su casa. Don Manuel se negó a pasar de las barreras.
—Yo no tengo nada que decir —masculló—. Me retiro.
La señorita Mercedes no controló su voz:
—¿No me ayudarás a convencerle?
Don Manuel me envió una mirada perdida.
—Infórmale a la maestra de la misión de concienciarnos a todos en que estás metido hasta las cejas. ¿O he de añadir perentoria, misión perentoria? Basta con posar los ojos en esos manuscritos para saber que llevan esa urgencia. ¿Cómo desentenderse de unas ideas capaces de traer un despertar?
—Me tiene sin cuidado lo que…
—¿Los has leído?
—Sí, los he leído —declaró oscuramente la señorita Mercedes—. Y para conservar mi prestigio de maestra debo señalar que los papelotes que recibo no llevan la letra de Asier. De modo que sí que constituyen un grupo, por lo menos son dos… ¡Qué barbaridad! ¡Qué locura! —Me palpó el grueso jersey de cuello alto—. ¿Seguro que no llevas ninguno encima? Me habría gustado quemarlos.
—Locura. Y sorpresa. ¿Es locura ese despertar? —silbó don Manuel.
No eran lugar las barreras para quedarse parado, pasaba gente y muchos nos saludaban, sobre todo a los maestros.
—Si ha de ser así, al menos mucho cuidado —me pidió don Manuel un instante antes de volverse para marcharse.
—¿Por qué ha de ser así? —exclamó sin ruido la señorita Mercedes—. ¡No me resigno a que sea así! —Y, literalmente, nos empujó a los dos al callejón. Pero, a medio camino, él pudo frenarla. Fue lo más que conseguiría la señorita Mercedes.
Entonces me atreví a preguntarles:
—¿Qué pensaron ustedes al recibir las primeras hojas? ¿Y después? ¿Cuál fue su reacción secreta?
—Mi respuesta no te serviría —dijo don Manuel—, desde la primera lectura supe quién estaba detrás. Mi reacción es la única que no te interesa. —Se quedó mirando a la señorita Mercedes.
—Pero algo tendría que pensar —insistí—. En algún momento hubo de olvidar quién escribió los textos y pasar a sus contenidos.
—Locura. Sorpresa… —deletreó don Manuel.
—¿Nada más?
—Sorpresa ante aquel despertar de locura. —Y su mirada profunda me envió la totalidad de su pensamiento, sobraron sus palabras—: De la pérdida de toda esperanza pasé a creer que algún día sería posible.
La señorita Mercedes permanecía en silencio con el pañuelito junto a sus ojos.
—Así fue, así fue… Dios mío —sollozó, repentinamente desinflada—. ¿Qué otra cosa se puede sentir en medio de tanta negrura? Al cabo, todo se me borró al aparecer Asier formando parte de esos papelotes…, ¿o ya no debo llamarlos papelotes? ¿Cómo resuelvo mi dilema? —Miró a don Manuel con manifiesta reprobación—. Préstame la mitad de ese hielo de tus venas que te permitió callar esta barbaridad durante meses. Ni siquiera se te escapó cuando fui a la escuela con el primer texto y te lo enseñé temblando y tú sólo dijiste: «Tengo otro igual en casa». Ahora comprendo tu desgana para compartir mi entusiasmo por aquel primer brote de una primavera…
«Gracias, señorita Mercedes. Gracias. Gracias», le envió mi pensamiento. Ella añadió:
—¿Y por qué el cambio? De pronto, me revelas…
—Era demasiado —barbotó don Manuel resoplando.
—¡Pues a mí siempre me pareció poco! —exclamó como una diosa la señorita Mercedes—. ¡Y también a aita!
—Te cegaba la emoción y no veías más…, suponiendo que los leyeras.
—¡Claro que los leía! Te lo dije. ¿Es posible que no me creas? ¿Olvidas que los comentábamos en los recreos? —Sí, parecía una diosa—. He visto llorar a aita con ellos en la mano. Luego quería que los quemáramos, pero los guardo bien escondidos… ¡y los toco de vez en cuando! Naturalmente, antes de saber que eran de Asier…
—Yo también los conservo —admitió don Manuel. Pareció una confesión extraída con ganchos—. La mano de Asier los convierte en historia nuestra.
—Con Asier o sin Asier… ¡son maravillosos! —exclamó entre dos sollozos la señorita Mercedes y me abrazó. Ella sí que era maravillosa—. Me gustaría saber cuántos sois en vuestro ejército de papel…, aunque me guardaré mucho de preguntártelo.
Seis no era un número lucido y temí desilusionarla. Le entregué otro, si bien al hacerlo yo miraba fijamente a don Manuel:
—Todos somos de Getxo. —Y añadí—: ¿Qué fue demasiado?
Estoy seguro de que él hubiera preferido no responder; al menos, no entonces, en aquel callejón y ante una mujer lanzada a un idealismo sin mácula.
—El último mensaje, el más extenso… ¿No es llevar demasiado lejos la libertad?
—¡La libertad no tiene límites! —exclamó la señorita Mercedes.
—Era toda una doctrina a favor de la muerte de Dios. —Don Manuel no me quitaba ojo—. ¿Qué pretendéis?
—Las revoluciones, o se hacen hasta las últimas consecuencias o no se hacen —dije.
—De modo que se trata de eso, de la revolución. Bien, bien… No he cesado de preguntarme en estos últimos años qué era de ti al otro lado de la ría. Creo que me voy enterando.
—Debe pensar o pronunciar la palabra Revolución con R mayúscula.
—Oh, sí, te entiendo… Gracias por intentar ponerme al día.
—No me crea insensible ante la ruptura de tantas cosas de todos nosotros, pues he de romper también con las mías. ¿No se da usted cuenta?
—El caso es que ya has roto.
—Creo que sí. Sí, ya he roto.
—No es preciso poner al mundo boca abajo para traer la libertad. En otro tiempo, conservando lo de siempre, nuestro pueblo tenía libertad.
—¿Se puede saber de qué estáis hablando? —preguntó la señorita Mercedes—. Si la revolución nos ha de traer la libertad, bienvenida sea la revolución, con mayúscula o con minúscula.
—¿Has leído como se debe leer alguno de esos papeles? —le arrojó don Manuel con muy poca consideración—. ¿Sabes en lo que hemos permitido que se convierta Asier?
—Los he leído todos y los he entendido. Asier no es para mí menos Asier por ser anarquista.
Don Manuel se quedó con la boca abierta.
—No sabes lo que dices —logró murmurar.
—Si son anarquistas los que sacan esos papeles, pues a lo mejor yo también soy anarquista.
Don Manuel tuvo que haber apinado a lo que se exponía.
—No sabes lo que dices —repitió sombríamente—. Asier pertenece ya a otro mundo, y ni tú ni yo nos habíamos dado cuenta. Era de nuestro mundo y ya no lo es. ¿Qué sabes tú de su nuevo mundo? ¿Simpatizas con esa ideología radical sólo porque Asier está en ella? Una revolución tan honda pide más reflexión… ¿Qué tiempo se le ha concedido a Asier para reflexionar? Tú y yo debemos pensar que ha sido un rapto a nuestras espaldas, a espaldas de Getxo, a espaldas de él mismo. La culpa es de esta maldita posguerra, los espíritus se desesperan y se pierde el norte… ¡Vaya salto! ¡Nada menos que la muerte de Dios! Demasiado… En ninguno de nosotros cabe un cambio semejante. ¡Tú, un Altube! —Se volvió a la señorita Mercedes—. Ayúdame a convencerle de que no es lo que cree ser.
—¿Por qué no dejamos ese problema para más adelante? —propuso la señorita Mercedes.
—¡Estamos hablando de Asier! —exclamó don Manuel.
La señorita Mercedes miró a nuestro alrededor antes de sacar del fondo de un bolsillo de su trinchera un papel meticulosamente doblado, lo tomó de una punta con dos dedos para desplegarlo y lo agitó ante nuestras narices. Ahora fue don Manuel quien ojeó a derecha e izquierda.
—Eres una irresponsable —le recriminó.
—Hacía mucho tiempo que nadie me hablaba de modo tan apasionado de libertad —afirmó tozudamente ella.
—¿Qué libertad?, ¿qué libertad para hacer qué revolución? La rápida lectura de unos escandalosos panfletos te ha cegado en un abrir y cerrar de ojos. No es ético explotar así a mentes indefensas —casi gimió don Manuel.
Luego me arrepentiría de atacarle con el tosco argumento de urgentes bautizos de recién nacidos en nuestras iglesias sin esperar a consultarles. La señorita Mercedes dejó escapar una suave risa y devolvió el papel a su bolsillo, diciendo:
—Formamos un grupo ilegal, nos van a detener.
—Pareces orgullosa de sentirte por encima de cualquier situación. No te conozco —expuso agriamente don Manuel.
Entonces ella experimentó otro cambio. Preguntó: «¿Y qué haremos tú y yo ahora?» con su acento más desvalido. «¿Seguir contando gaviotas? ¿Colaborar con Asier? ¿Cómo? Porque hoy empieza algo nuevo también para nosotros».
—¿Colaborar? —repitió don Manuel.
—Podríamos hacer de carteros… Recibo varias hojas, me quedo con una y distribuyo las demás entre personas de absoluta confianza. ¡Hasta un maestro contrarrevolucionario lo podría hacer si cierra los ojos! —La señorita Mercedes lanzó un suspiro ante la expresión que puso don Manuel—. O montamos tú y yo otra oposición. Escribiríamos manifiestos clamando por la libertad. Quizá nuestras carreras de tristes maestros llevaban años esperando algo así de nosotros.
—¿Qué diríamos a nuestras gentes que ya no sepan?
—¡Sabrían que alguien lo está diciendo! —silabeó cristalinamente la señorita Mercedes.
Era maravillosa.
Todo siguió casi igual para ellos y para nosotros; me refiero a que no pusieron en marcha ningún movimiento resistente, aunque la señorita Mercedes empezó a distribuir seis de las siete hojas que yo le entregaba —ya no fue Joseba el encargado de llevárselas, y además ella las recogía de mis propias manos y cambiábamos impresiones sobre el texto de turno; a don Manuel le seguí pasando el correo por debajo de la puerta—, y así se sintió incorporado a la lucha. Y, si de ella hubiese dependido, más se habría entregado. Por ejemplo, me costó apartarla de nuestra operación chatarra para crear un fondo de ayuda a presos y familiares necesitados, como lo tenían Tobías y los suyos. Se trataba de robarla por la noche con la camioneta de León Esnarriaga, pero sin León Esnarriaga, y elegimos la chatarra porque era un asunto que Perico Orejas dominaba bien. Pero resultó que no era lo mismo traficar legalmente con chatarra a la luz del día que robarla por la noche. Aunque la propia acción de robarla no entrañó dificultad: Perico Orejas nos guió a una gran fábrica del extrarradio con nula vigilancia y cargamos la camioneta con el menor ruido posible. Y sólo entonces nos dijo Perico Orejas y se dijo a sí mismo: «La hemos jodido. De noche no hay nadie en la chatarrería. Abren a las siete. Además, como reconocerán la camioneta, meterán el dinero en la cuenta de mi tío». Petaca exclamó: «¡Buena pringada de la hostia!». Y allí acabó nuestro negocio de la chatarra.
—Lo quitaremos de nuestros jornales —dijo Joseba.
—A ellos no se les ocurriría llegar a eso —aseguré—, pensarían de sí mismos que no les da más de sí el coco.
—Entonces no tendremos más leches que asaltar un banco de la hostia —propuso Petaca.
—No tenemos ni una mala pistola —recordó Perico Orejas—, y no es cosa de ir con escopetas de caza, que no pueden esconderse como las pistolas.
—Se puede llevar una escopeta escondida entre la pierna y el pantalón…, ¡nos ha jodido la marrana! —exclamó Petaca.
Nunca asaltamos un banco, pero, al menos, aquel día volvimos a tocar el tema de las escopetas. Convinimos en que para asaltar un banco había que tener la certeza de qué se era, si anarquista o comunista o socialista —quedaron fuera los nacionalistas—, y nosotros no lo teníamos muy claro. Ni siquiera yo; preferí mostrarles esa imagen y mostrármela a mí mismo, por si don Manuel tenía razón al decir que yo no era lo que creía ser. Una cosa era escribir y difundir textos anarquistas y otra asaltar un banco. A lo mejor lo que nos asustaba era la posibilidad de vernos de pronto con tanto dinero que no supiéramos qué hacer con él.
—Hasta hoy, todo nos ha ido bien —dijo Perico Orejas—, pero algún día puede perseguirnos la policía y sería bueno tener un refugio con armas donde defendernos.
Los demás no habíamos pensado nunca en un combate abierto contra el enemigo; a lo sumo, en engrosar su lista negra y sufrir torturas en comisaría. Si hablábamos de ello no era para sentirnos auténticos resistentes, sino simplemente realistas, y era yo el más interesado en transmitirles instrucciones sobre el particular escuchadas a Tobías, en especial la de no pasarse de valiente y aguantar los electrodos sólo un tiempo razonable. De modo que el infortunado cantaría nombres y direcciones y sería la hora de la desbandada, de la caída general. En tales situaciones, los anarquistas se refugiaban en casas secretas de camaradas, y como nosotros no querríamos comprometer a nadie, tendríamos que recurrir a los montes. Pero resulta que nuestros montes no son mundos remotos, los montañeros los pueblan en sus excursiones domingueras y sería ingenuo hacer en ellos de robinsones. Cuando Perico Orejas cerró la cuestión mencionando el viejo molino de Aixerrota, en La Galea, tuvo que añadir que no estábamos buscando un refugio sino unas simples paredes donde hacernos fuertes. Y añadió: «Y un lugar nada sospechoso para enterrar las escopetas». Así como la idea resultaba sorprendente para nosotros, también lo sería para el enemigo.
Verdaderamente, ¿a quién se le iba a ocurrir acordarse de nuestro destartalado molino para otra cosa que no fuera un revolcón con la novia o aliviar aguas mayores o menores? Sin contar con que las últimas casas construidas en esa parte de Getxo ya habían llegado hasta él. Su elección como torre de guerra convertida en trampa mortal confería a lo nuestro un color épico, que yo no estaba muy seguro de merecer. El incuestionable aliciente que ofrecía era el enterramiento de las escopetas. Porque se trataba de recuperarlas, de sacarlas de donde estuviesen para arracimarlas en el suelo del molino. Y aquí radicaba lo emocionante: contaríamos con una fundada excusa para desenterrarlas sin el permiso de las mujeres. Pero ¿dónde las habían metido? Perico Orejas, Pachín Arana, Juanto, Joseba, Petaca y yo llevábamos cinco años sin verlas; en realidad, no eran nuestras, sino de varones mayores de los que acabaríamos heredándolas. El enterramiento, o la destrucción sin más, de aquellas escopetas era, también, expresión del terror. Ni el más leve rastro de ellas pillamos en esos cinco años, lo que induce a sospechar que no pusimos el debido empeño, a la vista de lo que vino después. Empleando, unos, artes nobles, y otros, innobles, las escopetas pasaron a sus manos; quiero decir que, finalmente, yo abandoné la idea de hacerme con la de Altubena por una razón muy especial.
Disponía León Esnarriaga junto a su casa de una campa sucia donde amontonaba la chatarra, y contemplándole un día Perico Orejas trasladar hierros de un sitio a otro con el gran imán, recordó que más de la mitad de una escopeta se componía de hierro, y pensó que así como el hierro iba al imán, si el hierro no podía moverse sería el imán el que fuera al hierro. Pendía ese imán de una cuerda y una polea colgantes de una especie de horca asentada sobre una pequeña plataforma con cuatro ruedas, un tosco artilugio construido por el propio León Esnarriaga, todo él de madera, excepto el imán. Entre Perico Orejas y Pachín Arana lo manejaban con facilidad, y, a partir de cierto día, dedicaron más tiempo a localizar la escopeta que al traslado de hierros. Librada toda la cuerda de la polea, arrastraban el imán por la hierba o los suelos de tierra del cobertizo que hacía de garaje y del establo donde viviera diez años Cristóbal. Pronto quedaron descartados el cobertizo y el establo, no así la campa de la chatarra, la verdadera esperanza, pero donde el imán no acababa de detectar entre tanto hierro el hierro de la escopeta. Perico Orejas y Pachín Arana desplazaban los montones herrumbrosos de un extremo a otro, limpiando zonas que eran peinadas escrupulosamente, incluso con auténticos peines artesanos, para no confundir al imán. Si éste se resistía a abandonar un punto, se escarbaba, y, a lo largo de un mes, iban apareciendo tuercas, tornillos y viruta ensortijada. Perico Orejas apenas dormía temiendo que su tío hubiese enterrado la escopeta a una profundidad imposible para el imán. Pero la encontró en una sopa de grasa dentro de un ataúd de metal.
Para entonces, Petaca y Joseba ya habían localizado las suyas gracias a sendos procedimientos innobles: primero fue Petaca quien, al regreso de una visita al padre preso, mintió que había recibido de él el encargo de «echar un vistazo a la escopeta, a ver cómo estaba». La familia no pudo negarle el deseo y la abuela ordenó al nieto coger un caco y se fue con él al pie de los rosales del norte. En pocos minutos Petaca abría el agujero y acariciaba la escopeta por encima de su funda de grasa, sin quitársela, y dijo a la familia: «Le diré al padre que está bien y que la meteré en otro sitio». «¿Otro sitio?», gruñó la abuela. «Sí, la tierra removida llamaría la atención», dijo Petaca. La madre le clavó su mirada: «¿Dónde, si puede saberse?». Entonces Petaca se vengó de las mujeres: «Cuantas menos lenguas lo sepan, mejor». A la vista del éxito, Joseba copió la receta, engañó a los suyos con idéntica ruindad y nos mostró una escopeta protegida por tan poca grasa que necesitamos una semana para rascarle la herrumbre exterior.
Juanto no tenía un padre preso, hubo de improvisar otra cosa. Tenía observado que su abuela solía volver el rostro en la dirección del punto geográfico que se mencionara en la charla de turno. Por ejemplo, si salía a colación la playa, miraba hacia la playa; si un caserío o habitante de él, hacia ese caserío; si la carretera en la que el difunto hombre de la casa, Antón, salió a recibir a los Flechas Negras, pues miraba hacia esa carretera. Sólo en los viejos temas de la Guerra imitaban a la abuela la madre y la tía de Juanto, es decir, las tres volvían al unísono las cabezas. Juanto aún no creía del todo en esta unanimidad cuando pronunció intencionadamente la palabra escopeta. Los tres cuellos giraron sin remedio y, aunque las miradas no le señalaron a Juanto un lugar, sí una línea recta que partía de la cocina hacia el infinito. Dejó transcurrir unos días y comentó: «Con el tiempo seguro que se os acabará olvidando dónde la metisteis». «¿El qué meter?», preguntó la abuela. «La escopeta», pronunció Juanto con indiferencia. Las tres caras se volvieron para marcar de nuevo la misma línea. Juanto se metió en la cabeza de las tres mujeres y tropezó con la lógica elemental del mayor alejamiento de la casa, es decir, bajo el muro fronterizo de piedras sueltas, y más lejos la habrían enterrado de no correr el riesgo de perder la propiedad del objeto en favor del vecino. Sí, allí estaba. La desenterró una noche. Jamás dio cuenta de ello a nadie; sencillamente, se la quedó. Junto a la escopeta halló una bomba de mano, de la que también se apropió.
Mi relación con la escopeta escondida en Altubena fue distinta. Marcos había marchado con ella al frente, y cuando, en la rendición de Santoña, fueron desarmados los batallones nacionalistas, el italiano que se la recogió quedó impresionado por su ruego: «Cuídemela. No la raye. Límpiela y engrásela. Cuando pueda, la entrega a mi familia. Que me la guarde. Caserío Altubena, Getxo». Tales fueron las palabras con las que el soldado italiano puso la escopeta en manos de la madre en julio de 1939, ocho meses después del fusilamiento de Marcos, insistiendo en que ésas fueron las mismas palabras que salieron de aquellos labios taciturnos. «Fue como si me entregara a su propia hija», aseguró el italiano. «Yo también soy cazador, pero nunca había visto una devoción semejante. Estábamos en guerra y no me fue fácil retener a mi lado la escopeta, pues desde el primer momento me juré cumplir el deseo de aquel ejemplar cazador que seguramente moriría en breve». La madre recibió la escopeta —tan reluciente y cuidada como por el propio Marcos— con la emoción consiguiente. Fue una escena lenta y muy silenciosa. Vi cómo la madre abrazaba y apretaba la escopeta contra su pecho y la oí murmurar las mismas palabras de Marcos traídas por el italiano: «Cuídemela. No la raye. Límpiela y engrásela. Cuando pueda, la entrega a mi familia. Que me la guarde. Caserío Altubena, Getxo». Fue una estatua llorosa durante varios minutos. El italiano, que marchaba de permiso a su tierra, se despidió, recibiendo de nosotros un degradado agradecimiento achacable a la angustia. La madre sacó de casa el vacío y barnizado estuche de roble en el que Marcos guardaba su escopeta y se pasó el resto del día embadurnándola de grasa, envolviéndola en un sudario de lona e introduciéndola con delicadeza en la caja. «Ven», me dijo, ya de noche. Y ella y yo nos dirigimos a pasos de entierro a la huerta y abrimos con la azada una fosa de medio metro de profundidad. Yo fui el único de mis amigos que supo dónde estaba enterrada la escopeta de la casa, pero también el único que no podía perder por segunda vez a un hermano.
También de noche enterramos las cuatro escopetas en el interior del molino, y junto a ellas cartuchos y la bomba de mano. Lo que quedaba del molino era un cono truncado y vacío de cuatro metros de diámetro en la base, un muro de piedra de un metro y en él una abertura que hizo de puerta en su tiempo, y algún angosto ventanuco que usaríamos como aspillera si llegaba el caso. En las semanas siguientes vigilamos casi a diario la regeneración de la yerba sobre los enterramientos. El jarro de agua fría lo arrojó Perico Orejas sobre nuestra excitación al recordarnos que en un sitio de guerra sobran armas y municiones si faltan agua y alimentos. Mi primer impulso fue enterrar botellas y laterío. ¿Por qué finalmente no se llevó a cabo? Quizá lo explique el abismal grado de motivación existente entre ellos y yo.
En mayo de 1944, una tarde, empezó a congregarse en La Venta, a la hora del chiquiteo, un número desacostumbrado de personas, que fue creciendo en los días siguientes. La cosa la había encendido el nuevo coadjutor, llegado un mes antes. Se llamaba Ignacio Artigas, era un carlistón que había ganado la Guerra como capellán castrense y retomó lo que nadie comprendía que alguien no hubiera retomado ya bajo el clima del nacionalcatolicismo. Se trataba del cíclico conflicto del mostrador. No quedó claro qué recibió primero el coadjutor, si el informe-leyenda de don Eulogio —quien, aun jubilado, seguía viviendo en la casa curai— sobre la pinidad de aquel mostrador que no lo era, sino el auténtico y frustrado altar de la cristiandad naufragado en nuestra playa en el siglo XII cuando lo navegaban hacia San Pedro de Roma tras haber sido rescatado de tierra de vikingos, los cuales, en el siglo II, en una de sus incursiones lo robaron de la tumba de San Pedro, y ya era hora de que desbancara al apócrifo y dejara de ser en Getxo pesebre de borrachos; o conoció los agrios comentarios de la grey triunfante acerca de los mejores chistes contra Franco que florecían en la superficie empapada de vino del mostrador de La Venta.
—¿Y cómo ningún ministro de la fe, en tantos siglos, ha rescatado de ahí la piedra angular de nuestra Iglesia para reintegrarla a Roma? —preguntó escandalizado don Ignacio Artigas a don Eulogio del Pesebre, según contaría la última ama de éste, Lisa, su sobrina-nieta de diecinueve años.
—Ni siquiera ha podido llegar nunca a nuestra iglesia de San Baskardo, que está a un tiro de piedra —suspiró don Eulogio.
—¡Es como un milagro al revés! —exclamó don Ignacio.
—¡Aquí sí que ha funcionado el contubernio judeo-masónico! —lloriqueó don Eulogio.
Y, dentro de lo que se lo permitía su desmemoria, reveló al coadjutor las seculares batallas de una guerra interminable sostenida por los sucesivos párrocos de San Baskardo contra los hombres de Getxo por la posesión del altar-mostrador, unos para sacarlo de La Venta y trasladarlo a la iglesia y otros por mantenerlo donde estaba. «¡Nunca lo entenderé, pero siempre se salen con la suya los borrachos!», concluyó don Eulogio.
—¿Quién es su propietario? —quiso saber el cura nuevo—. Porque tendrá uno. ¿El tabernero? Se le presiona para que nos lo venda. O se le mata.
—¡Ojalá perteneciera a Ermo! —se lamentó don Eulogio—. El altar no es de nadie, y ahí está nuestra desgracia. Al no ser de nadie, es de todos. Estamos a la espera de una ley que determine quién es el dueño de los objetos que se encuentran en la playa, si de quien los ve primero o de quien los sube al pueblo.
—¡Qué tontería! —exclamó don Ignacio—. ¿Desde cuándo se espera esa inminente ley?
—Desde hace ocho siglos. Cuando llegue, sabremos si el altar es de Etxe o de Larreko, y entonces… —dijo don Eulogio.
—¡De qué ridículas historias viven pendientes ustedes los de Getxo!
—¡No lo sabe usted bien! —gimió don Eulogio.
El coadjutor, tarado aún por la inercia de la Guerra, visitó al alcalde en su despacho exigiéndole albañiles y fuerzas armadas municipales para protegerlos en su tarea de abrir un boquete en un muro de La Venta y otro en el de la iglesia, y transportar el altar de una a otra. El alcalde carraspeó melifluamente. Se llamaba Epifanio Izarra, había sustituido en el cargo a Benito Muro en 1939 y pertenecía a la aristocracia de Neguri. Carecía de interés personal o de clase para zambullirse en aquel rifirrafe de la gran madera de La Venta, dormido desde 1907, año en que el párroco don Eulogio emprendió un intento más por recuperarla, fracasando, naturalmente. Conocía de sobra la leyenda casi milenaria, él mismo había escrito ociosos ensayos sobre ella, pero tanto conocimiento libresco sobre las cosas del país le hacía ver la realidad como una extracción más de su biblioteca. Sostenía que el gran prisma romano de La Venta era elemento insustituible de una inocente expresión de cultura popular, autorizada políticamente, y que convenía que los buenos aldeanos se entretuvieran tomando txikitos sobre él en vez de visitarle pidiendo algo.
Fue testigo y posterior relator de la entrevista Benito Muro, ya rebajado de alcalde a concejal. Contó que don Ignacio Artigas no salía de su asombro:
—¡Pero usted es cristiano apostólico y romano!
—Y de comunión diaria —remachó el alcalde—. Pero también soy de Getxo, y usted viene de fuera y no puede entender ciertas cosas.
—¡Las autoridades deben aliarse con la Iglesia, y más en este Quinto Año Triunfal! —embistió abruptamente don Ignacio. El alcalde parpadeó—. ¡Además, sé que sobre ese altar se inventan los mejores chistes contra Franco! ¿No va usted a hacer nada?
Sea como fuere, el alcalde ni dio satisfacción a don Ignacio ni le negó la ayuda que pedía, esperando que las aguas volvieran a su cauce con el advenimiento de la nueva derrota. Porque, según Benito Muro, el cura se despidió amenazando con iniciar la guerra por su cuenta. Y esta especie fue la que Benito Muro bajó a La Venta, y entonces algunos hombres de Getxo empezaron a moverse y allí estaban cuando don Ignacio Artigas apareció al frente de una singular mesnada. Había calentado los sesos a don Eulogio, desentumeciendo sus ciento siete años, y cuarenta y ocho horas después tomaba posiciones ante La Venta al frente de una docena de excombatientes de las brigadas navarras y un grupo de asalto compuesto por curas, también navarros, tradicionalistas y montaraces —éstos, convocados por don Eulogio—, tropa resuelta a que un equipo de canteros moviera sus porras sin impedimentos. También andaban por allí ocho municipales enviados por el alcalde para no tocar nada de lo que vieran.
Lo que vino a continuación puedo contarlo de primera mano; me refiero a que yo engrosaba también la todavía escasa muchedumbre de hombres repartidos entre el interior de La Venta y su exterior; y conmigo, la cuadrilla. Benito Muro circulaba de un grupito a otro impartiendo una tranquilidad que nadie le había pedido ni se le agradecía, pues su verdadero sitio estaba con la gente armada de fuera. Y era lo que no entendíamos: primero, la voz de alerta que diera allí mismo la víspera, y luego, su alineación desconcertante. Aquel mismo día tuvimos la explicación, que fue por partida doble: al presentarse Ella, le vimos moverse a su alrededor como un perrito faldero (vestigio de la conjura de ambos para pasar a Franco los planos del Cinturón de Hierro); su otra razón la conoceríamos pronto de su propia boca.
Era junio, a eso del mediodía. Habíamos pedido permiso en fábricas o huertas no sólo los que estábamos fuera y dentro de La Venta sino también las sombras semiescondidas tras árboles, setos, tapias y edificios de las inmediaciones, cuyos bultos veíamos aparecer y desaparecer, sin atreverse todavía a desnudar libremente su pensamiento, esperando a ver qué derroteros tomaba el último conflicto del mostrador. Con todo —vivíamos, sí, otros tiempos—, allí estaban, con su incorporación habríamos de consagrar la intemporal pequeña muchedumbre.
—Si no supierais a qué vengo no os tendría enfrente, de modo que sobran explicaciones —expuso don Ignacio Artigas apoyando su mano en el bulto de la pistola que llevaba bajo la sotana—. Tengamos la fiesta en paz y retiraos para que estos laborantes comiencen su trabajo.
Los pocos que estábamos fuera cubríamos con nuestros cuerpos la fachada de La Venta, el muro de piedra arenisca y la entrada, cuya gruesa puerta de roble se encontraba abierta; y nadie diría que los que se hallaban en el interior —entre ellos, el tío Roque— estaban en otra cosa que en su vaso de vino y en su cháchara habitual.
—Nadie lo ha conseguido, don Ignacio. Creo que el Señor quiere que siga donde está.
Era don Pedro Sarria, surgido de quién sabe dónde. «¡Claro!», pensamos todos. «Él meterá en cintura a su coadjutor». Porque, desde abril, don Pedro era el párroco y don Ignacio sólo el coadjutor. Pero, sí, vivíamos otros tiempos.
—Usted no se meta en esto —le ordenó don Ignacio.
Entonces se produjeron varios movimientos: avanzaron don Ignacio y su tropa, Benito Muro ordenó a los municipales pasear distraídamente entre los dos bandos, y los del interior de La Venta salieron para sumarse a nosotros.
—Cuidado —nos susurró Benito Muro.
Entonces oímos la voz profunda del tío Roque, y lo que dijo trascendía el problema del mostrador:
—Nos ganasteis hace siete años, pero no es de cristianos meternos un gancho de eskarras por el mismo agujero cada lunes y cada martes. Tendréis que parar alguna vez.
Allí estaba, a sus más de setenta y cinco años, diciendo aquello junto a los miembros supervivientes de su viejo sindicato.
A un ademán castrense del brazo de don Ignacio, sus excombatientes navarros sacaron las pistolas. Inesperadamente, los ocho municipales abandonaron su actitud contemporizadora y quedaron como lo que eran: clientes de La Venta; pesó más sobre ellos el mostrador que las consignas de su alcalde.
—No consentiré violencias —dijo el jefe de los municipales.
El cura sacó su pistola y recordó sombríamente:
—Algunos creen que ha acabado la Guerra.
Tan enfrascados estaban que no oyeron a su espalda la llegada de un carruaje, un birlocho tirado por un caballo y con dos ocupantes: Ella y su hijo Efrén, ambos de negro, ella a pelo y él con su eterno bombín. Y, de pronto, descubrimos que los estábamos echando en falta.
—Dice que representa a la Fundación Pro Defensa de La Venta de San Baskardo y que no se le debe tocar ni un ladrillo.
Así habló Efrén, de pie sobre el angosto birlocho, rozando una rodilla de su madre, sentada; no se movería ni oiríamos su voz en ningún momento de la escena.
—Don Ignacio se volvió, también los suyos, y recordó con ira:
—¡Se prohibieron los partidos políticos, las asociaciones y las fundaciones! ¿De dónde salen ustedes?
Al menos, los trató de usted. No había que ser muy lince para advertir que los recién llegados no sólo pertenecían a la clase intocable sino que eran el propio franquismo.
—Dice que nadie se equivoque, que esta Fundación Pro Defensa de La Venta de San Baskardo nunca se disolvió y que ahora revive para defender el patrimonio con la fuerza de siempre —añadió Efrén, es decir, Ella. ¿Quién, él o ella? ¿Dictaba ella y hablaba él? Los vacilantes diseminados por los alrededores empezaron a mostrarse cautamente, en una especie de goteo, primero dos o tres, y enseguida dos o tres docenas, para surgir finalmente todos y componer un flujo espeso en una misma dirección.
Benito Muro había frenado los ímpetus de don Ignacio: vimos que se le acercaba a susurrarle algo al oído. A tenor de cómo cambiaron las cosas, sospechamos que le diría algo así: «Es Ella. Los notarios aún no han acabado de contar los bienes que amasó con la Guerra. Mucho cuidado con esa señora de negro sentada junto a su hijo, otro de cuidado».
Los hombres empezaron a deslizarse en el interior de La Venta, colmándola, y fue cuando Zacarías Ermo dio señales de vida sirviendo txikitos con la celeridad de las mejores ocasiones. Y es que pareció una de aquellas grandes fiestas patronales de San Baskardo de antes de la Guerra.
El birlocho seguía allí con sus ocupantes, Ella, sentada, y Efrén, de pie. ¿A qué esperaban? ¿Quedaba algo más? Don Ignacio, con el brazo de la pistola colgando a su costado, había asistido a la lenta y concienzuda ocupación de La Venta por la pequeña muchedumbre.
—El enemigo está bien organizado —gruñó, según contaría Benito Muro. ¿Qué significaba aquel mar de enemigos, tan puntuales a la llamada, no armados, ¡faltaría más!, pero con una determinación tan alarmante que le remitiría a los tiempos en que se hizo precisa la Cruzada?
—¡Volveré! —le oímos todos.
No quiso retirarse sin ver de cerca el altar. Se internó, solo, por el angosto cauce que le abrió la pequeña muchedumbre. Al llegar a unos centímetros de la gran madera, alzó los brazos, como disponiéndose a cantar misa, y así permaneció no menos de dos minutos. No se atrevió a tocarla. Frente a él, al otro lado del mostrador, no sabiendo si debía esperar o no a que le pidiese una consumición, Zacarías Ermo —no Zacarías Ermo Petrirena, fallecido un año antes, sino Zacarías Ermo Azkorra, su hijo— frotaba y refrotaba la enrojecida superficie con un paño. Sin bajar las manos, don Ignacio dobló su cintura hasta bajar su nariz a un centímetro de la meseta. Y la olió.
—Sí, es la Piedra de San Pedro de Roma —se le oyó suspirar.
—¿Por qué está tan seguro? —le preguntó Benito Muro a su espalda.
—Dios siempre está seguro.
La pequeña muchedumbre le abrió el cauce de regreso.
Y quedaba la otra cuestión, la que provocaría, una vez más, la pregunta de don Manuel: «¿Qué coño le importaba a Ella La Venta?». Aunque nos cueste reconocerlo, aquella mujer la salvó entonces, como lo había hecho en más ocasiones a lo largo de los últimos cuarenta años. Sí, ¿qué coño le importaba a Ella La Venta?
Y eso no fue todo.
Cuando la pequeña muchedumbre pudo empezar a serenarse con la retirada del coadjutor y su gente a la iglesia y a punto de partir el birlocho, se vio bajar de éste a Efrén, cruzar la Campa del Roble y dirigirse a La Venta. De su brazo estirado colgaba un maletín negro, seguramente el mismo de 1933, porque pensaron que allí iban no sólo papeles sino contratos en blanco. La sospecha que embargó a todos la puso en palabras el viejo Damas Elorriaga, del sindicato del tío Roque: «¡Las eskarras de la hostia!», exclamó sin tapujos.
En el interior de La Venta, Efrén encontró ya abierta una calle hasta la punta del mostrador donde consiguiera los contratos en ese 1933. La misma escena, el mismo bombín. Los tragos de vino que humedecieron la incipiente excitación se confundieron con las rondas que celebraban la huida de don Ignacio.
—Este pueblo tiene mala suerte —sonó la voz tenue de Efrén—. ¿No lo creen así? Primero, las llamas, y ahora, los monstruos acorazados.
La nueva situación estallaba sin apenas tregua. La pequeña muchedumbre tragaba saliva y vino. Hasta que el viejo Geraldo Lasa puso la primera señal de que, esta vez, las cosas no marcharían como siempre para Efrén:
—Nosotros estábamos muy tranquilos —dijo.
—Sin embargo, las nuevas bestias son más temibles que las anteriores —precisó Efrén, sintiéndose en su salsa dialéctica—. ¿De verdad ignoran ustedes que esta nueva plaga ya ha matado y devorado a un ser humano?
—No es la primera vez que en la ribera aparecen ahogados comidos por los carramarros —aseguró Manolo Chacartegui, el hijo del pregonero.
—Esto es diferente —expuso Efrén en el tono paciente con que se habla a los niños—. Sin ser experto en mares ni playas les diré que…
—Bien, bien —exclamó de pronto el tío Roque—, pero mejor si echas un trago con nosotros.
Fue como dar la vuelta por entero a la escena, convirtiendo a Efrén en simple compadre.
—Sabes que no bebo cuando trabajo —le recordó secamente—. Yo no he traído a las nuevas bestias, como no traje a las otras…
Ahora estaba a la defensiva, ni uno solo de la pequeña muchedumbre dejó de advertirlo. Sus siguientes palabras sonaron a lo mismo:
—Unos seguros no están para traer tragedias sino para paliarlas. No están para traer llamas salvajes ni eskarras gigantes ni incendios ni terremotos, sino para…
Entonces sobrecogió a todos el gemido lloriqueante de uno de los de Etxe, Rufino:
—¿Qué dices tú de que no traes calamidades? —le espetó a un paso con una violencia desmadejada—. ¿Quién ha traído las eskarras sino tú? ¡Algunos bichos mueren con la kaka pero otros engordan! La ribera está cada vez más sucia. ¡Pobre playa, pobres peñas, pobre pesca! La ría suelta la kaka en la playa. ¿Y quién echa la kaka a la ría? ¡Este señor con bombín y otros tan elegantes, los amos de las chimeneas! El petróleo y la química están matando la vida. ¡Todo por el maldito hierro! ¡Sólo unos bichos con planchas de hierro engordan!
No era la primera vez que oíamos aquello, o que lo pensábamos, pero por entonces aún carecía de cuerpo. Nadie imaginó desechos industriales alimentando eskarras gigantes. Excepto don Manuel con sus resonancias bíblicas, sus fatalismos, pecado-castigo, las plagas como respuesta de los cielos. «En algo así tenía que acabar la maldición de los hombres del hierro y su maldita industrialización», me decía.
Efrén soltó una carcajada inverosímil antes de replicar:
—Ustedes acaban de mostrarme algo en que no había caído: al crear mis grandes…, como quieran, chimeneas…, jamás tuve en cuenta esas eskarras ni mis seguros. Quizá ella me reprenda por mi imprevisión… Las chimeneas manchan, todo mancha, ustedes y yo manchamos. ¿Me creerán si les digo que me preocupa no haber pensado hasta ahora que mi mayor beneficio lo genera la suciedad?
Sin más, recogió su maletín, dijo adiós y le vimos cruzar la Campa del Roble, subir al birlocho, sentarse junto a Ella y tomar las riendas.
Los seis de la cuadrilla salimos detrás del tío Roque y varios de su viejo sindicato, después de abonar a Zacarías Ermo nuestros vinos.
—A casa, a hacer lo que todavía no hemos hecho hoy —dijo el tío Roque.
—Sí, sí —asintieron los del sindicato.
Pero el tío no se marchó todavía con ellos. Se volvió para mirarme y quedó así un rato, y supe que le estaba dando vueltas a si decirme o no lo que tenía dentro.
—Vosotros andáis últimamente bastante revueltos —soltó por fin. Se dirigió a toda la cuadrilla, pero me seguía mirando a mí—. Quiero hablar contigo un día de éstos.
Y nos dio la espalda para irse. Hablé yo:
—Tú eres el que mejor nos puede entender.
Le obligué a pararse. Su cintura giró a medias.
—¿Yo, entender? —gruñó.
—Alguien tenía que empezar a hacerlo —dijo Perico Orejas.
—Ya, ya… —musitó el tío Roque. Los del viejo sindicato le esperaban a tres pasos mirándonos a todos.
—Tú tienes cojones —dijo Petaca—. Hacían falta cojones para hacer lo que hiciste de joven.
—Eso, joven —suspiró el tío Roque.
—Tampoco eras joven en la Guerra y allí andabas —insistió Petaca.
—Ahí tenéis a ese pájaro de los seguros, que nunca se gasta —dijo el tío Roque, socarrón.
—¿Ese cabronazo? —exclamó Petaca—. A él y a otros ya les llegará lo suyo.
—No es mucho lo que hacemos, algún día habrá que hacer más —dije.
Nunca agradeceré bastante la cálida aproximación que me envió el tío Roque con los silenciosos movimientos afirmativos de su cabeza.
Aquella conversación prometida nunca tendría lugar.
Sin que hubiera transcurrido un mes de todo aquello, el alcalde, Epifanio Izarra, se creyó en el deber de echar definitiva luz en el viejísimo tema de la propiedad de aquel climatérico altar-mostrador sobre el que un historiador serio como él debía pronunciarse científicamente. Demuestra su seriedad el que saliera indemne de dos presiones: su condición de incondicional hijo de la Iglesia y la derivada de su poder para decretar impunemente —en la coyuntura oportunista de aquel Sexto Año Triunfal— la pinidad del altar y su envío a Roma o, al menos, a la iglesia de San Baskardo.
Del prolijo informe resultante surgían las inquietantes preguntas: ¿por qué permitió el Altísimo que unos idólatras robaran el altar de San Pedro, Piedra de la cristiandad?, ¿por qué que permaneciera ignorado nada menos que diez siglos en aquella aldehuela del norte?, ¿por qué que naufragara en su viaje de restitución?, ¿por qué que fuera rebajado a mostrador de borrachos?, ¿por qué que llegara a Getxo antes que la ermita y la iglesia?, ¿por qué que el constructor de la ermita la hiciera tan pequeña que no cabía el altar?, ¿por qué, si el altar era realmente el corazón de la Iglesia, la iglesia de San Baskardo tardó aún cinco siglos en levantarse teniendo tan cerca su corazón?, ¿por qué, en tantos siglos, ni los hombres más santos habían logrado sacar de La Venta el altar y depositarlo en su sitio natural?… Y concluía el alcalde: «O el altar no lo es o Dios le ha encontrado en esta tierra un destino tan sagrado como su Iglesia y no hay nada que mover».
No, no fue Etxe el primero en descubrir en la playa el colosal Tocho, sino un Baskardo de Sugarkea, Enbor, desde el monte. De modo que arrancó de un error la borrasca de apuestas que envolvería a Etxe y a Larreko en los siglos siguientes. Enbor Baskardo no movió un dedo por informar de la verdad, los destinos de su clan y de los vascos marchaban desgajados el uno de los otros desde hacía demasiado tiempo. Pero inició una vigilancia por si aquel Artefacto tenía algo que ver con Kixmi o era el propio Kixmi. Un par de siglos atrás, el patriarca de Sugarkea, de ciento cuarenta años, comunicó a su familia que había una nueva estrella en el cielo, pidió que lo sacaran fuera, levantó la vista y la cara se le puso negra.
—Ha llegado Kixmi —gruñó.
Su familia le preguntó quién era Kixmi.
—Un mono. Un nuevo dios. El peor de todos. Tiradme guardabajo por el monte.
No tuvieron corazón para negárselo y lo tiraron. La familia no tardaría ni un siglo en comprender que su pariente se refería al dios del que y a se hablaba hasta en las pruebas de bueyes y al que llamaban Cristo.
Aquellos Baskardo de Sugarkea asistieron, de lejos, a la subida de la playa del Artefacto que les daba tan mala espina, pues ellos siempre recelaron de lo nuevo, y más si era tan grande. Fieles a la estancada elementalidad de los Orígenes, habían combatido con ardor inventos como el andar a dos patas, el fuego, el lenguaje, la rueda, el arado, el arco y las flechas, los dioses, el hierro y la manipulación de los metales, la boina, las ventanas con cristales, el colchón de lana, la cuchara y el tenedor y cuanto reblandeciera y atentara contra la Libertad originaria. Y aquella gran Cosa surgida en la playa les resultó de lo más sospechosa, justamente porque no entendieron qué aplicación le habían encontrado aquellos apolillados que la subían con tanto esfuerzo de bueyes por el camino del monte y acabaron dejándola en un descampado. ¿Para qué? Es lo que tenía en ascuas a los Baskardo de Sugarkea. No dejó de pasárseles por la cabeza que era el propio y temido Kixmi.
Un siglo después aún seguía allí el Artefacto y ocurrió lo de la soltera y preñada Totakoxe jurando que en el ramaje del Roble del descampado veía un ángel con la carita de su futuro hijo, y aunque sólo lo juraba por librarse de ser despeñada, por libertina, el obispo de Iruña juró igualmente que veía a un ángel del Señor en el árbol y promovió la construcción de una ermita para celebrar el milagro y ver si, de una vez, cristianizaba a aquellos paganos de la costa.
Alrededor de tres meses después apareció por allí un clérigo de misa comisionado por el obispo para levantar la ermita y olvidar sus tozudas intenciones de instalar en ella como altar la magnífica Madera, pues barruntaba que podía tratarse de la Piedra de Pedro robada de la Basílica de Roma. Inmediatas gestiones le proporcionaron los documentos probatorios que el clérigo de misa aireó ante las narices de aquellos aldeanos que no sabían leer. (En el siglo XX, un riguroso alcalde de Getxo daría los mismos pasos y alcanzaría el mismo descubrimiento). Justamente por esos días alguien circundaba al Catafalco con la cimentación de lo que sería La Venta.
Así pues, quedó bien claro para el futuro que La Venta no sólo se empezó a construir antes que la ermita sino que se terminaría también antes, y que en La Venta se celebró la primera ceremonia pagana antes que la cristiana en la ermita.
Fue iniciativa personal del Ermo de aquel tiempo, quien ya venía utilizando el gran Tocho —desde su asentamiento en la Campa del Roble por los bueyes de Larreko— como apoyo de vasijas de sidra y txakolí y cuencos para trasegar que traía de casa para cambiarlos por especies o monedas en las fiestas de la comunidad. Tras aguantar ventiscas y aguaceros, propuso a sus clientes cubrirlo con un techo y a ellos les pareció bien. Para sostener un techo hacen falta paredes y Ermo las puso. Y así fue como, sin apenas advertirlo, la comunidad asistió al nacimiento de La Venta.
A menos de tres pasos, los canteros Delatorre levantaban la ermita. Los Baskardo de Sugarkea contemplaban todo esto con el ceño fruncido. No era la primera vez que veían por allí a alguien de la religión pardilla. Cosa de un siglo antes —el tiempo era, para ellos, un concepto inexistente—, rompió su aislamiento un pequeño misionero hablándoles del dios cristiano. «Por aquí, algunos ya tienen a Urtzi», le dijo el Baskardo con cara de pocos amigos. El misionero no calló y la familia le escuchó para que no pensara que no sabían tratar a las visitas. En una pausa del sermón, el Baskardo lo alzó en brazos y se dirigió con él a la playa «a botarlo en un chinchorro», según cuenta literalmente la leyenda, pero le salió al paso un piquete de soldados romanos que andaba por allí buscando al apóstol de la religión prohibida y ambos murieron en la cruz. Fue inútil que el Baskardo protestara que nada tenía que ver con el viajero, al que precisamente estaba echando de su tierra para que no contaminara aún más a los suyos. Siglos después, cuando Jaunsolo, señor de Getxo, y la comunidad ya cristianizada buscaban un patrono para la iglesia que levantaban los Delatorre, recordaron la leyenda del Baskardo muerto en la cruz, como Cristo, y de cómo había quedado como el primer mártir del cristianismo en tierra vasca, y no dudaron en declararle patrono, y en adelante aquel barrio de Getxo se llamó de San Baskardo.
No se resquebrajó especialmente la ortodoxia católica por culpa del gran ateo presidiendo el templo —aquella estatua con cara de sapo—, ni sus ceremonias, misas, funerales, rosarios, las flores a María, los sermones soporíferos; ningún bebé bautizado fue un adulto peor que la media; ninguna boda produjo un matrimonio más quebradizo que los demás; ningún funeral mandó al infierno al difunto; los milagros que se le achacaron no fueron menos histéricos que los que superaban la criba vaticana.
Desde el principio de todo esto, los Baskardo de Sugarkea no dejaron de vigilar estrechamente cuanto ocurría alrededor de la gran Cosa, de la que no sabían qué pensar. Transcurrieron décadas sin que nadie le encontrara una utilidad, como no fueran los suministros que Ermo depositaba sobre la gran meseta para evitar la deshidratación de los vecinos que apostaban por Etxe o por Larreko. «Son como niños», pensaban aquellos Baskardo, «en algo han de entretenerse después de los trabajos». A menos de tres pasos, se marcaba la planta de la ermita, determinada por las dimensiones del Catafalco. Era el propósito del clérigo de misa, no el del obispo de Iruña, para quien el destino de la magnífica Madera era Roma. Entre los de negro nunca han faltado los cismas, la prisa que metió el clérigo de misa a los Delatorre para concluir la ermita obedeció a que esperaba ofrecer a su superior un hecho consumado.
Y aquí empezaron las tribulaciones de los hombres que le estaban tomando gusto a beber y hacer tertulia y apostar apoyando los codos en el Catafalco. Más que eso: fue la primera batalla de la guerra, que duraría siglos y aún no ha terminado, por el disfrute personal de aquella Madera que, gracias a La Venta de Ermo, acabaría por tomar su verdadero nombre: Mostrador.
Las cuerdas tiradas para los cimientos señalaban un rectángulo suficiente para contener el altar que esperaba a unos pasos, y los hombres empezaron a preguntarse si se atreverían a intervenir en esas cuerdas. Esta posibilidad entroncaba con otro tipo de apuesta que se estaba imponiendo, la referente a si unos bueyes serían capaces de mover el Prisma pues, al cabo de tantos años, su gran peso y la tierra reblandecida por las lluvias lo habían hundido dos o tres palmos. De hecho, en cierta ocasión, ni los bueyes de Larreko lograron moverlo. Los hombres creían estar seguros de que ni con la ayuda del nuevo dios el clérigo de misa podría llevarse el trofeo a su ermita. Lo que trajo otra opción para apostar: ¿podría el nuevo dios, con bueyes o no, sacarlo de su empotramiento? Las tertulias nunca habían resultado tan excitantes. A unos pasos, con aparente desinterés, sin apenas ruido, Ermo ya tenía abierta la primera zanja de los otros cimientos.
Hasta la contratación de los Delatorre por el clérigo de misa, los Baskardo de Sugarkea llegaron a pensar que habían exagerado el peligro de la nueva religión, que los vascos no eran tan tontos como para caer engatusados por el infantilismo de que el alma sale volando del cuerpo de los muertos y es recogida por el nuevo dios en el cielo. Pero la inminencia de la ermita los puso en pie de guerra, como en tantas ocasiones en los milenios pasados. «Cuando acaben la borda le meterán eso que a lo peor es Kixmi». Se dispusieron a derribar de noche lo que levantaran de día.
Sin embargo, varias circunstancias desterraron esta violencia. Al patriarca de Sugarkea de aquel tiempo le vino de pronto la inspiración de que los vascos son gente que se ahoga entre paredes y no entrarían en lo que ya todos llamaban ermita, donde ni siquiera les permitirían apostar. Las otras circunstancias resultaban más determinantes: el gran barómetro popular, las apuestas, ya se decantaba al cien por cien por la imposibilidad de sacar la gran Madera de su enterramiento, ni siquiera con los excepcionales bueyes de Larreko, así que la borda del clérigo de misa se quedaría sin ella; y los hombres ya se habían atrevido a intervenir las cuerdas. Los propios Baskardo fueron testigos, a distancia, de la limpia operación nocturna: estrecharon la distancia entre cimientos desplazando las estaquitas que sostenían las cuerdas de marcación. Al día siguiente, el clérigo de misa no se percató de la traición; sí la habrían descubierto los del oficio, los Delatorre…, pero de ellos mismos había partido mover las estaquitas; prosiguieron, impávidos, la construcción de una ermita en la que no cabría la gran Madera.
Sufragaba las obras el señor de Getxo, faunsolo, dueño de innumerables tierras y caseríos —excepto los de los 47 Fundadores; el 48, Sugarkea, jamás entró en ningún catastro— y quien cobraría los diezmos que generara la ermita. Por ser preboste de costa, cobraba igualmente aduana al comercio marítimo. Era un jauntxo de los mayores. Y hallándose en su tercer año la construcción de la ermita, se presentó con su séquito a echarle un vistazo, y se lo echó tan cabal que exclamó:
—¡Aquí dentro no cabe el Altar!
—¡Qué cosas se te ocurren! —dijeron los Delatorre con su mejor seriedad en la cara—. No nos hemos salido de las medidas.
El faunsolo remató la aseveración:
—No os habéis salido…, ¡os habéis metido!
—Lo veremos con la vara.
—¡Quietos! Lo veo a ojo.
Tanta era la seguridad de Ermo en que ninguna fuerza vacuna ni pina movería el Mostrador, que, para no delatarse en exceso, sólo había levantado tres muros de La Venta, dejando el cuarto para el final, de modo que el Jaunsolo había podido ver por el hueco el tamaño del Altar.
—¡No cabe, no cabe! ¿Qué ha pasado aquí? ¿Con qué medidas de Satanás tomáis las medidas en San Baskardo? —bramaba.
—Tranquilo, tranquilo —le decían los Delatorre—. Si no cabe entero, le quitamos un cacho.
Tenían preparados muy bien sus nervios y sus respuestas para el momento. Imitando a Ermo, habían dejado también sin cerrar un muro de la ermita, la fachada, por ir demorando el estallido. Y bueno, a partir de entonces la digestión de los hechos trajo un falso aplanamiento en los corazones, pues a la casi imposibilidad de levantar el Catafalco de su seno terroso se añadía la segura imposibilidad de alojarlo en la ermita. Aunque hubo un último y desesperado intento del clérigo de misa por torcer el destino: concibió la idea de tender un pasadizo emparrado comunicando los interiores de la ermita y La Venta, a fin de celebrar las misas en el Altar proscrito, entendiendo que en ninguna superficie mejor que aquélla, tan familiarizada con el vino. Tanto veneraba el Altar, que también se le oyó: «Sobre otra mesa lo mismo daría oficiar con cafecoleche». Este desliz del clérigo de misa sería utilizado por las mujeres de San Baskardo como fundamento de la denuncia que elevaron al Papa exigiéndole más interés en llevar a Roma el Altar, o, al menos, a la ermita. Y cuando, dos siglos después, hubo iglesia y hubo otro clérigo que repitió lo del cafecoleche, las mujeres lo esgrimieron en una más de las incontables batallas que los colgados del Mostrador debieron ganar para no perderlo.
De modo que, ahora, no sólo un cajón sino dos, a tres pasos el uno del otro, empezados a construir el mismo año y concluidos tres después, La Venta catorce días antes que la ermita, e igualmente inaugurada, pues la monumental borrachera precedió en los mismos catorce días a la celebración del clérigo de su triste misa. Ambos cajones de apariencia inocente, aunque sólo uno de ellos realmente inofensivo, mérito que el otro utilizó como camuflaje para ser aceptado en aquellos primeros años y siglos de la reptilesca cristianización. Dos cajones con la única aparente semejanza de sus muros de piedra y su tejado a dos aguas y la misma fecha de construcción…, todo esto válido para quien no se asomara a sus interiores y descubriera lo que contenía uno y le faltaba al otro, carencia que colaboró en gran medida a que se creyera en la inocencia de la ermita, pues habría resultado clarificador que el Catafalco, la Cosa, la Gran Masa, la Gran Madera, la Pieza, el Tocho y finalmente Mostrador, Púlpito y Confesonario, Tabernáculo y Útero Comunitario hubiera acabado engullido por el cajón que ya nunca hubiese parecido inocente con aquel altar de la nueva religión en sus tripas. Un cajón que, sin la Gran Madera, hubiera resultado inmejorable cabeza de puente —detalle que el clérigo de misa nunca entendió— para invadir el roblizo territorio de Getxo, burlando incluso a los Baskardo de Sugarkea, o, más bien, siendo distraídos por el rifirrafe que bullía alrededor de los dos cajones, y al quedar finalmente la Gran Madera donde quedó, se tuvo por derrota definitiva del intempestivo clérigo de misa. Y ése fue el gran error. Pues las gentes —las mujeres, principalmente ellas— se atrevían a entrar en el cajón aparentemente inofensivo sin temor a ahogarse entre las cuatro paredes —como creían los Baskardo—, a curiosear el nuevo recinto y ver con qué gusto y limpieza lo tenía puesto el de negro, enterarse de qué les diría y cómo era la mesa sustituía del Altar. Así empezó la gran prostitución. Las mujeres tenían especial interés en descubrir si el altarcito de la ermita ejercía sobre los hombres tanta fascinación como el excesivo de La Venta, y conocieron que no había ni comparación, y ello, por un lado, las indispuso aún más contra el Mostrador que les robaba a los hombres, aunque, por otro, las tranquilizó el comprobar que el de la ermita no era un duplicado.
Fue el gran tiempo de las apuestas. A la primitiva y más simple Erxe-Larreko —los Fueros seguían sin sentar jurisdicción sobre si los objetos aparecidos en la playa pertenecían a quien los viera primero o a quien los subiera al pueblo— se sumaban las que surgieron, tres o cuatro años después, en la propia Campa del Roble acerca de si esa ley no escrita y aún fuera de los Fueros que algún día quizá dijera que un objeto encontrado en la playa pertenecía a quien lo subiese debía aplicarse a un objeto puesto ya arriba, por ejemplo, en la Campa del Roble, y movido del sitio y llevado a su casa por el mismo que lo había subido de la playa, o si, en el caso de que nadie quisiera o pudiera moverlo, no pertenecería a quien lo subió, sino que, regresando al principio, la Campa del Roble sería como la playa, y si los bueyes de Larreko no podían sacar el objeto de la Campa del Roble sería como si no lo hubieran podido sacar tampoco de la playa y el objeto pertenecería a Etxe, quien, por haberla visto el primero en la playa, ahora sería como si la hubiera visto el primero en la Campa del Roble… Así, con todos los rastreos laberínticos que encendían particularmente las tertulias alrededor de la Gran Madera —en cuatro generaciones más, Mostrador—, mientras Ermo, a la chita callando, levantaba su cajón a la sombra del otro, el que acaparaba la atención, la inquietud y la alarma, hasta el punto de que, de hacer caso a la leyenda, La Venta eclosionó de la tierra en un visto y no visto al revés.
Aunque intransigentes con todo lo demás, los Baskardo de Sugarkea aplicaban manga ancha al descarrío de las apuestas, pues a ellos también les tentaban y hubieran participado de la locura general de no despreciar tanto a sus vecinos. Reacios a concederles un ápice de sentido común en ningún momento del insondable pasado, ahora les pasmaban las chispas que eran capaces de sacarle a algo tan tonto como las apuestas, poniendo sobre la Madera una vaca, un cerdo, doce gallinas, o dos vacas, dos cerdos y el gallinero, o todo un caserío con sus tierras por Etxe o por Larreko, empezando por éstos y acabando por el Ayuntamiento, por Jaunsolo o por el nuevo dios. ¿De quién era la Madera?, ¿de Etxe, de Larreko, del Ayuntamiento, de Jaunsolo o del dios? ¿Y por qué no meter también a Ermo, que había puesto cerradura a la puerta de su torre?, ¿y por qué hasta los Baskardo de Sugarkea decían ya su torre?
Más que cruzarse, las apuestas se enredaban hasta formar un galimatías cuyos cabos finales serían de imposible desentrañamiento cuando, finalmente, los 47 Fundadores hábiles estamparan en los Fueros las 47 marcas de sus clanes elevando a ley la vieja norma sobre las cosas encontradas en la playa. Nunca se decidirían a hacerlo. No por tener a los Fueros por intocables sino por no dar a su pueblo la gran respuesta esperada, por no determinar ganadores o perdedores, que traería tantas ruinas…, suponiendo que fuera posible desatar tanta apuesta y contrapuesta, tanto trato simplemente apalabrado pasando de generación en generación formando parte de patrimonios, dotes, herencias y desherencias.
Y, a menos de tres pasos, contemplando todo esto, la ermita, olvidada incluso por los Baskardo de Sugarkea, que, en otras circunstancias, la habrían demolido sin contemplaciones. Tiempo después sí que la emprenderían con la iglesia, prueba de que no estaban desfondados. Las apuestas, sí, pero también la sensación de inutilidad y fracaso que rezumaba la propia ermita, tanto por Juera como por dentro, aquellas piedras areniscas superpuestas por los Delatorre con tanta indiferencia que no auguraba nada bueno para el cajón, aquel expremijo sobre el que el clérigo de misa celebraba las primeras idem para las cuatro beatas que no se perdían ninguna salsa, y, sobre todo, el titular, el ángel, la estatua que cinceló Ermo —cobrando en especie— siguiendo las indicaciones de Totakoxe, soltera, y le salió el rostro de un tal Jaunegi, de modo que así conoció la comunidad que él era el padre, y fue la estatua de la risión la que dio nombre a la ermita, un ángel cuyo oficio era el de mezclar mierdas de las cuadras en las proporciones justas para dar con el abono ideal.
Poco más que decir sobre aquel clérigo de misa, pero sí sobre el que le sustituyó, un tipo con ideas nuevas: empezó por sobornar a Ermo con una carreta de manzanas para que, con la excusa de una ampliación de La Venta, derribara un muro y le permitiera sacar de noche el Altar. Ermo cobró y dio largas al compromiso. Viendo que ni siquiera recuperaba sus manzanas, el clérigo de misa le propuso darle seis carretas más si ahora le permitía convertir La Venta en ermita y la ermita en Venta. Era un plan ingenioso y lógico, considerando la gran desproporción de clientes que frecuentaban una y otra. Fue una de las raras ocasiones en que los Ermo se inquietaron, al presentir que aquel clérigo podía ser más gitano que ellos, pues acababa de dar con la única solución que no necesitaba bueyes para apropiarse de la Madera. Ermo vendió también a buen precio las seis carretas, pero desde el día siguiente piquetes de asiduos a La Venta la vigilaron noche y día mientras Ermo miraba al clérigo y se encogía de hombros. «Es mía, pero parece de ellos. Y son muy brutos. No puedo pintar una banqueta sin pedirles permiso», le explicaba.
Así, por este orden en el tiempo: La Venta, la ermita y la iglesia. Porque habría un cajón más grande, infinitamente más apropiado para alojar el, ya abiertamente, Mostrador. Los Baskardo de Sugarkea lo apinaron desde un principio y desapareció su confianza en los cajones. El obispo de Calahorra al hacer un balance de las últimas conquistas, entendió que aquella franja costera necesitaba un templo de fuste, y no porque la ermita se hubiese quedado pequeña para los fieles. Aquel obispo maniobró como un adelantado del marketing. Ordenó levantar un magno cajón con un burche rematado con campanas, artilugios nunca vistos por allí; una orgullosa advertencia de que había que andarse con cuidado con la Iglesia y su imparable destino de ser vista y oída por los energúmenos que no quisieran, misión que la humilde ermita no cumplía. «Que sea más grande que una ballena y más alta que tres pinos empalmados», les señaló el obispo a los Delatorre, pues ellos se encargarían también de la obra. Lo que alertó a los Baskardo de Sugarkea fue la gran eslora de cuerda que emplearon para marcar los cimientos. Alcalde y concejales del Ayuntamiento se miraron unos a otros, abatidos. Sabían qué pasaba en lugares del interior de la tierra de los vascos con iglesia, donde los concejos municipales se celebraban en el pórtico. Desde los tiempos de Maricastaña, los 48 Fundadores se habían reunido bajo el Roble de la campa —el primero, el verdadero, no el actual—, hasta que el Baskardo de Sugarkea descubrió que su pueblo se había multiplicado y extendido por el mundo y disponía de otro roble en un lugar llamado Gernika, de donde partían ahora las nuevas órdenes para vivir. Comprendió que las asambleas de Getxo eran ya pura chirigota, que con la excusa de que no cabía todo el pueblo bajo la copa del Roble cada vasco ya no se gobernaba a sí mismo alzando el dedo, sino que otros alzaban el suyo por él, y, arrancando de raíz el Roble de la campa, lo arrojó por La Galea, que era por donde arrojaba todo lo que no servía. Aquello marcó el total extrañamiento voluntario de los de Sugarkea. Y cuando se plantó un nuevo Roble, Baskardo ya no ocupó su sitio entre los Fundadores, de modo que en adelante fueron 47, quienes con el paso del tiempo serían sustituidos por la nueva institución alcalde-concejales —otro invento—, despreciando la insustituible y milenaria de un pueblo entero alzando los brazos. Y bueno, como estos munícipes, desde hacía dos siglos, celebraban sus reuniones en La Venta, a un paso, argumentando que bajo el Roble se mojaban con demasiada frecuencia, se estremecieron ante la amenaza de ese pórtico, donde no se mojarían pero tampoco circularían las jarras.
Y ocurrió que, cierto día, los Delatorre se restregaron los ojos para cerciorarse de que era verdad que veían caminar hacia ellos a Baskardo. Los de Sugarkea no abandonaban su cochambroso habitáculo como no fuera para pescar o cazar en parajes que sólo ellos conocían, de los que regresaban cargados con un ciervo, un oso, una jirafa u otro animal años ha desaparecidos de estas tierras. Cuando Baskardo preguntó: «¿A qué una ermita tan grande?», los Delatorre no le entendieron a la primera debido a que empleaba un euskera demasiado viejo.
—No es ermita sino iglesia —le explicaron.
—¿Iglesia, iglesia? —repitió Baskardo—. ¿Otro nombre para lo mismo?
—No es lo mismo, esto será más grande.
—Ya lo veo, no me tienes que decir. ¡Grande, grande! Ahí dentro cabrán cosas grandes. —Por su mirada socarrona entendieron los Delatorre que se refería al Mostrador—. Mejor si dejáis este trabajo.
Les sonó a advertencia. Fue la enormidad de aquello nuevo lo que encabritó a los Baskardo de Sugarkea. De pronto les pareció la ermita un cebo para que la gente se habituara a ver cajones, empezando por los pequeños. En dos siglos, las cuatro beatas del principio pasaron a ser doce o quince; solían arrastrar a algún hombre, pero como unas y otros eran viejos, pronto morirían y sus pasos no serían seguidos por una juventud que sólo se acercaba a la ermita de noche a poner la espalda de la novia contra el muro. Los Baskardo atribuían este fracaso al Mostrador, a la ausencia de él en la ermita. Bastaba con observar a la muchedumbre que acudía religiosamente a La Venta. Y en la iglesia, sí, cabrían muchas cosas, y si alguien se las arreglaba para meter allí el Mostrador, pues adiós y a coger grillos. Como primer paso de una de las gestas más sonadas contra todo lo Nuevo, que se recordaría en los siglos venideros, los Baskardo rellenaban por la noche las zanjas que los Delatorre abrían por el día. Los Delatorre no mostraban un cabreo especial, pues cobraban por horas. Además, temían como cualquiera la pérdida del Mostrador. Así se lo confesaron a los Baskardo: «¿Qué son horas?», preguntaron éstos. Los Delatorre intentaron explicárselo a quienes vivían fuera del tiempo. «Con horas o sin horas, el cajón quieto parao», dijo Baskardo. Viendo su determinación, los Delatorre se frotaron las manos al pensar que tendrían trabajo para generaciones. Ante las quejas del obispo, el alcalde puso vigilancia nocturna, dos agentes municipales, jóvenes, para que resistiesen mejor el sueño. Pero los Baskardo eran tan sigilosos como indios, rellenaban las zanjas a espaldas de unos guardianes bien despiertos. El señor de Getxo tomó cartas en el asunto, no en vano la iglesia salía de su bolsillo, pero los seis mercenarios de su tropa armada hubieron de enfrentarse al clan completo de los indocumentados, quince osos peludos, hombres, mujeres y niños combatiendo con estacas y ganando. La noche siguiente hubo veinte guerreros del faunsolo, y sólo así pudieron completarse los cimientos. Desde sus tierras, a un tiro de piedra de las obras, los Baskardo asistían con las tripas rotas al progreso del nuevo invento. Porque el desvelo por el Mostrador nunca les hizo perder de vista la verdadera amenaza de aquella religión que engatusaba a coitados con la promesa de ser recogidos en el cielo por un fantasma, distrayéndoles del mucho quehacer en la tierra. La filosofía no escrita de los Baskardo de Sugarkea era ver para creer, y habría sido creer sin ver si los 48 bichitos verdes de los Orígenes hubieran salido de la mar con esta consigna marcada en sus frentes. Pero salieron con la otra y así había de seguirse. Pensaban que la realidad podía gustar o no, pero que ahí estaba, y los dioses y otras engañifas para endulzar la vida y, sobre todo, la muerte ablandaban los sesos. Sabían que dentro del gran cajón se predicaría a un solo dios y no a varios, un único dios que concentraría en sí los cardenillos de todos ellos y sería más destructor que la nefasta retahíla de inventos habida hasta entonces.
Las sucesivas partes de la iglesia sufrieron los mismos ataques que los cimientos: una obra que pudo construirse en seis años se demoró sesenta. El señor de Getxo ya nunca dejó de poner abundante tropa, pero los Baskardo sabían esperar y siempre llegaban noches propicias para el derrumbe de muros y machones: unas veces por haber bebido los guardianes vino con sabor extraño de unas jarras que aparecían misteriosamente a pie de obra y que los dormía; otras, los propios Delatorre señalaban con una cruz de cal los puntos de obra más débiles, contra los que arremetían los Baskardo con arietes, desmoronando alzamientos de semanas o meses, y lo realizaban a plena luz del mediodía, cuando los canteros se retiraban a comer haciéndoles una seña solapada. El faunsolo puso guardia más nutrida y permanente, que siguieron siendo meros adornos ante las astucias asilvestradas de los tozudos, quienes tan pronto arrojaban proyectiles de honda contra andamias y cuñas, causando desplomes de estructuras, como soltaban abejas contra las testas de los soldados o dirigían rebaños de ratas hasta sus pies, dispersándolos; otra cuquería consistió en simular el abandono de la lucha a lo largo de meses o incluso años, trayendo que el Jaunsolo relajara la defensa y finalmente la olvidara, para volver repentinamente y causar una ruina proporcionada al tiempo descansado. Con todo, el límite de los estropicios iba quedando cada vez más alto.
Sesenta años, un largo espectáculo para los fieles de La Venta. Naturalmente, se apostó. Al principio: ¿quién se saldría con la suya, el obispo y el Jaunsolo o los Baskardo? Luego, a medida que el cajón se elevaba: ¿cuándo saltarán de nuevo los Baskardo?, o ¿en qué día, mes y año el obispo y el Jaunsolo se habrán salido con la suya? Las opciones eran infinitas, La Venta vivió la locura de sus mejores tiempos y Ermo llenaba vasos sin pausa. Los Delatorre colocaron la última piedra de la iglesia el 15 de mayo de 1492, cogieron sus trastos y se fueron a echar un trago a La Venta. ¿Celebrándolo? Las únicas que se alegraron fueron las mujeres, tras sesenta años de aguantar el secuestro de novios y maridos. ¿Y los Baskardo de Sugarkea? Arrastraban una tradición tan dura de fracasos en sus enfrentamientos contra todo lo Nuevo, que no era cosa de arrancarse ahora los cabellos. Sin embargo, poco después, sí que se los arrancaron.
Las guindas sonoras que remataron el burche de la iglesia no eran competencia de los Delatorre, aunque ayudaron a los especialistas a montarlas. Campanas. Dos. Los Baskardo de Sugarkea llegarían a calificarlas del más abominable invento padecido hasta entonces. Aquella especie de enormes vasijas de bronce habían sido fundidas en una ferrería de Apatamonasterio y llegaron en la carreta tirada por los bueyes de Larreko. Un trabajoso esfuerzo de poleas las elevó hasta el alto campanario. Un día, a primera hora de la tarde, el Jaunsolo subió al burche e inauguró los badajos. Jamás se había oído en Getxo un estruendo semejante. El más sorprendido fue el propio Jaunsolo, quien bajó entontecido por una sordera que le duró un mes. Pensó la comunidad que la voz del nuevo dios dejaba chiquita la única comunicación a distancia habida hasta entonces, los cuernos, cosa que aceleró la conversión a Cristo de la gente.
En mala hora eligió el Jaunsolo la hora de la siesta para probar las campanas. Los Baskardo de Sugarkea saltaron abruptamente de sus lechos de yerbas y esgrimieron sus armas primigenias. Desde la puerta sus miradas recorrieron los ruidos hacia atrás hasta chocar contra el bronce de los truenos.
—Somos tontos, siempre nos engañan como a jibiones —gruñó el patriarca.
Se refería a la carreta de Larreko que ellos habían dejado pasar creyendo que cargaba depósitos de grano contra las ratas.
—Las gallinas dejarán de poner huevos y alguien quitará el ruido —le consoló la etxekoandre.
—Lo que traen, aquí se queda suspiró Baskardo.
Por no reanudar la última guerra perdida, aquellos inciviles soportaron el ruido lo indecible, pero al cabo de no pegar ojo en las siestas de dos meses, los machos subieron a la techumbre de Sugarkea y con sus hondas arrojaron nubes de pedruscos contra el último invento, y como todos los proyectiles daban en los blancos, al fragor interior de los badajos se sumaba el del exterior de las pedradas, descubriendo los Baskardo que el escándalo crecía cuanto más bombardeaban, y, llenos de confusión, bajaron sus hondas.
Viendo el Jaunsolo que aquellos bárbaros volvían a la carga, esta vez acordonó del todo la iglesia con sus mercenarios. Los Baskardo horadaban la tierra en la base del campanario y surgían por las noches a espaldas de los soldados para abrir boquetes en los muros. Su desánimo no provino de los parches que los Belatone aplicaban enseguida —siempre a remolque de los estropicios— sino de cómo se comportaban ahora aquellos muros: en años pasados se derrumbaban como manteca y ahora las partes altas se sostenían a sí mismas y sostenían a las de abajo.
Los Baskardo contemplaron el campanario indestructible que se reía de ellos quebrantando sus siestas, movieron sus cabezotas y añadieron otro fracaso a su colección.
Esta guerra la sostuvieron en paralelo con otra mucho más humillante: concluida la iglesia, tanto el obispo como el clérigo de misa, el señor de Getxo y el grueso de cristianos creyeron obligado ponerla bajo la advocación de alguien muy alto, y el obispo y el clérigo de misa lo buscaron entre las deidades de su religión, y el Jaunsolo y los cristianos de Getxo entre nombres más próximos. Los primeros decían a los segundos: «Sois recién llegados a la Fe, carecéis de tradición, de mártires, de santos». Y entonces fue cuando ocurrió que el más viejo de los conversos recordó en un sueño la mendaz leyenda del Baskardo que, siglos atrás, fuera crucificado por los romanos tomándole por seguidor de Cristo.
—¡San Baskardo! —estalló la piña de conversos—. ¡Será la iglesia de San Baskardo!
—¿Pretendéis elevar a los altares a uno de esos cafres de Sugarkea que por poco nos dejan sin templo de Dios? —protestó el clérigo de misa.
—¡Murió en la cruz, como Cristo!
—¡Murió vociferando que nadie creyera en lo que estaba viendo! ¡No me tergiverséis la leyenda, que me la sé muy bien!
Los conversos de Getxo, naturalmente, se sabían igual de bien la leyenda, sólo creían que una iglesia del pueblo había de llevar el nombre de uno del pueblo, por muy bestia que fuese. Se mostraron intransigentes. Como incluso el Jaunsolo les apoyaba, el obispo y el clérigo de misa acabaron por entender que la religión daría grandes pasos entre gente tan pueblerina explotando su infantil vocación tribal.
Aturdidos a diario por los estampidos de las campanas, los Baskardo tardaron meses en recordar cómo se llamaba ya el cajón. No lo pudieron creer. Cuando lo creyeron, pensaron que era la peor venganza que podía inventar su pueblo contra ellos. Otearon a su alrededor buscando el artefacto a destruir en esta eventualidad, hasta comprender que ahora no se trataba de madera, piedra o hierro sino del invisible deseo de unos imbéciles. ¿Y cómo luchar contra el impalpable deseo de otros? Convenciéndoles con la palabra. Pero, aparte de que los de Sugarkea tenían en poca consideración la palabra hablada —y más la escrita, como se verá—, resultaba que no se hablaban con nadie desde hacía milenios. Mientras le daban vueltas a cómo hincarle el diente a la gran burla de uno de los suyos entronizando el nuevo invento, ignoraban que el destino trabajaba a su favor para proporcionarles la materia sólida que necesitaban: en esta ocasión, tanto el obispo como el clérigo de misa, el faunsolo y los conversos coincidieron en que se imponía una estatua, la de san Baskardo, pues no cabía una iglesia sin la imaginería de su advocación, cuando hasta la ermita tenía una, la del Ángel que vio Totakotxe. Se recordó que fue tallada por un Ermo, y al Ermo se dirigieron para que les hiciese otra. El grupo comisionado lo encontró tras el Mostrador en actitud defensiva.
—Nos acompañan mujeres, pero no se trata de lo de siempre —le tranquilizó Murua, el primero en Getxo en ser cristianizado—. Tienes que hacernos otra estatua.
—Los Ermo sólo hemos hecho una, pero hace tanto tiempo que lo tendré olvidado —se sinceró el Ermo.
—El que hace una hace ciento —mormojeó una mujer.
—Se dice muy pronto: «Haznos una estatua». ¡Una estatua!, no pedís nada. Y además ya sé qué estatua queréis. —El Ermo los miró entrecerrando los ojos—. Pongo una condición.
La comisión intercambió sonrisas de complicidad. ¡Estos Ermo!
—Se te pagará, no te preocupes —le aseguró Murua riendo.
—No es eso —suspiró el Ermo.
—¿Que no es eso? ¿Qué es, pues? —preguntó la comisión.
—La cara. ¿Qué cara le pongo a la estatua? La propia Totakotxe trabajó junto a mi pariente diciéndole cómo era la cara del Ángel. ¿Quién me dirá a mí cómo era la cara de aquel Baskardo?
—En Sugarkea tienes muchos Baskardo vivos. Los de antes y los de ahora, todos tienen las caras iguales. Coge a uno y te lo pones delante mientras le das al cincel y al martillo.
Quien acababa de hablar comprendió al punto la memez que había pronunciado. Se tenían aquellos Baskardo en tan alto concepto que ninguno posaría para sacar un duplicado de sí mismo, menos para ser convertido en san Baskardo. Los de la comisión pidieron consejo.
—Le tapas la cara con barbas para que no se vea —apuntó el Jaunsolo—. Todos los santos que he visto tienen barbas y son iguales.
—¡No! —saltó el clérigo de misa—. Ha de verse bien que es un Baskardo. Sin la menor duda. El pueblo tiene que convencerse de que el mártir de la cruz fue un Baskardo. Se abrirá el chorro de las conversiones.
—Pues a ver quién es el guapo que me caza a uno de esos saskelaundis —gruñó el Ermo.
No le quedó otra salida que vigilar el paso de los ejemplares sin barba, es decir, los jóvenes, a fin de memorizar sus rasgos y repetirlos en la piedra de dos metros que le instalaron en el suelo de la iglesia. Era insólito que alguien se acercara a Sugarkea a curiosear, sobre todo de día. El Ermo lo hizo de noche, y, aunque se acercó como nadie lo había hecho, no distinguió más que bultos y sombras. Cambió al día, con el riesgo consiguiente. (No es que los Baskardo destriparan a quien sorprendían en sus inmediaciones: se trataba de su mito, del profundo enigma que constituían y sobre el que jamás se les preguntó, del insoportable desprecio con que miraban a la otra especie). Se agazapó bien entre matorrales y abrió mucho los ojos. Andaban a sus tareas en los campos, diligentes, silenciosos. El Ermo buscó entre ellos un buen rostro, pero unos llevaban barbas y otros eran niños. Al cabo de unas horas oyó pasos a su espalda, se volvió y allí estaba la cara de San Baskardo en una criatura de alrededor de veinte años, si bien, al carecer de barba, podría tener quince (¿cómo saberlo?, aquel otro mundo tendría medidas propias). ¿Sólo quince años y llevando sobre sus hombros un descomunal ciervo que casi le tapaba por entero? ¿Dónde coño lo habría cazado, en qué bosque secreto? El jovencísimo Baskardo se acercó mirándole sin una expresión especial, le rebasó y siguió su marcha como olvidado para siempre del intruso. El Ermo corrió a la iglesia antes de que se le esfumara la imagen de aquel rostro, pero la perdió sin haber dado el primer martillazo. Como era la fase primera de desbrozamiento de material, siguió trabajando sin modelo, hasta descubrir, por pura casualidad, que si cerraba los ojos regresaba el rostro. Lo desesperante era que había de abrirlos para aplicar el cincel y lo perdía. Llegó un momento en que lo perdía aun con los ojos cerrados. «Ha de estar fresco, como el pescado», se dijo. Se acercó a Sugarkea en más ocasiones y, a veces, veía al mismo joven Baskardo, y entonces, al regreso, se hacía guiar por un pariente-lazarillo para conservar por más tiempo al modelo dentro de sus ojos cerrados. Comía a ciegas y se desentendía de las tareas de La Venta. Avanzó con lentitud sobre la piedra. El Papa envió a Getxo la orden de secuestrar al joven hereje y atarlo a un poste junto al escultor, pero el propio clérigo de misa se hizo el sordo temiendo que aquellos intratables emprendieran otra guerra contra lo santo.
El error de los Baskardo fue creer que la estatua en que se convertiría el gran pedrusco que fue aporreado dentro del gran cajón sería el mayor insulto a sus principios; por el contrario, resultó ser su interpretación más glorificada, pues el rostro quedó de lo más infiel al asemejarse al de un batracio. No lo vieron así el señor de Getxo, el obispo de Calahorra ni los conversos, no lo examinaron con frialdad a causa de las continuas tensiones creadas por la familia de herejes en los tiempos que siguieron; se acostumbraron a la estatua y jamás repararon en la chapuza del Ermo.
Arrebatado por la falsedad con que su nombre pasaría a la historia de su pueblo, cuenta la leyenda que Baskardo, en uno de sus mayores delirios, recorrió las viviendas de los 47 Fundadores —como ya lo hiciera su ancestro tantas veces—, no recogiendo ninguna adhesión, y, como tantas veces también, se dispuso a luchar solo contra la nueva trampa. Era visto al acecho en la distancia, rondando la iglesia, por si en un descuido podía colarse en su interior para restablecer una verdad a garrotazos. Pero, ahora, a la tropa del faunsolo le resultaba fácil proteger el único acceso, la gran puerta, que, además, para mayor seguridad, permanecía cerrada la mayor parte de las veinticuatro horas.
En Calahorra cambiaron de obispo, y el nuevo, informado de los sucesos de Getxo, de que el hereje parecía no pensar en otra cosa que en la iglesia, en su ingenuidad lo tomó en sentido literal y pidió al Jaunsolo que no desviara una conversión. Cuenta la leyenda que, un 15 de mayo, en la gran festividad de San Baskardo, Baskardo invadió el templo y, ante los ojos atónitos de los fieles y del propio obispo de Calahorra, la emprendió contra la estatua de su antecesor —con la única duda de si fue con garrote o con hacha de sílex—, vociferando:
—¡Los Baskardo nunca tuvimos cara de sapo!
Reaccionó la guardia y, aunque no tenía orden de matarlo, lo mató de un golpe de plano de espada. La estatua ha llegado a nuestros días «con las mismas cinco mellas en la expresión que le causara su pariente».
En el seno de Sugarkea no todos sus miembros acataban siempre el pensamiento único del clan. Aunque podían transcurrir siglos, e incluso milenios, sin que nadie se saliese de tono, ocurría, soliviantando al grupo. La sangre de los Baskardo era tan sana que no le afectaba la endogamia, si bien era frecuente que sus machos o sus hembras se encandilasen de ejemplares del exterior, los secuestraran y, ya en casa, la atmósfera de pureza que respiraban hacía el resto. Emasabel, una de estas excepciones no nacida en aquel seno, «presionada por el cura, había sacado a los muertos de Sugarkea para ponerlos en el yarleku que a la familia le habían reservado en la iglesia», tal era la confianza de los obispos y clérigos de misa en la conversión de aquellos iconoclastas. Al regreso de una cacería, Baskardo observó removido el suelo de toda la vivienda, hurgó con las manos y sus dedos no tropezaron con los huesos de la estirpe enterrados allí desde los Orígenes. Confesó la mujer y Baskardo «salió con su carro de bueyes, forzó la puerta del templo (se lo permitieron, le movía un acto muy íntimo) y vació el agujero ante la mirada mustia del de negro», tardando un mes en distribuir los huesos donde y como estaban. Emasabel le prometió que no lo haría más.
No mucho después, «vio —a distancia, como siempre— a medio pueblo en el pórtico de la iglesia fascinado por un objeto que pasaba de mano en mano y que habían de sostener entre cuatro. Era un libro parroquial, un armatoste acorazado con tapas de hierro fijadas con remaches. El cura lo había traído en mulo de esa ciudad de comerciantes llamada Bilbao, por la que se estaban colando los últimos inventos que quedaban por el mundo». Tan centrados en aquello nuevo estaban los presentes que no advirtieron al Baskardo hasta que lo tuvieron delante, apartándose con temor ante la tremenda figura cubierta de pieles. El clérigo de misa creyó llegado el gran momento. Le acercó el libro y se lo abrió. «Baskardo vio que estaba lleno de láminas semejantes a cuero tenso de res, aunque al tacto no les sacó el mismo pálpito de vida».
—A ver cuándo metemos aquí tu nombre —le dijo el cura, y esperó la reacción del que estaba pugnando por sacarle la malicia a la cosa. Como nada ocurriera, pasó hojas hasta llegar a la primera, y añadió—: Aquí está el bautizo de Arzco Bukua Larreco, hijo de Bastian y de Otxandia, nieto de…
Dice la leyenda: «Cuando concluyó de leer los nombres y apellidos de abuelos paternos y maternos y de padrinos, a Baskardo se le fueron los dedos hacia aquellos garabatos.
»—¿Qué es? —preguntó.
»—La escritura —le respondió el cura en tono profundo—. Y lo que está debajo es el papel».
Todo aquello resultaba increíble para Baskardo y seguía sin encontrarle un sentido, ni siquiera perverso. Con voz cavernosa exigió al cura que repitiera lo que le acababa de recitar. El cura no cabía en su ropaje creyendo tener domado al hereje.
—Ha tardado en llegar la cultura a este pueblo, pero aquí está —exclamó—. Ya nadie nacerá ni se casará ni morirá como las bestias, porque en este libro quedará escrito para siempre.
La cabeza de Baskardo empezó a echar humo. Con los dedos en el papel, sobre aquellos palitroques que no respondían al tacto, dejó transcurrir un tiempo interminable, respetado por los presentes.
—En el fondo era un bendito —llegaron a decirse.
Al cabo de tanta cavilación, Baskardo se rehízo, con un culebreo de su cuerpo sacudió sus pieles como arrojando lejos su confusión, y «pensó que ninguno de los inventos del pasado encerraba tanta peste como aquél». Sin que ni el cura se atreviera a impedírselo, arrancó aquella primera hoja del libro parroquial, hizo con ella una bola y la puso en manos del llamado Bastian, el padre de la criatura recién bautizada, diciéndole:
—Toma. Las cosas de la familia no deben ponerse en manos de cualquiera.
Al desgarramiento de su libro el cura hubo de añadir la fuga del que creía en el redil. Sus ojos se inflamaron de santa ira.
—¡El papel es el progreso —bufó—, la comunicación entre los hombres!
—Ya tenemos aquí bastantes alcahuetes —dijo Baskardo—. El euskera es para ser hablado, y poco.
Se apoderó del libro que sostenían las cuatro manos, escapó con él y lo arrojó por La Galea, que era por donde arrojaba todo lo que no servía.
Sí, los dos cajones, el pequeño y el grande, por este orden de instalación. Pero, antes que los dos, La Venta, antes incluso que el primero, para cumplir con la trascendentalidad más acuciante, la de la gloriosa vida diaria, tergiversada y demonizada por lo que emanaba de los dos cajones, que acabaron por implantar en la tierra un infierno de pecados de urgente redención, y para eso estaban ellos. No les confundió ni la palmaria preferencia de aquel su dios por La Venta ni sus patentes mensajes: «Retiraos, aquí ya tenían donde acogerse, empaquetad vuestras piedras y abrid el bazar donde carezcan de una playa susceptible de recibir un Mostrador que alteró su rumbo para realizarse en un destino a salvo de todos los dioses».