MOISÉS BASKARDO
1942-1943

Dónde estoy. Ésta no es mi casa. Por los resquicios de las contraventanas entra una luz de leche. Son ventanas angostas, las de mi casa son amplias. ¿Qué hago yo en esta cama tan tosca? Echo a un lado la manta y quiero saltar al suelo y caigo de morros. En mi casa nunca me fallaron las piernas. Salgo a un pasillo y oigo ronquidos, conozco muy bien los ronquidos de Román. ¿Qué hace él también aquí? No hay puertas en los cuartos, en uno veo a Fabiola y en otro al pequeño Kresa (la gran esperanza), dormidos. Salgo a la madrugada y entonces los veo: los dos batallones atacándose a bayonetazos y a tiros, en medio de terribles imprecaciones y órdenes salvajes. Permanezco inmóvil hasta el final de la batalla y la retirada llevándose los muertos y heridos. Inspecciono el suelo: ningún rastro de sangre o vísceras, se diría que no hubo batalla. Pero mis ojos acaban de ver el choque entre gudaris y carlistas, y no ha sido un sueño, no estoy dormido. Veo cientos de hojas arrancadas de una higuera y esparcidas por el suelo, que ayer no estaban. Tiemblo de frío y entro a por mi ropa. Aunque no sea mi casa, me habrán traído o habré venido vestido. Mis pies me alejan de esta casa que no es la mía y dejo que me guíen. Avanzo a través de la luz de leche de la madrugada con la impaciencia del que sabe que le conducen al lugar feliz. «Ama, soy Jaso, tu hijo predilecto», digo al estar frente a mi casa. La vaciaron hace sólo unas semanas y ya parece una ruina de siglos. La puerta de hierro del jardín tiene cadena y candado y no puedo pasar, pero veo a ama en una de las sillas blancas del porche tejiéndome un jersey de lana gruesa con las inolvidables agujas de hueso. Me dice: «Estoy esperando que vengan a limpiar el escudo». Desvío la mirada. ¿Dónde está el escudo de los Oiaindia? En su antiguo lugar en la fachada veo un amasijo de polvo amarillo de piedra destrozada a mazazos. «Triunfaremos, ama, el Bien siempre triunfa». Y ella me dice: «Mi queridísimo Jaso», y repite: «Mi queridísimo Jaso», y pronuncia con su voz profunda de mar: «De entre todos los muebles que llenaron nuestra casa sólo uno echo verdaderamente en falta». Calla y espero, muy excitado. Sus largas agujas de hueso rozan la lana con una ternura que me saca lágrimas. No me atrevo a pedirle que me siga hablando. Y, de pronto, el porche queda vacío, sin ama. Me llega su voz, sin ella a la vista: «El cuadro…, ¿recuerdas, mi queridísimo Jaso?». Ella. Fracasaron nuestros viajes buscando a la neskita y ahora ni siquiera tenemos el cuadro. Suelto una carcajada. «Escucha, ama, no me consideres un traidor más. Es que, sencillamente, podemos proporcionarnos otro cuadro racial. ¡Jaso ha sido inspirado por ti, ama! Esta vez tenemos el modelo a nuestro alcance, no habrá que buscarlo. ¿Eh?, ¿eh?, no te oigo, habla sin reparo… ¡Sí, ama, acertaste! Lo acabo de dejar bien dormidito en esa casa que no es la nuestra. Cuando llegue la hora lo vestiremos de aldeanito…, porque aún es pronto, no tiene más que cinco añítos. Aquella niña del cuadro tendría más de trece, una edad en la que ya se advierten con certeza los rasgos de una raza. Buscaré al mejor de los pintores vascos. Despacio, hay tiempo, unos ocho años». El corazón me palpita ruidosamente de alegría camino de la que no es mi casa. «Ama, velaré por él en ese ambiente desvergonzado donde a él y a mí nos ha puesto el destino. En Getxo hay muchos pintores, daré con uno que sea capaz de pintar otra cosa que no sean caseríos, manzanas y cerezas, que haya pintado alguna vez personas, arrantzales, aizkolaris. Le vigilaré, si no se conmueve con lo sagrado del encargo, buscaré a otro». Estoy a seis pasos de la casa que sería odiosa si no estuviera él. Y ahora pasa ante mí en una de sus vueltas al edificio. Desnudo. A veces, he intentado contarlas, pero lo he dejado por aburrimiento. El crío tiene la resistencia de un mulo. Convendrá que el pintor también haya pintado antes a algún korrekolari. Me saluda mirándome, sin pararse. Fabiola también anda por aquí fuera, dando de comer a gallinas, pollos y conejos. Desnuda. ¿Tantas horas han transcurrido desde mi madrugón? La oigo:

—¿Ya estás de vuelta?

—Sí, ya estoy de vuelta —gruño.

Le dirijo la palabra por el chico, por no extremar las cosas. Aunque si se atreve a preguntarme adonde he ido le soltaré una fresca. El chico hace que esta casa sea una prolongación de la de ama.

—En la mesa he dejado leche y castañas —dice Fabiola.

Ama es la única que puede decirme lo que he de hacer y lo que no, a Fabiola le gusta echarme a la cara que ella sola nos sostiene a todos. Espero a que se aparte de los nidales de madera para coger dos huevos de gallina roja. Es imposible apinar la puesta de cada día, ni la propia Fabiola sabe cuántos huevos producirá el pienso de maíz. Hay docena y media de gallinas y algún pollo. Lo que Fabiola sí sabe son los huevos que necesita esta familia, y sabe igualmente que las gallinas nunca pondrán menos, para lo que se ha procurado un margen suficiente de gallinas. Así que estos dos huevos no pertenecen al consumo diario sino a ese margen de seguridad, por lo que no quito nada a nadie. Practico dos agujeritos a cada huevo, como me enseñó Roque de pequeño, y los sorbo.

Aparece Zenon Altube antes de que Kresa abandone su carrera. Y ocurre que, esta vez, no remata la vuelta, se queda oculto detrás de la casa. Es que Fabiola, inexplicablemente para mí, le ha educado a no mostrarse desnudo ante Zenon. Ella tampoco lo hace. Ahora las carnes indecentes de Fabiola desaparecen en la casa. Zenon ha cruzado los arbustos y avanza por el sendero de tierra. A su lado camina una figurita. Fabiola sale de casa envuelta en su sábana. Con otra sábana en la mano va en busca de Kresa doblando una esquina.

—Egun on —dice el anciano.

No hay peligro, no hay oídos en dos o tres kilómetros. Nadie mejor que Zenon para recordarme tiempos mejores. ¡Cuánto disfrutaba ama visitando Altubena con sus tres hijos! Los Altube nos sentaban a su mesa y saboreábamos manjares de aldea. Me adelanto a saludar a la sagrada reliquia.

—¿Ondo? —digo.

—Ondo —dice Zenon.

Sigue hablando pero, de pronto, él y el mundo acaban de desaparecer para mí.

—Andrea…, Dios mío…, Andrea —digo, y apenas me oigo yo mismo.

Zenon no da un paso más y allí se queda mirándome, y no sé si me ha oído o espera algo de mi llegada ante Andrea para intentar tomar una de sus manos, que ella retira.

—Andrea…, Andrea… —me oigo.

—¡Es Julia Martiarto! —oigo a Fabiola.

Se ha interpuesto entre Andrea y yo. Hay un fantasma con sábana blanca apartándome otra vez de mi amor. Me deslizo por uno de sus costados y estoy de nuevo ante Andrea.

—¡No la asustes! —dice Fabiola.

—¿Asustar yo a Andrea? ¿Yo? ¡Que diga ella si la asusto! ¡Asustarla, asustarla yo! ¡Que hable Andrea, es ella la que quiere hablar y no la dejáis! —digo.

—¡No es Andrea, es Julia Martiarto! ¡Andrea es su abuela! —dice Fabiola.

Si últimamente echo en falta a Andrea en el cañaveral es culpa de ese viento adverso que nos aparta y que ignoro quién sopla. Quizá la equivocada Fabiola, tratando ahora de impedirme el paso y contra la que he cerrado mis oídos.

—Andrea, nos veremos mañana a las once en el cañaveral… ¡Nada ocultamos al mundo, nuestro amor es el más transparente de los amores, que el mundo nos corresponda con la misma nobleza! —digo.

El alma niña de Andrea se dibuja hoy como nunca en su tierna carita enamorada. Me mira, pero hay testigos y su recato le impide enfrentarse abiertamente a ese vendaval adverso, como desearía.

—Andrea, nadie conseguirá separarte de Martxel —digo.

—¡Métete en casa y deja de asustar a la niña! ¡Se parece a la Andrea joven pero no es Andrea! —oigo a Fabiola.

Nos rodean enemigos: Fabiola, tan desmadrada como siempre; a tres metros, Kresa, envuelto en su sabanita y mirándonos con sus ojos de cinco años; Zenon, que está aquí para su charla con él en euskera; en la puerta, la montaña de Román, a quien los gritos de Fabiola habrán echado de la cama…

—Gracias por tu visita, Andrea…, en nombre de Martxel —digo.

—¡Calla, calla o me volveré loca!

Y es así como Fabiola hace llorar a Andrea. Pasa un brazo por sus hombros y la conduce hacia los arbustos, y la oigo: «Pobre niña…». ¡Qué bien trabaja el viento adverso! Mis ojos también se humedecen viendo cómo se alejan las trenzas con sus lazos brincando en la pina espalda.

—En un mejor momento me presentaré a los tuyos a pedir tu mano… para Martxel, y esta vez lo haré bien —digo, dando un paso hacia ella, sólo uno, pues ahora es Zenon quien se me cruza.

—¡Viejo! —me dice con dureza.

Y la loca de Fabiola:

—¡No es Andrea, es Julia, la hija de Eugenio Martiarto y Roleta Delatorre, y tiene doce años, y Andrea es su abuela, casada hace más de treinta años con Anselmo Delatorre, y no viven en Altubena sino en Torretxea!

Ha vuelto el rostro hacia mí para que la oiga mejor, aunque ¿cómo no oír sus gritos? Otra cosa es entenderla, no entiendo nada de lo que sale de su boca. Ella es parte fundamental del viento adverso.

—¡Y tú, querido hermano, ya no cumples sesenta años! —añade.

Admito que ha pasado algún tiempo desde que Andrea y yo…, Andrea y Martxel y yo con ellos…, nos encontrábamos los domingos en el cañaveral…, cosa que cuesta creer viéndola ahora. Su insobornable inocencia ha impedido que el tiempo le haga mella. Todos somos pecadores comparados con Andrea, de modo que un vulnerable pecador como yo, sobre el que han pasado tantas desgracias, ha de parecer desgastado. Me sigue desconcertando la sagrada figura de Zenon cerrándome el paso: tendré que meditar sobre ello más tarde.

—Cálmate, Julita, ya pasó. Mi hermano no ve bien y te confundió con otra. No volverá a ocurrir —creo que oigo a Fabiola.

—¿Le compraréis gafas? —dice Andrea.

—Sí —dice Fabiola.

—¿Me lo prometes? —dice Andrea.

—Te lo prometo —dice Fabiola.

Quien tranquiliza finalmente a Andrea no soy yo sino la persona que alimenta el viento adverso. Zenon carraspea y repite a un palmo de mi cara: «¡Viejo!», y se lleva a Andrea. Fabiola pasa a mi lado lanzándome una de sus miradas delirantes.

—Estarás satisfecho. Para ser Jaso, lo has hecho tan bien como de costumbre —dice.

Fabiola llama a Kresa:

—Océano, ven a poner los platos en la mesa.

—¿Por qué le llamas Océano? Ama le bautizó Kresa —digo.

—Lo decidirán sus padres —dice Fabiola.

—¿Sus padres?, ¿desde Francia? Además son anarquistas —digo.

—Es posible que pueda llevarles al niño —dice Fabiola.

Entra Kresa, coge cuatro platos del aparador y los pone en la mesa.

—Podrías conocer pronto a tus padres… —le dice Fabiola.

—¿Van a venir? —dice Kresa.

—Nosotros iremos. Tú y yo. ¿Quieres? —dice Fabiola.

—Tú no eres mi madre, ¿verdad? —dice Kresa.

—Sólo soy tu abuela —dice Fabiola.

—¿Qué es más, la madre o la abuela? —dice Kresa.

—La madre —dice Fabiola.

—Pues yo quiero que seas mi madre —dice Kresa.

Fabiola lo abraza. Los dos están desnudos. Cuando una madre abraza a un hijo y apoya su cabeza en su pecho, siempre hay una tela de por medio. La cabeza de Kresa está entre los senos desnudos de Fabiola. Es la primera vez que no la maldigo, la primera vez que mantengo mis ojos sobre su carne desnuda.

—Conocerás a tu madre —dice Fabiola.

Recuerdo escenas semejantes protagonizadas por ama y por mí o Martxel o la propia Fabiola, y debo admitir que nunca me atreví a pensar que bajo la tela estaba la carne de ama, sus senos. Nos crió a sus pechos. Durante dos años Martxel, Fabiola y yo fuimos más carne de ella que nuestra, fuimos una prolongación de su carne. Y entre una carne y su prolongación no caben telas. A través de una tela, Kresa no desearía tan intensamente tener a Fabiola por madre.

—¡Es obsceno! ¡Apártalo de ti! —digo.

—Siempre estás gruñendo, tío Jaso —dice Kresa.

—A la mesa —dice Fabiola.

—¿Qué sucia educación estás dando a este chico? —digo.

Román sale de su cuarto y es el primero en sentarse ante su plato.

—Vivo en una atmósfera sórdida y pequeña. Me ahogo —dice.

—El tío Jaso es tu hermano, ¿verdad, abuela? —dice Kresa.

—Así es —dice Fabiola.

—Y el tío Román, ¿es también tu hermano? —dice Kresa.

—No, no es mi hermano —dice Fabiola.

—¿Es tu padre? —dice Kresa.

—Anda, come —dice Fabiola sirviéndole alubias humeantes.

—Crearé otro mundo empresarial y huiré de esta pocilga —dice Román con la boca llena de alubias.

—Si vive aquí tiene que ser tu marido… ¡Es mi abuelo! —dice Kresa.

—¡No soy nada de eso, aquí no soy nada de nada! —dice Román.

—¿Es el padre de mi padre? —dice Kresa.

Lo seguro es que Román no es el padre de Matías. Fabiola y Román aún vivían con ama y conmigo cuando ama dispuso que Fabi diera a luz aquí, en Oiarzena. ¿Por qué Martxel y yo acompañamos a Fabiola y Román se quedó en casa? ¿Quién fue el padre? ¿Acaso el propio Martxel? Supongo que lo supe en su día, ahora no lo recuerdo. Quizá no importe. Lo seguro es que Kresa desciende de Flora, y Flora de ama, y ama de la mejor y más limpia sangre vasca, y ningún modelo mejor que Kresa para el cuadro.

—Todos los niños tienen cuatro abuelos y yo sólo tengo una abuela —dice Kresa.

No hace falta que llegue junio o julio para que Kresa y Fabiola vayan a la playa. Bajo sus sábanas al ir y al volver, y desnudos en la playa. Al menos, no eligen la zona central y concurrida, sino Kobo, el rincón al pie del monte, a la derecha. Y las horas no son las que la gente normal considera mejores para el baño, sino las últimas del día. Incluso le tiene sin cuidado a Fabiola que haya oscurecido o haga frío. Ninguno de los dos lo tiene nunca. ¿Será que las sábanas se hilaron en el caliente infierno de Satanás? Me pregunto si la elección de Kobo y a horas tan discretas la hace Fabiola por respeto a sus vecinos de playa o por miedo a Franco. A pesar de sus precauciones, he sido testigo (a veces bajo con ellos) de sus conflictos con don Eulogio y con la Guardia Civil. Frecuentemente, durante la misa del bueno de don Pedro Sarria, don Eulogio se hace subir al pulpito y entre babas denuncia el desorden carnal cometido por los últimos rojoseparatistas de Getxo. La Guardia Civil no conduce a Fabiola al cuartelillo con la frecuencia con que lo hacía en los primeros tiempos, y es que la cuesta que sube a Algorta es muy empinada, para que luego resulte que la multa la pague inmediatamente una rueda de gente del PNV. Los tiros nunca van contra mí, que en la playa llevo un bañador de riguroso reglamento (peto amplio y pantalón hasta media pierna, y nada de paseos sin albornoz), mientras espero que descienda sobre Kresa la luz de la decencia y me mire y se avergüence de sí mismo y se enfrente a Fabiola. No deja de preocuparme que don Eulogio, la Guardia Civil y Franco piensen como yo.

Veo a Roque Altube parado al otro lado del seto. Sé que busca a Fabiola. Nos trae un paquete de comida al mes: chorizos, morcillas, tocino, costilla, productos del cerdo que en esta casa vegetariana no se aceptarían normalmente, pero la presencia de Kresa obliga a Fabiola a entender que un niño en pleno crecimiento no debe sufrir las manías de los mayores. Desde que Román y yo habitamos Oiarzena, el paquete de Roque abulta más.

Avisaré a Fabiola. Bien podría yo recoger el envío, pero rompería un formalismo de cinco años. No hablo por hablar: a mi llegada, hace cuatro meses, en circunstancias semejantes, me acerqué a Roque no sólo para tomar lo que traía sino para interesarme por él. En la charla, le pregunté si el paquete era para Oiarzena. «Sí», me contestó. «Yo se lo llevaré a Fabiola». Pero cuando mis manos tocaron el paquete, Roque lo mantuvo bien agarrado entre las suyas, incluso resistiendo una segunda tentativa por mi parte. Así que llamé a Fabiola. Y me quedé con ellos. Cuando Roque hubo pasado el paquete a Fabiola, le preguntó: «¿Qué tal está él?». Y Fabiola le respondió: «Sigue bien, perfectamente bien. Crece sano y listo. Anda por ahí, no sabe que has venido. ¿Le llamo?». «No, no», dijo Roque. Y se marchó. Fabiola permaneció un rato con el paquete en las manos, mirando la espalda de Roque alejándose. Las dos funciones de Fabiola bien pude cumplirlas yo: recoger el paquete y asegurar que Kresa estaba perfectamente bien. ¿Qué es lo que únicamente ella podía ofrecer a Roque? Sospecho que ama también habría preferido no saber la respuesta. Recuerdo que le pregunté alguna vez: «¿Por qué Román no quiere saber nada de su hija Flora?». Ella me señaló: «Nunca me he metido en un matrimonio ni hago caso de habladurías». «¿Qué habladurías?», le pregunté. «Y menos cuando figuran aldeanos», añadió. «¿Qué aldeanos?», insistí. «Sólo uno, pero es más que suficiente», suspiró. Le dije que no entendía nada y ella concluyó: «No te importe, hijo, no pierdes gran cosa. Y, mi querido Jaso, no olvides esto que te dice tu ama: estamos muy alto para que nos salpiquen los de abajo». La emplacé en más ocasiones y ella siempre me replicaba, tajante: «Es un accidente que para mí nunca ha ocurrido. Y tú confía en tu ama y piensa lo mismo. Olvídalo». Lo olvidé sin saber lo que tenía que olvidar. Luego, en Oiarzena, estuve seguro de que a ama no le habría gustado conocer el deseo de Roque de entenderse exclusivamente con Fabiola. Tengo la completa seguridad de que, de conocerlo, también lo habría olvidado para siempre.

Aviso a Fabiola y regreso no sólo con ella sino también con Kresa. Pienso que, esta vez, Roque no tendrá que preguntar por él, lo tendrá a la vista. No ha cruzado ni medio centímetro la línea de arbustos llena de huecos, a pesar de vernos a los tres ir a su encuentro. De pronto me doy cuenta de algo: el paquete lo trae siempre a primeros de mes, el que tiene en la mano es el correspondiente a agosto y aún faltan dos días para que finalice julio.

—Traigo algo más —dice Roque adelantando el paquete hacia Fabiola.

Pero Fabiola dice:

—Dáselo a Océano.

Son las manitas de Kresa las que no sólo tocan el paquete sino también las manazas de Roque, y el paquete está a punto de caer al suelo al retirar Roque sus manos como si las de Kresa quemaran. Luego saca unos papeles del bolsillo de su camisa a cuadros.

—Salvoconducto —dice.

Fabiola abre su boca para soltar una exclamación y se cubre el rostro con ambas manos.

—¡Lo has conseguido! —dice.

—Yo no, Aurelio —dice Roque.

—Efrén se ha compadecido de… —dice Fabiola.

—No sé. Lo único que sé es que no lo hace por Aurelio Altube —dice Roque.

—Se ha compadecido de esta criatura que aún no conoce a sus padres —dice Fabiola con una lágrima en cada ojo.

—No lo hace por Aurelio Altube, por ningún Altube —dice Roque.

—Tu hijo Aurelio lleva más de veinte años viviendo con esa familia en el Galeón, y si en veinte años no ha nacido entre ellos ni un asomo de proximidad con un insignificante derecho a pedir o recibir favores, siquiera una amistad o una política de compromisos imperiosamente insoslayables, no sé… —dice Fabiola.

—Por ningún Altube —machaca Roque.

—¿Por ningún Altube? ¿Por ningún Altube? Entonces, ¿acaso por Matías? ¿O por mí, Jaso o la memoria de alguna persona desaparecida? —El tono de Fabiola es desgarrado. Pero sólo durante unos segundos, el breve tiempo en que estalla una escena que sólo existe para ellos dos. Quiero decir que saben de qué están hablando y yo no. Fabiola parece desinflarse. Se concentra en los papeles que sostiene en sus manos, sin leerlos, quizá se lo impidan las lágrimas. Al nombrar a Matías, ¿por qué se ha olvidado de Flora? Y al nombrarse a sí misma, ¿por qué se ha olvidado de Kresa?

—¿Has dicho Jaso? —dice Roque mirándome alelado.

Fabiola no le oye o lo pasa por alto.

—Quizá tengas razón, Ella no se lo habría permitido —suspira—. Pero queda otro obstáculo… ¿Es que Efrén ha olvidado que los milicianos Flora y Matías le hicieron prisionero en aquel horrible tiempo… y Martxel…, no, quiero decir…, ¡sí, Martxel!…, Flora, Matías y Martxel, los tres…, y fue a dar con sus huesos en la prisión flotante llena de futuros cadáveres? Es imposible que lo haya olvidado. Y menos, su madre. ¿O acaso no son como creíamos? Tu hijo les pide el documento que para sus verdugos es el mayor premio imaginable, y ellos, que hoy lo pueden todo, les regalan la vida permitiendo que conozcan y estrechen en sus brazos al pequeño que aún no han visto… ¡Lo llevan esperando cinco eternos años!… ¿Por qué?

—Los lobos no pueden comerse todo el rebaño de ovejas, se marchan dejando algunas —dice Roque.

—¿Hartazgo? No pueden más tras el despojo de mis padres, hasta ellos comprenden que fue un exceso… ¿Por qué no? —dice Fabi.

Allá partieron la abuela y el nieto y me costó creer que fueran ellos. En su visita anterior, Roque Altube pronunció una última palabra, una sola: «Vestidos». Y Fabiola entendió y se palpó su sábana y lanzó a Roque una mirada perdida. El también entendió y, al día siguiente, trajo dos paquetes, uno de ropa, y Fabiola y Kresa pudieron viajar a Francia vestidos como criaturas civilizadas, y por eso me costó creer que fueran ellos. El otro paquete era de comida. Pienso que Fabiola gastó en los billetes de ida y vuelta las pocas pesetas ahorradas de la venta ocasional de productos del corral o de la huerta.

—Ahí os quedáis los dos solos. ¿Os encontraré vivos a mi regreso? —nos dijo a Román y a mí.

Nos señaló el emplazamiento de los sembrados con verduras de la estación, cómo se sacaban de la tierra las patatas tempranas para no romperlas, cómo se arrancaban las vainas de su planta. Nos señaló dónde estaba cada cosa en la casa y qué hacer con ellas. Nos enseñó a encender el fuego de la chimenea bajo el caldero colgante, de modo que no nos ahogara el humo. Y los rudimentos de la cocción de los alimentos. No mentiré: hemos sobrevivido la quincena gracias al último paquete de Roque. Aunque ni Román ni yo movimos un dedo, lo mío está justificado. De acuerdo en que somos unos viejos, e incluso que él tiene trece o quince años más que yo. El problema no es ése sino el agotamiento. Estoy agotado desde la Guerra. Román no defendió Euskadi con las armas en la mano y yo sí. Él no está agotado. Vivió la quincena gimiendo angustiosamente de un lado a otro y hablándose a sí mismo: «¡Qué caída, Román, qué caída! ¡Los siglos jamás vieron un derrumbamiento semejante!», con los brazos al cielo y atrepellando con su mole banquetas, tiestos y sembrados. Un desperdicio de la energía no gastada en la Guerra. Además, yo me estoy reservando para la gran misión: patear nuestro amado país en busca del pintor que eternice el actual emblema vivo de los vascos: Kresa, con sus viejas sangres: Oiaindia, Kordaberatz, Baskardo, Larrondobuno, Urondo, Lizarza, Pagazaurtundua, Etxebesteborda… Si no fuera por el elefante de Román, que bufa a mi alrededor, no existiría el lastre del Pérez. Una mancha inoperante, pero que ahí está, ¡maldita sea!… ¿A qué viene el maldita sea, hombre de poca fe? El destino nos protegió de nuestros propios errores y lo hizo con elegancia, pues en los libros parroquiales figura como padre de Flora y abuelo de Kresa un tal Román Pérez de Angulema, siendo otro ese no padre y no abuelo: Román «Roto». Pérez de Angulema. ¡Esto sí que es contar con un buen destino! Y no se detuvo ahí, no dejó las cosas a medias: nos reveló en las nubes la otra sangre que faltaba en Flora y en Kresa: Altube, Uribe, Gaztañerrota, Ilumberri. Creemos que el destino lo hizo tan bien porque el destino es Dios. ¡Ni exceso de fe ni hostias en vinagre! Simplemente, Getxo lo sabe.

Ahí regresan, los veo cruzar el hueco entre arbustos. Kresa sonríe, cansado. De la mano de Fabi cuelga una pequeña maleta roja.

—¿Océano o Kresa? —pregunto.

Fabiola me da un beso y dice:

—Kresa.

En dos años Fabiola ha cedido terreno. Desde el viaje a Francia no ha dado ocasión a que la apresen los guardias por escándalo público. En Kobo, en la base del monte, hay un hueco en el que se medio ocultan ella y Kresa cuando están desnudos. Llegué a pensar que había hecho algún trato con la Guardia Civil. Ni los prismáticos de don Eulogio les pueden localizar. Cuando las primeras sombras de la noche empiezan a invadir la playa, parece acogerse Fabiola a ese imposible trato con los guardias para salir con Kresa a bañarse o corretear por la arena. Ha cedido por no crispar las cosas ante el chiquillo que crece. Aunque oigo que le dice: «Tu cuerpo es tuyo, sólo tú debes mandar sobre él». Y como Kresa, que ha vivido desnudo la mayor parte de sus seis años, no puede entenderle, añade: «Sería como si te robaran un brazo o una pierna o te prohibieran mear cuando tienes ganas».

Ahora sólo voy a la playa cuando Fabiola me ruega que les acompañe para que luego la ayude a subir el cestito lleno de saborra. Pero ni entonces permanezco horas muertas, como ellos, tumbados charlando o cantando o Fabiola leyéndole un libro a Kresa, o ambos paseando por las peñas o recorriendo la orilla del agua de punta a punta de la playa, o Kresa, en solitario, midiéndola en trotes atléticos, actividades todas practicadas desnudos o con sábanas, según la luz. Y, desde el viaje del verano pasado, las incesantes preguntas de Kresa: «¿Cuándo vienen aita y ama? ¿Por qué no vienen de noche y se esconden? ¿Qué les harían si los cogieran?, ¿los matarían como a los nietos de Zenon? ¿Le dejarían a aita jugar otra vez en el Getxo?», y mil más, hasta marearnos. Hoy he bajado con ellos a media tarde. Fabiola lleva la redaña, yo el cesto vacío y Kresa un balón de fútbol. Ellos cubiertos por sábanas, que se arrancan nada más llegar a Kobo.

Fabiola se impacienta dentro del hueco:

—Hay mucha saborra flotando en la orilla, pero trajinar con la túnica es un engorro —dice.

Tiene dos opciones: tirar la sábana o esperar que se haga de noche. Me pongo en pie cada cinco minutos por ver si don Eulogio vigila desde el monte o andan cerca los guardias, pues Kresa ya le está pegando al balón con la camiseta y el pantalón de Adán.

—No estamos para desperdiciar esa saborra —dice Fabiola poniéndose en pie y saliendo al descampado—. Mira —añade, señalándome con el brazo. A distancia, un hombre y dos mujeres, con oscuras ropas viejas, manejan dos redañas sacando saborra del agua—. Si no espabilamos…

Empuña la redaña y a saltitos va pendiente abajo hasta donde rompen las pequeñas olas. Kresa se le une sin soltar el balón. Todavía hay suficiente luz para que me dañe la visión de sus cuerpos desnudos, el de ella principalmente, las piltrafitas de su carne de sesenta años. El de Kresa es terso y bello. ¿Por qué los diferencio? Martxel… entonces, en aquel tiempo…, regresó a Getxo con la locura que nos contagió. Pero yo soy Jaso. Soy Jaso.

Si, al menos, permaneciera quieta… Mete la redaña en el agua verdusca, rastrea y la saca con tres puñaditos de granos de saborra en el fondo. Los vuelca sobre la arena, a dos metros de la orilla, como primera contribución al montoncito con que luego llenaré el cesto. Si no se moviera, las luciérnagas nocturnas del agua no se reflejarían en su piel como brillantes carruseles llamando la atención del enemigo. El maldito cuerpo desnudo del que Jaso no debe saber nada. Las tres personas que cogen saborra la miran y se alejan aún más.

La saborra es negra y mancha el agua y la arena. Es negra como las almas de aita y de Efrén, almas de los altos hornos y demás industrias. La saborra es el cock sobrante del proceso de fundición del hierro que los gánguiles arrojan no mucho más allá de Punta Galea y las corrientes marinas lo traen a la playa y la gente pobre lo recoge para quemar sus últimas calorías en sus cocinas. Ni ama ni los suyos nos ensuciamos nunca con esta kaka. Ama era pura, limpia, perfecta en todo. Sus industrias eran diferentes a las demás, poseían filtros implacables que impedían la contaminación del país, y nuestros rezos diarios del rosario apoyaban la labor de los filtros. «¡Fuera la kaka!», le oí mil veces. «¡Fuera de Euskadi la kaka!». Era el mismo espíritu que le llevó a contratar, exclusivamente, a obreros vascos… Y, ¡Señor!, ahí está la sin fuste de Fabiola ultrajando una vez más a ama, prostituyéndose con esas bolitas negras y sucias que he de acarrear yo a casa. No es casualidad que, hace un siglo, coincidieran la decadencia de los vascos con la aparición de esta kaka en la playa.

—Ahí baja el Baskardo txiki, me voy con él, abuela —dice Kresa.

—Es de noche. ¿A qué vas? —dice Fabiola.

—¡A pescar! —dice Kresa soltando el balón y echando a correr.

—¿Pescar? ¡Si no se ve ni el monte! —dice Fabiola.

—¡El sí ve y yo también! —dice Kresa pisando las primeras peñas.

—¡Dile tú algo! —Fabiola se vuelve hacia mí.

Cuanto más tiempo esté Kresa lejos de ella, mejor. Además, la compañía que ha elegido es inmejorable: un Baskardo de Sugarkea, los vascos más viejos y más vascos. Ama se conmovía al mencionarlos.

—Que vaya, que vaya. De uno de esos Baskardo sólo ha de aprender cosas buenas —digo.

—Me alarma que ande por las peñas de noche y sin farol —dice Fabiola.

—El chico tiene piernas fuertes y buena vista… ¿Viste tú al Baskardo? Yo tampoco. Pero él sí que lo vio —digo.

—La verdad es que son muy amigos. Esos Baskardo son como los gatos —dice Fabiola volviendo a la saborra.

—Le enseñará a vestirse. Los Baskardo de Sugarkea se cubren con pieles, gruesas en invierno, finas en verano. Ama pensaba de ellos que… —digo.

—Sé lo que pensaba ama, pero el hábito no hace al monje —dice Fabiola, y le hace tanta gracia su propia bobada que se ríe un buen rato sin dejar de faenar. Siempre fue una chochola. Con qué simpleza permitió que transformara su personalidad la locura del nudismo traída por Martxel. Era terreno abonado. Yo quería mucho a Martxel, pero no me influyó, seguí fiel a ama.

Tres figuras avanzan hacia nosotros por la clara oscuridad de la noche. No es la Guardia Civil, siempre en parejas. Fabiola se toma un descanso y también los mira.

—Ahí tenéis a la puta —oigo.

Las tres figuras se han detenido frente a Fabiola y nada ocurre durante unos instantes. Son tres hombres y se han quedado mudos y quietos, como habituando sus ojos a la oscuridad, más cerrada en este rincón.

—Ni un pañuelo encima —ríe uno.

—¡Tiene cojones! —dice otro.

—¿Lo haces por tu hija anarquista, para que se sienta orgullosa de su madre? —dice el tercero.

—¿Quiénes son ustedes? No quiero conversación —dice Fabiola.

—Más que conversación te vamos a dar a ti —dice uno.

El tercero, el más gordo, dobla una rodilla para coger una ramita del suelo, con la que roza un hombro de Fabiola.

—¿Sabes quién soy? Soy Benito Muro. Venimos a dar su merecido a tanta obscenidad. ¡Esto se acabó! —dice.

—¿El qué se acabó? —dice Fabiola.

—Esto —dice uno de ellos aplastándole un pecho con su mano abierta.

Fabi le descarga un golpe en el brazo con el mango de la redaña y entonces Benito Muro le propina un bofetón tan fuerte que la deja sentada en el suelo.

—Calladita —dice Benito Muro.

Todo el mundo sabe quién es Benito Muro y quién fue. En el 37 Franco le hizo alcalde de Getxo por haberse pasado a sus filas con una copia de los planos del Cinturón de Hierro quince días antes de que lo hiciera su constructor, el traidor Goicoechea. Dos años después, al alcalde le apeó de su cargo la aristocracia de Neguri. Lo que ahora tenemos delante Fabi y yo es un concejal que también cobra de la político-social.

—Está flaca, pero amortiguó el golpe con un buen culo —dice uno de ellos, un falangista picado de viruela.

Es el que le pone su bota en el pecho, entre sus dos senos, y primero le impide levantarse y luego la empuja hasta ponerla de espaldas sobre la arena, y así la mantiene mientras el otro falangista se suelta el cinturón y se desabrocha el pantalón y el calzoncillo, que resbalan hasta sus pies. Es un falangista pequeño con una boca muy grande. Avanza dos pasos, entorpecido por las prendas de sus tobillos, y llega hasta el extremo de las piernas de Fabiola.

—La gente sólo debe desnudarse para dos cosas: lavarse o follar —dice—. Siempre que he tenido delante a una mujer desnuda, ella y yo sabíamos que el polvo estaba al caer. Y con esta loca no va a ser menos.

Se mueve de pronto el mango de la redaña para golpear uno de los muslos desnudos del falangista. El picado de viruela se pone a forcejear con Fabiola para quitarle la redaña y el otro le dice:

—Échate a un lado, yo solo puedo con ella.

Se aparta el picado de viruela y el de la boca grande separa las piernas de Fabiola, que se ha incorporado, y se arrodilla entre ellas, sujetando con una mano la redaña y con la otra la mano libre de Fabiola, y así puede llevar de nuevo su espalda a la arena y empieza a morderle la cara.

—Se lo estaba buscando desde hace muchos años —dice Benito Muro.

—No —digo. Pero cuando voy a dar el primer paso se me clava un hierro en el estómago.

—¡Quieto! —oigo a Benito Muro.

—¡No! —digo.

—Calla, hermanito —dice Fabiola, la pobre Fabi.

Lucha a brazo partido por quitarse al hombre de encima, se debate con todas sus fuerzas, y me habré quedado sordo porque no oigo un solo grito saliendo de su garganta.

—¡No! —grito, y yo sí me oigo.

—Calla, calla, hermanito —dice la pobre Fabi.

No me muevo porque el hierro clavado en mi estómago es una pistola. Además, me desconciertan los gritos que no salen de la garganta de la pobre Fabi.

—¿Merece la pena? —dice el picado de viruela.

—No lo parecía, pero es como una buena yegua joven —dice el bocazas moviendo arriba y abajo sus nalgas blancas.

—Se lo estaba buscando desde hace muchos años —dice Benito Muro.

¿Qué haría Martxel si estuviera aquí? ¿Cómo podré vivir en adelante si no hago algo? ¿Por qué no me ayuda la pobre Fabi gritando o gimiendo o golpeando al hombre con la redaña? Porque ni siquiera lucha ya con ella. ¿Acaso me está diciendo que no debemos oponernos, que, por la razón que sea, conviene que esto prosiga hasta el final? Es evidente que la pobre Fabi ha sido arrollada por el hombre que ahora la tiene, pero no es menos evidente que el hombre no puede impedir que, al menos, grite o gima por entre los resquicios que le dejan los labios frenéticos que cubren su boca. Y no lo hace. ¡Y, Dios mío, lo podría hacer! ¿No es la misma boca la que me pide con toda claridad: «Calla, calla, hermanito», como ahora?

—Calla, calla, hermanito.

—¡Quieto! —oigo a Benito Muro, y así sé que he intentado moverme de nuevo. El hierro se clava en mi estómago hasta hacerme daño. ¿Qué harías tú, Martxel?, ¿por qué no me hablas, como otras veces? Las nalgas blancas dejan de moverse. El falangista queda sobre la pobre Fabi como una losa muerta.

—Se lo estaba buscando desde hace muchos años —dice Benito Muro.

—Que aproveche —dice el picado de viruela.

El bocazas postrado se pone en pie y se sube los calzoncillos y el pantalón y sale de entre las piernas de la pobre Fabi y ocupa su puesto el picado de viruela. La pobre Fabi extiende un brazo para coger de la arena una toalla y cubrirse con ella el sexo que habitualmente lleva desnudo. Quizá, a partir de ahora, ya nunca más lo lleve así.

—Estas mujercitas flacas engañan —dice el bocazas riendo.

—Las mosquitas muertas —dice Benito Muro.

—Tú, el tercero —dice el picado de viruela.

—¿Yo? ¡Pobre de mí! Además, estoy casado. Estos servicios a la patria son para los solteros, como manda la Iglesia —dice Benito Muro.

El picado de viruela contempla a la pobre Fabi desde su altura, y la pobre Fabi, con sus ojos y toda la expresión de su rostro, le está suplicando angustiosamente que la deje. Todo en ella está diciendo que necesita gritar con desesperación, pero aprieta los dientes con firmeza y de su boca no sale ni un soplo. Caen a la arena el pantalón y el calzoncillo del picado de viruela, y él mismo cae también arrodillado.

—A más años de la victoria menos ocasiones de tirarse a una puta anarquista —dice.

—Habrá que empezar otra guerra —dice el bocazas.

No dejo de ver la cara de la pobre Fabi que tapa el falangista. Pienso: «Tu obligación es gritar, Fabi. Si no gritas es como si no estuviera pasando nada». ¿Por qué no grita si no quiere que pase? Cosas así siempre ocurren entre gritos, un silencio inexplicable me empuja a pensar que estoy soñando esta escena.

—Ni se te ocurra —oigo a Benito Muro, y el hierro se me clava ahora en las costillas.

Martxel, aunque en estos momentos no te siento, has tenido que observar mi intención de intervenir en favor de nuestra pobre hermanita Fabi. Al menos, si tú me hablaras, dejaría de sospechar que estoy soñando. El culo de este falangista también es blanco, más pequeño. ¡Su trote, su maldito trote…!

—¡No! —digo.

—Calla, calla, hermanito… Que no se entere nuestro niño —oigo a la pobre Fabi.

Lo soporta todo por segunda vez sin un suspiro. El falangista se pone en pie, mira al cielo y su cuello se tensa para gritar:

—¡Arriba España!

—Chiiissst… —le pide la pobre Fabi.

El falangista se abrocha el calzoncillo y el pantalón mirando al otro, que también le mira, ambos riéndose.

—Vámonos, ahí llega el crío —dice de pronto Benito Muro.

Baja la pistola y los dos falangistas dejan de reír y el picado de viruela se abrocha precipitadamente el último botón. Vuelvo la cabeza, y sí, aquí llega Kresa. Nunca me atormentó tanto que vea desnuda a su abuela. La pobre Fabi se incorpora a duras penas y queda sentada abrazando sus rodillas levantadas. Con una mano se quita lágrimas de su rostro y con los mismos dedos se diría que modela su expresión para recibir a Kresa. No es más que un niño, pero Benito Muro y los dos falangistas no saben qué hacer. Al pasar ante ellos, Kresa sólo se fija en la pistola que Benito Muro tiene al final de su brazo colgante.

—¡Mira, abuela: tres durdos y una merluza! —dice Kresa mostrándoselos a Fabi.

La merluza es pequeña…, ¡pero una merluza en nuestras peñas! Estos Baskardo de Sugarkea son capaces de pescar y cazar lo más increíble.

—También una merluza…, ¡estupendo! —susurra Fabi.

Kresa se acerca a ella para verla mejor.

—¿Qué te pasa, abuela? —dice, pasándole una mano por la cara.

—¿Pasarme? ¿Qué me va a pasar? No me pasa nada —dice Fabi, llevando a Kresa hacia ella y estrechándolo contra su cuerpo, sin duda para que no la mire más.

Los primeros en dar la vuelta para marcharse son los dos falangistas, justo cuando Kresa se aparta de Fabi y señala con el dedo la pistola de Benito Muro, y así se queda un rato, hasta que deja los cuatro pescados en la arena y camina hacia la orilla buscando algo, y se agacha y regresa con una piedra que ha de cargar con ambas manos, y deteniéndose ante Benito Muro golpea con la piedra su rodilla con un chasquido como el de partir una nuez, una fractura, no de la piedra, que veo entera. A Benito Muro se le escapa un grito de dolor y los dos falangistas se vuelven y lo sostienen uno de cada lado cuando intenta dar un paso y está a punto de caerse, y así se lo llevan, Benito Muro apoyándose sólo en una pierna y gruñendo: «Cabrón de crío, como no se me pase te acordarás de mí».

La pobre Fabi se pone en pie, da dos pasos para recoger su sábana del suelo, se cubre con ella enteramente y yo le agradezco como nunca este gesto. Tapada su desnudez, es como si no hubiera ocurrido nada. Y empieza a caminar trabajosamente hacia la orilla. Cuando Kresa quiere acompañarla, le dice: «No, no, quédate». Kresa me mira y yo me encojo de hombros. Permanece en el sitio, dudando, hasta que se pone detrás de la pobre Fabi y la sigue así hasta el agua.

Todo siguió igual, excepto que en los primeros días de septiembre bajábamos a la playa con la intención de ver las eskarras gigantes que algunos aseguraban haber visto. Si lo hubiera jurado un solo vecino, nadie le habría creído, pero ya eran demasiados los que contaban que su corpachón medía tres palmos y sus pinzas podrían cortar limpiamente el cable submarino inglés si se lo propusieran. Coincidió por aquellos días que se descubrió en las peñas el cuerpo de un pescador ahogado, Jacinto. El que estuviera mucho más comido por los carramarros que anteriores cadáveres aparecidos en la ribera no había que cargárselo a las eskarras gigantes, como algunos se empeñaban. La verdad es que de Jacinto apenas quedaba nada. ¿Existen o no semejantes monstruos? Pues, de existir, habría que calificarlos, sí, de monstruos. Nuestras más grandes eskarras nunca llegan al palmo de caparazón. ¿Por qué han podido crecer tanto repentinamente?, ¿qué significa su aparición?, ¿qué nuevo pecado hemos cometido?, ¿qué mensaje nos envían? Suponiendo, claro, que existan: ya es octubre y ni Kresa ni yo ni Fabi hemos visto ninguna, aun siendo de los que más tiempo pasamos en la playa. Sin embargo, hace seis días, una veraneante huyó de las peñas gritando que una de esas eskarras quiso devorarle el pie y la persiguió con ferocidad; y ayer mismo, una cuadrilla de chavales regresó de su pesca jurando que habían tenido que defenderse a palos del ataque de cuatro de ellas. Pero ¿quién cree a unos chavales? Kresa está triste porque no echa la vista a ninguna. Le pregunté: «¿Las ha visto tu amigo el Baskardo de Sugarkea?», y él asintió enérgicamente con la cabeza. «¿Te lo ha dicho?». «No habla». «Algo ya hablará». Kresa volvió a asentir con la cabeza. «¿Y cómo sabes tú que las ha visto?». «Gogorandi», dijo Kresa. «¿Gogorandi?», repetí. «Su nombre», dijo Kresa. «¿Te refieres a que ellos han puesto ya ese nombre a las eskarras gigantes? ¡Dios mío, entonces sí que existen!». Una semana después, el uno de octubre, Kresa fue por primera vez a la escuela y Fabi dispuso de una excusa —además del mal tiempo que hace— para no ir a la playa: había crecido su inquietud ante noticias de nuevos encuentros con aquellas criaturas. No sólo habían atacado a bañistas en cuatro ocasiones, sino que llegaron a trepar por el monte y nueve de ellas devoraron un huerto entero de lechugas; y nunca más se han vuelto a ver en la playa cadáveres hinchados de perros, sólo sus huesos. A finales de octubre a la gente le ha dado por sospechar que el pescador Jacinto no murió ahogado sino presa de las eskarras. La histeria de los vecinos no deja de estar justificada…, aunque no temen por sus egoístas vidas, no aceptan que ha caído sobre nosotros una nueva plaga bíblica, la última por el momento. Ama se preguntaba qué pecados habríamos cometido para merecer tal sucesión de castigos. Y yo también me lo pregunto ahora. ¿Acaso no es pecado de soberbia no ver la viga en nuestro propio ojo? ¡Dios de los cielos, envíame más luz para comprender el merecimiento de tanta condena a nuestro pueblo! ¿Cómo he de comportarme ante todo ello? La pobre Fabi me dio ejemplo de resignación. Desde hace unos días hay una pareja de la Guardia Civil de vigilancia en la playa y ya ha matado a tiros a dos monstruos, cuyos cuerpos, seguramente horribles, deberían haber sido expuestos al público en algún céntrico escaparate, para general advertencia, pero el alcalde las ha escondido en lugar secreto.

Román se sienta a la mesa gruñendo:

—Además de estar oliendo a berza toda la mañana, ahora me la tengo que comer.

—No están los tiempos para angulas —digo.

—¡Kresa! —llama Fabi.

—Las berzas siempre fueron para los cerdos —gruñe Román.

—¡A comer! —llama Fabi a Kresa.

No han empezado los verdaderos fríos y Fabi aún viste la sábana. No así Román, con manta desde el primer día de septiembre; es falsa su aceptación de la sábana y la manta o mantas, es que carece de cualquier otra prenda para cubrirse. En cuanto a mí, estoy asombrado de cómo me voy acercando a las extravagancias de Fabi. Me pregunto si ama lo aprobaría. Así como acabo de descubrir su admirable fuerza interior a pesar de la sábana, presiento que me reserva secretos que no serían tan desconocidos para mí…

Extraña ver a Kresa vistiendo, como cualquier chiquillo de Getxo, camisa, jersey y pantalones cortos. Sus compañeros de la escuela se mofaban de su sábana, tiraban entre todos de ella y lo desnudaban. El maestro habló a Fabi y así aparecieron la camisa, el jersey y los pantalones cortos. Tardó en acostumbrarse a las nuevas prendas, aunque las echa a un lado nada más regresar a Oiarzena.

—Yo no he visto ni gogorandis ni llamas —dice, aplastando la berza y las patatas con el tenedor.

—¿Quién te ha hablado de las llamas? —dice Fabi.

—Don Manuel.

Le pregunto si el maestro ha visto alguna eskarra gigante y me contesta que no.

—Pero sí vio llamas —dice.

—Os hablaría también de esas eskarras, a pesar de no haberlas visto —digo.

—Seguro. Empezó hablándoles de unas y empalmó con las otras —dice Fabi.

—No sé por qué asusta así a los críos de la escuela —digo.

—Yo asistí a las magníficas proezas de las llamas —dice Fabi.

—¿Las viste, abuela? —pregunta Kresa.

—¡Vaya que si las vi! Las tuve en mi propia casa, el rebaño entero destrozándolo todo. ¡Fue maravilloso! Vinieron a remover las aguas estancadas de Getxo —dice Fabi.

—Y tú, ¿las viste? —pregunta Kresa a Román.

—Las cacé. Eran los buenos tiempos —dice Román con la boca llena de berza.

—Fue un crimen —dice Fabi.

—¿Y tú? —me pregunta Kresa.

Me quedo suspenso y Fabi acude en mi ayuda:

—Estaba de viaje.

—¿De viaje? Te equivocas, yo nunca he salido de Getxo —digo.

¿Por qué ama desviaba la conversación siempre que se mencionaban las llamas?

—Carece ya de importancia —dice Fabi.

—Las llamas las trajo Saturnino —dice Kresa.

—No, exactamente… ¿Eso también os ha contado el maestro? —dice Fabi.

—¿Y quién ha traído los gogorandis? —pregunta Kresa.

—¿Por qué había de traerlos alguien? —dice Fabi.

—Dice don Manuel que son iguales —dice Kresa.

Han pasado tres días. Una avanzadilla de once eskarras gigantes ha invadido la cuadra de un caserío próximo a La Venta. Destrozaron la puerta y devoraron una chala.