ASIER ALTUBE

Nadie encontró sentido a que Ella no expulsara de Oiarzena a sus inquilinos después de que, en marzo de 1942, se convirtiera en su propietaria. Ni siquiera ejerció otro derecho: el de cobrarles un alquiler. Del saqueo de dos imperios fue aquel caserío lo único que se salvó. El traslado de bienes de unas manos a otras se produjo con implacable precisión y no cabía un olvido, un descuido contable, un traspapelamiento. Oiarzena quedó como un solitario remanso en el turbión y Getxo no supo qué pensar. «Quien suponga que la vejez ha debilitado su naturaleza y permitido un desliz de piedad o clemencia o caridad o…, ¡qué sé yo!, sencillamente, se equivoca. Ha de haber otra razón». Tuvimos que esperar a 1960 para conocer la respuesta, al disponer del diario de Aurelio; más bien, en singular, pues únicamente don Manuel lo leyó en esta fecha y, por ocultar su pecado, ocultó esa y las demás revelaciones durante ocho años. Y, sí, acertó esta vez, pues no era Ella la propietaria de Oiarzena sino el propio Aurelio, a consecuencia de una de aquellas esporádicas donaciones que hacía Efrén a su mandarín, como la cesión, en 1934, del puñado de acciones de la Marítima Bilbao.

Lo inconcebible era que nos quedara ánimo para prestar atención a semejantes minucias en medio del incesante fuego de pruebas sangrantes recordándonos el infierno en que vivíamos. Nunca olvidaremos el sermón de don Eulogio el día de la fiesta patronal de San Baskardo de 1943, el 15 de mayo. En los últimos tiempos, si oficiaba él, el interior de la iglesia parecía más grande por la deserción de fieles: así reaccionaban algunos ante el espaldarazo de Cruzada otorgado por el Papa a Franco; otros elegían a don Pedro, el coadjutor. Con todo, acudía gente intimidada tratando de protegerse tras un gesto de adhesión al régimen, y ciudadanos de derechas de toda la vida o de la última hornada, los fieles chaqueteros, así que don Eulogio no tenía demasiada razón para quejarse. Aquel sermón, del que yo no supe en directo —llevaba por entonces un año sin ir a misa—, recrudeció nuestro dolor al escucharse en él que los presos condenados a muerte disfrutaban de un impagable privilegio: el de conocer no sólo el día sino la hora de su muerte y tener ocasión de limpiar su alma para el gran tránsito. «Moriré a las cinco de esta madrugada», sermoneaba don Eulogio. «¿Qué mayor favor del cielo para quien, no habiendo vivido con Dios, tiene por destino el infierno?».

Ni siquiera era suyo el macabro dictamen, sino de un capellán mayor de prisiones, un jesuita que acababa de publicar un libro titulado ¿Qué me dice usted de los presos?, a partir del cual don Eulogio compuso su sermón. Me contaron que ensalzó a esos capellanes como si él mismo perteneciera a tan abnegado cuerpo: «Los capellanes de prisiones se desviven por salvar cada una de las almas de esas legiones de equivocados a quienes Dios está dando una última oportunidad de salvarse. La dulce palabra de los sacerdotes de prisiones va sembrando entre esas hordas la semilla de la fe para que, llegado el terrible momento, muchos pidan confesión y emprendan purificados el último viaje. ¿Qué sería de los condenados a muerte sin los sacerdotes de prisiones? ¡Qué inmenso dolor el de estos sacerdotes si ven que el condenado a muerte, al ser puesto contra la tapia del cementerio, mira hacia la tierra en vez de mirar hacia el cielo! Allí permanecen hasta el último momento, esperando la llamada del que está a punto de caer bajo la descarga justiciera. A veces, el infortunado siente la mano de Dios en su corazón y llama al sacerdote de prisiones y se libra de la condena pina. ¡Y en qué conflicto personal de gran tormento les ponen los condenados a muerte a los sacerdotes de prisiones! ¿Coincidirá la condena de los hombres con la condena de Dios? Os aseguro, queridos hijos míos, que yo, Eulogio del Pesebre del Niño Jesús, en el desempeño de la compasiva obra de un sacerdote de prisiones, humillaría mil veces mi soberbia para festejar que Dios fuera misericordioso con quien habían condenado los hombres… E insisto, recordándoos: vuestras vidas se dirigen hacia un día, una hora en que os jugaréis la eternidad. ¡Todos ignoramos en qué momento nos sorprenderá nuestro fin! Todos, excepto esos condenados a muerte. Excepto ellos. ¿Y quiénes somos nosotros para discutir los privilegios concedidos por Dios?».

Cosas tan inauditas se escucharon aquel día en nuestra iglesia. En ocasiones precedentes, había sido la vida de san Baskardo el tema obligado del sermón patronal. Sólo al final, don Eulogio dedicó un par de minutos desganados al que se tenía por el primer mártir del cristianismo en tierra vasca. ¿Acaso no creía en la leyenda de aquel Baskardo del siglo XI, a pesar de que un Papa lo había elevado a los altares? Don Manuel, tan respetuoso en general, pensaba que don Eulogio hacía bien en no creer, pues la parte silenciada de la leyenda contaba que los legionarios romanos crucificaron por error al único ateo de la tribu.

Escribo a treinta años de lo que los historiadores denominarían primera posguerra, distancia insuficiente para borrar la memoria de los hechos que ocurrieron en mi entorno, es decir, fuera de mí y perfectamente constatables. Pero ¿cómo recordar lo que ocurrió en mi interior y no era perfectamente constatable? En similares tareas de reconstrucción del pasado vienen en nuestra ayuda los puntos de referencia que jalonan los espacios o los tiempos. No así en mi caso. Hoy sé que el nacimiento de mi nueva concepción del mundo sucedió en un tiempo muy concreto: una primera fase, a partir de octubre de 1938, en la que conocí al maestro de taller Tobías, y una segunda, al ingresar en Altos Hornos del Cantábrico como delineante. Así, pues, no sólo tiempos concretos sino también espacios. Sin embargo, no logro rescatar la totalidad de aquel Asier. Sí que le perturbó el descubrimiento y se hizo muchas preguntas y se distanció del viejo Getxo. ¿En qué grado?, ¿hasta el grado de percibir la profundidad de su cambio, aceptarlo por encima de su asombro y pasar a la acción? Pues en la mañana del domingo de aquella primavera de 1943 no bajé a la playa con espíritu distinto al de otras veces, con la suave esperanza de comprobar que, al menos en ese escenario —espacio—, aún no había muerto del todo la fugitiva infancia. Los días más largos y el tibio sol constituían una especie de convocatoria primaveral para las gentes de la zona que aún tenían algo que ver con la primavera. Me refiero a que alguno de mi cuadrilla —o dos, o tres, o todos— aparecería por allí esperando encontrar a los demás, una cita no apalabrada ni días antes ni la primavera anterior, un encuentro que rubricaba nuestro compromiso con la nueva estación y las gloriosas gestas que llevaríamos a cabo en plena naturaleza con nuestras manos y con más instinto que razón: las incontables modalidades menores de caza y pesca, el apañar el bote propio guardado durante el invierno en la caseta de Higinio el bañero, los safaris por la playa, las peñas y los acantilados para conocer sus cicatrices a manos de los temporales del invierno —cambios que Petaca extendía al incremento de callos en nuestras manos tras meses de más o menos ocasionales masturbaciones—. Otro placer recuperado consistía en tenderse —en abril y mayo, aún vestidos— sobre la arena, medio seca, medio húmeda, formando un círculo estrellado con las cabezas hacia el centro, y la charla tenía un sabor nuevo de cosa muy personal, sólo compartida con el paisaje todavía solitario.

No, no portaba ningún secreto mensaje revolucionario para mis amigos Perico Orejas y Pachón, Juanto, Petaca y Joseba. Al menos, hasta lo que uno puede saber de sí mismo. En aquel primer intento no encontré a ninguno de ellos, sí a media docena de otras caras del pueblo. Una semana después, allí me esperaban Perico Orejas y Pachín. Y, al cabo de otra semana, los tres nos juntamos con los tres restantes. Supe entonces que Juanto y Petaca habían sido los primeros en acudir aquel año a la cita, una semana antes que yo. Con este desbarajuste funcionábamos. Componíamos una cuadrilla estable —así reconocida por toda la comunidad—, pero no caíamos en la tiranía de las puntualidades. No decíamos: «Mañana quedamos en el Gran Cinema a las cinco», sino: «A lo mejor voy mañana al Gran Cinema», y oíamos: «A lo mejor caigo yo también por allí». Era a lo más que llegábamos. Con la pesca era parecido, y puedo jurar que respetábamos más los horarios de las mareas que los del cine. Al fútbol tampoco le hacíamos concesiones; si alguien —de la cuadrilla o no— decía: «El domingo van a llevar un balón a la campa de Cipriano», allí nos reuníamos diez o quince, pero por la mañana, por tratarse de una convocatoria de domingo; las de los días de labor eran por la tarde. Supongo que habría algún motivo para comportarnos con esa aparente despreocupación, y podría ser el respeto al otro y a uno mismo que nos teníamos y que saltaría en mil pedazos si nos impusiéramos unos a otros horarios que únicamente a las tablas de mareas se lo permitíamos, sin contar con que los de nuestra edad no tenían reloj, a no ser que fueran marinos. O quizá la causa radicara en los siete o más años en que estuvimos viéndonos las caras a diario en la escuela a horas puntuales y rechazábamos cualquier semejanza con tan humillante época. Pienso que, en el fondo, bullía un ingenuo anhelo de libertad animal, por nuestro nacimiento y desarrollo en un medio abierto y natural, con la playa como gran referencia. El tractor de mis primos lesionando mis pies a los doce años me clavó a una silla de ruedas, luego a unas muletas y finalmente al bastón, pero ninguno de mis cinco congéneres practicó conmigo la selección natural y, salvo ciertas limitaciones, me siguieron considerando un igual. Me resisto a creer que les influyera el prestigio que adquirí al capturar al asesino de Ambrosio Menchaca en aquella correría sobre mi silla de ruedas en la que tuve a mi lado a Perico Orejas y a Pachín.

Bueno, y nada ocurrió en las tres o cuatro semanas siguientes. Me refiero a que me desenvolví con la misma inocencia que mis amigos en la tarea de sacar de la caseta del bañero el viejo bote que poseíamos entre los seis. Cabe, incluso, que jamás hubiera llegado a desnudarme ante ellos ni ante mí mismo si, a últimos de mayo, el destino no hubiera dispuesto que Petaca me soltase ion su vozarrón de carretero: «¿Qué hostias os dan de comer en Altos Hornos?», provocando mi reacción impensada.

Estábamos calafateando el bote aquel domingo por la mañana. La pregunta de Petaca tenía un valor en sí misma, apenas importaba qué la provocó, qué respuesta esperaba obtener de ella. Se había referido a mí, ninguno de ellos trabajaba en Altos Hornos…, aunque no recuerdo qué terrible pifia en el calafateo había cometido yo, no achacable a mi pie tronzado —Petaca nunca haría eso—, sino a mis manos, mis dedos, a su juicio, lentos o flojos: su alusión a la comida así lo indicaba. Pero a mí todo esto me tenía sin cuidado, sólo me quemaron las dos palabras: Altos Hornos.

—¿Por qué dices eso?, ¿con qué maldita intención lo dices? —exclamé, arrojando a la arena los hilos de estopa y el martillo.

—¡La leche! ¿Qué coño he dicho? —gruñó Petaca.

—¡Uno está tranquilo y viene un bocazas y le mete en canción! —exclamé—. ¿Y por qué sólo Altos Hornos y no Escuela de Trabajo?

—Yo ya te pregunté en su día por la Escuela de Trabajo —dijo Perico Orejas.

—¿Qué coño de leches he dicho? —volvió a preguntar Petaca, realmente intrigado bajo su expresión socarrona habitual.

—A los demás también nos gustaría saber cómo te va en Altos Hornos… y en la Escuela de Trabajo —murmuró Perico Orejas.

Me revolví como un gato furioso para lanzar a Joseba y a Juanto:

—¿Y a vosotros? ¡Vamos, abrid la boca y quiñadme también!

Todos habían dejado de calafatear. Pachín lo prolongó medio minuto más, pero lo dejó al ver a los otros. Vivía con Perico Orejas en la casa del tío de éste, León Esnarriaga, quien lo tenía recogido desde hacía más de veinte años. Pachín, que era tardo de mollera, nunca supo explicar cómo ni de dónde había llegado a Getxo.

—¿Es verdad que en Altos Hornos se te chamuscan las cejas y las pestañas? —oí su voz cansina.

Como yo aún seguía apoyado en la panza del bote, pude descargar sobre ella un bastonazo.

¡Txoriburus! —gruñí.

—Pero ¿qué hostias te hemos hecho? —gimió Joseba.

—¡La Virgen con el tío este! —masculló Petaca.

—Seguramente me he perdido alguna mierda importante, a ver quién me la cuenta —pidió Juanto.

—Cuando uno se levanta con el pie izquierdo debería volverse a la cama —sentenció Perico Orejas.

—¡Los cojones de mi burra! —tronó Petaca.

—¡Txoriburus! Si queréis saber algo, miradme a los ojos y hablad clarito: «Asier, cuéntanos de esto o de lo otro», así, sin puñeterías, como eso de levantarse con el pie izquierdo…, ¡el pie izquierdo!

—¿Qué cosa te tenemos que decir clarito? —chilló Perico Orejas.

—Que si queréis saber qué cosas de las izquierdas he visto en Altos Hornos y en la Escuela de Trabajo, pues adelante, pero sin puñeteras indirectas —dije.

—¡Esto es la hostia y la leche juntas! ¿Qué mosca sin padre te ha picado? —rió Petaca.

—A lo mejor es que me lo he tenido callado demasiado tiempo y ya iba siendo hora de que lo supierais —concedí. Y entonces supe que así era.

—Las cejas y las pestañas no se chamuscan en Altos Hornos porque las tuyas no están chamuscadas —descubrió Pachín.

—Bueno, pues dinos de una puta vez cómo te va por allí —y Perico Orejas vigiló mi cara.

—¡Joder, no es para presumir, no eres el primero de Getxo que se mete en Altos Hornos, qué cojones! —exclamó Petaca.

—Hay que hablar de algo… —sonrió Joseba.

—Siempre ocurren cosas graciosas en los sitios nuevos —afirmó Juanto.

—¿Más puñeterías?, ¿me tomáis por imbécil? —exclamé, agachándome a recoger de la arena la estopa y el martillo—. Me estoy cansando del jueguecito y creo que me voy a casa.

—¿Pero no nos ibas a decir algo? —protestó Perico Orejas.

—¡Yo no os diría nada si no fuera por vuestras puñeterías! —exclamé.

—¡A que resulta que no tienes nada importante que decirnos! —mormojeó Perico Orejas.

—Pensé que sólo las viejas cotillas sabían tirar así de la lengua —dije, reanudando el calafateo dándoles la espalda.

La verdad era que les había dejado confusos…, aunque no más de lo que yo estaba. No era así, yo no estaba confuso, la verdad; sabía bien cuál era mi problema. Lo peor que me pudo ocurrir entonces fue que ellos se pusieran también a calafatear y dejaran de prestarme atención. Bueno, excepto Petaca. En realidad, sus manos aún no se habían estrenado con la estopa y el martillo —cuando los demás llevábamos en ello dos horas—, se había limitado a sostener la lata de brea. Su posición en la cuadrilla y en el mundo era especial, su papel parecía ser el de inyectar chispa a la vida. Ya entonces era famoso por sus ocurrencias, llegaría a ser el más esperado en las tertulias de La Venta y luego sus salidas, comentadas por todo Getxo. La característica de sus verdades o mentiras sobre sucesos eran los tropiezos de palabrotas con que las rebozaba, sus continuas profanaciones de lo más sagrado, que en él sonaban como la invención de un nuevo lenguaje, no precisamente inventado por él, no era el único en usarlo, la mitad de los hombres lo hacía, y algunas mujeres, sobre todo las del Puerto Viejo; el primor que distinguía a Petaca no era simple herencia cultural, ese riesgo que corremos todos, ni siquiera era justo atribuirle el mérito al bruto de mi primo Calixto Delatorre, albañil, a cuyas órdenes trabajó Petaca dos años, a sus quince, y del que tomó su modelo lingüístico; lo de Petaca era una creación personal, la tremenda terminología magnificada por una voz ronca única, y ambos tesoros al servicio de un ingenio chispeante; sus menciones a Dios, la Virgen, san Pedro y demás santos, hostias, leche, cojones, coño, tetas, putón, puta madre, joder, tomar por el culo, mamón, cabrón, mamada y algunas docenas más de voces insustituibles componían el cincuenta por ciento de un vocabulario al alcance de cualquiera, pero que únicamente era en él Biblia acabada de nuestros mitos reales del día a día; era un idioma liberador que nos liberaba a todos; la misma gracia brotando de la misma situación y lapidada en la misma frase, engarzada con los mismos vocablos que, en boca de otro, sonaban apócrifos, era arte en la suya.

No duraban muchos los silencios en la cuadrilla.

—Nadie quiere sacarte nada que no quieras decir —habló Perico Orejas. Sí, estaba dolido.

—El mal ya está hecho —dije, y me sentí un miserable—. Resulta que vosotros habéis acertado quiñándome para ver si había algo que sacar, y como hay algo, pues he quedado como un cerdo por haber callado un secreto a los amigos.

—¡Eres la hostia! —exclamó Petaca.

—Todo tiene arreglo —murmuró Perico Orejas—. Te guardas lo que sea y en paz. Todo el mundo tapa cosas a todo el mundo, leches.

—No te preocupes, Asier —dijo Joseba.

—En boca cerrada no entran moscas —sentenció Pachín.

—En boca cerrada lo que se amontonan son más gargajos que la hostia —dijo Petaca.

—La hostia es la que hundirá el bote si no prensamos bien la estopa —gruñó Juanto.

—Aquí donde me veis, he venido con tres pares de alpargatas —soltó Petaca de pronto.

—¡Mentira! —denunció Pachín, después de buscar por todos lados con la mirada—. No has traído más que un par de alpargatas.

Petaca bajó el brazo para señalar sus alpargatas.

—Mirad bien y abrid las orejas —dijo—. Tres pares de alpargatas: éstas, las que veis y las que tengo puestas.

Una gansada de las suyas con la que ni siquiera pretendió aliviar la tensión del grupo o compensar a uno de sus miembros. No era nuestro estilo. Podíamos tener atenciones ocasionales los unos con los otros…, siempre que no se notaran demasiado. Una oportuna rudeza disimulaba las blanduras. No serían pocas las delicadezas a que les moviera mi invalidez y no era fácil advertirlas, pero, cuando así ocurría, yo era el primero en mirar a otro lado. Ni la propia señorita Mercedes fue capaz de mejorarme, de modo que ni siquiera intenté cambiar a la cuadrilla. Quizá hubiera necesitado que mi relación con ella fuera más larga en vez de más intensa, algo así como tenerla de maestra en la escuela en vez de a don Manuel, aunque en tal caso también habría sido maestra de la cuadrilla y todo se hubiera arreglado solo.

—El mal ya está hecho —repetí. Yo sí que me sentí un txoriburu.

—Aquí nadie te ha pedido que hables, ni te lo pedimos ahora, coño —dijo Perido Orejas.

—Es igual. Éste es la hostia, y como lo ha creído, basta. Subamos todos al pueblo a tomar por el culo y bajemos y empecemos de nuevo la mañana, y esta vez al que hable le cae un saco de hostias —amenazó Petaca.

Silencio, excepto el acompasado martilleo.

—Os lo diré.

Fue más bien un suspiro. Entonces el silencio fue total y los cinco pares de ojos se clavaron en mi cara. ¿Sospechaban que lo que iban a escuchar alteraría sus vidas?

—Es que no quería meteros en líos —continué—. Y sé por qué os lo cuento: porque me habría gustado que a mí también me lo contaran mucho antes… He conocido a gente que sigue luchando contra Franco.

—¿Gente de Altos Hornos? —preguntó Perico Orejas.

Y Juanto:

—¿Qué hacen?

Les dije:

—Es gente que parece como los demás pero es diferente. No tienen papeles, no pueden llevar una vida normal, siempre escabullándose de un agujero a otro huyendo de la policía, no tienen ningún contacto con sus familias porque serían descubiertos, sólo existen para media docena de compañeros… ¡Ellos sí que perdieron la Guerra, la perdieron hasta el final!

—Todos perdimos la Guerra —masculló Perico Orejas.

—No sé a quiénes te refieres con eso de ellos. ¿En qué se diferencian de todos los demás a los que nos dieron por el culo? —barbotó Petaca.

—Son anarquistas —dije.

—¡La madre que los parió! —exclamó Petaca—. ¡Que se vayan a joder a su tierra!

—No tienen tierra, no tienen patria —dije.

—Todo el mundo tiene patria. ¿Dónde han nacido, pues?, ¿en el puto aire? —exclamó Petaca.

—Quizá, sí, en el aire, que no tiene fronteras. Ellos no lucharon por una tierra sino por la libertad de los hombres, vivan donde vivan —dije.

—En un permiso del frente —Petaca dejó la lata de brea en la arena para expresarse mejor—, el padre nos dijo que los cabrones anarquistas se hinchaban de matar civiles y curas en la retaguardia, y que asaltaron el Cabo Quilates y el Altuna Mendi para cargarse a los presos, y que habrían acabado con todo Cristo de no haberles puesto la proa los gudaris.

Cogí el bastón y me alejé unos pasos del bote. Petaca tenía preso al padre con una condena de treinta años, el de Joseba con pena de muerte —lo fusilarían un año después—, y al de Juanto le habían dado el paseo los falangistas: se llamaba Antón Basurto y el suyo fue un caso curioso: en junio del 37 salió a la carretera a recibir a la pisión de Flechas Negras, se arrodilló y besó el polvo que pisaban, confiando en que se olvidara su filiación nacionalista y su cargo de alguacil municipal, pero su representación no le dio resultado y, en adelante, el pobre Juanto no pudo llevar la cabeza demasiado alta.

Hasta entonces, Petaca, Joseba, Juanto y yo habíamos compuesto el bloque nacionalista de la cuadrilla, pues el tío de Perico Orejas era socialista y Perico Orejas no sé qué sería en su casa, pero con nosotros parecía más un nacionalista que otra cosa. (He de aclarar que en Getxo no había que hacer nada especial para que a uno le tuvieran por nacionalista o para serlo realmente, me refiero a apuntarse al PNV o airear su pensamiento nacionalista en la calle; se era nacionalista simplemente por ser de Getxo; incluso sobraba lo de nacionalista; se trataba de algo más, un modo de ser y de estar en el mundo, y si a nadie de los que yo conocía se le ocurrió nunca buscarnos una definición era porque no hacía ninguna falta). En cuanto a Pachín, si la lealtad perruna que profesaba a León Esnarriaga no le había hecho abrazar el socialismo, nada lo conseguiría.

—Estoy hecho un lío —confesé, de espaldas a ellos.

Aún me sentía más próximo a la ideología de mis hermanos Esteban y Marcos —gudaris muertos por Euskadi— que a la de Tobías Campo. ¿O necesitaba creérmelo? Me atormentaba una muy precisa pregunta: de estar en su mano, ¿seguirían ambos luchando todavía contra Franco? ¿Qué hacían los nacionalistas vivos? De los huidos, unos estaban en América, demasiado lejos, y los de Francia bastante tenían con sostenerse unos a otros. ¿Y los que andaban por aquí?: inmovilizados por el inacabable terror. ¿Y nosotros, la cuadrilla? En aquel 1942, nuestras edades oscilaban entre dieciocho y veintiún años, es decir, por razón de edad no habíamos empuñado las armas (Pachín, a pesar de sus cuarenta, era punto y aparte); pero ya habíamos dejado de tener entre trece y dieciséis años, así que no había razón que nos prohibiera despertar de la siesta. ¡Cuánta mala conciencia me costó desprenderme del mundo heredado y pasarme hacia el que me arrastraba con fuerza! ¿Traición?

—Estoy hecho un lío —les confesé en la playa en aquel 1942.

Se me antojó que el silencio de mis amigos expresaba su protesta porque alguien perturbaba su prolongada siesta de niños de la guerra. Pero imagino que fue otra cosa: el vacío ideológico que yo también había sufrido antes de conocer a Tobías Campo. Recién salidos de una adolescencia traumática, nos recibió una sociedad vencida y desmantelada, sin dirigentes que le marcaran el rumbo —unos, muertos, y otros, en el exilio—, cuyo único ideal era sobrevivir. En los sótanos de este destino latía en todos nosotros la tibia esperanza de que la pesadilla concluiría alguna vez, y, en los sótanos de los sótanos, y sosteniéndolo todo, los muñones de la vana fe nunca derrotada. Lo que despertó mi atención por la fe de Tobías Campo fue que iba más allá del lloriqueo y seguía hostigando al enemigo. ¿De dónde sacaba la fuerza? ¿Qué fuerza?

—¿Es que has hablado con ellos? —preguntó Perico Orejas.

Regresé lentamente al bote para decir:

—¿Que si he hablado? Por haber hablado estoy ahora así. He hablado mucho. ¿Cómo, si no, iba a saber qué es el anarquismo?… Bueno, también me han pasado panfletos y libros. Ya me he leído dos.

—¿Has leído libros anarquistas? —preguntó Joseba.

En realidad, no se asombraba de que hubiera leído libros sobre anarquismo sino libros en general. Los únicos libros que habíamos leído en la escuela —o escuchado que los otros leían o, al menos, tenido en las manos— eran el Catón, la Aritmética, Geometría, Historia, Urbanidad, Historia Sagrada, el Catecismo y sus ampliaciones en cada curso. Como lectura voluntaria, fuera de la escuela, estaban los tebeos. Uno podía plantarse en los veinte y más años sin haber leído un solo libro por elección, y menos aún haberlo comprado. Nuestros padres y abuelos, para trabajar la tierra y los oficios, jamás necesitaron libros. Los géneros cuento y novela estaban especialmente prohibidos en los hogares.

—¿Te han mandado esos maketos a que nos hables de anarquismo? —preguntó agriamente Petaca.

—¡No! Ni siquiera querían hablarme a mí —dije.

—¿Y por qué te hablaron? —gruñó Petaca.

—¡Porque yo me empeñé!

—¡Menuda sarta de crímenes tendrías que oír!

—¡El anarquismo no son crímenes! —exclamé con viveza.

—Te lo han vendido más bien que la hostia —rió Petaca.

Comprendí que había sido un error hablarles de los anarquistas, Petaca y los cuatro pensaban lo mismo, lo descubrí en sus miradas. ¿Por qué no iba a sentirme aliviado si me descargaban de la responsabilidad de comprometerles?… Supongo que no fue ajena esta consideración a la presencia en ese momento de una pareja de la Guardia Civil hacia el centro de la playa. Bajaba por entre los tamarises bajo el edificio del Cable Inglés.

—Vienen derechos a nosotros —anunció Juanto sombríamente.

—Será un milagro si aguanta un verano más este cacho de quilla —se le ocurrió decir a Perico Orejas.

A estos peligros me refería, a tener que disimular lo que se habla, llevar doble vida huyendo a todas horas, como los anarquistas. Efectivamente, la pareja venía hacia nosotros por la playa, sin quitarnos ojo. El martilleo embutiendo estopa entró en una especie de sordina.

—¡Tiene huevos, ni aquí le dejan a uno en paz! —exclamó Petaca.

—Si hablaras más bajo tampoco se te caería la lengua —dijo Perico Orejas.

—¡Que me oigan esos verdes de los cojones! —exclamó Petaca sin cambiar el diapasón.

Pero no volvió a abrir la boca hasta que los intrusos pasaron a dos metros de nosotros y se alejaron, sin más.

—Creían que teníamos una bomba en forma de bote —se oyó entonces a Petaca.

Yo llegué a temer que el silencio general creado a su paso despertara sus sospechas, pero, al parecer, estaban hechos a cruzarse con mudos repentinos.

—¿Todavía usan bombas los anarquistas? —preguntó Joseba.

—Dejemos eso… —dije.

—Tenía curiosidad —se excusó.

—Es mejor para todos no darle más vueltas al asunto de los anarquistas —murmuré—. No, no usan bombas, que yo sepa. Quizá no se las vi porque las tienen escondidas. Sólo les vi pistolas… Y ya está bien.

—¿Son muchos? —quiso saber Perico Orejas.

—He dicho que ya está bien… No, no son muchos. Tobías me enseñó a unos pocos, cuatro o seis.

—¿Quién es Tobías? —preguntó Petaca.

—¿He dicho Tobías? ¡Joder! —me escandalicé—. Quiero que olvidéis ese nombre, que ni lo pronunciéis para vosotros mismos, ni os acordéis de él… Aunque es posible que el mal ya esté hecho por mi parte. La policía podría atar cabos y cargarse a Tobías.

—¿Qué cabos iba a atar? El nombre sólo ha pasado de ti a nosotros, que sabemos cerrar la boca —dijo Perico Orejas.

—El peligro siempre está a la vuelta de la esquina. Aún no sabéis lo que es vivir en la clandestinidad —dije.

—¡Todos vivimos en la clandestinidad! —protestó Petaca—. ¿No has visto las miradas de perro que nos echaban esos cabrones?

—Si hubiéramos sido anarquistas no habrían pasado tan cerca…, bueno, ni siquiera habrían pasado, habrían corrido a buscar refuerzos. La Guardia Civil ya sabe cómo las gastan los anarquistas… Eso es vivir en la clandestinidad —expliqué.

—Hemos perdido una buena ocasión de ser unos clandestinos de los cojones —dijo Petaca—. Les habríamos saltado encima por sorpresa, sus mosquetones habrían pasado a nuestras manos… ¡Nada de tiros!, un tiro se oye en casa Cristo: dos buenos golpes en los cocos ¡y al bote!, y tirarlos con buenas anclas de piedra donde pescamos jibiones… Ni tus anarquistas lo harían tan limpio.

—No sé cómo lo harían ellos, pero nosotros no lo hemos hecho de ninguna manera —dije.

Ignoro si a toda la cuadrilla le pasó por la cabeza la descabellada idea de un ataque en la playa a la Guardia Civil, pero mi crítica los dejó suspensos. Me dieron algo de pena. Me apresuré a decirles:

—La verdad es que estoy casi seguro de que los anarquistas tampoco habrían movido un dedo. Son clandestinos pero no tontos, no van por ahí matando guardias… No es que no hayan matado alguno, supongo, pero no es lo que hacen habitualmente.

—¿Qué leches hacen, pues? —preguntó Petaca.

—Vamos a dejarlo, no estoy aquí para hacerles el caldo —dije.

—¿Sabes o no sabes lo que hacen? —apremió Perico Orejas.

—Es cosa mía, es mejor para vosotros no saberlo —dije.

Los cinco me lo pidieron con los ojos.

—Todo lo que hacen es por la revolución. Franco ha pasado por encima de muertos y de vivos que ahora parecen muertos, como nosotros, pero esos anarquistas no están muertos. Nosotros esperamos no sé a qué con los brazos cruzados…

—Ellos también están para nosotros con los brazos cruzados mientras no nos digas lo que hacen —me cortó Perico Orejas con las cejas crispadas.

—La revolución no la hará un solo anarquista sino muchos anarquistas —dije—, y no sólo los anarquistas sino todo el pueblo, cuando el pueblo conozca lo que es el anarquismo. Hoy su lucha consiste en extender sus ideas y la noticia de que alguien sigue vivo contra Franco. Escriben artículos, los imprimen y mandan las hojas por correo o las entregan en mano a gente de confianza para que lean cosas muy diferentes de las que se leen en los periódicos. La maquinita con que imprimen esas hojas se llama ciclostil y tienen que escapar con ella de casa en casa cuando aparece la policía a hacer un registro. También sacan un periódico. Necesitan dinero para papel, tinta, sobres, sellos, y no tienen una perra, por eso atracan un banco de tarde en tarde. Para esto y para salvarse de la policía quieren las pistolas.

Por un rato fui el único que movió el martillo. Añadí, embalado:

—Cuando la policía caza a uno y lo mata o tortura, los periódicos dicen que han librado a la sociedad de un delincuente. Hoy a cualquiera le pueden matar o torturar: la diferencia está en que ellos no se quedan esperando a que alguien los denuncie o a que unos guardias civiles o unos falangistas te agarren por creer que los has mirado con mala cara…, ¡ellos toman la iniciativa y atacan como si aún no hubiera acabado la Guerra! Podrían hacer lo que todos, callarse, ocultar lo que piensan, aceptar la dictadura…, pero no.

—Nadie les obliga —dijo Joseba.

—¿Que nadie les obliga? —exclamé.

—Están locos —mormojeó Petaca retomando el martilleo y arrastrando a todos.

—Hay que saber cuándo se puede hacer algo y cuándo no, y ellos no lo saben. —A Perico Orejas apenas se le oyó.

—¿Que nadie les obliga? —repetí—. ¿Cómo podéis decir que nadie les obliga?

—¡La Virgen! ¿Quién les va con una pistola en la espalda? —exclamó Petaca.

—Les obliga su revolución —pronuncié lo más serenamente que pude—. Su revolución… Tienen prisa, no pueden esperar, para ellos la libertad está por encima de la vida.

Petaca destapó la lata de brea y se puso a remover el pastoso contenido con un palo, diciendo:

—En casa no somos más tontos que los anarquistas.

—Nadie ha dicho que los Petaca sois tontos —protesté.

—Por si acaso —dijo Petaca, y sorprendí el guiño que dirigió al grupo—. Pongamos que no sabemos si somos más tontos o menos tontos que los anarquistas. ¿Estamos? Pero si un ratón sale de su agujero cuando anda cerca el hijo puta del gato, y otro ratón no sale, ¿qué ratón es más listo?

—No se trata de tonto o listo sino de tener más hambre… o menos miedo —dije.

Resultó demasiado, lo comprendí al instante.

—En casa la madre ha echado el cierre al euskera. Miedo a que nos oigan y al padre le cambien los treinta años por pena de muerte —dijo Petaca sin dramatismo.

Entonces Juanto y Joseba rompieron su silencio para contar que en sus casas ocurría lo mismo, «a pesar de que no sé qué más nos puede pasar a nosotros con el padre con pena de muerte», añadió Joseba.

—La tía tampoco duerme desde hace cuatro años —aportó Perico Orejas—. Al tío León, un industrial al que le compra chatarra lo salvó de unos falangistas que lo arrastraban a La Galea. La tía oye todas las noches pasos que vuelven.

Pachín no sólo vivía en el hogar de Perico Orejas sino que era un miembro más de la familia, y no sé si hubiera manifestado esa angustia que sufrían, como lo acababa de hacer Perico Orejas, pero se le habían adelantado. Deseó decir algo, sus labios temblaron y por fin le oímos:

—Jobito, como para andarse con bromas.

Esperé que siguiera hablando, como solía hacerlo cuando empezaba y era difícil pararlo; cualquier tema le servía para tomar carrera y luego ir saltando de uno a otro con engarces sorprendentes. No lo hizo y me dejó desnudo ante la cuadrilla ofendida.

—A nadie echo nada en cara —tuve que decir—, ni a los vuestros ni a vosotros, porque tendría que hacer lo mismo con los míos y conmigo. La verdad es que estoy hecho un lío.

—¡Estamos jugando al puto bote, eso es lo que hacemos! —exclamó Petaca, empotrando el culo de la lata de brea unos centímetros en la arena—. En la Guerra los mayores nos decían: «Menos mal que todavía no sois hombres», y ahora nos dicen: «Seguramente ya sois hombres, pero nos han jodido tan bien que ha pasado para siempre vuestra hora de coger algo duro con las manos»… ¡Lo único duro que cogemos es nuestra puta polla y en jodidas pajas se nos va la fuerza!

La cuadrilla no esperaba aquella explosión, incluido yo. Era la primera vez que Petaca soltaba el gato que llevaba dentro, es decir, nos enterábamos de que tenía un gato. Quedamos suspensos. A su modo, también Pachín entendió el espíritu de la parrafada, y lanzó un tenue silbido con un contagio:

—La hostia…

Joseba fue el primero en reaccionar:

—Alguna vez ya he pensado en agarrar mi escopeta y meter los dos cartuchos en las tripas de alguien.

Yo iba de asombro en asombro.

—Nosotros no somos ni de la Guerra de antes ni de la de ahora de los cojones —remachó Petaca.

—Todos tenemos escopetas de caza, menos Asier y Pachín. Cuatro escopetas —señaló Perico Orejas con una indudable intención.

—Las que tienen las escopetas son las mujeres, no nosotros. Y bien enterradas que las tienen envueltas en hules con grasa. ¿Y dónde leches hicieron los agujeros las abuelas y las madres? ¿Por qué no nos lo dicen? Saben que somos hombres, pero no quieren que lo seamos. ¡La Virgen! —masculló Petaca.

Yo no salía de mi asombro. ¡Petaca había querido luchar contra Franco antes que yo! Y la cuadrilla parecía estar con él. Experimenté el pequeño varapalo de verme desposeído en un instante de mi condición de heraldo de la nueva verdad.

Y, de pronto, me asaltó una segunda sospecha: ¿y si todo era una de las bromas de Petaca? Aunque sabía que su rostro no me revelaría nada, lo observé cuidadosamente: su carota de coliflor negruzca tenía los ojos abiertos y fijos en algún punto lejano, bien las peñas de Abasotas, el morro del puerto, la base del Serantes o, simplemente, la mar. Luego, sin transición, se agachó a recoger la lata de brea de la arena, le empotró la tapa, cogió la pequeña brocha con la misma mano y con la libre agarró su pantalón por la cintura y dio varios tirones hacia arriba para subírselo. Se retiraba, daba por concluida su aportación a la mañana. ¿Fue una broma? Yo seguía bastante perdido, acechando cualquier pista en su rostro. Bueno, y entonces me sorprendí rechazando que la respuesta a tan grave cuestión dependiera de la veleidad de un irresponsable, capaz de reírse tanto de la verdad como de una invención. ¿Había sentido alguna vez la cuadrilla tentaciones de enfrentarse a Franco? Mi intuición no tuvo reparo en inclinarse por el sí. ¿Qué les faltó? Y aquí entraban mis anarquistas, mi aún naciente sospecha de la falta de un impulso volcánico.

Como si leyera en mis ojos, Petaca se despidió así:

—Diles a tus anarquistas de la hostia que se larguen de nuestra tierra, y si no te hacen caso los mandas a tomar por el culo.

De manera que faltaba el huevo, lo profundo. Me refiero a que ya había notificado a mis amigos la existencia de aquellos clandestinos que actuaban en un espacio y en un tiempo en que nadie lo hacía, y sólo restaba por saber qué había en ellos de diferente, no de qué estaban hechos sino qué idea les quemaba por dentro.

Apenas dormí la noche de aquel domingo. ¿Cómo reaccionaría en adelante mi cuadrilla?, ¿me buscaría el siguiente domingo o pensaría que me había dado un mal viento en la cabeza? Y, si me buscaba, ¿conocía yo del anarquismo su básico abecé para convencer a alguien? Sería terrible destrozar, por ignorancia, un mensaje tan vital. Tobías sí que lo haría bien en mi lugar. Saltándome sus deseos, yo había forzado varios encuentros con él y con Sabina, principalmente en su propio domicilio, poco menos que asaltándolo, de los que conseguí esos dos libros e informes reveladores. Fueron charlas más bien breves —Sabina no cesaba de vigilar la calle desde la ventana—, que con el tiempo se fueron espaciando. Mis comunicaciones con Tobías a la salida de clase, en la parada del tranvía, eran aún más breves y lo que yo allí recibía no eran lecciones orales sino escritas, panfletos y revistas, que devoraba y enterraba luego en el suelo de la cuadra, desoyendo su orden de destruirlos.

El lunes salí de casa resuelto a mejorar un estado de cosas que me tenía en ascuas. No apareció Tobías por la clase de taller. Pregunté al almacenero si había avisado que estaba enfermo. No. Tan lejos estaba yo de sospechar algo grave que, por la tarde, ni siquiera se me ocurrió preguntar por él a don Antonio. Don Antonio era el jefe de la sección de delineantes de Altos Hornos del Cantábrico, donde yo realizaba mis prácticas desde hacía dos meses, enchufado por Tobías, amigo de don Antonio, una relación cuya naturaleza nunca supe. ¿Política? Don Antonio era de izquierdas, de eso no había duda: le paralizaba la simple mención del nombre de Franco. ¿Socialista, comunista, republicano? ¿Quizá anarquista?, ¿un anarquista retirado? Con sus escasos sesenta años, Tobías no se lo habría perdonado. ¿Y por qué no amigos, sin más?

Nuevas ausencias de Tobías el martes y el miércoles, y entonces sí pregunté por él a don Antonio. Se quedó como cuando le nombraban a Franco.

—¿Ha tenido que desaparecer porque le persiguen? —apunté.

—A él, no. Nunca. Él es legal —dijo don Antonio.

—Entonces, ¿qué ha ocurrido?

Se limitó a mirarme, luego me rogó que le tuviera al corriente, y finalmente musitó:

—Cuidado.

Me permitió salir antes de la hora y tomé el ferrocarril de la margen izquierda de la ría hasta Bilbao. El barrio de Recalde estaba tranquilo, sin tanques ni guardias civiles, como yo había llegado a temer. Me abrió la puerta del piso una mujer desconocida.

—Se marcharon con maletas —me explicó.

—¿Adónde han ido?

La mujer levantó las cejas, apretó los labios y movió negativamente la cabeza.

Era miércoles. El viernes, cruzando la ría en el bote, de regreso de Altos Hornos, descubrí a lo lejos, en el embarcadero de Erandio, a alguien que me pareció Tobías. Cuando, en el momento de atracar, advertí la señal de silencio que me dirigía, supe que era él. Me acerqué mezclado entre los obreros y, al pasar a su altura, se apresuró a susurrarme: «Sigue andando, yo te seguiré». Llevaba barba de días y una vieja boina encasquetada hasta media frente. Al recorrer las calles de Erandio camino de la estación y con un clandestino detrás, creí estar viviendo una película de espías. Sentí la mano de Tobías en mi brazo metiéndome en una tasca ruidosa. Era la hora de los chiquiteros. Me condujo al final de la barra y, por fin, quedamos frente a frente. Aún conservo la impresión de que el hilo de voz salió de sus ojos sombríos:

—Hemos tenido una caída.

Se acercó el tabernero y Tobías le marcó el pedido con dos dedos.

—¿Sabina? —silbé, contagiado de su sigilo.

—No, sólo Celedonio y Leandro. Celedonio ya está muerto y Leandro cantará.

—¿Muerto? —ronqué.

—Bebe. —Tobías señaló mi vaso de vino en el mostrador y dio el primer trago al suyo—. Ha sido un caso de la peor mala suerte. La peor mala suerte del mundo, la mano del demonio, eso es lo que ha sido. El sábado, a Celedonio le reconocieron en la calle dos policías que le habían tenido en comisaría dos años antes y de la que huyó saltando por una ventana… ¡Dos años y su cara no se les había despintado!… No contentos con echarle mano lo metieron en un callejón y lo molieron a hostias. Luego lo pusieron a pasear ante ellos en medio de la gente…

—¿A pasear?

—Una trampa para cazar clandestinos. Celedonio era el cebo… Una norma de la resistencia es no saludar jamás a un compañero con el que nos crucemos en la calle…, por si es un cebo puesto por los policías que van detrás. Y Leandro saludó a Celedonio. Los dos, a comisaría. Empezaron por Celedonio. Era sábado. El lunes se les quedaba entre las manos… ¡Cabrones!

Lo único que yo había hecho con mi vaso era levantarlo unos centímetros del mostrador.

—Era asturiano —añadió Tobías. De un segundo trago vació su vaso—. Su familia no sabía de él desde la Guerra, y quién sabe cuándo sabrá esto. Bebe —me ordenó.

El vino nunca había formado parte de mi vida, fuera de su uso social con mi cuadrilla. No se iba de mi recuerdo el rostro largo y flaco de Celedonio bajo su boina. Oí a Tobías:

—No tienes que hablar, si lo prefieres…

Él mismo se quedó en silencio, aunque pidió más vino con una seña.

—Hay que hacer algo —dije.

—Baja la voz, esos cabrones recorren las tabernas con el oído abierto dando palizas —gruñó Tobías mirando a nuestro alrededor—. ¿Hacer algo? Lo que hay que hacer es plegar velas por una temporada.

—¿Cuánto tiempo?, ¿años?

—Sólo semanas, hasta que se enfríe el asunto.

—A Leandro también se lo cargarán.

—No.

—¿Cómo lo sabes?

—Porque cantará… Durante cuarenta y ocho horas habrá oído los gritos del pobre Celedonio al otro lado del tabique. Empezarían a interrogarle el lunes por la noche. Lo sentarían en la silla aún caliente del compañero y se lo dirían. Nadie sabe de antemano lo poco o lo mucho que podrá resistir. Tiene que llegar el momento. A nadie se le pide que sea un héroe. Se admite el hundimiento tras un tiempo razonable de tortura.

—Quizá estén con él en el cuarto día…

—No. Leandro ya habrá cantado.

—¿Y qué habrá cantado?

—Quiénes estamos en su cédula. Nombres. Lugar de las reuniones, es decir, mi piso. Contactos con otras cédulas… No te asustes, pero podría haber saltado tu nombre si los cabrones hubieran tenido la menor sospecha de que alguien ajeno a nosotros nos ha visitado.

Entonces tomé el primer sorbo. El tasquera lo vio desde lejos y tuve la impresión de que recuperaba la fe en su vino.

—¿Tenéis piso de recambio? —pregunté, con la garganta desenturbiada.

—Sabina y yo estamos con otra pareja en su piso. Si les hubieran descubierto a ellos, habrían venido al nuestro. —Tobías se pasó la tosca mano abierta por la cara—. Te cuento esta historia porque todo se me ha torcido, los papeles que hacían de mí un ciudadano legal ya no me protegen, por no poder ir al trabajo me he quedado sin él, me he convertido en la peor clase de delincuente: el que delinque políticamente después de que Franco liquidara oficialmente la Guerra, el que sigue con la Guerra. Ya no tendré amigos, sólo compañeros.

Nunca olvidaré el tiempo que sostuvo mi mirada hasta que comprendí.

—No puedes dejarme fuera, ¿no lo entiendes? —protesté—. Necesito saber más de vosotros. ¿Por qué no me aceptas? Repartís propaganda anarquista para que crezca la oposición y cuando alguien…

Tobías ya estaba por su cuarto txikito.

—Es demasiado pronto para ti —dijo.

—¿Demasiado pronto?

—Tú no has traído esta situación, eras pequeño en la Guerra, no la ganaste ni la perdiste… Sí, demasiado pronto: todas las generaciones, excepto la tuya, todavía están recuperando el aliento, yo mismo estoy recuperando el aliento…

—¿Después de cinco años no…? —exclamé.

—Tres, tres años —precisó Tobías.

—¡Cuatro! —afirmé—. La Guerra de los vascos no acabó en el 39 sino en el 37. Cinco años. Además, ¿de qué coño de aliento me hablas si vosotros no os habéis tomado un descanso?

Tobías tosió.

—¿Qué tal va el Getxo este año? —preguntó.

El hueco a su derecha acababa de ser ocupado por un cliente.

—¿Cuántos goles? —me ayudó.

—Ah…, bueno… La verdad es que… ¿Goles? No sé. Va el tercero en la clasificación —balbucí.

—¡Ah!, no está mal, considerando que el Athletic le roba los jugadores…

—¿Te gusta el fútbol?

—Ni alubia. Pero uno oye cosas…

Seguimos así hasta que el cliente pagó y se fue. A Tobías le faltó tiempo para lanzarse sobre mí:

—De modo que la guerra de los vascos acabó dos años antes que la Guerra.

—Sí, en junio del 37.

Me miró con dureza.

—¿Y aceptando esa insolidaridad quieres abrazar la ideología más solidaria del mundo? —Me desconcertó aquella violencia—. El Ejército vasco se rindió, pero muchos batallones no nacionalistas continuaron la Guerra en otros frentes.

Fue la primera vez que escuché aquella denuncia. Hasta entonces, el propio Franco, con su fobia rojoseparatista, nos había fundido con las otras fuerzas de la República. Llegaron a Getxo los italianos, luego falangistas y requetés, y el miedo a lo que nos depararía el futuro descartó cualquier otra perturbación. Jamás me llegaron de mis gentes palabras o actitudes que destaparan alguna cicatriz de mala conciencia. Es que ni siquiera existió esta particular mala conciencia. Otra cosa no hubiera resultado coherente con un Partido Nacionalista Vasco esperando tres meses a que la República otorgara el Estatuto para decidirse a defender la legalidad. En 1942 me correspondía haber replicado a Tobías: «La otra no era nuestra Guerra». Cuando descubrí cómo era la auténtica libertad solidaria, la insolidaridad del PNV sería uno de los temas de discusión con don Manuel y de su escandalizado: «¿Qué te enseñan al otro lado de la ría?».

Fue mi petición la que puso en claro cómo pretendía Tobías desembarazarse de mí. Empecé por anunciarle:

—Seré un tonto de esa generación de tontos, pero quiero hacer algo.

—¿Hacer algo? ¿El qué? —preguntó, mirándome como si tuviera delante a un extraño.

—Y no estoy solo, me acompañarían unos amigos. Les hablaré… o les hablarás. Iríamos a la playa… Yo no sé qué decirles. Ven y háblales tú —le pedí.

—Siento que lo oigas, pero vivís hundidos en tanta patriotería que nunca comprenderéis nuestra revolución —dijo Tobías con los ojos hundidos en su vaso.

Fue toda una agresión impropia del hombre que yo conocía, y claro, hizo su efecto. Por unos instantes llegué a renegar del anarquismo y de la fuerza especial que yo le atribuía, y poco faltó para que diera la vuelta y me largara sin una palabra más. Hasta que caí en que era, precisamente, lo que él buscaba. Permanecí en un silencio digno, incluso le hice una seña al tasquera para que se acercara con el jarro. Tomé un nuevo sorbo.

—Es peligroso moverse en la oposición, y más peligroso si no se conocen los trucos del enemigo —dije—. Sobre tu cabeza caerá mi suerte en comisaría.

Naturalmente, no era mi intención que sonara a chiste, pero hube de sonreír cuando Tobías lo hizo.

—Sé que hablas en serio y no me queda más remedio que llamarte loco —dijo—. Por supuesto, no cuentes conmigo. Aún estamos en 1942, demasiado pronto para que alguien empiece una guerra. Guarda energías para cuando recibáis la llamada de la Historia.

—¡Uf, la Historia! Lo sabes todo, ¿eh? ¿Sabes también si es peligroso hablar de anarquismo mientras se calafatea un bote en la playa?

Tobías se incorporó ante mi despecho:

—Mirad si debajo de ese bote hay un cabrón con bigotito fascista. Es el último truco que te enseño.

Brindamos con lo que nos quedaba en los vasos.

—Sin embargo, me buscaste —dije.

—Para despedirme.

—Dile a Sabina algo de mi parte… ¿Dónde estarás cuando quiera saber si estás vivo… o te necesite? —pregunté sin ninguna esperanza.

—Si eres listo, no me necesitarás.

—¿Dónde? —insistí.

Tobías pagó las consumiciones, me susurró: «Sal tú solo y vete», y cuando reaccioné y me puse en movimiento, me deslizó lo último: «Recuerda, Asier, ya no tendré amigos sino compañeros».

A Petaca no se le llamaba así por algo personal sino por su bisabuelo marino que, hacia la mitad del pasado siglo, regresó de un viaje a Cuba trayendo una maleta de cuero llena de tabaco, que depositó sobre el mostrador de La Venta diciendo: «Por allí usan petacas así»; la abrió y, hasta la madrugada, los presentes estuvieron sirviéndose para liar sus cigarros; desde ese día fue «Petaca», título que heredaron sus descendientes, todos en adelante Petacas.

Otro tanto le ocurría a Joseba «Camisón», de los Camisones, llamados así por otro bisabuelo que, haciéndose pasar por sonámbulo, escalaba con nocturnidad y en camisón alcobas femeninas.

En cambio, Perico Orejas se había ganado por sí mismo lo de «Orejas»; las suyas no eran especialmente grandes, tampoco pequeñas —las había mayores sin que llamaran la atención—; ocurría que él las tenía muy separadas de su cabeza, parecían soplillos recibiendo un viento contrario; además, eran orejas que se veían demasiado tiempo, quiero decir que si en ciertas posiciones de otras cabezas deja de verse una de las dos orejas, en el caso de Perico las posibilidades de ver las dos suyas simultáneamente eran mayores.

El único mote que tenía Pachín no lo era realmente: «Arana»; al llegar al pueblo dijo apellidarse así, pero como su mente desmadejada no era de fiar, lo de Arana, a falta de otro mejor, le quedó por mote.

Al flaco y pequeño padre de Juanto, Antón Basurto, se le conoció también por «Pellejo», pero Juanto quedaría sólo como Juanto, quizá porque se deseaba pasar la página del triste episodio del alguacil Pellejo saliendo a recibir a la triunfadora bandera franquista.

Y, bueno, como no hay noticia de que entre los míos hubiera nunca un cojo, deberé pensar que yo estrené lo de «el Cojito».

Mis nervios se aflojaron aquel domingo al no ver a la cuadrilla en la playa. Incluso llegué a desear que ninguno de ellos asomara la nariz en todo el día. Sin embargo, en ningún momento se me ocurrió regresar a casa. «Que sean ellos los que decidan por mí», pensé. «Si no vienen…». Algo absurdo, pues los pobres ni siquiera sospechaban lo que tenían que evitar.

Yo vivía en pleno desconcierto desde la despedida de Tobías, menos de cuarenta y ocho horas antes. Ya no podía contar con él para que la cuadrilla se impusiera en anarquismo. Había otra cuestión: ¿tan mal protegía yo a mis amigos que no dudaba en tentarles con un peligro? Mi caso personal era distinto, nadie me echó un anzuelo; es más: allí estaba Tobías botándome de su infierno. Sólo el azar me había hecho conocer lo nuevo y sólo mi libre albedrío me llevaba a él. Cuando vi bajar por el monte las figuritas de Perico Orejas y de Pachín Arana me sentí un verdugo de niños. Llegaron al bote y el primero en hablar fue Pachín Arana:

—Después de marchar de aquí el domingo subimos la cuesta a escape porque era tarde y no llegaríamos a la hora de comer y nos caería una bronca del jefe, pero en el monte me puse a coger una sonanguille y Perico me dijo «¡Arrea, arrea!» justo cuando yo agarraba el rabo de la sonanguille y se me queda en la mano y se larga la sonanguille sin rabo y no llegamos tarde a la comida porque el jefe arreglaba una rueda pinchada de la camioneta y…

Perico Orejas le tapó la boca con la mano. Lo tenía que hacer cuando su apéndice, antes de llegar a la noticia, interponía una historia-prólogo prolija con mil historias dentro y menudencias desesperantes. No respiraba, eran los mejores momentos de su cámara fotográfica.

—¿Nadie más ha venido? —preguntó Perico Orejas quitándose las alpargatas.

Me encogí de hombros.

—Voy a por los trastos —dijo, girando hacia la caseta de Higinio.

El bañero, su mujer Modesta y su hijo Serafín sacaban a orear, extendiéndolos sobre la arena, toldos y sillas, albornoces, toallas y trajes de baño, que alquilarían en el inminente verano.

—A ti te pasa algo —dijo Pachín Arana.

—¿Qué?

—El domingo no tenías esa cara.

Regresó Perico Orejas con la lata de brea, la estopa, los martillos y las brochas.

—Después, pintarlo —dijo Pachín Arana—. ¿De qué color lo pintamos este año?… Por allí viene Petaca.

Sí, por la orilla de la bajamar, con algo colgándole de las manos.

—Ése ya habrá levantado algo bueno —dijo Pachín Arana riendo y golpeándose los muslos con las manos.

Petaca, extrañamente pálido, llegó al bote casi a la vez que Juanto y Joseba, por el otro lado. Perico Orejas se había dado prisa en traer los trastos de trabajo, pero no parecía tener prisa por empezar. Durante unos segundos ninguno de los seis pronunció palabra.

—Lo he visto. Era más largo que un día sin pan —pronunció de pronto Petaca. No miraba a nadie. Pachín Arana se había precipitado a tocar el pulpo de más de un metro que traía—. No me dejó ver dónde acababa.

No se refería al pulpo, que acababa de depositar cruzado sobre la quilla del bote. Aunque se trataba de una buena pieza, sólo Pachín Arana le había prestado atención. Alrededor del bote flotaba algo especial.

—Ni me tenía miedo. Me vio… y él siguió como si nada —añadió Petaca como para sí mismo.

Tuvo que ser Pachín Arana quien le preguntase a quién había visto que no le tenía miedo, pero Petaca seguía lejos:

—La primera vez fue teniendo yo diez años y, también, doblada Punta Galea. Desde entonces nunca volví a tenerlo a la vista. ¡Como el Cable Inglés de largo! Y eso que no le vi dónde acababa…

Las palabras de Petaca salían de su boca, aunque no parecían suyas, y me afirmé en esta idea al reparar en que no recurría a sus proverbiales hostias, leches, cojones y demás. Tampoco fue él quien respondió a Pachín Arana sino Perico Orejas:

—El Negro, coño —musitó oscuramente, por no herir la perspicacia del resto de nosotros ante uno de Getxo regresando de las peñas ostensiblemente impresionado por la visión impar y diciendo aquellas cosas.

El Negro era un mito absolutamente real, un congrio desmesurado —¿continuaba siendo congrio aquella criatura que parecía de otro tiempo y otra dimensión y seguramente lo era?—; a duras penas conseguía Getxo librarse del Negro enterrándolo en el reino de los socorridos e impunes mitos, pues de tarde en tarde se mostraba a algún pescador, si bien sólo confusa y parcialmente, concediéndonos la duda de que hubieran sido algas ondulantes; pero ocurrió que el mejor pescador de nuestras generaciones vivas —descontadas las de Sugarkea— llegó a verlo en toda su impensable longitud, entero, y sobrevivió, a pesar de no haberlo deseado; su nombre: Félix Apraiz, un aldeano serio, callado, vista impecable, en su frente un plano exacto de peñas, canales, corrientes, cavernas, cuevas y escondrijos, capaz de apinar el pensamiento de los peces y, se decía, hablar con ellos; cuando subió al pueblo y habló de lo que había visto, nadie se acercó a oler su aliento: sabían que jamás bebió otra cosa que leche y agua; Getxo se resignó en adelante a una convivencia indefinible con el gran congrio, diciéndose que existía no porque habitara sus peñas sino por haber elegido como notario a Félix Apraiz y no a otro; ¿procedieron así nuestras generaciones precedentes, comprendiendo que habían de resolver de algún modo su convivencia con las generaciones precedentes del Negro?; ¿cuándo empezó esto?; en opinión de don Manuel, «desde siempre, no en vano la libertad nunca ha dejado de obsesionar al hombre»; aquella desmesurada serpiente marina de la que nadie se explicaba con palabras qué hacía allí, qué significaba su presencia, suponiendo que significase algo. Es que tampoco aquí servían las palabras.

Sea como fuere, ya estábamos allí los seis, fieles a la cita del bote. Si las circunstancias no lo hubiesen dispuesto así, yo habría tenido que inventarme otra convocatoria. Las expresiones que me rodeaban no eran las más propicias para mis aviesas intenciones y el silencio sólo lo rompía Pachín Arana:

—No sé si me gustaría o no tropezarme con el Negro, le diría: «¡Vete, no me espantes la pesca!», ¿no me creéis que se lo diría?, aquí hay alguien que tiene peor cara que el domingo, Perico y yo vamos a buscar en la tejavana de casa el bote de pintura empezado que esté más lleno y si es blanca pues pintaremos el bote de blanco y si es azul pues de azul, dejando algo en el culo para que el jefe no lo eche en falta, aquí hay alguien que tiene muy mala cara…

—¿Qué hostias os pasa? —estalló de pronto Petaca.

Volvía a ser el mismo. Y su vibrante renacimiento contagió a Perico Orejas, a Joseba y a Juanto, que se removieron como pillados en falta. Las miradas de los cuatro regresaron al mundo al cabo de lo que, seguramente, eran los minutos de descompresión que requería el regreso de cada nueva noticia del Negro.

Y entonces lo dije:

—Han matado a uno de los anarquistas. Le torturaba la policía para que denunciara a sus compañeros y murió al negarse a dar nombres y direcciones. Yo también lo conocía, se llamaba Celedonio.

—¿Era vasco? —preguntó Joseba.

—¿Qué importa de dónde fuera?… No, era asturiano.

Joseba torció la boca.

—Son pocos y aún siguen luchando contra Franco —añadí—. Están solos, pero son de piedra. Los persiguen como a ratas y acabarán con todos. ¿Por qué son tan fuertes?

—O tan locos —dijo Perico Orejas—, Franco ganó y ahora su gentuza vigila hasta lo que cagamos.

—Así que asturiano, ¿eh? —dijo Petaca—. ¿Por qué hostias no se van a su tierra a hacer de Tom Mix? ¡Que no nos jodan!

—¿Por qué se van a ir a su tierra si ellos son de todas las tierras? —exclamé—. Su revolución vale para todas las tierras.

—¿Nos estás echando en cara que esos anarquistas tienen más cojones que nosotros? —profirió Petaca.

—No, se trata de otra clase de fuerza —dije.

—El bote, el bote —recordó Juanto, deslizando con la mano libre el estorbo del pulpo sobre la quilla hacia popa.

—Aún no lo tengo claro, pero pienso que ellos luchan por una libertad distinta —dije a media voz.

—Sólo hay una libertad y los únicos que saben cómo es son los que la han perdido, como nosotros —dijo Perico Orejas.

—¡Vagancia gorda habéis traído hoy! —denunció Juanto.

—La libertad de la tierra vasca —respondí a Perico Orejas, él asintió y proseguí—: Ellos combatieron en muchas partes de España, sin importarles qué tierra era.

—¡Gitanos! —despreció Petaca.

—No, no son gitanos. Buscan algo que vale para cualquier tierra… Bueno, sí, en cierto modo pueden llamarse gitanos: no tienen patria.

—¿Cómo se puede vivir sin patria? —preguntó Joseba.

—Ellos dicen que la persona está por encima de la patria.

—¡Eres la hostia! —exclamó Petaca—. Muchos acaban de morir por la patria vasca… ¿Crees que no eran personas? ¡Tengo ganas de agarrar a esos anarquistas de los cojones!

Me habría alarmado al ver cómo se apartaba del bote a largas zancadas y soltándose la hebilla del cinturón, como hacía cuando se cabreaba en serio, pero yo sabía que lo suyo no era cabreo sino descarga de la emoción que aún coleaba por la contemplación del Negro. Bajó hasta la orilla del agua y se agachó a recoger piedras planas para lanzarlas violentamente a ras de las gráciles olas de la bajamar y que resbalaran en un vuelo efímero. Las actitudes de Juanto, Perico Orejas y Joseba me anunciaron que seguían estando con él. Pachín Arana no había elegido bando, sin duda esperando un pronunciamiento oral de Perico Orejas. Me sentí en la obligación de romper aquel muro y, por esperar el regreso de Petaca, él mismo se me adelantó y rompió el fuego con una calma engañosa:

—¿Dónde está, pues, la libertad para esos tíos?

—Dicen que los hombres pueden no ser libres ni en una patria libre, que hoy no hay hombres libres en ninguna parte, que hay que cambiar el mundo para que nadie explote a nadie, que un hombre explotado por otro nunca será libre…

—Los anarquistas son rojos, como los socialistas y los comunistas —dijo Juanto—, y los rojos no son como los vascos.

—Maketos —dijo Joseba.

—Los nuestros cogieron las armas por la patria vasca —expuso Juanto—. Nos cuentan que el Partido se vio obligado a luchar en el mismo ejército con unos rojos que ni en el caso de ganar nos habrían dado la independencia.

—Equilicuá —dijo Pachín Arana.

—¡Me río de la libertad anarquista de los cojones! —exclamó Petaca.

—Ellos dicen: «Sí, patria independiente, ¿y qué más?» —dije.

—¿Que qué más?

Esto preguntó uno, no me importó quién, proclamando el asombro de las cinco expresiones atónitas.

—Ellos dicen que la riqueza y el poder seguirían en manos de los de siempre, que los pobres seguirían pobres y humillados…

—Una Euskadi libre…, ¿qué más? —exclamó Perico Orejas.

—Un rojo no lo puede entender, sólo un vasco —dijo Joseba.

—Ellos dicen que, puestos a elegir patria, la única estaría donde se pueda ser libre…

—¡Y una hostia! —estalló Petaca—. Cojo la maleta, me voy a la China, me hago rico y mi patria es la China. ¡Por los cojones!

Agarró con su manaza el paquete de su sexo por encima del paño. De nuevo pensé en marcharme y dejarles en paz, ahora por lo fácil que me lo ponían. Por casualidad, Petaca había juntado los términos riqueza y libertad, en línea con lo que yo quería mostrarles. Irrumpir en tromba por aquella puerta abierta inocentemente sería un abuso despreciable. Me desplacé silenciosamente por la arena y me senté al otro lado del bote. Les ofrecía tres opciones: abandonar el lugar sin la presión de mi presencia, trabajar el bote o regresar a mí.

—Pues no sería malo volver a lo de antes de la Guerra —oí a Juanto—. Ricos y pobres siempre ha habido, eso no lo van a cambiar tus anarquistas. A todos nos gustaría comer langosta, pero…

—Si todos comiéramos langosta no habría para todos, no son como las patatas. ¡Nos ha jodido! —oí a Petaca.

Me llegaron golpes de martillo. Los de Perico Orejas eran fácilmente reconocibles: limpios, sincopados. Y, de pronto, tuve a mi lado a Pachín Arana diciendo:

—Chicharros yo no me canso de comer chicharros la tía dice que se me está poniendo la cara de chicharro hace tiempo en la boda de un americano me sacaron langosta y le metí un mordisco y pedí chicharro y la criada con cofia entró en la cocina y salió y no había chicharro y pregunté cuándo había y me dijeron que los lunes y desde entonces no me gustan los palacios de Neguri de los ricos y…

—Diles a tus anarquistas —le cortó Juanto— que ya nos arreglamos por aquí sin ser ricos…

—… y que nuestros ricos también se las arreglan sin ser pobres —terció Petaca.

—¡No tienen más cojones que comer langosta! —estalló la risa tartamuda de Pachín Arana.

—Dicen los anarquistas que los ricos son los únicos que quieren que nada cambie en el mundo. Preguntan si es justo que unos tengan todo y otros nada… Cuando nosotros vamos de pesca lo metemos todo en una bolsa y luego nos lo repartimos.

Durante un rato no hubo más que los precisos martillazos de Perico Orejas.

—Ellos dicen que…

—¡La Virgen con ellos y ellos! Y tú ¿qué dices? —quiso saber Petaca con un sonoro escupitajo.

—Si hablamos de anarquistas, pues hay que saber cómo piensan los anarquistas —dijo Joseba llegando a mi lado y sentándose en la arena.

—Lo que menos importa es que los anarquistas tengan o no razón —dijo Juanto—. Dicen que los locos dicen las verdades…, ¿para qué las dicen? A los locos se les da la razón…, ¿y para qué?

—Los creéis locos, ¿no es cierto? A lo mejor es que llevan dentro una verdad y por eso son valientes.

Acusaron el golpe. Hasta dejaron de oírse los martillazos de Perico Orejas.

La mirada polvorienta no se clavó en mi rostro, que era lo esperable, sino más lejos, y estoy seguro de que tampoco en la pareja de guardias que se acercaba desde la Peña del Palo, pues cuando Joseba anunció: «Ahí vienen ésos», él se asombró: «¿Eh?», y recuperó su mirada perdida para enfocarla hacia los visitantes.

Les esperamos sin movernos, sin mirarnos entre nosotros, sin refugiarnos en cualquier actividad, sin desvirtuar nuestro clamoroso silencio. No se me ocurrió sospechar que el incipiente reto fuera consecuencia de mis torpes palabras anarquistas. Llegaron y, esta vez, se detuvieron. Eran los mismos. El joven rodeó lentamente el bote y a nosotros, buscando algo. Ordenó que Petaca y Juanto levantaran el bote de un lado y miró debajo. El mayor nos dijo:

—Están prohibidos los grupos de más de tres personas. Y sois reincidentes. Estáis avisados.

Se alejaron sin esperar una palabra nuestra. El matrimonio de bañeros y su hijo, que habían observado de lejos el episodio, reanudaron sus tareas sin un comentario.

—Para lo hecho podíamos habernos quedado en casa —suspiró Perico Orejas.

Sonó a retirada general. Petaca inició el primer movimiento, recogió su gancho de eskarras y pulpos al tropezar con él y tomó la dirección de los tamarises de la espalda de la playa.

—¡Eh, te olvidas el pulpo! —le gritó Pachín Arana.

Sus palabras no hicieron mella en la espalda de Petaca. A uno que acababa de tener un encuentro con el Negro no se le podía ir con menudencias.

Necesitaron el doble de una semana para que regresaran a sentarnos los seis en la arena formando corro y sin crispaciones, como cuando la brisa de la playa se llevaba palabras incoloras de nuestra tertulia. El domingo siguiente acudí al bote como un clavo y, no viendo a ninguno, recogí de la caseta del bañero los martillos y la estopa, mientras Fermín, el hijo de Higinio Sanjuanena, me transmitía que no había visto a ninguno de ellos por allí. Aunque lo primero que me dijo fue: «Petaca vio al Negro». Dos horas después aún no había llegado nadie. Sentado contra el bote, no me invadió ninguna sensación de derrota: habría sido como admitir mi turbio deseo de triunfar sobre ellos. Me congratulé cínicamente de su incorruptible fe, que me liberaba de una negra responsabilidad. Y entonces aparecieron Perico Orejas y Pachín Arana y pude diluir mi contento en la queja:

—¿Y los demás?

—Petaca…, ¡uff! —exclamó Pachín Arana sacudiendo una mano.

—Sólo sabemos de Petaca —dijo Perico Orejas—. Se ha pasado la semana hablando del Negro en La Venta. La gente le hace corro. Creo que lleva días sin dormir. Les dice que lo ha visto y que medía cuarenta metros. Pero ¿quién le va a creer si les dice que medía cuarenta metros? A otro, a lo mejor le creerían, pero no a Petaca. ¡Cuarenta metros!

—¿Y si es verdad? —señalé.

—¿Verdad? ¿No recuerdas que nos dijo que no pudo verle dónde acababa? Es un chuñista que haría bien en tomarse la vida en serio de vez en cuando. No me extrañaría que ni le hubiera visto…

—Sí que vio al Negro —aseguré—. No hay duda, lo vio. Petaca vio al Negro y nosotros vimos la cara de Petaca el domingo…

—Pues no le esperes hoy —anunció Perico Orejas.

—¿Y a los otros?

—De los otros no sé nada. —Perico Orejas echó una ojeada a los seis martillos sobre la arena—. Tú tampoco has dado ni golpe.

Me agaché a recoger y entregarles sendos martillos, que esgrimieron sin entusiasmo. Perico Orejas miró a su espalda, pero no se veía a nadie.

—Ya no merece la pena ponernos —dijo, jugando con el martillo contra su pantalón.

—Se nos echará encima el verano —se quejó Pachín Arana.

Aunque Perico Orejas no disimulaba estar allí para otra cosa, yo no debía ayudarle a ser sincero. Al menos, se había presentado a la cita. El único —Pachín Arana era parte de él—. Quise creer que mostraba un principio de aproximación a mi mensaje pero que no se fiaba de su propio criterio y necesitaba confrontarlo con los de Juanto, Joseba y Petaca. Devolvimos los trastos a la caseta del bañero, abandonamos la playa y en el pueblo no nos despedimos hasta el domingo siguiente.

Se me habían adelantado. Los descubrí de lejos, al pie del bote y formando corro. Estaban los cinco. En corro, pero no sentados sino de pie y, aparentemente, charlando con viveza. Algún solitario bañista aprovechaba aquel último domingo de mayo.

Me tenían reservado un espacio entre Juanto y Perico Orejas, que ocupé dócilmente. Fermín salió de la caseta con sus manos cargadas.

—Aquí tenéis los martillos, la estopa y unos cinceles finos para embutirla mejor —nos dijo.

Como ninguno le contestara, acudí en su ayuda:

—Está bien.

Reprimí cuidadosamente mi tentación de sentarme mientras no lo hiciera alguno de ellos. De pronto, oí a Juanto: «Tenéis una red clandestina en esta zona». Antes de saber a qué se refería, le pregunté: «¿Quiénes tenemos una red?». «Vosotros, los anarquistas».

—Yo no soy anarquista —me apresuré a rebatir—. ¿De qué red hablas?

—Nos estáis empapelando el pueblo.

Todos me miraron con chispas en los ojos porque todos estaban en el secreto. Juanto prosiguió:

—En la tejera trabaja conmigo Tasio Bukua. A su padre le mandan panfletos anarquistas.

Quedé de una pieza. Pregunté:

—¿Quién le manda?… Quiero decir, ¿cómo se los mandan?… Bueno, ¿y por qué? Lander Bukua no es anarquista.

—Ahí está la madre del cordero —dijo Petaca.

—Pregúntale a la de Oiarzena —dijo Juanto.

—¿A Fabiola Baskardo? ¿Qué tiene que ver ella con los panfletos?

—Cada dos o cuatro meses —dijo Juanto— nos deja a la puerta de casa un rollo de diez papeles debajo de una piedra. Grande y con el nombre del padre. La madre los coge y los quema de la misma, sin leerlos y sin que nadie los lea.

—¿Y cómo sabéis que son anarquistas si nadie los lee?

—Porque un día nos vino Martín Larreko con uno de esos papeles a ver si a nosotros nos mandaban otros iguales —explicó Juanto—. Nos contó que los recibían los de un sindicato que tenía tu tío Roque hace casi cuarenta años.

(Años después de esta escena, don Manuel me hablaría de aquel sindicato, al que tardé años en otorgarle la profunda significación que, según él, tuvo, y fue cuando pude interpretar debidamente la frase con que lo definía: «Conmovedora expiación revolucionaria», y cuyo segundo acto el propio don Manuel protagonizó al estrenarse como maestro en el pueblo minero de La Arboleda para ejercer de caballero andante tratando de enmendar el entuerto del tío Roque).

—Es imposible —murmuré.

—¡Una red clandestina ante nuestras propias narices! —exclamó Perico Orejas.

—¡Es imposible! —repetí—. Sólo los anarquistas reparten hojas clandestinas y Fabiola no es anarquista.

—¿Y qué me dices de su hija? —me lanzó Petaca—. Todo el pueblo sabe que…

—¡Sí, pero está en Francia y no ha vuelto!

—Otros también están fuera y mandan cosas —dijo Juanto.

—¿Que la hija manda panfletos para que la madre los reparta?

—Pues algún calzonazos sí que los manda —dijo Petaca—. Y te diremos quién: alguien que ahora no está lejos de la hija, que está tan cerca que duerme con ella, ese Matías Urondo de los cojones.

—¿Que Matías manda a su suegra…?

—No, espera, te cuento la segunda parte —dijo Juanto—. Bueno, la primera, que es por donde teníamos que haber empezado… Es Pedro, el padre de Matías, quien recibe las bombas, y, por un lado, le queman en las manos y, por otro, pasa la dinamita a Fabiola, que para eso es la madre de la anarquista. Pedro tiene también un hijo anarquista, pero él no lo es y cree que lo más parecido a un anarquista tiene que ser alguien de Oiarzena.

—Los de Oiarzena son la leche, ¿no es verdad, Petaca? —rió Pachín Arana a carcajadas.

—De modo que es a la pobre Fabiola a quien le llegan los peligrosos panfletos a través de los Urondo, hijo y padre, y no de su hija, que a lo mejor ni se ha enterado —recapitulé—. No comprometería así a su madre, es más espabilada que el zopenco de Matías. Sin embargo, parece que Fabiola esperaba los panfletos… Le llegan y, sin más, se pone a repartirlos…

—Pero no a lo loco —dijo Juanto. Se llevó un dedo a la frente—. Tiene cabeza, sólo los lleva a las casas de los de aquel sindicato: Martín Larreko, Lander Bukua y ocho más. Eran diez, según tengo entendido. Aunque algunos ya han muerto, no por eso dejan de ir los papeles a sus casas.

—Tu padre también fue de aquel sindicato —le recordó Perico Orejas.

—Sí, sí —confirmó Juanto—, pero no he visto ninguno, la madre los quema.

—¿Y el jodido de tu tío Roque? —preguntó Petaca mirándome con las chispas del principio en los ojos.

—¿Qué pasa con el tío Roque?

Las chispas de Petaca refulgieron más.

—Fabiola no le dejará bajo la piedra un solo papel sino varios, para que eche una mano en el reparto —dijo.

Todas las miradas se clavaron en mí. Siguió un silencio. Me pareció repugnante que Petaca aprovechase el asunto de los anarquistas para hacer una gracia con lo que todo el pueblo sabía y callaba…, al menos, ante el sobrino. Perico Orejas rompió la pequeña tensión sentándose en la arena y reclamando:

—Bueno, Asier, a ver si nos enteramos de qué ponía en esos papeles.

—¿Cómo lo voy a saber si ni sabía que anduvieran rodando por ahí?

Pachín Arana fue el segundo en sentarse y Petaca el tercero, diciendo:

—Pondrá las mismas hostias que en los de Bilbao.

—Alguno ya leí… Libertad, libertad es la palabra que más aparece… Libertad. Libertad. Libertad… Dicen que en las prisiones de Franco…, esto de «las prisiones de Franco» lo repiten tanto como lo otro…, en las prisiones de Franco se amontonan cientos de miles de condenados a muerte o a treinta años… Que en España hay corrupción sin medida, que mientras se enriquecen los que mandan el pueblo se muere de hambre… Que nunca los vencedores de una guerra se ensañaron tanto con los vencidos… Y, bueno, cosas así. Los anarquistas buscan que en sus panfletos la gente lea lo que no puede leer en los periódicos, le piden que resista a los verdugos sin perder la moral, que empiecen a organizarse para crear un principio de resistencia… Con los panfletos, mis amigos quieren anunciar que no todos los enemigos de Franco están callados, que parte del pueblo ha empezado a luchar, que la gente debe acercarse a los que luchan…

—¿Le habéis oído? ¡Mis amigos! —exclamó Petaca—. Tú eres ya más anarquista que el gallo de la Pasión.

Juanto y Joseba se habían sentado también, y entonces lo hice yo, el último. Era un corro semejante al que solíamos formar cuando coincidíamos en la playa en época no veraniega, con pocos o ningún testigo. ¡Ah, cuánto preferíamos nuestra playa solitaria! Lo que hablábamos en esos encuentros era secreto para el resto del mundo. La costumbre la arrastrábamos desde niños y, al rebasar esta época, fue el corro de lo poco que se salvó sin perder su infantilismo, de ahí nuestros reparos a reformarlo. Y allí estábamos una vez más en aquel mayo del 42. Más propio sería decir que allí estaban ellos. Me gustó pensar que lo consideraban uno de nuestros corros especiales.

—Bueno, Asier, algo de cojones ya ponemos los de Getxo, ¿no? —dijo Perico Orejas.

—¡La que ha armado el jodido de Matías! —rió Petaca.

—Lo único que ha hecho es asustar, que la gente pierda el culo quemando papeles. Sólo Fabiola los habrá leído.

—Yo sí los leería si caen en mis manos —dijo Joseba.

—Pues yo no —dijo Perico Orejas—. Yo elijo las cosas, no quiero que me las metan.

—¿Y si lo que te meten es mejor? —preguntó Joseba.

—Que nadie venga a cambiarme de la noche a la mañana —dijo Perico Orejas.

A pesar de su tono agrio, en ocasiones se le podía advertir una incipiente inclinación por la ideología socialista de su tío León Esnarriaga, pero le costaba despegarse del nacionalismo reinante.

—Que nos dejen en paz a los de Getxo —apoyó Pachín Arana con el ceño fruncido.

—¡Hasta el cabrón de Matías nos manda papelotes anarquistas! ¡Hay que joderse! —roncó Petaca.

—¿No es Franco nuestro enemigo? Si los anarquistas también están contra él, lo que escriben en sus panfletos podríamos escribirlo nosotros —dije.

Perico Orejas me miró fijamente.

—¿Crees de verdad en esas ideas?

—No sé, no sé en lo que creo. No estoy seguro de nada… Pero es lo de menos. Lo que importa es que alguien está arriesgando su vida. Y lo está haciendo ahora. ¿Es que no lo entendéis? ¡Los matarán como a perros y se perderá la última esperanza de libertad! —Me puse en pie apoyándome en la panza del bote—. ¡No sólo la perderán ellos sino todos, nosotros también! La libertad existe mientras alguien lucha por ella. Mis amigos morirán y acabará la lucha, acabará la esperanza.

Juanto, Joseba, Perico Orejas y Petaca quedaron en un silencio que ignoro si lo trajo la carga de mis últimas palabras o el asombro por mi súbita adhesión. Pachín Arana no participó de ese silencio, pues le oí: «¿Has dicho libertad?», y se me quedó mirando con los ojos muy abiertos, y los demás, aunque sus bocas seguían calladas, no sé por qué me pareció que formaban el muro que devolvió la pregunta en forma de eco. ¿Y yo? Bueno, si el insólito estado de ánimo de la cuadrilla coincidía con el mío, puedo aventurar que todos, con más o menos conciencia, advertimos la ruptura con nuestro corto pasado —al menos, con la escena contemporánea que estábamos viviendo— y la instalación en una atmósfera con otra gravedad, no por mérito especial de la alelada pregunta de Pachín Arana, sino por haber sido pronunciada, precisamente, por él, el niño grande cuya imagen desgarbada ocupaba en Getxo poco más que el espacio de su bulto, el inocente a cuyos ojos el escéptico podía asomarse para encontrar todos los sueños perdidos. Suponiendo que fuera una más que dudosa premonición, en ningún caso la pregunta hubiera sustituido a la contundente propuesta con que, enseguida, nos anonadó:

—Pues si los van a matar, habrá que ponerles también en la subida al Gorbea.

La temeraria ingenuidad con que equiparó a los anarquistas con el macho de las llamas nos sacudió hasta los tuétanos. Vi a Perico Orejas tragar saliva y mirar a Pachín Arana como preguntándole por qué metía a la gente en tales sobresaltos. Pues si bien en 1907 fue el chico de catorce años —luego don Manuel— quien rescató al macho de la carnicería general y de un Efrén de dieciocho años y lo condujo a las estribaciones del Gorbea y el macho comprendió y se adentró solo en la niebla en busca del refugio de las cumbres, en 1934 serían los dos, Perico Orejas y Pachín Arana, los encargados de dirigir al monte a un descendiente de ese macho, aquel increíble Cristóbal, híbrido de llama y burra, a quien los faros de la camioneta de León Esnarriaga deslumbraron de noche en una estrada y que acabaría siendo adoptado por Perico Orejas y Pachín Arana, no sin que antes Efrén se lo adquiriera al chatarrero por dos mil pesetas, para ver si le ponía en la pista de su antepasado, aunque fracasaría en todos los intentos; Perico Orejas y Pachín Arana se lo robaron del Galeón y el chatarrero lo exhibió en un corral como monstruo de feria en los diez años siguientes, cobrando a real la entrada; hasta que llegó el año 1934 y con él la peripecia detectivesca en la que yo embarqué a mis dos amigos e incluso al propio Cristóbal, al término de la cual Efrén lo reclamó al chatarrero; fue cuando don Manuel propuso a Perico Orejas y a Pachín Arana la solución que él empleara veintisiete años antes para mantener viva aquella esperanza. Y hubieron de cometer un segundo robo en el Galeón —esta vez en compañía de don Manuel— en la primera semana de la Guerra: un retoño del macho, uno de los gemelos paridos por una burra de Gallarta, pues su hermano había sido muerto por los jesuitas instalados en el caserón; su destino fue, igualmente, el Gorbea.

Mi cuadrilla, es decir, cuantos habíamos pasado por la escuela de Algorta, conocíamos la historia que el maestro solía contarnos con la mirada perdida. Ningún curso dejó de escucharla no menos de una vez por semana, preferentemente los jueves. Cuando supe de ella por primera vez, en 1929, don Manuel ya no la contaba como historia sino como fábula, sin duda minado por la edad el idealismo de sus catorce años. Pero, tras la Guerra y la pérdida traumática de tantas cosas y la necesidad de recobrarlas, el tema del indomable macho del rebaño de veintiocho llamas recibido del Perú por el tío abuelo Saturnino cobró rabiosa vigencia y ningún otro habría convenido más a nuestro esclavizado país.

Tan sencillamente vinimos a parar en opositores violentos.