Digo a Fabiola:
—Te habré dicho alguna vez que no conocí a este Adolfo.
¿Por qué no he de sostener la dura mirada que me dirige Fabiola? Pero ha sido mejor que no me hablase en pleno enfado.
—En esta ocasión no te comprometerías, puedes admitirlo impunemente. Te miro y os veo a los dos juntos viviendo felices bajo este mismo techo.
Pongo la mirada sobre ella y no sé si veo siquiera la sábana que la cubre y sus pies descalzos.
—Jaso.
—¿Qué? —digo.
—Al menos, admite que alguien fue feliz aquí con Adolfo… No mientas, estamos ante su tumba, lo tenemos al pobre al alcance de la mano. ¡No mientas…, por favor! Si no respetamos el pasado, ¿qué nos queda ya?… ¿Es el nombre lo que se interpone entre los dos?
—Adolfo, Adolfo… Nunca supe de nadie que se llamara así —digo.
—No hablo de su nombre sino del tuyo —dice Fabiola.
—¿Del mío?, ¿Jaso?
—¡Hablo de tu nombre!
Ama siempre me previno contra las demencias de mi hermana, contra su cabeza de chorlito, contra la gente de Oiarzena en general. Ama creía que toda la gente de este caserío acababa perdiendo el poco fuste que tuviera. Bueno, pues hoy he empezado a vivir aquí.
—Las cosas hay que aceptarlas como vienen —dice Román, de espaldas al otro lado de la tumba.
Lo primero que nos dijo Fabiola fue que guardáramos el secreto de que en Oiarzena había una tumba. «Aquellos bárbaros hicieron el primer trabajo, el de matarlo», dijo, «el segundo trabajo, el de enterrarlo, se lo dejaron a la familia. He querido que repose aquí, en la casa donde vivió tantos años y a la que tanto quería». No es verdad que nunca supiera de nadie que se llamara Adolfo. Con voz dolida me previno ama: «Otro pecado que habita en Oiarzena es Adolfo». ¿Debo seguir la corriente a la loca de mi hermana? ¿Qué debo hacer, Martxel?
—No hay que dar tantas vueltas a las cosas —dice la espalda de Román—. Ya que estamos ante la tumba de alguien que dicen que fue Adolfo, recemos por él y cuestión liquidada. —Y ahora se vuelve y veo su vieja carota, que en los últimos días ha dejado de ser roja y parece un pan de higo mal hecho—. No me he dejado traer para que ahora nadie me ofrezca una mísera sopa caliente.
—Martxel y Adolfo se amaban —dice Fabiola—. Quien no se llame Martxel que no se dé por aludido. Pero Adolfo, desde ahí abajo, está dirigiendo sus mejores recuerdos y su perdón a un Martxel al que nunca olvidará, pues él ya se halla a salvo de los delirios que recorren este lado de la implacable barrera… Bien, y nunca más volveré a ello.
—Cuidado, se acerca el niño —dice Román.
—¿Por qué cuidado? —dice Fabiola—. Educaré a mi nieto sin ocultarle nada, mostrándole todo…, ¡tal como hiciera conmigo Martxel a su regreso del gran viaje!
—¿Otra vez el circo?… ¡No, por Dios! —dice Román, aunque inmediatamente se encoge de hombros y mira a otro lado y creo que le oigo mormojear: «¡A la mierda!».
Reconozco al niño, ama lo llevó a casa alguna vez y su bautizo fue un arranque personal de ella, e incluso le dio un nombre, y por eso lo tenemos hoy en el seno de la Iglesia. Lo tenemos, ¿verdad, ama? El niño también se cubre —es decir, lo han cubierto— con una pequeña sábana recortada, y llega hasta Fabiola, quien le rodea con su brazo y hace que se apoye en su cuerpo. Kresa nos mira a Román y a mí. ¿En qué está pensando? ¿Qué grado de perversión le ha inculcado ya Fabiola?… Pero nosotros tenemos al niño, ¿verdad, ama?
—Lo sabe, yo se lo he dicho —dice Fabiola volviéndose al niño—. Océano, ¿quién descansa bajo esa tierra enmarcada por arbustos y geranios?
—El tío Adolfo —dice el niño.
¡Qué tío Adolfo ni que chanfainas! La pobre ama era bien consciente del peligro que corría su bisnieto en manos de su hija. «Conseguirá desfigurar hasta su inequívoco rostro de vasco. Y no lo digo gratuitamente: el pintor Aurken lo podría haber elegido de modelo para uno de sus cuadros, como hizo con la niña. ¡Qué conmovedora parejita de esperanzas!… Con la inmensa ventaja de que, esta vez, no tendríamos que viajar por el país buscando a la modelo…, ¡pues tenemos al original en la familia!», decía ama. Siempre he tenido fe en sus palabras, sobre todo desde que el niño tuvo cuatro y cinco años y pareció aún más vasco. Ama afirma con calor que sería un digno modelo para Aurken. ¿Quién soy yo para dudarlo?… Ahí delante tengo al muñequito, mirándome con fijeza, sin duda apinando que estoy depositando en él la última esperanza. Su pelo es castaño y sus ojos azules. Sus padres son negros de pelo y ojos, y Fabiola tiene el pelo incoloro y unos ojitos indescifrables, y el padre de Flora…, ¿quién es el padre de Flora?, ¿cómo voy a saber cómo tiene el pelo y los ojos el padre de Flora si no sé quién es? El pelo de ama era castaño y sus ojos azules. Flora y ese padre sólo han servido de meros instrumentos a no tener en cuenta, Kresa ha pasado por encima de ellos y viene directamente de ama.
—Lo menos que puede exigir uno que no ha pedido que lo traigan es un plato de sopa caliente —dice Román.
Su corpachón moviéndose pesadamente de un punto a otro de una línea de metro y medio pretende expresar indignación, y tampoco puede expresar nada el amasijo de carne de su rostro, sólo le queda su voz aflautada sin entonaciones. «¿Qué dice usted?», intentó gritar hace cuatro días. «¡Fuera de mi casa!», nos ordenó la harpía. «¿Qué dice usted?», repitió Román. «¡Soy la dueña de cuanto hay aquí! ¡Fuera de mis dominios los malditos! ¡Todo está en regla y a mi nombre!», graznó el azote de ama aireando papelotes. A lo largo de decenios Román apenas me había dirigido la mirada, o eso creo, pero entonces lo hizo, se sintió tan perdido que no encontró a su alrededor a nadie más de quien recibir una ayuda supuestamente debida. Fue una buena ocasión para volverle la espalda, ignorarle, pagarle en la misma moneda. Pero el mundo había cambiado. Estábamos, sí, en nuestra propia casa, entre nuestros viejos muebles de toda la vida, pero nada era igual, todo se había convertido en lo contrario, pues estaba Ella y no ama. «¡Ni un segundo más quiero sentir sus olores!», vociferó Ella. «¡A la calle cachivaches contaminados!». Se había plantado en el porche y repartía órdenes bárbaras a sus esbirros. Una culebra trepó a mi garganta al ver cómo era bajado del desván el primer tesoro: la rueca apolillada de la bisabuela Erremelluri. «¡Maldita, maldita!», grité, y muchas manos paralizaron mis puños hacia su cara, y seguí gritando llamando a Martxel. ¿Por qué no estaba allí? Con él no… Y entonces oí a Román pidiendo leer los documentos y Ella arrojó al suelo, a sus pies, los papelotes. Un poste se habría doblado con más gracia que Román al recogerlos. Los examinó con la altanera suficiencia con que había conducido las industrias y finanzas de ama. Ella soltó una de sus insoportables carcajadas: «Con qué gusto los destruirías, ¿eh, coronel? ¡Hazlo, nunca me derrotaréis, sólo son copias! ¡Ja, ja!». Román se los devolvió dócilmente en la mano y creo que dijo: «Consumatum est». Ella le dirigió una mueca horrible. «Todo cuanto eres me lo debes a mí, coronel», le dijo. «Te restituyo a la indigencia de la que te saqué… ¿Recuerdas? La ermita, el desaprovechado tálamo de paja, la gente agolpándose en la puerta para luego extender lo que fue imposible que sucediera…, ¿recuerdas, coronel? Y, antes, aquella pensión de mala muerte y mi verificación del capón». ¿De qué hablaba aquella loca? Chilló otra carcajada. «Mi cuenta contigo queda hoy a cero, te lo di y te lo quito. Nadie me podrá acusar de no ser una mujer justa hasta el último céntimo». Repitió más veces «¿recuerdas? ¿recuerdas?» y lo de «coronel», hasta que pareció recobrar lo que se traía entre manos. Sus esbirros seguían sacando tesoros a la carretera. Trozos del alma de la vieja sangre de los Oiaindia depositados en esas reliquias llegarían a formar una inmensa pira de docenas de metros de base y otros tantos de altura. El vaciamiento de arriba abajo de la casa semejó el líquido de un gran depósito escapándose por un agujero del fondo. Desde los techos del desván, el nivel de muebles fue descendiendo hasta verse el fondo del sótano. «¡Martxel, Martxel!», grité, supongo. En medio de tanta catástrofe sonó un grito: «¡Eso, no! ¡Ese cuadro, no!», y me convertí en el centro de todas las miradas. Mío había sido el grito al descubrir que manos sacrílegas transportaban el sagrado cuadro de Aurken. El brazo de Ella, extendido como una lanza, obligó a los dos hombres a culminar la profanación. Me encogí en el suelo, a la cabecera del féretro de ama, también en el suelo, pues no habían respetado ni el mueble sobre el que estuvo, y el mismo ultraje sufrió el de aita. Habían quedado igualmente sin asiento las docenas de obispos, ministros, militares y jefazos, y tres de los obispos habían protestado y pronto callado, y volvieron a protestar al ser bajados los féretros al santo suelo: «¡En uno de esos dos ataúdes descansa un cadáver que merece el mayor de nuestros respetos!». No sirvió de nada y ni ellos ni los otros se atrevieron a más. Me llegaron sus cuchicheos: «¿Quién es esa mujer?… ¡Chist!, es la madrona de Efrén Bascardo. Mucho cuidado con los dos: ella neutralizó el Cinturón de los rojoseparatistas y él ganó la guerra del norte para nuestro invicto Caudillo». Yo no podía apartar los ojos de la cara blanca de ama. En el interior de la casa sólo quedaban paredes. Perdí toda esperanza de que ama despertara viendo que no la despertaba aquel horror. En el salón desnudo los rezos de aquella gente sonaban como en la inmensidad de un templo. El estruendo de trueno que estremeció toda la jornada había dejado de oírse en la casa, excepto las pisadas de la legión de braceros acercándose. Volví la cabeza para mirar a mi espalda y allí estaban, cubriendo la entrada y con Ella al frente. Ella levantó la mano, chasqueó los dedos y la marea de hombrones nos rodeó a los dos féretros y a mi, y quedaron como estatuas. No me miraban a mí sino al interior de los féretros sin tapa. Sonó otra vez el chasquido de dedos, avanzó la horda y comprendí sus intenciones. «¡Martxel! ¡Martxel!», grité, o eso creo. Fui apartado sin misericordia y las tapas cubrieron los féretros, que acabaron en la carretera. Perdí la noción de cuál de los dos era el de ama, y, antes de poder levantar una de las tapas para averiguarlo, los féretros fueron alzados por compasivos brazos de vecinos y llevados a San Baskardo, siguiéndoles el séquito de obispos, ministros, militares y jefazos, quienes, en realidad, acompañaban sólo a aita. En esta ocasión sí estoy seguro de haber llamado a Martxel para arropar a ama entre ambos. Pero no pude dar un solo paso: un muro de braceros, sin tocarme, me empujó de vuelta a casa. En el porche estaba Ella. «Las prendas que os cubren también me pertenecen. ¡Abonádmelas!», dijo Ella. «No tengo ni un céntimo en los bolsillos y supongo que Moisés tampoco», dijo Román. «Trabajad para mí hasta que paguéis mi ropa y mi calzado», dijo Ella. «¿Trabajar?», dijo Román. Nos ordenó quitar el polvo de todos los pisos de nuestra propia casa. Pusieron en nuestras manos escobones, palas y cubos. «No tiene gracia», dijo Román. Nuestra servidumbre se agrupaba en un rincón, mirándonos sin creer lo que veían. Les tendimos los instrumentos. «Lástima que ya no se usen esclavos», dijo Ella, «se han quedado sin amos y sin casa. Yo decidiré quiénes han de trabajar en mis dominios». La servidumbre desfiló hacia el jardín pidiéndonos perdón con la mirada. Todas las puertas quedaron cerradas y con vigilantes. «Esto es ridículo», dijo Román. Ella chasqueó los dedos y un esbirro le trajo una banqueta de no sé dónde. Se sentó, se cruzó de brazos y esperó. «¡Esto es un secuestro!», dijo Román. Se sentó en el suelo, la espalda apoyada en la pared, y se tapó la cara con las manos. Durante la media hora en que estuvo así yo no supe qué hacer. La horrible vieja sentada en la banqueta estaba en una casa en la que, medio siglo atrás, fue una mísera criada a quien llamábamos la Chica. Seguro que te consuela recordarlo, ama. «¡Chica, Chica, Chica!», grité, pero ni Ella ni nadie me hizo caso, así que sólo lo pensaría. Martxel sí que lo habría gritado realmente. Mi garganta no podía hacerlo. ¿Por qué no? Porque yo era Jaso. Entonces, ¿por qué Román me acababa de llamar Moisés? «¡Que se muevan!», oí a Ella, y seis manos pusieron en pie a Román. Bueno, él aún barría peor que yo, estoy seguro de que era la primera vez en su vida que cogía una escoba. Mis manos sí tomaron debidamente el mango, no tuvieron que rectificar para encontrar la posición. Sentí que la escoba y yo no nos éramos ajenos. ¿Dónde y cuándo me había familiarizado yo con una escoba?
No en casa, donde ama siempre me reservó para más altos destinos. ¿Dónde, entonces? Las enormes alfombras levantadas habían dejado al descubierto colinas de polvo. Al cabo de un tiempo, mi montaña era infinitamente mayor que la de Román. Ahora sé la mala intención que guió a Ella al ordenar que nos entregaran cubos de agua y trapos («¡Quiero suelos como espejos!», chilló, y cuando Román y yo buscábamos la postura para la nueva tarea: «¡Tendréis que arrodillaros sin remedio!»), pues, al vernos así postrados, por entre sus labios sin abrir no sé cómo pudo deslizarse una risa maléfica inacabable. Se recreó con el espectáculo de nuestra humillación durante más de una hora, y más lo habría prolongado de no aparecer su bastardo Efrén, quien me sometió a una prueba aún más insufrible: me liberó, rompió mis cadenas. «Basta, madre, no juegues más con ellos. Que se vayan», dijo. Ella le dijo: «Se llevarían encima algo que es nuestro». ¡Tasaron nuestras ropas y calzados, incluidos calcetines, y hubimos de firmar un compromiso de abono! Sólo así pudimos evitar salir desnudos de mi propia casa. En la cumbre de la montaña de muebles de la carretera descubrí el cuadro de Aurken y levanté el brazo para señalarlo con mi dedo tembloroso. «Bajadlo y que se lo lleve», dijo Efrén. Madre e hijo tardaron una hora en fijar un precio inspirándose en las fluctuaciones de mi angustia. Hube de firmar otra suma a seis meses judaizada en una sacralidad que ellos no sentían, es decir, un precio exorbitante para los tasadores y minúsculo para mí. En la soledad del exterior no concebí más que un destino: ama, la iglesia. «Ayúdame a llevarlo», dije a Román. «¿Encima, cargar con vuestra locura?», dijo Román. «No te conviene perder la sombra de un Oiaindia», dije. Alcanzaron la puerta de San Baskardo dos viejos empujando a duras penas un cuadro. Estaba cerrada. La aporreé. ¿Quién se atrevería a abrirla con las cosas terribles que ocurrían aquella noche? Dije a Román: «Si no se te ocurre nada mejor, lloremos en el cañaveral de Altubena». Román estaba tan acabado que no le quedaban fuerzas ni para pensar. Y si yo soportaba la situación era porque me resultaba imposible creer que la estuviéramos viviendo. Conseguimos arrastrar el cuadro hasta el cañaveral. Al meternos los tres en la choza, dijo Román: «¿Hemos venido a dormir?», y al responderle yo que sí, lanzó un gemido. Es que él no se podría calentar con los recuerdos con que me recibía el exclusivo refugio. Martxel, Andrea y yo. Quedé anonadado al advertir que estaba sintiendo la emoción del propio Martxel. No más o menos emoción, sino la del propio Martxel. Me venía directamente de él, fue como si lo sintiera vivo dentro de mí. Le cedí todo el terreno… y todo volvió a ser como había sido siempre entre él y yo. Por unos instantes el mundo volvió a parecerme tan perfecto como cuando aún no había muerto nadie. Me encogí en un rincón para que Martxel y Andrea se besaran, pero no había nadie. Cuando la noche dejara de encubrir todo ello, ¿habría de morir Martxel otra vez? Pero aún era de noche y viví el éxtasis junto a Andrea mecido por el sonsonete de Román: «¡Por Dios, Moisés!, ¿no tienes frío? ¡Por Dios, Moisés!, ¿cómo puedes dormir? ¡Háblame, Moisés, háblame, necesito saber si en este humedal hay culebras! ¡Moisés!». Me fue imposible evitar que amaneciera. Aunque sobrevivió el juramento que resonó mil veces entre aquellas cálidas paredes: «¡Pediré tu mano, Andrea, no esperaré ni un día más!».
Bueno, y amaneció el día más desventurado de mi vida. Nueva carrera hacia la iglesia (el cuadro quedó en el cañaveral), con Román detrás gimiendo: «¡No puedo más, espérame!», y alcanzándome ya abiertas las puertas y conmigo dentro y a la cabecera del féretro de ama. Fue todo un día entregado a ama, empezando por el grandioso funeral con el que don Eulogio del Pesebre del Niño Jesús, con sus más de cien años, y los obispos, ministros, militares y jefazos obsequiaron a aita, sólo a él (nunca me engañaron), pues les pareció demasiado desterrarla a ella a otra iglesia o a otro funeral. Pero ama me tuvo a mí y, deseo creer, a Román, yo a su cabeza y él a sus pies, escuchando al chocho de don Eulogio cantar loas al insustituible marqués don Camilo Bascardo Larrondobuno, Grande de España, Padre de la Provincia y mil lustres más, sin olvidar el de gran triunfador de la Guerra, mientras que ni siquiera mencionó una sola vez a ama. Concluyó el funeral y sacaron el féretro de aita y salieron los obispos, los ministros, los militares y los jefazos, y enseguida la iglesia pareció otra: no sólo entró gente amiga de ama y de Euskadi sino que en el altar ya no estaba don Eulogio sino don Pedro Sarria, y entonces sí que ama tuvo su funeral. Sin embargo, el día no acabó bien, pues su féretro compartió finalmente con aita el panteón de los Oiaindia en el cementerio de Getxo. Todos aquellos buenos vascos se despidieron de Román y de mí, sobre todo de mí, algunos con lágrimas y todos con el susurro que ha convertido en hábito el largo tiempo de silencio que vivimos. Don Pedro Sarria se nos acercó para mostrarnos disimuladamente por un descosido de su sotana una punta de la ikurriña que lleva siempre debajo envolviéndole el cuerpo, invierno y verano. Me dijo: «Nombré a tu madre Cristina Oiaindia Kordaberatz, pero por lo bajo me repetía: Amagoia, Amagoia, Amagoia… Vamos, no llores». Le dije: «¿Qué será ahora de todos nosotros?». Y él me dijo con muecas misteriosas: «A un topo no le pueden impedir que mine el suelo bajo los pies de alguien». Tanto habían mitificado todos ellos a ama que a ninguno se le ocurrió preguntarme si tenía dónde dormir: no concebían que, aunque lo hubiera perdido todo, una mujer que en vida tuvo tanto no hubiese dejado a su hijo ni una migaja de su gran poder, un mísero techo, el más remoto y ruinoso caserío. El caso es que Román y yo hubimos de volver al cañaveral.
El frío de mis huesos desapareció al hundirme en la tibieza de la choza. Moisés, yo, Andrea. Román tiritaba. «Haz algo, Moisés, estoy helado. Estamos en tierras de Altubena, llamemos a su puerta», dijo. «No soy Martxel sino Jaso», dije. «He sido arrojado de la familia, no tengo por qué aguantar ya sus locuras», dijo Román. «Sigues siendo el marido de mi hermana, nadie te ha arrojado de la familia», dije. «¡Llevo treinta años sin ser marido de esa loca!», dijo. «¡Esta choza es sagrada, nadie había mentido en ella hasta hoy!», dije. «¿Quieres una verdadera mentira? Escucha: yo he robado a tu madre a lo largo de todos estos años. Confiaba en el único hombre válido de la familia y fui engordando una cuenta secreta. ¡Soy rico!… Ahí tienes una buena mentira». Me agarró por la ropa del pecho: «¿Te parezco un hombre rico, Moisés? ¿Permanecería aquí un hombre rico para coger una pulmonía que lo llevará a la tumba?». Me agarró con más furia. «Escucha, Moisés: no es bueno ser traidor, pero tampoco conviene ser muy honrado. ¡Treinta años viendo pasar las monedas ante mis narices y no desviando ninguna! No lo hice por tu madre…, y sigo siendo honrado…, sino por mí, hubiera sido como robarme a mí mismo. Ella me había confesado que cometería un error donando un solo céntimo a sus hijos. Se lo escuché, así lo había decidido. Me preparaba un futuro como tutor vuestro… y heredero. ¿Para qué, pues, mancharme las manos sustrayéndome a mí mismo? La verdad es que un tercio iría destinado al Partido, y yo estaba dispuesto a cumplirlo a rajatabla. ¿Por qué? Porque hasta hace unas horas era nacionalista. La patria de uno está donde engorda. Ahora ya no sé lo que soy. En este momento sí lo sé: un pobre viejo muerto de frío. ¡Moisés, refugiémonos en Altubena!». «¡Imposible! Los Altube no acabaron de conceder a Martxel la mano de Andrea, estaban a punto de hacerlo cuando murió», dije. Y él me dijo: «¡Tú eres Moisés o Martxel o demonios! ¡Vayamos a Altubena y tendrás a otro loco de padrino pidiendo la mano de esa aldeana! ¡Que se compadezcan de mí y me presten ropa y cama hasta que yo pueda pensar en qué hago conmigo!». Encontré natural que el pobre hubiera perdido la cabeza. Luego entró una figura en la choza. Deseé que fuera Andrea, pero era demasiado grande. ¿Quién, pues? ¿Martxel? ¿Jaso? «¿Qué te pasa?», oí una voz nueva. Me levantaron del suelo…, ¿del suelo?…, unas manos fuertes. La figura encendió una cerilla, la llamita alumbró la cara de Román, luego la mía y finalmente la de Roque Altube, el hermano de Andrea. «Con los trastos a casa», dijo. «¿A Altubena?», dijo Román. «En Getxo hay más techos que Altubena», dijo Roque. «Roque, Roque, el pequeño Roque de aquellos tiempos. ¿Recuerdas? De niño tú me enseñaste a pescar», dije. «¡Aire, aire, que vais a coger un reúma de ribera!», dijo él, poniendo igualmente en pie a Román, sosteniéndonos a él y a mí y sacándonos de la choza. «¿Cómo sabías que estábamos aquí?», dije. «¿Qué es lo que no se sabe en los pueblos?», dijo Roque. A los cuatro pasos, Román se paró en seco. «¡Tú eres Roque!», dijo. «Sí», dijo Roque. «¡El Roque de la hermana de Ella!», dijo Román. Menos mal que Román no prolongó el sondeo sacando los trapos sucios de Flora, hija de Fabiola, ni de Océano, hijo de Flora. Durante todo un minuto estuvo mirando fijamente un lado del rostro de Roque y después reanudó la marcha. «Nos hemos quedado sin ama», dije a Roque, que calló. Román caminaba sin apartar un solo instante sus ojos de la cara de Roque, y de vez en cuando le soltaba: «De modo que tú eres el Roque de la hermana de Ella», aunque no siempre decía «la hermana» sino que alternaba con «la hija, la prima o la sobrina», pero Roque y yo sabíamos en cada ocasión a quién se refería y que era siempre la misma persona. Bueno, en el caso de que Roque le oyera, pues sólo le contestó la primera vez, y a mí ni siquiera eso: mis «Nos hemos quedado sin ama» recibieron todos su silencio. ¡Con lo que había hecho ama por él y todos los Altube! Cruzamos como tres apariciones la noche de Getxo, ahora cargando Roque con el cuadro. «No nos está ocurriendo esto, estamos pisando un sueño», pensaba yo. Por desgracia, las barras de luz del faro de La Galea cruzando el cielo me devolvían al Getxo de siempre. Al cabo, Roque dijo: «Ya estamos». Román le preguntó que dónde estábamos. «En Basaon», dijo Roque. Salió gente al portal, tres mujeres con un quinqué. «Estaban allí como dos txiotxus mojados», dijo Roque. «¡Las cosas que hay que ver!», dijo una de las mujeres. «¿Y era verdad lo que se contaba?», dijo otra. «Sí, ama, sí, convéncete», dijo la tercera mujer. «Los ricos nunca se quedan sin casa», dijo la segunda mujer, la de más edad, la madre, es decir… ¡Dios mío!…, la hermana de Ella, o hija, o prima, o sobrina, o lo que fuera. «Donde estaban no se echarían a dormir ni los perros», dijo Roque. «Nunca creeré que un rico pueda quedarse sin casa», dijo aquella madre. «Pues éstos serán ricos especiales», dijo Roque. «Quedamos en no mentar nunca ese tema», dijo aquella madre. Nos pasaron a la cocina (el cuadro quedó en el portal) y a Román y a mí nos sentaron en sillas de paja, Roque lo hizo en una banqueta y, aunque había un banco corrido y más banquetas, ninguna de las tres mujeres se sentó. «¡Basaon!», dijo entonces Román. «¡Basaon! Esto es Basaon, ¿verdad? ¡Claro, el caserío que doña Cristina entregó a Roque Al tube!… Fue hacia 1921… ¡Exacto! Yo arreglé todos los papeles… ¿Quién me iba a decir que, más de veinte años después, sería mi único techo para dormir cierta maldita noche, sería mi hospicio?». «Ama siempre estuvo al lado de nuestras gentes», dije yo. Román asintió: «Así es. La señora marquesa estaba en todo lo concerniente a su pueblo, su sensibilidad conmovía. ¡Qué gran mujer!». Roque dijo: «Si mi familia y yo estamos aquí es por el préstamo que me dio la Diputación para pagar a la que me lo vendió y que después de esos veinte años aún no he acabado de pagar». Ama no se merecía un tono tan duro. «Ama no habría entregado este caserío a cualquiera…, ¡pertenece a uno de los 48 Fundadores, lo construyó uno que se llamaría Bas o Baso! ¡Ama nunca se lo habría entregado a alguien que no llevara nuestra vieja sangre vasca! Tú eres de Altubena, otro caserío de Fundador, que en aquel lejano Principio se llamaría Aldu. Ama no dudó en poner en manos de alguien con sangre de Fundador un fuego encendido por otro Fundador. Ama nos hizo aprender a sus hijos los nombres de los 48 Fundadores, sus nombres primitivos y los actuales, y los aprendíamos cantando como la tabla de multiplicar. Tú, Roque, eras digno de Basaon, por eso te lo dio». «Y yo llevo veinte años pagándole a la marquesa un precio en pesetas con sangre de azada y de laya», dijo Roque. «¡Qué bueno aquel tiempo en que preparé esos papeles!», dijo Román lloriqueando. «Mejor que ama no pueda oír al desagradecido de Roque. Le rompería el corazón», dije. Entonces entró en la cocina un crío restregándose los ojos de sueño. «Aquí viene éste, lo hemos despertado», dijo una de las jóvenes tomándolo en brazos. La otra joven se había puesto a encender fuego en la chapa con papeles y trozos de cañas. Aquella madre miraba a Roque, quien se levantó y fue hasta ella. «No había otra salida, no era cosa de llevárselos de sopetón a la de Oiarzena», dijo. «La de Oiarzena», dijo aquella madre. Y dijo también: «Verás a la de Oiarzena y a la criatura». «Sí», dijo Roque. «¿Cuándo los llevarás?», dijo aquella madre. «Mañana le hablaré… No podía llevarlos esta noche, son dos viejos refunfuñones», dijo Roque. «Nosotros también somos dos viejos», dijo aquella madre. «Sacadles algo caliente», dijo Roque. «Les prepararé la otra cama grande. Pero sólo hasta que…», dijo aquella madre. «Mañana iré a hablar con ella. Seguramente hay que hacerlo así, ahora no puedo pensar… Hasta la víspera este hombre era hijo de Baskardo y Oiaindia y hoy no es hijo de nadie. A ver cómo se come esto», dijo Roque. «Pues tendrán que comerlo y seguir adelante, como hemos hecho los demás con nuestras cosas», dijo aquella madre. «¿Cosas?», dijo Roque. «Espero no tener que cargar con esta calamidad el resto de mi vida, como con su hermana y su prole», dijo aquella madre, saliendo de la cocina nada más decirlo. «¿Cosas?», dijo Roque. Un minuto después regresó aquella madre y dijo: «Sí, años llevándola encima del moño, y por una vez que se la necesita aquí…». Salió otra vez de la cocina y entró la mayor de las mujeres jóvenes diciendo: «¡Me caso el mes que viene!». «Cállate, cállate, que aquí nadie está para bodas», dijo Roque. «Yo soy la primera que no está de fiesta. Mi hijo sólo tiene cuatro añitos, aún podríamos esperar más», dijo la mayor de las mujeres jóvenes. «Sí, hasta que el macarroni venga a acampar en el Castillo la próxima guerra», dijo la mujer más joven. Y añadió: «¡Los que quieran caldo que se sienten a la mesa!». Román casi gritó: «¡Sopa!», y arrastró su silla hasta la mesa.
En Basaon nos trataron bien, aunque Roque y los suyos no pudieron darme lo que yo necesitaba. Una mañana, Román y yo contemplamos desde el portal el regreso de Roque, que había salido sabe Dios adonde. Antes de pisar el portal, ya nos dijo: «Hay que ir». «¿Ir?, ¿adonde?», dijo Román. «A Oiarzena. Le hablé y os espera», dijo Roque. Román y yo cruzamos nuestras miradas, él no abrió la boca, pero yo sí: «¡Allí no se nos ha perdido nada!». «Tranquilo, tranquilo», dijo Roque. «¿Con quién has hablado?», dije. «Tranquilo, tranquilo», me dijo Roque. Román se puso en pie, pero sólo a medias, sus riñones doblaron su cuerpo por la mitad. Yo dije: «¡Si nos echáis de Basaon es justo que nos preguntéis adonde preferimos ir!». «A los paquetes nunca se les pregunta nada y nosotros somos dos paquetes llevados de aquí para allá», dijo Román. A pesar de que aún no había acabado de enderezarse, pudo sacar del bolsillo un pañuelo para secar sus ojos. Roque nos esperaba en silencio al borde del portal. Las tres mujeres habían dejado su trabajo en la huerta y se acercaban con el crío. «Si he de ir a algún sitio, prefiero el cañaveral. Los pájaros, los ratones y las culebras sí nos aceptan», dije. «Ellos no tienen reúma porque no tienen médico, pero tú sí lo tienes», dijo Roque. Las tres mujeres y el crío ya estaban en el portal. «Los de Oiarzena no se podrán negar», dijo aquella madre. «¿Por qué no han de negarse? ¡No conozco a nadie en ese sitio!», dijo Román. Se hizo un silencio, roto por la mayor de las dos jóvenes: «Sí que conoce, allí está su mujer. ¿No se acuerda de Fabiola?». «Si te callaras una vez en tu vida…», le dijo su hermana dándole un empellón. «¡Yo no tengo mujer, ni allí ni en ninguna parte!», dijo Román. «Con mujer o sin mujer, hay que ir a Oiarzena», dijo Roque. Aquella madre salió de la cocina con una bolsa de tela llena. «No será la primera vez que a los de Oiarzena les lleva comida uno de Basaon», dijo mirando a Roque. Roque cargó con el cuadro y recogió el saquete de manos de aquella madre. La mayor de las jóvenes nos despidió a los tres así: «Recuerdos a Fabiola y besos al nietecito», y la menor la llamó «sinsorga» y le propinó un nuevo empellón. Román no cesó de gimotear en todo el viaje, lo que me hizo sacar fuerzas de flaqueza para ofrecer a Getxo la imagen bizarra que se espera de un Oiaindia. Cruzamos campos y una pequeña colina. Fueron pocas las gentes con que nos topamos. «¿No te duele la espalda de ir tan tieso?», me dijo Roque. «No voy tieso, yo soy así», le dije. Nos llevó hacia un seto, con tantas calvas que no cerraba nada, y lo recorrimos hasta un espacio mayor, por el que pasamos a las tierras de un viejo caserío. Roque apoyó el cuadro en una higuera y se despidió apresuradamente. Oí el balido de una cabra. Por el sendero que bajaba del caserío se acercó una mujer llevando a un crío de la mano. Ella se cubría con una sábana grande y él con una pequeña. Los dos, descalzos. ¿Quién era el crío? La mujer era mi hermana. ¿Qué hacía aquí?, ¿era esto Oiarzena? La loca de mi hermana soltó al crío y me abrazó y besó. Yo la dejé hacer, aunque moví mis manos para rozarla sólo con los dedos. Quiso hacer lo mismo con Román, pero él retrocedió. Entonces oímos a nuestra espalda al Roque que se había marchado: estaba con el saquete al otro lado de los vestigios de arbustos. Lo levantó y dijo: «Se me olvidaba, la mujer me dio para vosotros». Mi hermana cogió otra vez al crío de la mano, pasaron ambos entre Román y yo y llegaron cerca de Roque, con los arbustos de por medio. «Flora está bien. Hemos estado en Francia diez días y han podido ver a Océano por primera vez», dijo mi hermana. «Ya lo sé», dijo Roque. «Regresamos ayer», dijo mi hermana. «Ya lo sé», dijo Roque. «Matías también está bien. Quiero decir que los dos están vivos. Las calamidades que han pasado en estos cinco años nos las contarán algún día… ¿Es para nosotros? Muchas gracias», dijo mi hermana tomando el saquete de manos de Roque, quien entonces miraba al crío. «El chiquillo abrazó a su madre y no la soltaba… En un momento ya quisiste a ama, ¿verdad, amor?», dijo mi hermana con los ojos húmedos, agachándose a besar al crío. Roque seguía mirando hacia abajo. «Mírale, mírale bien, por ti y por Flora», le dijo mi hermana. Y entonces fue cuando Roque dio la vuelta y se marchó. Aunque mi hermana también se volvió, no quedamos los tres (es decir, los cuatro) frente a frente, pues Román estaba de costado, más bien de espaldas, y yo, simplemente, no quería estar. ¿Por qué no seguí a Roque? Es lo que aún me pregunto. A cien pasos estaba el caserío que parecía ejercer tanta tiranía sobre todos. Si yo me hubiera confesado a mí mismo que me resultaban familiares aquellas paredes, ¿hubiera significado que empezaba a caer bajo su tiranía, considerando que era la primera vez que ponía los ojos en ellas? «Roque os ha traído hasta aquí y ahora yo os pregunto si deseáis terminar el viaje en la casa. En cuanto a mí, os acogeré con amor. Nunca he dejado de amaros», dijo mi hermana. «¡Sordo, sordo, sordo! ¡Si ésta es mi última estación, ruego al Señor de los cielos que me deje sordo!», dijo Román tapándose los oídos. «Debo llevaros ante una tumba», dijo mi hermana echando a andar con el crío. Me fui al cuadro e hice señas a Román para que se me acercara. «Lo recogeremos a la vuelta, ahora seguidme», dijo mi hermana. Si no me hubiera acercado a Román a ofrecerle el apoyo de mi hombro, no habría podido dar un paso. Mi hermana nos precedió hasta el rincón más apartado y se detuvo. Allí no había más que yerbas, cardos y unos rosales. «A nuestros pies está enterrado Adolfo, a quien tanto amaste y te amó», dijo mi hermana mirándome. «Fa-bio-la, te estás dirigiendo al hombre que no se ensució, a Josafat. Fa-bio-la, al cabo de treinta años sin pronunciar tu nombre he querido probar, pero mi boca lo rechaza con asco», dijo Román.
Sí, mi hermana se llama Fabiola.
Siempre tuve por locos a quienes juraban haber visto a los dos batallones combatiendo en las madrugadas. ¡Pero yo mismo acabo de verlos! Uno era de gudaris y el otro de requetés, y se disparaban y embayonetaban con odio y tenían bajas. ¡Y ocurrió bajo mi ventana!
Ahora está muy avanzado el amanecer y me atrevo a salir del dormitorio y acercarme a la puerta de casa, porque todo acabó hace tres horas. Salgo al exterior, doblo la esquina y descubro destrozos en los macizos de flores.
—Buenos días. ¿Dormiste bien?
Me vuelvo, sobresaltado.
—¿Qué haces? —dice Fabiola.
—¡Estuvieron aquí! ¡No he soñado! ¡Los oí! Bueno, ¡los vi! Bueno, ¡sé que estuvieron aquí!… Acércate a ver las señales de su paso, mira cómo te han puesto todo —digo.
Ya está a mi lado.
—No hay nada anormal, has tenido un mal sueño —dice.
—¡Me asomé a la ventana y los vi! ¡Ojalá me hubiera atrevido a salir y acercarme! —digo.
—Habría sido inútil No eres el único que los ha visto en sus pesadillas. Si se da un paso hacia ellos, se esfuman —dice Fabiola.
—¿Se esfuman? ¿Cómo lo sabes? ¿Te lo han contado otros que los han visto? —digo.
—Yo misma los he visto —dice Fabiola.
—¿Con las ropas embarradas y ensangrentadas, el odio en sus ojos y en sus gritos, disparando fusiles y ametralladoras, arrojándose bombas de mano y abriendo vientres con las bayonetas? —digo.
—Sí —dice Fabiola.
—¿Y por qué no me advertiste de que se aparecían por las noches?
—No vienen siempre, y si pienso que no los veo es porque me empeño en no verlos. Tú los has visto porque te acaba de tocar un dolor inhumano. Conviene desterrarlos de nuestras cabezas cuanto antes.
—¿Cómo, si se nos meten por los ojos? —digo.
—¿Cómo?, ¿cómo? —dice Fabiola alejándose.
Ahora descubro que está desnuda, impúdicamente desnuda. Ama, ya me previniste. ¿De modo que así es Oiarzena? ¿Por qué intento recordar la edad de Fabiola ahora que tengo delante su cuerpo desnudo? Tendrá unos cincuenta y cinco años. También tuvo veinticinco. ¿Por qué sé que tuvo veinticinco?, ¿por qué menciono esta obviedad? Espero a que doble la esquina para dejar de verla y dar el primer paso. Al llegar yo a la esquina, miro: no la veo. Entro en la casa y me está esperando.
—¿Recuerdas, hermano? —dice, de cara a mí, inmóvil, con los brazos caídos.
—¿Qué he de recordar? —digo.
—Repara en que no te llamo por tu nombre, ya no lo haré. Deseo recuperar a mi hermano, pero respetaré sus reglas —dice.
—¿Crees que yo no deseo recuperar a Martxel? —digo.
—¡Es lo que anhelaba escucharte! Es un buen principio —dice, avanzando con los brazos extendidos hacia mí.
Retrocedo y se para. Su cuerpo no tiene veinticinco años. Sin embargo, como siempre fue más bien raquítica, poquita cosa, sus cincuenta y cinco años no parecen haber desgastado mucho su carne y podría pasar por una mujer de veinticinco… ¿Y qué me importa a mí que esa carne infectadamente desnuda tenga una edad u otra o parezca que la tenga? La culpa es de este lugar, contra el que me previno ama. Y es la persistencia de ella en…
—¿Recuerdas, hermano? —dice, inmóvil y con los brazos caídos otra vez.
Su carne infecta corta mi paso. Si no supiera yo en qué mes estamos, me lo diría la ausencia de moreno de playa en esa carne.
—¿Qué he de recordar? —digo.
De pronto, comienza a bailar, a desplazarse a saltitos levantando los brazos y ondulándolos como olas, a oscilar su tronco sobre su cintura, a girar sobre sí misma, y de este modo da la vuelta entera a lo que parece ser el comedor. Pero la patética figura no está para estos trotes y lo deja enseguida, recuperando su puesto frente a mí.
—Flora lo hacía mejor. ¿Recuerdas, hermano? —dice al recobrar el aliento.
Flora es su hija, y a ésta sí que la recuerdo de cuando en la Guerra tuvimos preso al bastardo Efrén. ¡Ese tiempo sí que merece ser recordado, por algo era el tiempo de ama! Ignoro qué pretende Fabiola con su acoso. Ya va siendo hora de que yo ataque…
—¡Tus cueros al aire ofenden la memoria de ama! —digo.
—Nunca se lo oculté. Ella nos regaló esta casa sabiendo que practicaríamos la libertad. Esto sí que lo recordarás, pues tú fuiste su alma —dice Fabiola.
—¡Repudio este antro, si me veo en él es por haber caído sobre mí la más cruel de las desventuras! —digo.
—Llegado a tan extrema tensión…, Jaso se habría derrumbado —dice Fabiola.
Espera o desea que me derrumbe, me lo acaba de marcar. Sé que pretende convertirme en otro, que reniegue de ama y me pase a los de su bando. Me aturde con el desvergonzado enigma de su edad…, ¿veinticinco, cincuenta y cinco?…, utiliza esta casa, a la que me ha forzado a venir, para destruirme con su persistente mirada. Los fluctuantes tonos de su carne me arrojan a una impuesta vieja memoria y a la pregunta: ¿por qué sé que era blanca en invierno y morena en verano? A la indecente artimaña de su danza de odalisca añade el acoso de la mención de esa Flora, igualmente danzarina demoníaca, pues, al desconfiar de sus propios encantos, no sólo recurre a los de la otra sino que me los lanza a la tramposa y desbocada imaginación… ¿Es todo esto suficiente para derrumbar a Jaso? Los ojos de Fabiola me están diciendo que sí. ¡Imposible! Aclaremos: ¿me lo está indicando o simplemente lo espera? ¿Cómo saber ahora si mi decisión procede de ella o de mí?… Desde el suelo aún puedo oírla con mi cabeza descansando en sus muslos desnudos:
—No ha sido nada, hermanito, te recuperarás pronto. Bajo este techo uno es libre de comportarse como quiera.
Despierto. Al menos, tomo la decisión de abrir los ojos. Estoy en la cama donde he pasado la noche. Por la pequeña ventana abierta se cuelan rayos de sol. Oigo risas, pruebo a sentarme y lo consigo. La manta se ha deslizado hasta mis rodillas. Estoy desnudo. Es decir, me han desnudado. Hay que ser muy cruel para desnudar a Jaso. Necesito algún día más para empezar a pensar en huir… ¿Quién tiene ganas de reír en estos tiempos?… Piso el suelo envuelto en la manta y miro por el ventanuco. Fabiola, el crío, sus gritos y el agua forman un solo torbellino. Uno de los dos sube el balde con agua del pozo, lo vacía sobre el otro y a continuación ocupa su puesto. Están desnudos, y mis dientes rechinan de frío al ver cómo resbala el agua por sus cuerpos. El crío tiene cinco años robustos y sus empujones hacen tambalear a su abuela. Supe por ama cómo es nuestro cráneo de vascos, y el crío lo cumple todo. El perfil de su rostro también es de auténtico vasco. No podía ser menos, con los abuelos y padres que tiene…, aunque ninguna de las dos uniones estuvo bendecida por la Iglesia. ¿Puede menoscabar este pecado el último eslabón de una raza milenaria? A la vista está que no. Kresa, la esperanza. La primera en entenderlo así fue ama. Vigiló sus pasos, lo protegió de su propia madre y abuela, lo raptó fugazmente para llevarlo a la parroquia a que don Pedro Sarria lo bautizara. Es preferible que no estés aquí, ama, que no veas esta agresión con agua helada a la que somete la abuela a su pobre nieto desnudo en esta fría mañana de falso sol. Sabías bien cómo era Oiarzena: pues no ha cambiado. Pero ahora se trata de salvar el alma y el cuerpo de ese chiquillo. Transmíteme cómo hacerlo, ama… Kresa arroja un último cubo de agua a Fabiola y se pone a gritar y a dar saltos…, para no morir de una pulmonía, naturalmente…, y se lanza a una carrera en solitario, desapareciendo por mi derecha. Al ir a retirarme del ventanuco lo veo llegar por la izquierda. Ha tardado en dar la vuelta a la casa lo que yo en pensar en volver a la cama. Cruza bajo mis ojos como un pequeño bólido, todavía chorreando agua, pareciendo no lo que yo quisiera, un Niño Jesús fortaleciéndose para su futura Tarea, sino un diosecillo pagano con su apéndice brincándole escandalosamente. No me muevo del ventanuco y le veo pasar una y otra vez, incansable, es una pequeña locomotora con cuerda infinita. Sus apariciones por mi izquierda se producen con una precisión sorprendente. Desde que me ha dado por contar el tiempo de una de sus vueltas, puedo decir «¡Ahora!» y ahí está de nuevo Kresa en la esquina del ventanuco. ¿Cuántas vueltas van ya, Dios mío? ¿Quién le ha impuesto este castigo para que reviente? Fabiola no, supongo. ¿Ha venido de fuera?, ¿quizá de la escuela? Aún no debe de ir, sólo tiene cinco años. Quienquiera que sea el responsable, el propósito de ese enemigo es acabar con él. Salgo del cuarto, cruzo el comedor y espero fuera su llegada.
—Empezó hace un año como un juego y ahora no hay quien lo pare. ¡Y no come carne! —oigo a Fabiola.
Se acerca con una carga de vegetales de la huerta en sus brazos.
—¿Cómo se lo permites? ¡Reventará! —digo.
—Me ha prometido hacerlo sólo una vez al día, a esta hora —dice Fabiola.
—¿Y cuántas vueltas da?, ¿un millón? —digo.
—Hasta que empieza a respirar como una foquita —dice Fabiola.
—¿Y cómo respiran las focas? —digo.
Llega Kresa y Fabiola se le pone delante, lo detiene y seca su cuerpo con una toalla.
—Coge el balde y ordeña las cabras —le dice.
Así que desayunamos leche caliente de cabra y un revoltijo de vegetales tiernos y crudos. Me siento a la mesa envuelto aún en la manta. Luego Kresa sale al portal dando bocados a una manzana y en silencio.
—Antes esperaba a Zenon Altube con alegría, pero desde que al anciano le hicieron aquello… —me dice Fabiola.
—¿A qué viene a Oiarzena Zenon Altube? —digo.
—Él y Kresa se han hecho amigos, hablan mucho. Zenon se ha empeñado en que el chiquillo aprenda bien euskera —dice Fabiola.
—¿Qué le hicieron a Zenon?
—¿En qué Getxo vives?… Ocurrió hace ocho días, en el ferrocarril: el bisabuelo Zenon…
—¿Por qué dices el bisabuelo Zenon? —digo.
Fabiola me mira y yo la miro y espero que siga hablando. Pero sólo me mira, como esperando algo de mí. No que hable: se trata de otra cosa. Me pongo a recordar y a echar cuentas y, ¡claro!, tropiezo con la vieja vergüenza de mi hermana que tanto hizo sufrir a ama. El bisabuelo Altube habla con el bisnieto Altube. El rostro de Fabiola no se ha inmutado. ¿Qué se podía esperar de una mujer que anda desnuda ante la gente? Dice «bisabuelo Zenon» y me mira con descaro. Que no espere cohibir al Jaso al que yo veía enrojecer hasta las orejas por nada, los últimos golpes de la vida lo han convertido en una roca… ¿Por qué he dicho que lo veía enrojecer? ¿Cómo Jaso podía ver a Jaso?… Desde el principio esta mujer me agrede de mil formas para confundirme, pero no se saldrá con la suya.
—¿Qué le hicieron al buen viejo? —digo con aplomo, sosteniendo su mirada perversa.
—Me pidió permiso para llevarse al chiquillo a Bilbao, y en el tren le habló en euskera. Le oyó un falangista y le dio un puñetazo en la cara. Aunque no era corpulento, un puñetazo es un puñetazo. Sangró mucho por la nariz. «Para que no vuelva a ocurrir», le advirtió el falangista, que iba de azul y negro, correaje y pistola. El pobre Océano lo vio.
—Si no le rompió la nariz, ya la tendrá curada —digo.
—¿Por qué te quedas en la nariz? ¿Y su dignidad ultrajada? ¿Y la nueva humillación ante la fuerza bruta? ¿Y el asustado chiquillo contemplándolo todo? Me dijo Zenon que no le vio llorar. Regresó tan impresionado que aún come sin apetito, en tres días no dio sus carreras, y los lunes y jueves espera al anciano como si temiera verle —dice Fabiola.
—¿No corrió alrededor de la casa? Vaya —digo.
Y ocurre algo inesperado: Fabiola entra en su cuarto y sale con dos sábanas y en el portal envuelve a Kresa con la sábana pequeña… ¡y a continuación ella misma se cubre con la otra!
—¿Por qué nos ponemos el trapo cuando viene Zenon? —protesta el crío pateando el suelo.
Fabiola me mira antes de decir:
—Le damos frío.
No tarda en llegar Zenon. El crío lo ve a lo lejos y corre a su encuentro. Lo trae de la mano, como si el bisabuelo fuera el niño. Zenon: uno de los baluartes vascos de ama. Zenon y Altubena. Siendo niños Martxel, Fabi y yo, ama nos llevaba a Altubena a charlar un par de horas con aquellos descendientes de los Fundadores. Recuerdo que les hacía prometer que nunca venderían sus tierras a extraños. Hoy, en el cielo, se sentirá feliz viendo que en Altubena aún viven Altubes. Junto al crío, Zenon asciende con seguridad la leve pendiente hacia la casa. A sus noventa años, conserva casi su gran estatura. Apenas lo había visto en las últimas tres o cuatro décadas, o no lo he visto nada. Llega al portal y Fabiola le dice:
—Es mi hermano.
—El otro hijo de la marquesa —dice Zenon.
Cruzamos nuestras miradas y no me atrevo a preguntarle cómo se encuentra o qué tal su salud, por si cree que me intereso por su nariz. La tiene sólo un poco roja en la punta.
—Vino ayer para quedarse. Y lo mismo Román —dice Fabiola.
—Bien, bien —dice Zenon.
Estará al corriente de la muerte de ama y aita y de que Ella se ha quedado con todo y nos ha arrojado de nuestra casa. O quizá no lo sepa, o lo supo y se le ha olvidado, como se le olvidó que estaba prohibido hablar en euskera. O, simplemente, no quiere perder el tiempo con el pasado para estar más tiempo con el presente, con su bisnieto, que es también el futuro.
—Ven —me dice Fabiola entrando en la casa.
La sigo. Y allí quedan bisabuelo y bisnieto, y enseguida oigo su intercambio de euskeras. Ama lo estará viendo y será feliz.
—¿Se habrá muerto el otro huésped? Tendré que volver a calentar la leche —dice.
—¿Dónde hay agua caliente? ¡Lo menos que le deben proporcionar a un inquilino forzado es agua caliente! —dice Román asomando la cabeza en el umbral de su cuarto.
—En los caseríos viejos no hay agua caliente —digo.
—¡Pues eso se piensa antes de traer a un inocente a esta covacha! —dice Román.
—¿Quiere el señor agua caliente para el baño? —dice Fabiola.
Si Román entra en un silencio no será por haber advertido burla en la frase, que ha sido muy modosa, sino porque no soporta la voz de esta mujer que tanto le ha humillado. Se va su cabeza y estoy seguro de que estará aplastándose los oídos con las manos abiertas, como ayer. Pero Fabiola parece haber tomado muy en serio lo del baño caliente. Me pide ayuda para traer una tina del fondo de la casa y dejarla frente a las llamas del hogar, y me sigue reclamando para traer dos baldes de agua del pozo, mientras ella cuelga una gran perola del gancho sobre el fuego de leña, y luego me acompaña en los siguientes viajes al pozo, e igualmente, según se va calentando, trasvasamos entre los dos el agua de la perola a la tina, y, en el momento de concluir la tarea, surge Román de su cuarto y camina pesadamente hasta la tina. Fabiola y yo le miramos y él nos mira. Falso: me mira sólo a mí, como si ella no existiera. Se lleva las manos a un botón de su ropa y dice:
—Exijo intimidad.
Me vuelvo de espaldas. Por el rabillo del ojo veo que las manos de Román siguen inmóviles sobre el botón, igual que todo él. Fabiola no se ha vuelto. Dice:
—¿Eso va también por mí?
Román es una estatua, con la mirada en mi espalda y la boca cerrada.
—¡Las cosas que hay que ver! —dice Fabiola con un suspiro, volviéndose.
Ruido de ropas y gran chapuzón. Nos giramos. Román está sentado dentro del agua humeante, frotando sus sebosos pechos con una pastilla de jabón Chimbo.
—Habrás aprendido cómo es la operación agua caliente, ya sabes cómo preparar tu próximo baño —dice Fabiola.
Román inclina el cuello y hunde su cabezota entera en el agua, y cuando la saca sus orejas chorreantes quedan a la escucha, y, al no oír la voz odiada, reanuda sus frotaciones. Fabiola recoge del suelo la ropa de Román y la lleva a su cuarto, sin que él lo advierta.
El baño ha sido largo y concienzudo y no he dejado de pensar en los hipopótamos. Ahora, Fabiola y yo estamos sentados en uno de los bancos corridos de la mesa, ella envuelta en la sábana y yo en la manta. ¿Por qué aún no me he vestido como Dios manda? La primera en sentarse fue Fabiola, supongo que para observar en silencio el baño de Román, es decir, su espalda velluda. Me senté a un metro de ella. Sé lo que son el uno del otro, al menos, ante Dios. Sé que ninguno de los dos imaginó jamás reencontrarse bajo un mismo techo al cabo de treinta años de separación y junto a un nieto que sólo es de uno de ellos. Esto no puede traer nada bueno. En aquel tiempo, ama dio solución a la desvergüenza de Fabiola escondiéndola en Oiarzena, a ella y a la troupe de locos. Hoy, a los supervivientes de todo aquello nos meten en el mismo agujero a ver quién revienta antes… La irresponsable de Fabiola no ha perdido su poder de engaño y ahí la tengo, como efigie de la más excelsa serenidad.
—Está acabando —la oigo.
—¿Eh?
—Su baño… ¿Qué crees que pasará cuando no encuentre su ropa?
—¿Eh?… Ejem… Al término de un baño uno debe tener a mano la toalla y la ropa, siquiera un albornoz —digo. Los dos hablamos bajo.
—Precisamente, no encontrará nada de eso. ¿Qué crees que hará? —dice.
—En una casa normal sí encontraría las tres prendas, o dos, al menos una. Pero ésta no es una casa normal. ¿Por qué te llevaste su ropa? Será mejor traerla —digo, a punto de ponerme en pie para encargarme de ello. Pero Fabiola me para:
—Tengo derecho a ver el cuerpo de mi esposo. Quiero contemplar su sexo ful de la traición, con el que sólo podía hacer una cosa: mear.
—¿Qué dices? ¿Estás loca? ¿Qué dices? ¡Calla, por Dios!
—Quiero contemplarlo por primera vez. ¿Me oyes bien, hermano? ¡Por primera vez! Me asiste ese derecho. Supe únicamente de sus nulos frutos… ¡Traición, traición! —dice Fabiola.
A nadie puede conmover una protesta formulada por una criatura tan anodina. La prueba de que ni ella misma espera compasión está en que no ha elevado el casi inaudible tono de voz que ahora empleamos ambos.
Román da por concluido el baño, saca un brazo y sus dedos tantean el suelo buscando su ropa. Ahora es el segundo brazo el que realiza la misma operación por el otro lado de la tina. Finalmente, hace girar su cuello para mirar por toda la circunferencia.
—¿Dónde está? —dice.
Nos ve a Fabiola y a mi y repite: «¿Dónde está mi ropa?». La mía es una situación tonta, testigo de una angustia que podría remediar. ¿Qué tengo que ver con este juego de Fabiola? Pero sigo inmóvil. Es que no es un juego: no sólo la carota de Román y las temblonas gelatinas de sus carnes expresan terror, también en la cara de pasita de Fabiola se lee el asombro que le produce descubrir que llevaba décadas sin sospechar que necesitaba reconocer con la vista lo que no contó para sus demás sentidos. Ella misma lo ha dicho. ¿No debe esperarse algo así de una mujer tan desvergonzada? La cosa no es de hoy: recuerdo la mañana en que Getxo la sorprendió junto a Román en una cama de paja en el interior de la ermita del Ángel. ¡Pobre ama! Hubo boda inmediata. Y tiene gracia que lo que empezó con tanto trueno acabara en globo desinflado. Sin embargo, las artimañas de Fabiola son tan sutiles que la miro en este momento y siento deseos de compadecerla, y lo mismo le ocurriría a cualquiera.
—¡Mi ropa, que alguien traiga mi ropa! —dice Román.
—No le vendrá mal dar cuatro pasos desnudo, sería una manera de perder el miedo a la sábana. Mira qué pronto has empezado tú con la manta —me dice Fabiola.
Sí, reconozco que ha sido un error por mi parte sorprenderme con la manta desde la mañana y seguir con ella. ¿Tendrá consecuencias en el futuro?
—¡Mi ropa, aunque ya no sea mía ni la tenga abonada! —dice Román.
—¡Isilik! —dice el crío desde el portal.
—Está rojo de ira, le va a dar un mal —digo.
—Imposible, es un buey que lleva treinta años sin desgastarse —dice Fabiola.
La cuestión es si abandonará la tina antes de que le estalle una vena. Miro a Fabiola: no muestra señales de divertirse, más bien parece estar esperando que se produzca uno de esos tres o cuatro acontecimientos fundamentales de una vida. Después de todo, quizá se lo deba la propia vida. Ama jamás mencionó el tema, pero la verdad es que de aquella noche pasada en las pajas de la ermita el gran engañado fue el pueblo de Getxo.
Los copos de jabón Chimbo que flotan en el agua de la tina navegan a impulsos de las atropelladas palpitaciones del cuerpazo de Román. Ante la absoluta pasividad de Fabiola, los gritos exigentes de éste van quedándose en suspiros. Y entonces ocurre: se pone en pie de golpe, mas las siguientes fases de la huida no las cumple con idéntica celeridad; sus rodillas chocan contra el borde de la tina y la mole de carne se estrella contra el suelo con un ¡plaff! húmedo, boca abajo y abierto de piernas. Es un espectáculo de grandiosa inmoralidad. Se pone en pie, gimiendo, y el tramo hasta su cuarto lo cubre con un patoso arrastrar de pies. Me vuelvo a Fabiola para comprobar si he visto lo que he visto. Su mirada de cristal, fija en algún punto del frente, no me dice nada.
—¿Qué? —digo.
Espero. Nada. El cuerpecillo ni siquiera respira. Sigo esperando y, por fin, dos hilillos de agua caen por sus mejillas.
Sus piececitos se hunden en la arena y ha de costarle más llevar su carrera adelante.
—¡Océano, regresa inmediatamente! —dice Fabiola.
—¿Por qué no le llamas Kresa, como ama? —digo.
—¡Kresa! ¡Kresa! ¡Vuelve! —dice Fabiola.
Pero el crío prosigue su trote, llegará hasta la otra punta de la playa y regresará, según me ha contado Fabiola. Se ha puesto en pie y sus ojos no se apartan de la pequeña espalda alejándose. Está preocupada, es junio, brilla el sol, hay mucha gente y han bajado a una hora no habitual para ellos. Ha sido por concesión a mí. «A la playa se va a tomar el sol y a bañarse», era mi razón para no acompañarles muy de mañana o bien avanzado el atardecer. «A la playa también se baja a gozar con la exposición de los cuerpos desnudos al agua y al viento», esgrimía ella con la eterna locura en sus ojos. Mi pensamiento completo es: a la playa se va a tomar el sol y a bañarse con prendas decentes, como siempre lo hemos hecho, y no en cueros. Me contó Fabiola que no bajan todos los días del año, pero que cuando lo hacen se desnudan, incluso en enero. Parece mostrar un especial interés en tenerme consigo en la playa, y yo hubiera accedido antes si sus desnudamientos aquí no me parecieran más escandalosos que en Oiarzena, debido a los muchos testigos… Bueno, y no fue sólo una concesión a mí. «Éstos son tiempos peores», dijo Fabiola. Se refería a la censura de la carne que impera en las playas desde la llegada de Franco. No es que, antes de la Guerra, Fabiola no tuviera problemas (hablando de ese tiempo, me suele decir: «¿Sigues sin recordar, hermano?», y yo estaría en disposición de revelarle que sí recuerdo si no recordara también mi pavor incluso ante el desnudo infantil de mi propia sobrinita Flora. Sí que podría revelárselo. Esto, sí… ¿He dicho «esto, sí»? La idea de confesarme a mí mismo este recuerdo me instala en una confortable reafirmación), pero no eran tan peligrosos como los de ahora, sólo chocaban contra la limpia moral de nuestro pueblo, que es la moral de Dios, la de ama. Hasta Fabiola ha tenido que ceder, al cabo de tantos años de mostrarse en cueros y de contagiar a los que vivían con ella. Me ha contado que los últimos cinco años toreó a los guardianes de la moral pisando la playa a horas intempestivas. Pero don Eulogio y la Guardia Civil acabaron sorprendiéndola y llevándosela al cuartelillo, donde la maltrataron (aita habría de liberarla y pagar las multas) y amenazaron con procesos judiciales. Hace dos semanas que dejó de luchar, en este momento está a mi lado envuelta en la sábana. Por eso digo que su promesa de no desnudarse en la playa no es una concesión a mi persona. Y por eso, también, ahora está llamando al crío desnudo para que regrese antes de que sea descubierto por los prismáticos de don Eulogio desde el monte. Ellos han vencido donde ama fracasó. Lo que me atormenta no es aceptar que los métodos de Franco son mejores que los de ama, sino que Franco y ama piensen lo mismo acerca de lo que Fabiola llama libertad. He de meditar bien sobre este asunto.
Allá va el crío, cada vez más diminuto, llamando la atención de los playeros.
—Le castigaré, ¡vaya que sí! —dice Fabiola.
—Le enseñas cosas que luego pretendes que olvide —digo.
—No importa, no importa, tiene que obedecerme. Confié en que bastaría una abuela para educarle y ahora empiezo a pensar que le falta un padre —dice.
Lo que falta es alguien normal a su lado.
Don Eulogio se aposta en verano con los prismáticos en lo alto del monte, velando por la moralidad en la playa. Cuando sorprende una indecencia, si la tiene próxima, levanta su cachava, señalando el punto, y la pareja de la Guardia Civil se acerca y aplica la ley. Si la indecencia ocurre lejos, en vez de a la cachava recurre a uno de los monaguillos que le acompañan, el cual corre a chivarse. Cuando Fabiola y yo vemos en la distancia regresar a Kresa, ha dejado de correr, tampoco va desnudo sino cubierto por una prenda grande que no es suya. Camina en medio de la pareja. El espectáculo es la sensación de la playa.
—Lo que está mal está mal y nunca puede traer cosa buena —digo.
—Mira cómo me lo traen…, ¡y sólo es un niño! —dice Fabiola.
Sale a su encuentro, se agacha para abrazarlo y regresa llevándolo de la mano y hablando a los guardias, que ahora también la escoltan a ella. Oigo lo que les dice cuando llegan a pocos metros:
—¿A cuántos ha matado? A un asesino no le conducirían ustedes de otro modo.
—¿Es usted pariente de él? —dice el guardia mayor.
—¡Es mi nieto! —dice Fabiola.
—Pues una abuela debe enseñar a su nieto dónde está la vergüenza —dice el guardia joven.
—Sé perfectamente cómo educarlo sin su ayuda —dice Fabiola.
—Iba desnudo en medio del público, contraviniendo las leyes —dice el guardia mayor.
—¿Qué leyes?, ¿las de ese señor del monte? —dice Fabiola señalando con el brazo a don Eulogio.
—Leyes. Las que hay que cumplir —dice el guardia mayor.
—Pague la multa y asunto terminado. Y que no se repita —dice el guardia joven.
Kresa mira a los dos guardias, sus rostros, sus mosquetones descansando verticales en la arena. Los mira sin miedo. Su manita se acerca a uno de los gatillos y su dueño se la aparta sin brusquedad. Mis ojos también se clavan en los mosquetones. ¿Cuántas balas habrán salido de ellos en la Guerra? Tres años hace que acabó y en las cárceles se sigue fusilando sin tregua. Quizá estos mismos guardias y mosquetones hayan realizado esta madrugada un servicio en algún cementerio. Quizá estos mosquetones disparados por otros guardias. Quizá estos guardias disparando otros mosquetones. Acabarán con nuestro pueblo.
El guardia mayor saca de su morral una libreta, que abre.
—Su nombre y apellidos —dice.
—Fabiola Baskardo Oiaindia —dice Fabiola.
El guardia mayor escribe con lápiz sobre un impreso. Escribe despacio, letra a letra.
—Es un niño —dice Fabiola acariciando los cabellos castaños de Kresa.
—La ley no distingue edades —dice el guardia joven.
—¿Peca también un recién nacido tomando el sol desnudo? —dice Fabiola.
Los dos guardias se hacen los sordos.
—¡Ridículo! —dice Fabiola.
—Señora, ¿por qué no nos deja hacer nuestro trabajo? —dice el guardia que se está equivocando al escribir.
—¿Quién es ese que sube por el monte? —dice Kresa señalando algo con el brazo.
El guardia mayor arranca el impreso de la libreta, se lo entrega a Fabiola y dice:
—Son doscientas cincuenta pesetas.
—¡Doscientas cincuenta pesetas! ¿De dónde saco yo doscientas cincuenta pesetas? ¡Somos pobres! —dice Fabiola acercando sus ojos al impreso.
—¿Por eso se visten con sábanas? —dice el guardia joven.
Sí, yo también llevo sábana. Pesan lo suyo tres meses largos en Oiarzena. Podría engañarme a mí mismo con que mi ropa está siendo lavada y carezco de repuesto, o con que en breve Ella y su bastardo se la llevarán por falta de pago y debo ir acostumbrándome a vestir otra. Es que hay algo más. He de cuidar mucho mi relación-parentesco con Kresa, no ha de tenerme por un viejo cascarrabias llevando la contraria a todo el mundo, como le tiene a Román. Kresa y Fabiola están muy unidos. Me guste o no, Kresa es una prolongación de Fabiola, al menos en cuanto a sábanas y desnudos se refiere. En consecuencia, si yo deseo influir… Espero que no haga falta llegar al desnudo. Una sábana no es tan terrible. Sobre todo, si tengo bien presente que Kresa es la esperanza. ¿Hay algo más? Bueno, una sábana es una prenda muy de agradecer en verano, he comprobado las corrientes de aire fresco que genera con sus vuelos. ¿Algo más? Bueno, la pregunta «¿recuerdas, hermano?» que resuena en mi cabeza aunque Fabiola no me la dispare.
—¿Nos permiten ustedes tomar el sol en la nariz? —dice Fabiola arrebujándose en su sábana.
—¿Pagará la multa ahora o…? —dice el guardia mayor.
—Ni en casa tengo doscientas cincuenta pesetas, como para tenerlas en la playa… —dice Fabiola.
—¿Y usted? —dice el guardia mayor mirándome.
—Yo soy más pobre que ella —digo.
—¿Son parientes? —dice el guardia joven.
—Es mi hermano, el hombre con peor mala suerte del mundo —dice Fabiola.
—¿Quién es ese que sube por el monte? —dice Kresa.
—¿Puedo recoger el albornoz de mi hijo? —dice una mujer que acaba de llegar junto a los guardias.
—Sí, señora. Y gracias —dice el guardia joven.
Se dispone a despojar a Kresa del albornoz, pero el guardia mayor le dice: «Calma, compañero», y le detiene la mano y se vuelve a Fabiola:
—¿Tiene bañador el pequeño?
—Yo misma se lo cosí —dice Fabiola sacando el pantaloncito de baño en el que trabajó el otro día. Es blanco, de tela de sábana y goma en la cintura. Ella misma despoja a Kresa del albornoz y lo deja desnudo. El guardia joven sólo puede mirar al guardia mayor, y un segundo después el crío ya tiene puesto su traje de baño. La dueña del albornoz lo recoge y se va.
—Un fantoche más —dice Fabiola estudiando su obra sobre el cuerpo de Kresa.
—Tampoco cumple la ley —dice el guardia mayor.
—Los bañadores deben llevar faldita o… —dice el guardia joven.
—¡Pero si es un niño de cinco años! —dice Fabiola.
—… o que una toalla haga sus veces —dice el guardia joven—. Al ir a bañarse su nieto deberá llevar puesta la toalla hasta la orilla del agua y quitársela allí.
—¿Qué creen ustedes que puede enseñar un niño de cinco años? —dice Fabiola.
—Cinco años son cinco años y ahí está la ley —dice el guardia mayor.
Fabiola cubre los muslos de Kresa con una toallita.
—Falta el peto —dice el guardia mayor.
—¿Peto? —dice Fabiola.
—Los bañadores han de llevar un peto que cubra el pecho —dice el guardia mayor.
—¡Pero si la criatura tiene cinco años y encima no tiene tetas de niña! —dice Fabiola.
—Es la ley —dice el guardia joven.
—¿Qué piensan ustedes de esa ley? ¿Piensan ustedes algo de algo? —dice Fabiola.
—Si no lleva dinero, pague la multa en el Ayuntamiento antes de tres días —dice el guardia mayor.
—Y tú, ¿qué piensas, hermano? —me dice Fabiola.
Clava en mí su mirada furiosa esperando mi opinión. ¿Le disgustaría a ama esta ley de Franco?
—¿Quién es ese que sube por el monte? —dice Kresa.
Miro. A lo lejos, una figurita sube por el sendero de cabras que lleva de las peñas a lo alto del acantilado. La figurita es inconfundible.
—Es un Baskardo de Sugarkea, uno de los pequeños —digo.
—¿Qué hace? —dice Kresa.
—Regresa de pescar con un capazo bien lleno —digo.
—¡Pero si la bajamar está empezando ahora! —dice Kresa.
—Ellos no tienen necesidad de una bajamar —digo.
—¿Por qué no vamos a verle? —dice Kresa.
—Ya no le alcanzaríamos —digo.
—¡Déjame, abuela, yo corro mucho! —dice Kresa.
—Estos señores no te dejan, no tienes falda ni peto —dice Fabiola.
—Ni con un bañador legal se permite salir del recinto de la playa —dice el guardia mayor.
—¿Baskardo?, ¿Baskardo?… ¿Son ustedes parientes de ese ciudadano del monte? —dice el guardia joven.
—¡Qué más quisiéramos! —dice Fabiola.
—Me ha parecido que vestía pieles. ¿Tan pobre es? —dice el guardia joven.
—Está fuera de la playa, puede vestir como le plazca —dice Fabiola.
—Miraremos en las fichas del cuartel —dice el guardia mayor.
—Los Baskardo de Sugarkea jamás han estado en una ficha, no figuran en ningún registro municipal ni religioso, nadie ha intentado encerrarlos en un papel. No existen. No les consideren sus enemigos, no hicieron la Guerra, ni siquiera sabrán que hubo una guerra. Nadie podrá tocarles, ni siquiera ustedes —dice Fabiola sin un solo temblor de su carita de pasa.
Un hombre pasea por la playa vestido de frac. Es alto y delgado, sus zapatos son de charol brillante y el sombrero de copa se mantiene en su cabeza tan tieso como el faro de La Galea. Hace sol, la playa está muy concurrida y todo el mundo lo ve pasar con sonrisas o carcajadas. Desde el monte, don Eulogio también lo ha descubierto con sus prismáticos, aunque parece dudar, su cachava no señala a ningún sitio y sus dos monaguillos no reciben orden alguna. Allá viene la pareja de la Guardia Civil, derecha hacia el hombre del frac. Ellos sí saben lo que hacen. Y justamente ahora el hombre del frac ha tomado el camino hacia la orilla del agua. Seguro que se está friendo con este calor y bajo tanta ropa. Llega a la orilla, sus zapatos chapotean en las olas rotas, rodeado de un enjambre juvenil alborotado, y se introduce con solemnidad en el mar. Su cara de palo hace más chusco el episodio. Avanza hasta que el agua le llega a la pechera blanca almidonada. Se vuelve, se quita el sombrero de copa y saluda a todo el público de la playa, que le corresponde con carcajadas. En su saludo ha incluido a la pareja de guardias, que acaba de llegar a la orilla. Le requieren con dureza para que salga inmediatamente y el hombre obedece con parsimonia. Le ponen las esposas y se lo llevan.
—¿Lo van a matar? —dice Kresa.
Fabiola mueve la cabeza y dice:
—No sé por qué se han ofendido si les gustaría que todos tomásemos el sol con escafandra.
Días después se sabe que el hombre del frac estará un mes en el calabozo y habrá de pagar una multa de mil pesetas.
Oiarzena significó para ama destierro y olvido, aquí ocultó el embarazo de Fabiola y a este último y miserable remanso me ha traído el destino. Es un consuelo pensar que ama lo habría aprobado, pues si lo eligió para una hermana, al otro hermano también le conviene ser olvidado por el mundo en estos malos tiempos que corren por ahí fuera. En ocasiones me envuelve la sensación de no ser ajeno a este lugar, y, aunque me siento más yo mismo combatiéndolo, me suelo abandonar al nuevo espacio. ¡Adiós a la abundancia con ama! Y, sobre todo, ¡adiós a la patria! En Oiarzena no se respiraría ni asomo de patria si no fuera por las ocasionales visitas de Zenon Altube. Y, en especial, por la presencia de Kresa. Ahora he descubierto que el trepador de Román siempre engañó a ama con su carnet del PNV. Y si poco podía esperar de Fabiola, la administración de Oiarzena la aparta de todo lo demás. Eran dos y ahora somos cuatro bocas. Se labra y se siembra el doble de tierra. De doce gallinas hemos pasado a veinticuatro. Pero en esta sociedad de cuatro miembros sólo tres arriman el hombro, Román ni siquiera se escuda en sus más de setenta y cinco años, en su pesada gordura, en sus mil dolencias: simplemente, se sienta a vernos trabajar. Y exige; sobre todo, carne, que Fabiola críe conejos, que le sirva una chuleta de buey seis días por semana, que la cabra que no da leche por vieja no se venda sino que se mate para casa. La no satisfacción de estos deseos alteraría la armonía del grupo si no fuera porque nadie le hace caso…
Estamos desmochando boronas. Nos llega un machaqueo de ruedas contra las piedras del camino. Fabiola y yo volvemos la cabeza para mirar, y Kresa ha de salir del bosque de cañas si quiere ver algo.
—¡Un caballo! —dice.
Es más que un caballo, es un birlocho. Negro. El caballo también es negro. El hombre que lleva las riendas detiene el vehículo ante una de las calvas del seto. El otro ocupante es una mujer: Ella.
—¿Cuánto tiempo ha pasado desde que vinimos a Oiarzena Román y yo? —digo.
—Seis meses —dice Fabiola.
—¡Dios mío! ¡El plazo! ¡La ropa!
Son muy calmosos los movimientos del hombre al anudar el extremo de las riendas, tomar una carpeta, ponerse en pie, pisar el estribo y luego el suelo.
—Es Aurelio, el hijo de Roque Altube —dice Fabiola.
—Aurelio. Intercedió en la Guerra por el maldito bastardo. ¿Qué hace un Altube en el Galeón? —digo.
—En esta ocasión, ni Roque Altube pudo —dice Fabiola.
—¿El qué no pudo?
Kresa, Fabiola y yo hemos bordeado las huertas para acercarnos, pues Aurelio nos espera en el camino, de pie, inmóvil, callado. Al menos, él nos mira: la bruja del coche tiene los ojos clavados en las colinas, y en el blanco de cadáver de su rostro ni un poro delata que nos sabe cerca.
—Buenos días —dice Aurelio.
Me parece aún más pequeño que hace seis años. Carraspea, no encuentra la postura.
—Creo que sé a qué vienes —dice Fabiola.
—Lo siento mucho… ¿Éste es el chico? —dice Aurelio.
No deja de mirar a Kresa, como si no pudiera apartar los ojos de él.
—Así que éste es el chico, el hijo de Flora —dice.
Se me ocurre pensar que le gustaría tener un hijo como Kresa. No un hijo como Kresa sino al propio Kresa. ¿Y a qué buen vasco no? A mí, sin ir más lejos. Pero si no soy su padre, soy su tío abuelo y vivo bajo su mismo techo. ¿A qué ha venido Ella? Está claro: a asegurarse de que Aurelio cumple estrictamente su orden de cobrarnos aquellas ropas que eran nuestras. Confío en que Aurelio se le rebele en el último momento y ambos se larguen sin ropa y sin dinero, así como tampoco Ella ha podido impedir que el coitado de su secretario prefiera a Kresa en vez de a ese mamarracho de Cándido.
—¿Puedo pasar? —dice Aurelio.
Fabiola sonríe al hacerle una seña de broma y Aurelio traspasa la pared que no existe y recorre el sendero hasta la casa, con nosotros detrás. Habla de nuevo al encontrarnos en el portal:
—Prefiero tratarlo aquí.
—Sin que ella oiga los equilibrios que has de hacer con las palabras para transmitirnos lo que traes en esa carpeta —dice Fabiola sin dejar de sonreír.
—Sí, bueno… Lo siento, lo siento —dice Aurelio, enderezando las gafitas sobre su nariz.
Saca el pañuelo para secarse el sudor de la frente, se avergüenza de su encargo. ¿Por qué sigue en el Galeón a las órdenes de esas sanguijuelas si no es como ellos? Bien que lo depositaran allí como criado por una temporada a cambio de comida y ropa, en aquel tiempo en que, con ocho hijos, su padre afrontaba una nueva vida. ¡Pero de eso hace veinte años! Un secuestro que hizo sufrir mucho a ama. Hoy, Aurelio tiene cuarenta años y no se ha movido del Galeón, a pesar de que, según dicen, tiene un buen pasar y podría defenderse por sí solo. ¿Qué le retiene en esa cueva de piratas?
Lo tengo a un metro y su mala conciencia no es fingida…, lo que demuestra que no se ha contaminado de ellos. Abre la carpeta de cuero negro y saca un papel.
—Éste fue el contrato que vence hoy. ¿Lo leo? —dice.
—No hace falta, hay cosas que no se olvidan —dice Fabiola sin dejar de sonreír, entrando en casa.
—Usted ya recordaba la fecha y estaba preparado, quiero decir…, ¡ejem!…, que no se me pagará con dinero sino devolviendo aquella misma ropa —dice Aurelio rozando mi sábana con su carpeta.
—No te pagamos con dinero porque no tenemos. Jaso Baskardo Oiaindia es el hombre peor tratado por el destino, pero soy indestructible —digo.
—¿Jaso? —dice Aurelio.
Del fondo de la casa nos llega la voz de Fabiola:
—¡Levántate, coge esa sábana y cámbiate, que vienen a por tu ropa!
—¡Yo jamás me vestiré como los hotentotes! —oímos a Román.
—Siento mucho tener que hacerlo —me dice Aurelio.
—Pues no lo hagas —digo.
—¡Aire, aire! —oímos a Fabiola.
—¡Yo no elegí venir a esta checa! —oímos a Román.
—Habría alguna fórmula, una demora, una revisión…, si quien esgrime este documento no fuera Ella —dice Aurelio.
—¡Es inaudito!, ¡quitar a dos insolventes ciudadanos hasta los trapos que cubren sus ancianas carnes! ¡A esa mujer sólo le queda disponer que nuestros cuerpos también forman parte de los bienes heredados y le asiste el derecho a forzarnos a trabajar para ella por nada, es decir, como esclavos, o que podría rellenar almohadas con nuestro pelo! —digo.
—Me consta que lo pensó —dice Aurelio.
—¿Es cierto? ¿En cuál de las dos fórmulas pensó?
—En las dos… El hijo ha de frenar las continuas extravagancias de la madre. Son iguales, pero él no está enfermo —dice Aurelio.
—¿Y no cabe que el hijo…? Me refiero a la ropa —digo.
—El hijo marca límites y la ropa de ustedes se encuentra dentro de esos límites —dice Aurelio.
Sale Fabiola con la ropa de Román y la mía en un gran ovillo.
—Que le aproveche a tu dueña —dice, poniendo el bulto en brazos de Aurelio.
—Lo siento mucho —dice Aurelio.
Ya tiene lo que vino a buscar, pero no se mueve. Vuelve la cabeza en dirección al birlocho nada más que unas décimas de segundo.
—No es todo —dice.
—¿No? —decimos Fabiola y yo.
—El cuadro.
Fabiola y yo nos miramos. ¡El cuadro de la neskita! Cuelga a la cabecera de mi cama actual.
—¡Ni Román ni yo hemos firmado eso! —digo.
Aurelio sostiene la ropa contra su cuerpo con una mano y con la otra pone el maldito papel bajo nuestros ojos: Román Pérez de Angulema/Moisés Baskardo.
—¡Me llamo Josafat, yo no he firmado eso! ¡Estamos salvados! —digo.
¿Por qué Fabiola no comparte mi alegría? Se dirige a Aurelio con furia:
—¿Cómo lo consiguió esa mujer? ¡Acabaremos creyendo que es Dios!
—Le juro a usted que ella no… —dice Aurelio.
—Nuestra baza podía haber estado en la firma…, ¡pero en la otra firma!…, y resulta que ahí está la única firma que hace bueno este contrato —dice Fabiola.
—Sí, fue un pacto firmado en extrañas circunstancias, pero limpio, sólo un poco precipitado. ¿Sospecha que alguien ha falsificado la firma de su hermano? Muchos testigos le vieron firmar —dice Aurelio.
—¡Mentira! ¡Mi nombre es Josafat Baskardo! ¡Mi pobre hermano no pudo firmar porque está muerto! ¡Traición, traición de la bruja! —digo.
Aurelio me mira con la boca abierta y Fabiola dice suspirando:
—Por una vez que haces algo a derechas…
Me ha traído de la mano bajo el cuadro de la neskita.
—Ayúdame —dice.
—¡No! —digo.
—Es inútil, estamos en sus manos.
—¡Pone Moisés y Moisés está muerto!
Estoy seguro de que no es su intención mirarme tan profundamente. Me derrumbo a sus pies y ella me levanta.
—Lo recuperaremos algún día, hermanito. El cuadro y todo lo demás —dice, sin soltarme de su abrazo.
—¡Lo quemará o lo venderá! —digo.
—Ella no destruye nada vendible y la pintura de Aurken se cotiza alta, incluso en este tiempo antivasco. Y si lo vende, le seguiremos la pista… ¿Por qué he dicho antivasco? Es más que eso, es un tiempo antilibertad, antihumano…, ¡antitodo! —dice.
Fabiola y yo pasamos con el cuadro ante la puerta cerrada de Román. Pesa. Y se nos resbala de las manos, no es fácil sujetarlo. En el portal lo apoyamos en el suelo porque Fabiola ha dicho: «Espera», y vuelve a entrar y sale con una sábana para envolverlo con amor. Fabiola y sus sábanas. Al reanudar la marcha, intenta ayudarnos Aurelio, y Fabiola alcanza el más esplendoroso instante de su existencia al apartarlo diciéndole: «Es cosa nuestra». Solos ella y yo cargamos con el cuadro hasta dos pasos del birlocho, con Aurelio detrás. El trayecto lo hemos realizado mirándonos sin descanso el uno al otro, conscientes de que tenemos a ama más presente que nunca y nos perdona.
—Habrá que traer un carruaje mayor para este cuadro —dice Aurelio.
¿Cómo sabe de pronto que Ella le ha llamado a conferencia? Se empina sobre el estribo del birlocho para acercar su oreja a la boca de la bruja. No se ha oído una voz, siquiera un gruñido, la leve vibración de alguna parte de su cuerpo, pero él supo que había sido llamado… De acuerdo, lo confieso, desde su llegada mis ojos han huido de Ella y parecería que no estoy en condiciones de jurar que no ha emitido alguna forma de llamada. ¡Pues sí lo estoy! Al cabo de más de veinte años de servicio en el Galeón, su cerebro ha dejado de pertenecerle, alguien piensa por él y le transmite por el aire su pensamiento.
—Nos lo llevaremos ahora —dice Aurelio.
—¿Es posible sin deteriorarlo? —dice Fabiola.
—He visto fugazmente el rostro de esa niña y me ha impresionado —dice Aurelio.
—Nunca lo creeré —digo.
Aurelio tose y dice:
—No sufrirá el menor desperfecto, yo me responsabilizo.
Una cosa es alzar el cuadro hasta un apoyo a popa del birlocho y otra que se sostenga allí. Pero los ladrones han traído cuerdas. Hacemos los tres un buen trabajo, Fabiola y yo entre lágrimas.
—Lo siento —dice Aurelio al subir al birlocho con su carpeta.
Pero aún ha de bajar a recoger del suelo el olvidado envoltorio de ropa, cuando se oye (esta vez, sí) un latigazo de voz aparentemente humana. Parte el carruaje, desaparece a la vuelta del bosque de pinos, y Fabiola y yo seguimos sin movernos.
—Aurken murió, pero encontraremos a otro artista de su talla, y en esta ocasión no habremos de buscar durante años a la modelo, a la neskita: el proceso será inverso, disponemos ya de un modelo…, ¡posará Kresa! ¿Importa el sexo? La preferida por ama sería Andrea, ¡otra hechura perfecta de neskita! Pero últimamente la encuentro un poco… rara —digo.
—Rara —dice Fabiola.
—Estoy seguro de que a Martxel le produciría la misma impresión… extraña —digo.
—Extraña —dice Fabiola.
—¡Ofreceremos a ama un nuevo cuadro, nadie nos arrebatará la esperanza! —digo.