ASIER ALTUBE

Así, pues, aquel 3 de marzo de 1942 rompí otra vez el fuero de silencio y condena a don Manuel que me impusiera a mí mismo por el maldito no suyo en la iglesia y me presenté en la escuela para saber cómo se había de interpretar la muerte de uno de nuestros mitos, Camilo Baskardo, suponiendo que mereciera alguna interpretación especial.

No era ese fuero, digamos, demasiado estricto; fue creado menos contra alguien y más para defenderme de mí mismo y no ceder a la perenne tentación de volver a sentirme su pequeño amigo, caída que automáticamente implicaba el restablecimiento de nuestra santísima trinidad y la inmolación de la señorita Mercedes como víctima inocente. Porque hubo excepciones: cuando Getxo era sacudido por algún suceso excepcional, en el fuero se abría una fisura y yo me permitía convertir a don Manuel en mero consultor aséptico sobre el gran tema Getxo y, sencillamente, quedaban desbaratadas mis prevenciones.

La muerte de Camilo Baskardo no trajo la primera violación del lucro: un año antes estalló con virulencia el dolor por el desprecio a que sometía el monstruo a la señorita Mercedes, y esperé en su portal su regreso de la escuela y le grité con angustia: «¡Cásese con ella, cásese con ella, por lo que más quiera!». Eran los únicos y ocasionales momentos de comunicación entre nosotros.

Los alumnos se desparramaban por el patio y la calle. Pisé la escuela y el aula. ¿El sexto pupitre de la séptima fila? Sí, allí había uno, pero no aquel que yo incendié. Mi mirada pasó distraídamente sobre el. Estábamos en 1942, sobre el vulnerable quinceañero habían hecho su labor cuatro años de rodillo, yo había tenido contactos con anarquistas, el concepto de pecado quedó atrás y me encontraba en condiciones de notificar al antiguo monstruo: «Ya no tengo quince años y comprendo las cosas. ¡He dejado de ser un estorbo para que usted se case con ella!».

Vi a don Manuel ultimando algo en su mesa y es cuando le pregunté:

—¿Y ahora quién de ellos le relevará? Y él:

—Más exactamente, ¿a quién se lo permitirá Ella?, ¿quién tomará ese relevo a pesar de Ella?… Me alegro de verte, Asier.

Hablábamos del relevo del mito, si es que un mito puede transmitir a sus herederos su poder y su caudal al mismo tiempo que su condición de mito. Sostenía contumazmente don Manuel que el gran fallo de Ella fue surgir en Getxo sólo en 1887, es decir, con retraso, por lo que hubo de trabajar más. Lo que pretendía decir don Manuel era que se habría ahorrado su posterior dedicación a los hijos si, a su debido tiempo, la hubieran sufrido los padres, Camilo o Cristina, pues habría bastado con actuar sobre uno de ellos con algún filtro de infertilidad traído de la ignota tierra de la que procedía, u otra artimaña de las que luego habría de emplear con los hijos, con Moisés, con Fabiola, no con Josafat, ya descalificado por sí mismo para menesteres procreadores. Pero, en 1942, tanto celo de Ella se reveló estéril, pues las leyes de la herencia se aplicaban a todos los hijos por igual, fértiles o no, por no mencionar a la esposa, Cristina. ¿O es que acaso el proyecto de Ella iba mucho más allá, contaba con la ambición de Camilo Baskardo de alcanzar no sólo una mitología industrial sino de erigirse en cabeza fundacional de un linaje que se perpetuara hasta el fin de todos los tiempos? Y aquí entraba Efrén, su hijo ilegítimo, que ya le había dado un nieto, Cándido, es decir, un primer ensayo de arranque de linaje. Aunque ni siquiera esta vía ofrecía una garantía absoluta, pues allí estaba la otra nieta, Flora, hija de Fabiola, tan ilegítima como el otro nieto, pero de una ilegitimidad solapada bajo todas las legalidades.

Con todo, en aquella conversación —a la que pronto se nos incorporó la señorita Mercedes—, hasta don Manuel hubo de admitir, a regañadientes, que Ella había sido derrotada.

—Otro error garrafal suyo fue no vigilar más de cerca a Fabiola —añadió—. Habrá aprendido a no fiarse de las mosquitas muertas. Creyó que condenaba a la txotxolita a no tener hijos casándola con el Roto…, pero entró en escena otro que no estaba roto. Me cuesta creer que haya sido derrotada.

—Quizá no hizo en su vida otra cosa que jugar a ser mala —expuso la señorita Mercedes.

—¿Jugar? —exclamó don Manuel.

—O es más torpe de lo que suponemos —añadió la señorita Mercedes.

—¿Torpe? —exclamó don Manuel.

—O, simplemente, tiene mala suerte —suspiró la señorita Mercedes.

—¿Mala suerte? —exclamó don Manuel.

Pareció que recibía nuevo impulso para airear sus inmarchitables postulados sobre la cuestión.

—Sin duda, hasta sus supuestos fallos serían calculados. Admitiré hasta un ocasional relajamiento… ¿He hablado alguna vez del inapelable destino industrial del apellido Baskardo? Está implícito en su condición de hombre del hierro por antonomasia… ¿Qué podía temer Ella de la descendencia familiar de Camilo, por muy legal que fuese? Moisés y Josafat, subyugados por una madre con el temor sabiniano a la industrialización; y Fabiola, primero frustrada y luego rebelde a nuestros códigos. ¿Qué podía temer Ella de semejantes desviados industriales? La otra sangre, su verdadera sangre, la herrumbrosa, Efrén y Cándido, eran sus garantes. Camilo Baskardo nunca llegaría a tocar la carne de la esperanza de su hijo ni de su nieto. Estoy seguro de que no hizo el menor gesto por tocarlas. Sobraba: el amado hedor le anunciaba a distancia que era una carne hecha del metal predestinado. ¿Qué podía temer… esa señora…? ¡Oh, sí!, ellos y no otros eran el gran destino. Leyes, jueces, papeles, notarios y abogados sentenciarían lo suyo…, pero Camilo Baskardo se ha ido a la tumba con otro sueño.

—Hemos llegado al final de la locura —oí a la señorita Mercedes.

—De la venganza —puntualizó don Manuel—. Ella tiene ya setenta y dos años y le faltará humor para elegir una nueva meta y nuevas maquinaciones.

Sus ojos despidieron pequeñas chispas al añadir:

—Pero sigue viva.

El inaudito giro que tomó la cosa en las horas siguientes debió de contar con la benevolencia de un tiempo más largo para ser digerida. El corazón de Cristina no soportó más y explotó en la noche del día siguiente, no mucho después de que Ella se presentara ante el caserón de la marquesa en su coche rojo tirado por dos caballos árabes pidiendo audiencia para «dar un recado a la dueña». En ningún momento llegaría a abrirse la puerta de la verja. De un balcón abierto brotó el vibrante alarido de Cristina: «¡Fuera!». De modo que las suelas de Ella tuvieron que recorrer su antigua residencia a través de la vegetación que la selvatizaba, el viejo palacio abandonado desde 1919, subir los descalabrados peldaños hasta la terraza desde la que, en otro tiempo, arrojaba pedruscos a la casa de enfrente, y gritar con voz agria y fiera: «¡Ha testado para su nieto y el mío! ¡El nuevo rey será Cándido Bastardo! ¿Oyes esto, Cristina?».

Cristina precipitó las consultas en los despachos pertinentes y aquella misma noche su corazón no pudo más y, simplemente, estalló. Había causa, maldita sea. Antes del entierro ya supimos que el techo bajo el que había fallecido —el gran cajón solariego de piedra amarilla de los Oiaindia—, la cama y las sábanas que la envolvían habían dejado de pertenecerle. El final de sus días había coincidido con la puesta a cero de su cuenta bancaria, en un encuentro impecable de consunción total. Lo que Ella había esperado recibir al término de esos cincuenta y cinco años de trapacerías era un premio, sin duda, a la altura de la calidad de su trabajo, no menor, pero tampoco mayor. Pero lo que recibió gratuitamente del cielo en el que no creía excedió con creces su ya ambiciosa meta que se marcara al comienzo de la carrera. El testamento de Camilo Bascardo databa de 1919, en él aparecía por primera vez, en nuestra pequeña crónica escrita, Bascardo con c, y tenía un único destinatario: Cándido Bascardo Lapaza. En realidad, eran dos testamentos en uno, aunque figurase un único titular, pues englobaba los caudales de Camilo y los de Cristina, unidos después de toda una vida separados.

—Por no entregárselos a Franco se los entregó a su esposo —meditó don Manuel—. Naturalmente, no tenía ninguna preferencia por uno u otro: como Franco le incautaría hasta el anillo de casada, consintió en poner todo su peculio a nombre del esposo, con la promesa de serle restituido a la llegada de mejores tiempos. No debemos dudar de que tal sería el ánimo de Camilo, mas falleció siendo dueño de lo suyo y de lo de ella, un caudal de fábula que ahora pasa a manos de la Criatura. Necesitaré muchos años para digerirlo.

—La tuvo engañada veintitrés años —se me ocurrió comentar.

—¿Veintitrés años? —saltó don Manuel.

—1919. ¿Por qué ese testamento en 1919, ni antes ni después, más después que antes, considerando que estas cosas, creo, se suelen actualizar de vez en cuando?

—A nosotros también nos tuvo engañados. Los testamentos se pueden rectificar si cambian los criterios. Veintitrés años sin un cambio hablan de una muy firme determinación. Conociendo lo que pasaba en esa familia, incluso veintitrés años no me parece excesiva tirada —dijo sombríamente don Manuel. Y añadió, visiblemente chasqueado—: También a nosotros nos engañó.

—Pero Camilo Baskardo sabía que seguiría viviendo con su familia después de aquel testamento secreto por el que la repudiaba, los repudiaba a todos —dijo la señorita Mercedes—. Muy duro. ¿Qué ocurrió en 1919 para que…?

Don Manuel permaneció mirándola un minuto largo; quizá no llegara a verla porque, de pronto, comprendimos que no estaba allí con nosotros sino navegando por otro tiempo sobre su memoria revolucionada.

—A ver… Sí… Exacto… Fue en 1919. Aunque no fue sino que fueron… Sí, dos acontecimientos que hasta ahora no se nos ocurrió relacionarlos… ¡y debemos hacerlo! Un testamento increíble si no vamos más allá de echarle una ojeada superficial, pero si vamos nos parecerá tan cohesionador que ensambla las piezas fundamentales del drama y, además, le proporciona el fatum, es decir, su consecuencia, o al revés, pues todo forma parte de las medidas que Camilo Baskardo, el preboste o gran herrero de los hombres del hierro de varias generaciones, ha ido tomando puntualmente para el remate grandioso a un largo e inmenso error, o una nueva fase de él. Me atrevo a adelantar la cronología de los acontecimientos en ese preciso año.

Don Manuel ya no disimulaba su verdadero estado de ánimo, ofrecía la imagen excitada del antropólogo que acaba de descubrir algún huesito más para su puzle incompleto.

—¿1919? —preguntó la señorita Mercedes—. ¿Qué acontecimientos?

—El nacimiento de Cándido Baskardo (con k, aún no se conocía el nuevo testamento) Lapaza, la Criatura. Tengo bien grabada la fecha. Pero, antes, otro acontecimiento: el sombrío viaje de Ella y demás habitantes del palacio árabe al Galeón, vacío y sin estrenar desde 1879. Quiso el destino que pareciera que Camilo lo construyó para Ella. Una sombría caravana de carros alquilados y cargados precipitadamente el mismo día del pacto con Camilo. A cambio de apropiarse del Galeón y de aquella paternidad tan suculenta para su hijo, Ella únicamente se desprendía del placer de apedrear la casa de enfrente en los aniversarios de la concepción de Efrén, coincidente con las navidades, y del más largo placer de amargar la vida de día y de noche y año tras año a Cristina y a Camilo con su fastidiosa presencia al otro lado de la carretera. Tu tío Roque no tenía que haber figurado en esa caravana, pero allí estaba, como si formara parte de la tribu de Ella. Y no formaba…, ¡de ningún modo formaba! Viajó en uno de los carros repletos de enseres… y de los miméticos criados con polainas rojas, para dar más aire de circo…, con su mujer Madia o Magda y sus ocho hijos. Ella iba en otro carro, el que transportaba la vajilla de plata. Efrén y Ángela, enchita de Cándido, no partieron con todos desde el palacio árabe sino desde el chalé que ocuparon al casarse, pero lo hicieron el mismo día y en su limusina con chófer… Oh, sí, ocurrieron muchas cosas en aquel 1919, y al tener todas ellas por referencia un mismo cuerpo familiar, alguien podría pensar en casualidades. ¡Quiá! Todo obedeció a una escrupulosa estrategia. ¿Y si me atreviera a mencionar que la estrategia de Ella fue superada por otra estrategia?

Una especie de sonrisa de niño travieso cruzó el rostro de don Manuel. Vi a la señorita Mercedes tan asombrada como yo.

—Usted piensa demasiado en ese asunto… —dije.

—Creo que ibas a decir algo más —silbó él.

Miré a la señorita Mercedes, dudando, y me decidí, al suponerla próxima a mi pensamiento.

—Eso parece cosa de una película.

Estaba él tan seguro de lo que llevaba dentro que no flaqueó. Sólo nos concedió las tres sempiternas arrugas de preocupación de su frente.

—Ya que habláis de películas —gruñó, en un significativo plural—, estoy haciendo un nuevo montaje con tanta escena deshilvanada. El resultado certifica la gran ceguera de todos nosotros. O únicamente la mía, ya que me acusáis de darle demasiadas vueltas a…

A veces, la señorita Mercedes lloraba sin lágrimas: desviaba mínimamente el rostro y se le contraía la piel bajo los ojos. Es lo que hizo entonces al pronunciar:

—No es normal, recién salidos de aquella Guerra.

Don Manuel carraspeó. Y yo machaqué con aspereza:

—Y estando pendiente otra obligación más cercana.

Fue un error. La señorita Mercedes no secundó mi ataque.

—Tanta preocupación por los demás puede degenerar en chismorreo. Vas a enfermar —le pronosticó.

—Obsesión —maticé.

—Obsesión —compartió la señorita Mercedes. Y repitió—: Vas a enfermar.

—Creí que nos había reunido un acontecimiento del que merecía la pena hablar un poco —dijo don Manuel enderezándose la boina.

—Primero fue el fallecimiento de Camilo, y su simple comentario será visto como chismorreo por algunos. Inmediatamente, Cristina y la llamada de atención, otro chismorreo, pero éste más que justificado. Y punto. No es sano entregar tanta pasión de uno… —dijo la señorita Mercedes.

—¡Pero es que detrás de todo está Ella…, y sigue estando! —exclamó don Manuel.

—¿Qué clase de memoria es la suya capaz de archivar con precisión cada fecha y cada nombre, como apuntándolos en una libreta? ¿O es que tiene una libreta? —pregunté.

—No es cuestión de memoria de hechos puntuales sino de una visión de conjunto. Lo general ayuda a lo particular. Para determinar una fecha no acudo a la fecha: en una atmósfera está toda la memoria. No, no llevo libreta —dijo don Manuel con repentina seriedad.

—Lo hemos entendido muy bien, pero nos queda la obsesión —dijo la señorita Mercedes.

—Acabas de mencionar algo que nos sigue obsesionando a todos: aquella Guerra. Estos episodios que me obsesionan los entiendo como otra guerra. Dos guerras, pues. Los historiadores certificarán en cuántas rayitas del medidor fue menos demoledora la guerra de Ella —expuso don Manuel. Y nos preguntó—: ¿No está justificada mi obsesión, al menos para ver si podemos salvar algo?

—A mí me bastó con una Guerra —casi gimió la señorita Mercedes.

Eran diferentes. Después de todo, quizá fuera mejor que no se casaran nunca.

Don Manuel ya no podía callarse:

—Sabemos que Franco mintió con su castrense «La guerra ha terminado», pero confiemos en que el tiempo la termine de verdad. Algún día, conviviremos con una generación que no sepa nada de ella ni desee saber. Incluso los que lleguemos vivos a ese buen momento nos preguntaremos si realmente existió. Y entonces, esta vez sí, habrá terminado… Mi guerra, en la que no creéis, aún no ha entrado en el tiempo del olvido. Por el contrario, acaba de recibir redoblado impulso. No sé si vuestro desinterés debe asombrarme o dolerme.

—El mundo no se acaba en Getxo —mascullé.

—Te entiendo, te entiendo muy bien…, ¡oh, sí! Es la primera señal que me llega de tu nueva… ¿Qué te enseñan al otro lado de la ría? —preguntó él turbiamente.

—Es tarde —pretendió zanjar la señorita Mercedes.

Don Manuel quiso saber si habíamos decidido retirarnos sin escuchar el resto y la señorita Mercedes se sintió obligada a repetirle que no era bueno para sus nervios —los de él, y yo me pregunté qué nervios— permitir que lo de Ella y Camilo degenerara en histeria, y que, en cualquier caso, su manera de tomar aquel asunto lo hacía antipático, que pareciera de su exclusiva propiedad. Don Manuel musitó un «Lo siento» e inició, con nosotros detrás, la marcha hacia la puerta exterior, y tras abrirla se apartó para dejarnos pasar. Ya en la acera los tres, pronunciamos las breves palabras de despedida. La señorita Mercedes y yo daríamos los primeros pasos juntos hasta la esquina de los trinitarios, donde los caminos a nuestras respectivas casas se bifurcaban. Nos detuvimos mucho antes, y lo hicimos a un tiempo, quiero decir que no hubo influencia mutua. Nos miramos sin avergonzarnos de lo que íbamos a hacer. Habíamos despreciado parte de la identidad de cada uno de nosotros. Supongo que también pesó que don Manuel nos esperaba, sin moverse, sobre los mismos centímetros de acera de la despedida. Nos recibió como si no hubiera habido separación.

—Estábamos en el viaje de Ella y su tribu al Galeón, y enseguida, el nacimiento de la Criatura. —Don Manuel no empezó, siguió, y tan fue así que ni siquiera perdió su mal ahogado tono enfebrecido—. Y ya tenemos al delfín, futuro dios, en su Olimpo, por obra y gracia de su abuelo Camilo… Ojalá el hecho no tuviera ninguna significación, pero, maldita sea, sí que la tuvo. ¿Y por qué se me responsabiliza de que simples hechos verificables sean, en sí mismos, obsesivos?… Y, anterior a la toma del Galeón y al nacimiento de la Criatura, el testamento. ¿No os resulta igualmente obsesivo ese testamento que surge ahora pero que data del mismo año de esos dos hechos, el recurrente 1919? Y, anterior al testamento, la razón que movió a Camilo a extenderlo… Como veis, un itinerario concatenado hacia atrás… La escena clave de la película inconexa que estoy intentando montar tuvo por escenario el bosque donde Josafat y Efrén ventilaban sus duelos esperpénticos en junio, que no eran para Josafat, en modo alguno, tan esperpénticos sino muy serios y vengativos, quizá una réplica a los apedreamientos de Ella, y una prueba para demostrarse algo a sí mismo. Ambos duelistas acudían con sus respectivos rifles de caza, aunque Efrén lo hacía con el espíritu deportivo adquirido en Oxford…, suponiendo que esa universidad sea tan inglesa como dicen. Ante docenas de testigos que apostaban tras la maleza, Efrén apuntaba al rifle de Josafat y se lo inutilizaba al primer disparo, así que el duelo siempre acababa a mamporros de patio de escuela. Pero aquel año el monótono guión no se cumplió… ¿Recordáis? —Me miró—. Es decir, ¿nunca te han hablado de ello en Altubena? Yo sí que te lo habré contado alguna vez, aunque por encima… ¿Y tú, Mertxe? El frustrado parricidio conmovió a Getxo…

La señorita Mercedes se quedó unos instantes suspensa, hasta que separó levemente los labios —de asombro califiqué el gesto— al reencontrarse con aquel pasado ante el que reaccionaba como seguramente correspondía. Yo estuve convencido de que en ese momento se felicitaba de nuestro reciente regreso a la maquinaria retrospectiva de don Manuel.

—Contempla la vieja escena y revívela con alguna palabra, mujer. No temas parecer una chismosa maestra de pueblo. Para bien o para mal, nuestro destino se enderezó en esa encrucijada —dijo don Manuel con la menor estridencia de que fue capaz.

—Entonces, fue aquello…, el parricidio —musitó la señorita Mercedes.

—Únicamente intento de parricidio —precisó don Manuel—, Efrén falló su disparo por primera vez en años, y el increíblemente rápido Josafat pudo darle varias veces al gatillo y un proyectil se alojó en el muslo de Efrén y lo derribó. Josafat llegó hasta él y apuntó a la cabeza. Los ocultos testigos, que no acertaron a reaccionar (¿quizá paralizados por el fatum?), dieron a Efrén por muerto. Y entonces surgió Camilo, nadie sabe de dónde, armado a su vez, y, muy sereno, de un certero disparo hizo saltar el rifle de manos de Josafat, aunque sin llegar a inutilizarlo. Josafat lo recogió del suelo y, esta vez, no apuntó a Efrén sino a Camilo, a su padre, que ya cubría con su propio cuerpo al hijo que parecía preferir. ¿Pobre Josafat? Sí, pobre Josafat, viéndose relegado por el bastardo. No fue un mal tiro el suyo, aunque no perfecto, la bala sólo rozaría el pulmón de Camilo. Varias semanas de reposo tras la operación. Oh, sí, contó con tiempo sobrado para meditar una resolución en exceso demorada. Aquel intento de parricidio, en vez de enturbiar su futuro, lo despejó. Fue la gota que colmó el vaso; me refiero a las abruptas relaciones con toda su familia, esposa, hijos… Llevaba años atormentado por el porvenir de su desmesurado imperio del hierro. ¿Quiénes deberían heredarlo? No le habría atormentado el traspaso de unos bienes normales, pero los suyos no eran normales, había que cuidar de que quien los heredara poseyera no sólo su misma sangre sino la misma sangre herrumbrosa de la raza elegida. A Moisés, a Josafat, a Fabiola, ya los habría descartado hacía tiempo para la gran misión…

—¿Gran misión? —repetí.

—Sé que es una crítica, no una pregunta… ¿Aún no te he hablado lo suficiente de los hombres del hierro?

—Sí, pero gran misión

—O predestinación, si lo prefieres. Camilo Baskardo es un puente (todavía lo es, muerto) entre una secular destrucción de lo creado y el capítulo siguiente y…, ¿por qué no temerlo?…, el estruendo de su triunfo final. Y Camilo Baskardo lo sabe… Podéis reíros también por fuera, no me ofenderé… El destino acudió en su ayuda para que hiciera lo que no se atrevió a hacer en años, podría decirse que fue el propio destino quien decidió, solo, y a Camilo poco le costaría creer que le dirigían fuerzas superiores. Pactó con Ella el abandono inmediato de la mansión árabe a cambio de reconocer a Efrén como hijo. Ella se precipitó a la parroquia a que don Eulogio llenara los huecos en blanco del libro parroquial que ya estaría retirado en el archivo. Esperó Camilo con impaciencia el nacimiento de su nieto. Nació, también en 1919, testó y lo silenció. Jamás el imperio del hierro será mejor servido.

Al acabar creí advertir cansancio en la postura de su mano oprimiendo su frente. Cuando tocaba lo nuestro semejaba un profeta demasiado apocalíptico. Pero allí seguíamos la señorita Mercedes y yo hasta que consideramos que no había más.

—Es el final —dije.

—Bueno o malo, es el final definitivo —suspiró la señorita Mercedes—. Lo ha conseguido antes de…

—Le ha sobrado el segundo tiempo para arramblar con todo —silbó don Manuel—. Con Todo, con mayúscula. Nos encontramos ante una pieza de arte. Limitémonos a admirarla desde nuestra confesada inferioridad.

—Pero es el final —insistió la señorita Mercedes.

No sé a quién pretendía engañar don Manuel con su falsa calma. La señorita Mercedes y yo sabíamos que sólo era cuestión de tiempo que empezara a soltar espuma por la boca. Así fue. No tardó en ponerse a barbotar contra aquel enemigo que habitaba entre nosotros y al que jamás derrotaríamos, por mucho que alguna vez nos cegara ese espejismo; que, esperando todo de él, es decir, todo lo malo, continuamente nos sorprendía como a párvulos, igual que entonces, apropiándose de los imperios reunidos de dos de sus víctimas. De poco servían las protestas de la señorita Mercedes y las mías rechazando que Ella hubiera intervenido en este expolio yuxtapuesto que hubiera requerido ser algo más que inspiradora del golpe militar para traer no una guerra cualquiera sino una guerra contra cierta marquesa que ni siquiera la combatió debidamente y sufriría un despojo digno de Atila. A su juicio, el hueco a rellenar consistía en apinar a qué trucos recurriría en el futuro «para salirse de nuevo con la suya». Convencido de que el presente expolio no sería el último, y teniendo en cuenta la naturaleza creciente de su escalada, se preguntaba si el próximo no lo integraría, como mínimo, una trinidad de imperios.

—Pero ya no quedan por aquí imperios dignos de la ambición de esa mujer —concluía—. ¿A quién o a qué lanzará ahora sus dardos?

—Tiene setenta y dos años y sus logros han sido tan impecables que se sentirá realizada en lo que le queda de vida —argumentaba la señorita Mercedes.

—Pero sigue viva —sentenciaba el obseso.

Sólo sus funerales expresaron la específica realidad de cada uno de los dos muertos, no su vela ni su entierro: Camilo Bascardo tuvo un funeral y Cristina Oiaindia otro, ambos en San Baskardo, a distinta hora del mismo día y oficiados por sacerdotes diferentes. A este fin, personajes del mundo nacionalista —no públicos ni destacados en la Guerra, sobrevivientes de las purgas y que vivían entre nosotros sin meter ruido— presionaron a Román para que, en lo posible, quedara Cristina lo menos contaminada. Hubo respeto hacia los difuntos, tanto a su duro enfrentamiento personal como a sus opuestas ideologías. El mismo criterio rigió para la vela de los cadáveres, que se dispuso en un mismo espacio —el gran salón de la planta— y no en espacios separados de la misma mansión, como una prolongación de su porcio de cuerpos. Parece que ello ni siquiera fue considerado por Román, brazo derecho de Cristina y erigido a sí mismo en gran maestre funerario; sería su última intervención en los eventos de la familia. Marcada la pauta, se consideró inapelable la instalación de ambos féretros en nichos contiguos del panteón familiar de los Oiaindia, en el cementerio de Getxo, por toda la eternidad.

Si pudo contemplar Cristina los tres actos desde alguna altura, sólo la habría hecho feliz su funeral independiente, en el que habría reconocido a fieles de su tribu, empezando por el oficiante, no el carlistón de don Eulogio del Pesebre sino el bueno de don Pedro, quien arriesgaba de continuo su vida llevando bajo su sotana, fuera invierno o verano, una ikurriña envolviendo su cintura; y siguiendo por grupos de aldeanos de edad avanzada o hasta el tope de la adolescencia, los dos extremos de una zona de muertos, encarcelados o huidos; u otra gente nacionalista y urbana, en general, de edades igualmente descomprometidas, todos esquivando las miradas de la abundante policía de paisano que espiaba aquel confuso acto subversivo, unos secretas perfectamente identificables hasta por los niños. Allí estuvimos los Altube de Altubena tras el abuelo Zenon, erguido e irreductible, la madre, Mikel Delatorre —el hijo menor de la tía Andrea, quien, muertos Esteban y Marcos, ya llevaba tres años en casa como el hombre para la tierra— y yo, aunque el contacto con el mundo del hierro del otro lado de la ría estaba resquebrajando las viejas estructuras en que crecí. Y hube de pensar: «Ellos nunca irían a los funerales de quienes los explotan». Vi al tío Roque, con Madia o Magda, y a la tía Andrea, con Anselmo Delatorre, y a muchos de mi caterva de primos, incluidos Evaristo en su silla de ruedas y Pelayo, recién salido de la cárcel. No a Aurelio.

¿Y los hijos de Cristina? La mayoría de nosotros no habría descubierto a Moisés si los más próximos no hubiesen hecho correr el rumor. Estaba en el rincón más oscuro del fondo, bajo el coro, tan inmóvil como la estatua de san Baskardo que presidía el altar, y parece que con los ojos cerrados. Fundidas con uno de los coreados amenes de la misa, se descifraron dos palabras: «¡Triunfaremos, ama!», cuyas veloces sílabas quedaron perfectamente machihembradas con las del amén, o al revés. Y a quienes volvieron la cabeza les cupo el privilegio de ver cómo Moisés se encasquetaba simultánea y fugazmente su boina roja de ertzaina. La emoción se propagó por la iglesia.

Fabiola no hizo acto de presencia en ninguno de los tres ritos. Bien que no acudiese al velatorio ni al entierro, ambos poblados de chatarreros, incluso ingleses, de camisas azules, chaquetas blancas y fajines, y si la extrañaron en el funeral fue hasta recordar que era la loca de Oiarzena, la que había roto con los usos y costumbres de toda la vida en Getxo. Al término de tanta parafernalia, el pueblo se asombró al sorprenderla en el cementerio, con su nieto de cinco años de la mano, depositando una flor blanca de geranio al pie de la puerta del panteón.

Pero lo que ocurrió en la mañana del segundo día de velatorio relegó a muy segundo plano los propios acontecimientos que contemplaba Getxo a distancia, incluida la muerte de los marqueses. Lo empezó a referir la servidumbre ya al comienzo de su desbandada, perdido su empleo. El gran salón resultó insuficiente para acoger a semejante rebaño de principales. Contaron criadas y criados que «la señora se habría levantado de su caja de haber podido ver a tanto enemigo».

Cristina no contó, permitieron a su cuerpo presidir aquello porque la Iglesia, en 1879, promulgó que debería compartir con su esposo un mismo destino en su propia casa. Estaban allí no sólo los altos chatarreros y derivados de Neguri, sino también sus homólogos del resto de España y del extranjero, junto a navieros, magnates del bandolerismo industrial, presidentes de consejos de administración con su cohorte de sicarios, manipuladores de la banca, mezclados con chaquetas blancas del régimen, obispos y estrellados militares, Grandes de España —Camilo lo era— y ministros vigentes o cesados. Y, de pronto, apareció en la carretera un desfile interminable de enormes carros vacíos tirados por percherones y, al frente, el birlocho rojo, con Ella y Aurelio dentro. Las escoltas de los principales no pudieron impedir la invasión del jardín por el centenar largo de menestrales, a la vista del documento de propiedad que les exhibió mi primo. El descarado poder de la tribu del Galeón había hecho posible la tramitación de ese documento en un tiempo récord, saltándose de un plumazo todas las burocracias, en aquel paroxismo del «¡Firmes!» cuartelero que imperaba. Aurelio tiró de la campanilla de la puerta y anunció al mayordomo de polainas rojas —se llamaba Narciso y sería su último servicio a la marquesa— que venían a vaciar la casa. Y antes de que Narciso pudiera reaccionar, surgió a su espalda Román Pérez de Angulema embutido en un trasnochado uniforme de oficial de la guerra de Cuba, despolillado para la ocasión: «¡Retire de mi propiedad a esa chusma!», ordenó a mi primo. Actuaba por inercia. En las breves horas transcurridas no habría podido asimilar el testamento de Camilo, mas cuando Aurelio le puso el contundente papel ante sus ojos, la luz se adentraría en su cerebro y empezaría a sospechar que todo cabía en el caos presente, incluso que un desdichado odio entre vecinos le arrebatara un cacicato que ya rozaba con sus dedos (al que tenía legítimo derecho por servicios prestados). «¡Es imposible!», exclamó sordamente mirando a Aurelio, y contaría el mayordomo que su expresión estaba diciendo que sí era posible. Pensaría que se trataba de fieras desgarrándose dentro de la misma jaula, Ella-Efrén contra Camilo-Cristina, y él, Román, en medio. Cabía, quizá se le ocurrió pensar, poner otra vez en pie de guerra a la troupe de franquistas que velaba en el salón, pero no había tiempo de consultar a Franco a cuál de las dos facciones consideraba más franquista.

¿Qué acababa de decir aquel hijo de Roque Altube?, ¿cómo se comía eso de vaciar la casa? Es posible que la curiosidad relajara su resistencia y que este fallo coincidiera con el graznido indefinible de mando que emitió Ella desde el birlocho: las botazas de los menestrales hollaron el hall como dirigidos a distancia y se desparramaron por los espacios superiores de la mansión. Los de la vela volvieron sus rostros y se miraron entre sí con el renovado espíritu del 18 de julio, pero Román les explicó que no se trataba de un asalto revolucionario a propiedad ajena. Al menos, los menestrales —sacados de fábricas de Ella— comenzaron su faena del desván hacia abajo, permitiendo que la vela en la planta se prolongase hasta el oscurecer. Salían del edificio hacia los carros armarios, arcones, camas, mesas, mesillas, cuadros, lámparas, estatuas, cortinas, sillas y sillones, alfombras, lavabos, bañeras, grifos, espejos, peines, jabonetas, navajas de afeitar… tanto de siglos pasados como presentes, en una operación de barrido tan concienzuda que dejaba al polvo sin otro asentamiento que el suelo. Incluso se arrancaba la ferretería de puertas y ventanas. Si por un hueco no cabía un mueble, la maza lo desbocaba. Esta suerte corrió la entrada principal a fin de que pasara el vasto lecho matrimonial de rudo roble, nido generacional de los Oiaindia, en el que Cristina concibió y parió a sus tres hijos y arrumbado desde que, en 1889, rompió todo trato de cuerpos y almas con el esposo.

Nunca una vela fue vivida con tanto estruendo tan próximo, pero lo que más alarmaba a los principales era el avance del frente depredador. Sin embargo, al asomarse al salón unas cabezotas embarradas de sudor y descubrir lo que allí había, retrocedieron. Contaría la servidumbre que, justamente entonces, volvió a retumbar el graznido indefinible de Ella, que vigilaba desde su birlocho la actividad de su tropa y había advertido su indecisión. Los menestrales pisaron delicadamente el último ámbito a vaciar y, por segunda vez en minutos, se detuvieron bajo los fuegos del murallón de miradas hoscas de los principales, quienes mascullaron: «¡No se acerquen, no nos manchen!». Un tercer graznido de Ella restableció la definitiva normalidad, aunque ahora los menestrales tropezaron con un inconveniente: estos muebles no estaban vacíos. Dos menestrales doblaron sus cinturas para levantar un sillón ocupado por un obispo, que no creía lo que veían sus ojos y hubo de saltar al suelo desde un metro de altura. Lo mismo ocurrió con los demás sillones, sofás y sillas traídas de fuera cuarenta y ocho horas antes para acomodar al ejército de visitantes. De la docilidad con que iban liberando el mobiliario extraerán los historiadores a quién tenían por superior a ellos en la jerarquía de poder cuya cúspide sólo ocupaba Franco. Tras los graznidos que les llegaban de Ella había una augusta familia en cuyo estrenado imperio no se habría puesto el sol de no asentarse en este norte sombrío. A medida que eran despojados de sus asientos, pasado el primer asombro, los de la vela se sentaban en el suelo, ya sin alfombras. Los dos féretros, abiertos, se habían instalado sobre sendos arcones en el centro de un círculo de altos candelabros encendidos y, al cabo, los menestrales formaron a su alrededor un gran círculo expectante. De la masa sentada se elevó: «¡No os atreveréis, no os atreveréis, turba sin Dios!». Mas un nuevo graznido penetró por el hall y los menestrales alzaron los féretros y los depositaron en el suelo, apoderándose de los arcones. Moisés, que llevaba horas de pie sin moverse de la cabecera del féretro de su madre, acariciando su rostro helado con una ternura que conmovía, se sentó igualmente en el suelo para continuar con su homenaje, ahora con una comodidad que tendría que haber advertido. Cuando a don Manuel le daba por comentar el disparatado episodio, gruñía: «Y los féretros quedaron a salvo por haber sido suministrados por la funeraria de Efrén, nunca constituyeron mobiliario traspasable y sólo a la propia funeraria podrían ser cargados, pues, a partir del primer segundo de eternidad de Camilo, todo lo suyo pasaba a ser propiedad de la Criatura, incluidos los propios cadáveres que, por ley de muerte, generarían gastos que habían de correr por cuenta del heredero, como aquellos féretros. Habría sido un mal negocio, incluso, vaciarlos y llevárselos»… Y añadía: «¿Qué quedó allí? Un erial no sólo profanado sino desposeído del carácter de velatorio que tuvo horas antes, con personas arrastrándose por el suelo, truncada la eclesial atmósfera de velones encendidos, Cristina y Camilo tratados con menos miramiento que el más indigente de los muertos. Ella pudo ahorrarnos todo aquello sólo con haber retrasado un par de días la escenificación de su odio. Jamás un pensamiento se vio expresado con tanta plasticidad. ¿Ocurrió realmente lo que nos contaron? Mayordomo, criadas, criados, Moisés, Román, los propios capitostes…, ¿resultan creíbles?, ¿llegaron las cosas a tales extremos? En lo que respecta a nosotros, la pregunta es: ¿pudieron llegar? Sabiendo quién las había concebido, más difícil resulta imaginar que ocurriesen de otro modo… La montaña de muebles que taponó la carretera al final del desalojo nos sugiere una primera intención de prenderle fuego, pero a esa tentadora venganza pronto se impondría el espíritu mercantil, y a partir de la tarde del día siguiente, Ella abrió y dirigió personalmente una subasta, mueble por mueble, cuadro por cuadro y cortina por cortina, entre una docena de anticuarios de la región, que duró ocho días y en la que vendió hasta los trapos de cocina… ¿Dónde se ha visto algo semejante? Fue la primera apoteosis de una obra comenzada en aquel lejano octubre de 1887. Queda el segundo acto, Asier, la segunda apoteosis. Sigue viva».

La culminación de lo que don Manuel denominaba «apoteosis primera» se produjo en el intermedio, cuando aún no habían sido sacados los féretros para el funeral en San Baskardo, y fue la eliminación del escudo en piedra de los Oiaindia de la fachada de su vieja y varias veces actualizada casa torre, que ya no les pertenecía. Llegó un cantero con una larga escalera de mano y pulverizó a golpes de porra el roble, las armas cruzadas y los cuarteles, operación que vigiló Ella desde la carretera. «Nadie que adquiere una de estas casonas centenarias la despoja de su escudo, que constituye, cuanto menos, una nobleza de la que casi se apropian los nuevos dueños», decía don Manuel. «Fue su último toque al escenario». Y eso fue todo. Quiero decir que, de momento, había quedado exprimido el tema que nos reunió a la señorita Mercedes, a don Manuel y a mí aquellos días de 1942, una situación que no se prodigaba en los últimos años. Luego, regresé a la nueva experiencia que vivía en Bilbao y al otro lado de la ría.

La imposibilidad de hacerme cargo de los trabajos de Altubena no se decidió en cónclave familiar con la intervención de algún pariente próximo, ni siquiera en alusiones casuales a la realidad de mis pies. Era una realidad que estaba ahí y que tanto los abuelos como la madre habían aceptado. Antes de la Guerra ya no contarían con mi hermano Esteban, marino, pero sí con Marcos, el de las manos grandes y fuertes, pero ellos ya no estaban. Bien, y no sé qué hacía yo, tendido y adormilado en el borde de aquel campo en el que uno de los gemelos del tío Roque realizaba una demostración sobre el tractor ante varios posibles clientes. Las estrías de la labranza eran tan rectas y paralelas como una reja de hierro y el gemelo no permitió que la última le estropeara la exhibición. Le concedo que no viera mis pies interponiéndose en su último surco. En cualquier caso, ni se detuvo ni se desvió. La rueda grande me aplastó un pie y lesionó el extremo del otro. Quizá me alertara a gritos que no oí; eso juró él. Tampoco quisimos saber los de Altubena cuál de los dos gemelos iba al volante de aquel primer tractor que se vio en Getxo.

Ocurrió en 1934 y, cuatro años después, empecé delineación industrial en la Escuela de Trabajo y Artes y Oficios de Bilbao. Cinco cursos. Lo malo es que lo de delineación incluía ajustado y torneado de piezas de hierro, darle a la lima y al torno, ejercicios a realizar de pie y con ambas manos. Por entonces ya me movía apoyándome en el bastón de caña hecho por Marcos, de cuyas manos también salieron primero la silla de ruedas y luego las muletas: Marcos sí que pudo ser el mejor de los hombres que necesitaba Altubena.

Cuando la madre dispuso el gran viaje de ella y yo a Bilbao era consciente de de dónde sacaba a su niñito y adonde lo metía, así que en absoluto fue un viaje festivo, ni siquiera para mí, con todo lo de aventura que podía tener. La Guerra había acabado para Getxo, pero un año de represión llevaba a las familias a encerrarse en sus cocinas a contar a sus muertos en voz baja. Tendíamos al recogimiento, nada bueno esperábamos del exterior. Aquel viaje marcaba un antes y un después en mi vida, y, sobre todo, en la vida de Altubena, pues estoy seguro de que a la madre ni se le hubiera ocurrido emprenderlo de no haber figurado ya mi primo Mikel Delatorre en su proyecto de futuro. Mikel era el menor de los seis hijos de la tía Andrea, por lo que tenía en su sangre un cincuenta por ciento de Altube, como el mejor de los primogénitos. Cambiaría de familia meses después, en 1939, convirtiéndose en el hombre de Altubena, con dieciocho años y la garantía de huesos y músculos sanos en su maquinaria.

El director de la Escuela de Trabajo ejercía también de profesor, y pronto llegaría a mis oídos que se perdía si le cambiaban en la pizarra las letras de los teoremas. Yo sería admitido finalmente, no por él sino a pesar de él. El artífice del milagro fue un maestro de taller llamado Tobías, presente en la entrevista. Le bastó echar una ojeada a mi bastón y a mi cojera para convertirse en mi paladín, tras emitir sordamente: «Guerra de los cojones». Nada más vernos, el director había centrado la conversación en mi invalidez y la madre hubo de explicar que no fue la Guerra, pero el maestro de taller no desvió un ápice su primera voluntad y exclamó:

—Me comprometo a conseguir que esta víctima de las circunstancias haga los ejercicios como el mejor.

La filosofía del director era, precisamente, la contraria. Era un hombre aparatoso que, de buenas a primeras, solía recibir a los solicitantes alumnos y padres con la advertencia de que las especialidades que se impartían allí encerraban altos grados de dificultad, equiparándolas a las de ingeniero. Hubo padres que, no confiando mucho en sus hijos, los retiraban. A esta amenaza general se añadió, en mi caso, la cojera:

—Mi Asier es un buen chico —certificó la madre.

—Todos son buenos chicos, pero los sesos de muchos no dan la talla —insistió el director. Me miró por encima de sus gafas redondas y metálicas y me preguntó—: ¿De dónde eres?

—De Getxo —le respondí.

—Y encima, de pueblo —se lamentó él, moviendo la cabeza con suficiencia.

—Hay un hermoso tren eléctrico, y en la media hora de ida y en la de vuelta podrá estudiar, y ésa será su ventaja sobre los demás pipiolos —dijo el maestro de taller.

Tendría poco más de treinta años y no se preocupaba de solapar su tosquedad, o no podía. Aunque su rostro parecía tallado en granito, observé en su bronco entrecejo un agradable escepticismo burlón. Pienso que no obtuvo mi matriculación por su ascendiente sobre el director sino por una falta de fe de éste en sus convicciones con las que habría frustrado otras carreras. Tiempo después sabría yo que el maestro de taller no estaba entonces en situación de imponer sus criterios a nadie, es decir, que era un ex preso más en aquella dura posguerra, hasta el punto de que volvería a probar la cárcel.

Su gran invento fue la banqueta que dejó inesperadamente a mi lado el primer día de taller. Tenía la altura necesaria para que me sentara en ella sin perder altura para manejarme bien con mis manos ante el banco con el tornillo donde se fijaban los tochitos de hierro que los alumnos habíamos de desbastar con limas para conseguir desde cubos perfectos a imposibles colas de milano. En el resto de las clases me sentaba en un pupitre, como todos.

Pude llegar a creer que Tobías Campo surgió en mi vida sólo para conseguirme aquella matrícula y aquella banqueta, pues en febrero desapareció repentinamente de la escuela. Se rumoreó que le habían llevado por segunda vez a la cárcel de Larrínaga; por segunda vez, es decir, que ya la conocía. Nada más supe de él por entonces. Su buena disposición hacia mí no se había traducido en otras confianzas de las que dispensaba al resto de los alumnos. A todo el mundo le caía bien aquel maestro brutote y socarrón, de manos rocosas, que mientras examinaba tu pieza con la regla angular y el calibre no dejaba de mormojear como para sí mismo, con voz ronca: «No sabéis nada del mundo, no habéis salido del cascarón», «Que no os coja el bicho», «Reíd, reíd hasta que os jodan bien», «Siempre habrá alguien que os quiera cortar los huevos; el secreto está en cortárselos antes a él con vuestros dientes si no tenéis a mano otra cosa», «El cosmos está lleno de cabrones», «No corráis al salir de clase, que no vais a la libertad», «¿Diríais que estáis en una verdadera escuela? No lo digáis»… A pesar de que estas y otras sentencias no las recitaba con una desesperación especial, sí que destilaban una mezcla de consejos inaplazables y venganza personal. Supongo que mis compañeros también recogerían su sentido —era difícil pasar por alto una cosa así en aquella posguerra—, muy acorde con los diversos grados de clandestinidad en que nos movíamos. Luego sabría yo que, gracias al alimento de esos mensajes nebulosos, Tobías Campo se mantenía vivo. Lo comprendimos mejor cuando el bedel, después de mirar a un lado y a otro, nos comunicó a media voz: «Se lo llevó ayer la Guardia Civil cuando daba clase a los de quinto». No lo soltarían hasta 1941, al estrenarse los indultos por Navidad, estando yo en tercer curso.

En aquellos dos años y pico sin él se mantuvo el régimen de la banqueta. No fue el único vínculo que me unió al maestro de taller: su mujer vivía en el barrio de Recalde de Bilbao, trabajando de interina para sostenerse ella y llevar paquetes de comida quincenales a su hombre. A estos paquetes contribuía yo, es decir, Altubena, la madre, en agradecimiento a la matrícula y a la banqueta. La propia escuela me proporcionó la dirección de aquella mujer a quien Tobías Campo nunca llamaría mujer sino compañera, así como ella a él; aunque hubieran estado casados sería igual, pues Franco había anulado todos los matrimonios celebrados durante la República. La madre desbarató los tímidos reparos del cristianísimo abuelo y, en la víspera de cada visita, me preparaba un buen paquete de sanos alimentos de aldea «para aquel desgraciado que podría ser cualquiera de tus hermanos». Yo prefería no mirar sus ojos húmedos cuando lo decía.

En realidad, los viajes de la compañera del maestro no acababan siempre en visita, más bien pocas veces: transcurrían meses sin que le concedieran el permiso. En cambio, los paquetes sí entraban siempre en la cárcel. Eran abiertos para su inspección y a los presos llegaba su contenido mermado. O no llegaba nada.

Mi salida de Getxo al mundo me dio noticia real del hambre. Los alumnos de la escuela procedían, en su mayoría, de núcleos urbanos:

Bilbao, Baracaldo, Sestao, Erandio… Aprendí a leerles en los ojos el ansia con que aguardaban la llegada del recreo de las once de la mañana para desenvolver el pequeño bocadillo de patatas fritas o de tortilla de un huevo, dentro del chusquito diario de pan negro del racionamiento. No tendrían otro hasta el día siguiente, excepto si sus padres se privaban del suyo. En Altubena también consumíamos esta minúscula ración de pan negro, pero la completábamos con el talo de maíz. Debía de ser duro abrir el armario de la cocina y encontrarlo vacío si el pan, los garbanzos, lentejas, alubias, carne, aceite y azúcar del ridículo racionamiento se habían acabado y no había dinero para adquirirlos de estraperlo. En la aldea, aunque no se poseyera mucha tierra, hasta los pobres podíamos comer lo que tradicionalmente se había comido en el caserío: alubias, patatas, todo el cerdo convertido en chorizos y morcillas, conejos, pollos, gallinas y huevos, lechugas, berzas, pimientos, calabazas, higos, nueces, uvas, manzanas, peras y, sobre todo, leche de vaca y talo; las sopas de talo con leche formaban una masa tan densa que casi no penetraba la cuchara; esas sopas siempre constituyeron la verdadera fuerza motriz del caserío.

Bien, pero los largos años de racionamiento proporcionaron a la aldea otro nivel por encima del de la simple supervivencia: de pronto, el caserío se sorprendió produciendo joyas preciosas. Sus productos siempre fueron a mercados y ferias, pero entonces ya no hizo falta, pues los compradores venían a casa. Altubena tampoco hizo ascos a las prohibidas tarifas del mercado negro. La abuela y la madre marcaron la pauta y el abuelo se encogió de hombros. Don Manuel, contrario a las despiadadas leyes de la oferta y la demanda, nunca aprobó lo que, según él, era «colaborar con la explotación franquista».

—Toda la vida trabajando la tierra como burros para no salir de pobres —gemía la abuela—. Algún premio nos tenía que enviar el Señor.

La madre lo dulcificaba ante un don Manuel que no había abierto la boca, sólo lo denunciaba con la expresión:

—No sufra, don Manuel, que sólo nos compran los ricos. Si nos compraran los pobres se vaciaría enseguida el pequeño almacén.

En cualquier caso, los paquetes de comida para Tobías Campo no dejarían de ser una pequeña compensación.

Antes de que transcurrieran aquellos dos años y pico, de que Tobías Campo fuera excarcelado y recuperara su puesto en la escuela, ocurrieron cosas importantes. A finales de 1939 murió la abuela Bixenta; disfrutó poco de su estraperlo. Tenía ochenta y cinco años, había sido una Uribe y, al casarse con el abuelo, las únicas veces que salió de Altubena fueron para ir a misa o a la plaza de Algorta con el burro de la vendeja. El abuelo quiso quedarse a solas con ella y todo el mundo abandonó la vela del cadáver, con gran escándalo de la tía abuela Muskilda, hermana de la abuela y a quien yo veía por primera vez. Se había metido monja en 1902, tres años después de que se le apareciera la Virgen en los bajos del acantilado de La Galea, dos metros por encima de las peñas, justo a la altura del chorrito de agua que siempre conocimos brotando del monte y del que sólo con gran apremio de sed se bebía. La Virgen pidió a la tía abuela, entonces de treinta años, que se levantara allí una ermita. Ella acosó a las autoridades para que se cumpliera el deseo, amenazó al párroco y al Ayuntamiento, pero fracasó. Getxo ya tenía una ermita secular, la del Ángel, y la que se construyera en las peñas sería pasto de las grandes mareas. Además, don Eulogio tenía sesenta años y ni se imaginó a sí mismo saltando de peña en peña desde la playa o descendiendo el camino de cabras del monte para oficiar en la ermita de aquella tontusca que quién sabe lo que habría visto y oído. La Iglesia también se desinteresó del caso. Rota por no haber sabido cumplir el sagrado encargo recibido, la tía abuela quiso purgar su fracaso en un convento, del que ahora salía por primera vez en treinta y siete años.

El abuelo abandonó el dormitorio —en el que, en adelante, dormiría solo— y me dijo apaciblemente: «En los últimos tiempos era difícil hablar con ella. Ahora ya nos hemos puesto al día».

Meses antes, en marzo, también murió el tío abuelo Santiago, pero no en aquella cama reforzada de Basaon de la que no se movía, sino sentado al pie de una higuera. Nos contó el tío Roque que, horas antes, le había pedido: «Quiero tocar con la mano el tronco de un árbol», y entre el tío Roque, Madia o Magda, Cenobia y Anastasi lo sacaron de la cama y arrastraron los ciento noventa kilos y más de ochenta y cinco años de Santiago hasta fuera del caserío, sentándolo con la espalda contra la higuera. Tardó varias horas en acomodar su organismo al aire libre. También le ayudaron a mover su brazo. Su abotargada mano abierta presionó el tronco y así la mantuvo mucho rato, supongo que comunicándose con el espíritu del vegetal. Su carota blanda se ablandó más, unas lágrimas descendieron por aquella carne y no tardó el brazo en regresar junto al cuerpo, se oyó un profundo suspiro y murió sin perder su postura sentada, tan ancha era su base.

—Buena carga se han quitado de encima los de Basaon —comentó la madre en la cocina.

La existencia del pobre Santiago había sido una agonía de la carne y del espíritu. ¿Pudo evitar ser víctima de un cuerpo excesivo y un estómago insondable, y de soportar una conciencia atormentándole desde sus cuarenta años? Una circunstancia llevó a la otra. Nunca nos atrevimos a juzgarle, y lo conseguíamos olvidando que vendió su primogenitura a su hermano menor, Zenon, quien pasaría el tesoro al nuevo primogénito, Roque, quien trajo la segunda venta de Altubena, esta vez a su hermano Juan, mi difunto padre. Y, al fondo de este trasiego, Ella y su —lo que sea de ella— Magda o Madia, al matrimoniar, la primera con Santiago y la segunda con Roque, quien tendría que cargar igualmente y hasta el resto de sus días con otra mala conciencia. Preferíamos no recordar demasiado todo esto, no entender como castigo la triste suerte posterior del pobre Santiago, un bulto sin voz ni voto en el abominable caserón de Ella, luego en el Galeón y, finalmente, en el Basaon del tío Roque, a quien rogó le recogiera y donde recuperaría su condición de pariente querido. Fue así como los dos tránsfugas acabaron reunidos bajo un techo común.

El mismo mes y año en que moría un Altube nacía otro, el hijo de la prima Cenobia, habido del teniente de los Flechas Negras. Nació gracias al triunfal combate que sostuvo su madre por no abortar, principalmente contra su hermana Anastasi. Parece que el tío Roque se alegró de que alguien le diera un nieto del que no tuviera que ocultarse y aunque un cincuenta por ciento de él perteneciera al enemigo. En Getxo cayó la noticia como una bomba, pues en Basaon se había llevado el embarazo muy en secreto, con una Cenobia enclaustrada en los últimos meses. Pero irrumpió lo silenciado y hubo que enfrentarse al juicio exterior. Casi con unanimidad, fue negativo. Y estaba el bautizo. Sabiendo cómo las gastaba don Eulogio —tan intransigente en asuntos de Dios que se negaba a casar a las parejas catalogadas o simplemente sospechosas de rojoseparatismo—, la gente apostaba por una excomunión. Pero don Eulogio preguntó a la madre quién era el padre, y Cenobia se lo dijo, y el cura ofició el bautizo especial que reservaba a los vástagos de la nueva España.

Eran tiempos extraños. En los cines, al término de cada pase, cubría la pantalla la imagen de un Franco sonriente y militar —tan prodigado en fachadas, despachos, fábricas, comercios y retretes, que nos creó una segunda naturaleza omnipresente—, sonaban con estridencia los himnos triunfales y los espectadores habían de ponerse en pie y saludar con el brazo tieso a lo fascista, y rematándose el trágala con el coreo de los gritos patrióticos de rigor: «¡Franco! ¡Franco! ¡Franco! ¡Viva España! ¡Arriba España!». Siempre había policías de paisano o simples adictos al régimen que golpeaban a los remisos o se los llevaban detenidos. La puesta de trincheras o abrigos era aprovechada para eximir de toda claudicación al brazo estirado buscando su manga. Otro gesto resistente consistía en huir del local antes de que apareciera la palabra FIN; el régimen, astuto, contraatacó: se cortaba súbitamente la proyección en lo más interesante, se encendían las luces y surgía el Franco que tantas veces atrapó al enemigo cortándole la retirada.

Era peligroso llevar el kaiku, ese chaquetón vasco a cuadritos verdes y negros: el sorprendido con él era penado con 10.000 pesetas —un capital entonces— o un mes de cárcel. Automáticamente, se convirtió en otro símbolo de la resistencia a la dictadura.

El 15 de marzo de 1942, un falangista le propinó al abuelo un violento bofetón por oírle hablar en euskera. Ocurrió en el tren. El vagón, repleto de viajeros, contuvo la respiración. Al abuelo le faltaba un año para cumplir los noventa; el falangista pertenecía a la primera generación que hizo la Guerra. Uno, forjado en el campo, todavía un hombretón; el otro, una criatura del asfalto cuyo bigotito cruel aún no se había colmado de victoria y precisaba de más proezas. De entre los muchos testigos es inexcusable mencionar a uno: Océano, el bisnieto de cinco años que acompañaba al abuelo. Don Manuel siempre sostuvo que fue aquel bofetón, que ya habría olvidado, el que le llevó a ETA.

El abuelo Zenon había medio adoptado al pequeño Océano como última sangre Altube, aunque para ello hubiera tenido que saltarse una generación hacia atrás por haber depositado demasiada fe en un simple apellido —Altube, ostentado por su hijo Roque—, sustituido con retraso, en la inscripción en el registro de la niña Flora, por los de Pérez de Angulema y Baskardo Oiaindia, cuando nadie ignoraba que a ese padre le llamaban el Roto y por qué; el apellido Altube, pesando sin voz en la corriente sanguínea de aquella descendencia y de la siguiente, y los libros parroquiales de don Eulogio habrían contenido un nuevo fraude, a partir de 1937, si los nuevos padres no sólo hubieran tenido tiempo sino voluntad de bautizar o simplemente inscribir al pequeño Océano. Cristina lo hizo por ellos —es decir, contra ellos— un año después de ese junio del 37, cuando Camilo Baskardo entendería que había cedido la primera virulencia persecutoria política y podía dejarse ver en la calle una nacionalista esposa y protegida del más grande chatarrero franquista.

Al presentarse Cristina en Oiarzena, Adolfo ya había sido asesinado. Madre e hija se abrazarían, y pienso que, aunque nunca como en ese momento les unieran más cosas, seguirían sin sentirse del mismo bando. El encuentro pudo tener lugar en el huerto-jardín y acaso Cristina echara una mirada a su alrededor tratando de localizar el enterramiento para no poner los pies encima. Considerando cómo se estaban desarrollando las cosas, cabe que le dijera: «Creo que guardas en tu casa a un bisnieto mío. Enséñamelo». Entrarían. Cristina tomaría en brazos al niño y se lamentaría: «A pesar de que la pobre criatura está sin bautizar, tendrá un nombre». «Océano», pronunciaría Fabiola. Cristina eligió el suyo y se lo anunciaría allí mismo a su hija: «Kresa», agua marina. No necesitaría añadir que pretendía llevar al niño a bautizar. Fabiola ya había vivido un momento semejante, cuando su madre condujo en coche a su nieta Flora, de siete años, a que don Eulogio le hiciera un sitio en la grey cristiana. En la segunda ocasión no tardó siete años para lo mismo, y lo habría hecho nada más nacer el bisnieto si las circunstancias de la Guerra se lo hubiesen permitido, pues para entonces ya estaba, digamos, curada de espantos de Oiarzena. Fabiola cedió en ambas ocasiones a cambio de hacer feliz a su madre con aquel insustancial goteo de agua sobre las tiernos cráneos de Flora y de Océano.

Bien, y aunque Cristina eligió los caminos más escondidos para ir a la iglesia con su bisnieto en brazos, la gente se enteró. Había tenido cuidado de elegir una hora en que, quien se encontrara en San Baskardo, no fuera don Eulogio sino el coadjutor, el bueno de don Pedro Sarria, y él fue quien bautizó y registró en los libros a Océano Urondo Pérez de Angulema, el gran fraude, a juicio del abuelo Zenon, aquel apellido vergonzante pasando de una generación a otra como si intentara aguar la sangre legítima, más legítima que la Urondo por derecho de primera ocupación de aquellas venas.

La existencia de Océano al cuidado de su abuela Fabiola debido al exilio de sus padres era bien conocida de Getxo…, pero las tejas que los albergaban eran las de Oiarzena, hacia donde era mejor no volver la mirada. La repentina revelación de que allí estaba la última sangre Altube le invadió al abuelo al comprender que los registros parroquiales de San Baskardo gritarían por los siglos de los siglos que Océano no era de esa sangre. Incorporó la gran mentira a la persecución de la verdad que se vivía por entonces. Sencillamente, el abuelo se personó en Oiarzena a poner por primera vez la vista en su bisnieto y luego hacer algo, aunque durante el camino ni siquiera supo cómo explicaría a Fabiola su visita. Las tierras de Oiarzena, por elección de sus habitantes, carecían de muro limitador, ni siquiera de arbustos, sólo restos de uno y otros. Si el abuelo se hubiera encontrado con una puerta exterior, la habría abierto, pero, al no existir, no se atrevió a profanar tanta inocencia. Permaneció en el camino, de cara a la vivienda, no esperando a ser visto sino creyendo saber que le esperaban. El abuelo estaba convencido de que el impulso que le había llevado allí lo habría sentido igualmente el pequeño Océano, anunciándole quién le esperaba en el camino, y lo habría sentido también su abuela, a pesar de no tener sangre Altube; esperaba que fuera el pequeño Océano quien llamara su atención de cualquier modo, pues las sangres se hablan unas a otras, pensaba el abuelo, cuando se trata de hacer lo que hay que hacer. Y aquello había que hacer.

Sea como fuere, no tardó en descubrir a Fabiola avanzando hacia él por el sendero que arrancaba del portal del caserío, con el niño en brazos. Era julio. Iba descalza y envuelta en una sábana blanca y fina. Al abuelo le subió un mal sabor a la boca y asumió el trabajo añadido a lo que había que hacer por la salvación del bisnieto. Fabiola se detuvo a un paso de él y se miraron fijamente; no sólo sabía quién era sino que le recordaba de haberlo visto casualmente en alguna ocasión. Por el contrario, el abuelo jamás la había visto a ella, pero también sabía quién era; el personaje Fabiola había dado demasiado que hablar en Getxo. El abuelo dejó de mirarla y se refugió en la contemplación del bisnieto. No acertaba a pronunciar ni las más convencionales palabras de saludo. Hasta que se sobresaltó al oír la risa juvenil que atacó repentinamente a Fabiola. Al principio no supo qué hacer. Vio que ella no quería reírse, que hacía esfuerzos por contenerse; incluso mordiéndose los labios era superior a sus fuerzas. Vio también cómo el cuerpo del pequeño Océano se desplazaba por el aire hasta encontrar su pecho y no le quedó más que poner en marcha sus manos para recogerlo. El contacto con aquel peso y, sobre todo, con aquella carne —entonces descubrió que el pequeño Océano se hallaba enteramente desnudo— le instaló en el punto al que él no había sabido cómo llegar y recibió una prueba más de la futilidad de las palabras. Fue cuando él también rompió a reír, no ruidosamente como ella, sino hacia dentro y con la boca cerrada, pero sin evitar que el ronquido profundo tuviera un aire tan festivo como el brillo de sus ojos semicerrados y lagrimeantes. Aquella risa a coro derribó barreras y los comprometió en la empresa común que el abuelo sostenía entre ambos. Y entonces Océano lanzó el chorrito hacia arriba que mojó manos y rostro del abuelo y se lo ganó para siempre.

Acorde con su filosofía de libertad, a Fabiola le pareció perfecto que Océano recibiera influencias distintas de la suya. No era absolutista, abrió las puertas de Oiarzena a la pareja de bisabuelos. Porque la participación de Cristina no se redujo a bautizar al niño, le movía una intención de naturaleza muy similar a la del abuelo, y bien hubieran podido sumar esfuerzos. Pero nunca lo hicieron. El abuelo supo quedarse en su sitio, en ese peldaño supuestamente inferior que ocupaba por la simple existencia de personajes como la marquesa. Tanto uno como otra representaban la realidad de una sociedad vasca mitificada. Yo no sabía pensar así en aquel verano de 1939, ni don Manuel ni la señorita Mercedes me enseñaron lo que Tobías Campo a partir de 1941: que en toda sociedad hay poderosos y súbditos y que los primeros explotan a los segundos y conducen con invocaciones a delirios tales como patria o religión, y que el nacionalismo vasco era paradigma de todo ello. Hubo matices diferenciadores en la aparentemente similar dedicación del abuelo y Cristina a Océano: ambos querían rescatarlo para el mundo tradicional vasco, pero así como el sueño del abuelo acababa ahí, el de Cristina no era tan simple y directo, tan noble. Y aquí entraba la ideología, ensuciándolo todo. El nacionalismo necesitaba de ese mundo rural, tan cerrado en sí mismo y tan fiel, donde asentaba sus raíces, y Cristina lo necesitaba para seguir creyendo que pertenecía a él tanto como el abuelo a las piedras seculares de Altubena. Tobías Campo me llegaría a decir que comparaba a los indios norteamericanos con los aldeanos vascos, que también acabarían siendo folklore y sus bailes conmoviendo a un estrado de autoridades nacionalistas, con ojos húmedos de sincera emoción, en su papel de bondadosos patriarcas.

Y luego estaba el euskera. El abuelo y Cristina la emprendieron para enseñárselo al bisnieto desde su primera edad. Para el abuelo, era parte del mundo heredado de sus antepasados que debería transmitir a sus descendientes. Idéntico fuego encubría en Cristina su visión del euskera como sagrado lazo de cohesión política de su pueblo. Me descubriría Tobías Campo: «Esa gente dice que la lengua vasca es el alma del vasco. ¡Trágico y peligroso! Vamos a ver: un pueblo usa una lengua sólo para entenderse. ¿Qué fue primero, la palabra eguzki o la idea de sol? La idea es lo primero, lo segundo, la palabra. El alma de un pueblo debe estar en el propio pueblo, no en la lengua que ha ido inventando, ni en una estatua de oro o plata. En la cárcel estuve con un vasco leído que hablaba de estas cosas, y como allí había tiempo para pensar, pues yo le daba vueltas a la cabeza y luego le decía: “Eh, quieto parao, eso de que el euskera…”, y se me revolvía como un gato. Me decía que cada palabra, cada sílaba o letra del euskera era parte del alma vasca, que si el vasco cambiase de lengua cambiaría de manera de pensar, que mientras exista el euskera existirá Euskadi. Por eso se ponía tan melancólico al recordar la persecución de Franco a todo lo vasco, especialmente al euskera. Yo no entendía cómo los vascos pensaban eso de su idioma siendo tan amantes de la libertad. Porque si su idioma contiene su alma, si pierden el idioma pierden su alma. ¿Cómo se arriesgan a tener el alma fuera de ellos y que alguien se la robe? Le decía yo que era como si no se fiaran demasiado de ellos mismos. Él me decía: “¿Cómo vas a saber lo que es el alma de algo si los anarquistas no creéis en el alma?”. Yo le decía: “Me importa tres cojones cómo lo llames, alma, espíritu, amor, libertad o leches. Debe estar dentro de uno y no fuera. Si está dentro de uno, jamás lo perderá, aunque lo maten. Si cuando la bala vuela hacia mi corazón, grito: ‘¡Viva la libertad!’, la libertad no corre peligro…”. Era un buen tipo, no sé qué habrá sido de él. Me enseñó algunas palabras de euskera, y yo le advertía: “Cuidado, que me estás pasando vuestra alma”. Me llamaba ateo y me decía que alguna vez me llevaría a escuchar el sermón del cura de un pueblo entre montañas y a tocar con las manos el Árbol de Gernika».

Supongo que, al principio, entre el abuelo y Cristina se produciría algún diálogo, por escueto que fuera, al coincidir a la entrada de Oiarzena. Pronto evitaron encontrarse. Así lo pedía la expresión dolorosa de aquella anciana reclamando lo imposible —el olvido por parte de todos del adulterio de aquella hija—, siquiera la eliminación de testigos de su misión con el bisnieto. El abuelo descifró el mensaje de su rostro, sin contar con que él también prefirió realizar su trabajo sin violentar a la marquesa. Se distribuyeron los tiempos de actuación sin necesidad de hablarse, con silenciosa delicadeza, llegando a un equilibrio tras la apinación respetuosa de sus deseos. Fue la acomodación de dos astros condenados a recorrer una misma órbita. En realidad, el abuelo marchó a remolque de una Cristina que había arrancado con más pasión. Mientras el abuelo aparecía cuatro o seis veces al mes, ella viajaba en su birlocho poco menos que a diario: en medio de tantas derrotas, el bisnieto parecía ser su única esperanza. Pudo pensarse que a esta desesperación debía añadirse su condición de familiar más legítimo e incluso la ventaja de tener vehículo. Nada de eso. Se trató de dos modos de hacer las cosas, histérico en Cristina, calmo en el abuelo. Pero, en 1942, la furiosa estrapada de salida de Cristina se había debilitado y sólo aparecía por Oiarzena los domingos. Enseguida falleció y toda la responsabilidad cayó sobre el abuelo, quien ya visitaba al pequeño Océano, de cinco años, dos y tres veces por semana y se habían hecho amigos. Fue el propio bisnieto quien hizo su elección, cuando, entre sus dos y tres años, preguntó a Fabiola en euskera «cuándo venía Zenon», y Fabiola pidió al abuelo: «El niño quiere verle con más frecuencia, le ha tomado cariño. Si no es para usted mucha molestia…». Entonces es cuando, realmente, los bisabuelos hubieron de darse un régimen serio de alternancia.

Tres influencias sobre Océano: Fabiola, Cristina y el abuelo, la primera chocando abiertamente contra las otras dos, de cepa común. Fabiola no iba a misa ni los domingos, en cualquier momento podría ocurrírsele meter bajo su techo tanto a un hombre como a una mujer para emparejarse —como les tenían acostumbrados los de Oiarzena—, o a más de uno, y andaba desnuda en casa y en el jardín… ¡a sus cincuenta años y ante la inocente criatura! Pero Océano era más de aquella abuela que de nadie, exceptuando sus padres, en Francia, adonde ya había viajado. Y la culpa quizá fuera del bobalicón de Roque Altube, que entregó la recién nacida criatura a quien se la entregó y no a persona con más sustancia. Fabiola pudo dejar zanjado el asunto con la réplica que, se supo, dirigió a su madre: «Mi hija lo dejó en mis manos porque quiere que lo eduque como es ella y como soy yo». Naturalmente, no sirvió de nada.

A sus cinco años, al empezar en la escuela, aún se cernió sobre Océano una cuarta influencia. Cristina habría preferido un colegio de la Iglesia, y habría luchado por ello si el manifiesto apoyo a Franco de las comunidades religiosas no la hubiese desalentado. Así que Océano pudo oír hablar del macho de las llamas. Don Manuel había desempolvado esa leyenda verdadera en enero de 1939, tres días después de su no casamiento, de su incalificable rechazo a la señorita Mercedes al pie del mismísimo altar. Nunca dejaré de creer que con ello quiso cerrar definitivamente el largo capítulo de su noviazgo, su mala conciencia se apaciguó y pudo entrar en otra fase sin cuentas pendientes. Y entonces, su supuesto sacrificio —y el de la señorita Mercedes— en aras de la preservación de mi sagrada inocencia no habría sido más que una sucia excusa… Estoy escribiendo todo esto en 1969 y todavía no sé la verdad. Quizá ni siquiera la sepa él. ¿Intentará recuperar el precioso tiempo perdido cuando yo muera y deje de tener sentido nuestra santísima trinidad?

Fue aquel tiempo de la posguerra el más necesitado de esperanzas de libertad a que aferrarse, como la representada por el macho de las llamas, una fábula a todo color cuyo significado recogían perfectamente los alumnos. Don Manuel se había estrenado como maestro de Algorta en 1920, y ya entonces entre sus disciplinas figuró el episodio de las llamas, ocurrido sólo trece años antes. Pero fue después de la Guerra cuando pareció adquirir su verdadero sentido. A partir de 1939 habló de ello en clase con más asiduidad, incluso lo instituyó como premio al buen comportamiento o aplicación generales. Era una historia de buenos y malos, buenos tan buenos que no sabían que lo eran, malos absolutos y malos de papel. Les contó la llegada a Getxo del rebaño de veintiocho llamas de Perú enviadas a Saturnino Altube por sus ex socios americanos que, sin duda, no le querían bien; que los animales no sólo cumplieron con su función esperada de esquilmar cosechas y aterrorizar a gentes, sino que despertaron el presentido recuerdo olvidado de una primitiva libertad selvática, hermana del instinto insobornable; que su caza por los getxotarras, esgrimiendo que acababan con sus bienes y con ellos mismos, fue una coartada para destruir impunemente lo que, desde hacía milenios, había dejado de habitarles y confusamente temían; que la caza más enconada la llevó a cabo un miembro del clan de los malos absolutos, Efrén, el único en interpretar con prístina lucidez aquel mensaje y a quien el macho del rebaño arrancó de un mordisco doscientos cincuenta gramos de carne de su hombro y él tuvo un nuevo motivo de odio y venganza aniquiladora. Les habló de la salvación del macho —la parte preferida de los alumnos—, el solitario superviviente de la manada. «Yo lo guié hasta el gran monte», les contaba, y ellos abrían bocas y ojos como platos, deseando haberlo vivido como el maestro. «Claro que entonces yo tenía catorce años. Aquella magnífica bestia, capaz de ponerme fuera de combate de un solo mordisco, me siguió como un perrito, había cambiado la fiera determinación con que luchó en las semanas precedentes por su libertad y la de los suyos, por la más agradecida docilidad. ¿Os he mencionado que yo tenía catorce años? Es un dato importante». Los alumnos, curso tras curso, infaliblemente le preguntaban: «¿Sigue allí?, ¿cómo se llama el monte?». Y don Manuel: «Debe ser un secreto. Alguien destruiría al precioso animal». «¿Franco?», solía saltar algún espabilado. «Franco o Efrén, que viene a ser lo mismo. Efrén vive en el Palacio Galeón, es decir, entre nosotros. Me acosó a lo largo de diecisiete años exigiéndome que le revelara el refugio. Se enfurecía conmigo. “¿Dónde has metido al diablo?”, me disparaba. Luego, una noche, los faros de la camioneta de León Esnarriaga deslumbraron a una extraña criatura, mezcla de llama y burra, y así supe que el macho seguía vivo; al menos, vivo en aquel descendiente suyo. Alguien lo llamó Cristóbal… A ver, decidme: ¿por qué se le ocurrió a alguien llamarle Cristóbal?… ¿De dónde trajeron al macho? ¿En qué continente está Perú?». «¡En América!». «¿Y quién descubrió América?». «¡Colón!». «¿Y cómo se llamaba Colón?». Carcajadas de alumnos se anticipaban al remate del propio chiste. Don Manuel les contaba que Efrén se precipitó a comprar el bicho a León Esnarriaga por dos mil pesetas y que, al frente de cazadores, se situó en el arranque de varias rutas para ver si alguna le resultaba familiar al bicho y les llevaba hasta el macho. No lo consiguió. Aburrido, se desentendió de él y León lo exhibió en su garaje como rareza de feria, cobrando la entrada. Pero Cristóbal se convirtió en diez años en algo demasiado salvaje. «Pedía libertad y no se la daban», les remachaba don Manuel, «como a nosotros ahora». «Pero Cristóbal no era el macho», aducía algún alumno. «¡Llevaba su sangre!», exclamaba don Manuel, y les ponía como ejercicio fundamental escribir la palabra irreductible. Se la deletreaba. Los alumnos la escribían. «Es lo que es el macho que está en ese monte: irreductible». Y les añadió que Efrén reclamó a León aquella propiedad que continuaba siendo suya, con el propósito de destruir al monstruo, que había dejado de ser un cachorro para convertirse en copia del maldito macho, un bestión híbrido con trozos de llama —los más— y de burra, un mosaico esperpéntico que encrespó el odio de Efrén. «Vivían con León su sobrino Perico Orejas y el simple de Pachín Arana, los únicos a quienes el animal permitía acercársele. Les hablé del refugio hacia el que deberían llevar a Cristóbal». «¿El gran monte?». «Sí, es una de las cumbres desde las cuales los antiguos vascos convocaban con cuernos y hogueras a la lucha por la libertad. Mientras creamos que el macho sigue allí habrá una esperanza para nosotros». Y les pedía que guardaran siempre el papel en que habían escrito irreductible.

Así discurría, más o menos, la fábula coloreada que el maestro fue vertiendo en los oídos de generaciones de alumnos. Océano Urondo y —según el abuelo— Altube formó parte de ese auditorio desde 1943. A sus seis años estaba en edad de recibir la información que, con el tiempo, iría seleccionando. En lo referente a libertad, fueron cuatro, pues, las fuentes que lo alimentaron: la bisabuela Cristina, el bisabuelo Zenon, la abuela Fabiola y el maestro. ¿Tenían mucho, poco o nada que ver estas fuentes entre sí? Más exactamente: ¿hablaba cada una de la misma libertad? A grandes rasgos, las de los bisabuelos habrían podido agruparse, y lo mismo la de Fabiola con la del maestro. Cristina pedía la libertad de un poder nacionalista para una Euskadi cerrada a las nuevas ideologías que circulaban por el mundo y que también hablaban de libertad; curiosamente, la única idea nueva aceptada de buen grado en los últimos cien años habían sido los Altos Hornos del hierro. La tradición del abuelo participaba de muchos elementos de la de Cristina, pero la suya era inocente.

Don Manuel era consciente de que su libertad, en cuanto a lo vasco, emparejaba con la del abuelo, no con la de los hombres del hierro, que incluía no sólo a Camilo Baskardo, a Ella, a Efrén y demás agresores, sino a la propia Cristina. Había en don Manuel otra libertad, que poco o nada tenía que ver con la del abuelo, contenida en el mensaje de las llamas, y si se mostró sensible a ella y la recogió fue porque entonces Efrén pudo referirse a él como el chico de las llamas. ¿Recogió el chico don Manuel aquel mensaje en toda su integridad y profundidad? No habiendo razones para sospechar que no, entonces, ¿a partir de qué año lo empezó a desvirtuar hasta el punto de poderlo enfrentar a la libertad de Fabiola? La libertad que derramaban las llamas y la que bullía en Oiarzena se parecían como dos gotas de agua. Era la gran contradicción en que vivía don Manuel.

Oiarzena podía ser repudiada por don Eulogio, por el PNV, por Cristina, por Getxo, nunca por el chico de las llamas, quien, según la teoría de don Manuel —esencia de nuestra santísima trinidad—, nunca crecería. Sin embargo, el chico de las llamas poco tenía que ver conmigo, pues mi crecimiento desdramatizó la borrasca don Manuel-Anaconda sobre el sexto pupitre de la séptima fila, y él conservó intacto el mensaje hasta su ancianidad de hoy, años y años volcando en sus alumnos aquella metáfora de la libertad; y, con la misma pasión, repitiéndomela como la más sagrada lección que yo podía esperar de un maestro. En su caso, pues, no hubo crecimiento destructivo —y esto explicaría su fe en la maldita sentencia que me tenía reservada: «Tú, Asier, nunca dejarás de tener quince años»—. ¿Cómo pudo conciliar su libertad pueblerina con el mensaje de las llamas? Creo que, simplemente, colocándolos en dos planos, en dos mundos: la libertad de las llamas sería el gran latido de la vida, la ley del instinto en un medio natural, sin leyes represoras; una bella apología del gran anhelo universal del ser vivo, inestimable para inspirar libertades menos universales, como una libertad nacionalista. Si bien Getxo era el lugar de la Tierra menos indicado para que alguien se atreviera a jugar con estas dos libertades, pues en nuestra playa, según la leyenda, se produjo el salto de la vida de la mar a la tierra, los bichitos verdes arrastrándose por la arena de Arrigúnaga sin un plan concebido, aunque la particular cadena evolutiva que tuvo por escenario el territorio que alguna vez sería Getxo terminaría en el hombre vasco con sus 48 caseríos primigenios inamovibles (también fueron 48 los bichitos verdes). Sólo hace medio año que supe de esta inaudita casualidad. En mi forzada postración en cama, leo, y un libro me habla del número de 48 cromosomas específico de la especie humana. La leyenda y la ciencia fundiéndose. Sin embargo, y sumiéndome en la confusión más absoluta, don Manuel, el gran prehistórico, califica a este encuentro de «mil veces maldita coincidencia traída por el diablo». Y quien se ría de todo esto, debe reírse con reservas, pues ahí tiene algo real y palpable en los Baskardo de Sugarkea, desvinculados de los irrecuperables hombres actuales que les rodean, practicando la libertad del rebaño de llamas. Al chico de las llamas, zarandeado por ambas libertades, le resultó más difícil que a otros instalarse en la fe nacionalista.

Las varias contradicciones de don Manuel no procedían de un exceso de fuentes informativas sino de no haberse decantado resueltamente por ninguna. El eterno irresoluto dubitativo. No fue el caso de Océano, a pesar de hallarse a merced de esas cuatro fuentes a una edad indefensa. Pasados los primeros años en que lo aceptaría todo, alcanzó la funesta manía de pensar, lo que le sumergiría en un caos de ideas contrapuestas, con el peligro de empantanarse de por vida en las mismas dudas que don Manuel. Pienso que, ante la dificultad de encontrar la luz, eligió por árbitro a sus emociones. Un desesperante don Manuel que ni siquiera pudo dar el paso de casarse con la señorita Mercedes no habría entrado en ETA. Océano nunca escribió un libro, nunca un artículo, nunca se le oyó teorizar sobre la lucha por las libertades vascas aplastadas por Franco. Pero con frecuencia sí que se le oyó referirse al puñetazo al abuelo Zenon —no fue puñetazo sino cachete propinado con la mano abierta, pero él estaba allí y lo llamaría puñetazo—, y cuando cayó abatido por la Guardia Civil en nuestra playa al término de aquella épica carrera-revelación a través de los montes perseguido por hombres y perros, cuyo final concertado tenía que haber sido su asesinato al pie del Árbol de Gernika y la conmoción telúrica de un pueblo, entonces recordamos su pasión por aquella playa, sus continuos encuentros infantiles con las peñas, los baños, las pescas, su figura solitaria hollando las arenas con los pies descalzos asistiendo a ocasos y amaneceres que estrenaban de nuevo el mundo, a la música azul y blanca de las olas lavando las extensas praderas marinas descubiertas en las grandes bajamares; y, en el principio del encantamiento, empapándose de tanta virginidad junto a su abuela, y después, su abuela y su madre —cuando Flora, en 1949, pudo regresar del exilio—, el niño incorporando los cuerpos desnudos de ellas a su pequeño gran universo intransferible, el perfecto paraíso del que no tardaría en descubrir que había de ser defendido: el antiguo alcalde y entonces policía Benito Muro cumpliendo con su parte de represión, primero, en 1943, dirigiendo la violación a Fabiola, y en 1949, a Flora, ultrajes que el niño llegaría a conocer; en 1961, Océano, de veinticuatro años, ejecutó a Benito Muro, y en la carrera-revelación por los montes se le hizo la luz —«su luz», precisaba don Manuel— en el supuesto caos en que le habían sumido sus cuatro influencias, y en plena carrera y antes de alcanzar Gernika, según lo concertado con los suyos, se abandonó a la emoción en perjuicio del pensamiento y cambió el rumbo hacia su verdadera patria, su infancia, Arrigúnaga… Tal es la versión de don Manuel, que yo comparto; uno de esos gestos suyos de honestidad que le redimían de otros imperdonables.

Al caluroso verano de 1940 sucedió un invierno muy frío. El que iba a ser mi último paquete para Tobías Campo se lo llevé a su mujer en marzo. «Ya lo sacan», me notificó Sabina dándome un beso en la mejilla, «no tienes que hacer más viajes». Pero transcurrieron dos meses más sin que Tobías apareciera por la escuela. Visité a Sabina. «Vive», me tranquilizó. «Lo único rápido que hace esta gente es matar». Una mañana, a primeros de noviembre, al abrir la puerta del taller de ajuste, encontramos a Tobías enfundándose en su guardapolvo gris de faena. Si él nos hubiera acogido con algo semejante a un saludo, una sonrisa, unas palabras, siquiera un movimiento de la mano, sus alumnos le habríamos rodeado para darle la bienvenida, pero le vimos con el aire rutinario de un día cualquiera, ese rostro bronco y adusto al que uno acababa por acostumbrarse e incluso resultaba simpático. Pareció que, para él, no habían existido aquellos dos años y pico de ausencia. Cada uno de nosotros recogió del almacenero su pieza y las limas y ocupó su puesto ante el tornillo, yo, junto a mi banqueta de patas altas. En su recorrido de inspección, Tobías, al examinar mi media caña con la escuadra, el calibre y el deslizamiento del ajuste, me dijo: «Te quedas luego, tengo algo para ti». De modo que le esperé a la salida en el exterior del taller. Le tuve que esperar hasta la desaparición en la distancia de la última espalda del grupo.

—Ven, entra —oí.

Regresé al taller y Tobías cerró la puerta. Golpeó dos veces mi espalda con una mano y con la otra puso ante mis ojos un pequeño objeto de madera.

—Lo tallé para ti.

—¿Qué es?

—Primero míralo.

Era un círculo de un centímetro de grosor y diez de diámetro. Un marco interior en relieve ceñía y contactaba con los tres extremos de una solitaria A.

—A de anarquismo —oí a Tobías.

Le miré. En sus ojos relampagueaba un fulgor inesperado.

—¿Usted lo ha hecho? Pero en la cárcel no dejan tener formones ni cuchillos…

—Con bordes de cristales rotos.

—Le habrá llevado mucho tiempo.

—De eso teníamos en abundancia allí. Guárdalo en el fondo de tu bolsillo, bajo el pañuelo, para que no se te salga. Lo pasarías mal si te lo ven los cabrones. En cuanto llegues a casa…, es caserío, ¿no?…, lo envuelves en un hule y lo metes en un agujero bajo tierra, en el rincón más oscuro de la cuadra.

Lo recogí de la manaza callosa que había tallado aquella A para mí a escondidas y con riesgo. Las grietas del rostro de Tobías no se abrían en una carne vieja sino dura y curtida, y parecieron cobrar vida cuando añadió:

—Anarquismo. La A es el emblema de nuestra revolución.

—Nunca se lo oí a Flora ni a Matías.

Tobías se puso en guardia.

—¿Quiénes son esa Flora y ese Matías?

—No sé cómo llamar a Flora, si prima, medio prima o nada. Su padre es mi tío, pero la tuvo fuera de la Iglesia… Todo el mundo lo sabe.

—¿Y qué tiene que ver Flora con la A?

—Flora era anarquista y supongo que ella y Matías lo seguirán siendo en Francia.

—¿Quién es ese Matías?

—Cuando se casen será su marido.

—¿Por qué tienen que casarse? ¿Son también de Getxo?

—Sí.

Tobías se pasó su poderosa mano por la cara. No entendía bien todo aquello.

—¿Son de Getxo?, ¿vivían en Getxo?

—Sí.

Resopló varias veces y finalmente gruñó:

—A cualquier cosa llamáis vosotros anarquista.

—Lucharon en la Guerra en un batallón anarquista, la manera de vivir de ella y otras personas en Oiarzena era el escándalo de Getxo.

—¿Qué es Oiarzena?

—El caserío donde vivían todos.

—¿Me quieres convencer de que ese Oiarzena es una comuna? —exclamó Tobías con una indignación que no supe si era sincera o no.

—No sé lo que es una comuna.

—Es un mundo perfecto en pequeño, una muestra de lo que alguna vez será la sociedad tal como la entendemos los anarquistas. Ocurrirá después de la revolución… ¿En Getxo? ¡Imposible!

Yo, entonces, tenía diecinueve años y era, aún, lo que se entiende por un aldeano crecido entre los tabúes de una aldea vasca de aquel tiempo. ¿Qué me llevó a informar a Tobías de que Getxo no era como él pensaba? Le dije:

—La gente de Oiarzena anda desnuda dentro y fuera de casa, y en la playa, y siempre tienen problemas con la autoridad. Moisés tenía novios hombres y novias mujeres. A ninguno de ellos le importa el qué dirán. Fabiola es la que tuvo la hija con mi tío Roque y se cruza con los del pueblo sin bajar la cabeza. Hace tres años al amante de Moisés lo mataron los falangistas por mariquita. Esa hija de Fabiola, Flora, es la que se hizo anarquista, metió en casa a Matías y le hizo también anarquista…

—¡Frena, frena…! ¿Y todo eso ha ocurrido en Getxo? —murmuró Tobías.

—No miento. Y más cosas: los nacionalistas y el cura han querido reventar todo eso, pero resulta que Oiarzena es de una mandamás del PNV que se lo pasó a su hija Fabiola para que diera a luz en secreto y… Bueno, es un lío.

—Es muy curioso… ¿Nombraban ellos expresamente la palabra revolución?

—No lo sé, creo que sí.

Tobías se quedó mirándome un buen rato y yo no supe qué pensaba. Luego apuntó a la puerta con su barbilla y salimos en silencio del taller y así seguimos hasta la parada del tranvía. Entonces se volvió hacia mí:

—¿Es verdad todo eso?

—Sí.

—Tiene cojones la cosa —gruñó a modo de despedida y se alejó moviendo la cabeza.

Al día siguiente volvió a ser el maestro únicamente preocupado por las interminables obras sudadas en hierro que los alumnos mimábamos y odiábamos más a medida que avanzaba el curso. El desastre estallaba cuando alguien recurría a la lija para pulir una superficie y, descubierto, Tobías tomaba la propia lima del delincuente y lanzaba una de sus puntas contra la pieza; la hendidura obligaba a volver a la lima para rebajar esa cara y todas las caras hasta recuperar las proporciones. Tobías no disfrutaba con el castigo y comprobé que se olvidaba completamente de él los días en que se hallaba bajo lo que yo llegaría a denominar galernilla, un estar y no estar en clase, fenómeno que no era consecuencia de un exceso de la víspera, una borrachera con su resaca consiguiente, pues no cataba el alcohol, y, en aquel tiempo de penuria, las comilonas estaban en desuso.

Finalizando aquel noviembre, el puntual maestro de taller llegó un día a clase con media hora de retraso, y lo peor fue el aspecto desvencijado que traía. Saltaba a la vista que no había dormido. Deambuló por el taller flotando en la galernilla. Antes de que sonara el timbre de salida irrumpieron tres individuos, que luego sabríamos que eran de la policía de la Falange. Nada más verlos, Tobías, que por casualidad estaba junto a mí, me susurró sin mover los labios:

—Corre a decir a mi mujer que se escondan los dos que ella sabe en la base cinco y que saque de casa botes y brochas.

No entendí nada, pero la expresión de Tobías me obligó a tomar muy en serio sus palabras y, al menos, las memoricé. Se lo llevaron. ¿Por qué? ¿Se equivocaron al dejarlo en libertad? El taller quedó paralizado. El almacenero salió del cuartito de herramientas para sustituir al maestro y que la clase continuara, y le pedí salir con una excusa.

—Ha tenido que ser alguien de esta escuela —le oí murmurar sin voz.

—¿Qué ha hecho ese alguien? —pregunté.

Me miró asombrado, quizá ni él sabía que acababa de hablar. Por los rostros mustios de mis compañeros comprendí que los últimos minutos de clase contemplarían una huelga de limas caídas.

Llegué a casa de Tobías Campo con la lengua fuera. Antes de abrir la boca, el rostro de Sabina me expresó que sobraba mi recado. Tiempo después descubriría que este vivir en ascuas esperando siempre lo peor unificaba a las mujeres de los vencidos. Sin embargo, pronuncié las palabras exactas del mensaje y referí el apresamiento en el taller. Sabina era una mujer de negro, con ojeras profundas y azules, tan de moda entre ellas en la posguerra. La mala nueva, en vez de desatarla, le hizo medir sus movimientos.

—Anoche tuvieron pintada. Al no regresar, supe que hubo un tropiezo.

—¿Pintada? —repetí.

Sabina se adentró por el pasillo hasta el fondo, abrió una puerta y regresó precediendo a dos hombres.

—Son Celedonio y Leandro, unos buenos revolucionarios. Éste es Asier.

Ambos me miraron queriendo leer en mi interior. Uno era alto y el otro bajo, los dos flacos. Vestían pantalones de pana gastada y chaquetas que les venían anchas. Parecían tener más de cuarenta años, aunque serían diez menos, una resta razonable en aquel tiempo. Ni sus rostros afeitados y limpios les despojaban de esa perenne alerta de los animales que han de vivir en el subsuelo. ¿Quién sería el de la boina, Celedonio o Leandro?

—Los trastos —habló Sabina.

Entre los tres metieron cuatro botes, con pintura negra hasta el borde, y media docena de brochas en una maleta de emigrante de madera.

—Llevadla derecha y sin moverla, que no se viertan.

Dicho esto, Sabina se volvió a mí.

—La base cinco, ¿no?

Cerré los ojos para recordar mejor.

—Sí, sí. —Estaba seguro de haber frenado con mi vacilación el ritmo de aquella fuga o lo que fuese.

—A la cinco —dirigió Sabina a los dos hombres.

Salieron sigilosamente y se precipitaron escaleras abajo sin el menor ruido de suelas. Sabina permaneció inmóvil tras la puerta cerrada, y si miró a la rejilla fue porque la tenía a la altura de sus ojos abiertos.

—Ahora, tú —dijo, dos o tres eternos minutos después.

—No tengo prisa, la madre no me espera hasta el mediodía.

—Pero ellos sí tienen prisa, pueden llegar de un momento a otro.

—La policía.

—La policía.

Bueno, yo necesitaba saber cosas. Me alejé de la puerta y recorrí ida y vuelta el pasillo.

—No te preocupes por nosotros —dijo Sabina—. Ya has hecho bastante, demasiado.

—La Guerra se acabó y vosotros…

Sabina me tomó una mano y se la llevó a los labios, besándola y diciendo:

—Eres un buen chico. Vete. Nuestra guerra no ha terminado. Tampoco para algunos comunistas y socialistas, que andan por su lado.

—Sé de dos anarquistas de Getxo que están en el exilio y me pregunto si ellos también lucharían de estar aquí —dije.

—A cada uno le marcan sus circunstancias.

—Esto que hacéis es una locura. Ellos han ganado la Guerra, tienen la fuerza y es mejor quedarse quieto.

Sabina me llevó hasta la puerta y la abrió a medias.

—Por favor —suspiró.

—Ya han muerto demasiados y aún están matando, no hay que entregarles más carne…

Se me resquebrajó la garganta.

—Que no te vean así, no les des ese gusto.

Al prometerle que no, sentí que estaba tocando algo nuevo.

—No debes volver por aquí.

—Me las arreglaré para informarte de Tobías. O él mismo te lo contará.

Ahora fueron los ojos de Sabina los que se enturbiaron.

—Gracias.

Fue el hermoso sonido que acarició mi nuca al descender las escaleras.

Tobías Campo estuvo ausente cinco días de la Escuela de Trabajo. Regresó el sexto, al comienzo de su clase, con los labios hinchados, un parche en una oreja y gafas negras que no ocultaban moratones montañosos cercando sus ojos. Pero en esos cinco días había empezado a nacer dentro de mí una mezcla de curiosidad y zozobra por saber qué clase de gente era aquélla, y de preguntarme si la habría en Getxo sin que yo lo supiera. Tobías me impuso silencio con una mueca cuando quise dirigirle la palabra. Sin embargo, repartió breves respuestas a la media docena de alumnos que se interesó por él. «Nada, nada, me caí por las escaleras de los cojones», «Cualquiera de vosotros habría llorado por esta menudencia», «Cosas así son la salsa de la vida», «El cuerpo necesita recibir de vez en cuando batacazos para saber que está vivo», fueron algunas de sus festivas respuestas. Después del timbrazo, observé que retrasaba la salida tanto como yo. Nos encontramos en la puerta y acomodó su paso al mío.

—¿Cómo estás, Asier?

—¿Que cómo estoy yo? ¡Es usted el que…!

—Tutéame en la calle… Cálmate. Les he burlado y estoy bien. No me sacaron nada. La verdad es que no estaban seguros de quiénes habían sido los pintores.

No podía apartar mi mirada del lado desfigurado de su rostro. Supongo que fue una sonrisa el gesto que dibujó con su nueva orografía.

—Nuestra revolución triunfará —le oí.

Yo no entendía nada. Hablaba de triunfar cuando la masa de muertos que nos ahogaba a todos no bastó para evitar la derrota.

—Le han partido la cara…, te han partido la cara… ¿Y para qué?, ¿para qué? —exclamé—. Yo te lo diré: ¡para recordarte que eres un vencido, como yo, como todos! ¡Seremos unos vencidos hasta la muerte!

Tobías carraspeó para contrarrestar mi subida de tono, aunque por aquel extrarradio, hasta el tranvía, apenas circulaban viandantes.

—¿Acaso he dicho que alguno de nosotros verá el triunfo de la revolución? —gruñó.

—¿La revolución?

—Si tienes fe en la revolución, sigues en la brecha… para otros, para los que vayan a disfrutar algún día de los frutos de una sociedad de hombres libres. Ellos sólo serán afortunados…, pero nosotros tuvimos la fe.

No profané los segundos de silencio que siguieron…, Sí, no había duda, en su cara estaba la muestra de que no había dejado de luchar por esa revolución de que hablaba. Pero ¿eran tiempos para luchar?, ¿acaso se luchaba en Getxo? La zozobra de antes me volvió a recorrer. Bueno, Tobías luchaba porque un sueño sin realizar exige eso, pero nosotros ya teníamos Getxo. ¿Cómo nos iban a quitar la tierra? Aunque hoy tuviéramos que compartir su parte de arriba con el enemigo, la tierra siempre sería nuestra. Es lo que aún se escuchaba en mi cocina.

Tobías se detuvo.

—No deben verte conmigo, Asier. Hay más espías que cartillas de racionamiento. Pensarían que eres uno del grupo.

—¿Os persiguen por hacer una pintada?

—Por la pintada y muchas más cosas —sonrió Tobías. Reanudó sus pasos tras mirar a nuestro alrededor—. Soy el único del grupo al que tienen fichado y bien fichado, porque soy el único que tiene papeles. He de presentarme cada quince días en el cuartelillo de la Guardia Civil. Hablo con ellos, creo que me tienen libre como cebo para que les lleve a mis compañeros. Al menor descuido, me convierto en otro cabrón.

—Te dieron fuerte y no te sacaron nada.

—Quizá la próxima vez lo hagan mejor, y uno nunca sabe dónde está el límite de su resistencia.

Caminamos un rato en silencio.

—Sabina se había asustado —dije—. No te preocupes por ella, la tengo curada de espantos.

—¿Qué decía la pintada?

El anarquismo acabará con Franco —deletreó gravemente Tobías.

—En Getxo no se hacen pintadas.

—Será porque están de viaje vuestros anarquistas.

Luego Tobías se lamentó de la pérdida de los tres botes de pintura negra y las brochas al echar a correr cuando les sorprendieron en plena faena «los de la social»…

—Salimos disparados en direcciones contrarias y yo me escondí en un callejón. Ellos eran ocho y recorrieron las calles de la manzana toda la noche, sabiendo que estábamos por allí. Entraron también en el callejón, sin dar conmigo bajo un montón de trapos y papeles viejos y empuñando la pistola…

—¿La pistola?

—Si ellos llevaban las suyas no sé por qué yo no iba a llevar la mía… Bueno, y hasta que llegó la mañana y se fueron. Aún seguí allí una hora. En realidad, hasta que llegó un trapero y le di un susto de muerte. Tenía el tiempo justo para llegar a mi primera clase. Me lavé como los gatos en una fuente y me sacudí la ropa. Al llegar a la escuela, ya me viste, mi aspecto no era el de quien ha dormido en el Ritz. Olía a sospechoso y alguien de esa santa casa dio el soplo.

—¿Quién?

—Cualquiera: el director, el profe de Dibujo, el de Física y Química, el del Fuero del Trabajo, los de los otros talleres, el almacenero, cualquier bedel, el jardinero, un alumno…, yo mismo…, ¡qué cojones!

—O yo.

—O tú. Todo el mundo tiene miedo y se defiende panza arriba delatando a su vecino para hacer méritos y salvarse de la quema. Lo dicho: ¿quién te asegura que yo no me he delatado a mí mismo?

Estábamos ya en la parada del tranvía. Tobías se negó a permanecer junto a mí ni un segundo más. Su gesto lejano de despedida estuvo a mil años luz de la última confidencia que me envió sin mover los labios:

—Finalmente no fueron a registrar mi casa. Leandro y Celedonio han podido volver y allí seguirán hasta que les encontremos otro refugio. —Y añadió, más con la luz de sus ojos que con el aire de sus labios—: La revolución triunfará…

Mientras el tranvía me llevaba a la estación del ferrocarril no me libré del asombro ante la existencia de aquel grupo —¿cuántos eran?, ¿cuatro?, ¿cuarenta?, ¿cuatro mil?— que parecía ignorar que había terminado la Guerra. Estos pensamientos se entremezclaban con la inexplicable zozobra.

En los quince días siguientes, Tobías no me dio ocasión de cruzar con él una sola palabra ajena a mi pieza, no me secundó en el juego de encontrarnos a la salida del taller. El que lo hiciera velando por mí no me salvaba de la sensación de ser ahuyentado de una actividad que, seguramente, necesitábamos muchos en 1941. Aunque el simple hecho de que yo conociera su existencia sin que el grupo fuera destruido me creaba la ilusión de ocupar un nivel superior en el antifranquismo.

Una tarde de aquellas dos semanas busqué a la señorita Mercedes para hablar con alguien de todo ello. En otras circunstancias, la persona elegida habría sido don Manuel, o don Manuel y la señorita Mercedes, nunca la señorita Mercedes sola. La esperé en la Cadena —siempre se llamó la Cadena (en tiempos hubo una para que las aldeanas ataran su burro) al trozo de carretera general que atravesaba Algorta, pero Franco la bautizó Avenida del Ejército, que fue por donde entró el suyo—, en la boca del callejón de su casa. No fui a su salida de la escuela por no toparme con… el otro, al que evitaba desde hacía tres años.

Llegó cuando bajaban las barreras e, inmóvil al otro lado de las vías, con su trinchera blanca de invierno abrochada hasta el último botón, un pañuelo azul de fina lana envolviéndole la cabeza y la carpeta de cartón al extremo de su brazo caído, se me antojó la imagen del abandono esforzándose por esconderlo. Nos vimos y me saludó con la cabeza. Seguramente regresaba de intercambiar con don Manuel alguna particularidad de la escuela, como siempre lo hacían al término de la jornada, y nuevamente acababa de perder la pobre otra oportunidad de oír: «Espera, no nos despidamos así. Saca del alcanfor tu velo de novia».

Pasó el tren y la tuve a mi lado.

—Hola, Asier.

Tan ocupado estaba yo en elegir las palabras —al menos, la primera— para explicarle lo que traía, que ni siquiera la saludé con nuestro «¿Qué hay?» que no necesita pensarse.

—¿Está bien lo que hacemos, cruzarnos de brazos teniendo tanto contra ellos?

Naturalmente, no me entendió, pero sí que algo fuerte me atormentaba.

—Ven, hablemos en casa —me pidió, invitándome a seguirla.

—No, no… Prefiero hablarle a usted sola, sin su padre o Anaconda.

—Estoy sola. Sabes que mi padre no deja la fábrica hasta la noche y Anaconda está limpiando la escuela. —Tuvo que insistir—: No vamos a quedarnos aquí como dos pasmarotes.

Es que el tema que yo llevaba no se reducía a Getxo, y tratado dentro de una casa de Getxo se quedaría muy corto, eso creía. Si llevaba dos años, desde el final de la Guerra, sin oír nada que se pareciese a un ataque contra Franco, ni sabido de gente como Tobías y su grupo, es que aquí pensábamos de otra manera. La señorita Mercedes abrió la puerta con la llave que sacó del bolsillo de su trinchera, y en el pasillo me envolvió, una vez más, la atmósfera de geranios. Y si pensábamos de otra manera, ¿qué derecho tenía yo a presentarme precisamente en esta casa…?

—¿Puede esperar eso tuyo a que caliente café con leche para los dos? ¿Te sientas?

Se despojó de su trinchera y yo de mi chaquetón. No, no hubo ni asomo de ironía en sus palabras. ¡El rito del cafecoleche! Éste sí que era un pensamiento de Getxo.

Bebimos café con leche bien caliente en sendos vasos, en la cocina, sentados en banquetas, mientras ella me arropaba con una conversación trivial. Luego, recogiendo los vasos, me dijo:

—No sé si todavía puedo ofrecerte pan con chocolate. Quiero decir que no sé…

La merienda de los niños. ¿A qué edad se deja de merendar pan con chocolate? ¿Quién lo decide?, ¿la madre?, ¿el niño? Ni siquiera a mi edad de entonces recordaba yo cómo ni en qué momento había ocurrido aquel segundo destete.

—Ya no meriendo eso ni nada —implanté.

—Claro, claro… No sé para qué cuelgo todos los años un calendario en esta cocina. ¡Diecinueve añazos! Soy una tonta. —Regresó a su banqueta con un suspiro y me miró a través de un parpadeo—. ¿Qué estás descubriendo por esos mundos de Dios, Asier?

Supongo que desde la experiencia de un mayor se acierta siempre al formular a alguien aún verde preguntas tópicas sobre vivencias insoslayables. Me refiero a que la señorita Mercedes de ningún modo podía sospechar la naturaleza del asunto. Pero aunque acababa de facilitarme la confidencia, no fui yo quien habló:

—¿Que quién sabe si hacemos bien o mal? ¿Cómo saberlo si aún no hemos recobrado el aliento?

Recordaba mi pregunta, mis primeras palabras. Juro que me dolió mucho tener que decirle que había conocido a gente que sí había recobrado el aliento, y sé que se lo dije porque yo mismo me lo estaba oyendo. Se frotó suavemente sus largas manos.

—De modo que piensas que ya deberíamos estar moviéndonos —musitó.

Pero sólo estaba sorprendida de que algo así se nos pudiera echar en cara.

—Otros ya se mueven. Ahora, en estos momentos, no lejos de aquí.

—¿Quiénes?

—Anarquistas.

—Anarquistas —repitió ella—. Lucharon a nuestro lado, pero…

—Todos los que lucharon contra Franco lo hicieron por lo mismo, por la libertad.

La señorita Mercedes sonrió. Hasta una hora después de dejar su casa no me di cuenta de que había tenido delante a una maestra tan guapa y tan próxima como siempre.

—Sí —dijo—, pero luego hay muchas formas de emplear la libertad. Como Franco era la negación absoluta de cualquier libertad, volvió contra él a todas las libertades conocidas. Los anarquistas, por ejemplo, querían hacer una revolución.

—Lo sé, uno de ellos me lo ha dicho. Y aún la quieren hacer. ¿Qué revolución?

—¿No te lo han explicado ellos con lo bien que parece que os lleváis?

Tampoco hubo aquí ni asomo de ironía. Estoy seguro de que a la señorita Mercedes no le perturbaba la cuestión tanto como a mí —aunque ni entonces tenía yo muy claro por qué me perturbaba—, pero era muy de ella bajarse de su yo para ponerse en el lugar del otro.

—Nos ha faltado tiempo…, más bien, nos ha faltado ocasión… ¡Es que ellos siguen luchando! Los persigue la policía, viven escondiéndose. La policía los tortura, o los mata, o las dos cosas. Van armados. Están en guerra.

La señorita Mercedes se quedó paralizada.

—¿Armados? —tartamudeó—. No creo que sea de los maquis de los montes de quienes me hablas…

Respiré varias veces para concederle a ella otro respiro.

—Naturalmente, Mari Benita no sabe nada… —murmuró.

—No.

—¿Y a qué esperas para confesarle algo tan terrible? ¡Su pequeño Asier frecuentando a anarquistas armados! Me gustaría saber por qué lo haces. ¿Lo sabes tú?

Ahora fui yo quien se tomó una pausa. Luego, mi respuesta tuvo un tono desquiciado:

—¡Ahora sé que necesitaba ver que alguien hace algo contra Franco!

—¿Piensas que a nosotros también nos correspondería…?

—¿No lo piensa usted?

Su expresión confusa hizo que sintiera lástima de ella. Estuvo un rato mirándose la punta de sus zapatos.

—No se me había ocurrido pensarlo, Asier. ¿Quién sabe lo que se ha de hacer después de una guerra perdida? Aún no hemos recuperado el aliento —dijo.

Sin desearlo realmente, la comparé con Sabina. Dos mujeres distintas en una misma derrota.

—Se lo contarás a tu madre, Asier…

—¿A pesar del disgusto que le daré?… Pero, claro, usted quiere que me prohíba acercarme a ellos. Usted misma me lo prohibiría.

—¿Te extraña? ¡No queremos más riesgos, no queremos más muertos! —exclamó. Al punto pareció arrepentida de su explosión—. Escucha, Asier: creo que los locos son ellos por llevar todavía armas, no nosotros por haberlas dejado.

—La Guerra también fue una locura y nosotros tomamos las armas para salvar Euskadi. Ahora que nos la han quitado hay más razón para armarnos.

La señorita Mercedes cubrió con su mano la mía que no estaba quieta sobre la mesa.

—Sólo puedo decirte que no te lo tomes tan a pecho, que no des algún paso…, no sé cuál, me siento perdida…, del que luego te tendrías que arrepentir —dijo con la recobrada suavidad—. Hay alguien que podría explicarte las cosas mejor que yo. Vete a verle.

Nos miramos.

—Usted sabe que es imposible —le aseguré.

—Lo sé, lo sé. Pero como ya va siendo hora de que suavices tu actitud hacia él, quizá sea éste un buen momento para iniciar la reconciliación… ¿Del todo imposible? Bien, bien, me callo… Aunque si crees ver con madurez un asunto, sé también maduro para otro…

Era la primera vez que ella y yo rozábamos con palabras la gran pesadilla.

—¿Con madurez? —exclamé—. ¿Con madurez? —Me temblaban las piernas—. ¡Él mismo me echó la condena de que nunca dejaré de tener quince años! ¿Cómo voy a madurar? —La señorita Mercedes apretó mi mano que aún conservaba en la suya—. Pero el problema no soy yo sino él. ¡La boda de ustedes dos lleva tres años de retraso! ¿Y hasta cuándo? ¡Le quiere a usted menos que a sus estrafalarios principios! ¿Cuándo se ha visto en el mundo algo tan, tan… ridículo?

A pesar de que acababa de emerger de nuestras profundidades aquella carga de trilita, nunca olvidaré la increíble sonrisa que me envió la señorita Mercedes al escuchar la palabra ridículo. Comprendí que estaba perdida.

Me despidió en la puerta con el anuncio del plan que había fraguado:

—Le hablaré yo y te traeré su respuesta. Que sea uno más en sumarse a mi alarma. ¿Quién creyó que tu irremediable crecimiento no traería cambios? Pero no tan drásticos, caramba… ¿Qué te atrae de esos anarquistas? Esto es lo preocupante, porque significaría que rechazas algo o mucho de lo nuestro al compararlo con lo nuevo… ¿Es tan nuevo? Te formaste con maestros que, a nuestro modo, defendíamos actitudes libres de personas próximas, lo sabes bien. ¡Intentamos enseñarte tantas cosas…! ¿Descubres, ahora, que nos quedamos cortos? Lo que sí puedo asegurarte, Asier, es que te transmití cuanto yo conozco, no me guardé nada… ¿Nos acusas de no haberte hablado, precisamente, de anarquismo? ¡Tanto habrá quedado fuera! ¿Nos acusas, Asier?

—No…, creo que no —respondí sinceramente.

Ella volvió a cerrar la puerta de la calle que acababa de abrir.

—No habría servido de nada. ¿Acaso te interesan especialmente las ideas de los indios de la Patagonia o las de los esquimales? Sin contar con que apenas sé yo de anarquismo. ¡Desconocemos tanto de lo importante que debe de circular por el mundo! Para bien o para mal, nos construye menos lo que nos llega de fuera que las circunstancias que nos rodean a partir de nuestro nacimiento: voces, olores, ruidos, hábitos… ¿Me creerás si te confieso que no te pediré que des marcha atrás? ¡De ningún modo! ¡Adelante, rompe del todo el cascarón! —Parpadeó y cargó fugazmente el peso de su cuerpo en la mano apoyada en la manija—. Aunque no es el mejor momento para esa aventura. Hoy necesitamos todas nuestras energías simplemente para sobrevivir. —Volvió a sonreír. La señorita Mercedes concluía los encuentros con esa sonrisa esperanzadora con la que uno espera ser despedido por cualquiera al regresar a la soledad—. Lo cierto, Asier, es que no me inquietas mucho. Todos, siempre, volvemos a Getxo… Hablo demasiado para ser una maestra de pueblo, ¿verdad?

Veinticuatro horas después la esperaba en el mismo sitio y nos sentamos de nuevo en su cocina. Sacó un papel doblado del bolsillo de su chaleco rosa de lana, pero al empezar a hablar aún no lo había desdoblado.

—Bien, le he sacado el tema y le he escuchado. Le he expuesto tus dudas, tus quejas…, como lo quieras llamar. ¿Sabes cuáles fueron sus dos primeras palabras? «¡Dios mío!». —Es muy suyo. Se asusta por nada. ¿Qué dijo de los anarquistas?

—Los admira…, con muchas reservas, claro. —La señorita Mercedes desplegó el folio que tenía en la mano y leyó—: «Son infantilmente utópicos, pero su idealismo lo llevan tan lejos que no cabe en este mundo»… Fueron sus palabras. Dice Manuel que hay que estar un poco loco para creer en utopías, que ninguna revolución ha traído una sociedad perfecta.

—Sí, ellos confían mucho en la revolución… ¿Qué piensa don Manuel de la revolución?

La señorita Mercedes volvió al papel:

—«Un estado de cosas que se quiera cambiar en profundidad no puede cambiarse sin una revolución de por medio, un proceso, generalmente sangriento, que nunca alcanza las expectativas con que empezó. En el mejor de los casos, se alcanzan cambios mínimos…». Y Manuel se pregunta si mereció la pena. Admite que, en situaciones extremas… Pero que entre nosotros no se da esta situación.

—¿Entre nosotros?

—Sí, entre nosotros… ¿Le has oído alguna vez a tu abuelo que le gustaría hacer la revolución?, ¿o a tu madre?, ¿o a cualquiera de los que nos rodean? No somos revolucionarios, Asier. Nos gusta estar como estamos, nuestra situación no es extrema.

No salté de la banqueta por respeto a quien tenía delante.

—Yo sí vivo en esa situación extrema —me limité a comentar sin acritud.

—Supongo que desde que entraron en tu vida nuestros amigos anarquistas… —dijo la señorita Mercedes.

—Así es.

—Pero, hasta entonces… Y desde entonces sigues viviendo en el mismo Getxo que te hacía tan feliz…

—Ya no es igual.

La señorita Mercedes se movió en su banqueta y tardó en encontrar las palabras.

—Dice Manuel que las acciones de esos anarquistas pintando paredes, imprimiendo panfletos clandestinos, portando armas y todo eso, no es hacer la revolución…, «quiero decir», me aclaró, «que nunca es buen momento para intentar una revolución, pero que éste es el peor de todos». Dice que siempre están meando…, fue la palabra…, fuera del tiesto, que viven desentendidos de la realidad, que su poético mensaje puede prender fácilmente…

—¿… en alguien en una situación extrema?

La señorita Mercedes guardó el papel en su bolsillo, se levantó y se puso a trajinar con cacharros para calentar café con leche.

—No voy a tomar nada —le advertí.

Me vio tan firme que no insistió. Incluso olvidó el café con leche y regresó a la banqueta.

—Hay presos anarquistas en las cárceles —murmuré—. También los tenemos nosotros. Es en lo único en lo que nos parecemos, pues ellos se han puesto en pie y nosotros no.

—Dice Manuel…

—¡No me importa lo que diga Manuel! —exclamé—. Quiero que me hable usted.

Alejó su mano del bolsillo donde había metido el papel, como si temiera de sí misma un desfallecimiento. Se tomó una pausa.

—Creo que la idea de una revolución nunca prenderá entre nosotros porque, ya te digo, a los nacionalistas no nos gustan los cambios. No queremos poner todo lo nuestro patas arriba. Nuestra sociedad no es perfecta, pero tiene mucho más de bueno que de malo…, y es la nuestra. La crueldad de Franco ha robustecido nuestra fe en nosotros mismos. Él sí que intenta cambiarnos o destruirnos: vendría a ser lo mismo. No queremos que nos cambien ni los bienintencionados anarquistas.

Mi rodilla doblada bajo la mesa empezó a temblar unos centímetros arriba y abajo.

—Lo único que me gustaría saber… —empecé—. Bueno, la verdad es que aunque ellos están pensando siempre en su revolución, en lo que ahora andan metidos es en su guerra contra Franco.

—Es una primera parte de lo suyo.

—¿Quiere usted decirme que si nosotros no luchamos ahora contra Franco es sólo porque no queremos hacer la revolución? —exclamé.

La señorita Mercedes movió negativamente y con lentitud la cabeza.

—¿Por qué nos cruzamos de brazos? —la acusé, con mi rodilla más revolucionada.

—No lo sé —susurró, y su cabeza había dejado de moverse. Las tres palabras sonaron como el ronquido de la mar al retirarse—. Ignoraba que existiera tan cerca una oposición activa —añadió.

—Estoy seguro de que él sí lo sabía —afirmé—. Yo sólo hablé de pintadas en las paredes y de pistolas y, sin embargo, él nombró también las hojas clandestinas.

—No lo sé —suspiró hacia dentro la señorita Mercedes.

—¿Por qué, por qué en Getxo no se hace nada?

—No lo sé.

Un domingo de aquella primavera, Mikel me dijo:

—Me encontré con el tío Roque. Anda fuerte. Entre otras cosas me dijo que esa escuela adonde vas está demasiado cerca de la industria y de las minas.

Me habló sin abandonar el manejo de las layas labrando la tierra para las patatas. El único cambio que introdujo mi presencia es que dejó de silbar. El difunto hermano Marcos también silbaba al trabajar. Creo que Mikel me lo recordará siempre: huesos largos y carne escasa, manos grandes y diestras siempre a punto. Cuando llegó a Altubena y descubrí que, además, hacía las cosas silbando, llenó mucho el gran vacío.

—La Escuela de Trabajo está en Bilbao, a pocos kilómetros de esos sitios —le informé—. El tío sabe bien lo que dice. «Los que estudian ahí pasan luego a la industria», me dijo. Parece que de eso ya le ha hablado alguna vez a la madre.

Por la noche, en la cama, pensando en ello, recordé que el tío Roque había trabajado en Altos Hornos en el tiempo de las grandes huelgas, y que se echó una novia en La Arboleda, hija de minero, y que la madre y la hija que tuvieron seguramente nunca pisaron Getxo. Todos conocíamos esta parte secreta de la vida del tío Roque, pero sólo algunos —yo entre ellos— la verdadera razón de que don Manuel, en 1916, ya muerta la madre de aquella hija, solicitara la plaza de maestro en La Arboleda. ¿Por qué sospeché una relación entre eso y el miedo del tío a que yo trabajara en la industria, e incluso entre todo eso y la lucha de los anarquistas?

De modo que al domingo siguiente me fui a Basaon. Al oír mis pasos en el portalón, salió precipitadamente mi prima Cenobia y creí advertir el desaliento en su rostro al ver quién era. Al cabo de cuatro años seguía esperando a su teniente italiano de los Flechas Negras. La familia no tardaría en casarla con un simple llamado Manolito. En realidad, la decisión no fue de toda la familia sino de Anastasi, pues ni a Madia o Magda ni al tío Roque parecía importarles la opinión del pueblo.

A la aparición de Cenobia siguió la de Madia o Magda con su nieta de cuatro años pegada a su falda; tardaría un año en pertenecer a la cristiandad, por la negativa de don Eulogio a bautizar a un hijo del pecado, aunque el padre fuera fascista. Madia o Magda quedó como una estatua a la espera de mis palabras y yo no quise que, una vez más, sintiera el menosprecio de uno de nosotros, y no pregunté por el tío Roque sin antes cruzar con ella unas frases rutinarias. Madia o Magda había demostrado ser una mujer ni mejor ni peor que las de Getxo, sólo que nunca se liberaría de la larga sombra de Ella. Nuestros contactos fueron escasos, pero la recuerdo interesada en la evolución de mis pies; sin contar los ocho hijos que dio a mi tío y supo criar, y la carga que para ella supondría mi tío bisabuelo Santiago durante los diecisiete años de su estancia en Basaon, y su apinable silencio amargo ante la sospecha que la inundaría observando el parecido de su Anastasi con Flora, la hija de Fabiola.

La propia Madia o Magda sacó con una voz al tío Roque de las profundidades del caserío, y, al instante, su rostro insípido ya se me había desdibujado.

—¿Bien? —preguntó- saludó el tío Roque. Apareció secándose con un trapo sus manos recién lavadas con agua.

Me alejé del portalón y él me siguió en silencio.

—Sé que hay algo más que la tierra —le dije. Simplemente, me miró—. He conocido a gente que también perdió la Guerra y no se ha enterado.

El tío Roque carraspeó.

—Algo más, ¿eh? La Guerra. Otra gente —repitió como a la defensiva.

—Para ellos, la Guerra no fue más que una parte de su revolución —añadí.

—Revolución —repitió el tío Roque.

En una fracción infinitesimal de tiempo su rostro había pasado de un asombro indeciso a la fatalidad, como si hubiera estado temiendo que algo así se produjera. Ahora sé, incluso, que ese temor crecería al saber que otro Altube iba a tomar contacto con eso nuevo que hizo de él una criatura sin norte.

—Ellos no se comportan como unos vencidos, siguen peleando —dije, tratando de leer en una mirada con tendencia al suelo.

—Tranquilo, Asier, tranquilo —habló el tío Roque con una chispa burlona en sus ojos—. Yo tampoco estaba tranquilo cuando a tu edad pasaba la ría y me metía en aquel fregado. No, no estaba tranquilo con todo lo que me ocurrió. Pero era joven y…

—Recordé lo que tenía oído de ti. Por eso he venido.

—Bueno, siempre se chismorrea —gruñó.

—Allí también se hablaba de revolución, ¿verdad?

—Era el pan diario de socialistas y comunistas.

—¿Y anarquistas?

—No sé si por algún rincón habría alguno.

—Tenía que haber. A los que oigo hablar de revolución son anarquistas.

—Sí, ya sé que hasta no hace mucho andaban también por Getxo.

Supe en quién pensaba, pero callé, quizá más por él que por mí. Le otorgué un tiempo para que relegara ese recuerdo y, de pronto, me sorprendí uniendo aquel tiempo del tío Roque y éste mío y le formulé la gran pregunta:

—¿De qué se hablaba en Getxo cuando al otro lado de la ría se hablaba de revolución?

El tío Roque abrió dos ojos como platos en un gesto chusco y exclamó:

—¡De nada!

No desaproveché el resquicio recién abierto y repetí la gran pregunta intemporal:

—¿Qué hacemos hoy los de Getxo mientras otros continúan la Guerra?

El tío Roque repitió la misma expresión chusca en su rostro color tierra, esta vez sin pronunciar palabra. Cuando por fin habló, nada tenía que ver con mi pregunta:

—Tranquilo, Asier, tranquilo. ¿Sabes que se te pone el cuello rojo cuando te agarra el histérico?

Pensé que se negaba a hablar del tema, pero me equivoqué. Su cara fue sombría al gruñir:

—No es bueno meterse entre anarquistas en estos tiempos. ¿Por dónde andan?

—Uno de ellos es mi maestro de taller.

—¡Esa escuela, esa escuela! —exclamó, resoplando—. ¿Sabes que acabarás cogiendo el sobre de un listero de fábrica?

—Tú también trabajaste en una fábrica y luego fundaste en Getxo un sindicato obrero. Eso fue una pequeña revolución. Así que no es tan malo lo que se aprende en las fábricas.

Entonces yo ignoraba a qué infierno estaba yo devolviendo a mi tío. Le oí murmurar: «El sindicato, el sindicato…», moviendo su cabezota.

—¿Cuánto duró tu revolución en Getxo? —quise saber.

—¿Durar? Aquello no fue una revolución. Los socialistas y los comunistas se habrían reído mucho de mi sindicato. Seguramente se rieron —dijo el tío Roque con una nube en su frente.

—Pero quisiste hacer algo como lo de ellos. ¡Te gustó y te lo trajiste a Getxo! ¿Qué fue lo que te gustó? No sólo los anarquistas luchan ahora contra Franco, también los socialistas y los comunistas. Estoy seguro de que los socialistas y los comunistas que tú conociste en aquel tiempo habrían luchado contra Franco si Franco hubiese vivido entonces. Y asimismo estoy seguro de que tú y la gente de tu sindicato también habríais luchado. ¿Por qué, hoy, no luchan los de Getxo?

Estaba sometiendo al tío Roque a un acoso para el que no estaba preparado, le estaba obligando, sin sospecharlo, a transformar en palabras lo que, hasta entonces y a lo largo de medio siglo, le venía atormentando desde el reino silencioso de las pesadillas. Esperé. Le concedí un tiempo… por si era lo que necesitaba. Y a punto de agotarse mi paciencia, se lamentó:

—¡Quién se acuerda ya de cómo fue aquello…!

—¡Luchaste, tío, cuando en Getxo nadie luchaba!

—Yo no era aquél, no sé quién era…

Bueno, pensé que había llegado al borde de un abismo en cuyo fondo no quería mirar. Pero ambos habíamos alcanzado un punto que marcaba el regreso, por lo que debía darme prisa para no irme de vacío. En el portalón, las mujeres no hablaban y parecían muy interesadas en el desenlace de nuestra conversación. Para cuando la emprendí de nuevo, había conseguido serenar un tanto mi pensamiento y pude rozar la que sería razón de mi cambio de piel.

—Tenemos que saber por qué ellos luchan y nosotros no —dije pausadamente, o así lo recuerdo—, por qué luchaste en Getxo a tu vuelta del mundo del hierro, como lo llama el maestro de Algorta. Es imposible que hayas olvidado lo que te gustó de allí. ¿Qué fue?… Bueno, exactamente, ¿qué es?, ya que aún parecen tenerlo esos anarquistas de Bilbao…

Y me asaltó inopinadamente una pregunta:

—¿Luchaste cuando trabajabas en la fábrica?

—Sí, algo ya hizo aquel que no sé quién era…

—¿Qué hacías?, ¿pintadas en las paredes?

—Lo que más les gustaba era ir en manifestaciones por los caminos.

—¿Iban muchos?

—Rebaños de miles.

—¡Miles! —exclamé—. ¿Y tú ibas con ellos?

—Aquél sí iba.

—¡El tío Roque en medio del gran ejército revolucionario! ¿Dónde estaba el ejército del enemigo? ¿Quién ganó la guerra?

—Aquello no era una guerra, al llegar la noche cada uno se iba a su casa.

—¿Es que no se luchaba contra alguien?

—Sí, contra los patronos de las minas y las fábricas: les pedían más jornal y menos horas de trabajo, que desaparecieran la explotación y la miseria. Aquella gente no podía comer mucho, se les morían muchos hijos, y cuando estaban en huelga comían menos… Al final, no les daban todo lo que pedían, pero sí algo.

—A ti también te tocaría mejorar…

—Un poco más gordo ya era el sobre que le llevaba a la madre.

Después de todo, pensé, quizá mi tío no huyera de aquellos recuerdos. Quiero decir que me embargó la certidumbre de que no guardaba dentro de sí la verdad que yo necesitaba. Me dijo que tenía que ir a cortar yerba «para los de la cuadra» y dudó un momento antes de iniciar la retirada. Estoy seguro de que comprendió que me debía algo. Me dijo:

—Esa gente no es como nosotros, sobrino. Nunca supe cómo eran, pero ni parecido a nosotros. A lo mejor, viviendo en Getxo habríamos sido todos iguales. ¡Cualquiera sabe! En Getxo no nos gustan esas romerías pidiendo a gritos mejoramientos. Cuando tenemos algo contra un vecino, pues hablamos de tú a tú con él.

Creyendo haber cumplido, pretendió irse, pero le retuve:

—Espera, espera… Recuerdan algunos en Getxo que tu sindicato visitó en su casa a doña Cristina, la marquesa, para pedir más jornal para los trabajadores de su propia Compañía del Tranvía, tú entre ellos… Eso es lo que he oído.

—Sí, pero fuimos pocos y sin hacer ruido. Doña Cristina nos convenció de que en Getxo no se hacen así las cosas.

—¿Pues cómo se hacen?… Y no os subió ni un céntimo.

—Pues… no.

—¡Teníais que haber vuelto varios miles, como los otros! Agachasteis las orejas.

El tío Roque aspiró aire y luego vació lentamente sus pulmones.

—El sindicato era pequeño —dijo—, sólo se apuntaron cuatro gatos. La gente de Getxo no es como la de las minas, ya te lo he dicho. —Una gran idea pareció invadirle de pronto—. Ellos no están en su tierra y nosotros sí. Ellos no tienen que respetar sus costumbres porque las han dejado atrás. A ellos no les mira ningún ojo.

—¿Quieres decir que por eso se sienten libres para luchar?

Yo no acababa de entenderlo. El tío Roque remató:

—O para hacer locuras.

—¿Quieres decir que si se está sobre la propia tierra de uno ya no hace falta más? ¿Qué ojos nos miran a los de Getxo y nos obligan a estar de brazos cruzados, dejando a otros el meterse en unas guerras y en otras? Nada de pedir a los que tienen más, nada de molestar a Franco… ¿Qué nos pasa a los de Getxo?

A sus más de setenta años, el tío Roque mantenía muy tieso el eje central de su esqueleto, pero lo enderezó aún más al gruñir:

—Los de Getxo estamos donde siempre estuvimos. No nos pasa nada.

En cierto modo, yo le di permiso para retirarse a cortar yerba cuando giré hacia el lado contrario de Basaon. Ni siquiera me acordé de las mujeres que supongo aguardaban en el portalón mi saludo de despedida.

Tobías Campo había agitado mi tranquilo estanque interior, aunque me resistí a aceptar de buenas a primeras la opción combativa de los anarquistas por el mero hecho de sentir que era la buena. No me fiaba de mí mismo, quería saber qué movía a algunos a prolongar la Guerra y a otros a esperar. Mis encuentros con la señorita Mercedes y con el tío Roque no me revelaron nada. Cómo sospechar que mi inquietud me acabaría llevando al hueso de la verdadera revolución pendiente…

Tobías Campo no habría huido más de un apestado que de mí. En las semanas siguientes jamás nos volvimos a encontrar a las salidas, y no porque yo no lo buscase. En el taller, las únicas ideas que intercambiábamos eran sobre la pieza de hierro o, al comienzo de las clases, las dos preguntas convencionales cruzándose: «¿Todo va bien?», y mi respuesta: «Más o menos», y la suya: «Sin novedad en el frente».

A veces, me enviaba desde la distancia unas extrañas muecas indescifrables. Así, hasta el día en que abandonó el taller cinco minutos antes de la hora y, poniéndose la chaqueta camino de la puerta, envió a toda la clase una explicación extrañamente amplia:

—Tengo un compromiso en un pueblo a diez kilómetros de aquí. A ver si me respetáis al almacenero. Agur.

La posibilidad de acudir a su casa a hacer preguntas a Sabina siempre rondó mi cabeza, y me habría atrevido de estar seguro de no tropezarme con él. De modo que aquella tarde me decidí. Pulsé el timbre alrededor de las seis y transcurrió un tiempo desmesurado en llegarme la voz de Sabina: «¿Quién es?». Se lo dije. La puerta se abrió al instante. Observé que en el pasillo las puertas de todas las habitaciones estaban cerradas, excepto la de una. Sabina me condujo a la cocina, que olía a guiso y café recién hecho.

—Hoy Tobías vendrá con hambre. Ha tenido que ir a…

—Sí, a un pueblo a diez kilómetros, lo dijo a toda la clase. —Me atreví a comentar—: Una de sus reuniones, ¿no?

Sabina asintió con la cabeza y yo añadí:

—No entiendo de clandestinidades, pero fue un riesgo que Tobías pregonara lo de su compromiso en un pueblo. Él sabe que en la escuela hay delatores… Aunque, la verdad, no dio el nombre del pueblo. ¿Por qué dijo a todos que se iba a un pueblo? ¿Por qué no está usted con él?

Sabina me daba la espalda atendiendo el puchero grande y el pequeño que hervían en el fogón. Al volverse vi en su rostro redondo y aún bonito una sonrisa de niña traviesa.

—Están todos ahí, ¿verdad? —dije—. Tobías sabe que no habría engañado a la policía con lo del pueblo. Creo que tampoco me engañó a mí… Sí, sí que me engañó, en otro caso yo no estaría aquí. Me voy… —Salí al pasillo—. Están encerrados en ese cuarto, ¿verdad?… No debí molestarla a usted.

Ella me había seguido.

—Nada de molestia, Asier… Y olvídate del usted. Y olvídate también de esos del cuarto, tú viniste a hablar conmigo, pues dime…

Pero la situación había cambiado. Me consideré tan intruso que me llamé Judas por haber actuado a espaldas de Tobías, y ahora, con la casi seguridad de que él ya conocía mi presencia, la cosa era peor.

Sabina me sujetó el brazo para impedir mi marcha hacia la puerta.

—Espera, Asier, espera…

No la arrastré, ella se acomodó a mi avance sin soltar mi brazo, con una suavidad que más tarde advertiría. Mis dedos rozaron el metal del pestillo y entonces se abrió de golpe aquella puerta cerrada e irrumpió un hombre en el pasillo exclamando:

—¡Que se quede, Sabina! Saldrá una hora después de que todos nos hayamos ido.

Dicho lo cual regresó al cuarto y cerró la puerta, cuyo picaporte no había soltado. Quizá no le llegó la protesta de Sabina: «¡Lo que una tiene que oír!». En aquel momento pude salir sin más de la casa, pero la habría dejado a ella vendida, así que me dejé llevar de vuelta.

—Ven delatores hasta debajo de las piedras —suspiró Sabina—. La verdad es que gracias a eso estamos vivos… Este caso era distinto. No culpes a Tobías, habrán votado y tu inocencia salió perdiendo. Luego lo arreglaremos…, porque te quedarás a probar este guiso.

Nos sentamos en banquetas a un lado y otro de una pequeña mesa cubierta con un hule a cuadritos azules y blancos.

—Si has dejado por mí le reunión —dije—, vuelve a ella, que yo no me escapo.

—Ahora estoy reunida contigo —sonrió Sabina—. ¿Puedo ayudarte en algo?

Tenía ante mí la persona en posesión de lo que yo quería saber…

—Mis hermanos Esteban y Marcos murieron en la Guerra, y mis primos Felipe, Poncio y León. Hasta ahora yo pensaba que una guerra así se daba por acabada si se perdía. Pero vosotros… ¿Se trata de cantidad de muertos? ¿Es que habéis tenido más muertos que nosotros?

—Calla, calla, por favor… —gimió Sabina, levantándose y llegando a sus pucheros—. Nuestros pobres muertos… También fueron muchos. Pero no es eso. ¡Claro que los anarquistas tenemos buenas razones para seguir en la lucha! —Se volvió con la tapa del puchero grande en una mano y un cazo en la otra—. Si no te aburriera, llenaría tus oídos de ideales que a nosotros nos conmueven. Sin embargo, Asier, vivimos horas tan terribles que debes alejarte de nosotros. Somos perseguidos como alimañas y tú entrarías en el mismo saco.

—Pues por eso quizá nunca más os vuelva a tener a mano, como ahora… ¿En qué os diferenciáis? Unas palabras, unas pocas… Quiero saber. Esperaré. Recuerda que no me dejan marchar…

Sabina destapó el agujero redondo de la chapa y vertió un poco de carbón con una pequeña pala de mano. Luego apoyó su cuerpo en el borde de la meseta de baldosas blancas.

—Para nosotros, la Guerra no fue el final de algo sino…

—… un paso hacia la revolución. Lo sé.

—Pues eso es todo.

—¿Todo? Confiaba en ti. Tobías me dijo más. ¿Es que me consideras menor de edad o tonto para saber vuestras cosas?

Sabina parpadeó mirando el trapo con el que se limpiaba las manos.

—Nadie, nadie desea la revolución, excepto nosotros —me dijo, con una fuerza en su expresión que hacía falsa la suavidad de su tono—. Los anarquistas no combatimos sólo contra Franco. Los que decían ser nuestros aliados…, los partidos de izquierda, los nacionalistas, la República…, a todos ellos les espantaba la palabra revolución. Quisieron hacer la Guerra contra los militares convirtiéndose ellos mismos en militares. Los anarquistas habíamos creado milicias populares que estaban ganando la Guerra a lo largo del primer año, hasta que República, comunistas y socialistas nos impusieron un ejército…, y fue entonces cuando se empezó a perderla y finalmente se perdió del todo. No aprendieron de un hecho: que en los primeros días había sido el pueblo quien se echó a la calle y, prácticamente desarmado, derrotó a los militares sublevados en las principales ciudades… ¿Te habían contado algo de esto, Asier?

—No mucho.

Tuve la impresión de que Sabina se refugiaba en el fregadero para no ceder a la tentación de seguir hablando. Yo estuve dándole vueltas a su parrafada por si encontraba en ella alguna pista. Al fracasar, temí no estar a la altura de una mente anarquista. Tenía de la Guerra que conocí una idea más simple, quizá porque los adultos —incluyendo a la señorita Mercedes y a don Manuel— me habían ocultado detalles importantes. En un destello me dije que si la palabra revolución parecía ser causa de conflictos en otras partes, por qué no también en Getxo.

—¿Qué es la revolución? —pregunté.

—El gran cambio.

—¿Qué cambio?

—Injusticia por libertad.

—En Getxo, ya antes de la Guerra, oí hablar de libertad. Al maestro.

—Si tu maestro no era anarquista no hablaba de la verdadera libertad.

Me pregunté por qué no era verdadera libertad la encarnada por el macho de las llamas y si los anarquistas conocerían su existencia. Si no les hablé de ella en aquel momento se debió a que sufría por entonces el derrumbe de cuanto procediera de don Manuel.

—Libertad —añadió Sabina— es lo que se conceden los hombres a sí mismos cuando organizan la sociedad de abajo arriba y no de arriba abajo, como ocurre en el Estado opresor. El Estado centralizado es el instrumento de que se valen las clases privilegiadas para explotar a los trabajadores con el ejército y la policía. La idea de patria es la trampa que emplea el Estado para hermanar contra natura a explotadores y explotados. España es un gran ejemplo de ello. Ahora, con Franco, la opresión y la represión de toda libertad alcanzan extremos bárbaros.

—La patria de los vascos no es España sino Euskadi —dije.

—¿Piensa lo mismo tu maestro?

—No hablemos de él.

—Si crees que tu patria es mejor, pregúntate si en tu tierra y bajo esa fe patriótica los de abajo también son explotados por los de arriba.

—En todas partes hay ricos y pobres.

—¿Y te parece justo porque así ha sido siempre? ¿No desean Asier y Sabina ser libres? ¿Acaso a ti y a mí nos educaron desde niños en el pensamiento libre? Alguien eligió por nosotros, alguien pensó por nosotros, el temor a la libertad es una de las primeras lecciones que recibimos…

No tuve más remedio, maldita sea, que volver a don Manuel. ¿Era esta libertad de los anarquistas la que nos restregó por las narices aquel rebaño de llamas? Quizá no se trataba de la misma libertad; no me lo aclaró don Manuel. Bueno, es que entonces aún no habían aparecido los anarquistas.

—No siempre los hombres explotados saben que están siendo explotados —oí a Sabina.

—Basta. —No había oído entrar a Tobías—. ¿No te dije que no liaras al chico?

Se oyeron nuevos pasos por el pasillo y asomaron más cabezas, y entró un hombre y después otro, y el primero destapó la cazuela, metió la nariz en el humo que brotaba y exclamó:

—¡Huele como las rosas!

Era un grupo de hombres sombríos y, hoy lo sé, dominados por una segunda naturaleza de movimientos cautos. Si entonces gastaban bromas entre ellos era por el guiso que hervía en el fogón.

Tobías se me plantó delante con sus gruesas cejas casi chocándose.

—¿Sabes lo que sería de ti si la policía asaltara este piso y te cogiera con todos nosotros? —exclamó.

—Sé las cosas que ocurren en este país, aunque alguien lo dude —aseguré.

Sabina abrió una puerta blanca y sacó siete platos y otros tantos vasos, y de un cajoncito, cubiertos, y con mi mano libre del bastón los cogí y la seguí por el pasillo hasta un pequeño comedor con una mesa redonda ya cubierta con un mantel rosa con remiendos. Hubo que traer más sillas. Sabina y yo nos cruzamos en el pasillo con los hombres que iban a ocupar sus puestos. Ella puso en mi mano un cazo y una botella de vino, y, al tomar el puchero, me dijo:

—Ésos, mucha justicia, mucha igualdad, pero aquí sigue la tonta haciéndoles de criada.

Patatas, dados de tocino y pimentón. Comieron en reconcentrado silencio y con el ruido ritual que emana de los placeres intensos. Se vació una botella de vino. ¿Pan? Como sólo Sabina y Tobías tenían cartilla de racionamiento —los otros seis eran ciudadanos clandestinos sin papeles—, sus dos chusquitos del día se repartieron entre todos. Desde que conocí a Tobías tuve a los anarquistas por héroes, luchadores de una pasta especial, pero me impresionaron más al verlos tan a ras de tierra. Aplacada su hambre, creo que me miraron con mejores ojos. Iniciaron la sobremesa sumergiéndose en sus férreas convicciones, pero Tobías les cortó:

—Hoy, nada de mítines.

—¿Con quién vamos a hablar si no es con nosotros mismos? —se quejó Ciriaco. (Al comienzo del banquete Sabina me los había presentado citando el nombre de cada rostro del círculo). Ciriaco parecía tener un carácter tan agrio como su cara.

—Hoy no estamos solos —recordó Tobías.

—El chico ya sabe lo que somos —dijo Celedonio, que no se quitó la boina ni para comer.

—¿De dónde eres? —quiso saber Belarmino. Si los demás tenían una palidez de hostigados, la cara de Belarmino era más bien azul, con una nariz afilada sosteniendo unas gafitas de minúsculos cristales redondos traspasados por unos ojos que no parpadeaban.

—De Getxo —dije.

—Nacionalismo —pronunció Belarmino—. Dos concepciones del mundo, una misma represión feroz. Franco es el gran igualador… ¿Herida de guerra?

—No —dije.

—¿Bombardeo de retaguardia?

—No. Descuido del tractor de un primo en la huerta.

—Vaya.

Seguíamos todos sentados alrededor de la mesa, excepto Sabina, que retiraba la cazuela exhausta, los platos arrebañados, la cubertería y las migajas irrisorias.

—Quiere saber cosas, todos los chicos quieren saber cosas que no les cuentan —dijo Tobías—. Pero a éste nada de mítines. ¿Arrojaríais a un inocente a nuestro nada envidiable destino? Sería cruel.

Tobías miró a todos como retándoles a que le llevaran la contraria.

—¡Hoy somos ratas de cloaca! —exclamó—. El no ha pasado por nada de esto. El no ha matado. La Guerra le cayó encima cuando jugaba a las canicas y la única opción que le dieron fue contemplar la sangría que le rodeaba. Nosotros tenemos las manos manchadas de sangre y él no. Franco no tiene con él ninguna cuenta pendiente. Algún día le llegará su hora. ¿Es justo que le condenemos a él, al inocente, a vivir una resistencia como la nuestra cuando otros que deberían estar aquí huyeron a Francia y aún pretenden dirigir desde allí nuestra lucha?

—¿Está bien claro? —remachó Sabina.

Entonces hablé yo y dije:

—¿A nadie le interesa mi opinión?

Observé a todos y comprendí que asumían el criterio de Tobías de mi inocencia. Me imaginé, por tanto, que habían dejado de recelar de mí. Sólo Belarmino apuntó con ironía:

—Tenemos principios, todo el mundo debe ser escuchado.

—Éste es un caso especial —gruñó Tobías.

¿Después de don Manuel venían estos anarquistas a proteger mi inocencia? ¿Qué clase de tonto angelical veían todos en mí?

—Quiero saber cómo sois —protesté.

—Nuestro futuro es morir a la vuelta de una esquina —casi gimió Leandro—. Lo que estamos pasando es peor que la Guerra. Entonces teníamos enfrente a un enemigo contra el que podíamos luchar de tú a tú. Y la gente nos admiraba. ¡Era un orgullo pertenecer a la Columna Durruti! ¡Éramos grandes hombres que estábamos haciendo algo grande! ¡Aquellas arengas de Durruti contra el fascismo y por la libertad…!

La frente de Leandro se habría desplomado sobre sus propias manos, pero lo hizo sobre las de Sabina, que las cubrían.

—¿Quién es Durruti? —pregunté.

—Os advertí que era un inocente —dijo Tobías.

—Durruti era el gran líder que el anarquismo tuvo en la Guerra —explicó Belarmino—. Aunque él siempre estuvo en guerra contra los poderes políticos y económicos.

—¿Pueden enseñarnos libertad los animales? —No salía de mi cabeza el macho de las llamas, o el rebaño entero.

—¿Por qué no? Considerando que la Naturaleza es la única religión en la que debe creer el hombre, según Bakunin —dijo Belarmino—. Lo admirable de los animales es que, a sus anchas en la selva, no saben que son libres. Sólo descubren la libertad cuando los metemos en una jaula y lamentan lo perdido. Los hombres, ni eso.

—El maestro de Getxo ya me habló de lo que los animales podían enseñarnos. Ocurrió que llegó al pueblo un rebaño de llamas que…

—¿El maestro de Getxo? ¿Llamas?

—Eran unas bestias salvajes traídas de Perú que podían enseñarnos lo que era la libertad, no sólo a los hombres sino también a nuestros animales domésticos… Así me lo explicó el maestro.

—Me asombra la perspicacia de ese maestro…, que será, supongo, un genuino nacionalista —apuntó Belarmino.

—Nunca fue de ningún partido —aseguré.

—Te creo. Me basta su comprensión de que si en Getxo necesitabais que unos animales os mostraran cómo era la libertad… es que no erais libres.

—En los primeros días de la Guerra el maestro me llevó a ver partir hacia el frente a un batallón de gudaris y me dijo: «Van a defender nuestra libertad»… De modo que si iban a defenderla es que la teníamos.

Hasta Tobías y Sabina quedaron pendientes de la réplica.

—¿Fue el mismo maestro en las dos ocasiones? —quiso saber Belarmino.

Le contesté que sí.

—Pues lo único que se puede decir de ese maestro tuyo es que no se aclara —suspiró Belarmino.

La nueva explosión de Leandro me salvó de concentrarme en don Manuel:

—¡Para libertad, la que pusimos en práctica en Aragón los anarquistas!

—¡Demostramos que no sólo sabemos hablar! —afirmó Celedonio.

—¡Fue la primera vez que se vio en el mundo una sociedad sin gobernantes, las colectividades! —pregonó Ciriaco con el entusiasmo de un niño.

Belarmino chasqueó la lengua.

—Error. Fue la segunda. La primera la llevó a cabo Néstor Mackno en Ucrania, pocos años antes.

—¿Qué importa? —se revolvió Ciriaco—. Las colectividades de Aragón no fueron copias de la del tal Mackno ni de ninguna, sino producto del ideario anarquista impuesto por Durruti.

Leandro le arrebató el placer que sentían transmitiendo de qué estaba construido su entusiasmo:

—Se repartió la tierra entre los campesinos, se organizaron grupos para trabajarla y recoger las cosechas, que iban a graneros colectivizados. Se humanizó la jornada laboral, que ya no fue de sol a sol sino de ocho horas. Los trabajadores se mandaban a sí mismos. Quedó abolido el dinero. El sueño anarquista se convertía en realidad. ¿Quién hizo el milagro? ¡Durruti!

—La Columna Durruti —precisó Belarmino.

—Sí, hubo que derramar sangre —murmuró Leandro con cierto hundimiento de hombros.

En ese momento Tobías y Sabina se levantaron despacio como un solo mecanismo.

—Creo que ya basta —gruñó Tobías.

—Es tarde, su ama estará preocupada —dijo Sabina.

Muy desesperado, Leandro volvió a reclamar «unos minutitos más», y, sin otra autorización que su propio deseo irreprimible, Ciriaco, Celedonio y Belarmino arrollaron a Tobías y a Sabina volcándose en el relato de sus vidas hasta su último capítulo en las catacumbas del franquismo. Celedonio era asturiano, Leandro aragonés y Ciriaco y Belarmino catalanes. Los cuatro se encontraban en Barcelona el 18 de julio y presumían de haber sido los anarquistas de Durruti quienes derrotaron allí a los militares. Combatieron en casi todos los frentes de la Guerra, «siempre vigilados por la República y por los socialistas y comunistas», temerosos de su creciente poder, sustentado en la fascinación que ejercían en el pueblo las promesas de una inmediata revolución. «Nuestros supuestos aliados nos combatieron tanto como los franquistas. Los comunistas nos mataban, practicaban la misma represión que los estalinistas contra los trotskistas y anarquistas en Rusia. ¡Y si, al menos, los comunistas de aquí hubieran querido también la revolución!». Me juraron que la Guerra empezó a perderse cuando «todos ellos» apostaron por un ejército similar al franquista y desmantelaron por las armas las formaciones anarquistas, «que defendíamos la lucha de guerrillas en una orografía tan propicia como la española, única táctica capaz de enfrentarse con garantías a la destreza militar y poder armamentístico del enemigo». Luego, perdida la Guerra, miles de soldados —remarcaron la palabra soldados— se entregaron o huyeron a Francia. «¡Con toda esa masa derrotada pudo organizarse una guerrilla con la que continuar combatiendo, ya que no se había creado antes! ¡Hoy todavía seríamos hombres y no ratas de alcantarilla!».

—Dejadle ir a casa para que allí piense en paz —pidió Sabina.

Me puse en pie y ni una voz insistió en hacerme más revelaciones. Sabina recogió el bastón que descansaba en mi silla y me lo puso en la mano. Leandro dio un sorprendente salto hacia mí.

—¡No nos olvides, chico! —exclamó, agarrándome el brazo—. Hemos perdido nuestras raíces, familiares y amigos nos creen muertos. Dejamos nuestros pueblos en el 36, con las armas en la mano, y hoy no podemos volver ni comunicarnos con nadie, la poli daría con nuestra pista. Somos muertos en vida. ¡No nos olvides tú!

Entonces se produjo una desesperada reacción de todo el grupo, pareció que aquellos irreductibles competían por obsequiarme con lo que sabían fui buscando, algo así como la última ofrenda al visitante que se despide. Les escuché con el pecho oprimido por la certidumbre de que me daban su adiós sospechando que sería el último antes de caer bajo las garras franquistas. Más que de notario de su bravura, recibí el superior honor de ser considerado la única criatura viva, en miles de kilómetros a la redonda, de quien fiarse. En una ciudad densamente habitada en la que se sentían como en un desierto, fui su nueva conexión con el género humano. Aunque me hablaron dos y tres a la vez, no perdí una sola de sus palabras… Admitieron que lo peor de todo era la cárcel, probada ya por Tobías y Belarmino, pues Celedonio, Leandro y Ciriaco vivían en la topera urbana desde el derrumbe del frente del norte, en el 37; no existían como ciudadanos, es decir, la dictadura no sabía de ellos —gran ventura—; todos, excepto Tobías, carecían de papeles. «Incluso Belarmino. Si estuvo preso y si le ves aquí, no es porque ellos lo liberaran sino porque él mismo se liberó haciéndose el muerto cuando el teniente del pelotón de fusilamiento pasó por encima de su cuerpo rematando en la nuca a los que aún se estremecían». Al carecer de papeles, carecían igualmente de cartilla de racionamiento; sobrevivían del pequeño estraperlo. «Asistí en la cárcel al frenesí de las primeras sacas», explicó Belarmino. «Los comunistas iban sin confesión y a los nacionalistas se los llevaban en los camiones cantando el Eusko Gudariak». Y Sabina: «En las dos ocasiones en que Tobías estuvo preso, yo comulgué muchos días en la parroquia, después del desayuno, para recoger el papelín acreditativo que entregaba el monaguillo; unos doscientos de estos certificados se incorporaron al expediente militar. Cuando cambiaron de cura tuve que ir sin desayunar, pues el nuevo olía mi aliento». Eran afortunados los detenidos que iban a la cárcel sin pasar por la policía de la Falange, la cual se encargaba de ahorrar raciones a la cocina. Entre los carceleros había mutilados de guerra cargados de resentimientos; su trato a los presos se endurecía o ablandaba según las fluctuaciones de la política internacional y su incidencia en el futuro de Franco. Las cárceles eran visitadas por grupos de viudas de hombres asesinados por los rojos; los presos desfilaban ante ellas y los dedos acusadores apuntaban y se oía: «¡Ése! ¡Ése!», lo que equivalía a sentencias de muerte, y eran ejecutados al punto por la policía de la Falange o un pelotón de fusilamiento tras un juicio militar de siete minutos; fatalmente, las viudas identificarían rostros redibujados por su odio. Los condenados a muerte solían permanecer hasta veinte meses en una galería llamada la nevera esperando la noche en que oirían su nombre al carcelero con la lista aciaga; los sábados disfrutaban de una tregua hasta el lunes a fin de respetar la misa dominical…

Eran estos anarquistas hombres y mujeres cuya lucha por un mundo igualitario había comenzado años antes de la Guerra, años en que los regímenes burgueses los encarcelaban. En el tiempo en que los conocí, su única lucha se reducía a la propaganda, la difusión de su ideología, el asalto a algún banco para recaudar fondos y la denuncia de la corrupción del régimen franquista a través de hojas clandestinas, cuyos textos se reproducían imperfectamente a mano, con prensas de rodillo o rudimentarias multicopistas; textos redactados por el más leído del grupo, y frecuentemente su farragosidad o su exceso de fanatismo los hacía poco eficaces; la cosa mejoraba cuando se disponía de un ilustrado como Belarmino; un anciano militante en prisión escribía artículos para el periódico anarquista La Batalla, que salían al exterior a través de mil trucos. Por muy simple que parezca esta actividad propagandística, requería medios, un mínimo de dinero. «Los comunistas recibían revistas y panfletos de Francia». A veces, mis anarquistas hubieron de pagar los sellos de correos de su propio bolsillo, pero no era cuestión de quitarse la comida de la boca: habían asaltado ya un banco, y posteriormente realizarían algún atraco, pues necesitaban dinero para ayudar a los presos y a sus familias, falsificar pasaportes y salvoconductos, alquilar o comprar pisos en los que instalar imprentas clandestinas o puestos de socorro médico para tanto topo: personarse en un centro oficial era un suicidio.

Los contactos entre militantes desconocidos solían realizarlos en la calle y de día —la noche es, en sí, sospechosa—, portando cada uno a la vista el mismo periódico o revista; establecido el encuentro, lo primero era acordar el tema de la charla, por si la policía los paraba y se lo preguntaba; el cine o el fútbol eran buenas coartadas.

Sobre los interrogatorios en comisaría no me contaron demasiado: podían durar semanas o meses y las más crueles torturas imponían su ley; en la oposición se recomendaba que nadie se hiciera el valiente.

Las mujeres desempeñaron un papel fundamental, sobre todo en la primerísima posguerra, como enlaces entre el mundo exterior y el de las cárceles, llevando a los presos el olvidado calor humano, protegiendo tanto a sus hombres como a los de otras, mintiendo, también como correas de transmisión entre la resistencia interior y la del exilio en Francia. «¿Para qué?», gruñó Tobías. «Pues para que mientras nosotros nos jugamos el pellejo, ellos puedan dirigirnos con el culo bien caliente».

La más alta prueba de su confianza la recibí cuando me permitieron salir de aquella casa el primero, disipadas ya las sospechas que pude despertar en algunos al principio.