MOISÉS BASKARDO
Octubre de 1937

Lo que aita hace con ama y conmigo no tiene nombre. Nos mete en casa, por orden suya los criados nos vigilan para que no salgamos, excepto de noche al jardín. «¿No comprendéis que lo hago por vuestra seguridad, que no es posible controlar a todos los locos que produce una guerra?», nos repite desde hace cuatro meses. Y hay más: el dormitorio de ama y el mío fueron puestos patas arriba «buscando rastros de lo que aita no puede ver ni en pintura», me dijo ama. No descansaron hasta encontrar una ikurriña que ama guardaba en el fondo de su armario, bien planchada y plegadita, y uno de los dos uniformes de ertzaina que yo conservo. Ambos tesoros fueron arrojados a la caldera encendida del sótano. Me desconcertó que ama no pusiera el grito en el cielo. No parece la misma desde la derrota. Me llama continuamente a su lado, me abraza y sus palabras me atraviesan: «¿Cuál fue nuestro pecado para merecer tan gran castigo de Dios? Tu padre nos ha vencido, ha echado sobre nosotros la mayor tragedia en la historia de los vascos. ¡No son nuestras ni estas viejas piedras de nuestros antepasados!».

¿Cómo permitió ama semejante despojo? Mantuvieron una larga charla en el salón, sentados uno a cada extremo del largo sofá, sin mirarse, sin volver una sola vez la cabeza, como si las voces salieran de los costados de sus cuerpos. Y yo, en la puerta, presto a saltar sobre aita al menor peligro para ama, como habría hecho el poderoso Martxel. Tan pendiente estaba yo de mi papel, que concluyó el encuentro sin saber de qué trataron. Aita se retiró con sus ronquidos asmáticos y me arrodillé a los pies de ama. Su mano acarició mi cabeza largamente. Luego me habló con desmayo: «He tenido que hacerlo, me ha puesto entre la espada y la pared. Todas las circunstancias están de su parte. ¡Él es el absoluto vencedor, hijo mío! Y lo más espantoso es que no tenemos más remedio que confiar en ese hombre. ¿Cumplirá su palabra cuando acabe esta situación que le hace tan fuerte? ¿Habría sido mejor exponernos a que Franco nos expropiara todos nuestros bienes? El dilema era en quién confiar más, si en tu padre o en Franco». Yo le pregunté: «¿Qué te han obligado a hacer, ama?». Se puso en pie y dio una gran vuelta por el salón acariciando delicadamente objetos con sus manos. Yo la esperé, también levantado. Llegó ante mí, se detuvo y me miró como una niña culpable. «Esta querida mansión, todas mis empresas, mi capital de los bancos…, todo ello ha sido puesto a nombre de Camilo Baskardo. ¡Es su botín de guerra! Román también lo aprueba. Dijo que, en caso contrario, me lo arrebatarían todo por separatista. ¡Ni Franco ni tu padre pueden ya quitarme nada! Viviremos en la miseria por un tiempo, es lo que mi hijo debe perdonar a su ama. ¿Me perdonas, Martxel?». Bueno, era un gran dolor el que, esta vez, justificaba su molesta confusión de nombres. Le perdoné por partida doble y se lo dije. Los ojos de ama parecieron dos antorchas recién encendidas al exclamar: «¡Pero nuestro otro gran tesoro sí que es intransferible! ¡Ni matándonos y luego quemándonos en hogueras nos podrían arrancar nuestro amor por la patria vasca! Ahora soy pobre, mi hijo y yo somos pobres, pero ese sentimiento profundo sigue más rico que nunca. Entre los vascos nunca se entenderá lo de pobre y rico…, ¡todos somos iguales!». Hube de sentarla en su sillón bañada en lágrimas. Así que cuanto de terrestre poseía ama ha pasado a poder de aita en un papeleo de menos de cuarenta y ocho horas. Incluso en rapidez fue lo más parecido a un atraco a domicilio. ¡Qué no daría yo por tener a mi lado al gran Martxel para proceder a la inmediata venganza! Porque todos ellos son el mismo gran demonio antivasco, ¿verdad, ama? Son difíciles de vencer: en 1919 sólo conseguí herir a Efrén, y en la Guerra sólo enviarlo a prisión, de la que salió vivo. A nuestro gran duelo, aquella vez fui armado con el formidable rifle de precisión con el que tantos leones cobré en las cacerías africanas. Mi rifle y el de aita habían sido objeto de una elaboración especial en nuestra fábrica de Eibar. Mi bala alcanzó al maldito Efrén, pero no fue bastante. Le entró tanto pavor que nunca más se presentó a nuestro duelo anual en el bosque. Y como en aquel 1919, precisamente, Ella y su ralea abandonaron su horrible casota frente a la nuestra para trasladarse al Galeón de aita, que ya nunca más volvería a ser de aita, pues no puedo humillar a Efrén recordándole esas citas arrojándole mensajes envueltos en piedras. Ahora se los envío con un sirviente, que se los entrega al criado de polainas rojas de Ella (vistió a sus criados copiando el uniforme de los nuestros). Su obsesión por suplantarnos en esta tierra no es otra cosa que envidia. A partir de cierto año le anuncié en mis notas mi disposición a prescindir de mi temido rifle sustituyéndolo por otro vulgar, o a pactar un combate a garrotazo limpio, incluso sin arma alguna, a puñetazos, como los buenos vascos. Nunca aceptó, siempre se escabulló en su madriguera. Sin embargo, yo seguía siendo el inofensivo Jaso con el que tantas veces antes se batió en duelo… ¿Cómo entender nuestra derrota actual a manos de un escarabajo tan cobarde? ¿Quién es esa mujercita que avanza por el jardín?

—¿Qué miras, hijo? —oigo a ama.

—No es nadie, ama, no te alarmes. Sólo un fantoche incapaz de esgrimir una escoba. Yo me encargaré de ella —digo.

Piso el hall en el momento en que suena la campanilla de la puerta. Aparece un criado y lo despacho con un gesto. Abro la puerta y el fantoche me clava sus ojitos apagados. Al cabo, me dice:

—¿No me reconoces, Martxel? Soy tu hermana Fabi.

Cabe en lo posible que esta figura sea mi hermana, pues la palabra hermana no suena extranjera a mi cerebro. ¿De dónde sale?, ¿qué hace aquí? No hay tiempo para ponerme a recordar de dónde sale, lo que ahora importa es qué hace aquí, qué problema puede traerle a ama, cubierta únicamente con esa sábana, a pesar del viento frío.

—Martxel, ¿recuerdas a tu hermana? —insiste.

Si no vive en casa, si viene de Dios sabe dónde, si ama nunca me habla de ella, mejor que se hubiera quedado donde estaba. Y encima…

—No soy Martxel, soy Jaso —le espeto.

—Claro, claro… —dice ella.

Si se confundió de nombre es que posiblemente no sea mi hermana.

—¡Fabi! —exclama ama a mi espalda.

El fantoche y yo no nos movemos cuando ama, arrastrando los pies, pasa a mi lado y abraza al fantoche, gimiendo: «¡Hija mía!».

Bueno, quizá lo sea. No me quita el sueño. Pero si las cosas se ponen así, si ama la ha llamado hija mía, deberé hacer un esfuerzo mayor para recordar. Sí, esa sábana…

—¡Es tu hermana, hijo! ¿No le dices nada? ¿Cómo se puede olvidar a una hermana? Es que han pasado tantos años… ¡y una guerra! —suspira ama.

Se ha emocionado y no le conviene. Y aún no sabemos qué pinta ésa aquí. Ama la hace pasar y yo cierro la puerta.

—Qué delgaducha estás, hija —dice ama.

La sienta en su propio sillón y ella se sienta enfrente.

—Mi pequeña… —dice, comiéndosela con los ojos y una mano entre las suyas. No le comenta nada sobre la sábana, cuando debería ser lo más importante a tratar. Sólo una referencia indirecta—: Supongo que llevarás algún par de jerséis gruesos debajo.

La figura vuelve a mí su rostro arrugadito y, repentinamente, a punto de estallar en lágrimas.

—¡Le buscan para matarlo! —gime como una gatita.

—¡Basta, no más muertes, Señor! —pide ama, palideciendo. La visita sí que es un peligro—. ¿Por qué hablas de muerte?, ¿a quién le toca esta vez?

—Desde hace un mes pasan frente a casa lanzando amenazas e insultos contra Adolfo. «¡Volveremos por ti, hay que limpiar España de maricones!», gritan —dice nuestra visita. Su último gemido es como si me lo dirigiera a mí solo—: ¡Debemos salvar a Adolfo!

—Oh, sí, Adolfo… ¡Qué memoria la mía! ¿Aún sigue en…? —dice ama.

—Sí, ama, aún sigue en Oiarzena, aún sigue allí para azote de cuantos quisieran olvidarle —dice la visita con unas gotitas de rabia y mirándome. Y sigue—: Siempre víctima de la cerrazón, antes y ahora, víctima de las distintas locuras que siempre nos envolvieron… ¿Qué has hecho de él, Martxel?

Ama se pone en pie, le tiemblan las manos.

—Calla, calla… No vengas a turbar al único hijo que me queda de los dos —dice.

—¿Jaso? ¿Martxel?… Y a ti también, ama: ¿qué has hecho de tus dos hijos?

No consentiré que esta engañosa figura la emprenda con ama en nuestra propia casa. Pero ama se mantiene tan entera frente a los ataques, que no me muevo, admirándola.

—Llegué a pensar que quien llegó era mi pequeña Fabi —dice.

—Me agrada mucho que me tengas por tu pequeña Fabi, a pesar de todo. —Creo ver que la visita sonríe.

—Pero apareció esto —ama con visible repugnancia levanta con sus dedos una punta de la sábana— y nuestra familia se destrozó. ¿Por qué tuvo que ocurrir aquello?

—Si deseas volver a hablar de lo que tú y aita llamasteis desgracia, lo haremos otro día, hoy no hay tiempo, debemos salvar a Adolfo… Es posible que hayan aprovechado mi ausencia y lo encuentre muerto… ¡Os suplico refugio para él en esta casa! —dice la visita. En realidad, desde que ha llegado parece que habla expresamente para mí. Añade—: ¿Por qué no quieres recordar, Martxel?… Haz un esfuerzo, borra la niebla de tu cerebro… ¡porque ese nombre lo tienes ahí dentro!

Se me ha acercado y yo he retrocedido.

—¡Deja en paz a Jaso… porque es Jaso y no Martxel! Llevas demasiado tiempo fuera de esta familia —dice ama.

Ha pronunciado mi nombre con tanta rotundidad que estoy seguro de que ya nunca los confundirá.

—¡Fuisteis tanto el uno para el otro, os amasteis con un amor que yo nunca imaginé que pudiera existir…! ¿Puede una oscura lesión matar un amor así? —dice la visita.

—¡Deja tranquilo a Jaso, no le envenenes con lo que tú representas! Es muy feliz aquí… ¡Pregúntaselo! —se excita ama. La miro cuando la visita me toma de una manga y me aparta de ella. No sé si le digo o sólo lo pienso: «¿Qué te pasa, ama?».

—¡Oh, Martxel, acepta a Adolfo en tu casa sólo por un tiempo y salva su vida!… Pronuncia el nombre: Adolfo, Adolfo… Que en la cavidad de tu boca vuelvan a resonar esas queridas sílabas en el mismo orden mágico —dice la visita, cerrando sus dedos sobre mi brazo como un ave de presa.

—¡No, Jaso, no! ¡Apártate de ella, no la escuches, tápate los oídos! ¡Es el Mal! —dice ama.

Ese nombre.

—Adolfo.

Ha sido mi voz, y tanto ama como la visita quedan suspensas. Luego:

—¡Repítelo! —dice la visita.

Ama lanza el mayor gemido:

—¡No! ¡Ven conmigo, ven con tu ama!

Y la visita:

—Adolfo, Adolfo… Adolfo y Martxel, Adolfo y Martxel…

Bueno, lo voy entendiendo, se trata de honrar a Martxel, de evocar sonidos suyos, voces suyas, en este caso ese nombre que pudo significar algo para él. Lo he pronunciado y no me es extraño. ¡Era Martxel tan amplio y abrazaba tantas cosas! Yo le miraba desde abajo, resignado a no abarcar su mundo infinito… Mi boca se llena de sus sílabas, como quería esta visita a la que tendré que empezar a llamar hermana… ¡Si tuviera a Martxel para que me diera una pista! Entre lo mucho destruido por la Guerra supongo que hay trozos olvidados de mi pasado. Me esforzaré por recordar, por Martxel me golpearé la cabeza hasta que mis sesos me entreguen sus más recónditos secretos.

—Adolfo y Oiarzena, Adolfo y Oiarzena… —oigo a la visita.

Estoy en pleno esfuerzo por honrar a Martxel, recordando, bien pescando en mi memoria o cediendo a la presión de la visita recordando para Martxel, pues el infortunado no puede ya recordar. Y un milagro de algún ser celestial: siento que los sesos de Martxel no están lejos de mis sesos. Si no, ¿por qué acabo de incorporar Oiarzena a la lista entrañable de caseríos propiedad de ama? Cuando me habla de ellos, nunca menciona Oiarzena. Sin embargo, ahora, la memoria de Martxel me ha traído ese nombre.

—Oiarzena fue para nosotros libertad —oigo a la visita. La tengo aferrada a la manga de mi jersey, como intentando exprimir algo de ella—. Nos dirigimos a un nuevo mundo porque tú nos habías liberado. ¿Cómo has podido olvidar, hermanito, aquello tan maravilloso que trajiste a nuestras vidas? Nos regalaste un segundo nacimiento. ¡Nuestro paraíso de Oiarzena! ¡Y fuiste tú, Martxel, y no otro, quien creó aquello y estuvo allí!

A tirones de la manga parece querer arrastrarme a donde ella quiere. ¿A qué tanto empeño? Sí, lucha por salvar la vida de ese Adolfo. Martxel era quien le conocía, pero yo no soy Martxel, por mucho que la visita siga equivocándose de nombre. Revuelvo en mis sesos recordando para Martxel; no es fácil. Quizá lo consiga si empiezo a llamar «hermana» a la visita. El caso es que ya me ha llevado casi hasta la otra punta del salón.

—¡Basta! ¡Basta! —pretende gritar ama, pero le falla la voz.

Y la veo acercarse con el rostro desgarrado, aunque son tan lentos sus pasitos que dan tiempo a mi hermana a soltar mi manga y revolverse y retroceder unos metros hacia ella, exclamando como una verdadera loca:

—¡No volverás a torcer su vida! ¡No consentiré que lo destruyas por segunda vez! —y se pone a desplazar sillones por encima de las alfombras, alineándolos ante ama—. ¡Construiré este muro de rocas de pared a pared para impedirte el paso!

En el fondo es pertido. Como no bastan los sillones para cerrar todos los huecos, Fabi recurre a los panes. ¿La ayudo? Me pondría contra ama… y a favor de Martxel, que espera de mí que recuerde para él, lo que me obliga a confraternizar con la fuente de sus recuerdos. Es la primera vez que ama y Martxel no sienten como uno solo. Pero no te preocupes, ama, tu hija Fabi se marchará enseguida y todo será como antes. Contempla con simpatía esta bienintencionada aproximación de Fabi a Martxel, quizá lo necesite su conciencia. ¿Por qué no concedérselo?

Ahora me despierto y estoy en la cama. Es de noche. Hay alguien a los pies con una vela encendida.

—Señorito, señorito, despiértese —me susurra.

La luz temblorosa hace temblar también su rostro. Es una de las criadas. De pronto sé que lleva tiempo con lo de «señorito, señorito».

—¿Qué pasa? —digo.

—Acaba de llegar su hermana, señorito —dice.

Mi hermana. No recuerdo a mi hermana.

—Acaba de estar un fantoche vestido de fantasma diciendo que era mi hermana. ¿Cuántas hermanas tengo? —gruño.

—Es la misma, ha vuelto. Quiere hablar con el señor —dice la criada.

—Y si quiere hablar con el señor, ¿por qué despiertas al señorito? —digo.

—Porque la señora estaba tan dormida que me dio pena despertarla —dice.

—¿La señora? ¿No dices que quiere hablar con el señor?

—Ni siquiera he llamado a la puerta del señor, con su asma no debe andar escaleras arriba y abajo. Sólo me quedaba usted, señorito.

Me echo la bata sobre el camisón y meto los pies en las pantuflas. Al salir al pasillo la chica ya está bajando las escaleras. La visita está de pie en el salón y viene a mi encuentro bajo la sábana agitada por su inquietud.

—Es con aita con quien quería hablar, Martxel —dice—. Esos falangistas acaban de estar rondándonos otra vez, amenazando a gritos. Salí cuando se cansaron… No quería molestarte, no quería que me recibieras tú. Tampoco ama. ¿Por qué no comprendí que no sois los más indicados para ayudarnos? Si no fuera por la protección de aita, ¿qué habría sido de vosotros?

—No soy Martxel, soy Jaso, y ya me estoy cansando de tratar con usted —digo.

—Lo sé, lo sé…, pero llama a aita y no regreses —dice.

—¿A qué aita?, ¿al de usted o al mío?

—¡Por Dios, Martxel, no estoy para acertijos!

Ha gritado, es una falta de respeto. Y me sigue llamando Martxel. ¿No se está pasando de la raya el fantoche?

—Por favor, por favor, sólo quiero hablar con aita…, con tu aita —dice.

—Imposible, está dormido, es un viejo y tiene asma —digo.

No ha dejado de mirarme, ahora con sus ojos llenos de lágrimas.

—Es por Adolfo, lo quieren matar. ¡Adolfo! Tú has cambiado de nombre pero él continúa llamándose Adolfo —dice.

Ya no me podrá ver bien con tantas lágrimas.

—Sólo pido un par de hombres armados a la puerta de Oiarzena. Es cosa al alcance de tu aita con sólo un telefonazo al alcalde o a cualquiera de ellos. ¿Subirás a llamarle…, Jaso? —dice.

—Le pasaré su recado. Mañana. Dos hombres armados. Bien —digo.

—Por lo menos, dos. Los falangistas creo que son seis. Aunque más seguro serían tres o cuatro… ¿Lo harás sin falta…, Jaso? —dice.

La muy impertinente me da un fuerte beso en la boca y se va, diciendo:

—Al menos, que no se te olvide que estamos en el mismo bando.