La posguerra no empezó para don Manuel el 2 de abril de 1939, como para todos, sino meses antes, el 4 de enero de 1938, al contestar con el desangrado «No» a la pregunta del oficiante de la boda, don Eulogio del Pesebre, de si quería tomar por esposa a Mercedes. Así imaginó alcanzar su redención ante los ojos del agredido Asier de quince años. Sacrificó de por vida a la señorita Mercedes y se sacrificó él mismo, convencido de estar preservando la inocencia.
Pues la verdadera Guerra se redujo para él a cuatro meses, a partir de su liberación de la cárcel de Larrínaga por Benito Muro, nombrado alcalde provisional de Getxo a la entrada de las tropas franquistas. El propio Benito explicó la razón a don Manuel: necesitaba un maestro para la escuela, y además le pagaba la deuda de salvarle de morir ahogado veinticinco años atrás.
—¿Y por qué ellos no? —preguntó don Manuel sin ninguna esperanza.
—¿Quiénes?
—Mis tres compañeros. Son del pueblo y estábamos juntos.
—Ésos, ni me salvaron ni son maestros.
El alcalde visitó a don Manuel en su casa diez días después de haberlo liberado, para transmitirle la orden de que la escuela debería abrir el 1 de octubre, y el mismo día y con la misma orden pasó por la escuela, donde la señorita Mercedes daba una clase particular de verano a siete pequeños.
—Acabo de meter el mismo bando en la cabezota del maestro —le señaló Benito Muro.
Así supo la señorita Mercedes que él estaba en libertad. Le faltó tiempo para llamar a la aldaba de su portal —por primera vez en trece años de relaciones, cinco en realidad, descontados los ocho de los dos entreactos— y así lo reintegró al mundo del que él se escondía. En realidad, no fueron diez días desde su libertad sino sólo dos, pues los ocho restantes correspondieron a aquel desmadre de los sentidos, que Getxo necesitó extirpar de su memoria por no vivir avergonzándose de algo que quizá nunca existió y a lo cual ni siquiera dio nombre. La autodefensa colectiva puede desvirtuar un suceso hasta reducirlo a mera anécdota, o aún menos, a algo inexistente, a pesar de las pruebas irrefutables que fueron apareciendo, aquellas tres o cuatro docenas de partos a los nueve meses justos de lo innombrable, por no mencionar las voces nostálgicas que escapaban de demasiados durmientes cuando soñaban aquel sueño. Si se hubiera tratado de uno o dos momentos pasionales, Getxo los habría asumido, como hizo siempre —por ejemplo, con el hijo que tuvo mi prima Cenobia del teniente italiano, cinco meses antes—. Pero lo ocurrido aquel agosto del 38 constituyó algo así como una terapia de choque. Getxo acababa de salir de once meses de Guerra y estaba en el decimocuarto de una represión aún más dura. Izquierdas y nacionalistas vivían en el horror. Los fusilamientos empezaron antes de que las cárceles se llenaran de gudaris y de juicios en los que sobraban sus siete minutos de duración. Juan Ajuriaguerra, el artífice del pacto de Santoña, eligió seguir la misma suerte de sus hombres y regresó de Francia al horror.
—Sin embargo, lo de Santoña fue una traición —insistiría yo siempre ante don Manuel—. El PNV traicionó a sus aliados.
—Se había perdido Euskadi y se perdería España. Era el convencimiento general. Desciende de las altas estrategias de guerra a la calle y escucha a aquellos gudaris: «No seguiremos defendiendo a una República que no tiene aviones». Sabían que se anticipaban al resultado final —replicaba don Manuel.
—Pero fue una traición.
—Los nacionalistas no luchaban por lo mismo que sus aliados.
—Todos luchaban por la libertad. ¿Es que ha olvidado usted al chico de catorce años que buscó la ayuda de los Baskardo de Sugarkea para salvar a las llamas? Fue una traición.
—Las llamas… No es lo mismo y tú lo sabes. Nada tiene que ver la libertad de las llamas con la libertad que defendía la República.
—¿Y la que defendían los anarquistas? La libertad más semejante a la de las llamas es la de los anarquistas, también del bando traicionado.
—Si el mundo no marcha por donde queremos, ¿qué podemos salvar? ¿Quizá la dignidad de cada uno de nosotros?
—Sólo le faltaba a usted recurrir a la dignidad.
—¡Dios!, ¿no comprendes que intento acercarme al mensaje de las llamas?
—Hubo traición.
—¡Sí, maldita sea, hubo traición!
La mitad de nuestra sociedad se vació de hombres jóvenes y casi de cualquier hombre; los presos, fusilados sistemáticamene contra tapias de cementerios —a razón de cuatro o cinco docenas diarias con la firma de Franco aprobando las sentencias mientras sorbía café—; y otros, en sus pueblos, señalados por vecinos y engrosando las cárceles bajo la antitética acusación global de rojoseparatistas —el obispo de Vitoria envió una circular a todos los sacerdotes advirtiéndoles que no extendieran certificados falsos de buena conducta movidos por una equivocada caridad cristiana—, por no hablar de los que, simplemente, aparecían en las cunetas con un tiro en la nuca… Un régimen de terror estremeciendo a un país y a un Getxo que buscaba frenéticamente un mero alivio y no desaprovechando la ocasión de recoger la emisión de primigenios efluvios de amor y sexo de una india selvática al contemplar, tras casi año y medio, al hombre por el que siempre suspiró su corazón. Jamás recibí el más leve indicio de que don Manuel participara o siquiera fuera mínimamente arrastrado por la vorágine de aquellos ocho días, siendo, curiosamente, quien prendió la mecha.
Al salir de la cárcel no quiso pisar el pueblo hasta bien entrada la noche, para no ser visto. Lo consiguió, excepto con Anaconda; estaría en una ventana de la casa de la señorita Mercedes —hacía mucho calor— y lo vería cruzar por la boca del callejón. Fue suficiente: cosa de una hora después estallaban los primeros chispazos de la locura… Bueno, tal es mi versión, no contrastada con ninguna otra debido a la naturaleza mágica del suceso. El caso es que, de un modo u otro, Anaconda posó sus ojos en don Manuel —¿o ni siquiera eso?, ¿le bastaría con sentirlo próximo?— precisamente el día de su libertad. ¿Hubo otra persona, cosa o fuerza, natural o no, que transformara repentinamente a la india en un filtro de amor destapado? ¿Posee alguien otra versión y la calla? Carecimos del natural intercambio de información entre vecinos, así que nos quedamos sin una precisa crónica del acontecimiento. Getxo no se habló a sí mismo, cerró los ojos y de los ocho días quedó tan gran vacío que incluso faltó de ellos memoria de avatares ajenos al turbión. Yo mismo lo experimenté. Perdimos esas fechas, en ninguna factura o documento notarial figuraron los días comprendidos entre el 3 y el 11 de aquel agosto. En los libros parroquiales de don Eulogio hay un salto, del día 2 al 12, como si nadie hubiera nacido ni muerto ni casado en ese tiempo. Y sí que el día 2 llegaron a Getxo siete cadáveres, recogidos de donde acababan de ser fusilados. Cada familia veló al suyo en su casa. Y ahí concluyen las noticias sobre los entierros, las misas y demás… Aunque una sola filtración puede servir de botón de muestra: en la noche del día 3, la joven Yolanda Goiri irrumpió en la vivienda de Fulgencio Arguinzona y se abalanzó sobre el muerto en su caja gritando: «¡Fulgen, Fulgen, amor mío!», y lo cubrió a lo largo con su cuerpo, lo abrazó con brazos y piernas y pretendió realizar el coito. Fue apartada por la fuerza…, pero sólo por algunos, pues otros rezongaban: «¿Por qué no?». De este estilo serían los episodios que seguramente ocurrieron. Era la noche del día 3, la de los primeros destellos de la locura. Lo que vino después perteneció al tiempo clausurado.
Pienso que don Manuel se vio libre de tener que enterrar en su inconsciente esos días desenfrenados, pues roía en casa su mala conciencia por haber dejado a sus tres amigos en el matadero. Luego, su viciosa vocación de cronista de Getxo —cargo para el que nadie le había elegido— afiló sus sentidos para investigar solapadamente, atar cabos sueltos y obtener una idea nebulosa de lo que pudo ser aquello. Y, sobre todo, compadecer a una comunidad tan necesitada de semejante paréntesis placentero. Cuando la señorita Mercedes lo rescató para el mundo, se movió en la escuela como un fantasma preparando el nuevo curso y esquivando en la calle las miradas de un pueblo que él creía acusadoras.
A las madrinas de guerra, que hubieron de prolongarse en madrinas de presos, nunca se les denominó madrinas de cárcel, pero a mí me gustó aplicar este título a la señorita Mercedes durante los catorce meses en que estuvo llevando paquetitos de ropa y comida a don Manuel. Cuando se permitieron visitas de familiares, viajaba con Agustina, la madre, haciéndose pasar por hija y hermana. El número de visitas a las cárceles mermaba en proporción inversa al de fusilamientos. Tuve oportunidad de asistir a la preparación de uno de esos sagrados paquetes en casa de la señorita Mercedes. Su basamento era una sólida tortilla de patatas de doce huevos entre las dos mitades de un gran pan blanco redondo, un pan blanco horneado clandestinamente en caseríos, pues el legal consistía en una piececita negra por cada cupón de la cartilla de racionamiento; añadía un respetable bizcocho de huevos y nata, chorizos caseros o pimientos verdes fritos o lonchas de jamón o alguna fruta. El envío tenía vitaminas, pero, sobre todo, llevaba al preso los perdidos sabores de la libertad. Había que esperar a que la calmosa Anaconda saliera de la cocina con la aportación personal de unas tortas de harina de receta kamayurá. Claro que la mayoría de esos paquetes no llegaba a su destinatario.
La noticia de la liberación de don Manuel la oí del propio Benito Muro cuando, aquel 14 de agosto, entró en la escuela y dijo a la señorita Mercedes que el maestro ya estaba en casa. Yo me sentaba con el grupito que recibía clases de verano y quise acompañarla cuando se despidió para correr a ver al maestro.
—Se alegraría de verte, sin duda —me dijo—, pero desconocemos su estado. Que descanse y se reponga, evitémosle emociones.
No sólo lo acepté sino que me gustó: si convenía evitarle uno entre dos motivos de emoción, era yo quien sobraba, pues eran ellos los que se tenían que casar. Pasearon, los seguí a distancia unos minutos. Don Manuel parecía haber encogido, le sobraba ropa por todas partes. Caminaba con pasos cortos, como se mide la angostura de una celda. Me llegaba mejor la voz de ella que la de él. «Bueno, ya lo tenemos aquí», pensé, retirándome.
Al día siguiente, en la escuela, la señorita Mercedes exclamó silenciosamente en mi oído: «¡Está desde el día 3 y nosotros sin enterarnos!». La pregunta me la hice después, no entonces: «¿Por qué Anaconda no le mencionó que le había visto?». Había que descartar, pues, mi teoría…, aunque habiendo sido Anaconda la principal acosada a lo largo de aquellos ocho días a contar desde la noche en que vio a don Manuel y tanto pareció desprenderse de ella —de su cuerpo, de su carne, de su pecaminosa pureza—, si no alarma, hubo de experimentar cierta curiosidad ante tan descomunal vaciamiento de su persona, y la novedad la absorbió, olvidando lo demás. En cualquier caso, llegó el día 12, el que marcó el regreso a la normalidad: ¿por qué siguió callada?, ¿pretendía quedarse al maestro para ella sola?
Don Manuel tardó quince días más en aparecer por la escuela. Al cabo, la señorita Mercedes preparó en el aula algo así como un acto íntimo de presentación en sociedad, sin más asistencia que los aprendices de nuestra inminente santísima trinidad. El acto duró apenas quince minutos y me pareció excesivo por los esfuerzos de don Manuel por no mirarme a los ojos. Se avergonzaba de estar allí, de estar en cualquier parte. Se avergonzaba de ser un libre vivo. Fue como si, más que presentir, supiera que no tardarían en fusilar a mi hermano Marcos. La señorita Mercedes intentó aliviar la escena hablando sin parar, estimulándonos a ambos a romper el hielo. En nuestros pasados encuentros, don Manuel siempre esperaba que yo arrancara a hablar, era uno de sus ofrecimientos de libertad, y yo lo solía recoger. Pero en aquella ocasión su silencio no me estaba invitando a nada… Bueno, y cuando ella se cansó de parlotear, se lo reprochó: «Tú no eres culpable de haber empezado esta guerra». Don Manuel se atacó despiadadamente: «Sería tan inocente habiéndome quedado con ellos». Entonces la señorita Mercedes tomó una mano de don Manuel y la retuvo entre las suyas, y no tardó en tomar la mía libre del bastón para unirla a las de ellos, al tiempo que decía: «Nunca habrá guerra entre nosotros, ¿verdad?». La piel de don Manuel era hielo puro. «Está enfermo», musité, dirigiéndome sólo a ella: él, digamos, era nuestro enfermo. Y, por, fin, rompió a hablar: «Me parece que has crecido, Asier». ¿Cómo lo creyó si aún no me había mirado? Después de haberlo dicho sí me miró para hablar otra vez: «Estuve todo el tiempo con Marcos. Está bien. Dilo en casa». Luego, la señorita Mercedes le hizo prometer que le ayudaría a llevar a cabo los preparativos para el próximo curso. Lo devolvió a su casa acompañándole como una enfermera hasta el portal.
Transcurrirían años antes de que don Manuel mencionara la carta que escribió a su madre desde el frente comunicándole su nombramiento de capitán de gudaris. ¿Quién sería el perspicaz mando que tomó aquella decisión desoyendo sus protestas? El Ejército vasco se resintió siempre de estar compuesto por ciudadanos que la víspera trabajaban en fábricas, oficinas, comercios, en el campo… La carencia de mandos con cultura militar era aún mayor. Se recurrió a otras culturas, por ejemplo, la de saber tomar decisiones y la intelectual. Habituado a domar a sus alumnos con el verbo y los castigos, un maestro sabría imponerse a soldados. Quizá sí otra especie de maestro, no don Manuel. Entre sus protestas no se le ocurriría incluir que, horrorizado, jamás volvió a empuñar un tiragomas o una escopeta después de matar a sendos pajaritos. Lo primero que pidió a su madre en su primera visita a la cárcel fue la destrucción de aquella carta, y ella lo hizo. De manera que cuando Benito Muro le amenazó con devolverlo a la degollina de la prisión por haberse saltado los himnos preceptivos en la escuela bajo la nueva acusación de haber sido capitán de gudaris, don Manuel creyó que lo había sacado de la relación de oficiales exigida por los italianos en la rendición de Santoña. Benito Muro se lo descifró: alguien se encontraba en el ultramarinos de Valerio cuando Agustina entró blandiendo con orgullo la carta del hijo ascendido a capitán, y ese alguien se lo contaría al alcalde.
La señorita Mercedes tardó casi todo el mes de septiembre en persuadir a don Manuel de que su trabajo en la escuela no era el precio por su libertad sino un arma de resistencia. «No me limitaré a enseñar a mis niñas a escribir sin faltas de ortografía y las cuatro reglas. Les hablaré en euskera, aunque sea un minuto», le aseguró. Don Manuel ya había agotado su capacidad de combate, había probado de cerca de lo que era capaz el enemigo y temió por ella. Benito Muro se había tomado muy en serio su papel de alcalde y aparecía un par de veces por semana por las escuelas de su municipio a controlar la nueva enseñanza, las consignas que deletreaba a los maestros de los cuatro barrios para que luego no se llamasen a engaño, el respeto escrupuloso a los textos victoriosos y vaticanos, los himnos patrióticos que habían de aprenderse para luego dirigir los coros infantiles en los recreos y al término de las clases con el brazo en alto, el exilio del euskera.
—Y las normas exigen que a las escuelas no asistan gandules de catorce años —recordó Benito Muro—. El alcalde da ejemplo: mis dos hijos pasaron de esa edad y ya no vienen.
Fue el pretexto que eligió aquel día para tocar el tema Anaconda, la alumna de dieciséis años que ocupaba no un asiento de pupitre sino dos. Don Eulogio, ya en la anteguerra, había encabezado el grupo mojigato denunciador de la rotunda india que incitaba al pecado de la carne. No bastó que la señorita Mercedes, al tomarla bajo su protección, la vistiera con sayones que amortiguaban sus opulencias. La posguerra había traído un recrudecimiento de la moral.
—A ver, Mercedes, dónde mete usted a esa tollina para que no escandalice a las alumnas. No olvide que los nuevos tiempos se rigen por la cruz y la espada —gruñó el alcalde tomando la puerta.
—¿Le negará igualmente la escuela a Asier Altube? —preguntó la señorita Mercedes.
Benito Muro se paró en el umbral, con la mano en el picaporte y sin volverse. Sabía de mí, de mi accidente y de mi edad.
—No somos bárbaros —volvió a gruñir.
Aquel año, la novedad en el alumnado consistió en que nueve de los que se inscribieron para el próximo curso lo hicieron con el uniforme de Flechas y Pelayos de los alevines de fascistas.
—La epidemia ha llegado a los inocentes —murmuró don Manuel.
Primero llegó una madre con su hijo de azul, y después otra con el suyo, y don Manuel comentó a la señorita Mercedes: «Es imposible que vengan más, nuestro pueblo no es así». Se presentaron otros siete. «No es síntoma de nada», le tranquilizó ella. «Los ponen a todos iguales, camisita azul, pantaloncito y correaje negros, un bonito fusil de madera y les hacen desfilar con tambores, como héroes de alguna película. Y piensa que la mayoría de sus padres los llevan por temor a que se sospeche que no quieren llevarlos». El alcalde entregó personalmente a los maestros un manual con instrucciones de uso de voces militares para mecanizar una formación de humanos, elección del mejor ángulo para detectar en una fila la cabeza desalineada, los pechos hundidos y los estómagos salientes, y la letra del Cara al sol para cantarla a coro unánime en el patio al empezar o concluir algo, tanto clases como recreos, discursos salvadores o celebraciones patrióticas, remachándolo con los gritos de «¡Franco, Franco, Franco, arriba España!».
—Lo mismo que nos hacían en la cárcel —dijo don Manuel—. ¡Me niego a que nuestra escuela sea una cárcel!
—Bastará que los ojitos que nos observan lean en nuestras caras que no creemos en nada de eso —sonrió sin humor la señorita Mercedes.
—Lo peor será si nosotros mismos acabamos creyéndolo.
En la última semana de septiembre Benito Muro le pidió a don Manuel que diera clases particulares a sus hijos. «Te las pagaré, maestro». Sonó a que había barajado la posibilidad de no pagárselas. «A ver si con el sobresueldo te animas a casarte de una vez con la maestra».
—¿Qué hago? —preguntó don Manuel a la señorita Mercedes.
—Hazlo por esos chicos, contrarresta la calentura azul de su padre.
Eran gemelos y fueron bautizados como Juan y Luis, pero eso pertenecía al tiempo en que la familia vivía en el Puerto Viejo. Benito Muro los acababa de rebautizar Adolfo y Benito, en un acto de exaltación paralela de su propio nombre. Su mujer, que no era de su cuerda y seguía visitando sus raíces en el Puerto, se perdía en el palacete de Neguri confiscado por su marido a un industrial nacionalista huido a Francia a última hora en su velero deportivo.
Durante aquel septiembre yo me pasaba por la escuela un par de veces por semana a ayudar en cosillas a los maestros. Un día me tocó ir a la ferretería de mi primo Eladio con una lista de pequeños materiales. No estaba. Me atendió su socio, Joseba Ermo, aquel que, por un precio, garantizaba que las bombas respetarían cierta casa. Al recoger el paquete le dije que pasara la factura al Ayuntamiento. «¿Tú eres ahora el maestro?», me preguntó. «Tiene que venir don Manuel a firmar, como otras veces». «¿No me conoces? Soy primo de Eladio». «Sí, te conozco, pero no eres el maestro». «Sé firmar». «Una firma no vale nada sin respaldo. Tu primo tampoco la aceptaría. Además, ¿cómo vamos a meter en nuestros libros a un menor?». Tuvo que ir el propio don Manuel. Al menos, supe atornillar cinco colgadores de ropa, un picaporte y dos pasadores.
Don Manuel no superaba su crisis. En cambio, la señorita Mercedes parecía rejuvenecida. Su mundo era el mismo mundo de todos nosotros, pero ya podía controlar una parte de él: resultaba estupendo ver cómo había tomado a don Manuel a su cargo. ¡Y qué guapa estaba! Me sentí más enamorado de ella que nunca. Trabajando los tres en una empresa común eran frecuentes los momentos en que me olvidaba de la muerte de mi hermano Esteban, de mi otro hermano preso y de las grietas en el rostro de la madre.
Aquel remanso concluyó el 1 de octubre. Benito Muro festejó el comienzo de curso con una romería política. Un gordo redondo y bajito, uniformado al completo de falangista, alineó a maestros y alumnos y el alcalde prorrumpió en un discurso de tópicos indigeribles. Luego, el gordo —que ejercía de profesor de gimnasia en otros centros y a quien los alumnos apodarían pronto «Botijo»— les perfeccionó en desfiles y saludos fascistas y la escuela tembló por primera vez con el Cara al sol con la camisa nueva. Marcaba las órdenes y los tiempos con un pito de árbitro de fútbol y los nueve Flechas le ayudaban aleccionando a sus compañeros en la construcción de nuevos españoles.
A los cinco minutos de empezado el acto, el alcalde bramó: «Esa mujer… ¡fuera!». Su brazo extendido señalaba a Anaconda, quien con su lentitud y su volumen desordenaba todas las formaciones. La señorita Mercedes la colocó a mi lado, el otro espectador. Al término del somatén, Benito Muro se volvió a los maestros:
—Nos habéis visto y oído. Ahora lo haréis vosotros a diario.
El día 2 pretexté dolor de cabeza por no asistir a la humillación de los maestros. Al anochecer expliqué a la madre que debía ir a casa de la maestra a saber si les habían llevado presos. Eran tiempos tan especiales que la madre pensó que era posible y me dejó ir. Abrió Anaconda y le vi lágrimas. «Merche», emitió como afónica, cerrando la puerta, y al instante oí la radio que el padre de la señorita Mercedes había silenciado al oír el timbre. Anaconda y yo nos miramos. Quise preguntarle la causa de sus lágrimas, pero ella y yo nunca nos llegamos a relacionar con la palabra. Quedé de una pieza cuando habló: «Son malos con él». Abrí la boca, no sé si para decirle algo, y de pronto sentí a mi lado a la señorita Mercedes y sólo entonces recogí las recientes pisadas en el pasillo. La miré de la cabeza a los pies.
—No le han hecho a usted nada, ¿verdad? —casi gemí.
—Ha sido desagradable, pero ya pasó por hoy —sonrió.
—¿Y don Manuel? ¿Le han devuelto a la cárcel?
—Está en casa, desinfectándose con agua y jabón de arriba abajo.
Me contó que, ya para el mediodía, ella tenía resuelto el conflicto entre la colaboración de su cuerpo —incluso de su lengua pronunciando palabras ajenas— y la imagen irreductible que debería prevalecer en sus alumnos: al final de las clases de la mañana y de la tarde les habló cinco minutos en euskera. El caso de don Manuel era distinto, en sus clases había nueve azules por quienes se sentía estrechamente espiado, o así lo creía. «Estoy segura de que ni uno solo de ellos te delataría. Son lujos de familias corrientes de Getxo… No lo puedo creer, sería imposible…», le dijo la señorita Mercedes. Pero don Manuel le recordó que si vestían el uniforme de los Flechas y Pelayos sería por algo, incluido el miedo de sus padres, y que si éstos lo llegaban a saber por sus hijos, también por miedo correrían al alcalde. Ella no insistió, comprendiendo que acababa de salir de catorce meses colgado de oír pronunciar su nombre cada madrugada para ir a apoyar su espalda contra la tapia de un cementerio. «A nadie se le pueden pedir imposibles», me explicó la señorita Mercedes. Lo entendí a medias. No estábamos hablando de cualquier hombre o de la generalidad de los hombres sino de don Manuel. Faltaban sólo siete semanas para que el desmoronamiento de su imagen fuera total.
¿Por qué comencé aquel curso? Me refiero a que no lo habría comenzado de haber sabido lo que ocurriría en él. Habrían sido diferentes varios destinos, incluido el mío, por supuesto, pues una cosa es llenar largos años de vida simulando que se vive como viven los demás y otra vivirlos con la pesadilla de saberse causa del infortunio de dos seres queridos. Fueron varios los desastres que no debieron ocurrir en aquel trimestre previo a la Navidad. ¿Por qué hubo de morir mi pobre hermano Marcos, sus manos grandes y fuertes sacando herramientas de la caja de madera hecha por él mismo, para emprenderla con mil trabajos sin dejar de silbar? Mi silla de ruedas de cuatro años antes fue obra suya. ¿Qué tenía que ver con la Guerra un coitado como él? Lo fusilaron en la madrugada del 22 de noviembre y la familia pudo traer el cuerpo a casa al mediodía. El aviso de las autoridades y el viaje ocurrieron estando yo en la escuela, de modo que al regreso me encontré con toda la tragedia en carne viva. Había ya media docena de parientes. Vi a Marcos acostado en su cama, cubierto con una manta que libraba su rostro. Al punto recordé las menciones a fusilamientos que venía escuchando desde la entrada de Franco. Me desprendí de los brazos de la madre para acercarme a Marcos y mirar si tenía algún agujero en la cara. Mi llanto contenido se desbordó al recordar que los que fusilan en las películas nunca apuntan a la cara. Me llevaron a la cocina y me sentaron. Iban llegando parientes: el tío Roque —que había perdido dos hijos, Poncio y Felipe— con mis primos Aurelio y Eladio, y faltaban Pelayo, preso, que sería liberado tres años después, Anastasi y Cenobia, quien se había empeñado en tener a su hijo del teniente italiano y apenas se dejaba ver; y estaban los tíos Andrea y Anselmo con el primo Mikel, a quien no tardaría la madre en ahijarlo para aportar a Altubena el músculo que le faltaba, perdidos Esteban y Marcos y yo sin esperanza de recobrar totalmente mis pies; y estaba el tío abuelo Saturnino, de los primeros en llegar y en marcharse, confundido al ver a más gente de la que esperaba, pues sólo se acercaba por la fiesta anual de San Baskardo. El resto de parientes y conocidos se iría presentando a medida que le llegaba la mala nueva. No comimos. Al cabo de tres horas la atmosfera de Altubena alcanzó tal carga de dolor en torno a la vela de Marcos que se me hizo insoportable y salí al portalón a respirar. ¿Por qué bajo una manta y no una sábana si ya tenía dentro todo el frío del mundo? En su misma remesa de fusilados estuvieron Bruno Jauregui y Patricio Sarria. Sus nombres repercutieron dentro de mi cabeza mezclados con el de don Manuel, y sin advertirlo me encontré caminando hacia la escuela. Bruno, Patricio, Marcos, Manuel, los cuatro con más de un año en la cárcel de Larrínaga y, de pronto, sólo uno vivo. ¿Hacia qué infierno reventaría la mala conciencia inocente de don Manuel al recibir la noticia? A los dos pasos de empezar a cruzar el patio se abrió la puerta de la escuela y salió la señorita Mercedes a mi encuentro, no descompuesta por el nuevo dolor, no a salvarme, sino con esa serenidad con la que parecía ensordecer los golpes. Sus manos tomaron las mías por separado y supongo que así permanecimos un buen rato, mirándonos, cada uno viviendo fugazmente en el otro, yo sintiendo que ella habitaba mi interior y compartía lo que allí encontró, ella recibiéndome a mí.
—¿No te has cruzado con don Manuel? Acaba de salir de aquí —me informó.
—¿Es la hora? —pregunté mecánicamente. Fue un alivio recuperar una brizna de los hábitos anteriores.
—Faltan minutos. Nunca lo había hecho. Se puso en pie y salió, olvidándose de los alumnos de tu clase. Al pasar ante mi ventana me hizo una seña de adiós con la mano —explicó la señorita Mercedes.
Aún retenía mis manos. ¿Qué sería de mí cuando me las soltara? Apartó sus ojos de los míos para mirar por encima de mi cabeza.
—Ya los tengo de nuevo encima —la oí—. Menos mal que he terminado los cinco minutos de euskera de hoy.
Miré hacia atrás y descubrí en la acera a dos falangistas que llevaban el azul hasta en la cara. La señorita Mercedes retiró sus manos y yo los odié. Rebasaron la puertita exterior y avanzaron por el patio hasta detenerse a un metro.
—No nos mires así, chico. ¿Cuántos años tienes? —dijo el de pelo negro aplastado como un casquete.
—Déjenlo en paz, díganme a mí lo que tengan que decir —le cortó la señorita Mercedes.
—No le conviene al chico mirarnos así. ¿Cuántos años tienes? —repitió el del casquete.
—Ustedes tampoco deben mirarle como si no fuera un niño —dijo la señorita Mercedes.
—¿Un niño? ¿Con qué ojos le mira usted? Los niños creciditos pueden ir a la guerra —dijo el del casquete.
El brazo de la señorita Mercedes rodeó mis hombros y me llegó la cálida presión de su cuerpo.
—¿Qué quieren? —preguntó.
—¿No lo sabe? Le esperan en comisaría para darle el último aviso. Acompáñenos.
No era la primera vez que venían a buscarla. Su pecado eran los cinco minutos «en esa lengua de burros».
—A sus órdenes —arrastró la señorita Mercedes conduciéndome a la escuela con los labios apretados. Cerró la puerta y me miró. De las dos aulas salían voces repitiendo el latiguillo de la multiplicación.
—¿Te importaría darles a todos la salida, ordenar un poco las cosas, cerrar ventanas, contraventanas y la puerta con llave?
—Claro.
—¿Te sientes con fuerzas, Asier? Dime la verdad.
—Sí.
Sacó la llave de un bolsillo de su chaleco grueso de lana y me la entregó.
—Luego la dejas en el hueco del muro, ya sabes… La cogerá Anaconda cuando venga a limpiar la escuela… Marchándome con ellos ahora mismo me libraré y os libraré a todos de los cánticos con el brazo arriba.
Entró en la escuela, abrió la puerta de su aula y oí que decía a las chicas: «Asier queda al cargo», y salió poniéndose la gabardina. Abrió la puerta del aula de don Manuel, asomó la cabeza, repitió las palabras y la cerró. Se detuvo ante mí componiéndose la gabardina.
—Espero poder pasar hoy por Altubena. —Sus ojos se humedecieron—. Se trata de resistir. Tenemos sobre ellos el privilegio de que se nos obliga a resistir, a sobrevivir. Antes de mucho seremos más fuertes que ellos. —Me abrazó y estrechó contra su pecho—. No olvides nunca, Asier, que siempre me tendrás a tu lado para que nos ayudemos mutuamente a resistir.
Se la llevaron entre los dos. En ningún momento había yo abandonado Altubena, quiero decir que era algo más que recordarlo, era estar allí. Pero hube de admitir que no estaba. El encargo de la señorita Mercedes me proporcionó la debida justificación. Si en vez de llevar yo a las clases el permiso para salir hubiese llevado la orden de entrar, creo que mi autoridad habría rodado por los suelos. Decreté la desbandada y fui obedecido antes de terminar de hablar. No había ventanas abiertas, por ser invierno, pero la ronda cerrando contraventanas la prolongué hasta el límite de mi conciencia. Exploté los siguientes minutos introduciendo con lentitud la llave en la cerradura y dando las dos vueltas. Luego me dije: «Que no recuerde dónde está el agujero en el muro». Pero era demasiado. Y allí me quedé, sentado con la espalda contra el muro, habiendo agotado las justificaciones. Después alguien abrió la puertita de la calle y mi mirada turbia reconoció la figura alta de don Manuel. Me vio y se desvió de la línea de losetas hacia la escuela. En su cara vi a otro muerto. Me preguntó con voz distinta qué hacía yo allí y le contesté, sencillamente, que no me atrevía a estar en casa. Asintió con la cabeza, entendiéndolo, incluso me pareció que nos compenetrábamos tanto porque él tampoco había podido quedarse en la suya. Quiso saber de la señorita Mercedes y se lo dije. Vino un silencio.
—La madre me lo acaba de decir —musitó, mirándome con excesiva fijeza—. Yo tenía que haber muerto con los tres. Y estoy vivo. Si todo el pueblo me desprecia, ¿por qué no tú también?
—Nadie en el pueblo le desprecia a usted —le juré.
—Tu hermano está muerto, ya nunca te podrá hacer otro bastón. En la celda mataba el tiempo labrando monigotes de madera. Yo estaba a su lado compartiendo su destino y ahora él está muerto y lo que tienes delante es un maestro vivo.
Buscaba mi repudio, alguna señal de que le odiaba, una patada, un puñetazo, siquiera una mirada hosca, cualquier cosa le habría servido. Nada de eso obtuvo de mí.
—Dispuse de tres largos meses para rectificar y volver con ellos y no lo hice. ¿Aún no te basta? —insistió intensamente.
—¡No quiero más muertos!
Reforcé mi grito con un alzamiento de brazos, olvidándome del bastón. Perdí el equilibrio y me recogieron sus brazos. Mi rostro quedó contra su pecho.
—La señorita Mercedes nunca se casaría con otro si a usted le matan —pronuncié con el corazón en la boca. De pronto dejé de sentir sus brazos sobre mi espalda, si yo seguía contra su tabardo de pana era por absoluta necesidad… y no precisamente de equilibrio. El bastón se movió, lo sentí de nuevo en mi mano y comprendí que don Manuel quería apartarme de su lado. Recuperé mi verticalidad a medio metro de él.
—No sé lo que tengo que hacer.
—Nadie sabe lo que se debe hacer en una guerra.
—Pero usted siempre ha sabido lo que hay que hacer.
—Vete a casa.
Cuando movió su brazo hacia mí sólo fue para coger la llave del agujero del muro. Se alejó sin más hacia la escuela, entró y a través de las rendijas de la ventana vi encenderse la bombilla de su clase. ¿Por qué me pedía que me marchara a casa si él no soportaba la suya? Le desobedecí, al menos por un rato, supongo que no más de media hora, y luego me dirigí a la puertita de la calle. Alguien la abrió antes que yo: Anaconda.
—¿La maestra?
Lo primero que vi fueron sus pies descalzos. Me conmovió su alarma ante el gran retraso de la señorita Mercedes y le expliqué adonde la habían llevado. Tuve la impresión de que se tranquilizaba. Ya había estado varias veces en comisaría y siempre salió intacta. Tardó Anaconda no menos de un minuto en emprender el siguiente movimiento, cosa que no tenía por qué significar indecisión. Lo acompañó de tres palabras:
—Limpiaré un poco.
Quiso decir que, ya que estaba allí, aprovecharía para adelantar su trabajo del día siguiente. Sus pies desnudos avanzaron impasibles por las frías losas del senderito. ¿Cuándo supo que podía desentenderse de la llave? Es decir, ¿en qué momento vio encendida la bombilla de la clase de don Manuel, antes o después de tomar la decisión de limpiar? Jamás llegué a saber si la increíble escena que yo contemplaría instantes después estuvo determinada por un ciego destino o por la voluntad de la india, por tenue e inocente que fuese. ¿No venía a ser lo mismo? ¿Qué hizo que al levantar el pestillo de la puertita de madera yo me encontrara aún en el patio y no en la calle?, ¿la esperanza de volver con mi amigo para ayudarle y que él me ayudara a mí? ¿Fueron razones suficientes para no estar ninguno de los dos en casa? ¿Con impulsos tan nimios escribe también el implacable destino?
Tardé en echar a andar hacia la escuela y luego mis pasos fueron lentísimos. ¿Quiso así ese destino elegir el momento justo, no antes ni después, para colocarme al otro lado de la cristalera del pasillo a fin de que no truncara su designio? Las campanas de los trinitarios dieron las siete y media. Empecé por ver los trastos de limpieza de Anaconda, el cubo y el recogedor, la escoba y el trapo, abandonados en el suelo, es decir, sin ella. Y, un momento después, los dos cuerpos sobre el sexto pupitre de la séptima fila. En la clase estalló la luz, no de una sino de mil bombillas. Aquello que tenía delante sólo se lo había visto hacer a los animales de nuestra cuadra. Aunque la revelación fue muy restringida, no me descubrió cómo era, también, la pina especie humana, todo quedó exclusivamente centrado en el nunca imaginado don Manuel. Entonces sí que necesité estar en casa. Sólo quise huir, y al tener que recurrir a mi cuerpo paralizado supe que llevaba un tiempo inmemorial sin mi bastón, en un equilibrio sostenido por alguna desconocida ley de la nueva dimensión a la que me acababan de condenar. Mi propósito de huir fue simultáneo al de apartar mis ojos de aquello, huida que no se produjo de golpe, como clamaba todo mi ser. Mi mirada se arrastró penosamente por el pegajoso cuerpo de don Manuel —¿le seguí pensando don Manuel?—, sin duda para desterrar toda esperanza de poder gritar en el futuro: «¡Lo soñé, no lo vi, no ocurrió!».
Luego me asombré parado ante la casa de la señorita Mercedes, la pobre señorita Mercedes. ¡Dios, Dios, la pobre señorita Mercedes! Mi lastimosa carrera de cojo tuvo aquel final, el menos acertado de todos. Sí, había que desenmascarar al monstruo, pero ¿con qué palabras? Sobre todo, ¿con qué palabras que pudiera escuchar la señorita Mercedes? El caso es que no llamé. A un lado de la puerta, en el suelo, vi sus zapatos de tacón bajo, con las suelas embarradas, junto a las botas de su padre: ambos estaban en casa. ¿Y Anaconda?, ¿y la otra víctima-demonio? «Siguen allí», pensé. «Un pecado tan maldito, que va a hacer tanto daño a alguien, no puede cometerse en tan poco tiempo». Imaginé que si entonces no encontraba las palabras para la señorita Mercedes, las encontraría después, otro día, otra semana, otro año. Nunca ocurriría así. El mayor ataque a don Manuel se lo infligió él mismo al confesar su traición a la propia señorita Mercedes días antes de la boda que yo trunqué entonces y para siempre. ¿Con qué palabras la destrozaría? Aquella noche sólo fui capaz de enviarla mi compasión con un ramito de geranios rojos que robé de un jardincillo próximo. Regresé a la puerta a depositarlos en la mirilla, llamé y huí llorando.
Fue un tiempo de vela de cadáveres, con frecuencia más de uno a la vez: las gentes pasaban de una vela a otra, y si eran parientes de uno de los muertos, interrumpían por unas horas la vela del suyo para acudir a la otra. Es lo que hicimos la madre y yo con Bruno Jauregui y Patricio Sarria. Aquella noche, a mi regreso del horror, la madre no me preguntó dónde había estado, su desfallecido zarandeo de mi brazo no expresó más que una vaga inquietud por mi tardanza: era yo el único hijo que le quedaba. Yo seguía sin olvidar un solo instante los torpes y ridículos vaivenes del monstruo sobre el sexto pupitre de la séptima fila, pero me esforcé en centrarme en Marcos. Desde atrás me abrí paso a través de los sentados hasta alcanzar la cabecera de la vieja cama. Allí, de pie, le estuve enviando mi último e interminable mensaje con cuanto recordé del recorrido de nuestras vidas; no a sus oídos sino a su frente. Luego la madre me llevó a la cocina y me puso delante un tazón de leche caliente con sopas de talo hasta el borde y me envió a la cama. Fue aquél un día por el que el tiempo debió de saltar.
A la mañana siguiente, la madre me dijo: «Habrá que ir», y se vistió para visita y me fui con ella a Erxebarri, que también encontramos llena de ojos enrojecidos. Patricio Sarria, «Chaqueta», ocupaba en la cama casi más de ancho que de largo. Lo recordé como entrenador del Getxo, bajo y fuerte, algo así como un roble chaparro. Había jugado antes de defensa y llegaría a ser denunciado al juez por la infinidad de piernas de delanteros que rompía. Allí estaba el pobre Chaqueta, con los ojos cerrados mirando al techo, su eterna expresión de mala hostia, y tanto había representado en el fútbol de Getxo que me resultó difícil relacionarlo con otra cosa como la Guerra.
Por la tarde pasamos a Jauregui, donde vivían la segunda vela en menos de un año. En la de Sabas, el padre, también estuvimos la madre y yo. Cayó en el Sollube, pudo encontrarse su cadáver, intacto, y lo bajaron en camioneta. De modo que aquella madre, Josefa, y aquella hija, Nerea, habían perdido a cuatro de la familia. Eso creíamos entonces cuantos desfilamos por la vela de Bruno, pues las dos mujeres así nos lo tenían dicho, y en esa creencia nos mantuvimos hasta que, seis años después, yo descubrí casualmente parte de la verdad, y me la guardé, y hoy, transcurridos treinta años de todo aquello y conocida la parte de verdad que faltaba, el miedo a represalias de la misma dictadura que aún sufrimos parece no tener ya sentido —aunque don Manuel piense otra cosa—, por lo que me atrevo a revelar al mundo, por primera vez, que Cosme e Ismael estaban enterrados y vivos en algún rincón de Jauregui mientras el pueblo de Getxo velaba a su hermano y luego le acompañaba en su viaje al cementerio. Allí estaban, iniciando un interminable y silencioso destino de muertos en vida, el de Ismael, de diecinueve años, y el de Cosme, de veinticinco. Y, sin duda, desde algún resquicio de su madriguera vigilaron que lo hiciéramos bien los de la vela.
Mi estómago, después de aquello, empezó a devolver a las siete y media de la tarde, y lo siguió haciendo en días sucesivos con puntualidad suiza. Al cuarto día, la madre me llevó al médico, pero el pobre no podía descifrar mi enfermedad. No acudía a la escuela, aunque sí me las arreglaba para salir un rato y dejar en secreto en la rejilla de la puerta de la señorita Mercedes los geranios que, ahora, cogía de Altubena.
Seguía devolviendo puntualmente a las siete y media, excepto el día en que se presentó don Manuel a saber si yo seguía vivo. ¿Pretendía demostrar a alguien que todo seguía igual? Nada más verle, eché toda la raba a sus pies. La abuela lanzó un grito y corrió en busca de trapos para limpiar el entarimado del comedor sobre el que, no hacía mucho, el cojo recibía clases particulares de los dos maestros. «¿Te parece bonito recibir así a don Manuel?», me lanzó la abuela. La madre comentó con asombro: «Es la primera vez que en los últimos días no vomita a las siete y media». Pensé que si el maestro había venido por voluntad propia, si estaba claro que le quedaba maldad para encarárseme, ¿por qué sus ojos rehuían los míos? Comiéndome las tripas, mi mirada acosó su rostro. No le reconocí, no era don Manuel. Bueno, me miró: un instante, un fogonazo triste. Pero enseguida sus ojos se retiraron con el rabo entre piernas. La madre le dijo: «Parece usted enfermo, don Manuel». Al bulto que se retiraba arrastrando los pies apenas se le oyó: «No se preocupen, la Guerra sólo mata a los que no debe».
Días después a la pobre señorita Mercedes los falangistas le cortaron el pelo al rape por la cuestión del euskera. Lo supimos a la mañana siguiente, y cuando tratábamos de digerir el nuevo golpe y recordábamos con dolor cómo era el rojo suave de su cabellera —que ya habrían barrido del suelo de la comisaría del Ayuntamiento— y yo incluso vertí por él unas lágrimas, y cuando por la tarde salí de Altubena con un propósito incierto, sin saber si me atrevería no sólo a llevarle los geranios sino ni siquiera a rondar su casa —¿era posible permanecer ante una mujer recién calva sin que a uno se le notase en la cara que no podía pensar en otra cosa?—, los vi a los dos recorriendo las calles de Algorta como en un tranquilo paseo de domingo, con la única diferencia de que a ellos nunca, hasta entonces, se les había visto del bracete. Estábamos en noviembre y hacía frío, pero la señorita Mercedes mostraba su cráneo desnudo y blanco en un certísimo reto lanzado a los opresores. La imagen indomable de ambos maestros paseando la resistencia de un pueblo ocuparía por siempre uno de los espacios más emotivos en las leyendas de Getxo. Incluso desfilaron ante la propia comisaría. ¿Quién sostenía a quién?, ¿la señorita Mercedes al maestro o al revés? Deseé vivamente que fuera ella quien aportara el coraje, pero el don Manuel que marchaba a su lado era un hombre distinto, la punta de su barbilla no iba tan humillada como en los días anteriores sino varios centímetros más elevada, y destellos de brío insospechado brotaban de todas las porciones de su cuerpo, un acontecimiento que entonces únicamente me asombró, pero que después tuve por algo así como los espasmos epilépticos de un organismo viviendo una situación extrema, que aquel paseo no era más que fruto de una desesperada resolución de casarse tomada horas antes. El pueblo los vio pasar en silencio, enviándoles encubiertos gestos de hermandad y aliento, sin que faltaran las lágrimas. Apenas pude soportar cómo, ante mis propios ojos, Getxo elevaba al monstruo al rango de héroe. En más de un momento estuve a punto de alertar a los ingenuos gritándoles: «¡Atrás, atrás, es un demonio con piel de cordero!». Pero reduje mi furia a salir del hueco entre casas desde el que los vi pasar, y a seguirles de lejos. Bueno, también me agaché a coger del suelo varias piedras, que finalmente no arrojaría contra la espalda odiada.
Antes de rebasar la marca entre Algorta y San Baskardo, tocaron la vega de Fadura, conmigo detrás, donde se detuvieron un rato, y finalmente pisaron el paseo del Ángel. Para entonces hacía rato que él había extendido sobre la cabeza de la señorita Mercedes un pañuelo de lana, que ella anudó bajo su barbilla. A la altura de La Venta cayó sobre mí como una bomba la revelación de que se dirigían a la iglesia, y entonces descubrí por qué iba yo tras ellos, la causa de la corriente eléctrica que llevaba un rato circulando por las raíces de mis cabellos… ¡Iban a poner en marcha su boda! ¡El monstruo iba a rematar su ultraje a la señorita Mercedes! ¡Pero Dios tenía que haber visto aquello y Dios siempre vence al demonio!… A través de las copas de los árboles los vi ya en la explanada ante la iglesia. Hasta yo sabía que don Eulogio era fascista, pero entonces deposité en él mis esperanzas de verle surgir blandiendo el hisopo y espolvoreando agua bendita sobre el hereje y cerrándole la iglesia.
Al otro lado de la carretera, la sobrina de don Eulogio abrió la puerta de la casa curai —seguramente les había oído—, y la oí decirles que su tío no estaba en la iglesia sino allí. Desaparecieron en la casa curai y una larga espera sin explosiones me obligó a pensar que don Eulogio había caído en la misma trampa. «Ha llegado la hora de hablar claro», me dije. Pero ¿quién iba a creer algo que ensuciara al que todos tenían por el hombre más intachable de Getxo? ¿Tampoco la señorita Mercedes, a quien yo jamás había mentido y ella lo sabía? El problema estaba, como siempre, en las imposibles palabras para comunicárselo sin ensuciar sus oídos. Mi cabeza ardía.
Tardaron más de una hora en salir. ¿Cuánto más de una hora? Llegué a pensar que quizá estuviéramos en el día siguiente a la misma hora. Salieron despacio, el monstruo calándose la boina con cachaza, ya que su rapto no encontraba impedimentos. ¿Dónde estaba Dios? Don Eulogio se vanagloriaba siempre de apinar por la cara de un feligrés si llevaba algún demonio en su cuerpo: ¿por qué acababa de extender al monstruo un certificado de buena conducta si se los negaba a los buenazos que luego eran fusilados?
Di un pequeño rodeo para adelantarme a ellos y esperar su llegada al paseo. Las primeras sombras de la noche y espesas zarzas laterales vinieron en mi ayuda. Bajo mis pies había barro de las últimas lluvias. El primer proyectil le rebozó la pechera del tabardo. Ambos se detuvieron, miraron a su alrededor, cambiaron unas palabras y reanudaron la marcha. Lamenté el susto que se habría llevado la señorita Mercedes. ¡Si hubiese interpretado que debía huir de aquel hombre! Amasé entre las manos un segundo proyectil, y un tercero y un cuarto, y todos se estrellaron contra aquel pecho sin corazón. Tras uno de los ataques, el monstruo dejó de buscar con la mirada al agresor: acababa de comprender quién le bombardeaba. ¿Cómo lo supo? Estuve seguro de que lo supo y es lo que importa. ¿Oiría la caída de mi bastón al suelo del pasillo de la escuela?, ¿o mi tac-tac cuando lo recuperé y huí? Tomó el brazo de la señorita Mercedes y se la llevó aprisa.
Al día siguiente llegó a Altubena que los maestros se casaban, y la abuela dijo: «No será verdad». «Claro que es verdad, ama», aseguró la madre. «Cosas más difíciles se han visto». Y entonces la abuela levantó los brazos para exclamar: «¡Ángela María!». A la sobrina de don Eulogio le había faltado tiempo para extender el notición. Y mientras Getxo encontraba alivio en rajar de algo que no fuera la Guerra —ignoraba que aquella unión era peor que nuestra Guerra—, yo proseguía con mi acoso al monstruo llegando hasta su casa para arrojar puñados de piedras contra los cristales de la ventana de su cuarto de trabajo, sabiendo que estaba dentro. Caí en la suposición de que mi fobia era compartida por Franco el día en que se vio al maestro caminar por las calles escoltado por una pareja de la Guardia Civil. Pero era sólo para conducirlo a la escuela por orden del alcalde. La pareja se quedaba a la puerta, vigilando que diera su clase, y al terminar lo devolvía a casa.
Un mediodía, la señorita Mercedes se presentó inopinadamente en Altubena, y yo, al verla venir, corrí a mi cuarto sin saber exactamente por qué. Me sacó la madre. Allí estaba, contemplándome con preocupación, cubriendo el estropicio de su cabeza con el mismo pañuelo de lana anudado bajo su barbilla. Creo que la madre acertó a poner en palabras su congoja:
—Se está quedando sin carne en los huesos.
—¿Es que no comes, Asier? —murmuró la señorita Mercedes.
—¿Comer? —exclamó la abuela—. Menos que un pajarito.
—Y lo poco que come nos lo devuelve cada día —añadió la madre.
Yo sabía que la mirada de la señorita Mercedes me estaba diciendo: «¿Qué te pasa, Asier?», pero era la única pregunta a la que nunca podría contestarle con la verdad. Hubo un instante en que ella y yo nos quedamos solos y pronunció unas palabras y temí que fueran la pregunta, pero no:
—Gracias por las flores.
Enrojecí. ¿Sospecharía la verdadera razón de mis envíos? Le repliqué secamente:
—¿Qué flores?
La pobre se replegó sobre sí misma y yo necesité llorar y huí del comedor.
Naturalmente, le seguí poniendo flores a pesar de haber sido descubierto: ella podría estar en el secreto pero, no lo dudaba, nunca más me sonrojaría mencionándolo. Le seguí poniendo flores como a la Virgen hasta el día en que me asaltó la horrible sospecha de estar mezclándola en la inmundicia. Me repetí mil veces: «¡Pobre, pobre señorita Mercedes aceptando unas flores brotadas de su propio ultraje, como prestándose a la redención del pecador!». Mi mente alborotada necesitó una acción directa, yo contra él, sin contaminar a terceros…, y quemé aquel sexto pupitre de la séptima fila.
Era de noche, entré en la escuela con la llave del muro y prendí con una cerilla los papeles y cartones que amontoné bajo el pupitre. Ya en la calle, miré con fruición las llamas que consumían las secas maderas del maldito tálamo. «¡Ojo, alguien te vio, observa que no es cualquier pupitre sino el sexto de la séptima fila, el que elegiste! ¡Ultimo aviso! ¡Huye de Getxo sin ensuciar a la maestra!».
Sin embargo, llegó el día y hube de apostarme en el coro de la iglesia, él me obligó a estar allí porque don Eulogio los casaba. La engañó, la raptó, la ultrajaría y la señorita Mercedes ya jamás volvería a ser la señorita Mercedes. El monstruo sintió en su cogote el dardo de mi mirada y giró la cabeza y miró a lo alto y me descubrió. A lo largo de la ceremonia miró varias veces más y siempre me veía. «¡Aviso definitivo, aún estás a tiempo de huir!». La ceremonia acababa, y él, allí. Pensé en incendiar la iglesia, pero era tarde, don Eulogio ya estaba preguntándole si quería casarse con Mercedes. No se oyó su respuesta, las dos letras. Al menos, no subió hasta el coro. Bueno, es que no hubo respuesta, porque don Eulogio hubo de repetir la pregunta. Más silencio. ¿Fue un no lo que luego oí? ¿Quién habló? Siguió un pequeño revuelo en la iglesia. ¿Habían salido del monstruo la n la o? El escaso público retrocedió unos pasos con asombro y precaución ante aquello nunca visto ni oído, seguramente creyeron que era cosa de la Guerra. La madre de él era la madrina y el padre de ella, el padrino: primero se miraron entre sí y después miraron al monstruo. La que permaneció como una estatua fue la señorita Mercedes, su mirada fija en don Eulogio, supongo que sin verle.
—Manuel Goenaga Etxabarri, te he preguntado si quieres casarte con Mercedes Azkorra Ibarretxe —insistió don Eulogio. Mi mirada atacó aún más el cogote, me imagino que lo atravesó. El maldito novio volvió a hablar y, esta vez, la n y la o quedaron flotando nítidamente en el aire de la iglesia.
Yo no había tenido más remedio que hacerlo, la pobre señorita Mercedes lo comprendería algún día. ¡Era ya libre! Fue como si a todos los presentes se les hubiera caído encima la iglesia. Nadie se movía, esperaban que los novios hicieran algo, quizá gritar a dúo, caer redondos al suelo —aunque sólo fuera uno de ellos—, dar la vuelta y echar a correr por el pasillo entre bancos…, cualquier cosa excepto quedarse como la vieja estatua de san Baskardo viéndolo todo.
En cierto modo era natural aquel estupor, aún no aceptaban que hubiera concluido aquella boda única y ninguno de los presentes sabía cómo reaccionar. Con todo, era a los novios a quienes correspondía hacer algo. En buena lógica y entendiendo que la bomba había estallado sobre la cabeza de la señorita Mercedes, le correspondía al del no, al agresor, sostenerla y sacarla de la iglesia antes de que se desplomara, aunque la señorita Mercedes estaba muy lejos de necesitar algo así. Pero fue ella la que, de pronto, sostuvo el brazo de él y empezaron a recorrer los dos el pasillo camino de la puerta, creo recordar que el monstruo arrastrando los pies…
Hoy —lo estoy pensando o contando o escribiendo, exactamente, treinta años después—, aquello que en un principio tuve por un triunfo personal y una liberación de mi amiga la maestra, tiempo después degeneró en un triángulo patético, una santísima trinidad con una pobre —ahora más que nunca— señorita Mercedes resignada a una soltería que jamás tendría fin, un don Manuel —ya no monstruo— preservando tozudamente mi inocencia ya perdida, y yo —ahora el verdadero monstruo—, el vano objeto de culto repitiendo hasta la exasperación el «¡Cásese con ella, ya no tengo quince años y lo comprendo, cásese con ella, por favor!».