MOISÉS BASKARDO
1936

La radio acaba de decir que los militares se han sublevado en África. Cuando aita y yo cazábamos leones en África no vi a ningún militar.

—Cuatro locos —dice ama.

Ahora es el día siguiente y la radio no calla y ama dice:

—Nadie sabe lo que pasará, Martxel.

¿Por qué pronuncia un nombre por otro? Aún no tiene ochenta años. Empezó hace tiempo. Yo le decía: «Ama, que soy Jaso», y los ojos se le llenaban de lágrimas y yo esperaba que dijera: «Si seré tonta…», pero se me quedaba mirando un rato largo (y a cada segundo le venían más lágrimas) y al fin me decía: «Si sabré yo quién eres». Pero en la siguiente ocasión me volvía a llamar Martxel. Lo que me alivia es que cada vez pronuncia menos el nombre de Martxel. No sé si pronuncia menos veces el de Jaso. Como no lo pronuncia nunca…

—Vivimos tiempos difíciles —dice ama.

Es mediodía y ella y yo estamos sentados en el porche. Le pesa la pena.

—¿Qué te pasa, ama? —le digo.

—Sólo cabe esperar los acontecimientos. ¡Siempre a merced de lo que decidan otros! ¿Contra quién tendremos que luchar esta vez? —dice ama.

De un salto echo a correr escaleras arriba, cojo de mi habitación el rifle de matar leones y bajo.

—Guarda eso, Martxel. Aún no sabemos hacia dónde hemos de disparar —dice ama.

—No me separaré de ti, ama. Pero quisiera ser más fuerte para defenderte mejor —le digo.

—Tú eres fuerte, siempre lo has sido —dice ama.

—¿Por qué dices que soy fuerte? Sé muy bien a quién se le podía llamar fuerte —digo.

Calla, calla, ¡por Dios!… ¡Tú eres el fuerte, tú eres el único fuerte! —dice ama—. Lleva el pañuelo a sus ojos cuando cree que no la veo.

Es doloroso verla así. Parece que entre ella y yo hubiera cambiado algo en los últimos años. Por el contrario, nada ha cambiado entre ella y Román, entre ella y aita. Román marcha todos los días a las once a su oficina, y aita, más viejo que él, marcha a las siete y media, él es quien abre su oficina a las ocho con su propia llave… ¡y tiene más de ochenta años! No regresa hasta la noche. Es una suerte que ama y yo nos veamos libres de él durante todo el día. Ama dice que si aita huye de su familia es porque se avergüenza de sus muchos pecados. Ama nos ha repetido siempre que, al principio, le pedía, le rogaba, le lloraba que hiciera del hierro algo bueno para Euskadi, pero él siguió empleando en sus industrias a obreros maketos y produciendo hierro en cantidades ingentes para todo el planeta Tierra y poniendo a Euskadi hecha una kaka. Contamos con un buen ejemplo sobre cómo se deberían haber hecho las cosas: ama ha fundado sus propias industrias con trabajadores del país, ha elevado aún más sus chimeneas para librarnos de los humos e instalado coladores en los desagües de sus fábricas, amén de otras bondades. Me levanto para depositar un beso en su frente.

—Gracias, ama —le digo.

—¿Qué?, ¿qué? —dice.

Cierra los ojos y queda como a la espera de algo. He vuelto a mi silla.

—¿Cómo es el mundo ahora? —gime.

—¿Qué te pasa, ama? —digo.

—He estado con ellos esta mañana… ¿Qué decisión nos conviene tomar? Hay dos criterios en el Partido. Los de Álava y Guipúzcoa están llenos de dudas. Por el contrario, los de Bilbao proclamarán nuestra adhesión a la República. ¿Qué será mejor para Euskadi? Han querido saber mi opinión. Juan razona como yo: que el Estatuto se está debatiendo en el Parlamento. Quedémonos, pues, con la República —dice ama.

Ellos son los jelkides del Partido. Ahora entra en el jardín el birlocho de Román, se detiene ante el porche, desciende Román y el cochero se lleva el birlocho a las cocheras junto al que ha llevado ama en su temprano viaje a Bilbao. Van a lavar los dos. Román sube resoplando los peldaños del porche, lanza su maletín de cuero repleto de papelotes sobre el cristal de la mesita, se sienta como un hipopótamo y dice:

—Las calles están en manos de una izquierda armada y son peligrosas. No viajaré mientras no se frene a los brutos. Le aconsejo, doña Cristina, poner una guardia del Partido en esta casa.

—Yo defenderé a ama con mi rifle —digo.

Román ni me mira y prosigue con esa voz que le sale más tierna cada año:

—Desde hoy, comeremos dentro de casa…, si a usted, doña Cristina, le parece bien. Que se nos vea desde fuera lo menos posible. —Ama hace una seña a las chicas del servicio que ya estaban preparando la mesa grande del porche para el almuerzo, y ellas se retiran—. Creo que hemos perdido Bilbao.

—¿Hemos? ¿Quién lo ha perdido? —dice ama.

—No la República sino nosotros, el Partido. Lo ha ganado la República con sus rojos —dice Román.

—¡Tonterías! —dice ama.

—Los que realmente han perdido Bilbao son los militares, y como los carlistas llevan años preparándose para un levantamiento, pues también los carlistas han perdido Bilbao, y nosotros lo hemos perdido con los carlistas… —dice Román.

—Sabino Arana nos enseñó el camino —dice ama.

—Bueno, vamos a ver si lo entiendo… ¿Quiere usted decir que Sabino Arana quería que fuéramos republicanos? —dice Román.

—Hijo, tú has acabado siendo un buen vasco, pero antes eras otra cosa. Nada tenemos contra los que vienen de fuera y acaban pidiendo el carné del Partido…, tú eres un buen ejemplo. Aunque es demasiado exigirles que sean vascos hasta el punto de comprender todo lo que ha de hacerse en tiempos difíciles —dice ama.

—Verdaderamente, no es sencillo de entender, doña Cristina, pues aquí me tiene usted ocultándome de nuestros nuevos amigos para salvar el pellejo. Y habrá que aconsejar a don Camilo que haga lo mismo —dice Román.

—Ese hombre no tiene nada que ver con nosotros, dejó de ser vasco hace mucho tiempo —dice ama.

—Pues a él y a mí esos rojos revolucionarios nos perseguirán por ser, según sus locas doctrinas, capitalistas explotadores…, de manera que ya leñemos algo en común —dice Román.

—¡Los vascos nunca fuimos ni somos explotadores de nadie! Mis obreros me quieren, yo misma les puse un sindicato. Mis obreros nunca pensarán en revoluciones. ¿Al cabo de treinta años de gestor de todo lo mío aún no sabes que mis asuntos no tienen ni un solo punto en común con los de ese hombre que acabas de nombrar? Me desilusionas —dice ama.

—No, no es fácil de entender, doña Cristina. Ni desde el punto de vista del empresario ni desde el del vasco. Debe de ser cosa de nacimiento —dice Román moviendo la cabezota.

—El gestor Martxel sí que no habría tenido ninguna duda —dice ama.

—Estoy seguro de que no —dice Román.

Ambos me miran. ¿Por qué de ese modo?

—Aunque nadie es perfecto —dice ama.

—No, nadie es perfecto —dice Román.

Ni siquiera Martxel era perfecto. Si lo hubiera sido, habría soportado la macabra broma de aquella jovencita disfrazada de la modelo del cuadro y proponiéndole descaradamente el acto de los cerdos, y no se habría arrojado por La Galea. ¡Maldita puta! ¡Y pobre Martxel, con lo fuerte que parecía! Tendré que continuar yo solo buscando a la neskita. ¡Yo, el débil y tímido Jaso! ¿Cómo avergonzarme de lo que me hace ser más querido por ama?

Para fuerte, don Eulogio, a quien el jardinero acaba de abrir ahora la puerta del jardín. Ha de ser un error de alguien que esté a punto de cumplir cien años. Sus pasos son tan seguros que parece sobrarle el bastón. Su alta figura se agita al acercarse, como si tuviera alguna cuenta pendiente con nosotros.

—¿Qué postura adoptará el PNV? —gruñe antes de llegar.

A una seña de ama le ayudo a subir las escaleras, como lo hago siempre. Le acerco una silla, pero la aparta con la punta de su bastón. Román se ha levantado y le pregunta por su salud, pero don Eulogio está pendiente de una respuesta. Como no se ha sentado, Román tampoco se sienta.

—El PNV de Vitoria ha dicho no a la República y el de Pamplona tomará en breve la misma resolución. ¿Qué hará el de aquí, Cristina? —vuelve a gruñir don Eulogio.

—Ya lo ha hecho. Nos quedamos con la República —dice ama.

—¡Corona de espinas! —exclama don Eulogio—. ¿Qué esperar de los malos cuando los buenos se alían con el mal? ¿Habéis perdido el juicio, Cristina?

—Todo sea por Euskadi —dice ama.

—¡Euskadi, Euskadi! ¡No hay nada más alto que Dios! ¡Euskadi ha de estar con Dios y no con el diablo! El Estatuto no es nada, ¡que no os ciegue ese plato de lentejas! —exclama don Eulogio.

¿Será ésta la chochez a que suele referirse ama? La cara de ama envejece un montón de años. Abre la boca para hablar pero no puede y se la cubre con ambas manos al tiempo que cierra los ojos y se humedecen los bajos de sus párpados.

—¿Qué te pasa, ama? —digo.

Se le acerca Román pero a quien habla es a don Eulogio:

—Le ha dicho usted algo terrible, ha herido su sentimiento más profundo.

—El momento histórico que vivimos no admite medias tintas, lo que no se ha dicho nunca hay que decirlo ahora. ¿Me oyes, Cristina? ¿Te imaginas cómo me ha dejado a mí tu traición? Yo confiaba en ti, mujer —dice don Eulogio.

—Mi pobre Jaso… —gime de pronto ama.

—Aquí estoy, ama —digo, pero sus ojos, ya abiertos, en vez de mirarme miran al infinito.

—¿Se encuentra mejor, doña Cristina? —dice Román.

—¿Qué importa lo que me pase a mí? Preguntemos a este sacerdote lo que le pasa a él. ¡Mi confesor, mi consejero de toda la vida! ¿En qué agujero de su corazón escondía su otra cara? —dice ama.

Por fin, don Eulogio empieza a sentarse. Los huesos no le responden y tarda un siglo. En la primera fase se apoya en el bastón, en la segunda, en los brazos de la silla, y como emplea las dos manos se le cae el bastón, que recoge Román y se lo pone en el halda.

—Quizá no supimos mirarnos, Cristina. Ni tú a mí ni yo a ti —dice clon Eulogio.

Le ha venido bien sentarse, se ha desinflado. Añade, sin dejar de mirar a ama:

—Confiábamos el uno en el otro por ser católicos, apostólicos y romanos. Me duele tu poca fe, pues primero es Dios y luego Euskadi.

—¡Mi pobre hijo Jaso murió por Euskadi! —llora ama.

Don Eulogio no ha tenido compasión.

—¿Qué te pasa, ama? —digo. Y digo—: ¡Lucharé contra tus enemigos, quienesquiera que sean!

—No me apuntes, hijo, se te puede disparar eso —dice don Eulogio empujando a un lado con su bastón el cañón de mi rifle. Me resisto: si el rifle le apunta es porque yo lo he puesto así. Ama está sufriendo.

—Siempre le tuve a usted por un patriota… ¡y a estas alturas me sale con esto! —dice ama estrujando el pañuelo que le ha pasado Román.

—Soy un patriota, Cristina, no lo dudes —dice don Eulogio.

—No me confunda, no me vuelva loca —dice ama.

—Un patriota navarro, el Dios, Patria y Rey de los carlistas —dice Román regresando a su silla.

—Todo es lo mismo. Un patriota navarro es un patriota de Euskadi dice ama.

Don Eulogio despega su espalda de la espalda de la silla. Vuelve a encendérsele el rostro.

—¡No es lo mismo! ¡Navarra no es Euskadi! —dice.

—Sabino Arana, para su Euskadi, sólo se acordó de Bizkaia —dice Román—. No menciona Guipúzcoa ni Álava. Pero como todo cambia, hoy Euskadi son las tres provincias… y Navarra lo será con el tiempo.

—¡Navarra nunca será Euskadi y lo que veo aquí me convence más de ello! El tiempo de Navarra no tiene que ver con vuestro tiempo. Nuestro tiempo no se mueve y el vuestro acaricia la nueva cara de Satanás, la República. Confío en vuestra pronta retractación —dice don Eulogio. Y añade—: Se veía venir, Cristina… ¿Qué hijos has criado?, ¿cómo permitiste ese foco de depravación que ha sido Oiarzena?, ¿cómo ha podido nacer de una hija tuya esa serpiente de Flora que predica ante vuestros ojos el ateísmo y la revolución?

¿Por qué, al pronunciar Oiarzena, me ha dirigido esa mirada de pedernal? Yo sé cosas de Oiarzena, sé ir hasta allí, sé cómo es por dentro (alguien me lo habrá contado), sé que mi hermana soltera vive allí con su hija, sé que con ellas vive otra gente, en ocasiones veo en mis sueños un rostro concreto, un bello rostro de varón que parece me quiere decir algo. Escuchando a don Eulogio comprendo que mis visiones de esa Oiarzena que nunca he pisado son brazos de pulpo para arrastrarme hasta allí a pecar… Aquella muchacha de nombre Flora bailando desnuda alrededor de gente sentada a la gran mesa comiendo vegetales y llegando a mí y echándome sus brazos al cuello y repitiendo «¡Tío jaso, tío Jaso…!». No sólo veo en el sueño a la impúdica abrazando y besando a alguien de la mesa sino que siento contra mí la carne de sus brazos y de sus labios. Será parte de la naturaleza caótica de los sueños, pues ni Martxel ni yo estuvimos nunca allí. Me gustaría poder preguntar a Martxel si en sus sueños aparece Oiarzena, si sueña también que Flora le abraza y le besa en la boca repitiendo «¡Tío Jaso, tío Jaso…!», y si lo siente como yo o de otra manera. Si yo soñara igualmente con Martxel y en el sueño le viera abrazado y besado por Flora, le pediría en el sueño que me revelara cómo debería el tímido y asustado niño Jaso sentir aquello, le suplicaría que por nuestro amor de hermanos me lo revelara en el sueño, y convencido yo de la naturaleza caótica de los sueños, le suplicaría también que al explicarme su sueño realizara un gran cambio, el cambio mayor que podría ocurrir en mi vida, y para que su sueño hiciera en mí el mayor efecto, trucara nuestros nombres y empezara así: «Yo, Jaso, te revelaré a ti, Martxel», etcétera, etcétera… Pero a Martxel ya no le queda ni siquiera un nombre.

—He visto tantos cambios a mi alrededor desde que me hice cargo de esta parroquia, hace setenta y cinco años, que suena ofensivo el que tú, Cristina, me acuses de haber cambiado —dice don Eulogio.

—Yo no he podido estar ciega durante setenta y cinco años. Usted nunca fue así —dice ama.

—Nuestra condición de católicos, apostólicos y romanos lo tapaba todo. Nunca se nos ocurrió hablar de prioridades —dice don Eulogio.

Lo más repugnante de don Eulogio es que se desentiende del estado en que ha puesto a ama.

—¿Qué te pasa, ama? —digo.

De pronto ama parece revivir y exclama:

—¡Señor, Señor, cómo me emociona oírlo! Sólo aflauta un poco más la voz, hijo mío.

—¿Qué? —digo.

Ahora su mano se apoya en mi brazo.

—Repite esa pregunta, hijo mío… ¡Ah, qué recuerdos! Sé quién te inspira desde el cielo. Gracias por devolverme a… —Ama no pronuncia el nombre. ¿Por qué? Lloró mucho a la muerte de Martxel, su nombre es para ella tan sagrado y tan temido…

—¿Qué te pasa, ama? —digo con la voz de siempre. Y digo también—: Es mi voz, ama, es mi voz, la voz que quieres escuchar. ¿Qué te sucede, ama?

—Por favor, recuerda, hijo, no debes salirte de las palabras, la pregunta debe ser la debida —dice.

¡Cómo sufre! Y ahora el culpable no es don Eulogio. Flora hizo aquello y todo cambió. Saltó del balcón la figura gimiente de Martxel y le seguí, sin poder darle alcance, presintiendo cuál sería el final, y así fue, pues en San Baskardo quien elige morir se arroja por el acantilado de La Galea sin mirar antes hacia abajo, a las peñas, por si las peñas le hacen cambiar de idea; es lo que no hizo Martxel: un fugaz instante de vacilación y yo le habría sujetado por las ropas; luego, el inacabable vuelo cruzando el mismo aire de las gaviotas; aún veo sus negros cabellos disparados al cielo mientras caía, su expresión incrédula de niño que no sabe lo que pasa recibida por las perlas blancas de la espuma ascendente, y el choque. ¡Oh, Dios!

—Don Eulogio, lo comprenderé si usted desea despedirse… Quizá nunca más pronuncie yo «don Eulogio». ¡Setenta y cinco años…, yo era una niña! —dice ama.

—Se retractarán. Al menos, no acompañan a los rojos en la calle defendiendo la República —dice don Eulogio.

Flora sí que miró hacia abajo, como los demás; siguió mi mirada; todos volvieron hacia ella sus rostros cuando gritó; no siguió mirando ni un segundo más, echó a correr estrujándose la cabeza entre sus manos y desapareció hacia La Venta y hacia casa, aunque por la tarde supe que no volvieron a verla por allí; apareció en la carretera, ante la casa, al anochecer, todavía con el traje de neskita que había ultrajado y los ojos enrojecidos de tanto llorar; maldita; empezó a desnudarse; allí estábamos todos, velando a Martxel; ama gimió y me volví para abrazarla, pero ni uno ni otro dejamos en ningún momento de mirarla, y lo mismo los demás, acercándose con disimulo al balcón o mirando por encima del hombro del de delante; el monstruo se descalzó y despojó de las conmovedoras prendas que había ultrajado, el faldón rojo, la toquilla verde, la camisa blanca y la corona de la cumbre que la convertía en reina y lo arrojó todo en una gran bola a la carretera, y nuestras respiraciones se cortaron al preguntarnos si se le ocurriría quitarse más ropa, y sí se le ocurrió, también volaron las enaguas blancas, todo, hasta quedar sin un trapo encima, como dicen que vive en Oiarzena, aunque el insoportable espectáculo sólo lo sufrimos el breve tiempo que tardó en prender con una cerilla el revoltijo de ropa, se compadeció al final de nosotros y no esperó a verla arder; desplegó una inesperada sábana y con ella se cubrió, también al estilo Oiarzena, según cuentan, momento en que nos miró con más intensidad por encima de las llamas, una intensidad supongo que enturbiada por las lágrimas y por el enrojecimiento de sus ojos, y se fue, dejando las huellas de sus pies desnudos en el polvo de la carretera.

Nadie reaccionó para correr a apagar el incendio o siquiera ordenar a un criado que lo hiciera. Ante la puerta del jardín quedó el montonata de negras cenizas de aquel ajuar idéntico al de la neskita del cuadro de Aurken.

En los aniversarios, ven llegar a la pecadora a esa peña, sobre la que permanece horas llorando; se sienta y hunde el rostro entre las rodillas levantadas; de tarde en tarde, lo muestra, y sin que se sepa adonde mira, susurra palabras.

Bueno, pues aquello que empezó acabaría en guerra. Aita fue cazado al tercer día por no atender las recomendaciones de Román de ocultarse y ama acudió muy deprisa para mi gusto al Partido para sacarlo del barco-prisión Altuna Mendi, donde, al cabo, le habrían matado en algún asalto de los rojos. Fue innecesariamente generosa. Todo pareció arreglado, con Román y aita sin salir de una casa protegida por una pareja de gudaris bien armados, esperando ama y nosotros la concesión del Estatuto («Acabarán por dárnoslo, sabe la República que necesita de la fuerza con más peso de Euskadi», decía ama con convicción), y cautivo en el mismo Altuna Mendi el enemigo más peligroso, Efrén, por obra de este que lo cuenta en la acción más arriesgada y perspicaz que vio la guerra. Y no, no hubo sobresaltos para Román y aita, y el Estatuto llegó, pero lo de Efrén no lo habíamos previsto. Su obligación de preso era permanecer callado y quieto, olvidado de todos, pero su orgullo aplastado por mí no podía resignarse a una humillación tan prolongada y se puso a jugar a hacer que hacía algo, que nadie quebraría su voluntad, su maldito coraje para lanzarme a la cara que se sentía aún libre, utilizando aquel ínfimo resquicio de libertad para recurrir a su temible imaginación diabólica. Es un bicho de cuidado. Quizá fuera únicamente aburrimiento. La primera señal adoptó la forma de una mañana de piedras cayendo sobre nuestra casa. ¿Quién las arrojaba? ¿Quién sino Ella? ¿Desde dónde? Desde 1919 la teníamos viviendo a la distancia de varios kilómetros. Es decir, desde 1919 no habíamos sido apedreados. ¿Por qué, de pronto, sí? Ocurrió al poco tiempo del encarcelamiento de Efrén, a últimos de octubre. Había sido habitual en Ella en aquellos años expresarnos su odio a pedradas. Tampoco era 25 de diciembre. Primero salió un criado a la azotea y nos advirtió de lo que sucedía, y luego salí yo con mi rifle dispuesto a todo, pues había dejado a la pobre ama encerrada en su dormitorio y presa de un ataque de nervios. Allí estaba, donde siempre, con sus casi setenta años, esquelética y enlutada, en la terraza de la ruinosa casa vacía, entre zarzas que habían trepado hasta esa altura. Apunté, la tuve en la mira de mi rifle, pero siguió arrojándome una piedra tras otra. No la disparé de milagro. Hasta que paró. ¿Le dolía el brazo? Se quedó como una estatua… ¿esperando qué? De su brazo izquierdo colgaba una bolsa con munición y su mano derecha aferraba una piedra blanca. Transcurrió un razonable tiempo de descanso y continuó sin moverse. Oí a mi espalda las toses asmáticas de aita. La miré a Ella y miré a aita cuando ambos se miraron. Era la primera vez que yo estaba presente en un encuentro así entre ellos, suponiendo que hubiera habido otros. Pensé: «¡Que se arreglen o revienten!». Un instante después chocaba contra la frente de aita la piedra blanca. Aita perdió el equilibrio y cayó primero de rodillas y después cuan largo era, sangrando de la herida. Entre el criado y yo lo levantamos para sentarlo en una de las sillas de la terraza, que en los últimos años era un lugar tranquilo, y es cuando descubrí en el suelo la piedra, que en realidad era negra, ya sin el papel blanco que la envolvía y que entonces estaba también en el suelo. Ella había desaparecido de su atalaya y yo perdí la ocasión de alojarle una bala entre los ojos.

Aita no había perdido el conocimiento, con un gesto ordenó al criado que le recogiera el trozo de papel. Había en él algo escrito y lo leyó, lo leyó varias veces y luego miró al cielo como pidiendo ayuda para entenderlo, mientras el criado le limpiaba la sangre. Lo único que me indignó de la pedrada fue la afrenta a la casa de ama.

Dos días después aita dio orden de que se preparara cena para catorce comensales a las nueve. Ama siempre dio la espalda a estas romerías de negocios de aita. Y yo también, naturalmente. Pero en aquella ocasión el propio aita me rogó-ordenó que asistiera.

—¿Yo? —pregunté a ama.

—¡Asombroso! No lo comprendo. ¡Hmm! Sí, espíales, a ver qué traman… Esa nota de… ¡Hmm! —mormojeó.

De los trece (el otro era aita) faltó uno, pero con mi incorporación de última hora siguieron siendo trece. Aita apareció con un parche en la frente, y yo, por indicación de ama, con mi uniforme de cuero de ertzaina motorizado, mi pistolón y mi rifle, que podía usar con permiso especial. Aita tranquilizó a sus invitados. «Es inofensivo», les dijo. A partir de los cafés y de ser despedidos los criados y cerradas las puertas, aita se puso serio: «No seríamos lo que somos si nuestras industrias produjeran hierro para la República y ese Gobierno de Aguirrechu. Metamos un palo entre los radios de las ruedas». «Sí, habrá que hacer algo», dijeron las otras caras, y algunas añadieron: «Con cuidado, pensando muy bien cómo. Un sabotaje en tiempo de guerra se paga con…». «El carbón», dijo aita de pronto. «El carbón es nuestra gasolina. Entorpeceremos los envíos, seguiremos contratando carbón con nuestros suministradores, pero demoraremos los viajes, nosotros sabemos cómo, una guerra puede justificar todos los contratiempos. Hasta paralizar nuestra siderurgia. Hasta paralizar nuestra siderurgia». El humo de los habanos había formado una nube sobre las cabezas, los únicos que no fumábamos éramos aita y yo, y al advertirlo pedí un puro, que encendí y me hizo toser. A pesar de no fumar, aita también tosía como un asmático condenado, pero los otros parecían entusiasmados con la idea. Uno dijo: «Todo ello encierra una gran responsabilidad y algo tan gordo exige decisiones conjuntas y al más alto nivel. Los aquí presentes formamos en este momento un consejo de administración, aunque no el mejor consejo de administración, el más completo y legítimo para tomar esa gran decisión y las posteriores que sean necesarias. Hay importantes ausencias, ustedes me entienden. Somos gerentes y directores con poderes para romper y rasgar en cualquier otro consejo de administración…, pero éste es especial. La decisión que ha de tomar este consejo de administración es política… y nos faltan varios de los supremos. ¿Están ustedes de acuerdo conmigo?». Todos estuvieron de acuerdo. Habló otro: «Sí, pero se trata de la decisión sobre una política que compartimos ausentes y presentes, ¿no es así? No hay obstáculo, pues, para que procedamos a votar». «¿Seguro que no?», preguntó otro. «Nosotros estamos libres y podemos hablar con una serenidad que no la tendrán, sin duda, quienes ven su vida colgando de un hilo en una de esas inmundas prisiones rojas: sería humano que temieran el agravamiento de su situación». Otro que no había hablado todavía dijo: «Si usted pretende meternos en un callejón sin salida…». Les recorrió un golpe de tristeza y callaron. Entonces aita habló entre ronquidos de asma: «Tranquilidad, tranquilidad, caballeros. ¿Qué pensarían ustedes si conocieran que han sido ellos, precisamente, los que nos proponen el sabotaje?». «¡Imposible! Desde las mazmorras… ¡Imposible!», se alborotaron todos. Aita se quedó repentinamente sin toses: «Son superiores a sus guardianes, son infinitamente superiores. Mentes cultivadas y noblemente ambiciosas humilladas por una chusma envidiosa y animaloide. Se han ganado (¿nos hemos ganado?) a pulso el acceso a una raza superior. En la herrumbrosa caverna han celebrado el consejo de administración que echábamos de menos». Y les mostró el papel, que pasó de mano en mano.

Los doce se marcharon de madrugada y un segundo después ya estoy reunido con ama y Román, que me esperan despiertos. Yo llevo en la mano el papel que llegó con la piedra y ama me lo arrebata e intenta leer sin gafas.

—¿Qué dice?, ¿qué dice? —se carcome.

Román le inmoviliza la muñeca para poder leerlo él, pero yo ya me lo sabía:

—«La venganza es el carbón, así lo sentencia el Gran Consejo reunido en el infierno». Les cuento lo ocurrido en la cena y mi breve encuentro con aita al final para recibir el papel de sus manos.

—¡Una endiablada conspiración! —exclama Román pasmado.

—Me inquieta que los hilos estén movidos por el bastardo. Siento esa inquietud hasta en los huesos —dice ama—. Pues si Ella ha recordado el placer con que arrojaba pedruscos a nuestra casa y se ha tomado la molestia de venir desde el Galeón y entrar en la que fue su cueva de bandidos y subir todas las destartaladas escaleras hasta esa azotea, exponiéndose a romperse la crisma, es porque la idea del sabotaje es de su hijito, y no hay duda de que también es suya la frase y la letra del papelote…, pues de otro modo la madre no se habría hecho cargo de él.

—Y Camilo y el grupo de fuera están dispuestos a llevar adelante el boicot. Supongo, doña Cristina, que le faltará a usted tiempo para informar de todo esto al Partido —dice Román.

—¿Imaginas que se trata de algo realmente grave? —dice ama—. Ahora que lo pienso mejor, creo que no. ¡Bastante carga tiene el Partido dirigiendo esta Guerra!

—¿Cómo se las habrán arreglado los encerrados para sacar el categórico mensaje? —pregunta Román—. ¿Un guardián sobornado? ¿Repetirán el procedimiento para nuevas comunicaciones?

—Lo haré yo —digo, dejándoles con la boca abierta—. Aita me lo explicó. Mañana…, bueno, hoy…, me entregará otro papel de respuesta, que me encargaré de llevar al Altuna Mendi. «Eres un ertzaina», me dijo, «y, además, ertzaina motorizado, con gran libertad de movimientos. Y además, además…, aita lo repitió…, allí hay un preso exclusivamente tuyo, tú lo capturaste y lo condujiste allí, te asiste el derecho de comprobar de vez en cuando si continúa donde lo dejaste».

—Para él no cuenta ni el tiempo ni la hecatombe que nos trajo su bastardo —dice ama—. Está orgulloso de su hijo, seguramente como nunca lo estuvo antes. ¿Y qué de sus otros hijos, los limpios? ¿Por qué les volvió la espalda y trajo su ruina y su muerte? ¡Mi pobre Jaso! ¿Se siente orgulloso de su bastardo sólo porque está vivo y se le parece como una gota de agua a otra? Me quedo con mis tres hijos sacrificados.

—¿Qué te pasa, ama? —digo.

Me abraza y besa entre temblores. Ahora el papel está en manos de Román y lo agita en el aire.

—Yo no elegiré, doña Cristina, ya lo ha hecho usted, pero este asunto es muy, pero que muy serio —dice—. ¿Nos cruzamos de brazos ante esta conspiración contra el Gobierno vasco? Usted y yo también somos la industria de este país, nos correspondía haber sido invitados a este consejo de administración.

—¡No hables así ni en broma! Ellos son de otra raza —dice ama.

—¿Qué haremos nosotros con el carbón? Ellos reducirán las compras hasta el límite justo para que no huela a boicot. ¿Y nosotros? —dice Román.

—Pareces uno de esos comisarios rusos que andan por ahí… Naturalmente, nosotros seguiremos comprando carbón, en Inglaterra o donde sea. ¿No me adviertes últimamente que han disminuido los pedidos de hierro y acero? —dice ama.

—¡Claro!, habría que reconvertir la industria de paz en industria de guerra, y aún no se ha hecho ni hay trazas. Cuando el Gobierno vasco lo haga quizá sea demasiado tarde. Nuestra siderurgia tiene capacidad para producir armas para mil ejércitos —dice Román.

Ama cierra los ojos y se olvida de mi mano que ahora calienta entre las suyas. Susurra: «No sé, no sé nada». Nadie se atrevería a profanar su silencio. ¿Qué podría yo hacer por ella?

—Nos bombardean despiadadamente, quieren destruirnos —gime—. Arrojan bombas donde vive gente, dejando montones de cadáveres. Otxandiano, Bilbao… Una bomba ha caído cerca de la casa del fundador Sabino Arana y los destrozos han obligado al Partido a trasladar sus oficinas al edificio que yo le cedí en la Gran Vía. ¿Simple mala suerte? ¡No, odio a lo vasco! También han intentado destruir con sus bombas las sedes de nuestro sindicato, del diario Euskadi y de Emakume Abertzale Batza… ¡Quieren destruirnos!… ¿Acaso no lo anunció Mola en las octavillas que lanzó sobre Bilbao? La industria también es su objetivo. Cuando el Señor nos ayude a ganar una guerra que habrá dejado un país arruinado… ¡la industria vasca será la salvación de Euskadi!

—Bueno, lo ha sido siempre… No sé adonde quiere llegar usted, doña Cristina… —dice Román.

Ama suelta mi mano y le mira fijamente.

—Debemos… preservar… la… industria —pronuncia lentamente, apoyándose con una desesperada debilidad en cada palabra.

—Ambas industrias se hallan aún vivas: la nuestra y la de ellos…, si es que pueden separarse —dice Román—. Reconvirtiéndolas en industrias de guerra…, escúcheme usted bien… reconvirtiéndolas ganaríamos la Guerra. Ganaríamos la Guerra. El Partido debe tomar conciencia de esta necesidad… En gran parte, usted es el Partido. Hábleles, presióneles… ¿Por qué no lo hacen?, ¿por qué no lo han hecho ya? Creo que lo acaba de decir usted misma, doña Cristina, espero haberle entendido demasiado bien: reconvirtiéndola, la industria, toda la industria, la nuestra y la de ellos, se convertiría en objetivo prioritario a destruir por las bombas de Franco… En otras palabras, que a las dos industrias les convendría marchar unidas, asociarse, que una apruebe las decisiones de la otra y así cortar con más armonía el flujo de carbón… Los altos hornos, los suyos y los de ellos, las fábricas, los talleres… meterían menos ruido infernal, no llamarían la atención, pasarían desapercibidos, ni quitándose las orejeras los oirían los pilotos alemanes, y los espías franquistas transmitirían: «Nada que temer, sólo algún rescoldo de cock para asar castañas»… Camilo no ha tenido reparo en revelarnos el plan de sabotaje, incluso que utilizará de correo al hijo de usted y de él… ¿Lo ha hecho premeditadamente, sabiendo que…? ¿Me quedan más cámaras ocultas por descubrir o he llegado a la última?

—No lo entiendes, nunca lo entenderás, llegué a creer que nos entendías… —se lamenta ama—. Soy una mujer que no sabe nada y que no busca más que el difícil equilibrio. ¿Dónde está? ¿Cuál debe ser el papel de los vascos en una guerra entre españoles? ¡Allá ellos con sus problemas ideológicos! ¡Allá ellos si se han lanzado de cabeza al todo o nada! Nos han obligado a elegir bando y lo hemos hecho. ¿Habremos acertado? Es la desgracia de encontrarnos entre dos fuegos. Nuestra supervivencia estará en el equilibrio. ¡Que la República no nos exija un sacrificio absoluto!

—¡Pero gudaris nacionalistas están muriendo en nuestros frentes! —exclama Román.

—¡Pobres chicos! Me despierto de noche llorando por ellos —gime ama.

De entre los labios semicerrados de Román sale aire en forma de leve silbido.

—Llevo treinta años formando parte de la mitad de esta familia y gestionando sus empresas —dice—, y ya no debería asombrarme nada. Siempre fui realista…, aunque no siempre las cosas me salieron bien, yo diría que muy pocas me salieron bien… Ya sabe usted, Fabiola y todo lo demás… He procurado ser discreto ante lo que he visto en este hogar. He cumplido mis compromisos. He sido honrado con los capitales que se me han confiado…

—Nunca desconfié de ti, mi muy querido Román, nunca dudes de ello —dice ama.

—… pero hoy descubro que he sido un extraño. No me mire usted así…

—No piensas lo que dices. La Guerra… —dice ama.

—¿Cómo se ha arriesgado usted, doña Cristina, a confiar tanto de lo suyo a un hombre que no les entiende a ninguno de ustedes? ¡Y lo terrible es que me he desvivido por entenderles, Dios es testigo! No me limité a decirme: están locos…, que habría sido lo más fácil. Treinta años entre ustedes con la mejor intención; es duro. A veces, creí estar muy cerca, o algo más cerca, aunque siempre retrocedí, no atreviéndome a tocar… Pero hoy, doña Cristina, precisamente hoy, he sido premiado con la inmensa tranquilidad de saber que los hombres… y las mujeres, por supuesto…, pueden hacer cohabitar el más descarnado mercantilismo con el más inmarchitable romanticismo. Es lo que no me atrevía a tocar… Había leído al bueno de Marx, pero…

—¿Quién es Marx? —pregunto.

—… pero nunca me convenció eso de la economía como motor de la Historia… De un solo golpe me he reconciliado con Marx y con el nacionalismo, entendiéndolos hasta su médula… ¿La desilusiono a usted, doña Cristina? Pero déjeme seguir, por favor. Trato de ser lo más sincero posible…, incluso conmigo mismo. Treinta años lloviendo sobre mi cabeza un único mensaje son muchos años, supongo que habrán hecho mella en mí. ¿Seré nacionalista sin saberlo, como usted es nacionalista sabiéndolo? Le diré algo más, doña Cristina: creo que yo habría devenido en nacionalista si no les hubiera tenido delante durante treinta años a usted y a sus hijos…, pues nunca me consideré capacitado para ni siquiera tocar niveles tan profundos de ese nacionalismo suyo. Nada encajaba: si en su seno yo me había elevado a estratos sociales inimaginables, ¿por qué no lo abrazaba con pasión ciega? Sería natural, es lo que suelen hacer los allegados, estaría muy bien visto… Mi conflicto nacía de no saber hermanar la pureza de ese nacionalismo de criaturas elegidas…, entre las que no figuro…, con la aceptación de modernos instrumentos de producción de riqueza, pero destructores de la sociedad campesina sentida por el nacionalismo puro. Me dije: o apinaron el peligro o… La verdad es que nunca me lo pusieron fácil, tampoco ahora. En resumen, doña Cristina: tienen ustedes a mano la gran y definitiva ocasión de aniquilar la secular industrialización de la que tanto despotricó Sabino Arana permitiendo que la borren del mapa unas bombas providenciales. Un trabajito que ellos le harían gratis. Llamen adecuadamente su atención reconvirtiéndola en industria de guerra, que las calderas trabajen a plena presión y con estrépito… En la ría y en otras profanaciones no quedaría tuerca sobre tuerca. Si más tarde se arrepintieran, les queda Marx para empezar de nuevo, ¡je, je!… No me haga usted caso… Bien, tengo edad de sobra para jubilarme. Al menos, me retiraré habiéndoles entendido. Me refiero a sus contradicciones. ¿Qué le dirán a la modelo de ese cuadro si la encuentran alguna vez?… Olvídelo, no he dicho nada.

Tras su estúpido discurso, Román se alejó caminando pesadamente sin dejar de mover su cabezota. Nunca me gustó este hombre. El mismo acaba de confesar que nunca se ha sentido de nuestra familia. No habrá sido por nuestro rechazo. Se casó con Fabi y se instaló aquí. ¿Por qué permitió ama que se colara en la familia un tipo no vasco? Acabó dirigiendo todo lo nuestro, empresas y personas. «¿Se puede saber dónde has estado todos estos años?», me solía preguntar, a mí, que jamás me he separado de ama. «Que no se repita. Lo digo por ella, que sufrió mucho». ¡Un impertinente! Yo me pasaba las noches cargándome de furia y repitiendo «¿Qué haces tú en nuestra casa?» para lanzárselo al día siguiente, pero luego no ocurría nada. Y es que observaba a Martxel, que tampoco hacía nada a pesar de que él sí era capaz de enfrentarse a Román, sin duda por respeto a ama… Moviéndose por toda la casa un bulto demasiado grande, un gordo grasiento oliendo siempre a sudor de cerdo y haciendo crujir los entarimados con pisadas de hipopótamo, apropiándose de los dos cuartos de baño a la vez y dejando a toda la familia en la cola: uno de los cuartos para vaciar calmosamente el gran almacén de su vientre, mientras en el otro una criada armada de termómetro coordinaba los grifos de agua caliente y fría hasta conseguir los treinta y dos grados y medio exactos exigidos por el sursuncorda; ama intentó poner remedio haciendo que una criada practicara con los grifos días enteros durante meses. Por no hablar de la fetidez que quedaba cuando salía sin abrir la ventana… Aquel fatuo militar español de ostentoso uniforme que empezó a rondar a la tontusca de Fabi. ¿Por qué no tomé a tiempo cartas en el asunto? Ni siquiera en la boda lo arrastré del cuello fuera de la iglesia… y no lo arrastré porque yo no estaba allí, ni siquiera me enteré de que había boda. ¿Dónde estaba? De pronto me encontré con Fabi y el militar ya casados. Yo sabía y sé lo que es amar a una mujer. (¿Por qué estoy adoptando esta actitud de suicida sinceridad? ¿Por qué siento que es suicida?). La pobre Fabi jamás llegaría a saber lo que es ser amada, no se fijó en los ojos del militar, sólo en sus hombros y en sus galones. Eran unos ojos tan sucios que en ellos jamás se verían reflejados otros ojos. Así eran la primera vez que los vi y siguieron siendo así para siempre. Una pobre Fabi sin espejo delante. Me guardé mucho de mencionarle cómo me miraba yo en los ojos de Andrea. ¿Qué más ocurrió, aparte de los ojos del militar? Una pobre Fabi cambiando de piel en respuesta a algo terrible, una razón sobrada para explotar como ella explotó. Pero ama nos decía a Martxel y a mí: «No es importante, ya se le pasará. No es grave. Es mejor no hurgar en ello para evitar envenenarnos todos, en particular vosotros, mis dos muchachitos. Compadeced a Fabi que parece que muere con su matrimonio roto, pero mirad a otro lado, porque no es más que un juego. Fabi sabe que estamos con ella, como siempre y todos. La vida no es un camino de rosas para nadie y hay que sobreponerse. Tampoco para mí lo ha sido. He de preservar a mis muchachitos de las negruras del mundo. Mirad a otra parte y no preguntéis. Lo único que debe quedar claro para vosotros y para los demás es que nadie es culpable de esta gran sorpresa. Son cosas que pasan».

«O.K. carbón. El futuro será frío». Esto dice la nota que pone aita en mi mano.

—Ha habido gran comprensión, ¿verdad, hijo? Tu madre. Todos. Muy bien. Estaba seguro —me dice.

Ha entrado en mi dormitorio, ha venido a la cabecera de mi cama y me ha despertado.

—Es algo nuevo en este hogar marchar todos de acuerdo, ¿no te parece, hijo? —dice.

Esa carota roja y dura que no he visto cambiar y enrojecer día a día sino a golpes de indiferente sorpresa en el reencuentro al final de cada largo olvido en la incómoda convivencia.

—Éste es el mensaje para…, en fin, para tu prisionero —dice—. Dóblalo y mételo en un bolsillo que cierre con botón, uno de esos de tu uniforme de ertzaina. Busca entre los guardianes a uno del PNV y le notificas que eres hijo de Cristina Oiaindia. Más que tu uniforme le impresionará saber que te manda la jefa. Exige ver al prisionero que capturaste personalmente, sin ayuda de nadie. Esto también le impresionará. Que lo quieres ver por curiosidad y para tu propia satisfacción. Se lo dices así: por curiosidad y satisfacción… Conozco el sitio. Te lo sacarán a un pasillo. Si te dejan a solas con él, os intercambiáis las notas, pues él también tendrá una para ti. Si hay moscones, te supongo con suficiente astucia para aprovechar un descuido. Sólo es un papelín que cabe dentro de una oreja y con un contenido que, además, no les diría nada…

—¿A él también le supones con ese grado de astucia?

—Oh, sí…, ejem…, naturalmente, a él también le supongo con ese grado de astucia… ¡Qué saltos da la vida!, ¿eh, hijo? Tú y él entrevistándoos amistosamente en una cárcel de guerra, tú fuera y él dentro dice.

—¿Amistosamente? —grito.

—Sí, amistosamente, aunque te cueste creerlo. Y no porque yo lo baya decretado así, sino ella, tu madre… Es casi imposible de creer, pero hemos acabado por ser unos y otros la misma cosa, por ser ella y yo uno. Tu madre, hijo, lo está aceptando así. —Aita quiere leer en mis ojos y me aturde con su intensidad.

—Ama no es así, volverá a ser como antes. ¡Lo juro! —grito.

—Tranquilízate, hijo. Piensa que para que esto ocurra ha tenido que venir una guerra… Creo que todos nos hemos sorprendido al descubrir que a los viejos odios no les damos ocasión de sobrevivimos. Aita suspira sin dejar de meterse en mis ojos.

—¡Lo juro! —grito.

—Recojo tu agresión, hijo, pero acabarás por comprender que ya no tiene sitio. Quienquiera que seas de mis dos hijos, te diré que aún hay esperanza… Desearía que llevaras unas palabras de aliento a tu… tu hermanastro.

Salto de la cama y salgo al pasillo, pero no puedo entrar en el servicio a vomitar porque está ocupado.

—¡Malditos todos! —grito.

Soy de la Ertzantza motorizada y no tengo moto. Ama me prometió comprarme una y hablar a mis jefes. Suelo pedir permiso «para resolver asuntos míos» y siempre me lo dan. También me lo dan cuando no me apetece ir al cuartel. No se ve siempre a un ertzaina de la motorizada moviendo las patas por las calles, pero me gusta que la gente admire mi uniforme y me admire a mí. Al ver el rifle algunos me preguntan si han llegado las nuevas armas. Siempre está todo el mundo a la espera de armas. Les explico que es un regalo de aita y muchos lo quieren tocar, sobre todo los cazadores de Getxo. Tardo menos de una hora en llegar a la escalerilla del Altuna Mendi. Los dos milicianos me cortan el paso. No les vale el carné de servicios especiales que les enseño. Miro a lo alto y en la cubierta veo una cara conocida del Partido de Getxo. Me reconoce, dice ¡eúp! y hace una seña a los milicianos. «Sólo los peces gordos llevan un rifle así», dice un miliciano echándose a un lado.

—¿Cómo por aquí? —me pregunta el del PNV.

—A ver a un preso —digo.

—¡Ya sé! A ver a… —y me hace un guiño.

Todo el mundo en Getxo conoce las historias de la familia. El del PNV me lleva a un camarote pequeño y se me queda mirando. «Efrén Baskardo, ¿no?», dice y yo asiento, pero no acaba de irse. «Sí, claro, Efrén Baskardo», repite. Le cuesta tragar que yo pregunte con tanta naturalidad por el maldito con el que me relaciono a tiros una vez al año.

—El teniente querrá saber para qué quieres verle…

—Por curiosidad y satisfacción. Dile que por curiosidad y satisfacción. Yo lo capturé. Es mi preso. Quiero ver su cara de miedo.

—Ah, comprendo, es una manera de… ¡Eso, satisfacción! Es otra manera de… Es como liarte en uno de vuestros duelos. ¡Mi padre siempre apostaba por tu hermano!… Sí, y te vienes con el rifle para dar ambiente.

Suelta una carcajada y se va cerrando la puerta. Oigo botazas contra suelos de planchas lejanas, portazos de puertas de hierro, y se abre esta puerta, meten a Efrén y la cierran a su espalda. Quedamos a la mayor distancia el uno del otro, la diagonal entera del camarote, por haber tenido yo la precaución de retirarme al ángulo opuesto. Me pregunto si le soportaré en este espacio cerrado, aun sin mirarle ni oírle. Porque no se mueve ni habla y durante minutos es lo único que me llega de él. Lo primero que le miro es el calzado, unos zapatos ablandados por la humedad y la grasa negra. Los bajos de su pantalón son como los bajos de un estercolero. Al toparme con el borde del abrigo observo que su mirada sube temerosa, y entonces de un arrebato me enfrento a su cara. La guerra entre dos familias se dibuja en esa cara. Sin embargo, ¿por qué no siento la felicidad que antes me producía el odio? El ya me estaba mirando.

—Estás aquí para adelantarte a ellos —le oigo.

No le entiendo. Hasta que recuerdo el rifle. Lo aparto de mí, lo apoyo en la pared a mi espalda. Un movimiento demasiado rápido, como demasiado lento fue el ascenso de mi mirada. Creo que toso para ocultar algo y no sé qué. De pronto siento que mirando su cara estoy clavado en una situación que no me lleva a ninguna parte. Algo quedó pendiente en el ascenso de mi mirada y retrocedo al abrigo: largo, sombrío, sucio, acartonado, tosco, cerrado, monolítico, una inmensa superficie seguramente exigua para mostrar un completo muesli ario de las impregnaciones de este lugar. Recuerdo la reciente liberación de aita y la comparo con lo que aquí veo. El regresó sin abrigo. Creo que es el abrigo de este preso que tengo delante lo que me impresiona, más que la carne disminuida del que lo lleva.

—A lo mejor es que traes algo para mí —dice.

No tengo que desabrochar el bolsillo para desobedecer a aita. Coge el papel con una mano de uñas largas y sucias de cadáver (las uñas siguen creciendo después de la muerte) y lo lee.

—Bien —dice—. Los enterrados celebraremos nuestro consejo. En vez de sala de juntas, un rincón oscuro de la bodega. En vez de sillones de cuero, cajas de madera. Pero desde esta cloaca estamos decidiendo la Guerra.

Aparece en sus ojos una ráfaga de chispas. Yo aún no he pronunciado una palabra. No sé si me repugna hablarle o no se me ocurre qué decirle. Antes no debía realizar ningún esfuerzo para insultarle. ¿Por qué me habla como si se dirigiera a un amigo? Ahora, al menos, le miro, porque estoy tan aturdido como al llegar.

—Sí, tú me atrapaste —dice, e incluso ahora me sonríe—. Normal. En guerra, unos matan a otros o los apresan. Pero a ti te movió otra guerra… y es lo que me ayuda a conservar mi propia estimación. Aquel día ni siquiera sospechabas que acabarías engullido en una santa alianza, ni un pacto entre caballeros… y señoras. ¿Qué te parece? Resulta que vuestras agresiones euskéricas…, con k en esta ocasión, si así lo prefieres…, carecían de hueso. Al final siempre hemos de contar con la gran verdad que mueve al mundo. ¿Dos verdades unidas en santa alianza? No, una sola verdad.

No sé por qué le sigo mirando. Me revuelve las tripas su sonrisa arrogante. Ellos están habituados a que bailemos a su son: llegaron, nos destrozaron y ahora dirigen nuestras vidas. No dejo de asombrarme de lo que estoy sintiendo.

—¿Me volverías a cazar, arrogante ertzaina? —dice—. Sabiendo lo que ahora sabes, ¿me sacarías de aquella madriguera a punta de rifle? Sin restarte mérito, no sois vosotros quienes habéis dado el primer paso, el auténtico, para destruirme, sino ellos, nuestro enemigo común, los revolucionarios. Ya ves cómo les seguiste el juego… No estoy proponiéndote mi fuga, un simulacro de agresión y un cambio de disfraz. Luego, no me sería difícil alcanzar el muelle. Tus ropas me vendrían holgadas, pero tú y yo integramos cierta clase de aristocracia e impresionamos a la chusma que nos mira, sí, pero desde una postración tan oculta que no nos ve. ¡Y que esos pequeños me tengan…! No me has contestado: ¿me volverías a cazar? Claro que no.

La situación es ésta: él habla y habla. Si fuera yo el que hablara y hablara, a él le correspondería callar…, pues no cabe el diálogo entre nosotros. Es en lo que parecemos estar de acuerdo. Pero él se me adelantó.

—¿Puedo acercarme?

No es un preso rogando a su guardián, sino una sangre ilegítima dirigiéndose a su sangre legítima. En la sonrisa benevolente hay ahora, además, una brizna de burla. Da pasos hacia mí hasta que la rígida punta de una solapa del abrigo roza mi correaje. El abrigo huele a moho. Algo pasa a mi mano, un papel. Lo levanto. «Cuidado», oigo. Miro hacia la puerta y los dos ojos de buey, todo cerrado. «Frío para todos. Consejo en las catacumbas», leo.

—Al zapato —me ordena.

—¿Al zapato?

El mismo se agacha, desanuda mi bota, me la saca, coge el papel, lo extiende en el fondo de la bota y me la calza y anuda. Contemplo desde arriba la operación del humillado Efrén. No es un mal remate a la maldita entrevista. Se levanta y le veo masticar mientras retrocede hacia la puerta.

—Yo únicamente lo puedo comer, vosotros quemadlos —dice—. ¿Cuántos afortunados se reunieron con nuestro padre? —Ya no hay ninguna sonrisa en su cara—. Haré memoria de cuántos éramos en aquel tiempo y restaré los que estamos aquí… y los asesinados. He visto ahí abajo cómo nos mataban como a reses. —El abrigo, el sucio abrigo oliendo a moho y quizá a sangre. Lo cacé y ama se sintió muy orgullosa de mí—. Espero que la próxima vez me traigas algo más para la boca que un papel. Algo fácil de ocultar, incluso, en las botas: lonchas de jamón, filetes de ternera. —¿Qué ha cambiado para que ama no se sienta ahora tan orgullosa de mí?—. Si para que intentéis sacarme debo pedíroslo, os lo pido: sacadme de aquí. Miedo. Escalofrío. Tiemblo de la cabeza a los pies. ¿Es suficiente? Llevo los mismos calzoncillos que al venir. Traerás puestos dos calzoncillos y uno lo dejas aquí. Me lo lavo con agua de sentina sólo cuando me viene la incontenible cascada del vientre. —Que no pare de hablar, no sabría qué decirle—. Tú eres Moisés y utilizaré esa parte de ti que ha entrado en la santa alianza…, aunque seguiré odiando con el mismo ardor al otro Moisés, el que formaba parte del Getxo que repudió a mi madre. Mi madre no os odiaba, no tenía nada contra vosotros, antes de llegar no sabía de vuestra existencia. No os atacó, simplemente estaba viva y tuvo enfrente a tu familia. El odio vino después, como respuesta a vuestro odio. Mi madre sobrevivió, tenía en ello una larga práctica. Otra se habría marchado. Ella se quedó. Y yo también me quedo. Hasta en estas condiciones me gusta luchar por el triunfo… No sé por qué te hablo de todo esto, suena a última confesión de final del camino. No hay tal. Volvería a hacer cuanto hice, o cuanto os hice, como prefieras. Espero poder seguir haciéndolo algún día. Fuisteis menos enemigo de lo que temí en las primeras escaramuzas. Os distraían estorbos, cierto estar en la tierra y no estar al mismo tiempo, cierta esperanza judía. Bueno, y cierta manía persecutoria…

—Yo no soy Martxel, soy Jaso —le digo.

Entorna los ojos.

—¿No eres Moisés o no te llamas Moisés? —dice.

—Me llamo Jaso porque soy Jaso —digo.

—Juega, juega, hombre feliz… Entonces también te corresponderá tirar piedras a nuestra casa por junio… ¿Te marchas? ¿Habría en tu bolsillo unas migas de pan? Necesito masticar algo limpio —dice.

Anoche soñé con Martxel y me preguntó por Andrea. Esta vez no me preguntó por la modelo del cuadro. Con el asunto de la Guerra, mis continuos servicios en la Ertzantza, mis brillantes actuaciones por libre, mi cuidado de ama y tanta vigilancia de personas y cosas en general, el tiempo se me va de entre los dedos. Le dije a Martxel que llevo meses sin verla y él me cortó para lanzarme que cómo podía soportarlo, y me vi obligado a recordarle que yo no soy el novio sino él, y se quedó con la boca abierta, pero enseguida estalló: «¡Tú eres el novio! ¡Tú! ¿No lo sientes así?, ¿no escuchas a tu pecho lleno de amor?». Y entonces empecé a llorar y él me preguntó si recordaba el cañaveral de Altubena. «¿Cómo olvidarlo?». «Pues allí nos escondíamos los dos a esperarla, los dos esperando a nuestra Andrea». Y me miró como queriendo decirme mucho más. ¿El qué? No apartaba sus ojos de mí, clavándomelos. «¿Qué necesitas urgentemente que piense yo, o que haga, porque tú, mi pobre hermano, ya no puedes?». Es media mañana. Como hoy no me toca servicio, supongo que ama dio ayer orden a las criadas de que me laven el uniforme. No lo veo plegado sobre la silla. Pero el armario con el uniforme de repuesto está cerrado con llave. Entra ama con un traje planchado colgando de su antebrazo.

—Si vas a salir puedes ponerte éste —dice.

—Prefiero mi uniforme —digo.

—Deja descansar al uniforme —dice ama—. Tienes más trajes.

—Sí, en ese armario, pero está cerrado. Tienes la llave en el bolsillo.

—¿No te cansa llevar uniforme hasta en los días libres? —dice ama.

—No —digo—. Soy un gudari y Euskadi está en guerra. Abre esa puerta, ama.

—Al otro lado de ese tabique hay otra habitación con un armario abierto —dice ama—. Desde hace años no pisas esa habitación que fue tuya. Y, claro, tampoco coges de su armario tus ropas hechas a medida. —Se me acerca y acaricia mi cara con su mano libre—. Hijo, puedo soportar que te llames como quieras…, ¡pero no que vistas ropas que no te caben y vayas reventándolas por la calle! Por eso he cerrado este armario, para que vayas al otro.

—Yo no he cambiado de nombre —digo.

—Tienes razón, qué cosas se me ocurren…, pero no salgas por ahí hecho un fantoche.

Necesito pensar que, a veces, no parece ama, para reunir coraje y sacarla al pasillo a suaves empujones. Dejó la llave en la cerradura del armario cuando le amenacé también con forzarla. He de cumplir el deseo de Martxel antes de que me visite otra vez. Saco del armario el segundo uniforme y cuando empiezo a desnudarme veo esa ropa que no me pongo desde que me entregaron los uniformes de ertzaina. No me apetece ponérmela, y menos hoy, cuando debo impresionar a alguien. A Martxel le costará creer lo bien que su hermano conoce a las mujeres. Y, bueno, también he de demostrar a ama que son mías las ropas de este armario. Me pruebo chaquetas y pantalones, y no entro en ellos. ¿Qué pasa? Son los mismos que llevé tantas veces. Habrán encogido, habré engordado. Lo devuelvo todo a sus perchas y cierro el armario hasta la próxima ocasión.

Camino de la escuela con mi flamante uniforme la gente me saluda con una palabra o un simple gesto de simpatía y muestra admiración por mi rifle. Y de pronto caigo en que este curso no hay escuela. Bueno, veré a Andrea en el cañaveral. Allí la esperaré. A pesar de que no es domingo. Pero me tiene dicho que también suele darse una vuelta entre semana por nuestra choza. Corro el riesgo de hacer el viaje en balde…, excepto si no lo remedio presentándome luego en Altubena. No sólo la vería: si me atreviera, pediría su mano para Martxel. No sé por qué no me iba a atrever si es para Martxel. Y, además, ¿por qué no me iba a atrever si Martxel ya se atrevió una vez? Bien, pero si Martxel ya ha pedido su mano para él, ¿por qué me pide que yo lo haga de nuevo? Sí, recuerdo que entonces lamentó su precipitación, su falta de respeto a las viejas leyes que rigen para estas cosas… ¡Oh, Dios, veo a Andrea! No ha salido de la escuela sino de la ferretería de su sobrino Eladio Altube. Martxel quiere que me acerque a ella. «¡Andrea, Andrea!», la llamo. Ahora me ve. Cae al suelo el pequeño paquete que lleva en la mano y lo recoge la muchacha que la acompaña, poco mayor que ella. «¡Andrea, espérame!». Es que se alejan las dos. Está igual de bonita que siempre. ¡Su rostro inolvidable, tan terso y limpio! Ha dejado las coletas, se ha recortado el pelo. «¡Andrea, la de cosas que tengo para contarte!». Corren por las calles de Algorta como dos gacelas. Mi carrera es más rápida y les estoy dando alcance. ¡No me habrá reconocido con el uniforme! Y yo creyendo que… ¡Pobre chiquilla! No sé a qué viene esa cara agria de la gente que nos ve, molesta porque los jóvenes nos comportemos así en la calle. «¡Andrea, soy yo!». Llegan a la escuela, abren la puertecita exterior y se lanzan por el patio hacia el edificio, gritando: «¡Señorita, señorita! ¿Está usted ahí? ¡Abranos!». ¿A qué tanto escándalo? Alguien abre la puerta de la escuela. Es la maestra. Entran Andrea y su amiga y se cierra la puerta. Oigo la vuelta de la llave y el cerrojo. El patio está vacío de críos, las ventanas de las aulas están cerradas: a los críos no les ha venido mal la Guerra. Cruzo el patio y llamo suavemente con los nudillos en el cristal mate de la puerta. «¿Qué quiere usted?», oigo a la maestra. «Hablar con Andrea», digo. «Aquí no hay ninguna Andrea», dice la maestra. Y tiene fama de no decir mentiras. «Acabo de verla entrar ahí», digo. «Ninguna de las dos era Andrea. Ellas mismas le dirán cómo se llaman», dice la maestra, y enseguida oigo dos voces distintas: «Yo soy Mirena Sagastizabal Delatorre», «Y yo María Antonia Delatorre». «¿Se ha convencido usted?», dice la maestra. Nunca imaginé que obligara a mentir a dos inocentes. «Se están burlando de una autoridad», digo. «Nadie se burla. Los parecidos familiares sí que se están burlando de usted. Mirena es nieta de Andrea y María Antonia es tía de Mirena», dice la maestra. Y repite: «Mirena es nieta de Andrea». ¿Qué dice esta mujer? ¿Andrea abuela? ¡Si la acabo de ver fresca y lozana! «Se están burlando de una autoridad y derribaré la puerta. ¿No se dan cuenta de que sólo quiero hablar con Andrea?», digo. Silencio. Silencio. La voz de la maestra se ha calmado: «Mirena tiene diecisiete años, usted podría ser su abuelo». Es lo más sucio que podría haber dicho. Yo sólo quiero hablar con Andrea sobre esa boda. De nuevo la maestra: «Estas chicas están asustadas, retírese para que puedan llegar a sus casas». Le contesto que no, que me sentaré en estos peldaños hasta que salga Andrea. «No quiero un escándalo, si nos pusiéramos a gritar las tres vendría hasta el alcalde. Saldré yo… si usted se aparta unos pasos», dice la maestra. Me aparto unos pasos. «Ya está», digo. Parece que he ganado. «Más lejos», dice la maestra. Retrocedo hasta la puertita de la calle y sólo entonces oigo la cerradura y el cerrojo. Lo primero que veo es el cabello rojizo claro de la maestra, quien cierra la puerta a sus espaldas y espera a oír que Andrea y la otra den la vuelta a la llave por dentro y corran el cerrojo. Me invade la tristeza. ¿Por qué se comporta así Andrea? No creo lo que estoy viendo. La han envenenado con mentiras contra mí. La maestra avanza con paso seguro, toc toc, por la hilera de losetas. Sus ojos claros no se apartan de los míos. «Le agradecería que pasase al otro lado de la puerta», dice, abriéndola y echándose a un lado. Salgo a la acera, la maestra también y pasa la mano por encima de la puerta de tablas para cerrarla con el pestillo interior, lamentando seguramente la falta de un candado o una tranca. «En un momento regreso con alguien para que me ayude. Supongo que entretanto usted no asaltará la escuela…», dice la maestra. ¿Hace falta repetir que no quiero hacer daño a nadie? Pero lo repito y parece que ella se marcha más tranquila.

Ahí vienen los dos maestros, la agitada señorita Mercedes y el larguirucho don Manuel. Suele decir ama que todas las campanas de Getxo repicarán cuando se casen. El maestro se detiene frente a mí y la maestra abre la puertita y se aleja por el patio con su toc toc.

—Sé quién es usted. Se llama…, ¡ejem!…, es el hijo de Cristina Oiaindia —dice el maestro—. La señorita Mercedes quiere que le hable. Nada de ruido, usted y yo solos. Mejor que no sea en la calle sino…

—Empiece, empiece —digo con impaciencia—. Yo también sé quién es usted, pero eso no arregla nada… ¿Tiene la escuela puerta trasera?

Vuelvo la cabeza una y otra vez hacia el cajoncito que es la escuela, en la que ya ha entrado la maestra, y aunque no ha cerrado la puerta, nadie ha salido.

—No, no hay más puertas —dice el maestro—. Cuando salgan las tres personas que deben salir, lo harán por la que vemos. Eso ocurrirá cuando deje usted de perseguir a dos muchachas y se retire.

—Yo no pretendía alborotar la escuela —digo—, pero Andrea y su amiga vinieron aquí y nadie les habría abierto si la señorita Mercedes hubiera estado en otra parte, considerando que hay Guerra y que…

—Aprovechó un hueco para ordenar cosas… Escuche: hay que acabar definitivamente con situaciones como ésta, un pueblo no puede soportar un escándalo público años y años…

Le ha costado decirlo, saca el pañuelo y se seca los labios.

—¿De qué situaciones habla? Si estamos frente a la escuela es porque…

Me corta:

—Si no me equivoco, usted no anda lejos de los sesenta…, ¿o debo referirme a su hermano? ¿Se ha detenido usted a recordar cuántos años tiene ya Andrea Altube Uribe? ¡No le faltará ni un aliento para los cincuenta y cinco! ¿No comprende la aberración que supone que usted…, llámese como se llame…, usted haya empezado persiguiendo a la propia Andrea, pidiendo su mano e ignorando que ya está casada, y en ocasiones se presente en la escuela, a la salida de las niñas, ofreciendo caramelos o flores a la hija de Andrea, y luego a una sobrina, y más tarde a su nieta, como hoy…? ¿Se prolongará esta locura hasta la bisnieta? —Ahora el pañuelo cubre su cara secando gotas de sudor—. Perdóneme, pero había que decirlo, alguna vez tenía usted que oírselo a alguien… ya que, al parecer, no se lo dicen los que se lo deben decir. ¿Bastarán estas palabras mías? ¿Estaremos aún a tiempo de arreglar algo? Dirija una mirada a su interior. ¿Llegamos demasiado tarde?… Nadie piensa en denuncias o en una hoguera en la plaza…, pero usted tenía ya que saber lo que en todo Getxo se comenta de su comportamiento. ¿Qué piensa usted de su propio comportamiento? ¿Aún es capaz de verse a sí mismo? ¿Puede entender que Andrea sea abuela, que han transcurrido más de treinta años desde…? ¡Dios mío, un pueblo no puede vivir con el recordatorio perenne de un amor descalabrado… y de otras cosas también descalabradas!

El pañuelo continúa secando ese rostro brillante de sudor. En ocasiones, el pañuelo cubre la boca en el momento de hablar y las palabras me llegan desdibujadas, y es posible que esté en esas palabras perdidas el sentido de lo que el maestro me quiere decir. Cuando calla, opino que no es una decisión suya sino del tapón que parece habérsele puesto en la garganta.

—¿Se encuentra usted bien?, ¿quiere que llame a la maestra? —digo.

Es de noche y detengo la moto ante la puerta y se me acerca uno de los tres gudaris de guardia en la casa.

—Se acabó la tarea, ¿eh? —dice—. ¿Qué anda por esos despachos?

Sabe que estoy en las oficinas de la Ertzantza. Al principio estuve en la motorizada de retaguardia, llevando papeles de un edificio a otro, pero estrellé dos motos y me quitaron del servicio, y ama me dijo que pensaban mandarme a proteger un cuartel general del frente, de modo que me compró una moto particular, y lo que ocurrió entonces fue que como mi moto era de las mejores que había por aquí, quisieron meterme de enlace motorizado en el frente, pero ama no lo consintió, habló con alguien y ahora estoy en una puñetera mesa pegando sellos. La moto únicamente la utilizo para ir y venir del trabajo, con el rifle cruzado bajo mi muslo.

—Secreto de guerra —le digo al gudari.

—Ahí te espera alguien —me dice.

Me alejo de la luz de las farolas de la puerta y sale de la oscuridad de la carretera una mujer de blanco de la cabeza a los pies.

—Martxel —la oigo.

—Soy Jaso —digo.

—Jaso… ¿Sabes quién soy? Tu hermana —dice.

—¿Qué hermana? En mi casa no vive ninguna hermana —digo.

—Oiarzena. ¿Recuerdas? Oiarzena —dice.

Las palabras y las caras dejan de haber existido alguna vez si no se las nombra. Ahora que oigo este nombre y veo esta cara sé que la solución más cobarde sería la del olvido. Pero hay guerra y he de estar a la altura de mi rifle. No quiero olvidar, quisiera no haber vivido aquello. Para mis decisiones viriles he de tomar modelo de Martxel, recordar cómo era Martxel. Vaciaré en esta empresa toda mi capacidad de recuerdo, hasta agotarla, no dejando nada para aquella olvidable anécdota, que posiblemente ni siquiera existió. Esta cara que me sonríe es un reto a la debilidad de Jaso. «No he vivido aquello», me repito. La prueba será dura. Diciendo a la cara: «No te recuerdo», entraría en el juego del olvido. Me exijo mucho más.

—Fabiola, no sé de dónde vienes —digo.

—¡Recuerdas mi nombre! —exclama ella echando sus brazos a mi cuello y besándome en la boca.

—No recuerdo tu nombre, lo sé, igual que lo sabe todo el pueblo —digo.

—¡Hermanito, tantos años separados! ¿Volverás algún día? No habrás olvidado quién te espera allí… —dice.

—No recuerdo a Adolfo, tampoco lo veo —digo.

—¡También recuerdas su nombre! Sigue allí, esperándote. Eres su vida. Respeta tu elección de abandonarle, por nada del mundo vendría a exigirte explicaciones. Pero sabe de tu vida, no sé cómo lo sabe tan minuciosamente… Sólo he venido a decir a ama que Flora está bien, que sigue viva. Parece que Roque Altube la ha visto en el frente y pidió a don Manuel, el maestro, que me lo transmitiera. Te recuerdo que Flora es mi hija, tu sobrina —dice.

—No tengo que recordar que la maldita Flora es mi sobrina. Falta poco para que os perdáis en la nada para siempre. En esta casa nunca hablamos de vuestros nombres ni de vuestras caras… Es mejor que no entres, yo se lo pasaré a ama —digo.

—No era mi intención entrar, aunque me gustaría verla. ¿Quieres avisarle que estoy aquí? —dice.

Conduzco a pie la moto por el camino de guijo hasta la puerta del garaje. No puedo evitar recordar… provisionalmente… que he dejado a Fabiola en la carretera. Pero esto acabará muy pronto, diluido en la nada. Adolfo, Fabiola y la maldita Flora. «¿Te dice algo el nombre de Fabiola?», pregunto a ama. «¡Señor, Señor, claro que me dice algo!», exclama, esperando leer más en mis ojos. «Pues si te dice también algo el nombre de Flora sal conmigo a la carretera». Siento su cuerpo temblar cuando camina apoyada en mi brazo. Su encuentro es repugnante. No, no es conveniente que abrace a Fabiola con tanto histerismo, como si no fuera un fantasma. Al menos, no sale una palabra de su boca, sólo la mira por entre sus lágrimas.

—Vino a casa don Manuel, el maestro, por encargo de Roque Altube. Tu nieta está bien —dice Fabiola.

¿Por qué no la llama maldita nieta, demonio disfrazado, asesina de Martxel? Los tres gudaris se han alejado del grupo. Ama y Fabiola permanecen de pie, medio abrazadas, mirándose, y por fin dice ama: «Vuestras sábanas…», pasando su mano por la tela de Fabiola. «Por lo menos están limpias».

—¿Está bien aita? —dice Fabiola.

—Está viejo, como yo. Pero bien, desde que lo sacamos de aquel agujero. ¡Esta Guerra acabará por destruir lo poco que queda entero de esta familia! —dice ama.

Propone a Fabiola dejar Oiarzena y vivir en nuestra casa, «donde estaréis más seguros». La invitación incluye a Adolfo «y a cuanta gente de cualquier clase que tengáis allí». Ama suspira: «Se me acaba de ocurrir y yo misma me asombro. Será que las guerras cambian a la gente. ¡Que termine cuanto antes!». También pregunta a Fabiola: «¿No quieres saber cómo está tu marido? Te refugies o no en mi casa, creo que ya es hora de que termine…, ¡al cabo de treinta años!…, vuestro porcio laico».

—En el mundo había paz cuando fui destruida —oigo a Fabiola sin voz.

—¡El Árbol se ha salvado! ¡Somos el pueblo elegido de Dios! —dice ama abrazando a uno de los gudaris de la puerta que ha traído la terrible noticia de la aniquilación de Gernika. La siento en su butaca y saco un pañuelo de su propio bolsillo para ponerlo en sus manos.

La tarde es ya noche. Después de soltar su frase despavorida, el gudari queda tieso a la puerta del salón, mudo, pálido, tocándose los ojos. Voy a la puerta de casa, que está abierta, salgo al porche y le grito a Franco:

—¡Cabrón!

Regreso al lado de ama.

—Calla, calla, hijo —me llora—. No nos condenemos también nosotros. Calma, calma para poder amar más que nunca a nuestra ciudad santa. ¡Señor, no sólo quieren ganar la Guerra sino destruir a los vascos! ¡Pobre Gernika, pobre, pobre, pobre…!

Me siento en la alfombra, a sus pies, y me abrazo a sus rodillas.

—Martxel sabría cómo vencerles —digo.

—¡No me vuelvas más loca! —grita ama. Pero enseguida siento su mano acariciar mi cabeza—. He de hablar con Aguirre, con Monzón, con Ajuriaguerra… ¿Darán la misma interpretación que yo a esta salvajada? ¿Cuál será nuestra respuesta? ¡Arrojan sus bombas contra lo más querido nuestro y las seguirán arrojando hasta vernos entre escombros sin esperanza de resurrección! ¡Pero nos queda el Árbol!

Veo a la servidumbre, ellos y ellas, agolpada en el hall, escuchando al gudari repetir sin descanso la mala nueva. Baja Román y entra en el salón gruñendo: «Terrible, terrible…», y se sirve una copa de coñac y levanta la botella para saber si yo quiero otra. Niego con la cabeza y vacía su copa de un trago. Imposible que sienta lo que sentimos ama y yo. Pertenece a otro mundo. Nos llega el vozarrón de aita:

—¿Qué pasa por ahí abajo?

Paga el esfuerzo con una explosión de asma. Los gemidos de ama repitiendo «Señor, Señor, Señor, Señor» me traen aquel largo dolor recogido en el pasado por el niño que yo era, dolor con el que viví en adelante, y fui feliz de estar a su lado entonces y ahora para compartirlo con ella. ¡Ah, el dolor de ama, su santo dolor! Entra don Ernesto en el salón con la mirada roja y una ikurriña enroscada en sus brazos.

—¡Puedo extenderla en su tejado, doña Cristina! —exclama—. ¡Don Eulogio se ha negado a ponerla en la iglesia!

Don Ernesto Ozamiz es coadjutor desde hace seis años, le hemos abierto nuestra casa desde que don Eulogio casi insultó a ama el día en que el Partido dijo «¡ahora!» y apoyó a la República.

—Sí, don Ernesto, me parece muy bien —suspira ama.

—Llamaría especialmente la atención de los aviones, sería como invitarles: «¡Eh, eh, tiren aquí, es un buen blanco, no pueden fallar!». Se quedaría usted sin mansión, doña Cristina —dice Román.

—¡Gernika se merece eso y más! —exclama don Ernesto.

—¿No sería igual en el balcón, donde se ponen estas cosas? —dice ama.

—Creerán que les tenemos miedo —protesta don Ernesto.

—Dios siempre verá la ikurriña que llevamos en nuestros corazones —dice ama—. Elija usted mismo el balcón, don Ernesto.

Con su ímpetu habitual don Ernesto clava con un alambre un crespón negro en la ikurriña y se lanza escaleras arriba. He visto lágrimas en sus ojos. Lanza un grito: «¡Euskadi está de luto!», y a más distancia, cuando cree que ama no le oye: «¡Cabrones, cabrones, hijoputas!».

En las últimas semanas aita no baja ni siquiera a comer, le suben los platos a su dormitorio. También se reúne arriba con su banda de industriales. En este tiempo he dicho a ama en no menos de tres ocasiones: «He estado con el bastardo en su pocilga y puesto en sus manos un talo de tres días que saqué de mi bota», o «Le han pasado del barco a una cárcel en tierra porque ha sobrevivido al último asalto de los milicianos. Está más flaco que una cerilla y le he dado una sardina cruda que saqué de mi bota», o «Esta vez me costó reconocerle, parecía que su abrigo andaba solo, ¡ja, ja! No le llevé comida, pero en el último momento pensé en nuestro próximo duelo y puse en sus manos heladas el bocadillo de jamón y mantequilla que me metiste en el bolsillo para la merienda»… Quizá fueran cuatro y no tres mis excitantes comunicados a ama. Aita, después de cada consejo de administración alrededor de su cama, me hacía subir y me entregaba un papel no mayor que una tarjeta de visita: El frío se acentúa, no se advierten estorbos de ropa. Votamos sí a mano alzada, o Nunca una siesta tan colosal metió menos ruido. Seguimos votando sí, o Seguimos manteniendo a distancia el pino color negro. A mano alzada, o Intento de control de última hora. Tarde. Pronto nos calentaremos. Ya no hay nada que votar.

¿Y los mensajes de respuesta del bastardo? Bien, pero ¿quién respondía a quién? Empezó él, ¡maldita sea!, el primer papelote que viajó fue el suyo, de manera que él siempre proponía y ordenaba y aita y los suyos respondían y obedecían: Hemos instalado al dios negro en el único Olimpo. Consejo de administración mermado, o Sois responsables, no perdonaremos fallos. Voto a mano alzada. Haced lo mismo. Queremos culpables. Consejo de administración mermado, o Gusanos tan fáciles de engañar no pueden ganar. A buena hora se acuerdan de nuestro juguete roto. Al mermado consejo de administración no le quedan ganas de reírse, o Sacadnos de aquí. Sacadnos de aquí. Sacadnos de aquí. Orden de tierra quemada… Nunca olvidaré la cara de terror del bastardo al arrodillarse para meterme la que sería última nota entre el calcetín y la planta del pie. Le dije que me comprometía a mantenerlo vivo hasta llegar al bosque para matarlo. Alargué mi salida del camarote porque su mirada me transmitía que elegía ser muerto por verdugos que no harían lo que yo: exhibir el trofeo de su cabeza al extremo de mi rifle. Fue uno de los mejores momentos.

A partir del segundo viaje, pedí a aita que se olvidaran de los papelotes, que sería aún más seguro llevar los mensajes en mi mollera. Una de las veces en que se lo pedí estaban presentes los tipos de aquellos consejos. Me miraron como si no creyeran lo que habían oído, y luego miraron a aita, y aita movió la cabezota y resopló y los otros también resoplaron. Despreciaron mi valiosa propuesta. Creo que les gustaba jugar a los espías pasando horas eligiendo las palabras de sus notas estrambóticas o disfrutando con las del bastardo.

En el imparable hundimiento de la expresión de ama puedo seguir la paulatina pérdida de la Guerra. Creo que no habrá hombre, mujer o niño al que no le haya tocado oír el silbido escalofriante de las bombas al caer. Franco nos bombardea a diario, bien Bilbao o los barrios o los pueblos o el campo de aviación sin aviones o instalaciones. Pero, sobre todo, Bilbao. «Correrá la misma suerte que Gernika», dice ama. A partir de cierto día también oímos volar obuses sobre nuestras cabezas contra la última esperanza de huida: la carretera de Santander. Coincidió con la llegada a Algorta de los italianos que avanzaban por la costa. «¡Dios mío, los podemos ver sin salir de casa!», repetía ama arrastrando las zapatillas. Y este no salir de casa fue de pronto para ella ley a seguir. Sólo horas antes me pidió que quitara la ikurriña del balcón. Susurraba por los rincones como sonámbula: «Saldremos fortalecidos si seguimos teniendo fe. Repite conmigo: Dios y Patria», y yo repetía con ella: «Dios y Patria».

Desde hace una semana viven bajo nuestro techo cinco de los tipos que se reunían con aita. Vinieron a un consejo y se quedaron. «Aquí estaremos más seguros que en nuestras casas», dijeron. Pero ayer desaparecieron los gudaris que guardaban la entrada y los tipos no se movieron. A invitación de ama comen con nosotros abajo. No aita: echa la culpa a las escaleras. Otra de sus falsedades: le hemos oído bajar, solo, al jardín en noches de calor y luego subir las escaleras sin ayuda. A lo mejor es que, además de no aguantar a su familia, no aguanta a nadie. Ama no se explica por qué han desaparecido los tres gudaris. «¿Quién les dio la orden?», exclamó. Se lo explicó uno de los cinco tipos: «Es la hora de la desbandada, señora marquesa». «¿Quiere usted decir que todo está perdido?», dijo ama. El tipo asintió con la cabeza y dijo: «Cerremos puertas y ventanas con todas sus llaves y cerrojos. Apaguemos luces y no hagamos ruido, que parezca que aquí no queda nadie. La situación no se alargará, seremos liberados en horas». Ama miró a Román y éste asintió con la cabeza. Esto ocurría ayer y hoy están los italianos en Getxo. Pero el tipo de las puertas dice que no se fía, que es pronto para sacar la cabeza, que no son los italianos los que cortan el bacalao, que aún habrá en las calles milicianos rezagados sedientos de sangre. Fue entonces cuando la pobre ama gritó: «¡Ricachos españolistas, milicianos sedientos de sangre…! ¿Y dónde están los míos?». Se hizo un gran silencio. Hasta que del grupo de los cinco se adelantó uno, llegó ante ama y le dijo: «Permítame que le señale, señora marquesa, que esos suyos que ya no están aquí constituyen sólo una parte de usted. Su otra parte somos nosotros. Creí que lo sabía». Ama palideció y vi temblar sus manos. «Siempre luché contra el canibalismo de Camilo Baskardo, y si ustedes son uña y carne con él ¡son también caníbales! ¿Saben cuál es la gran diferencia entre ustedes y yo? ¡Que Franco no viene a por ustedes sino a por mí y mi pueblo! ¿Qué hacen ustedes en Euskadi?, ¿qué hacen ustedes en mi casa?», estalló ama. Me puse en pie para enfrentarme a los cinco enemigos, pues el estado en que la vi era tan alarmante que pensé que se moriría de un momento a otro. «¡La han herido, cobardes!», les grité, corriendo en busca de mi rifle para sacarlos a la calle vivos o muertos. Es lo que habría hecho Martxel. Pero uno de ellos me alcanzó y sujetó del brazo y me dijo: «Si hemos ofendido a su señora madre no era nuestra intención. Ella tampoco ha querido decir lo que ha dicho, la terrible tensión que ha vivido ha roto sus nervios». Y otro intentó tranquilizar a ama con parecidos argumentos, y yo exclamé: «Sabía muy bien lo que decía, lo sabía muy bien. Son ustedes los que la sacan de quicio». Y ellos, de nuevo: «Lo sabía y no lo sabía. Es una gran mujer, es lo que siempre hemos pensado de ella, ¿aunque un notable carácter se halla a salvo de flaquear ante un destino especialmente aciago?». Así cotorreando, me fueron conduciendo junto a ama. «No tardaremos en poder dejar esta casa y le libraremos a usted de nuestra presencia», decían. Ama tomó mis manos y musitó: «¿Significa eso que mi hijo y yo pronto caeremos en las garras de Franco?». Uno de los tipos se apresuró a decir: «Todos nosotros intercederemos incondicionalmente por ustedes como ustedes nos prestaron fundamental ayuda y protección. Esperemos con calma cristiana el cambio de personajes en el escenario».

De pronto, recuerdo.

—Tengo que ir a Bilbao —digo.

Estaba seguro de que ama me miraría con la angustia con que lo hace y apenas acierto a hablar.

—Recibí orden de presentarme antes de las doce en el cuartel de la Ertzantza —le explico—. Vamos a sacar a todos los presos de las cárceles para entregarlos a los que vienen.

—¡Qué magnífica noticia! —exclaman los cinco tipos como un coro ensayado.

Uno de ellos se acerca más a ama para susurrarle con ojos brillantes:

—A que también se alegra usted, señora marquesa…

—Claro. Cristo dijo no matarás —pronuncia lentamente ama.

—¡Dos mundos! —casi grita el mismo tipo—. ¡Unos asaltan cárceles para degollar inocentes y sus socios los rescatan! ¿Aún lo duda, doña Cristina? ¡Su mundo es el nuestro!

—Pero tú no irás, hijo. Quedamos en que nadie saldría de esta casa —dice ama apretando mis manos hasta hacerme daño con las uñas.

—Pero, ama…, ¡yo soy un gudari! Esta mañana recibí orden de…

—Hay ertzainas de sobra para llevar a esos presos, no es imprescindible tu presencia, no te llaman para defender un monte y deberías atravesar un caos imprevisible —dice ama.

—Si no hay más remedio, los ertzainas estamos dispuestos a defender montes. ¿Cómo voy a privar a la Guerra de un rifle como el mío en esta última hora? ¿No te das cuenta, ama, de que aún es posible cambiar el destino de Euskadi?

Esto es lo que digo. Los tipos están a lo suyo:

—¡Dios se ha apiadado de nosotros! ¡Tengo presos a un hijo y dos sobrinos! —vocifera uno.

—¡Salvados! ¡Salvados tantos parientes y amigos en el último momento! —lloriquea otro.

Cuando se están felicitando entre abrazos y carantoñas, uno los silencia:

—Suponiendo que no lleguen antes las hordas…

—¡Por eso debo ir! —digo.

—Verdaderamente, todas las ayudas serán pocas.

—¡Cállese! —ordena ama.

—La Ertzantza ya ocupa las cárceles y esta misma madrugada se pondrá en camino con los presos. O la siguiente madrugada, depende de cuándo asome Franco por Artxanda —digo.

—¡No irás! —grita ama.

Al otro lado del hall suenan los torpes pasos de aita bajando las escaleras. Primero tose hasta casi ahogarse y luego dice:

—Tu madre tiene razón por una vez. Es ridículo que un gandul como tú de cincuenta y siete años siga jugando a ertzaina en momentos tan críticos.