El 26 de abril de 1937 la Legión Cóndor alemana bombardeó Gernika y ni los que tuvieron por el peor de los augurios el florecimiento tardío del Roble aquel año pudieron imaginar la magnitud de aquella consumación. Al día siguiente don Manuel acudió a inscribirse. Entonces, por inscribirse sólo se entendía una cosa: ir voluntario al frente de batalla. Necesitó nueve meses, el tiempo de un parto, para decidirse. Tuvo que sobrevenir casi un fin del mundo, al menos aquel apocalipsis local. Aunque, de los nueve meses de Guerra, sólo uno, el último, fue el sangrantemente comprometido, el que trajo hasta las mismas puertas de nuestras casas la ya insoslayable realidad de una conflagración capaz de destruir todo lo que éramos. Naturalmente, no fue don Manuel el único en demorarse tanto en bajar a la arena, pero sí de los que mejor entendieron el significado de la sublevación de los militares el julio anterior, lo que añade más confusión a su retraso. ¿Me sentí decepcionado? Yo tenía entonces catorce años (más exactamente, trece y medio; sí nací en 1922, pero en la segunda quincena de su último mes) y ante mis ojos ya se había configurado como un mecanismo verbal, quiero decir que lo más abundante que yo recibía de él era a través de sus palabras, aquella iniciación que me marcaría sin cegarme, que propiciaba mis propias rumias. Nunca le imaginé —su bulto, su cuerpo— realizando acciones mínimamente violentas o heroicas. Con sus cuarenta y tres años, lo veía en el otro extremo del mundo, en el otro extremo de una vida, no al final, como veía al abuelo Zenon y a la abuela Bixenta, pero sí tan alejado de mí en el tiempo que, por ejemplo, si se me cayera una de las dos muletas en las que me apoyaba entonces nunca se me ocurriría pedirle que la recogiera —sobraba, él se precipitaría a hacerlo— como casi se lo ordenaría a Perico «Orejas», a Pachín, a «Petaca», a Juanto o a Joseba, pues don Manuel era una clase de amigo muy diferente. Y si su retraso en inscribirse no llegó a decepcionarme del todo fue, también, porque lo consideraba diferente del resto de las personas, incluso diferente de la señorita Mercedes. Incluso de ella. A la señorita Mercedes le faltó tiempo para incorporarse a Emakume Abertzale Batza, del PNV. (Aunque ella no era enfermera, había hecho un cursillo de primeras curas para los pequeños descalabros que ocurrían en los recreos de la escuela). No era lo mismo ayudar en un hospital, por muy de guerra que fuese, que meterse en una trinchera con un fusil, pero entonces me pareció una Juana de Arco. Sólo en los batallones anarquistas había mujeres, tenidas, equivocadamente, más por prostitutas que por gudaris. No era, por supuesto, lugar para la señorita Mercedes.
¿Llegaría a insinuar don Manuel alguna clase de justificación ante ella? En aquel año 36 vivían uno de los entreactos de su largo noviazgo, pero habrían de verse en la escuela, al menos tropezarse, y la cuestión de los comportamientos particulares en la Guerra surgiría de modo natural. Ella, por supuesto, no le formularía la imprudente pregunta, ni siquiera con el paso de los meses, pero ¿y él?, ¿le vencería la necesidad de justificarse?, ¿con qué razones?, ¿o estaban de más para quien le trataba en profundidad desde hacía once años? Suele ser muy simple la razón última de las cosas. Para ese año 36, como parte de mi educación, don Manuel ya me había confesado que el descubrimiento de su condición de asesino ocurrió a sus diez años, al dispararle a un txiotxu con su tiragomas en los tamarises de la playa. «El cuerpecillo cayó a mis pies con un ¡ploff! inolvidable. Arrojé lejos el tiragomas y me marché llorando». El siguiente y definitivo asesinato lo cometió a la edad de dieciséis con el regalo de la chimbera: al ver a su segunda víctima a sus pies, rompió aquella segunda arma y renegó de todas. La señorita Mercedes conocería igualmente los episodios. Y si el ser diferente no era renunciar de por vida a toda caza en un municipio en el que apenas se conoce un hogar sin escopeta…
Don Manuel, pues, no engrosó la generosa marea que, en las primeras horas, se abalanzó a inscribirse en las oficinas de reclutamiento abiertas por los partidos políticos para organizar sólo a su gente y enviarla, armada poco más que de palos, a sofocar la rebelión. No en todas las tierras españolas le fue posible a la población leal a la República volcarse en esta espontánea militarización popular, sí en Vizcaya, cuyo resolutivo gobernador civil frenó a los mandos desafectos y se ganó a los vacilantes. La izquierda se echó a la calle para controlar Bilbao y los pueblos… y los nacionalistas del PNV para controlar a la izquierda. «Impedimos que los grupos radicales cometieran en Vizcaya las tropelías que cometieron en otros sitios», solía esgrimir don Manuel. Pero se trató de un orden público especial con una raíz más honda: el miedo a la revolución, el mismo miedo que había estremecido a la gran burguesía con el advenimiento del Frente Popular en los comicios de cinco meses antes. «Miedo a la Revolución, don Manuel. Con mayúscula. Un miedo del PNV heredado del carlismo», le rebatiría yo en tiempos posteriores. Y él: «¿No lo tenían también los propios republicanos? Sabíamos bien lo que socialistas, comunistas y anarquistas destruirían si se les dejaban las manos libres. En julio de 1936, al día siguiente del golpe militar, el PNV de Bilbao proclamaría su adhesión a la República en su periódico Euzkadi. ¿No estaba clara nuestra postura?». Y yo le recordaba: «Sin embargo, al día siguiente de esta proclamación, el PNV de Pamplona negó a la República, y dos días después haría lo mismo el de Vitoria. ¿Cómo denominar esta indefinición? Sencillamente, indefinición».
Don Manuel no vivía con fanatismo su ideología, lo que no era bueno para él. Nunca se vio libre de emociones que nada tenían que ver con su mundo. ¿Quién le obligó, por ejemplo, a echar sobre sus hombros la responsabilidad del abandono del tío Roque de la muchacha de las minas y de la hija de ambos para regresar a su viejo Getxo? Don Manuel no pudo digerir tal comportamiento. Y hubo algo más. Lo supe al tener edad para comprender por qué intervino el tío en los dos meses y medio de Guerra en Vizcaya al lado de Flora, su otra hija fuera del matrimonio, una extensión de aquella mala conciencia que el tío compartió, sin saberlo, con el maestro. Fueron dos hombres nobles —y valientes, al enfrentarse a sí mismos— soportando a duras penas no precisamente su creencia en la legitimidad de la revolución, con o sin mayúscula, sino la soledad de ambas muchachas y, en el caso del tío, haciendo que la de las minas se encarnara en la anarquista.
Y hubo, sin duda, algo más. «La del PNV fue la única ideología que necesitó pregonar que elegía el bando de la República, las demás no inspiraban sospechas», era una de mis puntualizaciones para don Manuel. (El PNV de Pamplona y Vitoria se volvió atrás al conocer la sangrienta represión que empezaron a practicar falangistas y carlistas incluso contra peneuvistas). «¿Por qué me miras así? Nadie nos podrá acusar de haber dudado ante la oferta que el general fascista Mola nos envió con cierto sacerdote: prometía un trato benevolente a cambio de nuestra neutralidad. Ni siquiera le contestamos. Al alinearnos con la República salida de una votación popular se impuso nuestra vieja raíz democrática», afirmaba don Manuel. «No era su guerra», señalaba yo. «No, no era nuestra guerra. Sólo por imperativos geográficos pertenecíamos a aquella República. No era nuestra guerra ni nuestra República. Tampoco nuestra democracia. ¿Se trató de un duelo fascismo-democracia? Demasiado simple, pues uno de los componentes de esta democracia era la revolución. ¿Iba a ser nuestro destino ayudar a la revolución?», gruñía él.
Y antes o después aparecía en nuestra discusión el Estatuto. Ni combatiendo el PNV codo con codo con falangistas, carlistas y moros concedería Franco a los vascos el más corto autogobierno. En cambio, la Constitución republicana contemplaba un Estado con regiones autónomas y, al producirse la rebelión militar, las Cortes ya disponían del texto casi definitivo del Estatuto vasco. La elección de bando no ofrecía dudas. «Faltó solidaridad con la clase obrera, con su lucha por la justicia social», decía yo. Y él: «¿Qué clase obrera?, ¿la de España? ¿Por qué no la de todo el planeta Tierra? Euskadi tenía su clase obrera y hay que empezar por arreglar la casa de uno».
De manera que tanto el PNV como don Manuel tardaron demasiado en tomar parte activa en la Guerra. ¿Cómo eran? ¿Cómo son? El propio don Manuel no pasaba de un «lo nuestro no puede expresarse con palabras», que remitía a la región de los sentimientos. Las dos conversiones en gudaris no llevaron la misma fecha, me refiero a que la de don Manuel se produjo el 27 de abril de 1937 y la del PNV siete meses atrás, el 7 de octubre de 1936, cuando Aguirre fue nombrado presidente del Gobierno vasco bajo el Árbol de Gernika y el nacionalismo volcó en la Guerra todo el peso sustraído hasta entonces. Pues la creación en los primeros días del conflicto del Eusko Gudarostea fue como una simple muestra promocional del ejército que podrían ofrecer si se atendían sus derechos, una promesa de fuerza tan bien vendida que su primer batallón, el Arana Goiri, ya desfiló por el escaparate de la Gran Vía bilbaína el 24 de septiembre camino del frente de Elgueta. Una semana después el Gobierno republicano concedía el Estatuto.
En sus dos meses de retraso, el PNV desarrolló una actividad frenética de espaldas a un frente al que apenas se asomó. ¿En qué empleó don Manuel sus nueve meses? Ejerció de hombre de retaguardia, atendiendo a sus deberes habituales (no abandonó sus viajes casi diarios a Altubena a darme las clases) y a los nuevos derivados de la Guerra: los padres del alumno que pretendía falsear su edad para ir al frente, la novia embarazada rogando un enchufe de horas para sacar a su novio del frente y casarse, los aldeanos que pedían un par de gudaris en su cuadra para que los comunistas no requisaran sus vacas… La más extraña de las funciones se la encomendaron la esposa y la hija de Lucas Menpe, los tres fascistas convictos y confesos que vivían en San Baskardo en un pequeño chalé pintado de rojo con ventanas amarillas. Llamaron a la puerta de don Manuel con tanta prisa que se negaron a entrar.
—¡Tiene que hablar con él, dese prisa, quiere irse con los socialistas! —gimieron.
—¿Con los socialistas? —repitió don Manuel, ganando tiempo para situarse—. ¿Lucas Menpe? —aventuró.
—¿Hay otro tonto en este pueblo? —exclamó Fernanda, la esposa.
Don Manuel empezó a recordar… Desde el primer día de la Guerra, la esposa y la hija habían hecho correr que su hombre había huido a zona franquista temiendo por su pellejo. En aquel tiempo todos lo habrían tenido por una reacción natural si se hubiera tratado de otra persona, no de Lucas Menpe, un tipo insignificante al que se le podría perdonar incluso el ser fascista. Nadie puso en duda que estaba escondido en su chalé. Y allí habría seguido olvidado toda la Guerra si a «Tollo», «Sarama», Pruden y Tomás no les hubiera dado por ir a buscarle. De los cuatro, sólo Tollo era socialista, pero los nacionalistas Sarama, Pruden y Tomás, desde niños, habían entregado sus voluntades al gran Tollo, no especialmente más valioso que ellos, no más inteligente ni creador, sólo más mastodóntico, ciento cincuenta kilos de carne a un tiempo llorosa y exigente, una mole que se imponía sólo con estar, algo así como la enigmática supremacía del dios que no habla sobre el que habla o deja jeroglíficos que le vacían de misterio. También Lucas Menpe integró aquella banda infantil, de la que se apartó cuando las ideologías hicieron sus estragos. A mediados de septiembre, durante un permiso, Tollo y sus tres devotos invadieron el chalé de Lucas con intención de meterle un tiro en el cráneo y, al tenerlos delante, Lucas revivió la vieja idolatría. Ahora, quince días después, el socialista, los nacionalistas y el fascista iban a incorporarse como una piña al batallón socialista del que Tollo era teniente. Esto era lo que las dos mujeres querían que evitara don Manuel.
—¿Qué suponen ustedes que puedo hacer yo? —les preguntó.
—¡Háblele, por lo que más quiera! —suplicó Anita, la hija.
—¿De qué le voy a hablar? El ha tomado una decisión…
—¡Qué decisión ni qué narices! ¡Lucas no ha tomado una decisión en su vida! —exclamó Fernanda—. ¡Se lo llevan embaucado!
—He oído que entraron en su casa a matarle y que salieron amigos. ¿No es para alegrarse? Se ha salvado una vida —dijo don Manuel.
—¡Ha sido un acto contra natura! Usted y todo el pueblo saben que somos de derechas y ahora franquistas. Todo el mundo sabe dónde vivimos. Que vengan a matarnos… Sabíamos que buscarían a Lucas y lo escondimos. Pero al asaltar nuestra casa, Lucas sale de la carbonera a saludar a sus asquerosos amigos. ¡Qué digo saludar! ¡Besarlos! Venían a matarle y se deshacía por ellos, sobre todo por ese cerdo sudoroso y maloliente que no cabía por la puerta. Cuando el cerdo le metió en la boca el cañón de la pistola… ¡el imbécil de mi marido le decía con la mirada que estaba conforme con que le matara si era su gusto, que para eso estaban los amigos! ¿Se da usted cuenta? ¡Así de tonto es el padre de esta hija mía! Al menos, habría muerto por la causa. Por el contrario, ahora se irá con socialistas y nacionalistas a disparar contra Franco. ¡Él, un fascista de toda la vida! ¡Es un acto contranatura que alguien tiene que impedir! —se vació Fernanda.
—¿Les explicó Lucas por qué lo hacía? —preguntó don Manuel.
—¿Quiere saber usted lo que nos dijo? «Las mujeres no entendéis las cosas de los hombres». Esto dijo. ¿Qué le parece? —dijo Fernanda.
Don Manuel cedió, lo que no significa que le hubieran convencido. «Tenía que calmarlas y quizá habituarlas a que se esforzaran un poco por comprender a Lucas». Sabía que ningún discurso resquebrajaría una amistad tan profunda, sin contar con que no se veía presionando a un fascista para que no dejara de serlo. Hizo el trayecto hasta el chalé escoltado por las dos mujeres, quienes le empujaron al interior y se quedaron fuera. Lucas Menpe llenaba una mochila con ropa y bocadillos. Se volvió a don Manuel con gesto crispado: «Ellas creen que no sé mover mis propias fichas y supongo que usted también. Pero acabo de descubrir que el verdadero Lucas Menpe era aquel de pantalón corto», juró. «Era lo de siempre», se dijo don Manuel, «el eterno retorno. O la ilusión de que se vuelve de donde nunca se ha partido. Se lo transmití, sólo para dar consistencia a su postura, pero él lo entendió al revés. Denunció mi lamentable papel de embajador de ellas. Corté en seco su palabrería preguntándole: “¿Y su conciencia?”. Tenía aquella cuestión bien resuelta. Me dijo: “Ellos son cuatro y yo uno y Tollo está con ellos. Tollo y los tres no pueden equivocarse, y siendo yo uno sin Tollo sí que me puedo equivocar. Ahora somos cinco no equivocándonos, los mismos cinco que éramos antes de que nos separara la sucia política. La amistad está por encima de todo. ¿Que si ellos son socialistas y yo franquista? ¿Qué importa hacia dónde disparamos? Si la Guerra nos ha unido es porque la Guerra nos comprende y no se para en tiquismiquis de bandos”». Los cinco fueron capturados en la rendición de Santoña. A Tollo se le fusiló por haber ostentado mando. Los otros fueron encarcelados. Fernanda movió influencias y, la verdad, poco le costó demostrar a los militares que Lucas era más fascista que ellos, sólo que tonto. Más tarde, Pruden y Sarama cayeron fusilados contra la tapia del cementerio en cualquiera de las sacas nocturnas del penal de Burgos. Tomás logró sobrevivir a un calvario de siete años y regresó a Getxo con dos perforaciones de estómago, canoso, con poco más de treinta años y con un susurro por voz. Fernanda intervino directamente en el fusilamiento de Tollo, quien durante unos días había podido ocultar su condición de teniente: lo denunció. La excarcelación de Lucas y la muerte de Tollo ocurrieron el mismo día y la grandiosa decisión del hombrecillo fue apartarse para siempre de su mujer y de su hija. Siguió viviendo en Getxo, en una casita de sus padres no lejos de Oiarzena. Al recobrar Tomás su libertad, ambos daban largos paseos diarios hablando de Tollo.
El asunto Anaconda sí que obligó a don Manuel a intervenir decididamente. No anduvo acertado el tío abuelo Saturnino Altube al hacer traer de América a aquella descendiente suya de quince años, meses antes de la Guerra. Si su presencia entre nosotros no hubiera sido conveniente en ninguna fecha, menos en aquélla. Lo que el desvencijado don Manuel y ella cometieron sobre el sexto pupitre de la séptima fila de la escuela convertido en tálamo condenó de por vida a la señorita Mercedes y provocó el nacimiento de nuestra santísima trinidad. Anaconda fue inocente del gran error de estar en Getxo ¿y yo de ver aquello? Tanto una como otra fueron dos presencias impertinentes, pero, al menos, con Anaconda los dioses hubieron de trabajar mucho más para alterar su plácido destino americano, hubieron de disponer, ya en 1870, que Saturnino despreciara la primogenitura de Altubena para ir a hacer las Américas, gozara de india, tuviera descendencia selvática y aquella nieta que jamás habría conocido Getxo (por no hablar de Boniato, el hijo que se trajo antes) si Abeliñe «la Camisona», mujer de Saturnino, no llevara años acusándole de la esterilidad del matrimonio… Y, bueno, supongo que los dioses también tendrían algo que ver en el estallido de una guerra capaz de cambiar la naturaleza de don Manuel aunque sólo fuera por unos tumultuosos instantes. En cambio, mi presencia al otro lado de los cristales perteneció a la más anodina normalidad, sobró la intervención de los dioses en mi destino, me dejaron en paz. De modo que al actuar en libertad y elegir mirar, fui culpable. Don Manuel me diría en alguna vana ocasión: «Nada de culpable. Impediste que el monstruo mancillara a la señorita Mercedes. La salvaste a ella y te salvaste a ti al desenmascararme». Y cuando yo le pedía que olvidara ese lenguaje liberador, que lo único que yo quería era no haber visto nada y seguir conviviendo con mi amigo el monstruo hasta el fin de los tiempos, me recordaba con patetismo: «En aquel 1938 me lo exigió con violencia un muchacho de quince años que hoy cree que ha crecido. Suplico a ese muchacho sin edad que me permita salvarle».
Desde su primer contacto con Anaconda, Getxo no supo ver que le había llegado un foco de turbulencia. Y digo Getxo porque lo de la india desbordó el exiguo grupito que compondría, no mucho después, la santísima trinidad. Aunque Anaconda siempre fue inocente de las pasiones que levantaba. Parece que las hembras sudamericanas empiezan a sentirse llamadas a los doce años, de modo que ella ya pudo haber venido con tres hijos. Sin embargo, aunque su cuerpo fuera pregonando sexo, su mente estaba en otra parte, o no estaba en ninguna, a juzgar por su desinterés por cuanto la rodeaba, incluidos los hombres, o ellos principalmente. Vestía un tosco sayón que alguien le echaría encima al sacarla de la selva paraíso y que no lograba disfrazar las cumbres de su cuerpo. Como el sayón no tapaba sus pies (que siempre llevó descalzos, incluso sobre la nieve), a esos centímetros de carne desnuda se les culpó de las primeras escaramuzas sexuales protagonizadas por las jóvenes cuadrillas de los sábados. No tuvieron ocasión de rondar la casa del tío abuelo porque Abeliñe se negó a alojarla una sola noche, de manera que hubieron de prestar más atención que hasta entonces al convento de las Reparadoras donde el tío abuelo la instaló provisionalmente en régimen de pensión, después de que don Eulogio la bautizara y le diera instintivamente un nombre. Los jóvenes trepaban a los árboles del entorno del convento para verla en el patio por encima de las tapias, y las monjas la clausuraron más, y entonces ellos apoyaban de noche largas escaleras en las fachadas del edificio tratando de colarse por las ventanas. La selvática Anaconda no pudo soportar aquella cárcel y huyó del convento, y durante veinte días nadie supo de ella. El tío abuelo estuvo a punto de denunciar a las monjas por negligencia. Pero lo que más alarmó a Getxo fue que las jóvenes cuadrillas continuaran persiguiéndola como machos en celo, ahora ya sin verla: abandonaban trabajos y estudios para husmear por calles, estradas, descampados y playas como sabuesos siguiendo el rastro de aquella hembra que no estaba en celo. No iba a ser más que el principio de lo que reventaría año y medio después, cuando Anaconda vio a don Manuel salir de la cárcel y pareció abrirse en su interior el grifo de unos efluvios carnales tan intensos que impregnaron todo Getxo y lanzaron, esta vez a machos de toda edad y estado, a perseguir descaradamente a la india kamayurá que desmantelaba sus represiones y contra la que sólo cabía la violencia, reacción semejante a la de 1907 contra las llamas (propiedad también, curiosamente, del tío abuelo), que recordaban una clase de libertad que había que olvidar matándolas.
Anaconda estuvo esos veinte días refugiada en un bosque, alimentándose en crudo de ardillas, pájaros y vegetales. La señorita Mercedes la descubrió en lo alto de un pino durante una excursión escolar. La tomó a su cargo, le preparó una habitación en su casa y le asignó un puesto entre las párvulas de su escuela, aunque al sentarse ocupaba dos.
Las monjas habían intentado cambiar el sayón de Anaconda por un vestido cristiano, pero se contó que al maniobrar sobre su cuerpo se asustaron de tanta tentación concentrada y retrocedieron. También se contó que cuatro monjas de aquella comunidad se descubrieron entonces una vocación equívoca y colgaron los hábitos. Como la pobre señorita Mercedes nunca dudó de que su vocación era don Manuel, no le falló el pulso de su sexualidad al vestir a la india. Sabía costura y ni siquiera su buen gusto pudo desviarle demasiado del modelo del sayón. Era el de Anaconda un cuerpo para moverse en espacios abiertos, dando la medida de hasta dónde habían de ser de abiertos estos espacios. El angosto Getxo de 1936 ya había perdido esta sensibilidad, de modo que lo que recibió de la india, más que sexo, fue un lujurioso verdor primitivo que chocaba con la pudibundez vigente aderezada como moral para penar todo regreso a lo pagano. Sí, más que sexo, pero también sexo, o fundamentalmente el sexo al que no se atrevían a enfrentarse abiertamente y lo difuminaban con el subterfugio de lo moral. Tan impresionada quedó la señorita Mercedes de aquel cuerpo que llegó a decir a don Manuel: «El futuro está en manos de otros pueblos». Concluyó un vestido terso de arriba abajo, sin remansos, sólo aliviado por una tela tornasolada que daba un falso efecto volátil. La negra cabellera de la india cayéndole en cascada por la espalda dulcificaba igualmente la severidad del cilindro. La señorita Mercedes mimaba este pelo más que al suyo, largo y pálidamente rojizo; lo lavaba y perdía su tiempo peinándolo y, pienso, meciéndose ella misma en aquel océano sin costas. Al reaparecer Anaconda, los locos muchachos retomaron su acoso: deambulaban más de lo debido por las inmediaciones de la casa de la maestra o vigilaban a distancia los cuatro viajes diarios de ida y vuelta de ambas a la escuela. En esos cinco primeros meses la señorita Mercedes no sólo no la dejó sola en la calle sino que la llevaba de la mano, como a una niña, quizá para advertir a tanto tábano que perseguían a una menor.
Pero el bullicio de las jóvenes cuadrillas no constituyó más que la parte visible de la excitación que recorrió a los hombres de Getxo de quince a noventa años, como se pudo comprobar el agosto de dos años después, cuando Anaconda posó sus ojos en un roto don Manuel recién salido de la cárcel y su amor multiplicó las emanaciones de los filtros eróticos de su organismo. En los cinco meses que precedieron a la Guerra vivimos dos preámbulos: en febrero llegó Anaconda y en febrero ganó las elecciones el Frente Popular. Dos provocaciones, dos convulsiones. Los cinco meses de Anaconda fueron un mero reflejo de lo que reventaría en agosto de 1938; los cinco meses del Frente Popular fueron un pobre ensayo general del gran enfrentamiento derechas-izquierdas inminente. En julio, las jóvenes cuadrillas debieron atender a la Guerra y se olvidaron de la india. Pero cuando los párrocos de San Baskardo y de Algorta y el presidente de la Junta del PNV de Algorta se presentaron a don Manuel aún no era julio. La entrevista fue en el portal de su casa. A su regreso de la escuela don Manuel los encontró esperándole y apenas se sorprendió.
—Tenemos que hablar contigo —le lanzó don Eulogio.
—¿Tiene usted unos minutos, don Manuel? —interpuso suavemente Gongotzen Muñoz, el presidente de la Junta.
Sabía don Manuel qué asunto les traía, asunto que días antes ya lo había comentado con la señorita Mercedes, quien se había mostrado firme ante la pretensión de los tres de quitar de la vía pública a la india. «¿Qué te parece?», había comentado don Manuel. «No me extrañaría que quisieran quemarla».
—¿Subimos a casa? —les propuso.
—No queremos molestar a Agustina —dijo Gongotzen.
—Ninguna molestia. A ama no le gusta perderse nada —dijo don Manuel.
—Esto no es para que corra. Aquí los cuatro y nadie más.
Las palabras de don Eulogio sonaron a decreto. Tenía a su cargo la parroquia de San Baskardo desde hacía setenta y cinco años, demasiado tiempo, y la sentía de su propiedad. Apenas existían vecinos que no pensaran que la iglesia fue construida alrededor de su persona. Con mirada centelleante barbotó a don Manuel que en Getxo se había instalado un pecado que había que extirpar, que nunca se arrepentiría lo bastante —él, don Eulogio— de haberla bautizado y dado un nombre, que nadie habría esperado un comportamiento así de la maestra y que alguien debía convencerla de que rectificara.
—Usted es el más indicado, llevan años tratándose —silbó Gongotzen.
—Le hemos dado muchas vueltas, es lo más acertado —dijo don Domiku Areitio, el párroco de Algorta.
Seguramente, un segundo antes de la visita de los tres hombres, don Manuel aún no había encontrado una analogía entre las dos irrupciones: la de las llamas y la de Anaconda. Quizá la encontrara entonces, viendo la saña con que perseguían a la muchacha. En el mejor de los casos, no se produciría en todos los planos, pues en Anaconda había sexo y en las llamas no. Quiero decir que, hasta cierto punto, don Manuel compartía la preocupación de los tres hombres, a pesar de las dos o tres charlas previas sostenidas con la señorita Mercedes, quien protestaba: «Ella es inocente, el pecado está en los ojos de quienes la miran». «¿Pues por qué no haces que nadie la vea… o que la vea menos? Getxo soporta a Oiarzena porque está en los confines y puede olvidarlo». «¿Quieres que la encierre en casa? ¿Y eres tú el que me lo pide? Me gustaría saber qué significa para ti la palabra libertad que no te quitas de la boca». Pienso que ni siquiera la señorita Mercedes tenía una idea clara sobre qué hacer con Anaconda, suponiendo que hubiera que hacer algo. La verdad es que, en el Getxo de entonces, no había nadie —descontada la gente de Oiarzena— con la suficiente apertura mental para aceptar sin esfuerzo a una criatura como Anaconda. Imagino lo delicado que hubo de resultarles a los maestros dialogar sobre el tema mientras vivían, o morían, un noviazgo cuya naturaleza sexual siempre se me escapó o, simplemente, preferí que así ocurriera para poder ignorarlo. Al referirme don Manuel esos diálogos con la señorita Mercedes no apareció el sexo, lo que no significa que no figurara en los diálogos originales. Pienso que fue la intransigencia de aquellas fuerzas vivas de nuestra comunidad la que llevó a la señorita Mercedes a derramar su protección sobre la india por encima de su educación vaticana, resolviendo así no sólo su propio conflicto moral sino también el de un don Manuel que recibió enseñanzas laicas y hasta paganas de una maestra de pueblo que siempre llevó la falda un palmo por debajo de la rodilla. El último empujoncito lo recibió el maestro al encontrarse con los tres inquisidores.
—No está en manos de la señorita Mercedes dar a este caso una solución…, suponiendo que lo desee —apuntó don Manuel.
—¡Claro que no lo desea! —exclamó don Eulogio—. Para eso estamos aquí, para que usted la domeñe, ya que nosotros fracasamos. Esa indomada no puede ir por el pueblo poniendo en los hombres malos pensamientos.
—Todo lo malo siempre nos viene de fuera —comentó Gongotzen.
—La señorita Mercedes ya ha puesto mucho de su parte, le ha hecho un vestido tan holgado como un hangar —dijo don Manuel—. No se preocupen, la gente irá acostumbrándose a la muchacha y pronto ni la mirará.
—Ese vestido ya hará algo bueno —admitió Gongotzen.
—Las mangas son cortas, dejan a la vista más de medio brazo —matizó don Domiku Areitio.
—Aunque la envolvieran en una alfombra sería lo mismo porque el mal que lleva dentro traspasa los materiales, nunca dejará de ir sembrando escándalo. La han metido en la escuela y da mal ejemplo a las niñas. Todos creíamos que la maestra tenía la cabeza en su sitio. Lo que esa salvaje dice y hace no debe estar al alcance de menores —exclamó don Eulogio. Y añadió con presteza—: Ni de mayores.
—Ella es más bien muda y su movimiento preferido es sentarse —dijo don Manuel.
—Se nota que se ha fijado bien en ella —expuso don Domiku Areitio.
Me contaría don Manuel que fue en ese momento cuando acabó de asumir las enseñanzas de la maestra.
—¿Me necesitan para algo más? —gruñó.
—Compréndenos, Manuel, no queremos hacer de esto una guerra, pero hay que arreglarlo —dijo Gongotzen—. Si la maestra no hubiese metido baza…
—La primera baza la metió Saturnino Altube trayéndola de las quimbambas —exclamó don Eulogio—. Pero, al menos, él la metió en un convento. Hay que exigir a la maestra que la devuelva a las Reparadoras. O eso, o América.
—Es lo que quiere Dios —dijo don Domiku Areitio.
—¿Y qué es lo que quiere Anaconda?, ¿se lo hemos preguntado? —protestó don Manuel.
—Los jóvenes tienden al desorden, no hay que pedirles opinión —dijo don Eulogio.
—La muchacha preferiría seguir con la señorita Mercedes —dijo don Manuel.
—No es muchacha sino niña, y ello aumenta el pecado —dijo don Domiku Areitio.
—¿Lo hará usted? —preguntó don Eulogio a don Manuel. Y, al ver que callaba, prosiguió excitado—: ¿Se niega a proteger la moral de su pueblo y la de los niños de su propia escuela?
—Hacer ¿qué? —suspiró don Manuel.
—Hablar a la maestra —dijo don Eulogio.
—¿Utilizando las razones de ustedes? —preguntó don Manuel.
Don Domiku Areitio murmuró un «Contábamos con que entre tú y ella…» que sonó impertinente, Gongotzen emitió un lastimero «Nunca lo habría creído de ti, Manuel», y don Eulogio estalló:
—¡Nadie más que la maestra se atrevería a dar cobijo a esa india!
Entonces se oyó una voz nueva:
—¿Quién no daría techo y comida a una coitada como ella? Que venga a mi casa. Otros que yo me sé también la recogerían. Que elija la chica. A la Santísima Virgen tampoco la dejaron en la calle. ¿Y quién se atreve a jurar que ella no es la Santísima Virgen?
Con regocijo me refería don Manuel que los cuatro alzaron sus rostros y vieron a Agustina mirándoles desde lo alto de la escalera, santiguándose y moviendo la cabeza con reprobación.
Luego vino la Guerra y muchas cuestiones que parecían candentes un minuto antes, se olvidaron. Pero la continuidad de Anaconda entre nosotros iba a cambiar el destino de dos personas. De haberlo sabido entonces, ¿habría profanado don Manuel el espíritu de la libertad permitiendo el destierro de la india? Quiero creer que sí. Le habría bastado equipararla con Oiarzena, pues él mismo era consciente de las nieblas y puntos no resueltos que contenía su concepto de libertad.
No presumiré de conocer cuanto vivió don Manuel en aquellos nueve meses de espera. Fueron intensos, lo sé porque estuve en ellos.
El boicot de la gran burguesía industrial vasca al esfuerzo de guerra del Gobierno vasco fue su determinante aportación al fascismo. Si entonces yo no tuve conocimiento de la casi absoluta paralización de la gran industria de la ría los culpables no fueron mis catorce años, pues no todos en Vizcaya la advirtieron o le dieron importancia. Mi dura crítica posterior a tanta ceguera dejaba sin respuesta coherente a don Manuel: «Somos gente de paz, tardamos en entrar en aquella Guerra». Más que a todo el mundo nacionalista creo que se refería a esa parte con la que se sentía especialmente identificado: el viejo mundo aldeano que aún dialogaba con la tierra. La mera mención de aquella evidente e incalificable política de guerra sonaba a desaforada denuncia: «En el Gobierno vasco nada se hacía entonces sin el consentimiento del PNV, y si algo no se hacía era también con el consentimiento del PNV. ¿Qué pecaminosa relación de amor hubo entre las alturas del Partido y la alta burguesía? ¿Hasta ese extremo hubo que llevar el agradecimiento a Camilo Baskardo y la prole de chatarreros por haber creado tanta riqueza para Euskadi? En la tradición vasca recogida por el PNV no existen conflictos de clases, tanto ricos como pobres pertenecen a una clase superior que es la vasca. ¿Pero acaso ignoraba el PNV que aquellos chatarreros ya formaban parte de una nueva y distinta clase de vascos cuya nueva vocación quedó bien expresada por Camilo Baskardo al cambiar la k de su apellido por la c? ¡Y esto ya lo había filtrado don Eulogio en 1919, a raíz de la ocupación en sus libros parroquiales del hueco que Ella le obligara a dejar a continuación del nombre de Efrén! Estábamos en guerra y el PNV siguió considerando a la gran industria un bien vasco, sin que se le pasara por la cabeza reconvertirla en industria de guerra. El decreto del presidente Aguirre disponiendo algo parecido llegó… ¡una semana antes de la caída de Bilbao! No fue nuestro Gobierno el único en respetar ese bien vasco: también lo hicieron los Junker de la Legión Cóndor. Al día siguiente de apoderarse de la industria, Franco la puso a producir con imperiosa intensidad para la Guerra».
El conducto por el que don Manuel tuvo noticia de aquella ceguera política le convirtió en la persona más endemoniadamente informada. Bueno, no me resulta fácil de explicar… ¿Puede una leyenda generar en sí misma la prueba del acierto en su calificación de leyenda? Porque Cándido Bascardo era, ya en 1936, una leyenda viva. Aunque en 1919 Camilo había reconocido a su hijo Efrén y había sustituido la k de su apellido por la c, nadie imaginó que también hubiera testado poniendo su desmesurado imperio en manos de su nieto Cándido, voluntad que se materializó a su muerte, en 1942, provocando otra muerte, la de su esposa Cristina. En 1936 Cándido Bascardo sólo tenía diecisiete años, pero era una criatura demasiado especial, nieto e hijo de hombres que marcarían un antes y un después en Getxo. Sin duda, fue don Manuel quien le rebautizó, precisamente, la Criatura: casi un rumor más que una presencia, la inapelable certidumbre de una pequeña sombra habitando la inmensa suntuosidad del palacio Galeón, sin salir apenas ni siquiera al jardín, aprendiendo unos juegos infantiles sombríos al deslizarse en patinetes y bicicletas de hierro, fabricadas por encargo, por interminables corredores y salones embaldosados de negro y chocando contra pesados cortinones luteranos, y atrapado al término de esas correrías por los pálidos enseñantes ensotanados de la dependencia universitaria montada allí por los jesuitas de Deusto; un destino insoslayable más que un afortunado heredero, un organismo que pudo haber sido unicelular sin por ello dejar de concitar todos los dardos que confluyeron en él para convertirlo en la apoteosis de quienes don Manuel denominaba hombres del hierro; un haz de impulsos confabulados para construirlo único: Ella, la abuela, que marcó a fuego las leyes a seguir y que incluso da la impresión de que eligió nuestra tierra de hierro para otorgar solidez de leyenda al predestinado; y el hijo, Efrén, calco de su madre, una sangre tan incorporada al proyecto que pareció arremeter contra los hombres de la madera como asunto personal; y el remate colosal a todo ello, el ingente imperio de Camilo Baskardo —esta vez, en justicia, con la k de los tiempos fundacionales— recibido en herencia por el elegido cuando Getxo pensaba que ya habían sido más que suficientes las aportaciones anteriores. Decía don Manuel: «Fue algo excesivo, incluso, para este zoo de chatarreros. Algo inaudito, habría que decir disparatado. Sin embargo, Asier, a falta de ese desbordamiento de lo que hasta entonces habíamos considerado una realidad simplemente colosal, no se habría completado, en su justa medida, la leyenda de la Criatura».
Tanto el oro como el hierro alcanzaron dimensiones épicas, no fundidos —como lo impondría la cultura de los hornos—, y no por negativa del oro sino del hierro, al sentir que alguien había empezado a amarlo no por generar oro sino por ser hierro generando hierro, hierro reproduciéndose a sí mismo. Ese alguien era la Criatura. Bueno, y esto es lo que resulta difícil de explicar e incluso de entender. Sostenía don Manuel que el bárbaro proceso ferruginoso no podía haber acabado de otra manera, que, en cierto modo, había tardado demasiado en producirse la irremediable fusión hierro-carne humana. Decía: «Se trata de una identificación, bien por ley osmótica o por agradecimiento. Dos entidades hermanas formando una sola esencia, el ritmo traqueteante de la gran siderurgia marcando los latidos vitales de la Criatura». Me lo transmitía en voz baja, avergonzándose de creerlo, o al menos de decírmelo. Pero pienso que jamás dejó de creerlo. Apenas tocó seriamente el tema hasta el día en que dialogábamos por primera vez sobre aquella ceguera del Gobierno vasco en la Guerra. Tuvo que aceptar la realidad de una paralización de la industria de la ría a la vista de un hecho que se produjo simultáneamente. «La Criatura enfermó, Asier, su corazón casi se paralizó igualmente», me aseguró sin un tartamudeo. Quiero decir que no se habría advertido que hornos, fábricas y talleres trabajaban al ralentí de no haber sabido por un médico no sólo que Cándido Bascardo estaba enfermo, sino la naturaleza de su insólita afección.
Era un médico de Neguri requerido por Ella para que examinara a su nieto, pero que cuando acudió al Galeón descubrió que sería uno más entre los treinta que habían sido llamados, y aún menos, pues el cerebro era uno traído de Suiza —con perilla, hablando un francés ininteligible y con una bata blanca que no se quitaba ni en el retrete— y los otros veintinueve serían sus ayudantes. Al cabo de varias semanas el médico de Neguri aún no había conseguido tocar al enfermo, ni siquiera acercarse a menos de dos metros. Lo que supo y contó fue lo que atisbo por alguna rendija del muro de batas blancas. Sin embargo, era el único que estaba en condiciones de ofrecer el diagnóstico acertado por llevar años medicando a los chatarreros y saber que sus organismos entraban en crisis cuando la producción siderometalúrgica entraba en crisis. «No sé si será mera coincidencia, pero muchos de ellos han de encamarse con alta fiebre cada vez que escasean los pedidos», alguien le había oído comentar, no como chisme sino como dato científico. «Diagnosticó melancolía ferrona a la Criatura y aconsejó a la familia que no le mostrara los balances de los consejos de administración», me contaría don Manuel. Le contesté que era ridículo, que aquel médico estaba loco y más loco quien le creyera. «Era ridículo, sí, pero por defecto. Lo de la Criatura era mucho más. Es mucho más… Escucha: al llegar a mis oídos lo del médico, no lo creí. Y tampoco creí las quejas que por entonces circulaban de una ría funcionando a medio gas, incluso que había un boicot de las grandes familias. Era fácil no creerlo, pues, en ese caso, había que pensar que nuestro Gobierno estaba siendo engañado. Pero los rumores estaban ahí, independientemente de la melancolía ferrona. De modo que me dio por fisgar por un lado y por otro. Hablé con encargados de Altos Hornos y de empresas derivadas y coincidieron en que “había menos movimiento que antes de la Guerra”. No era suficiente para creer en el boicot…, aunque sí en una crisis de producción. Localicé al médico de Neguri y me aseguró que el único enfermo de melancolía ferrona era el delfín del Galeón. Le pedí que me explicase la disociación entre baja producción y ausencia de esa melancolía. No pronunció una palabra más, sólo me miró. Me miró intensamente cuanto tiempo hizo falta hasta salvar su teoría, hasta advertir el mustio soplo saliendo de mis labios entreabiertos arrastrando las letras de la palabra “boicot”. No podían enfermar, ellos mismos provocaban la catástrofe. Bueno, así que boicot finalmente. Dios mío». Sin embargo, transcurridos unos días, don Manuel volvió a las dudas. «Me exigí averiguar que el hipotético boicot nada tenía que ver con la lunática teoría del médico». Quiso tocar él mismo el huevo del problema y se acercó a Altos Hornos con los sentidos abiertos y le pareció comprobar que producían menos estruendo del habitual. Habló con responsables políticos a su alcance y recogió que no ignoraban que había algún fallo pero que estaban en ello. Toda la cadena de responsables, desde Aguirre hasta los inspectores de la industria de guerra puesta en marcha recientemente, forcejeaban contra algo nuevo que se les escapaba. Había un esfuerzo desesperado pero descoordinación entre las partes del monstruo. Se hablaba, también, de sabotajes, franquistas desbaratando o retrasando los procesos. Flotaba en retaguardia el generalizado convencimiento de una industria que no producía al máximo, mezclado con la confusa sospecha de boicot y la realidad de una patente ineficacia. Existía cierta cultura de la indisciplina. Recuerdo, por ejemplo, el bombardeo de los depósitos de CAMPSA: los menores de Getxo nos habíamos sentido muy orgullosos de la vieja batería de La Galea que defendió en otro tiempo el puerto de los piratas; decían que ahora contaba con cañones nuevos, nunca vistos por ser zona militarizada; una madrugada fuimos despertados por cañonazos casi sobre nuestras cabezas, saltamos de la cama, salimos afuera y vimos al otro lado del abra negras columnas de humo brotando de los grandes depósitos de combustible y, ante la misma playa, al destructor Velasco y al acorazado Almirante Ceritera practicando tranquilamente el tiro al blanco bajo la muda batería de La Galea; los buques franquistas se habían acercado al amparo de la cerrada niebla del amanecer hasta situarse tan cerca de los cañones que los invalidaron. ¿Y al retirarse? Nadie aclaró el enigma.
Otra sonrisa la provocaba el Abuelo, nuestro avión que cruzaba el cielo en solitario y a velocidades de tren de mercancías; se decía que alzaba el vuelo y se alejaba al acercarse las escuadrillas alemanas a bombardear el campo de aviación de Lamiaco, no fueran a pillarle en tierra. Y el destructor José Luis Diez, que no abandonó los muelles del puerto en toda la Guerra, siempre averiado; se le conocía por Pepe el del Muelle; en una de las raras ocasiones en que disparó su cañón antiaéreo derribó al caza del bravo piloto leal Del Río que se enfrentaba en solitario a los aparatos alemanes y ya había derribado algunos.
Luego estaba la oposición frontal del PNV a aceptar la dirección militar única de la Guerra coordinada desde Madrid. Decía don Manuel: «Parece haber unanimidad en que la Guerra se perdió al perderse el Norte y nos culpan a nosotros. Escasa visión militar de los generales de la República al no mandarnos aviación. Aguirre se desgañitó pidiéndola, aún la pedía horas antes de producirse el fin. ¿Por qué nos abandonaron, Asier?». A su sempiterno victimismo vasco yo argumentaba la carencia real de aparatos, la excesiva distancia para hacer el viaje por aire sin escalas, algún envío malogrado en el camino. Él, encendido, exclamaba: «A pesar de su absoluto predominio aéreo y artillero, Franco tardó ochenta días en recorrer cuarenta kilómetros. ¿Qué no habríamos hecho con algo más de metal?». Fue una sorprendente concesión al progreso por parte de quien tanto mitificaba a los hombres de la madera.
En aquellos meses de 1936 y 1937 impregnados de muerte, dolor y miedo —tanto en el frente como en la retaguardia—, hambre por causa del bloqueo marítimo, sensación de sacrificio inútil, degradación paulatina del idealismo del principio…, en el ciudadano encajaba de modo natural la idea del boicot industrial, la certidumbre más que la sospecha, pues había que buscar culpables de tanto calvario. Hoy nos demuestran los historiadores que sí hubo boicot, que la industria siderúrgica redujo su consumo de mineral de hierro y de acero en idéntica proporción, indicativos de una casi paralización de Altos Hornos y sectores derivados. El Gobierno vasco tardó demasiado en tomar medidas, las expropiaciones no empezaron hasta marzo del 37, el mes de la ofensiva franquista, y el decreto de Aguirre para la reconversión de la industria… ¡una semana antes de la derrota!
Sin embargo, aquel médico de Neguri supo del boicot desde el primer momento, sin ser técnico ni interesarle el asunto, y al poco, también don Manuel, no sin esfuerzo, pues la ausencia de melancolía ferrona en los chatarreros parecía borrar toda sospecha de anquilosis industrial. Hubo de cambiar de piel para poder imaginar a nuestros amos bromeando con la merma en la producción de hierro, ni siquiera en medio de una guerra que necesitaban ganar. El milagro lo obró la Criatura. Los milagros, pues fueron dos. Por un lado, Ella había armado tanto alboroto con la enfermedad de su nieto que hasta el menos atento de Getxo la conocía. «¿Por qué él sí y no su madre, su abuela, su hermana o su hermano aún debatiéndose en la tumba?», se preguntaba don Manuel. «No su padre, preso entonces en el Altuna Mendi», me advertía al contármelo. Y él mismo había de responderse a regañadientes: «Porque la familia en pleno, excepto él, lo había tramado así. ¿Y por qué lo dejaron fuera?». Por otro lado, estaba la marginación a que Cándido era sometido, bien por los suyos, el destino o un celo desproporcionado del virus de la melancolía ferrona. «¿Acaso él es especial?, ¿cómo de especial?, ¿cuál es el grado de diferenciación?, ¿puede un solo chatarrero enfermo avalar el estancamiento de la producción?», se debatía don Manuel. Habló con el médico de Neguri. «No, no se trata de cualquier otra enfermedad, es melancolía ferrona. ¡Si lo sabré yo! Aunque nunca he conocido una manifestación más virulenta. En casos corrientes he solido aplicar la mentira, que la industria había vuelto a la normalidad, la familia presentaba al enfermo libros de contabilidad maquillados. Bajaba la fiebre y se levantaba. Pero lo del joven Cándido es otra cosa. Desde los dos metros a que me permiten acercarme parece ser algo… algo atmosférico. Cerrando puertas y ventanas recobra a medias la vida. Un fluido exterior a él y a la casa le determina. Si yo no estoy loco, creo que lo suyo es una melancolía ferrona de nuevo cuño», diagnosticó el médico.
Transcurrían octubre y noviembre del 36 y la paralización de la industria era evidente cuando, por el contrario, se imponía una sobreproducción. Don Manuel se resistía a interpretar aquel mundo a través de la extravagante teoría del médico de Neguri…, tan atractiva por otra parte y que tan cabalmente redondeaba sus propias teorías sobre los hombres del hierro. «Boicot o no boicot, sí que hay un enfermo entre ellos, la Criatura». Buscaba una lógica, aunque todavía sin descartar las teorías del médico de Neguri. «Para una ínfima producción de hierro sin chatarreros enfermos no hay más que una respuesta: el boicot. Pero, aparte de enfermar, ¿qué respuesta le dejan a la Criatura, marginada de todos ellos? No el boicot, por supuesto». Cándido Baskardo no sólo no parecía pertenecer a los chatarreros en general sino tampoco a su propia familia, sanos su madre, su hermana y su abuela. Ignoraba don Manuel el estado de salud de Efrén, pero la humedad, el frío, el hambre, la suciedad y el miedo en el fondo de la bodega del Altuna Mendi convertían su hipotética melancolía ferrona en mera anécdota. «La Criatura no hace causa común ni con los de su sangre ni con los demás hombres del hierro. Nada sabe del boicot para ganar la Guerra porque no sabe que hay Guerra. Vive fuera de los requerimientos trillados. Es un caso aparte. ¿Qué es?». No era gratuito este «¿qué es?»; don Manuel estaba dando el primer paso por una ruta que hasta entonces no se había atrevido a tocar con palabras. Cándido Baskardo, a sus dieciocho años, llevaba los mismos años siendo ya leyenda. Había nacido en el Palacio Galeón, el Olimpo creado por Camilo Baskardo cuando aún escribía su apellido con k, y que nunca ocuparía, y desde el principio confluyó en él la efervescencia provocada en Getxo por su abuela. Se le tuvo por algo así como gran apéndice funesto de la familia, la incrementada amenaza que había empezado a formarse, más temible y eficaz por no partir de cero, como le ocurrió a la abuela. La precipitación de la leyenda vino del convencimiento de que el coitado de Camilo Baskardo, creyendo que edificaba la inmensa mansión para él y los suyos, en realidad era dirigido por un destino determinado por Ella, pues no dejó de considerarse diabólico que Camilo cediera a los intrusos el Palacio Galeón en 1919 sin estrenar y el mismo año naciera en él Cándido. El portón acababa de abrirse a cuantos episodios se fueron produciendo, creíbles o no, y la leyenda acabó por no defraudar ninguna esperanza, y menos que ninguna la de don Manuel, que acabaría erigiéndola en la primera señal visible de que los hombres del hierro habían puesto en marcha su espantable apoteosis. «¿Qué apoteosis?», le cortaba yo. «Todo ciclo, época, período, era, o como lo quieras llamar, tiene su principio y su final, pero el final de un proceso tan dañino y fragoroso como el sufrido por los hombres de buena voluntad no debe desmerecer de su monstruoso desarrollo. Digamos que ellos son así, o que, al menos, se lo merecen, aplicándoles la justicia de que nos han privado a nosotros. Lo que sabemos de la Criatura podría tomarse por señales anunciándonos algo», murmuraba don Manuel. Mi réplica era puntual: «¿Algo? ¿Qué algo? ¿Esa apoteosis? ¿El papel de Cándido se limitaría a anunciárnosla o sería él mismo quien…?». Don Manuel se apresuraba a introducirse por el resquicio que yo le abría: «¿Por qué no? Ignoro en qué forma ni circunstancias. No sé nada, doy palos de ciego. Tenemos ante nuestros ojos una materia que el destino ha podido considerar muy propicia para montar la escenificación de ese algo. ¿Por qué no?».
Y yo, a mi pesar, me sorprendía preguntándome: «¿Por qué no?». Era tan raro y tan nuevo lo que ocurría entre los muros del Galeón…
Recuerdo lo que empecé a oír desde muy pronto en la cocina de Altubena: que al bebé ya le trataban de don en la cuna. El abuelo Zenon gruñía que estaban locos para llamar así a algo tan pequeño. Más tarde se supo que un equipo de jesuitas, estable en el Palacio, instruía a la Criatura en lo más alto y en lo más bajo. Que a sus diez años le enviaron a Inglaterra y cinco después regresaba con un título de lord a su nombre, adquirido a precio de oro de un auténtico lord arruinado. No se le conoció jamás otra salida de Getxo y del Galeón, excepto algunas breves para bañarse en la playa de enfrente, la de Ereaga, con aparatosa escolta de criados y previo desalojo de gente de un excesivo espacio de playa y de mar; se decía que Ella había comprado este derecho al Ayuntamiento. Entre su enclaustramiento de décadas y sus baños oculto entre siervos, Getxo no tuvo ocasión de poner sus ojos en él, lo que robusteció la leyenda. En 1963 el destino pareció hacer buenos los delirios de don Manuel al dejar en sus manos el diario que mi primo Aurelio Altube empezó a llevar desde el mismo día de su entrada al servicio de un Cándido de sólo dos años, y es así como él y yo supimos cosas que habríamos preferido ignorar. Parte del relato hacía las delicias de don Manuel al autorizarle a manifestar que «nos informa con tanto descaro de la vehemente atracción de la Criatura por el elemento hierro que estamos en condiciones de aceptar las lucubraciones más insólitas».
Leíase en el diario, por ejemplo, que para el niñito Cándido su padre había hecho fabricar en sus Altos Hornos del Cantábrico un orinal de hierro con el escudo grabado de la estirpe, cansada la familia de que los rompiera todos. De su subsiguiente predilección por los artefactos de hierro, incluidos juguetes, el inocente Aurelio culpó al orinal, y así era, pero no por error sino por un propósito de Efrén de iniciar a su delfín en el culto al hierro. Mencionaba el diario canicas, camioncitos, avioncitos, mecanos, castillos, soldaditos, cañoncitos, todos de hierro, como la goitibera con ruedas de juego de bolas que abría surcos de carretera en embaldosados y entarimados de roble. Siendo también de hierro la disciplina que le aplicaban los jesuitas, no se entiende que Aurelio resaltara en su desapasionado diario el estupor de Efrén cuando su hijo se enamoró de aquella criada que usaba un aparatoso corsé de hierro para enderezar los huesos de su prominente jiba. Bernarda llevaba tres años en el servicio de la casa sin que nada ocurriera, debido a que Cándido no había reparado en su corsé. Un día, la chica tropezó y rodó escaleras abajo. Cándido, entonces de quince años, pasaba por allí y la miró sin verla caída en el suelo…, hasta que bajo su uniforme desparramado descubrió el metal. Se acercó, lo tocó y su pecho se llenó de amor. Elevó su mirada y vio por primera vez a quien en adelante tendría que amar. Los jesuitas, alarmados por la aparición de este sentimiento, decretaron la expulsión de la criada. Y Efrén tuvo al episodio por el más inquietante extravío de una predestinación, cuando debía sentirse orgulloso de la determinante herrumbre que acumulaba ya su delfín.
De modo que la Criatura generaba dos fulgores: su propia leyenda y la figura de pequeña gran pinidad de la nueva y última Edad del Hierro que don Manuel le asignaba. Que fuera el único en tomárselo así no se debió a que dispuso, en exclusiva, de la información adicional proporcionada por el diario de Aurelio, que no leyó hasta 1963, teniendo ya esa pinidad más de cuarenta años: don Manuel montó su teoría desde los primeros rumores sobre el bebé al que trataban de don. Por no mencionar el hecho de que yo ni siquiera con ese diario, que algún día compartiría con él, quedaría contagiado del delirio. Me libré igualmente del espejismo de su supuesta entronización como «señor del hierro» cuando, en 1942, al fallecimiento de Camilo Bascardo, el nieto heredó su inmedible poder económico, y no necesitó esperar mucho tiempo a que se le sumasen los de su abuela, su padre y su madre, pues todo el caudal encontró sitio en la bolsa vacía con que Ella llegó a Getxo. Pero una cosa era reconocer que en la Criatura confluían las esperanzas de los dioses y otra aceptar la pesadilla.
En aquellos últimos meses de 1936 hubo algo más en el boicot industrial, la incógnita que don Manuel siguió arrastrando años después: «¿Cómo lo hicieron? La mitad de ellos se pudrían en los barcos-prisión, sin posibilidad de comunicarse con los libres. ¿De quién partió la idea, de los de fuera o de los de dentro? En cualquier caso, necesitaron de un intercambio de mensajes, de unos a otros para transmitirse el plan y de otros a unos para aprobarlo. ¿Cómo se las ingeniaron? Se las ingeniaron».
Yo le vengo sosteniendo que sobró esa comunicación, que todos los chatarreros son iguales, que piensan igual, que su pensamiento es único en cuestión de beneficios y que en aquel tiempo su interés común era el triunfo de Franco, así que serían los de fuera los que pondrían en marcha el boicot sabiendo que los de dentro dirían amén. «¿Y si la idea partió de los de dentro? No puedo dejar de pensar que Efrén estaba dentro. Si hubo un primero, sería él. Consultaría con los demás cautivos y le aplaudirían. Pero ¿cómo lo transmitieron a los de fuera, tanto a los que permanecían más o menos ocultos en sus chalés como a los presos en los otros barcos? ¿Sobornando a un guardián? Difícil, casi imposible, entonces los carceleros aún pertenecían a la fanática izquierda radical. Y no olvidemos otro inconveniente: las diversas familias, las diversas empresas, los diversos consejos de administración… Abordarían el plan de forma escalonada, Efrén lanzaría la idea y los demás chatarreros asentirían, todavía sin comprometerse, sólo adelantando: “Podría ser, podría ser…”, pues previamente deberían reunirse con gentes de su apellido, de sus empresas comunes… Estaban todos los apellidos dispersos y con miembros igualmente repartidos entre el Cabo Quilates, el Altuna Mendi y el Aranzazu Mendi. ¡Y si al menos los barcos-prisión hubieran pertenecido a la Marítima Bilbao de Efrén! De haber sido así, supongo que él habría dispuesto de alguna ventaja, no sé cuál, no tengo imaginación, pero creo que en cualquiera de sus barcos con nombres de puertos ingleses…, Dover, Cardiff, Portsmouth, Bristol, Swansea…, se habría sentido más abrigado entre sus propios hierros… Los veo formando grupitos en los rincones de las grandes bodegas, los infortunados sobreponiéndose al terror para sopesar las posibilidades de detener en algún grado la producción industrial sin despertar sospechas. Del grupo familiar (si sólo hubiera un miembro, se reuniría consigo mismo), del clan, pasarían al empresarial, y quienes pertenecieran a varios votarían en todos, con el consiguiente privilegio… ¡Auténticos consejos de administración a centímetros de las sentinas! Con la decisión tomada, se reunirían entre sí los diversos consejos de administración. Esto, en cada bodega de cada barco. El traslado de consignas dentro de un mismo barco no sería insuperable, pero ¿el traslado desde el barco en que estaba Efrén y el regreso? ¿Y cómo hacer llegar la intriga aprobada en los tres barcos a los más afortunados que aún dormían en camas y continuaban al frente de sus empresas? Me muero por conocer algún día cómo se las ingeniaron, Efrén no habría llegado a donde llegó con un cerebro corriente. Lo consiguió, lo consiguieron». No ocurriría de este modo, naturalmente. El diario de Aurelio no contenía ninguna alusión al tema, mi primo no habría dejado de registrar algo tan curioso y fundamental de habérselo oído a Efrén, quien lo silenció o, simplemente, no ocurrió.
Una conmoción general como la causada por el bombardeo de Gernika no explica la repentina resolución de don Manuel de enrolarse en un batallón. Quiero decir que él no se movía por conmociones generales. En Gernika está el alma del nacionalismo vasco, en su Roble de las libertades. Aquel día era lunes, día de mercado, que se celebró a pesar de que las tropas de Franco no sólo estaban a un paso sino que no cesaban de avanzar. Era, también, día de fiesta, con partidos de pelota en el frontón. Supongo que nadie creía en la agresión a un símbolo. Me refiero a que no se concebía el intento de destrucción total de un alma. Había una guerra feroz, había sangre, los trimotores alemanes ya habían bombardeado ciudades vascas, más incluso los que empezaban a sospechar que la derrota era inevitable creían en la irreductibilidad del espíritu y en que el enemigo también creía en ella. El bombardeo y destrucción de Gernika les sacó de su error y con ello debieron enfrentar la nueva Guerra. «Quisieron arrebatarnos mucho más que la simple victoria», me diría don Manuel. Vino a despedirse a Altubena la víspera de su marcha al frente. Preguntó por Marcos y Esteban. «Han escrito, están bien», le dijo la madre. El abuelo sólo habló dos veces, la primera para decir: «A su vuelta a ver si usted me dice que esos carlistas no son los mismos con los que yo luché», y la segunda: «A ver, pues, qué pasa, don Manuel». La abuela no hizo más que secarse los ojos y sacar a la visita una copita de anís, olvidando que don Manuel era abstemio. La madre conversó con él diez minutos, y acabó: «A lo mejor se encuentra usted con nuestros chicos…», y yo me precipité a mormojear que no le comprometiera con ningún paquete de comida para ellos, pues acababa de dejar de verle con ropa de civil, cambiada en mi imaginación por la gruesa de gudari, el tabardo, la manta, el fusil, la mochila y el casco.
Y fue para verle de verdad de uniforme por lo que me encontraba frente al batzoki de Algorta a media tarde del día siguiente. Había tres camiones con parte de su carga de hombres, y órdenes y bullicio y ondeo de ikurriñas, pero sabíamos que el batallón no partiría antes de oscurecer. Meses atrás, don Manuel había querido que yo viera un desfile de gudaris al tiempo que me hablaba de un friso de guerreros griegos marchando a defender la libertad, y ahora yo había querido verle a él en ese friso. No me pareció el mismo don Manuel. Recordé el txiotxu que mató de niño con su tiragomas y, a sus dieciséis años, el gorrión con su chimbera, y la impresión que le causaron los dos cadáveres y su negativa a seguir matando, y aquel fusil que vi entonces en su mano me tuvo confuso hasta un año después, cuando supimos que fue incapaz de disparar un solo tiro en el frente, ni siquiera dar la orden de fuego siendo capitán. Entre el gentío vi a la señorita Mercedes con Anaconda a su lado sin dirigir sus ojos a nadie ni a nada en particular. Me acerqué en el momento en que don Manuel también se acercaba y la señorita Mercedes metía en su mochila un par de calcetines gruesos de lana blanca hechos por ella misma. Era su madrina de guerra, él se lo había pedido una semana antes, al día siguiente de enrolarse. Los que pensaron que sólo fue un acercamiento transitorio suscitado por la Guerra y que pronto olvidarían hubieron de rectificar quince meses después cuando don Manuel salió de la cárcel de Larrínaga y por un tiempo Getxo los volvió a ver como novios.
La víspera, en Altubena, don Manuel se había despedido de mí sin palabras, sólo con una mirada, y lo mismo ocurrió ante los camiones. Los contados días de descanso en su agotadora tarea en los hospitales, la señorita Mercedes los aprovechaba para coser pequeñas ikurriñas y escudos en Emakume Abertzale Batza sobre tabardos de gudaris. La que don Manuel lucía en su pecho había sido un trabajo especial de ella. Don Manuel acarició el bordado con sus dedos al tiempo que miraba a la maestra. Y ése fue su último gesto de despedida antes de subir al camión.
Luego giré sobre mi bastón y descubrí al tío abuelo Saturnino entre el público que se dispersaba. A sus más de ochenta años conservaba su buena estatura siempre que mantuviera erguida la cabeza, como entonces, a fin de mirar por encima de las otras cabezas en dirección a Anaconda. Hacía más de un año que la sacó del Matto Grosso pero sólo furtivamente podía verla y cruzar unas palabras, pues la prohibición de su esposa se extendía a cualquier acercamiento a su nieta. En aquella ocasión el tío abuelo se mantuvo a distancia hasta que la señorita Mercedes echó a andar con Anaconda, y yo junto a ellas, con la india en medio, y mi tío abuelo detrás. Pudo parecer que nos anticipábamos a protegerla de lo que iba a ocurrir de inmediato, pero entonces aún no había estallado el delirio sexual que viviría Getxo catorce meses después, por lo que carecíamos de antecedentes. Como al llegar a las barreras del ferrocarril el tío abuelo siguiera manteniendo la distancia, la señorita Mercedes se detuvo y dijo a Anaconda:
—¿Sabes que el que nos viene detrás es tu abuelo? Desanda unos pasos y dale una alegría.
Anaconda la miró, luego a mí y otra vez a ella.
—No, no nos sigue por Asier sino por ti. Quiere estar un rato contigo. Te quiere. ¿No te trajo a Getxo? —dijo la señorita Mercedes empujando suavemente a la muchacha.
La posición preferida de Anaconda era la inmovilidad. También hablaba lo menos posible. Yo no había alcanzado con ella ninguna zona de entendimiento. La verdad es que no abundaron las ocasiones, y aun en ellas siempre tuve delante una especie de árbol que no me rechazaba pero que emitía algo mucho más devastador: desgana. No sólo pertenecía a otro mundo sino que apenas disfrazaba que la habían arrastrado al nuestro. Y, en gran parte, era así, y la responsabilidad correspondería al tío abuelo, que no la consultó para traerla. La señorita Mercedes era la única persona a la que se había entregado, o fue al revés, y entonces la culpa sería del resto de nosotros. La gran excepción era don Manuel. Sin haber puesto nada de su parte, la india estaba con él, le salía al paso sólo para mirarle, le ordenaba su mesa de la escuela y la frotaba concienzudamente hasta sacarle brillo con el paño.
Anaconda, por fin, retrocedió al encuentro de su abuelo. La señorita Mercedes me dijo:
—No se hundiría el mundo si luego fueras tú.
—¿Con el tío abuelo? —exclamé.
—Claro, eres su sobrino nieto o algo así.
—Él nunca viene por Altubena. Bueno, no viene más que una vez al año, por la fiesta del pueblo.
—Aquello ocurrió hace más de medio siglo. Hay que olvidarlo —entonó la señorita Mercedes con exquisita suavidad.
—Los abuelos y la madre dicen que ya lo han olvidado pero mi tío abuelo no viene.
—Al que no se le ha olvidado la vergüenza es a él —dijo la señorita Mercedes con un suspiro silencioso. En los siguientes minutos apenas hablamos. Yo nunca necesité hablar estando a su lado, eran momentos en que algo así como la emoción los ahogaba. No era un desfallecimiento de mis quince años: hoy se sigue repitiendo, aunque me pregunto si no pesará demasiado mi piedad por ella.
Regresó Anaconda y entonces nos volvimos la señorita Mercedes y yo —no habíamos mirado ni una sola vez mientras estuvieron hablando o lo que fuera— a ver si seguía allí el tío abuelo… y ella perdió definitivamente la ocasión de amigar a dos Altube.
—Acabas de hacer una buena obra —dijo—. Todos los ancianos han cometido errores en el pasado y necesitan repararlos y hay que ayudarles. Debes ir a su encuentro cuando te vea. ¿Lo harás?
—Sí —contestó Anaconda. Nos bastaba una sílaba solitaria para mecernos en su apática languidez tropical.
Echamos a andar y fue entonces cuando advertimos la presencia en la oscuridad de cinco figuras que se acercaban de frente. Se detuvieron a dos metros y nosotros también nos detuvimos. Habían cortado nuestra marcha y a ellos les correspondía explicarse, pero no lo hacían, sólo miraban, los cinco, a la señorita Mercedes. No reconocí sus caras, al menos no del todo: en una comunidad no grande se repiten los rasgos de las sangres. La señorita Mercedes les preguntó si querían algo. Tosieron y carraspearon.
—Creo que os conozco, no hace mucho que os veía en el patio de la escuela —añadió.
Ellos asintieron con las cabezas. Nada más. Pero de pronto le dijeron:
—Queremos que la india se desnude, para verla.
La única que no se inmutó fue Anaconda. La señorita Mercedes y yo nos miramos y ella tenía también la boca abierta. Preguntó:
—¿He oído bien?
—Nada más que se quite la ropa. Nada más que eso. No la tocaremos, sólo con los ojos —dijo un rubio de pelo ensortijado.
—Dios mío —susurró la señorita Mercedes.
—Mañana salimos al frente —dijo uno con viruelas.
—Los cinco —remachó otro de pelo negro también ensortijado.
—Queremos llevarnos un buen recuerdo de lo que dejamos aquí —volvió a hablar el rubio.
—Sois del Puerto Viejo —dijo la señorita Mercedes mirándoles a los ojos.
—Sí, somos del Puerto —confesó el de las viruelas.
No les inquietó saberse identificados. Ese pelo ensortijado de dos de ellos me reafirmó en lo que siempre había pensado: que en el Puerto Viejo había más gente con el pelo así que en otros sitios.
—Retiraos a casa y dejadnos pasar a la nuestra —dijo la señorita Mercedes iniciando el avance.
Los cinco se apretaron para formar un muro. No estaban de broma ni con un trago de más, no olían a vino.
—Estáis cometiendo un delito y yo no lo voy a consentir —añadió la señorita Mercedes cambiando de expresión y rodeando con un brazo los hombros de Anaconda. Yo levanté el bastón por encima de mi cabeza y los cinco se centraron por unos segundos en mi gesto, los suficientes para que la señorita Mercedes y Anaconda se escabulleran por un costado. Aunque mi bastón seguía en el aire, los cinco se olvidaron de mí y fueron tras ellas, cosa que me deprimió. No exactamente tras ellas: se limitaron a colocarse a su altura, formando una especie de manojo que se trasladaba paralelamente a una señorita Mercedes que forzaba a la india a moverse con una velocidad como nunca lo hiciera, al menos desde que estaba en Getxo. Los alcancé y ocupé el espacio entre los dos grupos, porque había un espacio, al acoso no le faltaba delicadeza.
—Sólo que se desnude, aquí nadie nos ve. No más de un minuto de reloj —dijo el de la viruela.
—¡Ris ras! Mirar un ratito y adiós —dijo el rubio.
—Y con nuestro agradecimiento —dijo el moreno que hablara antes. Los otros dos eran también morenos, pero no abrieron la boca en ningún momento.
—¡Qué vergüenza! —exclamó la señorita Mercedes apretando el paso y tirando de Anaconda—. Sois el fracaso de don Manuel.
—Quizá mañana mismo estemos ya muertos. Compréndanos, señorita —dijo el rubio.
—¡Qué vergüenza! —repitió la señorita Mercedes bufando.
Todo aquello tan nunca visto seguía aún fresco en mi memoria casi año y medio después, al vivirse en Getxo los ocho días de la insurrección general de los sentidos, supongo que como terapia que mitigara el ensañamiento del vencedor. El motor fue Anaconda, a quien persiguieron enloquecidos machos y hembras. Fue imposible que aquel primer ataque lo entendiéramos como una premonición. La india en uno y otro suceso. De manera que cuando el rubio de pelo ensortijado dijo aquello de «Quizá mañana mismo estemos ya muertos», no expresaba la verdadera razón de su exigencia, aunque él y sus compañeros así lo creyeran. El desmelenamiento de meses después me haría comprender que en ninguna de las dos manifestaciones nuestras gentes dirigieron sus propios pasos sino que algo los dirigió desde fuera. Habían coincidido en Getxo la Guerra y Anaconda, al parecer una combinación explosiva que desencadenó la fuerza pánica sin precedentes. La Guerra y Anaconda, o Anaconda y la Guerra. Hubo Anaconda antes de la Guerra y la habría después, sin que Getxo se alterara. Así que el factor provocador fue la Guerra.
En realidad, un requerimiento que nos habría tenido que sonar incluso poético, el de aquellos cinco jóvenes —no machos desatados, aún— que pretendían llevarse en los ojos la imagen de una desnuda Anaconda, con la que morir. Pero la señorita Mercedes ya era una tigresa, no podía saber entonces que eran inocentes.
—¡Sucios, sucios…! ¡Fuera, fuera…! —exclamaba. Se había soltado el delgado cinturón de cuero de su vestido gris y lo esgrimía como un látigo en la mano que no protegía a la india.
Doblamos la esquina del callejón que lleva a su casa y a la pequeña fábrica de hielo de su padre. Con esfuerzo de mis piernas logré adelantarme unos pasos. La señorita Mercedes apinó mi intención:
—Déjalo, Asier, mi padre está en el frente abriendo trincheras.
—¡Pues avisaré a los guardias! —exclamé, cambiando de rumbo.
—¡No!
La comprendí: la intervención de los guardias y el pequeño escándalo posterior justificarían los generalizados prejuicios contra la que iba por ahí tentando a los hombres. De manera que me quedé sin soluciones, y tardé en reaccionar cuando la mano del de las viruelas tomó la hombrera del rígido tejido que cubría a la india y al acercarse sus cuatro compañeros volvió a formarse el muro que cerraba el paso a la señorita Mercedes, cuyo cinturón les atizó con más brío.
—¡Atrás, atrás, sinvergüenzas! ¡Lo sabrán vuestras madres! ¡Dejad en paz a esta chiquilla! ¡Borrachos! —les gritaba.
Nos faltaba media docena de pasos para alcanzar la puerta. Como yo había quedado a la espalda de los cinco, me puse a darles bastonazos por detrás, primero en las piernas y luego en las cabezas, sin que ellos se defendieran, hasta que uno echó el brazo hacia atrás, sin siquiera volverse, y me arrebató limpiamente el bastón, que quedó colgando de su mano. Me puse a tirar de sus ropas, con lo que también estabilicé mi vacilante equilibrio, y les oía: «Basta, chaval, acabarás haciéndonos daño» y otras expresiones tan denigrantes para mí. Pero la señorita Mercedes sí que agradecería mi colaboración, pues los latigazos de su cinturón los seguían manteniendo a raya. Sin embargo, ¿qué fallaba allí? Ella y yo cumplíamos con la norma básica de todo combate: algún grado de furia. Ellos, no. De haber querido, los cinco muchachotes nos habrían reducido fácilmente. ¿Estaba el fallo en que no quisieron hacerlo? Con el tiempo he llegado a la conclusión de que sí quisieron, sólo que se sentían, digamos, tan anacondamente justificados que ni siquiera se molestaron en expresar furia, sabiendo que no sería la violencia sino la razón la que les otorgaría mansamente su deseo. Con otra que no fuera Anaconda no lo habrían intentado. Más exactamente: de ninguna otra hembra habrían recibido tan insoslayable apremio.
—No nos cabe en la cabeza que usted se niegue a comprendernos —dijo el rubio.
—¿Comprenderos? ¿Comprenderos? ¿Queréis volverme loca? ¡Yo no comprendo a los brutos! —chilló la señorita Mercedes repeliendo con más fe el tibio ataque.
—¿Prefiere que se desnude en su casa y no en la calle? Nosotros sí que comprendemos, señorita: puede ir sacando la llave —dijo el de las viruelas.
Yo había ido finalmente al suelo, y cuando los cinco empezaron a empujar a las dos oí la caída de mi bastón y lo recogí y me apoyé en él para incorporarme. Bueno, ¿y qué hacía Anaconda? Fue la pregunta de la señorita Mercedes la que me obligó a fijar mi atención en la india: «Y tú, ¿qué haces ahí como una muerma?». Parecía que el episodio no fuera con ella. Su rostro búdico no mostraba ningún temor, se diría que los cinco le habían comunicado que todo era broma. Sí colaboraba con la señorita Mercedes en la tarea de su propio desplazamiento, pero limitándose a predisponer su anatomía para cada tirón.
¿Es que sus dieciséis años adolescentes no la prevenían de aquellos hombres? ¿Acaso no se violaba en su Matto Grosso? En la segunda y más tumultuosa persecución, con año y medio añadido, se comportaría igual. Fue como si se supiera por encima de tales minucias, no sólo invulnerable a un agresor ocasional o grupo de ellos, sino a la raza entera de los hombres, empresa impensable para una hembra que podía encumbrar el mito sexual de esos hombres. Nunca supo que lo era porque despreció también el saberlo, vivió entre ellos pregonando su muda abominación de los innobles mecanismos de que se vale la procreación, ella, que podía haber sido la superabundante maternidad, y quizá su gozosa frigidez no constituyó más que el compasivo e inútil mascarón con el que nos humillaría menos. Sólo con uno de nuestra despreciable estirpe hizo una excepción y por una sola vez: aquélla.
Al comprender la señorita Mercedes que la salvación ya no estaba en alcanzar la puerta y refugiarnos en su casa —aunque al componer ellos y nosotros un grupo único podría suceder que ellos entraran, incluso, antes—, cubrió con su cuerpo a Anaconda. Había demostrado mi liviano bastón de caña que poco daño hacía, así que lo utilicé con menos pasión y más eficacia y la emprendí con sus orejas, con tan buen resultado que llegué a oír los gemidos ahogados de varios antes de que uno se volviera para agarrarme por la cintura y despegarme del suelo. La señorita Mercedes los tenía tan encima que le era imposible blandir su cinturón. Dos la rodearon para llegar a la india y trataron de sacarle el vestido por la cabeza. Todo ocurría muy aprisa y sin apenas ruido.
—Acabamos enseguida, señorita —dijo uno de los que tiraban de las ropas de la india—. Mañana sale nuestro batallón y tenemos que dormir.
Maniobraban con delicadeza, incordiaban lo menos posible a quienes no acabábamos de entenderles. No recuerdo que brillara en sus expresiones algo que oliera a lascivo. Pienso que nunca ninguna mujer fue tan venerada.
—¡Guardias, guardias! —me sorprendió gritando la señorita Mercedes.
De modo que yo la secundé:
—¡Guardias, guardias!
—Tranquila, señorita. —El rubio era uno de los dos que procedían al desnudamiento—. Mañana verá usted esto con otros ojos y nos comprenderá y se alegrará por unos pobres gudaris.
Oímos pisadas fuertes y me dije: «Por una vez, llegan a tiempo». Pero no eran los municipales sino el tío abuelo Saturnino avanzando a un trote pesado, blandiendo en el aire su gruesa cachava y mascullando roncamente: «¡Kanpora, kanpora! ¡Esperad y probaréis mi tranca! ¿Y vosotros os llamáis gudaris? ¡Perros rabiosos es lo que sois! ¡Mecagüen…, os parto la cabeza!».
El que me tenía en vilo me soltó y los que habían empezado a desnudar a la india retrocedieron, y lo mismo los dos que miraban. Y así como antes se asombraron de que no se compartiera su propósito, ahora tampoco daban crédito a la aparición de aquel energúmeno. Los cinco cuerpos paralizados recobraron el movimiento cuando una rama del único y raquítico árbol del callejón detuvo el tremendo golpe de cachava que habría descalabrado algún cráneo. Creo que fue el de las viruelas quien dijo:
—Al menos, hemos visto sus hombros y los altos de sus brazos. ¡Dios, qué brazos, qué redondos, ya sabemos cómo es el resto!
—¡San Ros, qué carne tan dura! —exclamó el rubio.
—¡Ya podemos morir! —exclamó el moreno.
La cachava de mi tío abuelo volvió a silbar en el aire, pero los cinco ya corrían.
—¡Os buscaré por todos los agujeros del pueblo al acabar la guerra! —les lanzó aún el tío abuelo. Se quedó mirando por dónde habían desaparecido, entonces creí que por si se les ocurría volver.
—Muchas gracias —dijo la señorita Mercedes recomponiendo sus ropas.
—¿Eh? —gruñó mi tío abuelo aún dándonos la espalda.
Desde su regreso de las Américas vistió chaqueta y corbata, primero para buscar novia y luego, se dijo, porque su mujer se lo impuso por mantener su altura de indiano.
—Nunca se lo agradeceré bastante —insistió la señorita Mercedes, ahora revistiendo a Anaconda.
—Había que hacer —carraspeó el tío abuelo, vuelto sólo a medias hacia nosotros.
Presentándonos primero a Boniato y después a Anaconda, sus dos bastardos, había convencido a todos, incluso a su esposa, de que era ella la estéril, pero la imposibilidad de recogerlos en su hogar le hacía vivir con la vergüenza de haberlos abandonado en tierra extraña. Y entonces estaba viendo en la maestra al Getxo recriminador.
—No sé qué les ha pasado a esos chicos —dijo la señorita Mercedes.
—En la perrera tendrían que estar. Yo me encargaré cuando acabe la Guerra —murmuró el tío abuelo.
—No los denunciaré sin antes hablar con ellos. Estos tiempos están cambiando a las personas —aseguró la señorita Mercedes—. Que nadie sepa lo ocurrido. ¿Respetará usted mi deseo?
El tío abuelo asintió en silencio. El lugar que ocupaba en la escena le hubiera permitido retirarse sin darnos la cara, pero se le ocurrió preguntar: «¿Están bien las mujeres?», y fue como echar un velo sobre la realidad de aquella india nieta suya y la dejara convertida en otra simple mujer como la maestra.
—Sí, sí, gracias a usted —suspiró la señorita Mercedes peinando con su mano la negrísima cabellera de Anaconda.
De manera que sólo quedaba yo para una retirada airosa, y el tío abuelo, por fin, se dio la vuelta y revolvió mi pelo con su manaza.
—El pequeño Asier —dijo—, el pequeño Altube.
—¡Cómo les hizo frente!… —exclamó la señorita Mercedes con una mirada que me colmó—. ¿Quiere usted pasar y sentarse un rato a descansar? —invitó al tío abuelo sacando la llave de la puerta.
—Descansar, ¿de qué? No estoy cansado, había que hacer —pronunció él con voz más firme.
Añadió «Bueno» y se marchó. La señorita Mercedes me rogó que regresara pronto a casa, me dio también las gracias y me despidió con una de sus inolvidables sonrisas.
Supongo que el tío abuelo quedaría muy satisfecho de su intervención, que perteneció a su tímido propósito de echar una mano a su nieta apremiado por la amenaza de la Guerra. El primer intento lo había realizado el pasado agosto al enviar a Boniato a la escuela con el recado de ofrecerse para lo que hiciera falta. El segundo sería horas antes de la entrada del ejército franquista en Getxo. El incidente intermedio con los cinco del Puerto Viejo fue absolutamente casual y su papel salvador tranquilizaría mucho su conciencia.
Creo que viví la retaguardia más como niño que como hombre, con más excitación que dolor. Me refiero a que si esperamos de una película que de un momento a otro se haga realidad, bien podía yo tomar la realidad de la Guerra por una película de aventuras escapada de una pantalla. Palpaba la tragedia, incluso llegué a ver algún muerto. Había que fijarse en el rostro de la madre con dos hijos en el frente. Había que conocer el incesante incremento de familias con luto. Varias veces al día nos sobresaltaba la estridente sirena anunciando la llegada de bombarderos, y levantábamos la vista y allí estaban, seis, doce, dieciocho, una nube en impecable formación, sólo excepcionalmente alterada por algún caza nuestro, a veces uno en solitario, pero allí estaban los otros innumerables cazas tejiendo telas de araña de protección. Con más frecuencia cada vez, ningún caza nuestro, sembrando en los que mirábamos desde abajo la más desmoralizadora indefensión. Todos nos hicimos expertos en vuelos: «Ésos van para Bilbao», o «para el Sollube», o «para Santander», o «para la ría». Y luego, las bombas, más cerca o más lejos, los impunes estampidos secos, poderosos y enfurecedores, que al principio confundíamos con barrenos de minas. Los bombardeos de la capital causaban muchas víctimas, y al día siguiente de cada uno, la madre, histérica, me enviaba a la playa y en ella había de permanecer mañana y tarde cerca de las dos cuevas con la orden de meterme en ellas al sonar la sirena, y la propia madre me bajaba la comida del mediodía. Menos mal que me solían acompañar Perico Orejas y Pachín Arana y algún otro de la cuadrilla.
En cierta ocasión, un caza alemán vino por Perico Orejas y por mí, descendió y nos enfiló, corrimos por la arena hacia las cuevas y yo llegaba cuando Perico Orejas ya estaba dentro y oímos el ra-ta-ta, al suelo, el caza pasó rozándome la cabeza, o así lo creí. Luego descubrimos una larga hilera de balas empotradas en la gran pared lisa de piedra arenisca. Fue como en el cine. Sin embargo, con el transcurso de los meses la Guerra me fue pareciendo algo menos cinematográfica.
Como la familia de Perico Orejas no era de caserío, pasaba hambre, y cuando me hacía compañía en la playa también se dedicaba a cazar gaviotas con su chimbera, para comer; no era tan fácil como matar gorriones, había que darles justamente en la cabeza; más éxito tenía con el cepo que montaba en la orilla, sobre la misma arena y un trocito de pescado de cebo. Aquellas pobres gaviotas, que siempre habían campado a sus anchas gracias a su carne como estopa, se preguntarían qué había cambiado de pronto el gusto alimenticio de los humanos. Los gatos también se lo preguntarían. Pocos cargueros sorteaban el bloqueo franquista, y cuando se veía a uno arribar victoriosamente al puerto, supongo que gran parte de la población preferiría que cargase alimentos en vez de armas.
«Es una suerte ser aldeano en estos tiempos», solía decir la madre. «¡Ya era hora de que se pagara el sudor del campo!». Se refería a que los urbanos nos pagaban veinticinco pesetas por un pollo que antes de la Guerra costaba cinco, y las alubias y la docena de huevos habían subido al doble, y así todo. El abuelo gruñía que no estaba bien aprovecharse del hambre de otros, pero no muy alto, pues daba gusto ver a la abuela plegar los billetes de las ventas y ordenarlos en la caja de madera clavada y escondida bajo el culo del viejo sillón arrumbado en el camarote. «¿Qué adelantaríamos siendo los únicos cobrando menos si los demás siguen cobrando más?», argumentaba la madre. Aceptaba la moneda que el Gobierno de Euskadi había puesto en circulación, romanticismo al que no resultaba ajeno el hecho de que Marcos y Esteban estuvieran defendiendo a ese Gobierno con las armas. La abuela se lo recriminaba: las pocas veces en que ella actuaba de vendedora habían de pagarle en duros de plata de antes de la Guerra. Sin embargo, perdida Euskadi, continuó creyendo en aquellos papeles de su caja secreta hasta el fin de la Guerra. Murió a finales de 1939, en parte desmoronada por la ruina del único negocio emprendido por la familia.
A medida que pasaban las semanas, los gudaris con permiso de cinco o siete días se despedían de los suyos con una mirada que los más realistas interpretaban como la última. Supongo que así ocurriría con Marcos. A su marcha, sorprendí al abuelo en dos ocasiones llorando en la cuadra. Marcos examinó cuidadosamente el bastón de caña que él mismo me había fabricado días antes de salir para el frente, esperando encontrarle algún desperfecto, y al no ser así, en unas horas me hizo otro. «Dos bastones duran más que uno», sonrió. Vi una vez más su larga figura trajinando en las huertas o sentada en la cocina o realizando cualquier arreglo con sus manazas incansables. Entonces no advertí en él ningún cambio, pero más tarde recordé que no silbó mientras trabajaba, como lo hacía siempre. Partió una tarde después de prepararme en la mañana del mismo día tres bastones más.
Por mucha épica juvenil que yo le echara a la Guerra no se me escapaba que nuestras pérdidas eran continuas. Nuestro país está lleno de cumbres: unas, simples colinas, pero otras, altivas y emblemáticas. Todas se fueron perdiendo: Sollube, Anboto, Gorbea, los Intxorta, Peña Lemona… Se sabía de la dura resistencia de los gudaris, de montes abandonados durante el día y reconquistados por la noche, cuando no llovían bombas del cielo y las hormigas sin alas del suelo podían enfrentarse al enemigo de igual a igual. Temerosa, la población precedía al ejército en su retirada —dos kilómetros diarios— y se agolpaba en un territorio cada vez más menguado de Euskadi, finalmente en Bilbao y alrededores costeros, sintiéndose atrapada entre Franco y la mar y confiando desesperadamente en el Cinturón de Hierro. Cayeron abatidos los contados cazas que se enfrentaban a los aguiluchos alemanes en aquellos duelos aéreos que contemplábamos sin respirar y que nunca ganábamos. Un suceso vino a testificar que los vascos aún podíamos ganar batallas: la selección de Euskadi de fútbol le metió un 0-3 al Rácing de París… ¡el mismo día de la destrucción de Gernika! Don Manuel siempre se debatiría acerca de qué interpretación dar a aquella coincidencia. «Significó algo, no sé si bueno o malo para nosotros. ¿Fue cosa de Dios, de un escarnio sangriento? ¿El fútbol como consuelo ante el más adverso de los destinos? Y se diría que Franco aprendió la fórmula: chapucear para que el Athletic de Bilbao gane copas con cierta frecuencia en nuestra interminable posguerra, a fin de calmar ardores independentistas. ¡Dios mío, el fútbol y aquella pobre Gernika! ¿Es justo mezclarlos?», repetía.
Nunca ocurrieron tantos sucesos extraordinarios en tan poco tiempo. Llegó a Altubena una carta de don Manuel dirigida al abuelo, que yo leí. Aseguraba encontrarse bien. Tiempo después comprendí que el peligro, el dolor, los muertos, el miedo y la sangre que entonces le ahogaban y no mencionó, palpitaban en el clamor de las frases que yo también apinaría que fueron escritas para mí: «Que nada altere la serenidad de nuestro juicio, sigamos siendo nosotros mismos en medio del trueno, que nada nos desvíe, librémonos del odio que llama con estruendo a nuestro corazón para hacernos como él, permanezcan intactos nuestros sueños, prestemos nuestro cuerpo a lo que nunca hubiéramos querido y cuidemos que no contamine nuestros pensamientos, ilusiones, esperanzas, sobre todo esperanzas; vigilémonos para ser más fuertes que este tiempo, preservemos nuestro tesoro interior, alcemos nuestra dignidad contra el caos». Poco después se supo en el pueblo que le habían hecho capitán. Lo contó Agustina, en la tienda de Cuatro Caminos, repitiendo lo que el hijo le comunicó en una carta y calló en la que nos envió a Altubena. ¡Capitán de gudaris el hombre incapaz de seguir matando pajaritos! Dos o tres años después, con todo acabado, la señorita Mercedes me transmitió con absoluta naturalidad que lo destituyeron al tercer día por no haber salido de su boca la orden de «¡Fuego!» en pleno ataque enemigo. Solicitó el puesto de servidor de ametralladora y, sosteniendo la cinta de balas, participó en los siguientes combates, hasta el final. Se trató de no tomar la iniciativa en el disparo. Me lo imagino como cuando ayudaba a su madre a formar la madeja de lana para un jersey, y cerrando los ojos por no ver la escabechina de la ametralladora.
En mayo empezó la evacuación de la población civil en barcos a países neutrales. El trasatlántico Habana y el yate Goizeko-Izarra hicieron varios viajes, y lo mismo la media docena de mercantes ingleses que cobraban seis chelines por viajero. Protegidos por la Royal Navy, los buques franquistas del bloqueo no se atrevieron a intervenir. Se temía un Bilbao convertido en campo de batalla y combatiéndose casa por casa. En dos meses el Ejército vasco había aprendido en propia carne cómo era la Guerra desde el aire que los alemanes estrenaban y ensayaban contra él, y el Cinturón de Hierro había dejado de infundir esperanzas.
El día 12 los franquistas bombardearon masivamente y atacaron por el punto débil señalado por el traidor Goicoechea en su Cinturón y en los planos que Benito Muro se le adelantó a pasárselos a Franco. El alud enemigo se precipitó por la brecha. Pronto empezaron a llegar a Getxo las explosiones del frente. Entre la población sólo los más significados políticamente no dudaban de la urgencia de huir si querían salvar el pellejo. El resto barajaba noticias, miedos, rumores, invocaciones a la serenidad e histerias, y el final solía ser también la huida. ¿Cómo? Resultando insuficientes los barcos, la carretera hacia Santander fue una riada. Ni los abuelos ni la madre se plantearon tal solución. «Si quieren matarnos a todos, que nos maten», dijo la madre. Me estremecí; hasta entonces me había gustado pensar que a Altubena y a sus cuatro habitantes nos protegía el amplio espacio de huertas, prados, higueras, manzanos y el cañaveral que nos rodeaba, algo así como estar y no estar en la Guerra. Las palabras de la madre nos colocaban en la línea de fuego.
—¿Adónde vas? —me preguntó.
—A ver qué hará la maestra.
—No me gusta que andes por ahí con todo lo que pasa.
—Está sola…, bueno, con Anaconda. Su padre está haciendo trincheras. Las dos mujeres están solas.
—¿Y tú les solucionarás la vida?… Anda, anda, vete. Les dices que pueden venir aquí, que en Altubena hay muchos rincones para esconderse. Y quiero verte antes del anochecer.
Los hombres se despedían de sus familias en la calle y allá se iban con una pequeña maleta o un bulto, y puesta la gabardina a pesar de ser junio. Hubo quien cambió de idea en el último momento y se metió en casa con la familia detrás. El callejón de la señorita Mercedes era ancho, le daba el sol y olía a las muchas flores que siempre tenía en hileras de tiestos al pie de las fachadas de su casa y de la fábrica de hielo. Levanté tres veces la aldaba antes de oír la voz de Anaconda:
—¿Quién?
—Yo, Asier. Quiero hablar con la maestra.
—No está.
—¿Dónde está? ¿Vendrá?
—En el hospital de Bilbao.
Esperé inútilmente la segunda respuesta.
—¿Vendrá?
—Sí. No —arrastró Anaconda. Sin duda lamentó no haber podido ahorrarse las dos sílabas, al menos una. La señorita Mercedes se quedaba algunas noches en el hospital y otras regresaba muy tarde. Sólo me cabía esperarla. Pronuncié: «La esperaré», por si la puerta se abría. Fue confiar demasiado en que Anaconda diera dos vueltas de llave y descorriera los tres cerrojos con que la señorita Mercedes la protegía, pues habría de realizar el mismo esfuerzo poco o mucho después, sin contar con que a lo mejor le incordiaba mi presencia. Me senté en el peldaño de la puerta y enseguida me adormilé. Yo tampoco habría sabido de qué hablar con aquella muchacha, a pesar de tener mi misma edad. No era como las que andaban por Getxo. Perico Orejas y los de la cuadrilla pensaban igual, y ellos entendían de estas cosas más que yo. No era sólo que a Anaconda se le notara demasiado que no era de Getxo, es que no nos parecía de ninguna parte conocida.
Sonaron pasos en el callejón y volví la cabeza. Por la inclinación de las sombras supe que el sol había caminado unas dos horas. No era la señorita Mercedes sino Boniato, el hijo americano del tío abuelo Saturnino. A su llegada, con cuatro años, lo bautizaron como Ángelo, aunque siempre se le conoció por «el Altube» hasta que el tío abuelo le abrió una frutería y entonces ya fue «Boniato» para siempre, sólo a veces con el Ángelo delante. Se me acercó muy serio y muy digno, y más entonces, con su uniforme de ertzaina, un ertzaina al que le faltaban centímetros. Que recuerde, era la primera vez que íbamos a hablar.
—Bueno…, ejem…, yo venía a…, ¿no hay nadie en su casa? —empezó, tras unos segundos de mutuo estudio.
Tardé en hablar. Por muy cara de indio que tuviese, llevaba sangre Altube. ¿Qué era de mí?, ¿tío?, ¿primo? Por su edad podría ser mi tío, andaría por los cuarenta años. Del interés que demostró desde un principio por fundirse en su nueva comunidad era prueba aquel uniforme de ertzaina.
—Ella no está —dije. Aún no me había levantado del peldaño.
—¿Quién le ha hecho algo malo? Precisamente, yo venía a…
—La que no está es la señorita Mercedes.
Se tranquilizó. Al término de aquel encuentro mi estima por Ángelo Boniato había crecido. Pudo haber abordado el encargo que le llevaba allí —me explicó que le enviaba su padre (ni siquiera dijo, por ejemplo, nuestro padretioabuelo o algo parecido)— metiéndonos a mí, a Anaconda y a él mismo en un único saco familiar para arrogarnos el derecho que seguramente teníamos de acordar la mejor protección para Anaconda, en una especie de deliberación tribal, descargando a la señorita Mercedes de esa responsabilidad. Pero no lo hizo. Supongo que sería un detalle más de la prudente lejanía con que siempre se comportó en este terreno.
—Mi padre preferiría llevarla al abrigo de las monjas —expuso con calma—. Sólo hasta que pase todo esto. Bilbao caerá de un momento a otro, el avance del militar es incontenible. ¿Qué ocurrirá cuando esas tropas pongan aquí sus pies? Nadie lo sabe. Mi padre se siente responsable de su nieta, y yo de mi… sobrina.
Dudó al pronunciarlo, no estaba muy seguro de lo que eran el uno del otro. Estrictamente, ¿qué parentesco le unía con Anaconda? Quizá fuera su tío, para lo que el tío abuelo hubo de haber tenido otro hijo o hija de la madre de Ángelo, es decir, hermanos de éste, y este hijo o hija, a su vez, tenido a Anaconda; suponiendo que al tío abuelo no le hubiera dado por duplicar su estirpe, me refiero a liarse con otra aborigen que le diera más hijos e hijas, que serían hermanastros de Ángelo, y de uno de ellos naciera Anaconda, lo que aumentaba su mérito al interesarse tanto por ella, excepto que ambos venían del tío abuelo por distintas rutas selváticas y llevaban sangre Altube. ¿Qué nombre tenía esto en términos de parentela? ¿No iban las denominaciones más allá de hermanastros? ¿Por qué no Ángelo tío hermanastro de Anaconda, en el caso de que no fuera únicamente tío? En cuanto a mí, no había duda de que me unía algún parentesco con Anaconda y con Ángelo, las sangres no pasan impunemente de unos cuerpos a otros, pero el laberíntico itinerario que siguieron en este caso, sumado a que ocurrió en el otro extremo del mundo y al, en un principio al menos, nulo propósito del tío abuelo de procrear Altubes para Getxo, me libró de la tentación de buscarle un nombre a mi parentesco.
—La señorita Mercedes sabrá protegerla, siempre lo ha hecho —le aseguré.
—No basta, lo que se nos viene encima es nuevo —dijo Ángelo Boniato—. Yo no podré hablar con la maestra, tengo orden de presentarme en Bilbao dentro de una hora. Misión de vigilancia, los mineros asturianos no deben dinamitar Bilbao y en las cárceles hay cientos de presos cuyas vidas hay que proteger.
No me di cuenta hasta entonces de que iba armado con fusil y pistolón.
—Aunque supongo que en casa sí estará Anaconda…, pero aun hablando con ella no la convencería de que se fuera con las monjas —se lamentó.
—No, no la convencerías —musité.
—Pero tengo la obligación de intentarlo.
Dio un paso hacia la entrada y yo me puse en pie y me aparté. «Gracias», me dijo. Llamó a la puerta y se puso a repetir el nombre de Anaconda. Pegó una oreja a la madera y enseguida la expresión de su rostro me anunció que había oído algo.
—No se te ocurrirá abrir la puerta, ¿verdad? —dijo sin elevar la voz—. Bien, muy bien: cumple a rajatabla las instrucciones de la maestra. Sin embargo, ésta es una ocasión especial, estoy seguro de que la propia maestra te sacaría de ahí y te depositaría en las monjas. A veces ni un coraje como el suyo puede nada contra esta Guerra, y ella lo sabrá. Te conduciríamos entre Asier Altube, aquí presente, y yo. ¡Qué no daría por tener aquí a la señorita Mercedes! ¿Qué me contestas?
Silencio al otro lado de la puerta.
—Tu abuelo está muy preocupado por lo que te puedan hacer los invasores, y no estás segura en casa —añadió Boniato—. ¿Te han dicho que hay moros entre los que vienen? No quiero asustarte, pero tampoco ocultarte nada. No es prudente esperar a la maestra, esa gente llegará en horas. Y, estate segura: esta vez, ella misma te llevaría a las monjas… Sólo provisionalmente, claro, hasta que se recupere la normalidad. ¿Abres?
Anaconda no abrió. Ángelo Boniato soltó un botón de su pechera, introdujo la mano, sacó un reloj de leontina, levantó su tapa y miró, devolviéndolo a su bolsillo y abrochándose el chaquetón. Me asombró la meticulosidad de la operación, no obstante recordar lo que se sabía de su natural ceremonioso.
—¿Puedo pedirte, Asier, que transmitas a la señorita Mercedes que Saturnino Altube intentó hacer algo por su nieta? —me rogó.
—Naturalmente.
—Que nos volvamos a ver algún día —se despidió, haciendo un suave gesto con la mano levantada y mirándome con la sombría profundidad con que nos despediría un muerto que pudiera abrir los ojos.
Esperé alrededor de una hora a que mermara el fulgor del sol y de pronto comencé a golpear la puerta con las palmas de ambas manos. Llegaba hasta el callejón un rumor de voces y chirridos de ejes de carros o carretas y temblor de motores y, sobre todo, de truenos de artillería y el silbido de los obuses que volaban sobre Getxo hacia la carretera de Santander atestada de refugiados que huían. Todo ello alimentaba mi excitación, pero lo que llevó mis manos contra aquella madera fue la dolorosa certidumbre, repentinamente sentida, de que los esfuerzos de tanto pariente y amigo querido y de tantas personas de Getxo por el triunfo de la libertad estaban siendo derrotados. La emprendí contra la inocente puerta e incluso contra la inocente Anaconda, pareciéndome que una y otra mostraban una exasperante insensibilidad a la tragedia. Luego mis brazos quedaron colgando y lloré con la frente apoyada en la puerta. ¿Dónde estaba la señorita Mercedes?, ¿habría para nosotros un futuro en el que poder transmitirle el mensaje de Ángelo Boniato? Al marcharme ni siquiera envié un adiós a aquella insondable del Matto Grosso.
Como la madre dejó muy claro desde el día siguiente que «se acabaron las salidas del niño», no supe de la señorita Mercedes en una o dos semanas, tiempo en el que Getxo pasó de la zona rojoseparatista a la nacional y yo me perdí conocer cómo era el más o menos fugaz vacío que se produce en un territorio en guerra cuando un ejército deja su sitio al otro. Porque, de repente, vimos a los Flechas Negras italianos acampados en la explanada del Castillo, las ruinas del viejo fuerte sobre la playa. Llegaron sin ruido, como en un paseo de domingo, y enseguida se pusieron a comer macarrones. Los compartían con quienes se acercaran, niños y no tan niños y algún franquista, unos por hambre y otros por darles la bienvenida. ¿Llegaron a confraternizar con mujeres? Que se sepa, lo hicieron con una: en marzo de 1938, la prima Cenobia tuvo un hijo de un teniente. Al día siguiente de probar los macarrones, Perico Orejas se dio una vuelta por Altubena.
—Hablan con nosotros, nos hacen preguntas y nos entendemos —dijo—. Me he hinchado a macarrones. Al mediodía me acercaré otra vez con Pachín… No me mire así, Mari Benita, no sacan las tripas a nadie. ¿Vienes, Asier?
Se había extendido por Getxo que no eran peligrosos aquellos italianos. Por el contrario, confraternizaban con la población en la explanada del Castillo, aunque no se alejaban de allí. Mientras Perico Orejas se adelantaba en busca de macarrones, yo me detuve a unos metros. Allí estaba el enemigo. Sus uniformes parecían más de exploradores africanos que de soldados. Eran jóvenes, limpios y sonrientes. Pero sus pistolas, fusiles y ametralladoras me rescataron de la vacilación. Morían los gudaris, en sus cuerpos habría balas italianas. Nada faltó para que gritara a Perico Orejas que regresara. Devoraba macarrones a dos carrillos y me llamaba por señas. El no tenía huertas. Bueno, pero las huertas de Altubena nunca habían dado macarrones. Recuerdo que resistí no menos de quince minutos. En una de mis conversaciones con don Manuel se lo confesaría. «¿Perdí mi dignidad?, ¿fui traidor a algo?». Me respondió con fragmentos de un agrio debate que solíamos sostener de tarde en tarde. Resultó extraño el inesperado debilitamiento de su defensa de la rendición peneuvista en Santoña.
—Mientras tú probabas aquellos macarrones, los batallones nacionalistas, sólo ellos, tenían orden de dirigir su retirada hacia Santoña —me dijo—. Las líneas estaban rotas, el Ejército vasco estaba roto, todo el mundo retrocedía, pero sólo los batallones del PNV no seguirían defendiendo la República en otros frentes.
—Estricta coherencia con la única razón por la que guerreó: Euskadi. ¡Qué visión tan corta de lo que se estaba ventilando! —exclamé.
—¡Y si, al menos, hubiera acertado! En Santoña estaban los italianos y el PNV confió en ellos (como tú confiabas en sus macarrones), en que respetarían como caballeros los puntos de la rendición que los que se entregaban apalabraron con ellos… No te atormentes por aquellos inocentes macarrones, Asier.
Fue la hora de la desbandada, los franquistas ya casi habían cerrado sobre Bilbao su inveterada táctica de la tenaza, pero tres batallones demoraron su retirada a fin de averiguar si seguían siendo ellos mismos, y en un gesto suicida se apostaron en Archanda, el último monte donde cerrar la guerra vasca con la última batalla. La artillería y la aviación alemanas representaron sobre aquel último escenario la apoteosis final.
El extremado encuentro en la playa de Neguri de Elisenda, la hija de Efrén, con el gudari rezagado ocurrió siendo el lugar efímera tierra de nadie, aunque en modo alguno representativa de aquél ni de ningún otro espacio muerto entre dos ejércitos. La desmesura del episodio desbordó las barreras de la intimidad de los Bascardo-Lapaza, habitantes del Palacio Galeón, Getxo lo hizo suyo, y su desenlace posterior no sólo entró en la leyenda sino que simbolizó, para algunos, la magnífica perennidad de la pureza de la carne por encima de cualquier acechanza. Los diecisiete impacientes años de Elisenda Bascardo Lapaza se precipitaron a la playa apenas desaparecidos los dinamiteros asturianos. Desde el comienzo de la Guerra, su madre, la condesa Ángela Lapaza, la había mantenido encerrada en el Galeón para no exponerla a las hordas rojoseparatistas que lo infestaban todo. La inminente llegada de los cruzados de Franco la había puesto tan exultante que cedió al deseo de su hija. Elisenda pisó el paralizado exterior protegida por dos inmensos bóxer y un criado con polainas rojas. El soldado del Ejército vasco que la iba a violar no era un vulgar desertor: procedía del interior del país, no había visto nunca la mar y, al verla desde su unidad en retirada, necesitó comprobar qué era aquella inmensidad. Al reparar en la celestial Elisenda su objetivo cambió. El criado contaría que su dueña echó a correr hacia el agua, que el bárbaro la siguió, que a él lo neutralizó de un golpazo, que la alcanzó entre las olas y que la desfloró contra una peña. La pasividad de los dos bóxer obedeció, según la leyenda, a que, siendo también machos, se contagiaron del desenfrenado celo del soldado; esta supuesta causa común entre hombre y bestias era el único fallo de la leyenda… a juicio de los que descartaban su carácter alegórico. Don Manuel esgrimiría: «¿Acaso no regresó el soldado a buscarla después de siete años? ¿No lo esperó ella, sabiendo que vendría a recogerla? ¿Qué más quieren para convencerse de que Elisenda, al fin, descubrió la carga de quebranto y de asco que arrastraba el soldado, de repudio de una Humanidad que se olvidaba del hombre, y se comprendió a sí misma, se vio cómo era, cómo la habían hecho también a ella, y participó del repudio del soldado y, sencillamente, lo esperó? ¡Lo esperó nada menos que siete años, Asier, sin noticias de él, así como tampoco él las tuvo de ella, y todo por aquella cálida comunicación de sus carnes que nos redime también a nosotros!».
Mientras esto ocurría en la playa frente al Galeón, en Bilbao parte de la Ertzantza se entregaba al enemigo con los dos mil presos franquistas recién sacados de las cárceles. Otra parte había optado por sumarse a los batallones en retirada. Ángelo Boniato perteneció a los primeros.
En esas mismas horas comenzaban dos odiseas: la de los batallones vascos que ni siquiera se planteaban el dejar de luchar en otros frentes y la de los batallones vascos del PNV que iban confluyendo en Santoña para negociar su rendición y entregar a los italianos sus armas y una relación de los jefes y oficiales que embarcarían en los dos mercantes ingleses y barcos pesqueros que aguardaban en el puerto, que trasladarían igualmente a cuantos refugiados cupieran. Ya con las embarcaciones a tope, una orden de Franco las vació. El pacto con los italianos quedó en papel mojado y los jefes y oficiales se arrancaron sus galones como medida de seguridad, pero sus nombres figuraban en la relación en manos de los italianos. En septiembre aparecieron los falangistas y se hicieron cargo de todo, especialmente de esa relación. A los italianos se les despachó al frente de Asturias. Hasta entonces, los gudaris habían sabido morir en libertad, ahora iban a aprender a vivir bajo los falangistas. La primera lección fue saludar al estilo fascista al grito de «¡Viva Franco!». Hicieron soportable la rabia sustituyendo ¡viva! por ¡comida!, pues ya eran cautivos hambrientos. A uno le resultó imposible reprimir su propio grito: «¡Gora Euskadi Askatuta!», y fue fusilado ante todos. Un coro de homenaje de catorce mil gudaris ahogó la descarga: «¡Gora Euskadi!». Los jefes y oficiales fueron llevados al penal de Santoña y condenados a muerte en juicios de siete minutos y abogados defensores que se desentendían de sus muertos.
Todo esto lo iríamos sabiendo en un goteo difícil de los supervivientes que fueron regresando con los años de cárceles y batallones de trabajadores. Don Manuel estuvo en Santoña, pero el no haber podido dar aquella orden de «¡Fuego!» le libró de figurar en las listas de jefes y oficiales. Permaneció en prisión poco más de un año, hasta que lo sacó Benito Muro con su autoridad de nuevo alcalde de Getxo y el prestigio de haberse pasado a los triunfadores con los planos del Cinturón de Hierro, traición recompensada con esa alcaldía. Sin embargo, la Guerra no acabó para don Manuel aquel agosto del 38: tres meses después serían fusilados sus compañeros de prisión y de celda Patricio Sarria, Bruno Jauregui y mi hermano Marcos, y se martirizó con el pensamiento de que le hubiera correspondido caer con ellos. Su mala conciencia le arrastró al hundimiento de todos sus valores y a cometer con Anaconda el acto que el destino no le tenía reservado, condenando a la señorita Mercedes y vinculándome a una ridícula santísima trinidad imperecedera. De modo que nos privaron de la redención que les fue otorgada a Elisenda y al gudari cuando se detuvo ante el Palacio Galeón la carreta de bueyes cargada con aperos de labranza, ropas de campo, enseres rústicos, herramientas y semillas y Elisenda la vio sin sorpresa y abandonó la partida de bacará que jugaba en la terraza con su madre la condesa y otras damas, despojó a su hijo de seis años de todas sus ropas y calzado, luego se desjoyó, desnudó y descalzó ella misma ante la mirada atónita de las del bacará y, tomando al niño de la mano, descendieron ambos la escalinata sin peso alguno y pisaron el paseo de la playa y llegaron a la carreta, donde el soldado se inclinó a recoger a su hijo, alzándolo hasta sentarlo en el arcón donde él iba sentado, y ayudó a subir a la mujer y sentarla al otro lado del niño, todo sin detener la carreta, sin hablarse ni casi mirarse, moviéndose como en una escena ensayada en sus sueños de siete años, y, dejando atrás la inmundicia, desaparecieron para fundar otro mundo y jamás volvió a saberse de ninguno de los tres.