—No puede ser —decía, mientras se refregaba la mano de modo compulsivo por la frente—. Esto no puede estar pasándome. No quiero esto para mí.
—Víctor, no siempre las cosas son como uno querría que fueran.
—Sí. Pero ¿por qué esto?
Víctor lloraba desconsolado en el diván. Lo hacía por primera vez en todo el tiempo que llevábamos trabajando juntos.
—¿Sabe qué es lo que siento? Que la culpa es suya, suya y de este puto análisis que empecé.
—¿Usted cree que soy el responsable de sus deseos?
—No. Pero yo manejaba mis impulsos de otra manera.
—Eso es cierto. Es más, por eso vino. Porque quería cambiar su manera de relacionarse con sus impulsos. ¿O no?
—Sí, pero jamás imaginé que iba a terminar así.
Llora. Está asustado y enojado al mismo tiempo. Hago silencio. Dice que jamás imaginó que iba a terminar así. Lo que no sabe es que no está terminando, sino que es apenas el comienzo de un largo camino.
Víctor tenía cuarenta y ocho años cuando tuvimos nuestra primera entrevista. Llegó al consultorio vestido muy elegante y comprendí de inmediato que estaba frente a un hombre con un discurso claro e inteligente. Ejercía con éxito su profesión de arquitecto y estaba casado desde hacía dieciséis años con Virginia. Ella era la dueña de un instituto de enseñanza privada y tenían tres hijos: Lucía, de 12 años, Sol de 10 y Santiago de 7. Dijo tener una familia armoniosa y se definió como un hombre feliz.
—¿Qué lo trae por acá, entonces? —le pregunté.
—La sensación de que estoy poniendo toda mi vida en juego por cosas sin importancia que no puedo manejar.
—Si no las puede manejar, a lo mejor es porque alguna importancia para usted tienen. ¿No le parece?
—Puede ser, pero de todas maneras son cosas que quisiera erradicarlas de mi vida porque solo pueden traerme problemas.
—¿De qué se trata?
—Para que se dé una idea, me siento como un hombre que ha cambiado todas sus riquezas y propiedades por una perla de un valor incalculable. Y que juega con ella sentado al borde de un precipicio, arrojándola al aire y volviéndola a tomar, sin darse cuenta de que si se le cayera de las manos perdería para siempre el sacrificio de toda su vida. Es evidente, compartirá conmigo, que ese hombre es un estúpido.
—No lo sé. A lo mejor habría que preguntarle cuál es el motivo que lo impulsa a arrojar la perla. Tal vez ese hombre tiene una razón para hacer lo que hace.
—Sí, que es un enfermo.
Silencio.
—¿La perla es su familia?
—Sí.
—¿Puedo saber qué es aquello que usted hace y que sería el equivalente al juego del hombre en el abismo?
—Salgo con mujeres. Todo el tiempo. De un modo compulsivo. No puedo desear a una sola mujer.
—Ajá. Y esto, ¿desde cuándo?
Piensa.
—En realidad es algo que hice toda mi vida. Siempre tuve aceptación entre las mujeres. Desde muy chico sentía sus miradas sobre mí. Yo les gustaba, me daba cuenta y me aprovechaba de eso.
Hace una breve pausa y retoma su discurso.
—Debuté a los 12 años con una prima con la cual mantuvimos relaciones sexuales durante muchos años. Todavía nos vemos, cada tanto, en alguna reunión familiar y tenemos algún juego erótico escondidos en un rincón. Pero bueno, en la vida de todo hombre hubo una prima, ¿no? Después seguí con las chicas del barrio y del colegio. Como decía mi vieja: «Este chico no deja títere con cabeza». Y de verdad fue así. Hasta que conocí a Virginia.
—¿A partir de su relación con ella cambió su actitud con las mujeres?
—Le diría que sí.
—Me lo diría, pero ¿me lo dice o no?
Me mira.
—Bueno, casi.
—¿Eso quiere decir que fue un poco infiel? —le pregunto irónicamente.
—Si es que eso se puede. Porque la fidelidad es como el embarazo. No se puede estar un poco embarazada, ¿no?
—¿Usted que cree?
Se ríe.
—¿Qué pasa? —le pregunto.
—Me preguntaba cuánto demoraría en aparecer esa frase: «¿Usted que cree?». Es como el padrenuestro de los analistas ¿no?
—No lo sé. ¿Usted qué cree?
Nos reímos.
Desde el primer momento me di cuenta de que podríamos trabajar juntos. Al finalizar la quinta entrevista le propuse iniciar el análisis. Estuvo de acuerdo y convenimos en utilizar el diván.
Víctor había realizado otras terapias, pero jamás había hecho psicoanálisis. A pesar de eso, se acostó en el diván y empezó a trabajar de un modo fluido y fecundo desde la primera sesión.
Unas sesiones después abordamos el tema de la culpa.
—Me siento culpable por todo. No lo puedo creer. A veces me encuentro pensando en cosas absurdas.
—¿Cómo cuáles?
—Me pasa todo el tiempo. Veo un accidente en la calle y me pregunto si yo no tengo alguna responsabilidad en el suceso. Gabriel, no piense que estoy loco. Sé que no tuve nada que ver con esas cosas, pero no puedo dejar de sentirme culpable.
Cuando empecé la carrera de psicología un docente nos comentó un caso. Se trataba de un paciente que experimentaba una profunda sensación de culpa por todo lo que ocurría. Leía en un diario acerca de un asesinato y sentía el impulso de presentarse ante la justicia para inculparse. Por supuesto que racionalmente sabía que era algo descabellado, pero no podía evitarlo.
En aquel momento pensé que podía tratarse de un invento, de un ejemplo exagerado para avalar la teoría. Es conocido el caso de «El hombre de los lobos», un ex paciente de Freud que, durante el transcurso de un análisis posterior con otro profesional, creyó enterarse de la muerte del creador del psicoanálisis, lo que no era cierto, y se sentía culpable de ella. La práctica clínica me daría muchas pruebas de la existencia real de este mecanismo.
—Esto que me pasa es un disparate —continuó.
—A lo mejor no.
Duda.
—¿Qué me quiere decir? ¿Que soy el causante de los accidentes de tránsito? No me venga con eso. No se olvide que aquí el loco soy yo.
—No, yo no dije eso.
—¿Entonces?
—Lo que quiero decir es que estos pensamientos que usted tiene están… digámoslo así… compuestos de dos elementos. El contenido y el afecto. El contenido, en este caso, sería ese conjunto de ideas que usted define como absurdas, y que algo de esto tienen, porque usted no tuvo nada que ver con esos accidentes. Pero la otra parte, el afecto, el sentimiento de culpa, a lo mejor no es un desatino.
Hago una pausa para asegurarme de que me está comprendiendo. Es una intervención teórica y le doy tiempo a procesarla.
—Lo que quiero decir es que ese sentimiento de culpa de algún lado viene, que por algún motivo experimenta usted ese afecto culposo. Ciertamente, no por andar rompiendo autos ni atropellando gente por la avenida 9 de Julio, porque eso no es algo que usted haga. Dejemos de lado, entonces, por un momento la idea y centrémonos en el afecto, que sí es algo real que usted siente. Y la pregunta es: ¿por qué o de qué se siente culpable?
Silencio.
—Lo primero que se me viene a la mente es algo que tiene que ver con lo que venimos trabajando.
—Dígalo.
—Pensé que, a lo mejor, el motivo de ese sentimiento de culpa está en lo que le hago a mi familia.
«Lo que le hago a mi familia». Tomo esta frase como algo de suma importancia. Víctor es un hombre culto que posee un discurso preciso. De modo que esa manera de expresarse tan confusa, tan poco clara, me obliga a interrogarme sobre su sentido.
No dijo: por mis infidelidades, por estar traicionando a mi mujer. No. Dijo que algo «le está haciendo a su familia». ¿Qué cosa le está haciendo? Es una pregunta que por ahora quedaría sin respuesta.
Víctor, según sus propias palabras, empeoraba a pasos agigantados con el correr de los meses. Mientras que antes su compulsión a la infidelidad se satisfacía con una clienta, una colega o alguna mujer que conocía ocasionalmente, un día, y casi sin pensarlo, empezó a navegar por las páginas pornográficas de Internet. Esto, que empezó como una diversión, terminó convirtiéndose en una nueva obsesión. No podía trabajar ni tener delante una computadora sin entrar en esas páginas. Solía entrar en un cyber-café, aunque fuera por unos minutos, con el único fin de mirar pornografía.
Poco tiempo después comenzó a consumir prostitución.
—Yo nunca había hecho algo como esto —me contó lleno de vergüenza—. Jamás me hizo falta pagar para cojer. Y la verdad es que ahora tampoco. Le juro que mujeres es lo que me sobra.
—Pero una prostituta no es una mujer como cualquier otra, ¿no?
—Eso suena prejuicioso.
—No es mi intención, no lo digo por eso.
—¿Entonces?
—Lo que quiero decir es que, mientras las demás van a la cama con usted porque les resulta atractivo o excitante, una prostituta es una mujer que no se acuesta con usted por deseo. Lo hace por dinero. No por lo que usted es, sino por lo que tiene para darle en el sentido material de la palabra. ¿Y cómo fue que ocurrió?
Silencio. Está inquieto. Se mueve en el diván.
—Mi mujer había ido a pasar el fin de semana a casa de sus padres en Mar del Plata y se había llevado a los chicos. Yo estaba solo en casa. Serían las doce de la noche cuando empecé a sentir la necesidad de cojer.
Este es un detalle común en los que sufren de compulsiones sexuales. Las ganas de sexo no incluyen necesariamente a una persona en particular. No tienen ganas de cojerse a Natalia, Pedro o Florencia. No. Tienen ganas de cojer. Así de simple. Aquello que tiene que ver directamente con el deseo empieza a desdibujarse y aparece la necesidad, algo imperioso. Como una fuerza que se impone y a su vez, le impone al sujeto un arduo trabajo psíquico para acallarla.
—Miré en mi agenda —continúa— y no quise llamar a ninguna. Preferí salir a dar unas vueltas con el auto. Sin rumbo fijo.
—Y esa falta de rumbo, ¿hacia dónde lo llevó?
—A una confitería que hay por la zona de Puerto Madero. Entré y pedí algo para tomar. Miré alrededor, vi que había muchas mujeres hermosas, y me dije: o estoy muy lindo o son putas, porque no dejaban de mirarme —sonríe.
—¿Usted estaba muy lindo?
—Sí. Pero además era un bar de putas.
—¿Usted no lo sabía? ¿Cree que eligió ese lugar casualmente?
Silencio.
—Le respondería que así es. Pero no puedo ser tan estúpido. Seguramente algo habría escuchado acerca de este lugar e inconscientemente me dirigí hacia allí. Porque no dudé. Salí de casa, manejé hasta la zona, estacioné y entré.
—Entonces no es cierto que salió sin rumbo fijo.
Silencio.
—Continúe.
—Miré a las chicas y recuerdo haber sentido una mezcla de excitación y bronca.
—¿Bronca por qué?
—Porque esas chicas hermosas podrían haber sido mis hijas, y estaban ofreciendo su cuerpo a cambio de dinero… de mucho dinero.
—¿Sí?
—Y sí. No en vano el lugar está cerca de un hotel en el cual paran empresarios extranjeros. Por lo tanto las mujeres son caras y hermosas. Putas de doscientos o trescientos dólares, según.
—¿Según qué?
—Si el cliente le gusta o no, supongo.
—¿Y qué pasó?
—Me interesó una de las chicas —se ríe.
—¿Qué pasa?
—Magie. Se imagina que la piba se debe llamar Laura o Verónica. Pero bueno, es parte del código.
—Ajá. ¿Y qué pasó con Magie?
—Le hice señas, se sentó a mi mesa. Yo debo de tener cara de extranjero, porque me saludó en inglés.
—Ah… ¿Magie habla inglés?
—Por supuesto. Y francés e italiano. Incluso, me contó, que algunas chicas hablan alemán. Aunque no lo crea, son mujeres jóvenes y hermosas que tienen una gran cultura y son muy amables.
—¿Está tratando de justificarse?
—No, no. Solo le contaba.
Pausa.
—Para hacerla breve, terminamos en un hotel y me quedé toda la noche.
—¿Cómo se sintió?
—Muy bien —sonríe.
—¿Algo le causa gracia?
—Sí. Me cobró solo doscientos dólares.
—¿Eso quiere decir que usted le gustó?
—Ya sabe. Es mi karma. Siempre le gusté a las mujeres.
Víctor se convirtió en asiduo concurrente a ese sitio. Magie parecía su elegida, aunque alguna vez, cuando ella estaba ocupada o se había ido con alguien, elegía otra de las chicas que trabajaban en el lugar.
Y de a poco, esto que en un principio lo había llevado a ser infiel de un modo permanente, viró hacia una especie de adicción al sexo.
Yo intentaba rastrear el porqué de esta conducta, pero generalmente las personas que la sufren tienen gran dificultad para precisar el origen de esta, de este deseo desmedido.
—Me pasa algo muy raro —dijo en algunas sesiones posteriores.
—¿Qué?
—Siento como si yo no fuera yo.
—Acláreme, por favor. ¿Tiene una sensación de despersonalización?
—No sé si técnicamente se llama así. El punto es que cuando voy a la confitería —con ese término se refería al lugar— tengo la impresión de que no soy yo.
Esta es otra característica de los adictos al sexo. Se escinden y viven su adicción como si no les perteneciera, como si este comportamiento lo realizara algún otro. Incluso muchas veces la escisión es tal que olvidan las cosas que han hecho en esos momentos. Aparecen, en tales casos, lo que denominamos lagunas en la memoria.
El adicto al sexo no es un infiel ordinario. En él, esto de «la doble vida» se da realmente de un modo contundente, apoyada en esa especie de división que experimenta el sujeto. Víctor comenzó a actuar como si tuviera dos vidas. En una estaban Virginia y sus hijos, lo que él llamaba su vida luminosa. A ella pertenecían también sus hermanos, su trabajo, sus fines de semana en familia y sus amigos. En la otra, el escenario oscuro y clandestino en el cual se desarrollaban sus vivencias patológicas y actitudes que solo realizaba en secreto. Aumentó, por ejemplo, su consumo de material pornográfico, ya fueran películas o páginas de Internet, y apareció una conducta que —según me dijo— jamás había tenido: la masturbación compulsiva.
En este momento del análisis decidimos aumentar la frecuencia de nuestros encuentros y acordamos vernos tres veces por semana. La razón que me llevó a tomar esta decisión tuvo que ver con la gravedad de la situación que estaba atravesando y sus posibles consecuencias: la adicción al sexo puede poner en riesgo toda la estructura psíquica de una persona y hasta llevarla a la ruina económica. En efecto, en esos estados son capaces de tener actitudes de alto riesgo, de incurrir en un abuso e incluso intentar suicidarse para poner fin a lo que les pasa y que ha dejado de ser un juego sexual y divertido para convertirse en tortura.
En una de sus visitas a la confitería, Magie le insinuó que una de las chicas, Mariela, le había preguntado si Víctor no querría participar en una experiencia de tres. Él, que no se había puesto a fantasear con esta posibilidad, se vio seducido por la propuesta y, después de conversar un rato, partieron juntos, los tres.
—¿Cómo resultó?
—Al principio fue agradable. Mariela es hermosa, tanto o más que Magie. Incluso más joven. Casi una adolescente. No quise ni preguntar su edad por temor a la respuesta.
Pausa.
—Me recosté en la cama y ambas se dedicaron a brindarme placer.
No sé si entendía exactamente a qué se refería, pero no me parecía importante la descripción puntual de lo que habían hecho.
—Nunca había pasado por una experiencia como esa. De modo que estaba descubriendo un mundo nuevo. Es raro estar con dos mujeres. ¿Alguna vez pasó por eso? Es muy extraño, se lo juro. Son dos aromas diferentes, dos alientos distintos, dos estilos de cojer, dos voces. Un poco loco.
Se detiene.
—Usted me dijo que «al principio» fue agradable. ¿Ocurrió algo después?
Silencio.
—Sí. En un momento me levanté para servirme una copa de champagne. Habré demorado unos segundos. Al volver las encontré juntas.
—¿Qué quiere decir cuando dice juntas?
—Que estaban cogiendo.
—Ajá.
—Magie tenía su cabeza entre las piernas de Mariela, y esta me miraba de un modo lascivo. «¿Te gusta mirar, hermoso?» —me preguntó—. Me quedé petrificado, observando la escena y sin poder responder nada… No sé por qué, empecé a sentir una sensación extraña.
—¿Puede describirla?
—Algo aquí, en el pecho. Como una opresión. Algo que me subía hasta la garganta y me dificultaba respirar.
Eso se llama angustia. Víctor se había angustiado, pero ¿por qué?
—¿Cómo siguió todo?
—Me repuse y lo piloteé lo mejor que pude. Pero no volví a excitarme.
Deja de hablar.
—¿Qué pensó al verlas juntas?
—Que yo no tenía nada que ver con eso.
Silencio.
—Solo eso. Pero, según se mire, a lo mejor no fue tan malo.
—¿Por qué lo dice?
—Porque desde que pasó no volví al puterío.
El «puterío». Siempre se cuidó de llamarlo así. Pero esa vivencia cambió algo. Las mujeres deseables se transformaron en angustiantes y la confitería en puterío. ¿Por qué?
Esa es la pregunta que, como analista, resuena en mi mente mientras escucho a un paciente. Ante cada frase, ante cada confesión. Pensar que todo tiene un origen me es esencial para reflexionar. A veces encuentro una respuesta para esa pregunta. Otras no.
Los síntomas de las enfermedades psíquicas no son un capricho del paciente ni dependen de su voluntad. Cumplen una función. Posibilitan un equilibrio patológico que la psiquis encuentra al no poder resolver, de un modo sano, la puja entre algo inconsciente y reprimido por un lado, y la conciencia por el otro. Por dolorosos que sean, los síntomas sirven para ocultar algo que para el sujeto resultaría aún más inaceptable. Llevan algo de aquello que esconden y es a partir de ese algo que podemos hurgar e intentar develar lo que se oculta detrás de ellos.
La compulsión a la infidelidad, la obsesión por Internet y la entrada en el ambiente de la prostitución después, habían sido soluciones sintomáticas ante algún conflicto que Víctor no podía resolver.
A partir de la vivencia con aquellas mujeres esos síntomas habían desaparecido. Pero esta desaparición no había sido el fruto de la resolución del conflicto; por ende, suponía que algo iba a aparecer para ocupar ese lugar. Durante un tiempo la angustia acompañó a Víctor invadiendo todo su ser. Hasta que una nueva formación sintomática vino a rescatarlo.
—¿Le pasa algo, hoy? Lo noto muy callado.
—Tengo algo que contarle. Pero me da vergüenza.
—Sabe que yo no voy a juzgarlo.
—Puede ser, pero me parece que ni yo mismo quiero escucharme.
Silencio.
—Sin embargo, ¿me equivoco o usted está menos angustiado que en las últimas sesiones?
—Ahora que lo dice, sí.
—A lo mejor la vergüenza ha ocupado el lugar de la angustia.
Piensa.
—Puede ser.
Pausa.
—A ver, ¿qué es eso tan vergonzoso que le ha ocurrido y que tanto le cuesta decir?
—El sábado volví a consumir prostitución.
Una vuelta al síntoma anterior, pensé.
—Bueno, pero ya hemos hablado mucho acerca de eso. ¿Por qué de repente le da vergüenza?
Breve silencio.
—¿Volvió a ir a la confitería?
—No.
—Ajá.
—Llamé por teléfono a alguien.
—¿Por qué no me cuenta cómo fue?
Se toma unos segundos antes de hablar.
—Desde la mañana venía con una sensación rara que no podía terminar de identificar. Sentía como una tensión que crecía dentro de mí y que era cada vez más grande. A eso de las siete de la tarde le dije a Virginia que tenía un trabajo que terminar y me fui a mi estudio. Una vez allí, reapareció la compulsión. Empecé a masturbarme mirando páginas pornográficas por Internet. Me excité mucho, como hacía tiempo no me pasaba. Y di con una página con la cual me quedé flasheado. En ella había una foto que me impresionó. Era la de una mujer espléndida, bellísima. Anoté su número y la llamé. Su nombre de batalla era Lisa. Charlamos un poco, le pregunté cuánto cobraba y arreglamos para que viniera a mi estudio. Yo estaba muy ansioso esperando su llegada. Media hora después me tocó el timbre. Era impresionantemente bella, alta, de ojos oscuros.
Su voz deja entrever la excitación que esa mujer le había generado.
—Empezamos a jugar y en un momento comenzó a hacerme sexo oral. No sabe. Jamás había sentido un placer igual, no podía creer lo que estaba sintiendo. Entonces la empecé a acariciar.
Silencio.
—¿Por qué se interrumpe?
—Porque ahí me di cuenta de que no era una mujer.
Breve silencio.
—¿Y usted cómo reaccionó al darse cuenta de esto?
—Me sorprendí, pero si debo ser sincero, no tanto. Como si de algún modo ya lo hubiera sabido.
—Y a lo mejor es así.
Piensa.
—Creo que sí. De hecho en la página lo decía claramente, solo que yo no me había dado cuenta. Pasé esa información por alto sin siquiera notarlo.
No percibir es un trabajo. La mente, rápidamente separa lo que ha de reprimir, y uno «deja de percibir» aquello que podría ocasionarle algún conflicto emocional o psíquico. Seguramente así había sido en este caso. La falta de sorpresa que evidenció Víctor demostraba a las claras que ya sabía, con ese saber no sabido del inconsciente, que no estaba con una mujer.
—¿Qué pasó después?
—Le dije que me había equivocado. Que era tan linda que pensé que se trataba de una mujer. Ella me dijo que estaba todo bien y que si quería podía retirarse.
—¿Usted qué le dijo?
—Que no. Que se quedara. Yo no iba a tener relaciones con ella. Pero me calentaba mucho, y le pregunté si podía mirarla.
—¿Mirarla?
—Sí, mirarla. No me lo haga más difícil.
—¿Quiere decir que quería ver su pene?
—Quería verla desnuda, sí.
—¿Y ella que hizo?
—Se fue desvistiendo, de a poco, de un modo muy sensual. Tardó una enormidad y yo…
—¿Usted, qué?
—Me iba excitando cada vez más. Hasta que finalmente quedó desnuda. Supongo que alguna vez vio un travesti, al menos en una foto o en alguna película.
—Es una sensación extraña. Pero me resultó fascinante. Es como un ser distinto. Con la belleza de la mujer y la completud de un hombre. Yo no quise volver a tocarla, pero le pedí que se masturbara. Ella lo hizo. Y yo también.
—¿Y cómo se sintió?
—Tal vez eso es lo que más me avergüenza. Jamás me sentí tan excitado en mi vida. Gabriel, le juro que era una mujer.
Un viejo mecanismo defensivo: la negación. Se lo señalo.
—Víctor, le aseguro que no.
No dice nada. No dirá nada más en toda la sesión.
Víctor siguió viendo asiduamente a Lisa. Sus encuentros eran casi siempre iguales. Se encontraban en su estudio, conversaban, tomaban algo y después se besaban, se acariciaban y para finalizar él encontraba el orgasmo mirándola.
En cierta ocasión Víctor le preguntó si su cabello era en realidad una peluca. Ella no le respondió, pero cuestionó esa pregunta, a lo cual él respondió que tenía la fantasía de verla con su cabello natural.
—¿Y Lisa qué le respondió?
Menea la cabeza.
—Me dijo que a lo mejor había llegado la hora de que probara con un hombre.
Esto lo había conmovido. Hasta ahora todo había sido un juego y no se había cuestionado la posibilidad de que su deseo fuera de origen homosexual.
Estuvo dos semanas sin comunicarse con ella, hasta que volvió a llamarla. Hablaron largo tiempo por teléfono, se había generado una buena relación y Víctor depositaba en ella gran confianza, como jamás había tenido con persona alguna.
Ella le propuso invitar a un amigo a su departamento. Víctor no estaría obligado a nada. Podía hacer lo que quisiera, incluso irse si no se sentía cómodo. Aceptó, y un viernes a la tarde tuvo lugar el encuentro. Un nuevo ménage á trois. Pero esta vez todo sería diferente.
—¿Cómo se sintió?
—Confundido. Todo sucedió como en un sueño.
—¿Me quiere contar?
—Llegué al departamento de Lisa y nos quedamos un rato largo hasta que llegó Sebastián. Conversamos bastante y fuimos entrando en confianza. En un momento ella, de un modo natural, me preguntó si quería que hicieran algo. Yo sentí una profunda ambivalencia. Por un lado me preguntaba qué hacía yo allí, con un travestí y un taxi boy. Yo que soy un profesional, un padre de familia. Y por otro lado me moría de ganas de mirar. Se lo dije y pasamos al cuarto.
Pausa.
—No me haga entrar en detalles, por favor.
—Diga lo que quiera.
—Fue una experiencia muy fuerte. Me limité a mirarlos. Sebastián y Lisa hicieron el amor de un modo apasionado, pero a la vez tierno. Yo pensaba que en estos casos todo se llenaba de insultos, de violencia. Y no. La relación no tuvo nada de promiscua. Incluso fue… bella.
—¿Qué quiere decir con eso?
—Sus cuerpos. Tan lindos ambos. Y ellos entregados al placer con el único fin de darme a mí, placer.
—También Magie y Mariela hicieron algo parecido. Sin embargo el resultado fue diferente. ¿Por qué cree usted que fue así?
—No lo sé.
—Víctor, usted usó en aquel momento una frase muy particular. Dijo que «no tenía nada que ver» con eso. A lo mejor con dos mujeres usted siente que «no tiene nada que ver» o, dicho de otra manera, que no tiene nada para ver, que allí falta algo. En cambio Sebastián y Lisa tienen algo para mostrar, algo que usted quiere ver.
Pausa.
—¿Sus penes?
—Usted dijo que Lisa era como la perfección, ya que tenía la belleza de una mujer y «la completud» de un hombre. ¿Lo recuerda?
—Sí.
—Quizá vea usted a la mujer como incompleta, como si le faltara algo.
—Bueno, algo le falta.
—No, Víctor. A la mujer, en la realidad, no le falta nada. Tiene otra cosa. La vagina no es falta de pene, pero puede que a usted le impacte de esa manera. Y si es así, la única realidad que vale en este análisis es su realidad psíquica.
—¿Y si esto fuera así?
Me lo pregunta angustiado. Como si temiera una respuesta que ve asomarse en un horizonte y que no quiere para él.
Fue una etapa muy convulsionada de su análisis. Su doble vida se había acentuado de un modo extremo. La parte oscura de su existencia era cada vez más fuerte, la necesitaba cada vez más, hasta que un día se animó y participó del juego más activamente.
—¿Cómo fue?
—Estaba mirándolos y sentí que tenía muchos deseos de participar. Entonces, simplemente me acerqué y lo hice.
—¿Y a cuál de los dos penetró?
Silencio. Largo, pesado.
—A Lisa.
Llora.
—¿Puedo saber por qué llora?
—Se va a reír.
—No.
—Me emociono al recordarlo.
Esta sí era una respuesta inesperada.
—¿Qué es lo que lo emociona?
—El placer que experimenté, la libertad. Sentí como si nunca hubiera sido pleno hasta ese momento. Fue una sensación prolongada, intensa. Como si hubiera una comunión diferente entre nosotros. Tanto fue así, que Sebastián se levantó y se fue. Y nosotros nos quedamos juntos. Es más, se fue y ni nos dimos cuenta. Fue sublime.
Se angustia.
—Es terrible lo que estoy diciendo.
—Pero es lo que siente.
Víctor estaba conmovido, impactado. Lisa había movilizado en él sensaciones y afectos desconocidos. Pero allí estaban, y a esta altura no podíamos detenemos.
La vida luminosa de Víctor se iba ensombreciendo cada vez más. Ya casi no tenía relaciones con Virginia y, cuando lo hacía, experimentaba una fuerte sensación de asco. En parte por esto se distanció de su hogar, lo cual le generó sensaciones de culpa con respecto a sus hijos.
Para revertir esa situación más de una vez se propuso no volver a llamar a Lisa, pero esa decisión duraba apenas o unos días, al cabo de los cuales la angustia y el dolor lo llevaban a verla nuevamente.
Ella, también estaba conmovida. En apariencia se había enamorado de Víctor. ¿Y él? ¿Qué pasaba con él?
Aquella sesión fue especialmente trascendental en nuestro análisis y en la vida de Víctor.
—A lo mejor usted se ha enamorado de Lisa. ¿No le parece?
—No puede ser. Esto no puede estar pasándome. No quiero esto para mí.
—Víctor, no siempre las cosas son como uno querría que fueran.
—Sí. Pero ¿por qué esto?
Pausa.
—¿Sabe qué es lo que siento? Que la culpa es suya y de este puto análisis que empecé con usted.
—¿Usted cree que yo soy el responsable de sus deseos?
—No. Pero yo manejaba mis impulsos de otra manera.
—Eso es cierto. Es más, por eso vino. Porque quería cambiar su manera de relacionarse con sus impulsos. ¿O no?
—Sí, pero yo jamás imaginé que iba a terminar así.
—¿Y quién le dijo que este es el final? A lo mejor, es el comienzo de algo diferente.
—Sí, de algo sucio y promiscuo.
—¿Por qué dice promiscuo? Según me ha contado, hace ya mucho tiempo que usted y Lisa se encuentran a solas y hacen el amor de un modo que además de pasión tiene mucha ternura.
—Gabriel, ¿usted se da cuenta de lo que estamos hablando?
—Sí. ¿Y usted?
—Por supuesto. Por eso estoy desesperado. Y encima me pregunta si no estoy enamorado de ella. ¿Y si así fuera, qué? De todos modos no podría hacer nada.
—¿Por qué?
—Porque sería una tragedia. ¿O no se da cuenta de que esto no puede llevarme a ningún tipo de bienestar?
—Nunca acordamos buscar su bienestar sino su verdad.
Inspira profundamente. Puedo percibir su enojo.
—¿Por qué no se va a la mierda?
—Si yo lo hiciera, ¿su verdad sería otra?
Silencio.
—Gabriel, estoy desesperado.
Lo sé. Lo entiendo. Hay verdades que conmueven la vida entera de una persona. Y Víctor estaba frente a una de ellas. Nadie podía elegir por él. Pero el velo había comenzado a correrse y ya era tarde para volver atrás.
Durante varias sesiones volvimos sobre alguna de las frases que Víctor había dicho a lo largo del análisis.
—Me gustaría que repasáramos algunas cosas. A lo mejor, a la luz de los acontecimientos que han pasado, podemos pensar aquellos dichos suyos de otra manera. ¿Le parece?
—Bueno.
Muchas veces, mientras escucho el discurso de mis pacientes, algunas de sus frases me suenan fuertes, se me imponen como dichas en rojo. Suelo remarcarlas. En ese momento desconozco el porqué, pero tiempo después algunas encuentran un nuevo sentido.
Tomé su historia clínica y elegí algunas de esas frases subrayadas por mí en distintas sesiones.
«No puedo desear a una sola mujer».
El análisis de esta frase lo llevó a formularla de otra manera: jamás, en toda su vida, había podido desear de verdad ni a una sola mujer. Algo en ellas le imposibilitaba el deseo. ¿Qué cosa? No algo que había en ellas sino algo que no había. Víctor veía en la falta de pene una carencia intimidatoria. Por eso la visión pasiva de una relación sexual entre mujeres le pareció angustiante. Esta reflexión se vio reforzada con el análisis de otro de sus dichos.
«Ya de chico sentía la mirada de las mujeres sobre mí».
Esa frase que en aquel contexto parecía remitir a su seguridad, como hombre, a la creencia de haber sido siempre deseado, en realidad remitía a una sensación de ser mirado de modo amenazante. Como si quisieran apropiarse de algo que él tenía y ellas no.
«Es mi karma. Siempre le gusté mucho a las mujeres».
La palabra karma lo remitió a un castigo. Víctor sentía la condena de ser deseado por las mujeres cuando en realidad su deseo no estaba dirigido a ellas.
«Lo que le hago a mi familia».
Ahora sí pudimos encontrarle sentido a esto. No se trataba de sus infidelidades, sino de su miedo al daño que su homosexualidad podía causarles a sus hijos, a su mujer, sus hermanos y a todos aquellos que quería. Tenía un enorme temor de no ser aceptado por ellos. Y no solo eso. En realidad no era el miedo a perder a su familia sino a perderlo todo: sus amigos, su reputación, su trabajo. Todo lo que había construido durante su vida.
—¿Cómo confiesa alguien a los cincuenta años que de golpe se ha vuelto puto?
—Víctor, está cometiendo dos errores. En primer lugar, se confiesan los delitos o los pecados. Y usted no ha cometido ni una cosa ni la otra. En segundo lugar nadie se vuelve puto de golpe. A veces uno descubre cosas que han estado mucho tiempo reprimidas, sepultadas. Pero créame que nadie constituye su identidad sexual a los cincuenta.
Trabajar sobre todo esto conducía a una verdad que Víctor no quería aceptar.
—Gabriel, ¿usted puede ayudarme a ser heterosexual?
—Víctor, yo no puedo ayudarlo a ser lo que no es. Si quiere, podemos intentar seguir trabajando para que pueda vivir dignamente con lo que sí es.
Víctor ha trabajado mucho en este tiempo, con valentía y a pesar de su dolor. Pudo comprender que su donjuanismo era en realidad una formación reactiva, una manera de defenderse de su atracción por los hombres saturándose de mujeres. También pudo identificar el origen de su culpa en este deseo homosexual y volcar sus esfuerzos para resolver el conflicto.
Se separó de su mujer y es un padre ejemplar. Ve a sus hijos casi a diario y los tiene con él cada quince días. Sigue siendo exitoso en su profesión.
Extraña la sensación del hogar y algunos amigos de los que su nueva realidad lo ha alejado.
Ha llegado a una conclusión que lo emociona a la vez que lo aterra: está enamorado de Lisa. Y ella de él. Están en pareja desde hace un tiempo, aunque no viven juntos. Ella ha retirado su página de Internet y ya no practica la prostitución.
Víctor tiene miedo y está lleno de preguntas: ¿Se puede ser feliz así? ¿Se puede armar un hogar siendo tan distintos del resto? ¿Podrá decirles en algún momento a sus hijos cuál es su verdad?
Desde que está con Lisa nunca le ha sido infiel ni ha vuelto a consumir pornografía.
Es necesario ser un creyente en el psicoanálisis para no retroceder ante ciertas cosas. Es muy duro ver a un paciente desgarrarse, sufrir, sentir que todo el andamiaje de su vida se cae y dejarlo caer. Algunos proponen apoyar el síntoma. Nos cuestionan: ¿No sufre menos el paciente si lo ayudamos a que siga con su vida a pesar de su deseo?
La respuesta puede ser sí. Pero es una decisión ética de cada profesional.
En mi caso, aquella máxima según la cual el psicoanálisis no busca el bienestar sino la verdad de cada paciente, me hace sostener mi postura a pesar de los vaivenes del análisis. Mi compromiso es ayudar al paciente a que no retroceda ante lo que desea. Que lo asuma. Que lo mire a los ojos. A pesar de los temores. Lo que haga con ello pertenece a su libertad.
A veces, lo confieso, me he planteado este dilema. Pero siempre he llegado a la misma respuesta: es preferible la verdad. A pesar de los costos que traiga aparejados. Por eso sigo siendo analista.